Una famosa página de Blake hace del tigre un fuego que
resplandece y un arquetipo eterno del Mal; prefiero aquella sentencia
de Chesterton, que lo define como símbolo de terrible elegancia.
No hay palabras, por lo demás, que puedan ser cifra del
tigre, esa forma que desde hace siglos habita la imaginación
de los hombres. Siempre me atrajo el tigre. Sé que me demoraba,
de niño, ante cierta jaula del Zoológico: nada me
importaban las otras. Juzgaba a las enciclopedias y a los textos
de historia natural por los grabados de los tigres. Cuando me fueron
revelados los Jungle Books me desagradó que Shere
Khan, el tigre, fuera el enemigo del héroe. A lo largo del
tiempo, ese curioso amor no me abandonó. Sobrevivió a
mi paradójica voluntad de ser cazador y a las comunes vicisitudes
humanas. Hasta hace poco —la fecha me parece lejana, pero
en realidad no lo es— convivió de un modo tranquilo
con mis habituales tareas en la Universidad de Lahore. Soy profesor
de lógica occidental y oriental y consagro mis domingos
a un seminario sobre la obra de Spinoza. Debo agregar que soy escocés;
acaso el amor de los tigres fue el que me trajo de Aberdeen al
Punjab. El curso de mi vida ha sido común, en los sueños
siempre vi tigres. (Ahora los pueblan otras formas.)
Más de una vez he referido estas cosas y ahora me parecen
ajenas. Las dejo, sin embargo, ya que las exige mi confesión.
A fines de 1904, leí que en la región del delta del
Ganges habían descubierto una variedad azul de la especie.
La noticia fue confirmada por telegramas ulteriores, con las contradicciones
y disparidades que son del caso. Mi viejo amor se reanimó.
Sospeché un error, dada la imprecisión habitual de
los nombres de los colores. Recordé haber leído que
en islandés el nombre de Etiopía era "Bláland",
Tierra Azul o Tierra de Negros. El tigre azul bien podía ser
una pantera negra. Nada se dijo de las rayas y la estampa de un tigre
azul con rayas de plata que divulgó la prensa de Londres;
era evidentemente apócrifa. El azul de la ilustración
me pareció más propio de la heráldica que de
la realidad. En un sueño vi tigres de un azul que no había
visto nunca y para el cual no hallé la palabra justa. Sé que
era casi negro, pero esa circunstancia no basta para imaginar el
matiz.
Meses después, un colega me dijo que en cierta aldea muy distante
del Ganges había oído hablar de tigres azules. El dato
no dejó de sorprenderme, porque sé que en esa región
son raros los tigres. Nuevamente soñé con el tigre
azul, que al andar proyectaba su larga sombra sobre el suelo arenoso.
Aproveché las vacaciones para emprender el viaje a esa aldea,
de cuyo nombre —por razones que luego aclararé— no
quiero acordarme.
Arribé ya terminada la estación de las lluvias. La
aldea estaba agazapada al pie de un cerro, que me pareció más
ancho que alto, y la cercaba y amenazaba la jungla, que era de un
color pardo. En alguna página de Kipling tiene que estar el
villorrio de mi aventura ya que en ellas está toda la India,
y de algún modo todo el orbe. Básteme referir que una
zanja con oscilantes puentes de cañas apenas defendía
las chozas. Hacia el Sur había ciénagas y arrozales
y una hondonada con un río limoso cuyo nombre no supe nunca,
y después, de nuevo, la jungla.
La población era de hindúes. El hecho, que yo había
previsto, no me agradó. Siempre me he llevado mejor con los
musulmanes, aunque el Islam, lo sé, es la más pobre
de las creencias que proceden del judaísmo.
Sentimos que en la India el hombre pulula; en la aldea sentí que
lo que pulula es la selva, que casi penetraba en las chozas. El día
era opresivo y las noches no traían frescura.
Los ancianos me dieron la bienvenida y mantuve con ellos un primer
diálogo, hecho de vagas cortesías. Ya dije la pobreza
del lugar, pero sé que todo hombre da por sentado que su patria
encierra algo único. Ponderé las dudosas habitaciones
y los no menos dudosos manjares y dije que la fama de esa región
había llegado a Lahore. Los rostros de los hombres cambiaron;
intuí inmediatamente que había cometido una torpeza
y que debía arrepentirme. Los sentí poseedores de un
secreto que no compartirían con un extraño. Acaso veneraban
al Tigre Azul y le profesaban un culto que mis temerarias palabras
habrían profanado.
Esperé a la mañana del otro día. Consumido el
arroz y bebido el té, abordé mi tema. Pese a la víspera,
no entendí, no pude entender, lo que sucedió. Todos
me miraron con estupor y casi con espanto, pero cuando les dije que
mi propósito era apresar a la fiera de la curiosa piel, me
oyeron con alivio. Alguno dijo que lo había divisado en el
lindero de la jungla.
En mitad de la noche me despertaron. Un muchacho me dijo que una
cabra se había escapado del redil y que, yendo a buscarla,
había divisado al tigre azul en la otra margen del río.
Pensé que la luz de la luna nueva no permitía precisar
el color, pero todos confirmaron el relato y alguno, que antes había
guardado silencio, dijo que también lo había visto.
Salimos con los rifles y vi, o creí ver, una sombra felina
que se perdía en la tiniebla de la jungla. No dieron con la
cabra, pero la fiera que la había llevado bien podía
no ser mi tigre azul. Me indicaron con énfasis unos rastros
que, desde luego, nada probaban.
Al cabo de las noches comprendí que esas falsas alarmas constituían
una rutina. Como Daniel Defoe, los hombres del lugar eran diestros
en la invención de rasgos circunstanciales. El tigre podía
ser avistado a cualquier hora, hacia los arrozales del Sur o hacia
la maraña del Norte, pero no tardé en advertir que
los observadores se turnaban con una regularidad sospechosa. Mi llegada
coincidía invariablemente con el momento exacto en que el
tigre acababa de huir. Siempre me indicaban la huella y algún
destrozo, pero el puño de un hombre puede falsificar los rastros
de un tigre. Una que otra vez fui testigo de un perro muerto. Una
noche de luna, pusimos una cabra de señuelo y esperamos en
vano hasta la aurora. Pensé al principio que esas fábulas
cotidianas obedecían al propósito de que yo demorara
mi estadía, que beneficiaba a la aldea, ya que la gente me
vendía alimentos y cumplía mis quehaceres domésticos.
Para verificar esa conjetura, les dije que pensaba buscar el tigre
en otra región, que estaba aguas abajo. Me sorprendió que
todos aprobaran mi decisión. Seguí advirtiendo, sin
embargo, que había un secreto y que todos recelaban de mí.
Ya dije que el cerro boscoso a cuyo pie se amontonaba la aldea no
era muy alto; una meseta lo truncaba. Del otro lado, hacia el Oeste
y el Norte, seguía la jungla. Ya que la pendiente no era áspera,
les propuse una tarde escalar el cerro. Mis sencillas palabras los
consternaron. Uno exclamó que la ladera era muy escarpada.
El más anciano dijo con gravedad que mi propósito era
de ejecución imposible. La cumbre era sagrada y estaba vedada
a los hombres por obstáculos mágicos. Quienes la hollaban
con pies mortales corrían el albur de ver la divinidad y de
quedarse locos o ciegos.
No insistí, pero esa noche, cuando todos dormían, me
escurrí de la choza sin hacer ruido y subí la fácil
pendiente. No había camino y la maleza me demoró.
La luna estaba en el horizonte. Me fijé con singular atención
en todas las cosas, como si presintiera que aquel día iba
a ser importante, quizá el más importante de mis días.
Recuerdo aún los tonos oscuros, a veces casi negros, de la
hojarasca. Clareaba y en el ámbito de las selvas no cantó un
solo pájaro.
Veinte o treinta minutos de subir y pisé la meseta. Nada me
costó imaginar que era más fresca que la aldea, sofocada
a su pie. Comprobé que no era la cumbre, sino una suerte de
terraza, no demasiado dilatada, y que la jungla se encaramaba hacia
arriba, en el flanco de la montaña. Me sentí libre,
como si mi permanencia en la aldea hubiera sido una prisión.
No me importaba que sus habitantes hubieran querido engañarme;
sentí que de algún modo eran niños.
En cuanto al tigre... Las muchas frustraciones habían gastado
mi curiosidad y mi fe, pero de manera casi mecánica busqué rastros.
El suelo era agrietado y arenoso. En una de las grietas, que por
cierto no eran profundas y que se ramificaban en otras, reconocí un
color. Era, increíblemente, el azul del tigre de mi sueño.
Ojalá no lo hubiera visto nunca. Me fijé bien. La grieta
estaba llena de piedrecitas, todas iguales, circulares, muy lisas
y de pocos centímetros de diámetro. Su regularidad
les prestaba algo artificial, como si fueran fichas.
Me incliné, puse la mano en la grieta y saqué unas
cuantas. Sentí un levísimo temblor. Guardé el
puñado en el bolsillo derecho, en el que había una
tijerita y una carta de Allahabad. Estos dos objetos casuales tienen
su lugar en mi historia.
Ya en la choza, me quité la chaqueta. Me tendí en la
cama y volví a soñar con el tigre. En el sueño
observé el color; era el del tigre ya soñado y el de
las piedritas de la meseta. Me despertó el sol alto en la
cara. Me levanté. La tijera y la carta me estorbaban para
sacar los discos. Saqué un primer puñado y sentí que
aún quedaban dos o tres. Una suerte de cosquilleo, una muy
leve agitación, dio calor a mi mano. Al abrirla vi que los
discos eran treinta o cuarenta. Yo hubiera jurado que no pasaban
de diez. Los dejé sobre la mesa y busqué los otros.
No precisé contarlos para verificar que se habían multiplicado.
Los junté en un solo montón y traté de contarlos
uno por uno.
La sencilla operación resultó imposible. Miraba con
fijeza cualquiera de ellos, lo sacaba con el pulgar y el índice
y cuando estaba solo, eran muchos. Comprobé que no tenía
fiebre e hice la prueba muchas veces. El obsceno milagro se repetía.
Sentí frío en los pies y en el bajo vientre y me temblaban
las rodillas. No sé cuánto tiempo pasó.
Sin mirarlos, junté los discos en un solo montón y
los tiré por la ventana. Con extraño alivio sentí que
había disminuido su número. Cerré la puerta
con firmeza y me tendí en la cama. Busqué la exacta
posición anterior y quise persuadirme de que todo había
sido un sueño. Para no pensar en los discos, para poblar de
algún modo el tiempo, repetí con lenta precisión,
en voz alta, las ocho definiciones y los siete axiomas de la Ética.
No sé si me auxiliaron. En tales exorcismos estaba cuando
oí un golpe. Temí instintivamente que me hubieran oído
hablar solo y abrí la puerta.
Era el más anciano, Bhagwan Dass. Por un instante su presencia
pareció restituirme a lo cotidiano. Salimos. Yo tenía
la esperanza de que hubieran desaparecido los discos, pero ahí estaban
en la tierra. Ya no sé cuántos eran.
El anciano los miró y me miró.
—Estas piedras no son de aquí. Son las de arriba —dijo con
una voz que no era la suya.
—Así es —le respondí. Agregué, no sin desafío,
que las había hallado en la meseta, e inmediatamente me avergoncé de
darle explicaciones. Bhagwan Dass, sin hacerme caso, se quedó mirándolas
fascinado. Le ordené que las recogiera. No se movió.
Me duele confesar que saqué el revólver y repetí la
orden en voz más alta.
Bhagwan Dass balbuceó:
—Más vale una bala en el pecho que una piedra azul en la mano.
—Eres un cobarde —le dije.
Yo estaba, creo, no menos aterrado, pero cerré los ojos y
recogí un puñado de piedras con la mano izquierda.
Guardé el revólver y las dejé caer en la palma
abierta de la otra. Su número era mucho mayor.
Sin saberlo ya había ido acostumbrándome a esas transformaciones.
Me sorprendieron menos que los gritos de Bhagwan Dass.
—¡Son las piedras que engendran! —exclamó—.
Ahora son muchas, pero pueden cambiar. Tienen la forma de la luna cuando está llena
y ese color azul que sólo es permitido ver en los sueños. Los
padres de mis padres no mentían cuando hablaban de su poder.
La aldea entera nos rodeaba.
Me sentí el mágico poseedor de esas maravillas. Ante
el asombro unánime, recogía los discos, los elevaba,
los dejaba caer, los desparramaba, los veía crecer y multiplicarse
o disminuir extrañamente.
La gente se agolpaba, presa de estupor y de horror. Los hombres obligaban
a sus mujeres a mirar el prodigio. Alguna se tapaba la cara con el
antebrazo, alguna apretaba los párpados. Ninguno se animó a
tocar los discos, salvo un niño feliz que jugó con
ellos. En aquel momento sentí que ese desorden estaba profanando
el milagro. Junté todos los discos que pude y volví a
la choza.
Quizá he tratado de olvidar el resto de aquel día,
que fue el primero de una serie desventurada que no ha cesado aún.
Lo cierto es que no lo recuerdo. Hacia el atardecer pensé con
nostalgia en la víspera, que no había sido particularmente
feliz, ya que estuvo poblada, como las otras, por la obsesión
del tigre. Quise ampararme en esa imagen, antes armada de poder y
ahora baladí. El tigre azul me pareció no menos inocuo
que el cisne negro del romano, que se descubrió después
en Australia.
Releo mis notas anteriores y compruebo que he cometido un error capital.
Desviado por el hábito de esa buena o mala literatura que
malamente se llama psicológica, he querido recuperar, no sé por
qué, la sucesiva crónica de mi hallazgo. Más
me hubiera valido insistir en la monstruosa índole de los
discos.
Si me dijeran que hay unicornios en la luna yo aprobaría o
rechazaría ese informe o suspendería mi juicio, pero
podría imaginarlos. En cambio, si me dijeran que en la luna
seis o siete unicornios pueden ser tres, yo afirmaría de antemano
que el hecho era imposible. Quien ha entendido que tres y uno son
cuatro no hace la prueba con monedas, con dados, con piezas de ajedrez
o con lápices. Lo entiende y basta. No puede concebir otra
cifra. Hay matemáticos que afirman que tres y uno es una tautología
de cuatro, una manera diferente de decir cuatro... A mí, Alexander
Craigie, me había tocado en suerte descubrir, entre todos
los hombres de la tierra, los únicos objetos que contradicen
esa ley esencial de la mente humana.
Al principio yo había sufrido el temor de estar loco; con
el tiempo creo que hubiera preferido estar loco, ya que mi alucinación
personal importaría menos que la prueba de que en el universo
cabe el desorden. Si tres y uno pueden ser dos o pueden ser catorce,
la razón es una locura.
En aquel tiempo contraje el hábito de soñar con las
piedras. La circunstancia de que el sueño no volviera todas
las noches me concedía un resquicio de esperanza, que no tardaba
en convertirse en terror. El sueño era más o menos
el mismo. El principio anunciaba el temido fin. Una baranda y unos
escalones de hierro que bajaban en espiral y luego un sótano
o un sistema de sótanos que se ahondaban en otras escaleras
cortadas casi a pico, en herrerías, en cerrajerías,
en calabozos y en pantanos. En el fondo, en su esperada grieta, las
piedras, que eran también Behemoth o Leviathan, los animales
que significan en la Escritura que el Señor es irracional.
Yo me despertaba temblando y ahí estaban las piedras en el
cajón, listas a transformarse.
La gente era distinta conmigo. Algo de la divinidad de los discos,
que ellos apodaban tigres azules, me había tocado, pero asimismo
me sabían culpable de haber profanado la cumbre. En cualquier
instante de la noche, en cualquier instante del día, podían
castigarme los dioses. No se atrevieron a atacarme o a condenar mi
acto, pero noté que todos eran ahora peligrosamente serviles.
No volví a ver al niño que había jugado con
los discos. Temí el veneno o un puñal en la espalda.
Una mañana, antes del alba, me evadí de la aldea. Sentí que
la población entera me espiaba y que mi fuga fue un alivio.
Nadie, desde aquella primera mañana, había querido
ver las piedras.
Volví a Lahore. En mi bolsillo estaba el puñado de
discos. El ámbito familiar de mis libros no me trajo el alivio
que yo buscaba. Sentí que en el planeta persistían
la aborrecida aldea y la jungla y el declive espinoso con la meseta
y en la meseta las pequeñas grietas y en las grietas las piedras.
Mis sueños confundían y multiplicaban esas cosas dispares.
La aldea era las piedras, la jungla era la ciénaga y la ciénaga
era la jungla.
Rehuí la compañía de mis amigos. Temí ceder
a la tentación de mostrarles ese milagro atroz que socavaba
la ciencia de los hombres.
Ensayé diversos experimentos. Hice una incisión en
forma de cruz en uno de los discos. Lo barajé entre los demás
y lo perdí al cabo de una o dos conversiones, aunque la cifra
de los discos había aumentado. Hice una prueba análoga
con un disco al que había cercenado con una lima, un arco
de círculo. Éste asimismo se perdió. Con un
punzón abrí un orificio en el centro de un disco y
repetí la prueba. Lo perdí para siempre. Al otro día
regresó de su estadía en la nada el disco de la cruz. ¿Qué misterioso
espacio era ese, que absorbía las piedras y devolvía
con el tiempo una que otra, obedeciendo a leyes inescrutables o a
un arbitrio inhumano?.
El mismo anhelo de orden que en el principio creó las matemáticas
hizo que yo buscara un orden en esa aberración de las matemáticas
que son las insensatas piedras que engendran. En sus imprevisibles
variaciones quise hallar una ley. Consagré los días
y las noches a fijar una estadística de los cambios. De esa
etapa conservo unos cuadernos, cargados vanamente de cifras. Mi procedimiento
era éste. Contaba con los ojos las piezas y anotaba la cifra.
Luego las dividía en dos puñados que arrojaba sobre
la mesa. Contaba las dos cifras, las anotaba y repetía la
operación. Inútil fue la búsqueda de un orden,
de un dibujo secreto en las rotaciones. El máximo de piezas
que logré fue de cuatrocientas diecinueve; el mínimo,
tres. Hubo un momento en que esperé, o temí, que desaparecieran.
A poco de ensayar comprobé que un disco aislado de los otros
no podía multiplicarse o desaparecer.
Naturalmente, las cuatro operaciones de sumar, restar, multiplicar
o dividir eran imposibles. Las piedras se negaban a la aritmética
y al cálculo de probabilidades. Cuarenta discos podían,
divididos, dar nueve; los nueve divididos a su vez, podían
ser trescientos. No sé cuánto pesaban. No recurrí a
una balanza, pero estoy seguro de que su peso era constante y leve.
El color era siempre aquel azul.
Estas operaciones me ayudaron a salvarme de la locura. Al manejar
las piedras que destruyen la ciencia matemática, pensé más
de una vez en aquellas piedras del griego que fueron los primeros
guarismos y que han legado a tantos idiomas la palabra "cálculo".
Las matemáticas, me dije, tienen su origen y ahora su fin
en las piedras. Si Pitágoras hubiera operado con éstas...
Al término de un mes comprendí que el caos era inextricable.
Ahí estaban indómitos los discos y la perpetua tentación
de tocarlos, de volver a sentir el cosquilleo, de arrojarlos, de
verlos aumentar o decrecer, y de fijarme en pares o impares. Llegué a
temer que contaminaran las cosas y particularmente los dedos que
insistían en manejarlos.
Durante unos días me impuse el íntimo deber de pensar
continuamente en las piedras, porque sabía que el olvido sólo
podía ser momentáneo y que redescubrir mi tormento
sería intolerable.
No dormí la noche del 10 de febrero. Al cabo de una caminata
que me llevó hasta el alba, traspuse los portales de la mezquita
de Wazil Khan. Era la hora en que la luz no ha revelado aún
los colores. No había un alma en el patio. Sin saber por qué,
hundí las manos en el agua de la cisterna. Ya en el recinto,
pensé que Dios y Alá son dos nombres de un solo Ser
inconcebible y le pedí en voz alta que me librara de mi carga.
Inmóvil, aguardé una contestación.
No oí los pasos, pero una voz cercana me dijo:
—He venido.
A mi lado estaba el mendigo. Descifré en el crepúsculo
el turbante, los ojos apagados, la piel cetrina y la barba gris.
No era muy alto.
Me tendió la mano y me dijo, siempre en voz baja:
—Una limosna, Protector de los Pobres.
Busqué, y le respondí:
—No tengo una sola moneda.
—Tienes muchas —fue la contestación.
En mi bolsillo derecho estaban las piedras. Saqué una y la
dejé caer en la mano hueca. No se oyó el menor ruido.
—Tienes que darme todas —me dijo—. El que no ha dado todo
no ha dado nada.
Comprendí, y le dije:
—Quiero que sepas que mi limosna puede ser espantosa.
Me contestó:
—Acaso esa limosna es la única que puedo recibir. He pecado.
Dejé caer todas las piedras en la cóncava mano. Cayeron
como en el fondo del mar, sin el rumor más leve.
Después me dijo:
—No sé aún cuál es tu limosna, pero la mía
es espantosa. Te quedas con los días y las noches, con la cordura, con
los hábitos, con el mundo.
No oí los pasos del mendigo ciego ni lo vi perderse en el
alba. |