La insurrección sojera revela la
necesidad de contar con una política de desarrollo integral
para el país.
La rebelión de un sector
del campo contra el grueso de la sociedad, puesta de manifiesto
por las concentraciones de esta semana, es expresiva de un viejo
problema argentino: la irreductible hostilidad de la clase alta
a toda redistribución del ingreso que remotamente afecte
sus bolsillos, y a la inconsciencia y el seguidismo de un buen sector
del medio pelo porteño y de los productores rurales medianos,
incapaces de diferenciar sus intereses de los de la Sociedad Rural
y atentos sobre todo a los réditos que deducen de unas explotaciones
que representan una escasa o nula inversión tecnológica
y que, amén de no concentrar mano de obra, suponen un grave
peligro ecológico que, si no es atendido con cuidado a través
de la necesaria rotación de los cultivos, arriesga destruir
la feracidad de nuestro suelo.
El papel de estos sectores es servir de ariete seudo popular para
exteriorizar una protesta que, en el fondo, deviene del modelo sistémico
impuesto por el neoliberalismo, que a partir de 1976 barrió
con la mitad de los productores agropecuarios, permitiendo la recuperación,
por la oligarquía y las transnacionales, de inmensas cantidades
de terrenos, que antes habían sido un modelo de producción
de alimentos, “para reemplazarlos por un modelo factoría
productor de forrajes baratos para la exportación”,
como expresa la declaración del Movimiento de Campesinos
de Santiago del Estero. Que este “detalle” no haya sido
asimilado por los productores de la Federación Agraria dice
mucho de la miopía a que induce la ignorancia de la historia.
No voy a solidarizarme a pleno con el gobierno, que ha dejado tantos
frentes abiertos por su inhabilidad para atender a los reclamos
de los pequeños productores y por su actitud de dejar hacer
ante la exteriorización de las protestas ilegales que comenzaron
con los cortes de ruta protagonizados por los piqueteros “paquetes”
de Gualeguaychú; pero el aumento parcial de las retenciones
es parte de un intento -positivo- para desalentar el
monocultivo de la soja transgénica forrajera.
Ambigüedad
El problema reside, sin embargo, en la ambigüedad
de la política estatal, que no termina de romper con el modelo
neoliberal que asignó a la Argentina un papel de proveedor
de alimentos de baja calidad explotados por los lobbies transnacionales
y terratenientes. Esa política no se determina a transferir
parte de la riqueza generada por ese diseño productivo primario
a la construcción de un país integrado y basado en
la tecnificación y diversificación del campo y en
la recreación y potenciación de la industria nacional,
la única que puede terminar con el desempleo y poner al país
en un pie de igualdad tecnológica con los países desarrollados
del mundo.
Es difícil que una actitud semejante sea asumida por el gobierno,
sin embargo, debido a una ambivalencia ética que le permite
hacer coincidir, por ejemplo, la entrega de los yacimientos de la
cuenca del Golfo de San Jorge, en Santa Cruz, con un discurso nacionalista
que nunca termina de encarnarse en actos y en programas que pongan
las cosas en claro; que diseñe un proyecto nacional y que
designe a los enemigos de este.
Sin embargo, creo que en este momento es importante recalcar que,
pese a sus defectos, el gobierno de Cristina Fernández está
consagrado por una abrumadora mayoría electoral, que se configura
como la única autoridad nacional legítima y que el
Estado debe hacerse respetar frente a las fuerzas que, de una u
otra manera, han encarnado el proyecto neoliberal repudiado por
la masa del país. La cabeza política más visible
de la oposición parece estar dispuesta sin embargo a recabar
el apoyo de los más distinguidos personeros de ese proyecto.
Resulta chocante, en efecto, que Elisa Carrió, autoerigida
en arquetipo de la autoridad moral en el país, pueda asociarse
a nombres como los de Mauricio Macri y Ricardo López Murphy,
expresivos de ese modelo, y suscite además las simpatías
del menemismo y el cavallismo...
Estamos en presencia de un intento de desestabilizar la situación
política que puede estar dirigido, inclusive, al derrocamiento
del gobierno. Muchos de los participantes de la manifestación
nocturna del martes pasado, hasta cierto punto orquestada por la
televisión privada, deben haber pensado en reeditar la pueblada
del 19 de diciembre de 2001. No toman en cuenta, sin embargo, que
por entonces se estaba en un país envuelto en una auténtica
crisis, mientras que hoy esta es artificial y determinada por un
lock out patronal derivado del apetito por una mayor apropiación
de las ganancias. La diferencia es esencial y pone un límite
a la protesta. Esta sólo podrá prosperar si el gobierno
nacional depone sus responsabilidades y no articula una respuesta.
Es hora de que la encuentre.
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