Despu�s del desarrollismo y la globalizaci�n, �qu�?
1 Immanuel Wallerstein*

RESUMEN:

A contrapelo del discurso de la globalización, que ha impulsado la expansión del “libre comercio” al abrigo de la ilusión de que con él podría estimularse no sólo el crecimiento económico sino incluso la transición de ciertos países en desarrollo para convertirlos en países desarrollados, en este rico ensayo Wallerstein demuestra que, aunque puede experimentar diversas reconfiguraciones, la polaridad centro-periferia constituye una polaridad estructural en el sistemamundo moderno. Sin embargo, con base en el análisis de las tendencias de larga duración que determinan el ascenso, oscilante pero indetenible, en los costos capitalistas de producción, presenta lo que interpreta como el fin en curso de la era de la globalización, donde los países de Norte se han encontrado a la ofensiva –a diferencia de la era del desarrollismo, donde fueron las países del Sur quienes la tenían–, como un tiempo que abre posibilidades a los países de la periferia y para aprovecharlas diseña una sugerente propuesta de acciones estratégicas que estos países podrían implementar para impulsar, sólo hasta cierto punto, su “desarrollo”.

En 1900, durante la preparación de la Exposición Universal de París, el Ministerio Francés para las Colonias le pidió a Camille Guy, jefe de su servicio geográfico, producir un libro que se tituló Les colonias françaises: la mise en valeur de notre domaine coloniale.2 Una traducción literal de “mise en valeur” es “revalorar”. El diccionario, sin embargo, traduce “mise en valeur” como “desarrollo”. En ese momento se prefirió esta expresión, al hablar sobre los fenómenos económicos en las colonias, a la palabra francesa perfectamente aceptable, “développement”.

1 Traducción realizada por Luis Arizmendi y Jorge Gasca del Documento fundamental presentado en la Conferencia Development Challenges for the 21st Century, en la Cornell University, 1º de octubre, 2004. * Investigador-profesor de la Universidad de Yale; Director del Fernand Braudel Center de la Universidad de Binghamton de Nueva York. Autor de obras tan importantes como El moderno sistema-mundo (en tres tomos), Después del liberalismo, Impensar las Ciencias Sociales, todas éstas publicadas por Siglo XXI, o, recientemente, La crisis estructural del capitalismo (Contrahistorias, México, 2005) y La decadencia del poder estadounidense (Era, México, 2005). 2 Volumen III de Les Colonies françaises, Exposición Universal de 1900, Publicaciones de la Comisión encargada de preparar la participación de la Ministère des Colonies, Paris: Augustin Challamel, 1900

Si uno va entonces a Les Usuels de Robert: Dictionnaire des Expressions et Locutions figurées (1979) para aprender más sobre el significado de la expresión “mettre en valeur”, se encuentra la explicación de que se usa como una metáfora que significa “explotar, sacar provecho”. Básicamente, ésta era la visión del mundo pan-europeo durante la era colonial en lo que concierne al desarrollo económico en el resto del mundo. El desarrollo era un conjunto de acciones concretas efectuadas por europeos para explotar y sacar provecho de los recursos del mundo no-europeo. Esta perspectiva contenía un cierto número de convicciones: ante todo la de que los no-europeos no eran capaces de “desarrollar” sus recursos sin la intrusión activa del mundo pan-europeo o, quizás, incluso que así lo deseaban. Tal desarrollo representaba un bien material y moral para el mundo. Por consiguiente, era el deber moral y político de los pan-europeos explotar los recursos de estos países. No había nada malo en el hecho de que, como recompensa, los pan-europeos que lo hacían obtuvieran provecho de ellos, puesto que dejaban una condición favorable derivada de su intervención para las personas cuyos recursos eran explotados de esta manera. Este razonamiento, por supuesto, omitió completamente la discusión del costo que ello suponía para la vida de los miembros de la población local de tal explotación. El cálculo convencional fue que estos costos eran –como diríamos con los eufemismos de hoy– el necesario e inevitable “daño colateral” de la “misión civilizatoria” europea. El tono de la discusión empezó a cambiar después de 1945, principalmente como resultado de la fuerza de los movimientos y sentimientos anti-coloniales en Asia y África, y de un nuevo sentido de afirmación colectiva en América Latina. Fue en este punto que “desarrollo” empezó a ser usado como una palabra en clave para la creencia en la posibilidad de que los países del Sur podían “desarrollarse” por sí mismos, como opuesta a estar “en desarrollo” gracias a los países del Norte. La nueva asunción fue que, sí los países del Sur adoptaban las políticas apropiadas, un día, en algún tiempo futuro, serían tecnológicamente modernos y tan ricos como los países del Norte. En algún punto del periodo posterior a 1945, los autores latinoamericanos empezaron a llamar a esta nueva ideología “desarrollismo” (developmentalism). La ideología del desarrollismo tomó varias formas diferentes. La Unión Soviética le llamó a su institución “socialismo”, que se definió como la última fase previa al “comunismo”. Los Estados Unidos le llamaron “desarrollo económico”. Los ideólogos en el Sur, a menudo, usaron los dos términos intercambiablemente. Entre este consenso general mundial, todos los estados del Norte –los Estados Unidos, la Unión Soviética (con sus satélites en Europa Oriental), las potencias coloniales (ahora ex-coloniales) de Europa Occidental y los países Nórdicos, más Canadá– empezaron a ofrecer “ayuda” y recomendaciones acerca de este desarrollo que a todos favorecía. La Comisión Económica para América Latina (CEPAL) desarrolló un nuevo lenguaje de relaciones “centro-periferia”, que usaba principalmente para justificar un programa de “industrialización con sustitución de importaciones”. Los intelectuales latinoamericanos más radicales (y otros) elaboraron todo un lenguaje sobre la “dependencia”, insistiendo en que necesitaba ser combatida y superada para que los países dependientes estuvieran en una posición de desarrollo. La terminología pudo haber diferido, pero una cosa en la que todos estaban de acuerdo era que el desarrollo era verdaderamente posible, si solamente... Por consiguiente, cuando las Naciones Unidas declararon los años setenta como la “década del desarrollo”, el término y el objetivo parecían casi una devoción. Más aún porque, como sabemos, los años setenta resultaron ser una década muy mala para la mayoría de los países del Sur. Fue la década de dos impactos sucesivos: el alza al precio del petróleo instituido por la OPEP y la estanflación en el Norte. El consecuente aumento en el costo de las importaciones para los países en el Sur, combinado con una marcada caída en el valor de sus exportaciones debido al estancamiento en la economía-mundo, creó graves dificultades en la balanza de pagos para casi todos estos países (incluyendo aquéllos del llamado bloque socialista), con la sola excepción de los países exportadores de petróleo. Los países exportadores de petróleo adquirieron excedentes increíblemente grandes, la mayor parte de los cuales depositaron en bancos de los Estados Unidos y Alemania, que entonces necesitaron encontrar un uso remunerativo para este capital extra. Lo hallaron en los préstamos a los países con agudas dificultades en su balanza de pagos. Estos préstamos, activamente promovidos por los propios bancos, resolvieron ambos problemas: encontraron un cauce para el flujo del dinero excedente en las cuentas de los bancos del Norte y solventaron los problemas de liquidez de los virtualmente insolventes Estados del Sur. Pero, al final, los préstamos condujeron a pagos de interés acumulativos, de suerte que, para 1980, llevaron a mayores dificultades la balanza de pagos de estos Estados. Los préstamos, desafortunadamente, no podían ser reembolsados, como se suponía. Así, el mundo arribó a la repentinamente descubierta crisis de la deuda (Polonia en 1980, México en 1982 y, de manera similar, por todos lados).

Era bastante fácil encontrar el villano en la obra. El dedo estaba apuntando al desarrollismo, que había sido universalmente encomiado justo una década atrás. La industrialización basada en la sustitución de importaciones era ahora percibida como un proteccionismo corrupto. En el marco del cual los Estados en construcción fueron deconstruídos para alimentar una burocracia inflada. La ayuda financiera era ahora analizada como dinero echado al fregadero, si no es que a la cañería. Las estructuras paraestatales, lejos de ser esfuerzos virtuosos para pulimento de sí mismas, se convirtieron en ataduras. Fueron expuestas como barreras que frenaban el éxito productivo de la empresa. Por tanto, se decidió que los préstamos a esos Estados en desgracia, para ser benéficos, necesitaban ser condicionados con requisitos que correspondieran a lo que estos Estados recortaron de los gastos estatales, para canalizarlo a recursos malempleados, de ahí se desprendieron rubros como educación y salud. Fue fomentada la proclama de que las empresas estatales, casi por definición, eran ineficientes, por consiguiente, que deberían privatizarse tan rápidamente como fuera posible, ya que, sólo las empresas privadas eran, de nuevo casi por definición, responsables para el “mercado” y, en consecuencia, extremadamente eficientes, al menos eso establecía el Consenso en Washington. Las llamadas y modas académicas se volvieron usuales aunque veleidosas durante las últimas dos décadas. El desarrollo estaba repentinamente fuera. La globalización llegó con su estela. Profesores universitarios, ejecutivos, editores y redactores, todos vieron la luz. Seguramente la óptica, o mejor dicho, los remedios, habían cambiado. Ahora, la manera de avanzar no era sustituir importaciones, más bien, consistía en orientar las actividades productivas a la exportación. Abajo con las industrias nacionalizadas y con los controles de transferencia de capital; arriba, con la transparencia y el desbloqueo del flujo de capital. En lugar de los regímenes de partido único, se nos permitió a todos el estudio de la “gobernanza” (una nueva palabra, espléndidamente erudita y completamente inescrutable, si no sin sentido).

Sobre todo, se nos permitió visitar la Meca cinco veces por día y entonar Allahu Akbar (“Dios es el más grande”) y TINA (“There Is No Alternative”) (No Hay Alternativa, el dogma tatcheriano). Los nuevos dogmas echaron raíces en los años ochenta, entre la putrefacción deteriorada de los sueños desarrollistas. Florecieron, en los años noventa, bañados por la chispa de la “nueva economía”, en la que se supusieron los Estados Unidos y Asia oriental para llevar al mundo a su gloria económica. Pero el brillo empezó a empañarse. La crisis monetaria en el Este y Sudeste de Asia, que se extendía hasta Rusia y Brasil, en 1997, el deslizamiento a la baja de la Organización Mundial de Comercio de Seattle a Cancún, el marchitamiento de Davos y el levantamiento espectacular de Porto Alegre, al-Qaeda y el 11 de septiembre, seguido por el fiasco de Bush en Irak y la crisis de las cuentas corrientes de EU, todo esto y más,  conduce a la sospecha de que la globalización como retórica podría entrar rápidamente en el camino que tuvo el desarrollismo. De ahí nuestra pregunta: ¿después del desarrollismo y la globalización, qué? Permítanme no ser áspero con esta teoría extinta. La discusión entera desde 1945 hasta nuestros días ha sido de hecho un largo esfuerzo por tomar en serio la realidad que el sistema-mundo constituye como sistema no sólo polarizado sino polarizante, lo que hace esta realidad, a la vez, moral y políticamente intolerable. Para los países en el fondo, no parecía haber nada más urgente que delinear cómo mejorar su situación, por principio, económicamente. Después de todo, toda esta gente tuvo que haber visto una película y sabían que había otra gente y otros lugares en el mundo que eran mejores, mucho mejores, que ellos. Mientras que los países a la cabeza, se dieron cuenta, al menos de forma oscura, que las “masas agrupadas que anhelan respirar libremente” representan un peligro permanente para el orden mundial y su prosperidad, por tanto, que algo, de alguna forma, tenía que hacerse para amortiguar el polvorín. De este modo, los análisis intelectuales y los esfuerzos políticos derivados de ellos que se expresaron en la discusión sobre el desarrollo y la globalización eran serios y respetables, aunque si se les mira en retrospectiva realmente mal dirigidos de muchas maneras.

La primera pregunta que necesitamos formular ahora es: ¿después de todo, es posible para cada parte del mundo –un día en un futuro plausible y no remoto– alcanzar el nivel de vida, digamos, de Dinamarca (y quizás, asimismo, el de sus instituciones políticas y culturales)?

La segunda pregunta es: si esto no es así, ¿es posible que el actual sistemamundo desequilibrado y elevadamente desigual persista, más o menos, como tal?

Y la tercera pregunta es: si no es así, ¿qué tipos de alternativas tenemos actualmente para todos nosotros ahora? I “¿Después de todo, es posible para cada parte del mundo –un día en un futuro plausible y no remoto– alcanzar el nivel de vida, digamos, de Dinamarca (y quizás, asimismo, el de sus instituciones políticas y culturales)?”

No hay ninguna duda de que Dinamarca (así como la mayoría los países de la OCDE) tiene un nivel de vida realmente decente para una proporción sustancial de su población. La medida estándar de variación interior del ingreso, la curva de Gini, muestra números bastante bajos para la mayoría los países de la OCDE, lo que les deja un estándar mundial razonablemente bueno a todos.3 Sin duda, hay mucha gente pobre en estos países, pero comparado con casi cualquier país del Sur, la cifra es mucho menor. Por supuesto, la población en estos países pobres aspira a ser tan rica como la de Dinamarca. En los últimos años, la prensa económica mundial ha estado llena de historias sobre las notables tasas de crecimiento de China –un país que no hace demasiado tiempo era considerado como uno de los más pobres–, historias que contienen mucha especulación sobre sí o no y en qué grado estas tasas de crecimiento pueden continuar en el futuro y, por consiguiente, transformar a China en un país relativamente rico en términos de PIB per cápita. Permítanme dejar a un lado el hecho de que otros países, muchos otros, han mostrado un crecimiento notable que se acelera a lo largo de 20 o 30 años, después de los cuales, sin embargo, sus tasas de crecimiento se agotan. Existen, por ejemplo, los recientes casos de la Unión Soviética y Yugoslavia. Permítanme también omitir de la ecuación la lista larga de países cuyo PIB era mejor en el pasado lejano que en el presente. Permítanme asumir, por un momento, que el crecimiento económico de China continuará sin trabas durante otros veinte años, y que su PIB per cápita se acerca, digamos, si no al de Dinamarca al menos al de Portugal o Italia. Permítanme, incluso, especular suponiendo que arriba de un 50% de la población será beneficiado significativamente por este crecimiento acelerado, lo que se reflejaría entonces en su ingreso real. ¿Es creíble sostener todo lo demás constante y asumir que, por lo menos, todos los demás países permanecerán donde se encuentran actualmente en términos de su nivel de vida? ¿De dónde viene el valor excedente que le permitiría al 50% de la población de China consumir al nivel del 50% de la población de Italia, mientras todo el resto del mundo mantiene un nivel de consumo al menos como el que tiene actualmente? ¿Cabe pensar que vendría de una supuesta mayor productividad de la producción mundial (o china)? Está claro que los obreros experimentados de Ohio y el valle de Ruhr, no piensan así. Piensan que ellos pagarían, de hecho que ya están pagando, con niveles de vida significativamente reducidos. ¿Realmente están ellos equivocados? ¿No ha estado sucediendo esto en la última década? La primera parte de la evidencia la constituye la historia pasada entera de la economía-mundo capitalista. En más de quinientos años de su existencia, la brecha entre la cima y el fondo, el centro y la periferia, nunca se ha vuelto más pequeña, sino siempre más grande. ¿Qué hay en la situación presente que debiera llevarnos a asumir que este patrón no continuará? Por supuesto, no hay duda de que, durante estos quinientos años, algunos países mejoraron su posición relativa en la distribución de la riqueza en el sistema-mundo. Por eso, podría decirse que estos países experimentaron “desarrollo” en algún sentido. Pero también es verdad que otros países se encuentran más abajo en la jerarquía relativa de la riqueza que antes, algunos de ellos incluso cayeron espectacularmente. Y, aunque nuestros datos estadísticos aseguran una calidad mínima a lo sumo para los últimos 75-100 años, los estudios comparativos muestran una constante distribución trimodal de la riqueza en el sistema-mundo, con pocos países que se mueven de una categoría a otra.

3 Véase, por ejemplo, Anthony Atkinson, Lee Rainwater & Timothy Smeeding, “Income Distribution in European Countries,” en A. B. Atkinson, ed., Incomes and the Welfare State: Essays on Britain and Europe, Cambridge: Cambridge Univ. Press. 4 Véase el clásico artículo de Giovanni Arrighi & Jessica Drangel, “The Stratification of the World-Economy: An Exploration of the Semiperipheral Zone,” Review, X, 1, Verano 1986, 9-74. Arrighi pondrá al día este argumento en un próximo artículo. 5 Aunque esto es, a primera vista, lógico, raramente entra en los análisis de la mainstream economics.

4 La segunda parte de la evidencia consiste en que los altos niveles de la ganancia y, por consiguiente, la posibilidad de acumular plus-valor, se correlacionan directamente con el grado relativo de monopolización de la actividad productiva.

5 Lo que nosotros hemos llamado desarrollo los últimos cincuenta años, más o menos, básicamente es la habilidad de algunos países para erigir empresas productivas de un tipo considerado como altamente lucrativo. En la medida en que tienen éxito haciendo esto, reducen el grado de monopolización de la producción en cierta arena en particular y, por tanto, reducen el grado de rentabilidad de tal producción.

El modelo histórico de las llamadas industrias líderes –desde los textiles, el acero y automóviles, hasta la tecnología electrónica de la computadora– es evidencia clara de esto. La industria farmacéutica estadounidense está ahora mismo resistiendo inútilmente contra la caída de su rentabilidad potencial. ¿Podrán mantener Boeing y Airbus sus actuales niveles de ganancia al enfrentar la competencia con la industria china de la construcción de aviones durante los siguientes veinte o treinta años? Básicamente, las dos partes se reducen a una. De no conseguir su crecimiento, los así llamados países de reciente desarrollo serán aplastados por procesos altamente destructivos –como la guerra, alguna plaga o la guerra civil–. En este caso, los centros económicos de acumulación existentes permanecerán en la cima y la polarización será aún más aguda. De conseguir su crecimiento, los países de reciente desarrollo serán capaces de reproducir algunos de los mayores procesos productivos de los centros actuales. En este caso, en cualquiera de las dos partes la polarización podría simplemente ser invertida (lo cual es improbable) o habrá un achatamiento de la curva, pero, en este último caso, la habilidad para acumular plus-valor en la economía-mundo como totalidad disminuirá severamente, y la raison d’être de una economía-mundo capitalista será minada. En cualquiera de estos escenarios ningún país se convertiría en una Dinamarca. Si ha llegado a ser general la irritación acerca del desarrollo económico y los beneficios positivos de la globalización es porque la sensación de que estamos en un callejón sin salida ha empezado a arrastrar cada vez más y más personas (estudiantes, políticos y, sobre todo, a obreros ordinarios). El optimismo de los años cincuenta y sesenta, que se reavivó momentáneamente en los noventa, ya no está entre nosotros. Personalmente, no veo ninguna forma con la cual, dentro de la estructura de la economía-mundo capitalista, podamos acercarnos a una igualación general de la distribución de la riqueza en el mundo e, incluso, menos a una igualación en la que todos tuviéramos un nivel de consumo como el danés. Al decir esto tengo en cuenta todos los posibles avances tecnológicos, así como el incremento en ese escurridizo concepto de productividad.

II

“Si no es (posible que todos los países alcancen un nivel de vida como el danés dentro de la estructura del sistema-mundo en el cual vivimos), es posible que el actual sistema-mundo desequilibrado y elevadamente desigual persista, más o menos, como tal?”


Lo dudo. Pero, por supuesto, debemos tener cuidado aquí, ya que, las predicciones de un cambio estructural dramático se han hecho frecuentemente durante los últimos dos siglos y han resultado, por encima de la media, ser incorrectas porque algunos elementos cruciales fueron omitidos de los análisis. La principal explicación del presunto cambio estructural fundamental prospectivo ha sido insatisfactoria para los explotados y oprimidos. Cuando las condiciones empeoraron, las personas de abajo, o algún grupo muy grande, ya no tuvo como destino –sostengo– más que rebelarse. Habría lo que usualmente se ha llamado una revolución. No reasumiré los argumentos y contra-argumentos que, sin duda, son bastante familiares casi para cualquiera que ha estudiado seriamente la historia del sistema-mundo moderno. El siglo XX fue, entre otras cosas, el momento de una larga serie de levantamientos nacionales y de movimientos sociales que proclamaron sus intentos revolucionarios y que lograron alcanzar el poder estatal de una forma u otra. El punto álgido de estos movimientos fue el periodo 1945- 1970, precisamente el periodo de florecimiento del desarrollismo, el cual, en cierto sentido, constituyó el credo de estos movimientos. Pero, como se sabe, el periodo 1970- 2000 vio la caída de la mayoría de estos movimientos en el poder o, por lo menos, una drástica revisión de sus políticas. Éste fue el periodo del florecimiento de la globalización, cuya lógica estos movimientos –aquéllos todavía en el poder o aquéllos que ahora buscan jugar un papel de oposición parlamentaria– tétricamente aceptaron. Así, tenemos la era del triunfalismo seguida por la era de la desilusión. Algunos de los cuadros de estos movimientos se ajustaron a lo que se pensaba que eran las nuevas realidades y otros abandonaron la nave, mediante el retiro pasivo o uniéndose activamente al antiguo enemigo. En los años ochenta y hasta mediados de los noventa, los movimientos antisistémicos a lo ancho del mundo estuvieron en mala forma. Para 1995, sin embargo, el brillo momentáneo del neoliberalismo había empezado a desgastarse y comenzó la búsqueda mundial de nuevas estrategias antisistémicas. La historia de Chiapas a Seattle y Porto Alegre ha consistido en la emergencia de un nuevo tipo de movimiento antisistémico mundial, a veces denominado altermundismo. Mi nombre para esto es el espíritu de Porto Alegre, considero que va a ser un elemento importante en los forcejeos políticos mundiales de los próximos 25-50 años. Regresaré a esto en mi discusión de las alternativas reales. Sin embargo, no creo que una nueva versión del movimiento revolucionario constituya el factor fundamental de lo que veo como el colapso estructural de la economía-mundo capitalista. Los sistemas no se derrumban principalmente debido a la rebelión desde abajo, pero sí debido a las debilidades de las clases dominantes y a la imposibilidad de mantener su nivel de ganancias y privilegios. Es únicamente cuando el sistema existente se debilita en términos de su propia lógica que la presión desde abajo puede posiblemente ser eficaz. La fuerza básica del capitalismo como sistema ha sido doble. Por un lado, ha demostrado su habilidad para asegurar, contra viento y marea, la acumulación interminable de capital. Por otro, ha edificado estructuras políticas que le han hecho posible garantizar esta acumulación interminable de capital sin ser destronado por la temeridad y el descontento de las “clases peligrosas”. La debilidad básica del capitalismo como sistema histórico hoy consiste en que es justo ese éxito lo que lo está llevando al fracaso (como Schumpeter nos enseñó, normalmente así sucede). Como consecuencia tanto la habilidad para garantizar la acumulación interminable de capital como las estructuras políticas que han mantenido a línea a las clases peligrosas está derrumbándose simultáneamente. El éxito del capitalismo para garantizar la acumulación interminable de capital ha consistido en su capacidad para sostener los tres costos básicos de la producción (los costos de personal, los costos de los factores productivos y los impuestos) al ritmo de una escalada ascendente acelerada. Sin embargo, ha hecho esto con mecanismos que se han venido agotando a lo largo de la historia. El sistema ha comenzado a alcanzar un punto donde estos costos son dramáticamente altos para producir una fuente adecuada de acumulación de capital. Las clases capitalistas han volteado a la especulación financiera como sustituto. Pero, la especulación financiera es intrínsecamente un mecanismo transitorio, puesto que depende de la confianza en los mercados y la confianza en ese medio es minada por la propia especulación. Me permitiré ilustrar cada uno de estos puntos. Los costos del personal son una función de una prolongada e interminable lucha de clases. Lo que los obreros tienen de su lado es la concentración de la producción (por razones de rendimiento) y, desde ahí, su habilidad con el tiempo para organizarse tanto en sus lugares de trabajo como en la arena política para presionar a sus patrones por aumentar su salario. Sin duda, los patrones luchan siempre desde atrás, enfrentando un conjunto de trabajadores contra otro. Pero existen límites para hacer esto dentro de la estructura de un solo país o de una sola área local, debido a que existen medios políticos con los cuales los trabajadores pueden incrustar sus ventajas en sus propios Estados (legalmente y/o culturalmente). Siempre que nos encontramos en una fase-A de Kondratieff, los patrones, que se enfrentan a las demandas de los trabajadores militantes, usualmente prefieren conceder algún aumento del salario, ya que, las suspensiones del trabajo les ocasionan más daño inmediato que las concesiones. Pero en cuanto nos encontramos en una fase-B de Kondratieff, puesto que la competencia por los precios se agudiza, se vuelve imperativo para un patrón que espera sobrevivir a tiempos malos reducir el conjunto de los salarios. Es en este punto en el que los patrones han acudido históricamente a la relocalización –esto es, a la “fábrica huidiza”– transfiriendo su producción a zonas que no tienen  el problema de las fábricas huidizas y los niveles de remuneración. Estamos acabando con los nuevos vertederos posibles. Además, el costo colectivo de la contaminación nos ha alcanzado, o por lo menos, somos más conscientes de ella debido a los adelantos científicos. De aquí en adelante, el mundo busca la eliminación de contaminantes. Esto es lo que concierne a la ecología. Con una gran preocupación, la pregunta de quién pagará viene a la vanguardia. Ahí aumenta la presión para hacer que el usuario de los recursos que los contamina sea quien pague los costos de la descontaminación. Esto se llama internalización de costos. En la medida en que los gobiernos imponen tal internalización de costos, los costos globales de producción ascienden, a veces de forma sumamente elevada. El problema de la renovación de recursos primarios es básicamente análogo. Si los bosques son talados, podrían renovarse a sí mismos por la vía de procesos naturales aunque muy lentamente. Pero los bosques son talados con mayor velocidad (debido al aumento de la producción mundial), lo que hace más difícil el proceso natural de su renovación exigiendo que requiera un tiempo significativo. Así aquí también, cuando las preocupaciones ecológicas se ponen al frente, tanto los gobiernos como los actores sociales ponen presión sobre los usuarios para restringir su uso de los recursos primarios u obligarlos a invertir en su renovación. En la medida en que los gobiernos impon en la internalización de estos costos, los costos de producción se elevan. Por último, lo mismo es cierto para la infraestructura. Casi por definición, ella exige un gasto en actividades costosas que no pueden atribuirse a un solo productor –por ejemplo, al constructor de carreteras públicas sobre las cuales el transporte de bienes tiene lugar–. Pero el hecho de que estos costos no puedan ser considerados como costos de un solo productor, no significa que no puedan ser considerados como costos de una multitud de productores. Además, el costo de tal infraestructura ha experimentado una escalada geométrica. En efecto, son bienes públicos, pero lo público puede especificarse hasta cierto punto. Una vez más, en la medida en que los gobiernos imponen la internalización parcial de esos costos, los costos de producción se elevan. El tercer costo básico de producción lo constituyen los impuestos. Cualquier comparación del nivel total de impuestos en el mundo, o en cualquier parte de él, con el mundo de hace un siglo, revela que todos estamos pagando impuestos más altos hoy, cualquiera que sea la variación de las proporciones.

6 Véase Deane Neubauer, “Mixed Blessings of the Megacities,” Yale Global Online, Sept. 24, 2004.

¿Qué explicación tiene esto? Existen tres gastos mayores que todos los gobiernos tienen que realizar: los costos de la seguridad colectiva (en el ejército, la policía, etc.); los costos de todos los tipos de bienestar público; y los costos de administración (entre los cuales los más importantes son los mismos costos de recaudación de impuestos). ¿Por qué se han elevado estos costos del gobierno tan marcadamente? Los costos de seguridad han subido simplemente como resultado del avance tecnológico. Los juguetes que las fuerzas de seguridad usan, son todos los días y en todos los sentidos, más caros. Después de todo, la seguridad es un juego en el que todos los lados siempre intentan tener más que sus oponentes. Es como una subasta interminable en la que las ofertas siempre están elevándose. Quizás si tuviéramos un holocausto nuclear generalizado y el mundo sobreviviente se remontara a los arcos y las flechas, estos costos bajarían. Pero siguiendo sin percatarse de nada, no veo ninguna manera de esperar semejante reducción. Asimismo, los costos de bienestar han aumentado constantemente y nada los detiene, a pesar de todo, el juego de aros continúa. Estos costos suben por tres razones. La primera se debe a que la política de la economía-mundo capitalista ha empujado a las clases dominantes a hacer concesiones a las clases peligrosas, quienes han estado exigiendo tres demandas: educación, servicios de salud y garantías de ingreso vitalicio. En su conjunto, el nivel de las demandas ha subido de modo continuo, a la vez que, se ha vuelto más extensivo geográficamente. Además, como las personas viven mucho más tiempo (en parte como consecuencia de éstas medidas de bienestar), los costos colectivos han aumentado conforme se ha incrementado el número de beneficiarios. La segunda razón consiste en que por el avance en tecnología, educación y salud, han aumentado los costos de suministros de la maquinaria apropiada (así como en el caso de los gastos de seguridad). Finalmente, los fabricantes en cada uno de estos campos han aprovechado para tomar ventaja de la demanda pública de subsidios gubernamentales para sacar una gran rebanada del pastel. El bienestar, como el reclamo conservador ha señalado, se ha vuelto un derecho. Sería sumamente difícil que cualquier gobierno pudiera sobrevivir a una reducción verdaderamente significativa en estos gastos. Pero, por supuesto, alguien debe pagar por esto: al final los empresarios pagan, directamente o a través de la vía de sus empleados, que exigen salarios más altos precisamente para cubrir estos costos. No contamos con buenos datos en torno al aumento continuo de todos estos costos, pero son considerables. Ahora bien, no podemos tener un aumento en los precios de venta de los bienes a nivel mundial que se emparejara con el aumento de los costos de producción justo debido a la enorme expansión de la producción mundial, que ha reducido la múltiple monopolización e incrementado la competencia en el orbe. De modo que, en el fondo del problema esta que los costos de producción han aumentado más rápidamente que los precios de producción, esto significa un estrangulamiento de la ganancia, que, a su vez, se traduce en dificultades para la acumulación de capital a través de la producción. Este estrangulamiento ya ha sido evidente de manera global si se considera la furia especulativa que ha cercado a los capitalistas a nivel mundial, desde los años setenta, que no muestra ningún signo de que vaya a bajar. Pero las burbujas estallan. Los globos no pueden expandirse infinitamente. Sin duda, los capitalistas rechazan colectivamente el ataque. Por eso es que la globalización neoliberal constituye, por todos lados, un esfuerzo político masivo por hacer retroceder los costos salariales, por oponerse a las demandas de internalización de costos y, por supuesto, por reducir el nivel de los impuestos. Como ha sucedido con todas las contraofensivas anteriores opuestas a los costos crecientes, ha tenido éxito parcialmente, pero sólo muy parcialmente. Aun después de todas las reducciones impuestas por la mayoría de los regímenes reaccionarios, los costos de producción en la primera década del siglo XXI son notablemente más altos de lo que fueron en 1945. Considero esto como el efecto trinquete –dos pasos adelante y uno hacia atrás–, que se agrega a la tendencia secular ascendente. Como las estructuras económicas fundamentales de la economía-mundo capitalista se han estado moviendo en la dirección de una asíntota que hace que se acrecienten las dificultades para la acumulación del capital, las estructuras políticas que han mantenido las clases peligrosas en jaque también han entrado en problemas. El periodo del desarrollismo, 1945-1970, fue también el periodo del triunfo de los movimientos históricos antisistémicos, que llegaron al poder en una forma u otra casi en todas partes. Su promesa más grande había sido el sueño del desarrollismo. Cuando eso falló, el apoyo de sus seguidores se desintegró. Los movimientos –que se llamaron a sí mismos comunistas, socialdemócratas o de liberación nacional–, perdieron el poder casi en todas partes. El periodo de la globalización, 1970-2000, fue el periodo de una enorme desilusión ante los movimientos históricos antisistémicos. Cayeron de gracia y es improbable que atraigan la profunda lealtad de las masas de la población nuevamente. Pueden ser apoyados electoralmente porque se les considere mucho mejor que los otros, pero ya no se le considera dignos de la fe que representaron en un futuro dorado. El declive de estos movimientos –esto es, de la llamada Vieja Izquierda– no es de hecho una ventaja para el funcionamiento terso de la economía-mundo capitalista. Mientras estos movimientos eran antisistémicos en sus objetivos, constituyeron estructuras disciplinadas que controlaron los impulsos radicales espontáneos de sus seguidores. Se movilizaron para acciones específicas, pero también desmovilizaron a los seguidores, sobre todo cuando estuvieron en el gobierno, insistiendo en los beneficios de un futuro distante, como opuesto a los disturbios sin límites del presente. El colapso de estos movimientos representa el colapso de las constricciones de las clases peligrosas, que por eso mismo de nuevo se vuelven peligrosas. La extendida anarquía del siglo XXI es el claro reflejo de este cambio. La economía-mundo capitalista es hoy una estructura muy inestable. Nunca antes había sido así. Es muy vulnerable a las corrientes destructivas súbitas y veloces.

III

“Si no es así, ¿qué tipos de alternativas tenemos actualmente para todos nosotros ahora?”


No es muy confortable para cualquiera en los países del Sur decirles que el sistema-mundo actual se encuentra en crisis estructural y que nos encontramos en una transición hacia algún otro sistema-mundo en el curso de los próximos 25-50 años. Requieren saber lo que pasará entretanto, y qué pueden o deben hacer para impulsar el desarrollo ahora mismo de las poblaciones de sus países. La gente tiende a vivir el presente, como de hecho debe hacer. Es importante conocer cuáles son las limitaciones del presente para hacer de nuestras acciones máximamente provechosas, de suerte que, su sentido pueda llevar adelante de forma significativa los objetivos que buscamos. Permítanme presentar lo que considero será el escenario de los próximos 25-50 años y lo que implica para el presente inmediato. El escenario durante los próximos 25-50 años es doble. Por un lado, por todas las razones que he expuesto, el derrumbe de nuestro sistema histórico existente es sumamente probable. Por otro, qué reemplazará el sistema existente es completamente incierto, inherentemente imprevisible, aunque todos formamos parte de lo que será ese desenlace incierto. Es inherentemente incierto porque, cuando nos encontramos en una bifurcación sistémica, no existe forma de conocer de antemano qué camino de la bifurcación tomaremos colectivamente. Éste es el mensaje de las ciencias de la complejidad.7 Por otro lado, precisamente porque éste es un periodo de transición en el cual el sistema existente está lejos del equilibrio, con oscilaciones salvajes y caóticas en todos sus campos, las presiones para regresar al equilibrio son sumamente débiles. Esto significa que, en efecto, nos encontramos en el ámbito del “libre albedrío”, por consiguiente, que nuestras acciones, tanto individuales como colectivas, tienen un impacto importante y directo en las opciones históricas ante las que el mundo se enfrenta. En cierto sentido, traduciendo esto en lo que concierne a nuestras preocupaciones, podemos decir que el objetivo del “desarrollo”, que múltiples países y estudiosos han estado siguiendo durante el último medios siglo, es más realizable en los próximos 25-50 años de lo que alguna vez fue hasta ahora. Pero, por supuesto, no existe garantía, porque el desenlace es incierto. En la más grande arena geopolítica, existen actualmente tres grietas principales. Existe primero, la triada en disputa constituida por los Estados Unidos, Europa Occidental y Japón/Asia del Este como el campo principal de la acumulación en la economía-mundo capitalista. En segundo lugar, existe la lucha de larga duración entre el Norte y el Sur por la distribución del excedente mundial. Y, por último, existe una nueva lucha que gira alrededor de la crisis estructural de la economía-mundo capitalista que nuclea la definición de cuál de los dos posibles caminos tomará el mundo para completar la transición a un nuevo sistema. Las primeras dos luchas se dan tradicionalmente dentro de la estructura del sistema-mundo moderno. La tríada se compone de oponentes aproximadamente iguales que intentan reorganizar la producción del sistema-mundo y los sistemas financieros. Como en todas aquella luchas triádicas, existen presiones para reducir la tríada a una díada, lo que podría ocurrir en la próxima década. He sostenido mucho tiempo que ese par probablemente lo constituyan EU y Japón/Asia del Este contra Europa Occidental/Rusia.8 Pero no repetiré este argumento aquí, ya que, considero esta lucha secundaria frente al problema de la superación de la polarización del sistema existente, esto es, respecto de lo que hemos llamado “desarrollo” en todo el sistemamundo. La segunda lucha, la que sucede entre el Norte y Sur, ha constituido un foco central de los problemas del desarrollo durante los últimos cincuenta años. De hecho, la gran diferencia entre la era del desarrollismo y la era de la globalización ha sido la fuerza relativa de los dos lados. Mientras en la primera era, el Sur parecía estar mejorando su posición, aunque sólo ligeramente, el segundo periodo ha sido uno de regreso triunfante para el Norte. Pero este regreso se acerca ahora a su fin, con el bloqueo en la Organización Mundial de Comercio y la división entre los portavoces del Norte sobre la prudencia del Consenso de Washington. Pienso aquí en el abierto disentimiento en aumento de figuras como Joseph Stiglitz, Jeffrey Sachs, y George Soros, entre muchos otros, y la notable mitigación de la rigidez del Fondo Monetario Internacional en el periodo post-2000. No espero que en las próximas décadas haya condiciones que modifiquen el núcleo que determina esta lucha. La tercera grieta, que refleja la nueva situación, corresponde a la crisis estructural con su consecuente caos en el sistema-mundo y la bifurcación que está ocurriendo.

Ésta es la grieta que divide el espíritu de Davos y el espíritu de Porto Alegre, que ya he mencionado antes. Debo explicar aquí lo que pienso acerca de los problemas centrales. La lucha no gira en torno a sí o no estamos a favor del capitalismo como sistema-mundo. La lucha gira en torno a lo que debe sustituirlo, dada la implosión del sistema-mundo actual. Las dos posibilidades de sustitución no tienen ningún nombre real y no tienen ningún perfil detallado. Lo que está en cuestión es esencialmente si el sistema sustituto será jerárquico y polarizado (es decir, como el sistema actual, o peor) o si, en cambio, será relativamente democrático e igualitario. Éstas son elecciones morales esenciales, que se están tomando de uno u otro lado a la hora de dictaminar la política. Los perfiles de los jugadores políticos actuales son todavía inciertos. El lado del espíritu de Davos está dividido entre quienes sostienen una visión del futuro que implica una incesante discordancia entre la estrategia y las instituciones construidas y aquéllos que insisten que semejante visión crearía un sistema insostenible que no podría durar. Por el momento, éste es un campo muy dividido. El lado del espíritu de Porto Alegre tiene otros problemas. Constituyen una alianza libre de movimientos abigarrados meramente políticos por todo el mundo, los cuales hoy, por lo menos, se encuentran juntos dentro de la estructura del Foro Social Mundial (FSM). Colectivamente, no tienen ninguna estrategia clara todavía, pero tienen grandes bases de apoyo y tienen claro aquello a lo que se oponen. La pregunta está entre quienes sostienen el espíritu de Porto Alegre en torno a qué deberían hacer para avanzar hacia ese “otro mundo” que afirman es posible. Esta es una pregunta doble: qué es lo que esos pocos gobiernos que comparten su perspectiva –por lo menos hasta cierto punto– y qué es lo que los diversos movimientos deben hacer. Los gobiernos tratan con problemas de corta duración. Los movimientos pueden tratar con dos tipos de problemas: los de corta duración y los de media duración. Ambos tipos de problemas afectan el proceso de transición en la larga duración. Y los problemas de corta duración afectan nuestra vida diaria de manera inmediata. Una estrategia política inteligente debe moverse en todos los frentes a la vez. El mayor problema de la corta duración lo constituye la continua ofensiva del globalizador neoliberal por lograr un expansión unilateral de la apertura de fronteras –abiertas en el Sur, pero no verdaderamente abiertas en el Norte–. Éste es el fondo de la discusión persistente en el marco de la Organización Mundial de Comercio; entre todas las discusiones bilaterales, de manera notoria, se encuentra dirigida por Estados Unidos pero también, en segundo plano, por la Unión europea y sus miembros –que buscan la creación de múltiples “acuerdos de libre comercio” como NAFTA (el TLC de América del Norte), CAFTA (el TLC entre Centroamérica y EU), etc.–. Discusión básicamente determinada por la presión de Estados Unidos por garantizar sus monopolios (como el de la llamada propiedad intelectual) y la entrada de sus instituciones financieras, a cambio de limitadas concesiones arancelarias sobre los bienes agrícolas y de bajo valor industrial producidos en los países del Sur.

7 See Ilya Prigogine, en colaboración con Isabelle Sten-gers, The End of Certainty: Time, Chaos, and the New Laws of Na-ture, New York: Free Press, 1997. 8 Véase, por ejemplo, “Japan and the Future Trajectory of the World-System: Lessons from History?”, en Geopolitics and Geoculture, Cambridge: Cambridge Univ. Press, 1991, 36-48.

La ofensiva dentro de la OMC fue establecida en Cancún por una coalición de poderes medios del Sur –Brasil, India, Sudáfrica, etc.– que puso por delante una demanda simple: libre comercio que funcione en ambos sentidos. Si los países del Norte quieren que les abramos nuestras fronteras, deben también abrirnos sus fronteras a nosotros. Pero el Norte es básicamente incapaz de aceptar un trato de este tipo por dos razones: porque produciría un aumento considerable del desempleo y porque generaría una enorme caída del ingreso en sus países, lo cual es políticamente inaceptable para gobiernos sujetos a contiendas electorales. Esto no es conveniente para la tríada que pretende ganar lo más y perder lo menos en tales arreglos, por consiguiente, dudarían en hacerlo. Después de todo, la tríada esta involucrada en controversias sobre aranceles y subsidios entre sí, por tanto, los acuerdos con el Sur debilitarían sus posiciones políticas en esta disputa económica, que es más importante desde el punto de vista de los países del Norte. A partir de aquí, se pueden deducir dos conclusiones. Una, esta constituye una disputa política condenada a una parálisis. La otra, es muy importante políticamente para los países del Sur mantener la posición de su propio punto de vista. Ésta es, sencillamente, la acción más relevante que estos gobiernos pueden tomar para llevar más lejos la posibilidad de mantener o elevar el nivel de vida de sus países. A las sirenas de los dogmas neoliberales, estos países están respondiendo ahora escépticamente, y este escepticismo está justificado. Por supuesto, estos gobiernos tienen que permanecer en el poder. La amenaza más grande a eso, es la interferencia externa en su política. Lo que los países más grandes del Sur están haciendo ahora, y tendrán que acelerar su acción en la próxima década, es estar buscando entrar en el club nuclear. De llevarlo a cabo, lograrán neutralizar ampliamente la amenaza militar exterior, lo que, a su vez, minimiza la amenaza política externa. El tercer punto que uno puede exigir de estos gobiernos es la distribución del bienestar social dentro de sus países, que por supuesto podrían incluir proyectos de desarrollo de bajo nivel (como cavar hoyos, etc.) Lo qué uno no puede esperar de estos países es que alguna política implementada por su parte vaya a convertirlos en una Dinamarca en los próximos 10-20-30 años. Esto no va a pasar, es básicamente una desviación de una política inteligente. El papel de los gobiernos progresistas consiste, principalmente, en asegurar que las condiciones de sus países y del mundo no se pongan peor en las décadas por venir. Estos son las mejores medidas que pueden implementar los gobiernos, aunque los movimientos sociales necesitan mínimamente conservar gobiernos progresistas en el poder, y no entrar en críticas infantilistas izquierdistas sobre la falta de logros que son, de hecho, imposibles de alcanzar. Al llegar a esta altura debemos señalar un elemento importante que, a menudo, se pierde de vista. Las primeras dos grietas geopolíticas son geográficas: los conflictos entre la Tríada y los conflictos Norte-Sur. Pero el conflicto entre el espíritu de Davos y el espíritu de Porto Alegre no tiene ninguna geografía. Atraviesa el mundo entero según lo hacen los movimientos. Constituye una lucha de clases, una lucha moral, no una lucha geográfica. En la media duración, lo mejor que pueden hacer los movimientos es presionar por la desmercantificación dondequiera que puedan y en la medida en que puedan. Nadie puede estar completamente seguro de cómo funcionaría. Requerirá mucha experimentación encontrar fórmulas viables. Tal experimentación se está dando. Acontece, debemos recordar, dentro de un ambiente básicamente hostil, en el que hay presiones sistémicas para minar cualquier esfuerzo y que puede corromper a los participantes sin mucha dificultad. Pero la desmercantificación no sólo hace frente a las tendencias del neoliberalismo, sino que edifica las bases de una cultura política alternativa. Por supuesto, los teóricos del capitalismo se han burlado mucho tiempo de la desmercantificación argumentando que es ilusoria, que va contra lo que algunos presumen es la psicología social innata de la humanidad, que es vana y que lo único que hace es garantizar la falta de crecimiento económico y, por consiguiente, la pobreza. Todo esto es falso. Sólo tenemos que mirar las dos instituciones mayores del mundo moderno –las universidades y los hospitales– para darnos cuenta de que, por lo menos hasta hace veinte años, nadie cuestionó que deberían perdurar como instituciones no lucrativas, sin accionistas ni especuladores. Sería difícil sostener seriamente que, por esa razón, han sido ineficientes, no receptivas a los adelantos tecnológicos, incapaces de atraer personal competente o para realizar los servicios básicos para los que fueron creadas. No sabemos cómo estos principios funcionarían si se aplicaran en la producción a gran escala, como la del acero, o en pequeña escala, como la producción artesanal. Pero desecharlo es simplemente ceguera. En una era en que las empresas productivas se están volviendo cada vez menos rentables que antes, precisamente debido al crecimiento económico que la economía-mundo capitalista ha engendrado, es absurdo. Impulsar las formas alternativas de desarrollo planteadas a lo largo de estas líneas contiene un potencial que permitiría enfrentar no sólo los problemas del Sur sino los de las regiones industriales en declive del Norte. En todo caso, como he insistido, el problema no consiste en qué resolverá mágicamente los dilemas inmediatos de nuestro sistema-mundo, reside en la construcción de las bases sobre las que crearemos el sistema-mundo sucesor. Para conducirse en este proceso seriamente, debemos comprender, ante todo, con algo de claridad, el desarrollo histórico de nuestro sistema actual, evaluar sus dilemas estructurales contemporáneos y abrir nuestra mente a alternativas radicales para el porvenir. Todos debemos hacer esto, no sólo académica sino prácticamente, esto es, viviendo el presente comprometidos tanto con las necesidades inmediatas de la gente como con las transformaciones de larga duración. Para lograrlo debemos luchar de dos formas, defensiva y ofensivamente. Si lo hacemos bien, quizás, sólo quizás, podríamos salir adelante en el periodo que corresponde a las vidas de algunos de los miembros más jóvenes de nuestro tiempo.

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