Indice
Unas palabras del autor
Capítulo Primero: Una frontera de cinco siglos
Capítulo II: El escenario de la frontera
Capítulo III: Indios y españoles en los
primeros años de la frontera imperial
Capítulo IV: La conquista del Caribe entre 1508
y 1526
Capítulo V: La conquista entre 1526 y 1584
Capítulo VI: Sublevaciones de indios, africanos
y españoles en el siglo XVI
Capítulo VII: Las guerras de España en
el siglo XVI
Capítulo VIII: Contrabandistas, bucaneros y filibusteros
Capítulo IX: El siglo de la desmembración
Capítulo X: El tiempo del espanto
Capítulo XI: intermedio europeo
Capítulo XII: El Caribe hasta la paz de Utrecht
Capítulo XIII: Las guerras en el Caribe hasta
la paz de París (1763)
El
Caribe, frontera imperial
Juan Bosch
Aparte de su actividad política, Juan Bosch ha sido conferenciante
y profesor invitado en numerosas universidades europeas y americanas.
Pero el ex presidente de la República Dominicana aparece también,
y por derecho propio, en todas las antologías de la literatura
americana como uno de sus más grandes narradores. Su libro Cuentos
escritos en el exilio es un exponente extraordinario —duro, punzante,
agresivo y de una armonía increíble— de la perfección
de un estilo.
El historiador ha sido traducido a numerosas lenguas por sus biografías
—la de David, el rey de Israel, es una obra clásica en
lengua inglesa— o por sus ensayos, varias veces editados en diversos
países. Entre sus obras historiográficas destacan, además
del gran éxito literario de El Pentagonismo, sustituto del imperialismo
(publicado en 1968), De Cristóbal Colón a Fidel Castro
(El Caribe, frontera imperial) y dos ensayos titulados Ecumenismo y
mundo joven e Iglesia, sectas y nuevos cultos. «De Cristóbal
Colón a Fidel Castro Caribe, frontera imperial» .En esta
obra, toda la experiencia del político, del narrador, del hombre
libre, del viajero, del gran exiliado, coinciden para expresar y retratar,
en una especie de historia vivida y contemplada, la dramática,
impresionante y fascinante biografía de un mundo: América.
La América De Cristóbal Colón a Fidel Castro. El
político, el sociólogo, el economista, el estadista y,
por encima de todo, el hombre que ama a su tierra se vierte, se desparrama
con infinito amor sobre los problemas, sobre la vida que le rodea y
los comenta, los estudia y nos deja constancia de todo su afán.
Pero Juan Bosch, que ha sido protagonista de la historia, que ha visto
de cerca las cosas, añade un subtítulo definitorio de
su libro: El Caribe, frontera imperial. No creemos que exista nadie,
ahora, que pueda explicar mejor que Juan Bosch esa enorme crisis, esa
enorme lucha por la libertad.
La Editorial Sarpe se siente orgullosa de publicar este documento de
tan excepcional testigo.
El Caribe, desde Colón hasta
nuestros días
Los Antecedentes
El objetivo esencial de la época
de los grandes descubrimientos geográficos, el final de la Baja
Edad Media y los comienzos de la Época Moderna, consistió
en llegar a la India. Los pueblos de la Península Ibérica,
España y Portugal, se colocaron resueltamente a la cabeza del
movimiento, sintetizando las siguientes experiencias: la tradición
mediterránea de la cartografía mallorquina y las exploraciones
de portugueses, andaluces y castellanos por el Atlántico. Portugal
se lanzó a la empresa de la India por la ruta del Este —periplo
africano, coronado en 1486 por Bartolomeu Días, descubridor del
cabo de Buena Esperanza; llegada de la flota de Vasco de Gama a la India
en 1498-—. España —Colón— lo hizo por
la ruta del Oeste, lo que en definitiva implicó el hallazgo del
continente americano y del océano Pacífico, elementos
que se interponen entre el Atlántico y la costa asiática.
¿Quiso realmente Colón llegar a la india, a Asia, por
Occidente, basándose en los conocimientos de la época,
que consideraban más corto el camino de la navegación
siempre hacia el Oeste? En ello consistiría el error científico
de Colón, espléndidamente compensado por el descubrimiento
de América. Este acontecimiento, desarrollado bajo la tutela
de los Reyes Católicos, tenía su precedente en la actividad
marinera de la costa suroccidental de la Península Ibérica,
desde Lisboa hasta Cádiz. Dicho territorio conoció, desde
fines del siglo XIV, una infatigable actividad, ligada, sin duda, a
su propia posición geográfica y a la posibilidad de que
las expediciones que de ellas partieran encontraran el soplo favorable
de los vientos alisios. Hitos de esa expansión marítima,
en la que Portugal desempeñó un papel rector —destacando
el rey Enrique el Navegante y la escuela de Sagres— fueron el
descubrimiento de las islas atlánticas (Canarias, Madeira, Azores)
y los progresos por la costa occidental de África. El tratado
de Alcaçoba de 1479 sancionó la supremacía de Portugal,
reservándole prácticamente África, si bien se reconocía
a Castilla el dominio de Canarias y una puerta en el litoral sahariano,
limitada al norte por el reino de Fez y al sur por el cabo Bojador.
En segundo lugar, hay que tener en cuenta que la exportación
de lanas a los Países Bajos y la búsqueda de mercados
en las costas africanas o las Canarias proporcionaron al Reino de Castilla
una madurez marinera capaz de responder a la empresa que se avecinaba.
La carabela, por ejemplo, navío típicamente oceánico,
ligero y sólido a un tiempo, especialmente apto para travesías
largas y difíciles, era un elemento imprescindible para la aventura
descubridora. Por todo ello, si desde el siglo XI el país mejor
situado de Europa para la comunicación marítima con América
es la Gran Bretaña, en los siglos XV y siguientes, en que la
navegación estaba supeditada drásticamente al régimen
de vientos (la «ruta de los alisios»), ese país,
con gran diferencia respecto a los demás, era el Reino de Castilla.
El año 1492 es una de las fechas clave de la historia de España.
En él se culmina la Reconquista, se logra, al menos teóricamente,
la unidad religiosa con la expulsión de los judíos y la
evangelización de los moriscos; escribe Nebrija la primera gramática
española —«que siempre fue la lengua compañera
del Imperio», dirá el propio Nebrija— y se descubre
un Nuevo Mundo. Dentro del reinado de los Reyes Católicos, el
año 1492 es el hito que separa la fase de política interior
de la de política exterior.
El descubrimiento de América y la ulterior penetración
en aquel continente constituyen una de las aportaciones más sustanciales
—si no la más— de España a la historia del
mundo. Este año es el que señala el inicio de la fabulosa
aventura. Pero todo aquel conjunto de hechos, desde los viajes iniciales
al control de un espacio de millones de metros cuadrados, distante miles
de millas de toda tierra civilizada, no hubiera sido posible sin la
conjunción de una serie de factores, ya esbozados. Sin embargo,
también hay que tener en cuenta lo que significa la organización
del Estado "moderno, dotado ya de medios y poderes, por primera
vez en la historia de España, para una empresa de tal envergadura.
América fue descubierta, por azar providencial, en el justo momento
en que su conquista, colonización y evangelización comenzaban
a ser técnicamente posibles.
La propuesta hecha por Colón a los Reyes Católicos (afirmaba
que navegando por el oeste se podía hallar un camino más
corto para llegar a las tierras de las especias) logró finalmente
una acogida favorable. Las Capitulaciones de Santa Fe, firmadas en abril
de 1492, estipulaban las condiciones en que iba a basarse el marino
genovés para realizar la empresa de las Indias. El 3 de agosto
del mismo año partían tres carabelas con un grupo de intrépidos
marinos, en su mayoría andaluces. El 12 de octubre, después
de un viaje muy rápido, debido a la utilización de los
vientos favorables (alisios), la expedición tocó tierra.
Pero, en vez de llegar a las Indias, como esperaba Colón, se
había puesto pie en un nuevo mundo, hasta entonces desconocido.
Las grandes expectativas abiertas con motivo de la empresa colombina
quedaron defraudadas de momento, pues no se encontró el oro ni
las otras riquezas que se suponía había en Indias. De
todas formas, la gesta tuvo consecuencias trascendentales para el futuro.
El marino genovés murió creyendo que había llegado
a las Indias, sin sospechar, por tanto, que se trataba de un mundo nuevo.
Los Reyes Católicos se preocuparon en seguida por obtener las
garantías legales sobre las tierras descubiertas en las «Indias».
Ello planteó, de nuevo, el problema de las relaciones hispano-portuguesas.
La bula Inter Caetera, del papa Alejandro VI, otorgó a los españoles
la posesión de las tierras situadas a cien leguas al oeste de
las Azores o de Cabo Verde (1493). El subsiguiente Tratado de Tordesillas
(7 de junio de 1494) ratificó la división del mundo en
dos hemisferios: el oriental, portugués, y el occidental, español.
La línea de demarcación entre ambos quedó fijada
en el meridiano que se hallaba 370 leguas al oeste de las islas Cabo
Verde. El espacio al oeste de dicha línea se reservaba para Castilla,
la cual consiguió así títulos que legitimaron su
dominio sobre las tierras recién descubiertas. Asimismo, en 1503
se creó la Casa de Contratación, con sede en Sevilla,
cuya finalidad era centralizar todo el comercio que se realizase con
el Nuevo Mundo.
Aparte del viaje del Descubrimiento, Colón realizó otros
tres, en el transcurso de los cuales amplió sus descubrimientos
en el ámbito antillano —Pequeñas Antillas, Jamaica,
Puerto Rico, costa oriental de Centroamérica— y persistió
en su idea primera de que había llegado realmente a las Indias.
Sin embargo, la evidencia de que se trataba de tierras bien distintas
de las de Asia oriental se impuso a sus contemporáneos. De un
lado, el viaje de Vasco de Gama a la India en 1498, y de otro, los llamados
«viajes menores» de los españoles por el Caribe y
las costas septentrionales de América del Sur — Ojeda,
Bastidas, Nicuesa, Vespuccio— acabaron por desvanecer toda duda.
El reconocimiento claro del error de Colón se difundió
ya a partir de 1507, en que el cosmógrafo alemán Martin
Waldseemüller se refirió, en su Cosmographiae In-troductio,
a una quarta pars del mundo, a la que dio el hombre de América
en homenaje al florentino Amerigo Vespuccio. En 1513, Vasco Núñez
de Balboa atravesaba el istmo de Panamá y descubría el
mar del Sur (más tarde llamado océano Pacífico).
Inmediatamente comenzó la búsqueda de un paso que comunicara
el Atlántico con el Pacífico por el sur de América.
Magallanes lo conseguiría en 1520, al descubrir el estrecho de
su nombre, cuando reinaba ya en España Carlos I.
Los Hechos
La Corona inicio rápidamente
la colonización del Nuevo Mundo, la expedición de Nicolás
de Ovando (1502) marcó el comienzo de la población de
las Antillas, el origen del imperio español en América
y la incorporación del pueblo hispano a la tarea colonizadora.
Los reyes delegaron los asuntos de América en el Consejo de Indias,
y los colonos españoles en las Antillas recibieron repartimientos
de indios (institución parecida a la encomienda medieval castellana),
explotaron yacimientos auríferos y ensayaron el cultivo de la
caña de azúcar. Los primeros resultados fueron descorazonadores:
la dificultad que entraña todo proceso de culturización
y los excesos de los encomenderos motivaron una alarmante despoblación
indígena. Como única esperanza surgió el descubrimiento
de nuevas tierras, pronto convertido en realidad con la empresa mexicana
de Hernán Cortés. La prosperidad no volvería a
las Antillas hasta mucho más tarde, con la difusión de
las plantaciones azucareras. Los excesos de los colonos suscitaron una
espléndida reacción humanitaria, a cargo de los dominicos,
que el hispanista norteamericano Lewis Hanke ha calificado de «lucha
española por la justicia en la conquista de América».
El domingo antes de Navidad de 1511, el dominico fray Antonio de Montesinos
predicó un sermón revolucionario en la isla Española.
Comentando el texto bíblico «Soy una voz que clama en el
desierto», Montesinos dio el primer grito en nombre de la libertad
humana en el Nuevo Mundo, cuyo campeón, a partir de 1515, fue
otro dominico —antiguo encomendero, que había renunciado
a los indios por escrúpulos morales—, fray Bartolomé
de las Casas. El rey reunió una Junta de teólogos y promulgó
las llamadas «Leyes de Burgos» (1512), que constituyeron
el primer intento legal de proteger a los indios.
Muerto Fernando el Católico, el regente de Castilla, cardenal
Cisneros, envió a las Antillas, en calidad de comisarios, a tres
frailes Jerónimos, cuyo breve mandato se caracterizó por
la moderación. Con el nuevo monarca, Carlos I, pueden considerarse
terminados los ensayos para dar paso a una entidad política y
cultural nueva: las «Indias Españolas», el primer
sistema colonial organizado de la época moderna.
Entre el descubrimiento colombino y la sumisión de los incas
por Pizarro, que marcó el fin de las grandes conquistas, transcurrió
menos de medio siglo (1492-1536). «La más extraordinaria
epopeya de la historia humana», la conquista de América,
fue realizada en menos de veinte años (1519, Cortés en
México; 1536, Pizarro en Perú). Además, fue obra
de un número increíblemente corto de españoles:
la expedición de Cortés constaba de 416 hombres, y sólo
170 siguieron a Pizarro en su avance hasta Cajamarca. La enorme capacidad
personal de aquellos conquistadores y sus acompañantes, su superioridad
moral y técnica, hicieron posible tal milagro. Económicamente,
los gastos de la expedición recaían sobre los propios
organizadores, o sea, en su casi totalidad, sobre elementos particulares.
No es exagerado afirmar que la conquista de América le salió
gratis al Estado español.
Por el contrario, los beneficios que aquellas tierras rindieron al Erario
merecen el calificativo de fabulosos. Efectivamente, el tesoro real
tenía derecho, según vieja tradición, a un 20 por
100 de los metales preciosos que produjeran las minas del reino. Y,
desde 1540 aproximadamente, con el hallazgo de los casi míticos
filones de Zacatecas y Potosí, el Nuevo Mundo comenzó
a manar oro y plata, hasta el punto de transformar la estructura económica
del mundo civilizado. Doscientos mil kilos de oro y diecisiete millones
de kilos de plata cree el profesor Hamilton que atravesaron el Atlántico
en un siglo; cifras que otro estudioso del tema, Ramón Carande,
estima conveniente duplicar, si queremos estar más cerca de la
verdad. Aquella riada enorme, al no encontrar en la Península
una banca o industria capaces de absorberla, se desparramó Europa
adelante, hasta llegar a los últimos confines del mundo. Los
plateados reales españoles eran moneda corriente en Londres,
en Amberes, en Lyon y en Génova, y se comerciaba con ellos en
los mercados de ciudades tan lejanas como El Cairo o Bagdad.
La quinta parte del torrente, al menos en teoría, debió
revertir sobre el Estado. Sin aquellos fabulosos aportes no hubiera
sido posible el sostenimiento del imperio durante siglo y medio, ni
se hubiesen podido mantener los exorbitantes gastos militares, administrativos
o diplomáticos. En el dispositivo general de la monarquía
católica, el Nuevo Mundo desempeñaría un papel
imprescindible, sirte quo non. En este sentido, lo que resultó
América, excepto en el breve período de la conquista,
fue, más que una avanzada, un respaldo, como la retaguardia de
España.
Con respecto a las consecuencias culturales de la conquista y colonización
de América, no debemos olvidar que el siglo XVI significó
la mayor mutación jamás habida del espacio humano; por
lo que se refiere a España, produjo la elaboración de
una nueva frontera —concebida como un complejo de relaciones humanas
y de unas coordenadas culturales de entendimiento— que se caracterizó
por la triple unidad humana de comunicación, economía
y relación cultural y que, aunque resultado de una larga maduración,
se convirtió en la más expresiva manifestación
de vitalidad humana y creadora de sus protagonistas. En treinta años
—los que transcurren entre el primer viaje colombino y la primera
circunnavegación— se construyó la geografía
de un Atlántico transversal, basada en el conocimiento de todas
sus estructuras: rutas, vientos, islas, costas. La longitud y anchura
del gigantesco continente fue prácticamente delineada en otros
treinta años, estableciéndose de tal modo la base para
una estructura de relaciones humanas, de profunda síntesis antropológica,
estética, religiosa y cultural. Se trata de una inmensa experiencia,
en la cual se configuraron los sistemas de ideas, se escribieron las
opiniones, iniciándose una polémica de implicaciones teológicas,
éticas y políticas, se fundaron ciudades, se organizaron
cabildos, se crearon gobernaciones, comenzaron la producción
económica y el estudio hasta los más altos niveles universitarios.
Las consecuencias
Hasta mediados del siglo XVI
puede hablarse de la «Era de los conquistadores». Es la
etapa, en tantas ocasiones mitificada de forma artificiosa, de realización
material del sometimiento de las poblaciones americanas en nombre de
una serie de intereses de todo tipo. América se convertiría
en escenario de controversia de una amplia serie de ideas, tensiones
y proyectos nacidos en una Europa que se vuelve ya hacia el océano
Atlántico, abandonando las limitaciones supuestas por la localización
de su eje económico en el Mediterráneo.
Los siglos XVI, XVII y XVIII estarán definidos sobre el territorio
americano por el común elemento de la lentitud y la estabilidad
estática. El historiador francés Fernand Braudel ha establecido
una serie de tipos que la historia de los pueblos adopta a lo largo
de los siglos; en función de dicha clasificación, la evolución
histórica de América Latina durante estos siglos se concreta
perfectamente en su idea de la «historia inmóvil».
Mientras en la mitad norte del continente el espíritu puritano
importado de Europa establecía las bases necesarias para el posterior
desarrollo social y material que se manifestaría en el momento
de la emancipación política, la América ordenada
según usos ibéricos se estancaba en todos los planos hasta
convertirse de forma creciente en fácil presa de intereses de
potencias ajenas a ella.
El también historiador francés, especialista en temas
hispánicos, Pierre Chaunu habla de este prolongado periodo de
la historia americana en líneas que alcanzan grados de expresión
insuperables. Así, establece la etapa que media entre los años
centrales del siglo XVI y los primeros del siglo XIX como de «una
historia estática... donde los acontecimientos se desarrollan
únicamente con una majestuosa lentitud, donde los hechos se desarrollan
en profundidad, en las estructuras sociales de un mundo situado en proceso
de creación». Esta idea debe ser tenida en cuenta de forma
permanente ante toda consideración de la evolución histórica
de la América de raigambre ibérica.
El inmenso espacio americano habría de servir como ámbito
de aplicación directa, y prácticamente libre de trabas,
de los principios dominantes en las estructuras colonizadoras. El nuevo
continente serviría como escenario de representación de
formas de organización que en el viejo ya no eran susceptibles
de aplicación práctica, América —se ha dicho
en multitud de ocasiones— sería la posibilidad de plasmación
de las exageraciones que en todos los aspectos había generado
la culturé peninsular. Una colonización española
y portuguesa, ejemplar en tantos aspectos, sería no obstante
elemento de fermento de usos que, en definitiva, irían dirigidos
en contra de los intereses de los pueblos ordenados según ellos.
Todo triunfalismo referente a esta cuestión, actitud de la que
se ha abusado generosamente durante cinco siglos, debe considerar esta
realidad.
La implantación de las formas de organización social y
económica vigentes en Europa supondría una labor ardua
y prolongada. Las mismas dimensiones del continente americano precisaban
ya de por sí de una acomodación de aquellos principios
nacidos bajo ópticas espacialmente más reducidas. Los
tres siglos largos de nominal dominación europea supondrían
para América el hecho de la destrucción de su anterior
pasado indígena, para ser sustituido por estructuras foráneas
que en sus lugares de origen ya demostraban la nocividad de su naturaleza.
España y Portugal instalarían en sus territorios americanos
de control las instituciones políticas, económicas y sociales
que definían por entonces a sus propios ordenamientos internos.
Esto haría posible la existencia de dualidades especialmente
marcadas que permitían la coexistencia de universidades de tipo
europeo con estructuras de explotación del indígena qué,
en teoría, contradecían los principios vigentes en las
respectivas metrópolis. La obra de Bartolomé de las Casas,
denunciando esta situación, serviría para establecer un
primer paso en la concienciación acerca de estos problemas, a
los que los poderes europeos no serían capaces de dar respuesta
adecuada.
Durante estos tres siglos, la presencia ibérica en territorio
americano haría realidad un hecho de especial trascendencia:
el fenómeno del mestizaje. La América española
y la América portuguesa ofrecerían modelos de convivencia
que, contando con todos sus elementos de carácter negativo, servirían
para establecer normas de aplicación en situaciones similares.
La denominada América Latina sería ordenada en base a
postulados de índole económico-religiosa que posibilitarían
este encuentro entre elementos de los dos sectores enfrentados.
A principios del siglo XIX, la invasión francesa de los dos países
ibéricos que controlaban los destinos de América en sus
sectores meridionales iniciaría el proceso de emancipación
de los mismos. A partir de esos momentos, España y Portugal —debilitados
de forma irreversible— se limitarían a observar la progresiva
pérdida de sus territorios coloniales, a los cuales habían
exportado sus formas de organización. América Latina accedía
a la independencia contando con el decisivo elemento negativo de su
fraccionamiento, y se entregaba materialmente a la dominación
real de las potencias que entonces emergían como dominantes en
la escena internacional.
Lo que sería denominado neocolonialismo habría de constituir
el esquema de ordenación de los territorios americanos emancipados
de las decadentes Coronas española y portuguesa de principios
del siglo pasado. Los protagonistas del proceso independentista no podían
imaginar que la salida del control ibérico, tradicional y paternalista,
iba a suponer la inclusión de sus países en la órbita
del más decidido imperialismo de signo tecnificado. Primero la
Gran Bretaña, situada en el punto álgido de su poderío
ultramarino, y a continuación los Estados Unidos, actuarían
con absoluta discrecionalidad sobre los espacios económicamente
más interesantes de la América colonizada por las naciones
peninsulares.
En una primera etapa, América Latina habría de convertirse
en un instrumento complementario de la economía europea. La masiva
emigración afectada hacia aquellas latitudes por parte de los
continentes laborales excedentes en el Viejo Continente aliviaría
el panorama social del mismo. De forma paralela, la América meridional
servía como útil centro de producción de materias
primas que los países más desarrollados precisaban para
su consumo. La intervención europea sobre América Latina
cedería más adelante su lugar a la norteamericana. Los
Estados Unidos, convertidos en primera potencia mundial, comenzaban
a actuar de forma directa sobre sus vecinos iberoamericanos.
La presencia norteamericana en este espacio manifestaría una
amplia gama de formas, yendo desde el mantenimiento del control económico
de los países integrantes del bloque de tradición ibérica
hasta la intervención armada en los casos en los que su influencia
parecía hallarse en peligro. La historia contemporánea
de América Latina no supone de esta forma más que una
continuación de su evolución durante la etapa colonial.
Las formas de dominación no son hoy más sutiles que entonces,
ya que a nadie se le oculta la verdadera realidad de la situación,
pero sí han adquirido niveles más elevados de eficacia.
Durante más de tres siglos, españoles y portugueses habrían
de proceder a realizar una política de colonialismo que, en definitiva,
no reportaría a las respectivas metrópolis unos beneficios
demasiado significantes. Las colonias supondrían, además,
en muchas ocasiones una pesada carga para las economías europeas
que poseían oficialmente su dominio. Concluida la etapa colonial,
América Latina entraría en un proceso impuesto desde el
exterior y definido por la sistemática explotación de
todos sus recursos humanos y materiales. Este hecho, mantenido hasta
hoy mismo, se alza de esta forma como rasgo determinante de validez
general para todos los países integrantes del espacio referido.
América Latina se encuentra sumida en una crisis de crecimiento
de la que por el momento se manifiesta incapaz de salir. La permanente
inestabilidad política, unida a la desarticulación de
sus sociedades, encuentra su negativo complemento en un ámbito
económico asimismo deficiente desde el punto de vista estructural.
El panorama se presenta, así, bajo rasgos nada optimistas; América
Latina precisará de un largo período de tiempo para lograr
la verdadera emancipación de sus pueblos, que vaya más
allá de lo que constituyó su proceso teóricamente
independiente, el cual solamente sirvió para sustraerla de una
dominación y entregarla a otra más eficaz e inhumana.
Fechas clave
1483
Cristóbal Colón propone a Portugal alcanzar la India por
el Atlántico, dado el encarecimiento de los productos orientales
y la inseguridad de las rutas terrestres utilizadas hasta entonces para
su transporte. El perfeccionamiento de la cartografía y del transporte
marítimo (invención de la brújula, construcción
de las primeras carabelas, así como la idea de la esfericidad
de la Tierra, son las condiciones que permiten, en teoría, realizar
la empresa con posibilidades de éxito.
1485
Al ser rechazado el Plan Por Portugal, Colón llega a España.
Establece relación con el duque de Medinaceli, con los frailes
del monasterio de La Rábida, en la provincia de Huelva, y con
los hermanos Pinzón y Pedro Alonso Niño.
1486 Tras
la Primera entrevista con los Reyes Católicos, celebrada en Alcalá
de Henares, Colón logra el apoyo de Luis de Santángel,
tesorero de la Santa Hermandad y contable de la Real Casa; pero la Junta
que estudia el proyecto lo desecha.
1492
Nueva entrevista con los monarcas en Granada; las condiciones económicas
y las prerrogativas que exige son finalmente aceptadas en las Capitulaciones
de Santa Fe; Colón obtiene los títulos vitalicios y hereditarios
de virrey, almirante y gobernador, con poderes jurisdiccionales sobre
las tierras a descubrir; se le adjudica el 10 por 100 de las riquezas
halladas. El 3 de agosto salen del puerto de Palos, en Huelva, las carabelas
«Pinta», «Niña» y «Santa María»
con unos 100 hombres: el 12 de octubre descubren la isla Guanahaní
(más tarde llamada San Salvador), Cuba y Santo Domingo; en la
última se funda el fuerte Navidad, primer establecimiento europeo
en el continente americano.
1493
Colón regresa a España. Desembarca en Barcelona y se entrevista
con los reyes en el mes de abril. El 25 de septiembre parten de Cádiz
diecisiete nuevas carabelas, las cuales transportan al Nuevo Mundo 1.500
hombres con instrucciones para la evangelización, comercio y
colonización de estas tierras. Se funda la primera ciudad, llamada
Isabel en honor de la Reina Católica, entre las ruinas del fuerte
Navidad, destruido por los indios. Realizan viajes a Cuba —que
Colón cree ser la India— y a Jamaica; vuelven a Santo Domingo,
entonces llamada La Española, donde el gobierno de Colón
produce descontento. Se plantea el problema de la esclavitud indígena.
1495
En el mes de octubre desde la metrópoli se envía a La
Española un representante real. Colón entrega el gobierno
a su hermano Bartolomé y regresa a España para defenderse
de las acusaciones que se le hacen.
1498 El 30 de mayo, Colón realiza su tercer viaje al Nuevo Mundo.
Salen de Sevilla y Sanlúcar seis carabelas, que siguen dos rutas:
una va hacia La Española y la otra hacia el suroeste. Descubrimiento
de Trinidad y de la desembocadura del Orinoco. En el mes de agosto llegan
a distintos puntos del continente, que Colón sigue creyendo ser
las Indias orientales.
1500
El portugués Pedro Alvarez Cabral descubre el Brasil, al tiempo
que Vicente Y. Pinzón llega a su costa nordeste y a las bocas
del Amazonas. Juan de la Cosa traza el primer mapa de las tierras exploradas.
Tras su regreso a La Española, Roldan encabeza una sublevación
contra Colón. Bobadilla es enviado a esta isla por los reyes
con plenos poderes, y procesa a Colón, que es enviado a España
en calidad de preso. Esto conlleva la supresión de sus privilegios,
salvo los títulos de virrey y almirante.
1502
Nicolás de Ovando es enviado a La Española como gobernador
de la isla, con amplios poderes judiciales. Pacifica la isla. Hernán
Cortés intenta embarcar en esta expedición, pero un accidente
sufrido en una aventura galante se lo impide. El 11 de mayo, Cristóbal
Colón sale con cuatro carabelas, iniciándose así
su cuarto viaje. Se le prohíbe dirigirse a La Española.
Llegada a la costa centroamericana (actuales Honduras y Panamá).
1505-1508
En las juntas de Toro y de Burgos, en las que participan, entre otros,
Amerigo Vespuccio y los hermanos Pinzón, se estudia la posibilidad
de hallar un paso a través del continente que conduzca a las
Indias orientales. Igualmente se crea el puesto de Piloto Mayor, para
el que es nombrado el afamado marino italiano Amerigo Vespuccio.
1513
Viajes menores de exploración y conquista de América.
Mediante establecimiento de compañías comerciales y el
apoyo financiero de la Corona o de algunos banqueros extranjeros, Alonso
de Ojeda, Amerigo Vespuccio, los hermanos Pinzón, Juan de la
Cosa, Alonso Niño y otros marinos recorren las costas americanas,
desde el Brasil hasta las Antillas mayores: Trinidad, Venezuela, Colombia,
Panamá, las bocas del Amazonas y el Orinoco. Hernán Cortés
participa en la expedición de Diego Velázquez a Cuba,
en la que no ocupa un cargo militar, limitándose a desempeñar
funciones burocráticas. En Cuba ejerce actividades muy diversas:
es agricultor, ganadero, buscador de oro, negociante, etc. De los relatos
de Amerigo Vespuccio se desprende que las tierras descubiertas forman
un nuevo continente, al que Martin Waldseemüller propone, en su
obra Cosmographiae Introductio, que se dé el nombre de «América».
Vasco Núñez de Balboa cruza el istmo de Panamá
y descubre el océano Pacífico.
1515
Expediciones de Juan Díaz Solís por las costas uruguayas
y el río de la Plata: se busca un paso entre los océanos
Atlántico y Pacífico. Retroceso de los conquistadores
españoles ante los indios.
1518
Diego Velázquez confía a Hernán Cortés el
mando de una expedición cuyo objetivo lejano es la conquista
del imperio azteca. El conquistador extremeño parte de la ciudad
de Santiago en el mes de noviembre, antes de la fecha prevista, con
11 barcos y 700 hombres.
1519 Primera
circunnavegación de la Tierra. Femando de Magallanes, portugués
al servicio de Castilla, alcanza por occidente las islas de las Especias.
Uno de sus cinco navíos, el «Victoria», al mando
de Juan Sebastián Elcano, regresará a Sevilla tras una
travesía de 1.124 días. Queda probada, así, la
esfericidad de la Tierra. La expedición de Hernán Cortés
se dirige a Yucatán, donde el conquistador funda la ciudad de
Veracruz; desde aquí inicia la penetración hacia el interior
de México en un viaje de exploración en el que también
se buscan riquezas. En el mes de noviembre llega a la capital azteca,
Tenochtitlán, siendo bien recibido por el emperador entonces
reinante, Moctezuma, que se reconoce vasallo del rey de Castilla.
1520-1521
Tras la sublevación de Tenochtitlán, Hernán Cortés,
nombrado capitán general, somete todo el imperio azteca y realiza
expediciones a Yucatán y Honduras, que son anexionadas a Nueva
España; Carlos V implanta una sólida organización
administrativa en estos territorios.
1531 Francisco
Pizarro comienza la tarea conquistadora del territorio del imperio inca,
que se prolongará hasta 1533. A partir de ese momento proliferará
la creación de Audiencias en los nuevos territorios, siguiendo
a la inicial, creada en Santo Domingo en 1511; le seguirán México
(1529), Panamá (1538), Santa Fe y Guadalajara (1548}, Buenos
Aires (1661), etc.
1535
Creación del virreinato de la Nueva España, que engloba
a la totalidad de la América Central —sin Panamá—,
a las Antillas y a la zona costera de la actual Venezuela. Auge en las
tareas de explotación de plata en México. Esta ordenación
del territorio americano basado principalmente en sus características
físicas habrá de constituir uno de los mayores cuidados
de la administración colonial.
1543
Creación del virreinato de la Nueva España, con capitalidad
en Lima, que ordena a la totalidad de la extensión de América
del Sur, excepto la costa venezolana. Creación de las Audiencias
de Lima y Guatemala. Promulgación de las denominadas «Leyes
Nuevas», destinadas a conseguir la extinción definitiva
de las encomiendas; el fracaso más señalado seguirá
a este discreto intento reformador.
1559 Creación
de las Audiencias de la Plata de los Charcas, y, pocos años más
tarde, de las de Quito y Chile.
1560 Finalización
del proceso de promulgación de edictos acerca de la liberación
de los indios esclavizados, que se había iniciado diez años
antes.
1563
Vasco de Puga escribe su famosa obra de gran influencia política,
titulada Provisiones, cédulas e instrucciones para el gobierno
de Nueva España.
Creación de la Audiencia, tribunal especial de apelación
con jurisdicción para todos los territorios de América,
instrumento unificador de las tareas jurídicas hasta entonces
dispersas en organismos varios.
1601
Reglamento que rige el trabajo efectuado por indígenas bajo control
peninsular. Se prohibe, por el mismo, la existencia de jornaleros situados
en régimen de esclavitud.
1640 Separación
de las Coronas de España y Portugal, que se habían unido
en 1580 en la persona de Felipe II. Creación del cargo de virrey
en Brasil, que reside en Bahía hasta el año 1763, en que
pasa a instalarse en Río de Janeiro.
1642
El denominado «Conselho da India» pasa a convertirse en
«Conselho Ultramarino», para englobar a la totalidad de
las posesiones portuguesas extraeuropeas.
1701-1707
Abolición legal de las encomiendas cuyos titulares tengan su
residencia en España, y de todas las encomiendas que cuenten
con menos de cincuenta indios.
1720 Abolición
legal de la totalidad de las encomiendas existentes, con excepción
de las de Yucatán, que se mantendrán hasta 1787.
1764
Inicio de la creación de las Intendencias en las circunscripciones
siguientes: Cuba (1764), La Plata (1782), Perú (1784), Chile
(1786) y Nueva España (1790). Todo ello dentro
del mismo proceso de ordenación territorial, en momentos en que
ya se preparan los fermentos de la emancipación nacional.
1771
Inicio de una década señalada por la abundancia e incidencia
de los levantamientos indígenas en contra de las condiciones
impuestas por los colonizadores: revueltas de negros en Colombia, de
los indígenas ecuatorianos, de los nativos de la región
del Orinoco y de otras regiones de Venezuela, sobre todo.
1775 Frustrado
ataque portugués lanzado contra Montevideo, dentro de un clima
bélico entablado entre las dos respectivas potencias coloniales.
1776
Unificación de la administración para las colonias sudamericanas
de Portugal. Creación del virreinato del Río de la Plata
en Brasil con capitalidad en Río de Janeiro.
1780 Revuelta
encabezada por Tupac Amaru en Perú, que constituyó la
más grave de esta naturaleza observada durante toda la etapa
colonial, ya que tuvo repercusiones en otros ámbitos geográficos
y en otros sectores sociales. Dos años antes, en 1778, España
y Portugal decidieron mediante un tratado de paz poner fin a sus mutuas
rivalidades, que afectaban directamente a sus posesiones coloniales.
1790
En España se produce la disolución de la Casa de Contratación,
que ya había abandonado Sevilla para instalarse en la ciudad
de Cádiz.
1800
El movimiento independentista de América Latina surge como consecuencia
de un amplio proceso previo, que arranca de dos supuestos básicos:
el ciclo de las revoluciones burguesas, iniciado en Inglaterra en el
siglo XVII, y del que constituyen jalones decisivos las revoluciones
de la América anglosajona y de Francia; y la formación
interna de una conciencia criolla emancipadora, frente al estatismo
monárquico metropolitano, de talante claramente autoritario.
1803 -1809
A raíz del levantamiento del pueblo español contra el
invasor francés, el elemento criollo latinoamericano proclama
su adhesión a Fernando VII y acata la autoridad de la Junta Suprema
Central. Sin embargo, aparecen ya hombres como el caraqueño Francisco
de Miranda, que desde Londres desarrolla actividades anticoloniales,
y Simón Bolívar, que tras sendas estancias en España
y Francia regresa a Venezuela, donde inicia actividades anticoloniales
clandestinas.
1810
Los representantes americanos en las Cortes de Bayona formulan una serie
de peticiones: igualdad entre americanos y españoles; libertad
de agricultura, industria y comercio; supresión de monopolios
y privilegios; abolición de la nota de infamia entre mestizos
y mulatos y de la trata de esclavos.
1811
Madura el ideal emancipador en las mentes de los próceres de
la independencia. Surgen tensiones independentistas en Argentina, Uruguay,
México y Ecuador. Tras la disolución de la Junta Suprema
Central se organizan juntas americanas, que a su vez organizan ejércitos
e inician, con carácter de soberanía, relaciones con Gran
Bretaña y Estados Unidos. Así, en México el cura
Manuel Hidalgo lanza el «Grito de Dolores», con el que se
inicia la insurrección de Querétaro. También estallan
sublevaciones en Venezuela, Colombia y Argentina.
1812 En
general, triunfan los movimientos revolucionarios latinoamericanos,
convocándose varios congresos, a los que sigue la promulgación
de constituciones liberales, la proclamación de la independencia
y la adopción del régimen republicano.
1813 Apoyado
Por el ejército y la aristocracia, el virrey mexicano aplasta
la rebelión en dicho país. Hidalgo es fusilado. No obstante,
el movimiento independentista se prolonga bajo la dirección del
cura Morelos. Bolívar se subleva en Venezuela y proclama la independencia
de este país. El Ayuntamiento de Caracas le confiere el título
de «Libertador».
1815 La
metrópoli empieza a restaurar el régimen colonial, salvo
en determinadas ciudades de México, Venezuela y Argentina.
1817
venezolano Manuel Palacio Fajardo justifica las teorías emancipatorias:
tiranía de las altas autoridades; injusta administración
de justicia; monopolio económico; aislamiento de las colonias;
desdén mantenido por la metrópoli hacia los criollos y
su apartamiento de los cargos de administración y gobierno.
1819 En
Venezuela, Bolívar es elegido presidente de la República
en el Congreso de Angostura. Dicho Congreso aprueba la Ley Fundamental
de la República de Colombia, que comprende la unión de
Venezuela, Nueva Granada y Quito. La «Gran Colombia», independiente
de la antigua metrópoli, seguirá unida hasta 1830, en
que las disensiones entre los sucesores de Bolívar provocan su
disgregación. En Argentina, con la ayuda de patriotas chilenos
(O'Higgins), San Martín cruza los Andes y, tras las victorias
de Chacabuco y Maipú, consigue la independencia de Chile. El
Congreso se traslada a Buenos Aires, donde redacta una Constitución
unitaria, centralista y autoritaria.
1820
A consecuencia de la revolución liberal de Riego en España,
se consolida el movimiento emancipador. Tras la entrevista en Guayaquil
de San Martín y Bolívar, este último prosigue la
campaña para la emancipación.
1821
Proclamación de la independencia de México, tras la cual
se desata el proceso emancipador en Centroamérica. México
se declara República Federal y abole la esclavitud.
1826
Congreso de Panamá: fracasa el proyecto de Bolívar de
una unión sudamericana. México interviene, junto al resto
de las naciones interesadas, en dicho Congreso. Proclamación
de independencia de la República autónoma de Uruguay.
1846
Guerra entre México y Estados Unidos a causa de la anexión
de Texas a la Unión: Taylor se apodera de Matamoros, Monterrey
y Saltillos. Tras la ocupación de Nuevo México por las
tropas de Kearney, la escuadra del Pacífico se apodera de los
puertos de California.
1848
Tratado de Guadalupe-Hidalgo: México cede a Estados Unidos Nuevo
México, Arizona, California y parte de Colorado (casi el 50 por
100 del territorio mexicano emancipado). Proclamación de la independencia
de la República Dominicana.
1898
Guerra hispano-norteamericana: la nota norteamericana bombardea San
Juan de Puerto Rico. Tratado de París: España renuncia
a su soberanía sobre Cuba, Puerto Rico y Filipinas, perdiendo
así sus últimas colonias de ultramar.
1914-1918
La evolución de los diferentes Estados de Amé rica Latina
se ve perturbada por profundos cambios sociales, económicos y
políticos: la estructura social se transforma debido al incremento
de la población, las migraciones internas, la explotación
de nuevas tierras y las consecuencias de la urbanización e industrialización.
1919-1928
La estructura económica latinoamericana del período se
caracteriza por el mercantilismo de la época colonial y sus tradicionales
monocultivos, la falta de capital para la industrialización,
la escasez de mano de obra especializada y el atraso de la agricultura,
unido a unas deficientes reformas agrarias. Con respecto a las estructuras
políticas, las causas que provocan la crisis de la democracia
son las enormes diferencias económicas entre las clases sociales,
la formación de partidos revolucionarios y democráticos,
la intervención militar en los Estados Unidos y la democracia
presidencial (siguiendo las directrices políticas de los Estados
Unidos) que favorece la instauración de dictaduras.
1929
barios congresos y conferencias panamericanos propugnan la unidad política
latinoamericana: en el VII Congreso de La Habana se crea un tribunal
de arbitraje obligatorio para todos los Estados americanos; en la Conferencia
Interamericana de Buenos Aires se firma un pacto de paz entre 21 Estados
americanos (según el modelo del Pacto Briand-Kellog).
1934 - 1940
En la Conferencia de Panamá se prohíben las acciones de
guerra en una zona neutral de 300 millas marinas en torno al continente,
salvo Canadá. En la Conferencia de ministros del Exterior en
Río de Janeiro, ya iniciada la II Guerra Mundial, se decide la
intervención en la guerra contra las potencias del Eje (excepto
Argentina y Chile). La política de intervención directa
de los Estados Unidos después de la I Guerra Mundial es abandonada
con Roosevelt y sustituida por la «política de buena vecindad»:
el nacionalismo latinoamericano reacciona contra la penetración
masiva del capital norteamericano. En México, presidencia de
Lázaro Cárdenas y poder ininterrumpido del Partido Revolucionario
Mexicano, integrado por comunistas, liberales radicales, la Confederación
de Trabajadores Mexicanos y la Confederación Nacional de Campesinos.
En Argentina, creación del GOU (Grupo de Oficiales Unidos) de
Juan Domingo Perón, de signo heterogéneamente fascista,
que propugna un refuerzo de las fuerzas policiales, la disolución
del Congreso, la creación de organizaciones represivas especiales,
la formación militar para ambos sexos a partir de los diecisiete
años y una organización económico-corporativa.
1941 -1948
América Latina depende del mercado mundial, principalmente de
Estados Unidos, lo que origina crisis sociales y político-económicas.
Las principales características del período son: explosión
demográfica, éxodo rural, miseria extrema en los suburbios
de las grandes ciudades, inflación, bajo nivel de vida, analfabetismo
y acusadas diferencias sociales.
1950-1955
Carta de la ODECA (Organización de los Estados Centroamericanos).
Junto a las instituciones tradicionales (gobiernos militares, partidos
oligárquicos, dictaduras presidenciales) aparecen dirigentes
populares, organizaciones comunistas y movimientos nacionales de extrema
izquierda. En Cuba, golpe de Estado de Fulgencio Batista. Fidel Castro,
abogado en La Habana, presenta cargos contra él.
1956 Tras
el fracasado ataque al cuartel de Moncada, que obligó a los participantes
al exilio en México, se produce el desembarco de Fidel Castro
y sus seguidores desde el «Gramma» y la penetración
de la guerrilla en Sierra Maestra. En el resto de Latinoamérica
se llevan a cabo tentativas para resolver la crisis por medio de una
integración militar y política (OEA), reformas agrarias
y una incipiente industrialización (sin embargo, con escasez
de trabajadores especializados y de capital necesario). El capital privado
se invierte en valores efectivos (propiedades), en la especulación
o en el extranjero; el capital extranjero' reclama una mayor seguridad,
pero su control y sus excesivos beneficios mantienen el subdesarrollo.
1958 El
21 de agosto, dos columnas dirigidas por Camilo Cienfuegos y Ernesto
«Che» Guevara abandonan Sierra Maestra con dirección
a las Villas. Ocupación de varias ciudades y victoria revolucionaria
en Yaguajay y Santa Clara; comienza la marcha sobre La Habana. Huida
de Batista y su Gobierno.
1959
Banco Interamericano de Desarrollo. Liberación de La Habana y
Santiago de Cuba por Fidel Castro y su grupo. Tras el triunfo de la
revolución cubana, los Estados Unidos intervienen directamente
contra la expansión de los movimientos democráticos nacionales
y sus intentos de liberarse de la dependencia económica norteamericana.
Radicalización popular.
1960-1961
Declaración de La Habana. Los Estados Unidos rompen sus relaciones
con Cuba. Desembarco y derrota de tropas mercenarias en la bahía
de Cochinos. Se crea el Mercado Común Sudamericano o LAFTA (Asociación
Latinoamericana de Libre Cambio). El presidente norteamericano John
F. Kennedy anuncia la creación de la organización denominada
Alianza para el Progreso.
1962
Segunda Declaración de La Habana. En el mes de octubre, crisis
del Caribe y boicot económico de varias naciones a Cuba. Bloqueo
de la isla por la marina de guerra yanqui.
1966
Conferencia Tricontinental de La Habana contra el imperialismo, con
asistencia de representantes de gobiernos y organizaciones de 82 países.
De Cristóbal Colón
a Fidel Castro (I)
El Caribe, frontera imperial
UNAS PALABRAS DEL AUTOR
Al gran público
no le gusta leer libros con notas, y éste ha sido escrito para
él, no para eruditos. Eso explica que ni siquiera se hayan señalado
las fuentes de algunas citas, si bien se dice quiénes fueron
sus autores. Aunque al final se ofrece una bibliografía extractada,
hay algunas obras que no tienen por qué aparecer en ella. Tal
es el caso, por ejemplo, de las más conocidas entre las que se
refieren al Descubrimiento y a la Conquista: Diarios de Viajes de Cristóbal
Colón, la Biografía de Colón, escrita por su hijo
Fernando; la Brevísima relación de la destrucción
de las Indias y la Historia general de las Indias, del Padre Las Casas;
Historia General y Natural de las Indias, de Gonzalo Fernández
de Oviedo, y la Descripción de las Indias Occidentales, de Antonio
de Herrera. Esos son libros fundamentales para todo el que aspire a
conocer en detalle cómo fueron descubiertos y conquistados los
territorios del Caribe.
A la hora de estudiar las rebeliones de los negros es indispensable
leer la Historia de la esclavitud de los indios en el Nuevo Mundo, por
José Antonio Saco (dos tomos, Colección de Libros Cubanos,
Cultural, S. A., La Habana, 1932), como son también indispensables,
para el conocimiento de las actividades de los piratas del siglo XVII,
la Histoire des Aventuriers ex Bucaniers, en tres tomos, de Alexander
Olivier Oexmelin, de la que ha hecho recientemente una edición,
copia exacta de la original, la Librairie Commerciale & Artistique
de París, y la conocida obra de C. Haring Los Bucaneros de las
Indias Occidentales en el siglo XVII, segunda edición, hecha
por la Academia Nacional de la Historia, Caracas, impresa en Brujas
en 1939.
El autor recomienda especialmente algunos libros; en primer lugar, la
excelente History of the British West Indies, por sir Alan Burns (George
Allen and Unwin Ltd. Reviewed Second Edition, London, 1965), rica en
información de fuentes inobjetables, y French Pioneers in the
West Indies, 1624-1664, de Nellis M. Crouse, edición de Columbia
University Press, New York, 1940. Como resumen de la revolución
de Haití, sobre la cual hay una bibliografía muy abundante,
conviene leer La Revolución Haitiana y Santo Domingo, de Emilio
Cordero Michel, Editora Nacional, Santo Domingo, 1968. Para un conocimiento
detallado de las actividades militares de Bolívar, la mayor suma
de datos se halla en Crónica Razonada de las Guerras de Bolívar,
tres tomos, por Vicente Lecuna (The Colonial Press, Inc., Clinton, Mass.).
La Campaña del Tránsito, 1856-1857, de Rafael Oregón
Loria (Librería e Imprenta Atenea, San José, Costa Rica,
1956), es una buena guía para conocer las fechorías que
llevó a cabo en Nicaragua William Walker, así como lo
es The Untold Story of Panamá, de Hardin Earl (Athenae Press,
Inc., New York, sin fecha, aunque el prefacio está fechado el
11 de febrero de 1959), para tener datos veraces sobre la intervención
de Theodore Roosevelt en Panamá.
Hay muchas personas que hicieron posible, con su ayuda, la redacción
de esta historia del Caribe; entre ellos deben mencionarse el escritor
español don Enrique Ruiz García, el diplomático
inglés Campbell Stafford, el doctor Claudio Carrón, Roberto
Guzmán, Pablo Mariñez y el poeta Ángel Lázaro,
el escritor haitiano G. Pierre-Charles y su mujer, Suzy Castor Pierre-Charles.
Esta última tuvo la bondad de facilitar al autor una copia de
su libro inédito sobre la ocupación militar norteamericana
de Haití; y todos los mencionados enviaron obras de consulta,
desde Londres, desde Madrid, desde París, desde Méjico.
Merecen una mención especial las altas autoridades y los funcionarios
de la Biblioteca del Instituto de Cultura Hispánica, de Madrid,
pues durante año y medio pusieron en manos del autor, enviándolas
por correo a Benidorm, todas las obras que les fueron solicitadas. Sin
esa ayuda hubiera sido imposible escribir este libro.
Por último, esta historia del Caribe fue escrita, casi totalmente,
en Benidorm, España, gracias a la hospitalidad que le brindó
al autor en aquel hermoso lugar, durante más de año y
medio, con clásica generosidad española, don Enrique Herrera
Marín.
Para todos los mencionados queda
aquí constancia de la gratitud dominicana de
J. B.
París, junio de 1969.
[ Arriba
]
Capítulo Primero
UNA FRONTERA DE CINCO SIGLOS
El Caribe está
entre los lugares de la tierra que han sido destinados por su posición
geográfica y su naturaleza privilegiada para ser fronteras de
dos o más imperios. Ese destino lo ha hecho objeto de la codicia
de los poderes más grandes de Occidente y teatro de la violencia
desatada entre ellos.
Hasta el momento está por hacer un estudio de geografía
económica que abarque el conjunto de los países del Caribe.
Sin embargo, muchas gentes tienen una idea más o menos acertada
sobre la región; conocen por sí mismas, de oídas
o a través de lecturas, la variedad de sus climas, la abundancia
y la bondad de sus puertos y sus aguas y la hermosura de sus tierras.
Se sabe que, además de hermosas, esas tierras son de excelente
calidad para la producción de la caña de azúcar,
de maderas, tabaco, cacao, café, ganados. En los últimos
cincuenta años la imagen, de la riqueza del Caribe se multiplicó,
pues se vio que además de cacao, café, tabaco y caña
de azúcar, allí había criaderos casi inagotables
de petróleo, de bauxita, de hierro, de níquel, de manganeso
y de otros metales valiosos.
Tan pronto se conoció la calidad y la riqueza de esas tierras
se despertó el interés de los imperios occidentales por
establecerse en ellas. Cada imperio quiso adueñarse de una o
más islas, de alguno o de varios de sus territorios, a fin de
producir allí los artículos de la zona tropical que no
podían producir en sus metrópolis o a fin de tener el
dominio de sus depósitos de minerales y de las comunicaciones
marítimas entre América y Europa.
La historia del Caribe es la historia de las luchas de los imperios
contra los pueblos de la región para arrebatarles sus ricas tierras;
es también la historia de las luchas de los imperios, unos contra
otros, para arrebatarse porciones de lo que cada uno de ellos había
conquistado; y es por último la historia de los pueblos del Caribe
para libertarse de sus amos imperiales.
Si no se estudia la historia del Caribe a partir de este criterio no
será fácil comprender por qué ese mar americano
ha tenido y tiene tanta importancia en el juego de la política
mundial; por qué en esa región no ha habido paz durante
siglos y por qué no va a haberla mientras no desaparezcan las
condiciones que han provocado el desasosiego. En suma, si no vemos su
historia como resultado de esas luchas no será posible comprender
cuáles son las razones de lo que ha sucedido en el Caribe desde
los días de Colón hasta los de Fidel Castro, ni será
posible prever lo que va a suceder allí en los años por
venir.
La conquista del Caribe por parte de los muchos imperios que han caído
sobre él causó la casi total desaparición de los
indígenas en la región y la desaparición total
de ellos en las islas, y causó, desde luego, las naturales sublevaciones
de unos pueblos que se negaban a ser esclavizados y exterminados en
sus propias tierras por extraños que habían llegado de
países lejanos y desconocidos. Esa conquista causó la
llegada a la fuerza y la subsiguiente expansión demográfica
de los negros africanos, conducidos al Caribe en condición de
esclavos, y causó sus terribles y justas rebeliones, que produjeron
inmensas pérdidas de vidas y bienes. Las actividades de los imperios
han provocado guerras civiles y revoluciones que han trastornado el
desenvolvimiento natural de los países del Caribe, y ese trastorno
ha impedido su desarrollo económico, social y político.
Algunas de las revoluciones del Caribe, como la de Haití y la
de Venezuela, dieron lugar a matanzas que asombran a los estudiosos
de tales acontecimientos, y desataron fuerzas que operaron o se reflejaron
en países lejanos. La violencia con que han luchado los pueblos
del Caribe contra los imperios que los han gobernado da la medida de
la fiereza de su odio a los opresores. Los pueblos del Caribe han llegado
en el pasado, y sin duda están dispuestos a llegar en el porvenir,
a todos los límites con tal de verse libres del sometimiento
a que los han sujetado y los sujetan los imperios. Sólo si se
comprende esto puede uno explicarse que Cuba haya venido a ser un país
comunista.
Lo que cada pueblo puede dar de sí, económica, política,
culturalmente, viene determinado por lo que ha recibido en el pasado,
por la calidad de las fuerzas que lo han conformado e integrado. Las
fuerzas que han actuado y están actuando en el Caribe han sido
demasiado a menudo ciegas, crueles y explotadoras. Nadie puede esperar
que los pueblos formados e integrados por ellas sean modelos de buenas
cualidades.
Los Estados Unidos fueron el último de los imperios que se lanzó
a la conquista del Caribe, y a pesar de que sus antecesores les llevaban
varios siglos de ventaja en esa tarea, han actuado con tanta frecuencia
y con tanto poderío, que poseen total o parcialmente islas y
territorios que fueron españoles, daneses o colombianos. Hasta
en la Cuba comunista mantienen la base naval y militar de Guantánamo.
Además de usar todos los métodos de penetración
y conquista que usaron sus antecesores en la región, los Estados
Unidos pusieron en práctica algunos que no se conocían
en el Caribe, aunque ya los habían padecido, en el continente
del norte, España en el caso de las Floridas y México
en el caso de Texas. En el Caribe nadie había aplicado el método
de la subversión para desmembrar un país y establecer
una república títere en lo que había sido una provincia
del país desmembrado. Eso hicieron los Estados Unidos con Colombia
en el caso de su provincia de Panamá.
Lo que da al episodio panameño de la política imperial
norteamericana en el Caribe un tono de escándalo sin paralelo
en la historia de las relaciones internacionales es que Panamá
fue creada república mediante una subversión organizada
y dirigida por el presidente de los Estados Unidos en persona, y lo
hizo no ya sólo para tener en sus manos una república
dócil, por débil, sino para disponer en provecho de un
país de una parte de esa pequeña república. Esa
parte —la llamada zona del canal— fue dada a los Estados
Unidos por los panameños en pago de los servicios prestados por
el gobierno de Theodore Roosevelt en la tarea de desmembrar a Colombia
y de impedirle defenderse. En la porción de territorio obtenido
en forma tan tortuosa construyeron los norteamericanos el canal de Panamá
y establecieron la llamada Zona del canal. Esa zona es, a ambos lados
y a todo lo largo del canal, una base militar. Además, el canal
es propiedad de una compañía comercial, la cual, a su
vez, es propiedad del gobierno de los Estados Unidos. Es difícil
concebir un procedimiento más audaz para violar las normas de
las relaciones internacionales. Arrebatar a un país una provincia
y crear en esa provincia una república para obtener de ésta
una porción, que además la corta por la mitad, era algo
que el mundo no había visto antes. Su antecedente —el caso
de Tejas— no llegó a tanto. Los Estados Unidos iniciaron
en el Caribe la política de la subversión organizada y
dirigida por sus más altos funcionarios, por sus representantes
diplomáticos o sus agentes secretos; y ensayaron también
la división de países que se habían integrado en
largo tiempo y a costa de muchas penalidades. El mundo no acertó
a darse cuenta a tiempo de los peligros que había para cualquier
país de la tierra en la práctica de esos nuevos métodos
imperiales, y sucedió que años más tarde la práctica
de la subversión se había extendido a varios continentes
y el procedimiento de dividir naciones se aplicaba en Asia. Donde durante
largos siglos había sido una China, donde había habido
una Corea y una Indochina, acabó habiendo dos Chinas, dos Coreas,
dos Vietnam, cada una en guerra contra su homónima.
Después de la guerra mundial de 1914-1918, los líderes
más sensibles a la opinión pública —lo mismo
en Europa que en los Estados Unidos— comenzaron a aceptar la idea
de que había llegado la hora de poner fin al sistema colonial,
tan en auge en el siglo XiX. Se pensaba, con cierta dosis de razón,
que la enorme matanza de la guerra se había desatado debido principalmente
a la competencia entre los imperios por los territorios coloniales.
Al terminar la segunda guerra —la de 1939-1945— comenzaron
las de Indochina y Argelia, lo cual reforzó la posición
anticolonialista de pueblos y gobiernos en todo el mundo. En consecuencia,
Francia e Inglaterra, grandes imperios tradicionales, iniciaron la política
de la descolonización, que alcanzó al Caribe algunos años
después.
La descolonización comenzó a ser aplicada en territorios
ingleses del Caribe, y en cierta medida también en las islas
holandesas y francesas; y lógicamente nadie podía esperar
que después de iniciada esa etapa, nueva en la historia, volverían
a usarse los ejércitos para imponer la voluntad imperial en el
Caribe.
Pero volvieron a usarse.
Cuando se produjo la revolución dominicana de 1965, y con ella
el desplome del ejército de Trujillo —que era una dependencia
virtual de las fuerzas armadas norteamericanas—, los Estados Unidos
desafiaron la opinión pública mundial, olvidaron más
de treinta años de lo que ellos mismos habían llamado
política del Buen Vecino y Alianza para el Progreso, resolvieron
violar el pacto múltiple de no intervención que habían
firmado libremente con todos los países de América y desembarcaron
en Santo Domingo su infantería de Marina.
Santo Domingo es un país del Caribe y el Caribe seguía
siendo en el año 1965 una frontera imperial, la frontera del
imperio americano, Esa circunstancia justificaba a los ojos del poder
interventor —y de muchos otros poderes— la intervención
norteamericana en Santo Domingo. Pues una frontera —como se sabe—
es una línea que demarca el límite exterior de un país,
y todo país tiene derecho a defenderse si es atacado. Y pues
Santo Domingo es parte de la frontera imperial, a los ojos del imperio
y de sus partidarios era lógico y justo que ese pequeño
país padeciera su sino de tierra fronteriza.
Claro que sería ridículo ponerse a pensar, siquiera, cómo
se hubieran desarrollado los pueblos del Caribe de no haber sido las
víctimas de- los imperios que han operado en ese mar de América.
Si España no hubiera descubierto y conquistado el Caribe, y si
no hubiesen intervenido allí los ingleses o los franceses o los
portugueses, ¿qué rumbo habrían tomado esos pueblos?
Pero es el caso que la historia se hace, no se imagina, y España
llegó al Caribe, y con ella los hombres, la organización
social, las ideas, los hábitos y los problemas de Occidente.
Uno de esos problemas, el que más ha afectado la vida del Caribe,
fue la lucha entre los imperios, su debate armado dirigido a la conquista
de tierras nuevas y a su explotación mediante el uso de esclavos
y a través del mando rígido, en lo político y en
lo militar, de los territorios conquistados. Los esclavos podían
ser indios, blancos o (negros. Inglaterra usó en las islas de
Barlovento esclavos blancos, irlandeses e ingleses, mantenidos en esclavitud
bajo la apariencia de "sirvientes" (white servants). Estos
esclavos blancos se comportaban en horas de crisis igual que los indios
y los negros; se ponían de parte de los que atacaban las islas
inglesas o simplemente peleaban por conquistar su libertad. Por ejemplo,
cuando la isla de Nevis fue atacada por una flota española en
septiembre de 1629, los llamados "sirvientes" que formaban
parte de la milicia colonial inglesa desertaron y se pasaron a los españoles
a los gritos de "¡Libertad, dichosa libertad!"; y en
otros casos se comportaron en igual forma o en franca rebeldía.
Decíamos que España llegó al Caribe; tras España
llegaron Francia, Inglaterra, Holanda, Dinamarca, Escocia, Suecia, Estados
Unidos, y trataron de llegar los latvios; y fueron llevados negros africanos;
y los indios arauacos, los ciguayos, los siboneyes, los guanatahibes
y tantos otros de los que habitaban las grandes Antillas fueron exterminados;
y los caribes pelearon de isla en isla, a partir de Puerto Rico hacia
el sur, con tanto denuedo y tesón que todavía en 1797
atacaban a los ingleses en San Vicente. En el siglo XIX se llevaron
a Cuba, como semiesclavos, indios mayas de Yucatán, chinos de
las colonias portuguesas de Asía; a Trinidad y a otras islas
inglesas llegaron miles de chinos y de hindúes.
Todo ese amasijo de razas, con sus lenguas y sus hábitos y tradiciones,
y las medidas políticas, a menudo turbias, que hacían
falta para mantener el dominio sobre ese amasijo, tenían necesariamente
que producir lo que ha sido y es —y lo que sin duda será
durante algún tiempo— el difícil mundo del Caribe:
un espejo de revueltas, inestabilidad y escaso desarrollo general.
Sin embargo, el observador inteligente se fijará en que no todos
los países del Caribe son ejemplos extremos de inestabilidad,
y se preguntará por qué sucede así. En el Caribe
hay países cuyos grados de turbulencia son distintos. Veamos
el caso de Costa Rica.
A menudo se alega que Costa Rica es más tranquilo y más
organizado que sus vecinos de la América Central, que Santo Domingo,
Haití, Venezuela o Cuba, debido a que su población es
predominantemente blanca, lo que no sucede en los países mencionados.
Pero entonces habría que preguntarse por qué los ingleses
tuvieron una revolución sangrienta en el siglo XVII; por qué
los franceses produjeron la espantosa revolución de 1789 y las
revueltas de 1830 y 1844 y el alzamiento de la Comuna en 1870; por qué
los norteamericanos hicieron la revolución contra Inglaterra
y la guerra civil del siglo XIX; por qué Alemania ha iniciado
las mayores turbulencias de Europa, esto es, las guerras de 1870, de
1914 y de 1945, y por qué se organizó allí el nazismo,
con su secuela de millones de judíos horneados hasta la muerte.
Todos esos eran y son países blancos y además están
entre los más civilizados del mundo. (En los Estados Unidos había
negros, pero no desataron ninguna de las dos revoluciones norteamericanas
y ni siquiera participaron en ellas.) Si la inestabilidad de los países
del Caribe tuviera algo que ver con la presencia de sangre negra o de
otros orígenes en la composición de sus pueblos, habría
que hacer una pregunta que seguramente ninguno de los imperios podría
contestar. La pregunta es ésta: ¿Quién llevó
a los negros, a los chinos y a los hindúes al Caribe? Los llevaron
los imperios. Luego, si se aceptara la tesis de que las sangres mezcladas
producen pueblos incapaces de vivir civilizadamente, los imperios tendrían
la responsabilidad por lo que ha estado sucediendo y por lo que sucederá
en el Caribe.
El observador inteligente que haya advertido la diferencia que hay entre
Costa Rica y sus vecinos de la región, observará que a
Costa Rica no ha llegado nunca un ejército imperial, ni siquiera
el español; de manera que por azares de la historia, aunque el
imperialismo en su forma económica —y con sus consecuencias
políticas— ha estado operando en Costa Rica desde hace
casi un siglo, ese pequeño país del Caribe se ha visto
libre de los gérmenes malsanos que deja tras sí una intervención
militar extranjera. Costa Rica es un pueblo que se formó a partir
de un pequeño núcleo de españoles, establecido
en el siglo XVI en un territorio que se mantuvo aislado largo tiempo,
y la formación del pueblo costarricense no fue desviada, por
lo menos en sus orígenes, por intromisión de poderes militares
de los imperios.
En el extremo opuesto, en cuanto a causas, se halla Puerto Rico. Puerto
Rico no se rebeló contra España. En 1898, Puerto Rico
pasó a poder de los Estados Unidos sin que su pueblo hiciera
ningún esfuerzo ni por seguir siendo español ni por ayudar
a la derrota de los españoles. La isla pasó de un imperio
a otro como si a su pueblo le tuviera sin cuidado ese cambio. Sin embargo
en Puerto Rico había habido conspiraciones contra el poder español,
aunque no pasaron de ser obra de grupos muy pequeños; y ha habido
luchas contra los Estados Unidos, pero también llevadas a efecto
por sectores pequeños y tardíamente, cuando ya era imposible
desafiar con probabilidades de éxito el poderío imperial
norteamericano.
Los puertorriqueños lucharon bravíamente por España
en los días de Drake, de Cumberland y de Henrico, cuando ingleses
y holandeses quisieron arrebatarle la isla a España. Ahora bien,
España convirtió a la isla en una fortaleza militar, un
bastión de su imperio que era prácticamente inexpugnable,
como puede verlo cualquier viajero que vaya a Puerto Rico y se detenga
frente a los poderosos fuertes que defendían a San Juan. El puertorriqueño
no podía rebelarse porque vivía inmerso en un ambiente
de poder militar que lo paralizaba. A su turno, los norteamericanos
hicieron lo mismo. Puerto Rico quedó convertido en una formidable
base militar de los Estados Unidos y resulta difícil hacerse
siquiera a la idea de que ese poderío puede ser derrotado por
los puertorriqueños mediante una confrontación armada.
Sin embargo, Puerto Rico ha conservado su lengua y sus hábitos
de pueblo diferente al norteamericano; ha mantenido su personalidad
nacional con tanto tesón que el observador sólo puede
explicárselo como una respuesta a un reto. Es como si los puertorriqueños
se hubieran planteado ante sí mismos el problema de su supervivencia
como pueblo y hubieran resuelto que ni aun todo el poder de Norteamérica,
el más grande que ha conocido la historia humana, podrá
hacerles cambiar su naturaleza nacional.
Hay países del Caribe donde al parecer nunca hubo convulsiones;
tal es el caso de las islas inglesas, como Jamaica, Barbados, Trinidad
y tantas más. Pero cuando se entra en el estudio de su historia
se advierte que las islas inglesas del Caribe fueron factorías
azucareras organizadas sobre el esquema de amos blancos y esclavos negros,
y que en casi todas, sí no en todas, hubo sublevaciones de esclavos,
y aun de “sirvientes” blancos, como hemos dicho ya. Esas
sublevaciones fueron aniquiladas siempre con rigor típicamente
inglés, es decir, sin llegar a los límites de la hecatombe
pero sin quedarse detrás del límite del castigo que sirviera
como ejemplo. Por lo demasíen muchas de esas islas —por
no decir en todas— hubo choques, a veces muy repetidos y casi
siempre muy violentos, con otros poderes imperiales. De manera que la
historia de esas islas no es tan plácida como suponen los que
no la conocen.
Hubo otras colonias, como las danesas en las Islas Vírgenes o
las de Holanda en Sotavento, que se mantuvieron — y se mantienen
— en un estado de tranquilidad. Pero debemos observar que la isla
más importante de las primeras y la más importante de
las segundas — Santomas y Curazao, respectivamente — fueron
abiertas al comercio como puertos libres casi desde el momento en que
los imperios se establecieron en ellas; y esa condición de puertos
libres les confirió categoría de territorios neutrales,
respetados por todos los contendientes. En el caso de Santomas, vendida
junto con el grupo de las Vírgenes a Estados Unidos en 1917,
siguió siendo puerto libre bajo Norteamérica, y todavía
lo es. De todos modos, conviene recordar que en Curazao hubo por lo
menos dos rebeliones de esclavos, una en 1750 y otra en 1795, y algo
parecido sucedió en Santomas, si bien no fueron realmente serias.
Por lo que respecta a las otras islas Vírgenes y a las de Sotavento,
son tan pequeñas y su población fue tan escasa en los
días álgidos de las luchas imperiales, que mal podían
darse disturbios en ellas. Otro tanto sucede con varias islas mínimas
de Holanda, Francia e Inglaterra en el área de Barlovento.
Digamos, porque es importante tenerlo en cuenta, que el lanzamiento
de una fuerza militar sobre un país, grande o pequeño,
es siempre la expresión armada de una crisis. Puede ser que a
su vez esa crisis genere otras, pero no estamos en el caso de estudiar
la cadena o las cadenas de acontecimientos desatados en el Caribe por
esta o aquella agresión militar. El que se propusiera hacer la
historia de una frontera imperial tan vasta y tan compleja como es el
Caribe con el plan de relatar uno por uno todos los episodios de tipo
económico, social, político y de otra índole que
han estado envueltos en esa historia de tantos siglos, necesitaría
dedicar su vida entera a esa tarea. Para la ambición del autor
es bastante —y puede que sea demasiado para su capacidad—
ceñirse a exponer los momentos críticos, es decir, aquellos
en que se lanzó un ataque militar o se realizó la conquista
de un territorio de la región o aquellos en que se obtuvo un
resultado parecido con otros medios que los militares.
El solo relato de esos momentos culminantes del debate armado de los
imperios en las tierras del Caribe puede parecer a menudo la invención
de un novelista. En verdad, causa sorpresa recorrer la historia del
Caribe en conjunto —no un episodio ahora y otro mañana,
uno en este país y otro en aquel—, organizada sobre un
esquema lógico. Esa historia sorprende porque ni aun nosotros
mismos, los hombres y las mujeres del Caribe, acertamos a percibirla
en toda su dramática intensidad debido a que la estudiamos en
porciones separadas. Es como si en medio de una epidemia que ha estado
asolando la ciudad, cada uno alcanzar a darse cuenta nada más
de los enfermos y los muertos que ha habido en su familia.
La aparición de propósitos, voluntad y planes imperiales
en países de Europa fue un hecho que obedeció a un conjunto
de causas. Pero a un solo conjunto. Que ese único fenómeno
producido por ese único conjunto de causas se manifestara por
diversas vías no implica que tuviera varios orígenes.
Hubo imperio inglés, imperio holandés, imperio francés,
porque Europa —es decir, Occidente— estaba dividida en varias
naciones y cada una de ellas quiso ejercer en su exclusivo provecho
las facultades que le proporcionaba el fenómeno histórico
llamado imperialismo. Pero como el origen de ese fenómeno era
uno solo, sus resultados en el Caribe obedecían a una misma y
sola fuerza histórica. El Caribe fue conquistado y convertido
en un escenario de debates armados de los imperios —y por tanto,
en frontera imperial— debido a que la historia de Europa produjo
de su seno el imperialismo, y el imperialismo era una corriente histórica,
no muchas.
En buena lógica, pues, no debe verse a ningún país
del Caribe aislado de los demás. Todos surgieron a la vida histórica
occidental debido a una misma y sola causa, y todos han sido arrastrados
a lo largo de los siglos por una misma y sola fuerza, 1 aunque en ciertas
tierras esa fuerza hablara inglés y en otras francés y
en otras español. Al verlos en conjunto, la verdadera "'dimensión
del drama histórico del Caribe se nos presenta con una estatura
agobiante; y al conocer su drama mediante una exposición organizada
según las líneas profundas que lo produjeron —esto
es, las líneas de las luchas imperiales— se comprende con
meridiana claridad por qué en el Caribe se ha derramado tanta
sangre y se han aniquilado pueblos, esfuerzos y esperanzas.
Al entrar en el ámbito de Occidente, el Caribe pasó a
sufrir los resultados de las luchas europeas, y a su vez esas luchas
eran batallas inter-imperiales. Si esas luchas, reflejadas en el Caribe,
"tuvieron en la región del Caribe consecuencias diferentes
a las que tuvieron en Europa, ello se debió a las condiciones
especiales de sus tierras, que eran apropiadas para la producción
de artículos que no podían obtenerse en Europa; y también
se debió al hecho de que, en este o en aquel momento, tal o cual
imperio no podía defender al mismo tiempo su territorio metropolitano
y su territorio colonial. Pero al cabo, ésos fueron detalles
de poca importancia en una batalla de gigantes provocada por la aparición
del imperialismo. El apetito imperial apareció y actuó
en Europa y rebotó en el Caribe, y los efectos de su acción
en el Caribe impidieron la formación natural y sana de sociedades
que pudieran defenderse, a su turno, de los efectos de nuevas luchas.
De todas maneras, el hecho es que todos los países del Caribe
son hijos de un mismo acontecimiento histórico, y hay que verlos
unidos en su origen y en su destino.
Curiosamente, el país que llevó Occidente al Caribe —o
que introdujo el Caribe en Occidente— no era un imperio en el
sentido cabal del término, puesto que no lo era ni económica
ni socialmente. España descubrió el Caribe y conquistó
algunas de sus tierras, pero no pudo conquistarlas todas porque sus
fuerzas no le alcanzaban para tanto, y no pudo defender toda la región
porque España no era un imperio ni siquiera en el orden militar.
Muchas de las acusaciones que se le han hecho a España debido
al comportamiento de los españoles en América se han basado
en una incomprensión casi total de la situación de España
en esos años, y muchos de los elogios que se han hecho acerca
de la conducta del Estado español —o para hablar con más
propiedad, de la Corona de Castilla— en relación con los
hechos de la Conquista, se han debido también a la misma falta
de comprensión. Para aclarar lo que acabamos de decir hay que
establecer ciertos puntos de partida.
En primer lugar, España, tal como la conocemos ahora —que
es tal como se conocía desde mediados del siglo XVI— no
era un reino en 1492; era la suma de dos reinos: el de Castilla, cuya
soberana era Isabel la Católica, y el de Aragón, cuyo
rey era Fernando V. Los dos reinos estaban unidos en la medida en que
lo estaban sus reyes, pero cada uno tenía sus leyes propias,
su organización social, sus fondos públicos, sus cuerpos
representativos. Isabel gobernaba en Castilla, no en Aragón;
y Fernando gobernaba en Aragón, no en Castilla. Aragón
y Castilla vendrían a tener un rey común, pero no a ser
un Estado unitario, sólo cuando las dos coronas se unieran, lo
que vino a ocurrir, en verdad, bajo Carlos I de España y V de
Alemania; y pasaría a ser un Estado unitario dos siglos después,
bajo Felipe V, el primero de los reyes Borbones de España.
Ahora bien, de los dos reinos que había en España en los
días del Descubrimiento, el que tenía poder sobre América
- y el Caribe— era Castilla. Fue Castilla quien descubrió,
conquistó y organizó el Nuevo Mundo; y ese Nuevo Mundo
fue organizado a imagen y semejanza de su conquistador y organizador.
A tal punto fue Castilla la que llevó a cabo esa tarea y la que
tenía poderes sobre el Nuevo Mundo, que en los primeros treinta
años que siguieron al Descubrimiento sólo los castellanos
podían ir a América; los aragoneses —entre los que
se hallaban los catalanes, los valencianos, los murcianos y los vasallos
de Fernando V en otras regiones europeas, como Nápoles y las
dos Sicilias— podían pasar a América si obtenían
dispensas reales, es decir, si se les concedía un privilegio
para pasar al Nuevo Mundo; pues en lo que tocaba a América, un
súbdito del reino de Aragón era igual a un extranjero.
Pues bien, de esos dos reinos que había en España al final
del siglo XV, Castilla era el más retrasado en el orden de la
evolución social; yeso tiene-que ser explicado brevemente.
La sociedad europea, de la que Castilla y Aragón eran parte cuando
se produjo el Descubrimiento, había perdido sus formas económicas
y sociales al quedar liquidado el Imperio de Roma, y se reorganizó
lenta y trabajosamente dentro de las formas de lo que hoy llamamos,
tal vez de una manera burda, el sistema feudal. De este sistema iba
a surgir un nuevo tipo de sociedad, cuyos centros de autoridad económica
y social serían las burguesías locales. Pero sucedió
que Castilla y Aragón —pero mucho más Castilla que
Aragón— atravesaron los siglos feudales en guerra contra
el árabe, lo que dio lugar a un estado casi perpetuo de tensión
militar constante, y con ello se aumentó y se prolongó
la importancia del noble que llevaba sus hombres a la guerra, y eso
obligó a los reyes castellanos y aragoneses —pero más
a los primeros que a los segundos— a conceder a sus nobles guerreros
privilegios que iban perdiendo los nobles de otros países europeos.
Desde los tiempos de Alfonso X el Sabio (nacido en 1221 y muerto en
1284), la nobleza guerrera y latifundista castellana comenzó
a obtener favores reales en perjuicio de los productores y los comerciantes
de la lana, que fue durante toda la Baja Edad Media española
el producto más importante del comercio de Castilla. Al finalizar
el siglo XV, precisamente cuando se hacía el descubrimiento de
América, los Reyes Católicos se veían en el caso
de reconocer esos privilegios que tenían más de dos siglos,
porque toda la organización social de Castilla descansaba en
ellos. La nobleza guerrera y latifundista castellana llegó al
final del siglo XV convertida en el poder superior de la Mesta, que
era la organización tradicional de los dueños del ganado
lanar del país; y al tener en sus manos el control de la Mesta,
esa nobleza monopolizaba en sus orígenes la producción
de la lana, con lo cual impidió que se desarrollara la burguesía
lanera, que había sido el núcleo más fuerte de
la burguesía castellana. La burguesía lanera había
luchado contra esa situación de sometimiento, pero había
sido vencida, y cuando comprendió que no podía enfrentarse
a la nobleza trató de convertirse a su vez en nobleza, ejemplo
que siguieron otros grupos de burguesía más débiles
que ella. Fue de esos núcleos de ex burgueses de donde salió
la llamada nobleza de segunda o pequeña nobleza de España.
Mientras los latifundios de los nobles guerreros quedaban vinculados
al hijo mayor mediante la institución del mayorazgo —lo
que evitaba la partición de las grandes propiedades y aseguraba
la permanencia de la nobleza al frente de ellas—, los restantes
hijos de los nobles —los llamados segundones— tomaban otros
canales de ascenso hacia la preeminencia social: el sacerdocio, la carrera
de las armas, las funciones públicas. Pero sucedía que
los que no eran nobles y aspiraban a entrar en su círculo tomaban
también esos canales de ascenso. Fue ésa la razón
de que Castilla produjera nobles, cardenales, obispos, canónigos,
guerreros, funcionarios, pero muy pocos burgueses. Y resultaba que sin
tener una burguesía que supiera cómo organizar la producción
y la distribución de bienes de consumo, que tuviera capitales
de inversión y supiera cómo invertirlos de una manera
más provechosa, era imposible que un país se convirtiera
en un imperio, precisamente al finalizar el siglo XV y comenzar el XVI,
es decir, cuando ya el sistema feudal había quedado disuelto
en Occidente.
Debido al papel dominante que iba a tener Castilla en España,
su situación de retraso económico y social se extendería
a gran parte de Aragón, si bien Cataluña y Valencia conservaron
núcleos de burguesía urbana, aunque no tan desarrollados
como en otros lugares de Europa. Eso es lo que explica que España
apenas tuvo un Renacimiento, pues el Renacimiento fue la flor y el perfume
de la burguesía italiana, y tal vez más específicamente
de la burguesía de Florencia. Todo el esfuerzo que se ha hecho,
y el que pueda hacerse en el porvenir, por presentar el descubrimiento
y la conquista del Nuevo Mundo como el producto de un Renacimiento español,
carecen de base histórica. Colón es un hombre del Renacimiento
italiano, pero la participación de España en el Descubrimiento
no tiene nada que ver con el Renacimiento; no se debió a la ciencia
cosmográfica española, ni a la organización marítima
de Castilla, ni a la superioridad de sus navegantes; no se debió
a la riqueza del reino de Isabel y ni siquiera a la de los reinos unidos
de Castilla y Aragón. La causa es de otro orden.
Cristóbal Colón llegó a España a pedir que
se le ayudara a buscar un camino corto y directo hacia la India —no
a descubrir un mundo nuevo, cuya existencia no sospechaban ni él
ni nadie— debido a que España era el país líder
de Europa; y España era ese país líder porque Europa
era un continente católico, y durante ocho siglos, en ese continente
católico, España había sostenido la guerra contra
el infiel, que era el árabe. Fue, pues, la misma causa que impidió
el desarrollo de la sociedad española —y, sobre todo, castellana—
lo que le dio la preeminencia europea, más destacada precisamente
en los días en que Colón llegó a hablar con la
reina Isabel; esto es, en los días en que los nobles guerreros
y latifundistas de Castilla peleaban frente a los muros de Granada,
última plaza fuerte del infiel en Europa.
En camino hacia la India, Colón tropezó con América,
y eso no estaba ni en los planes del Descubridor ni en los de Isabel
y Fernando. Un puro azar había puesto sobre España una
responsabilidad de dimensiones hasta entonces desconocidas en la Historia.
Dado el paso del Descubrimiento, absolutamente inesperado, España
—y en España Castilla— tuvo que dar el paso siguiente,
que fue el de la Conquista. Y para eso no estaba preparado el país
conquistador. No estaba preparado porque no era una sociedad burguesa,
y sólo una sociedad burguesa hubiera podido explotar el imperio
que había caído en manos de España; y no lo estaba
porque, sin haber producido una burguesía, España —y
especialmente Castilla— estaba viviendo una dualidad entre pueblo
y Estado, o lo que es lo mismo, entre los castellanos y su Reina, y
también entre Aragón y Castilla.
Para el hombre del pueblo de Castilla, que fue a la conquista de América,
ya no regían los hábitos sociales del sistema feudal.
Ese hombre quería enriquecerse rápidamente, y no era ni
artesano ni burgués; no sabía enriquecerse mediante el
trabajo metódico. Su conducta desordenada en tierras americanas
era, pues, producto de su actitud de hijo de un intermedio entre dos
épocas. Pero Isabel, que no era la Reina de un estado burgués,
y con ella muchos sacerdotes como Las Casas y Montesinos, tenía
los principios morales de una católica sincera, y condenaba lo
que sus súbditos hacían en las regiones que se iban descubriendo.
Fernando, en cambio, católico y rey de un Estado en el que ya
había burguesía, no podía compartir los escrúpulos
de Isabel, aunque los respetara, sobre todo mientras la Reina vivió.
España, pues, descubrió y conquistó un imperio
antes de que tuviera la capacidad física y la actitud mental
que hacían falta para ser un país imperialista; y esa
contradicción histórica se acentuó con la expulsión
de los judíos, ocurrida precisamente en los días del descubrimiento
de América, y las posibilidades de desarrollarse más tarde
a través del paso gradual y lógico de país artesanal
a país industrial se perdieron con las sucesivas expulsiones
de los moriscos. Así, en los esquemas socio-económicos
de España se presentó un vacío que nadie podía
llenar. Puesto que no había burgueses que aportaran capitales
y técnicas para administrar el imperio, el Estado debió
hacerlo todo, lo que explica que Fernando tuviera que ocuparse hasta
de dar Cédulas Reales para que se enviaran ovejas, caballos y
vacas a América. En ese contexto se explica el mercantilismo
como una necesidad impuesta por las circunstancias históricas.
La riqueza metálica y comercial tenía que ser controlada
por el Estado a fin de llenar el vacío que había entre
la composición socio-económica de España y su organización
imperial; y el monopolio del comercio con América es sólo
un resultado natural y lógico de ese estado de cosas.
Los historiadores y sociólogos latinoamericanos que culpan a
España por esas medidas, no alcanzan a darse cuenta de que España
se hallaba cogida en una trampa histórica y no podía hacer
nada diferente, y los escritores españoles que se empeñan
en probar que América le debe tanto más cuanto a España,
y para demostrarlo presentan un catálogo de las medidas favorables
a América que tomaron los Reyes Católicos, no alcanzan
a comprender que los Reyes actuaban así porque no había
diferencias entre un territorio americano y un territorio español.
Para esos Reyes y sus hombres de gobierno, América era igual
a Castilla o Aragón, no un imperio colonial destinado a enriquecer
una burguesía española que no existía. Sólo
podemos ser justos con los reyes de esos días si nos situamos
en su época y dejamos de ver sus actos con los prejuicios de
hoy.
Si el Estado español representó en el Caribe una conducta
moral frente a los desmanes de sus súbditos peninsulares, se
debió a que actuó adelantándose a su propio tiempo
histórico. Al terminar el siglo XV y comenzar el XVI, el Estado
español seguía rigiéndose por los principios religiosos
que habían gobernado la Ciudad de Dios en el Medioevo de Europa,
y ni los reyes ni sus consejeros hubieran concebido que esos territorios
de Ultramar podían ser dados a compañías de mercaderes
para que los usaran con fines privados, cosa que harían un siglo
y un tercio después Inglaterra, Holanda y Francia. Fue Carlos
V, el nieto de los Reyes Católicos, el primer soberano español
que capituló con una firma de banqueros alemanes la conquista
de una porción del Caribe; y Carlos V había nacido y crecido
en Flandes, país donde la burguesía estaba muy desarrollada,
punto que hay que tener en cuenta a la hora de hacer juicios sobre las
relaciones de España y sus territorios de Ultramar.
En el primer siglo que siguió al Descubrimiento los dominios
españoles en el Caribe fueron molestados por Holanda, por Inglaterra,
por Francia. Pero ninguno de estos dominios le fue arrebatado a España.
Las flotas españolas eran asaltadas por los corsarios holandeses,
ingleses y franceses, y muchas fundaciones fueron atacadas y algunas
destruidas. Sin embargo, los corsarios y los piratas no ocuparon tierras.
¿Por qué? Pues porque ni Holanda, ni Inglaterra, ni Francia
eran todavía imperios en propiedad. Lo que le sucedía
a España en el 1530 les sucedía también a esas
naciones, que no disponían de capitales para invertir en el Caribe
ni de ejércitos para desafiar el poder español. Ahora
bien, esos países estaban desarrollando ya fuerzas sociales que
España no había podido desarrollar —debido a su
prolongada guerra contra los árabes, como hemos dicho antes—
y eso les permitía estar, a su hora, en condiciones de actuar
como imperios antes que España.
Si España hubiera dispuesto de un mercado interno capaz de consumir
los productos del Caribe, o si hubiera tenido relaciones comerciales
con Europa para vender esos productos en otros países, España
habría desarrollado en el Caribe una burguesía francamente
industrial —con las limitaciones de la época, desde luego—
a base de la industria del azúcar, por ejemplo, puesto que el
azúcar comenzó a fabricarse en La Española en los
primeros años del siglo XVI. Pero España no tenía
ese mercado. España se había adelantado políticamente
a Europa y sin embargo iba detrás de ésta en desarrollo
de su organización social. Los guerreros de Castilla habían
tomado el lugar de los burgueses que no se habían formado, y
sucedía que los guerreros podían guerrear, pero no podían
comerciar; estaban hechos a la medida de las batallas, no a la medida
de las negociaciones en el mercado.
Al llegar el 1600, y a pesar de que para esa fecha había sacado
de América riquezas metálicas abundantes —sobre
todo de Méjico y del Perú-—, España tenía
en América la organización política y administrativa
de un imperio, pero no era un imperio. En cambio, a esa fecha los países
que aspiraban a suplantar a España en el Caribe tenían
las condiciones internas indispensables para ser imperios y les faltaban
las condiciones externas, esto es, el territorio imperial. Así,
para el 1600 España dominaba la base exterior de un imperio pero
carecía de la base interior, mientras que Holanda, Inglaterra
y Francia disponían de la base interior y carecían de
la exterior.
Ahora bien, la base exterior del imperio español es un concepto
que no podía aplicarse al Caribe en su totalidad. Por ejemplo,
fue en 1523 cuando se fundó en Venezuela el primer establecimiento
de población, y fue en 1528 cuando el Trono capituló por
primera vez para una colonización de Venezuela. La capital de
esa gobernación —la ciudad de Tocuyo— vino a ser
establecida en 1546. En 1562 se estimaba que en Venezuela había
sólo 160 vecinos, esto es, familias españolas; en 1607
llegaban a 740.
Las costas de Puerto Rico podían verse desde la costa de La Española
y la conquista y la colonización de La Española había
comenzado a fines de 1493; sin embargo, la primera expedición
sobre Puerto Rico se inició, y sólo con 50 hombres, en
1508, esto es, quince años después de haberse comenzado
la conquista de La Española. Fue en 1511 cuando Diego Velázquez,
colonizador de Cuba, llegó a la isla mayor del Caribe, que estaba
a un paso de La Española. En 1540, la población de La
Habana era de 40 vecinos casados y por casar; indios naborías
naturales de la isla, 120; esclavos indios y negros, 200; un clérigo
y un sacristán. Fue en 1584 cuando se fundó en Trinidad
la primera población española, San José de Oruña,
y Trinidad era una isla importante, la quinta en extensión de
las Antillas, y estaba en el paso natural para las salidas del Orinoco
y la costa venezolana del Caribe. Las pequeñas islas de Barlovento
no fueron ni siquiera tocadas por España.
Si no tomamos nota de esa situación de debilidad militar y económica
de España en el Caribe durante todo el siglo XVI, no será
fácil comprender por qué los holandeses, los franceses
y los ingleses pudieron penetrar la región y establecer allí
su frontera imperial.
Tenemos, pues, que en el Caribe se dieron estas condiciones: su pobreza
en oro o en otros metales, mucho más si se compara con la riqueza
de Méjico y del Perú en esos renglones, le impedía
proporcionarle a España el tipo de riqueza que ella necesitaba,
si se exceptúan, hasta cierto punto, los criaderos de perlas
de Cubagua, Margarita y los situados frente al istmo de Panamá;
poblado en varios de sus territorios por indios caribes, que lucharon
durante tres siglos defendiendo sus tierras, el Caribe no se ofrecía
como una región fácil de conquistar; por último,
el Caribe había sido descubierto y conquistado por un país
que tenía capacidad política y cierto grado de capacidad
militar, pero no tenía la capacidad económica ni la capacidad
social que hacían falta para desarrollarla zona como empresa
colonial. Agréguese a esto que en el momento en que España
debía aplicar su mayor capacidad colonizadora en el Caribe, se
descubrieron Méjico y el Perú, tierras fabulosamente ricas
en metales, y España, necesitada de esos metales para suplir
con ellos su falta de capital y para adquirir productos de consumo,
se vio en el caso de concentrar toda su atención en esos países
nuevos. Así, pues, el vacío de poder que mantenía
España en el Caribe se acentuó de manera dramática.
Al mismo tiempo sucedía que durante el siglo XVI otros países
de Europa, como Francia, Holanda e Inglaterra, acumulaban capitales,
desenvolvían su organización social, fortalecían
sus poderes centrales y creaban fuerzas militares, y se desarrollaban
en su seno mercados consumidores de productos tropicales. Podemos advertir,
pues, que mientras en el Caribe se formaba un vacío de poder,
en Europa se creaban las fuerzas que podían llenar ese vacío.
Cuando la potencia que dominaba en el Caribe —España—
chocó en Europa con las que podían llenar el vacío,
esas potencias acudieron al Caribe. Las fronteras españolas no
estaban, en el doble sentido militar y económico, en la península
de Iberia; estaban en el Caribe, y además, allí estaba
el punto más débil de esa frontera. Allí era donde
los nacientes imperios, que aspiraban a sustituir a España, podían
obtener lo que necesitaban, tierras tropicales que se podían
poner a producir con trabajo esclavo; allá era donde estaban
los lugares más vulnerables en la muralla militar de España;
y además esos territorios del Caribe podían servir de
bases para cualesquiera planes ulteriores contra el imperio español
de tierra firme.
Podemos decir con toda propiedad que fue en el siglo XVIII, pasado el
1700, cuando España comenzó a ser imperio en el Caribe,
pero no ya en la totalidad del Caribe, sino en lo que le había
quedado allí después de las desgarraduras hechas en sus
posesiones por sus enemigos europeos. Cien años antes de eso,
del 1601 en adelante, era tanta la debilidad de España en el
Caribe, que al comenzar el siglo abandonó casi la mitad occidental
de La Española porque no podía enfrentarse con los fabricantes
holandeses y franceses que operaban en la isla. A mitad del siglo estuvo
a punto de perder la porción más rica de esa isla, el
valle del Cibao, cuando en 1659 una columna de piratas tomó la
ciudad de Santiago de los Caballeros. Al firmar la paz de Nimega en
el año 1679, España no hizo reclamaciones contra la existencia
de un establecimiento francés en la isla, y poco más de
un siglo después le cedía a Francia la parte ocupada por
ella.
En 1653 hacía treinta años que no iba a Trinidad un barco
español autorizado para llevar mercancías o para sacar
frutos de la isla; en 1671 el gobernador de Trinidad comunicaba al Consejo
de Indias que para defender la colonia, en caso de ser atacada por algún
enemigo, sólo disponía de 80 indios españolizados
y de 80 vecinos españoles; y debemos suponer que entre esos españoles
una parte importante era nacida en la isla, puesto que hacía
treinta años que no iba un buque español. En 1655 Jamaica
estaba tan desguarnecida y tan escasamente poblada de españoles
o criollos, que cayó con relativa facilidad en manos de los soldados
ingleses que unos días antes habían sido derrotados en
Santo Domingo.
Hay que tener en cuenta que esos hechos sucedían en el siglo
XVII, es decir, en algunos casos a más de ciento cincuenta y
en otros a doscientos años después de haber comenzado
la conquista española. En esos tantos años no había
habido en la región aumento apreciable de la población
nacida en España, si no de la nacida en el Caribe. El mestizaje
había comenzado muy temprano. En 1531 había en Puerto
Rico 57 españoles casados con blancas y 14 con indias, y es de
suponer que el número de matrimonios mixtos debía ser
mayor en La Española. Los hijos mestizos eran ya criollos, como
lo serían también los hijos de español y española
nacidos en las Indias. Doscientos treinta y cuatro años después
había en Puerto Rico 39.849 hombres y mujeres libres, entre blancos,
pardos y negros, de los cuales hay que suponer que por lo menos la mitad
de los blancos, una porción importante de los negros y la totalidad
de los pardos habían nacido en la isla. Pero debemos observar
que Puerto Rico fue convertido desde temprano en un bastión militar
español, por lo cual se enviaban soldados de la península,
lo que no sucedía en otros puntos del Caribe.
La afluencia de españoles peninsulares al Caribe era muy escasa
en el siglo XVI. En una época tan avanzada como el siglo XVIII,
cuando ya gobernaban en España los Borbones y se había
adoptado una política para conservar lo que había quedado
del imperio, llegaron a La Española 483 familias canarias en
cuarenta y cuatro años, esto es, entre el 1720 y el 1764. La
proporción anual, como puede verse, era de once familias, y no
hay que olvidar que para entonces España era efectivamente un
imperio en el Caribe.
Esto quiere decir que entre 1493, cuando comenzó la conquista
del Caribe, y los primeros años del 600, cuando empezó
la conquista de las islas caribes por parte de los ingleses, holandeses
y franceses, hubo más de un siglo de posesión efectiva
o legal por parte de los españoles, y en todo ese tiempo la población
del Caribe creció con muy poco aporte peninsular. De esa población,
una parte se rebelaba contra España porque no se consideraba
española o porque consideraba que los españoles eran enemigos.
Los rebeldes eran siempre indios o negros esclavos y a veces mezclas
de indios y negros. Pero otra parte se sentía española
y defendía el poder español cuando éste era atacado
por filibusteros o corsarios; y esa parte fue decisiva en los combates
que se libraron más tarde contra ejércitos invasores extranjeros,
por ejemplo, contra los ingleses en Santo Domingo y contra los ingleses
y holandeses en Puerto Rico.
Estamos, pues, en el caso de decir que cuando España fue realmente
imperio en el Caribe, fue un imperio sostenido por los hijos de aquellas
tierras, no por tropas españolas, y entre esos hijos del Caribe
los había que no eran blancos. Al conocerse en Santo Domingo
que España había cedido a Francia la parte española
de la isla —lo que hizo mediante el Tratado de Basilea, el 22
de julio de 1795— una negra nacida en el país murió
de la impresión al grito de "¡Mi patria, mi querida
patria!". No puede haber duda de que al decir "mi patria"
aludía a España.
Al estallar la "guerra de la oreja de Jenkins"*, declarada
a España por Inglaterra el 19 de octubre de 1739, los buques
de corso armados en el Caribe y comandados y tripulados por criollos
hicieron daños cuantiosos a los ingleses. Esos corsarios criollos
habían estado operando desde mucho antes y siguieron operando
largos años después. En esos años se destacaron
capitanes corsarios del Caribe, como el llamado Lorencín, de
Santo Domingo, y el mulato puertorriqueño Miguel Henríquez,
de ofició zapatero, que llegó a ser condecorado por Felipe
V con la medalla de la Real Efigie y armó a sus expensas una
expedición para desalojar a los daneses de las islas Vírgenes.
* En Inglaterra se llamó
a la de 1739 "guerra de la oreja de Jenkins" porque un marinero
inglés de este nombre fue llamado a declarar ante un comité
de la Cámara de los Comunes acerca de la circunstancia en que,
años antes, unos españoles le habían arrancado
una oreja.
Eso de que las bases humanas del imperio español en el Caribe
estaban fundadas en un sentimiento natural de los nacidos en el Caribe
llegó tan lejos que en 1808 los dominicanos hicieron la guerra
a las tropas francesas que ocupaban la antigua parte española
de la isla, pero no para declararse independientes, sino para volver
a ser colonos españoles. Con la excepción de Venezuela
y Colombia, donde había habido conspiraciones contra España,
en todos los territorios españoles de la región del Caribe
los pueblos daban sustento al imperio.
Pero no queríamos llegar tan lejos en el tiempo. Para lo que
vamos diciendo debemos volver a los años de los 600. En ese siglo
XVII todavía España no tenía, por lo menos en el
Caribe, las estructuras internas de un imperio. A no ser porque los
criollos de diversas razas y colores los defendieron, muchos territorios
españoles del Caribe habrían caído en manos inglesas,
como cayó Jamaica y como más tarde cayó Belice
y como estuvo a punto de caer la costa oriental de Nicaragua, donde
los ingleses fueron dominantes hasta fines del siglo pasado.
En las luchas de los imperios en el Caribe participaron los criollos,
y esto sucedió no sólo en las tierras españolas
sino también en las de ingleses y franceses. Pero la mayor decisión
estuvo de parte de los criollos españoles, aunque no fueran blancos.
Los defensores más tenaces del gobierno español en Jamaica
fueron algunos criollos y los negros esclavos de criollos y españoles.
Esos negros se mantuvieron peleando en las montañas muchos años
después que el último español había abandonado
las costas de Jamaica.
En sus luchas contra el español, los indios de las islas fueron
al fin vencidos y luego desaparecieron, totalmente exterminados, por
lo menos como raza y cultura. Igual les sucedió a los caribes
de Barlovento en su batalla de casi dos siglos con ingleses y franceses.
Pero los negros africanos llevados como esclavos, y muchos de sus hijos
y nietos, no se resignaron a su suerte y se convirtieron en el explosivo
histórico del Caribe. Al cabo del tiempo, sobre todo en las islas
donde vivieron forzados por el látigo, acabaron siendo o una
parte importante o la mayoría de la población; de manera
que al andar de los siglos a ellos les ha tocado o les tocará
ser los amos de las tierras adonde fueron conducidos por la violencia.
A ellos tiene que dedicarse un capítulo especial de la historia
del Caribe, y en este libro habrá muchas páginas destinadas
a sus rebeliones, algunas de las cuales —como la de Haití—
son unas verdaderas epopeyas. También, desde luego, habrá
capítulos dedicados a las rebeliones indias, puesto que ellos
combatieron hasta la muerte contra los imperios.
Este libro está destinado a ser sólo un recuento de las
agresiones imperiales que se han producido en el Caribe, fueran hechas
por grupos aislados —como piratas, filibusteros, corsarios—
o por ejércitos imperiales; será además un recuento
de las luchas de indios y negros provocadas por la opresión y
la explotación de los imperios; será un recuento de las
agresiones hechas por los imperios a los pueblos independientes.
Para poder hacer evidentes todos los episodios de esas luchas —que
son en fin de cuenta las innumerables crisis de las políticas
imperiales en el Caribe— se requiere un orden, no meramente cronológico,
sino imperial, es decir, un orden que se ciña al que siguió
cada uno de los imperios en sus actividades por las tierras del Caribe.
En el caso de los corsarios, piratas y filibusteros, eso no es fácil,
dado que a menudo sus ataques no eran descritos en documentos oficiales
y ni siquiera en relatos privados.
El primero de los imperios que entró en el Caribe fue España,
así se tratara de u n imperio a medias; el último fueron
los Estados Unidos.
El Caribe comenzó a ser frontera imperial cuando llegó
a las costas de La Española la primera expedición conquistadora,
que correspondió al segundo viaje de Colón. Eso sucedió
el 27 de noviembre de 1493. El Caribe seguía siendo frontera
imperial cuando llegó a las costas de la antigua Española
la última expedición militar extranjera, la norteamericana,
que desembarcó en Santo Domingo el 28 de abril de 1965.
Como puede verse, de una fecha a la otra hay cuatrocientos setenta y
cuatro años, casi cinco siglos. Demasiado tiempo bajo el signo
trágico que les imponen los poderosos a las fronteras imperiales.
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Capítulo II
EL ESCENARIO DE LA FRONTERA
Entre la península
de la Florida y las bocas del Orinoco hay una cadena de islas que parecen
formar las bases de un puente gigantesco que no llegó a ser construido.
Esas islas son a la vez las fronteras septentrionales y orientales del
mar del Caribe y del golfo de Méjico, y los nudos terrestres
que enlazan por la orilla del Atlántico las dos grandes porciones
en que se divide el Nuevo Mundo.
Al llegar a la isla Hispaniola, la cadena se bifurca; el extremo superior
se dirige, desde la costa norte a la isla mencionada, a la costa este
de la península de Florida, mientras el extremo inferior formado
por Cuba se dirige hacia el cabo Catoche, en la península de
Yucatán.
El extremo superior es el archipiélago de las Bahamas, formado
por unas veinte islas pequeñas y más de dos mil islotes,
cayos y arrecifes. En los años del Descubrimiento y la Conquista
ese conglomerado se llamaba las Lucayas, y fue en una de sus islas donde
tocó Cristóbal Colón el 12 de octubre de 1492.
Por ahí, pues, comenzó la gran epopeya del Descubrimiento.
Como sabe todo el que tenga noticias sobre el primer viaje de Colón,
el Almirante tomó posesión de la isla descubierta el 12
de octubre y pasó varios días reconociendo las vecinas.
Sin embargo, ni siquiera puede afirmarse a ciencia cierta en cuál
de ellas desembarcó aquel día memorable, y las relaciones
que mantuvieron después los españoles con las Lucayas
fueron pocas y discontinuas; a lo sumo las visitaban desde Cuba y la
Hispaniola para apresar indios destinados a ser vendidos como esclavos.
Por razones que no son del caso exponer ahora, las Bahamas no fueron
consideradas en ningún momento como una parte del Caribe, y no
fueron, por tanto, territorio de la frontera imperial. Olvidadas por
sus descubridores, comenzaron a ser colonizadas por Inglaterra siglo
y medio después de haber sido descubiertas, y nadie llegó
allí a disputarles a los ingleses sus posesiones. Así,
pues, ni histórica ni cultural ni económicamente forman
parte del Caribe; geográficamente, cierran la entrada nordeste
del golfo de Méjico, que a su vez es, por sus dimensiones y por
razones de historia, una región peculiar de América.
Aunque Méjico no es parte del Caribe, debemos tener en cuenta
que la costa oriental de la península del Yucatán da al
Caribe; y así sucede que una parte del territorio de Méjico
está integrada en el Caribe hasta el punto de que a la hora de
establecer los límites del Caribe hay que mencionar esa costa
de Yucatán y el canal que separa Yucatán de la isla de
Cuba.
Por el Norte y por el Este el Caribe queda separado del Atlántico
por las Antillas, pero debemos aclarar que hay islas de las Antillas
situadas dentro del Caribe, entre ellas una tan importante como Jamaica.
Las tierras del Caribe son, pues, las islas antillanas que van en forma
de cadena desde el canal de Yucatán hasta el golfo de Paria;
la tierra continental de Venezuela, Colombia, Panamá y Costa
Rica; la de Nicaragua, Honduras, Guatemala, Belice y Yucatán,
y todas las islas, los islotes y los cayos comprendidos dentro de esos
límites.
El mar Caribe debe su nombre a una nación de indios aguerridos
que desde las márgenes del Orinoco se extendieron por gran parte
de lo que hoy es el litoral de Venezuela y por el mayor número
de las islas antillanas; y también, debido a que esas islas lo
delimitan, es conocido corno el mar de las Antillas. En algunos de los
países de la América Central, no sabemos por qué,
se le llama el Atlántico.
A su vez, las Antillas son mencionadas a veces como las islas del Caribe,
y están divididas en el grupo de las Mayores y en el grupo de
las Menores. Las Menores forman tres subgrupos, el de las Vírgenes,
el de Barlovento y el de Sotavento. Pero además de esos tres
subgrupos hay varias islas y muchos islotes dispersos, que o son adyacentes
de una isla mayor o de un país de tierra firme, o son territorios
de alguna nación europea o de los Estados Unidos. Las Antillas
Mayores son cuatro: Cuba, Jamaica, la Hispaniola y Puerto Rico, cada
una de ellas con sus islas o sus islotes adyacentes.
Las islas antillanas, casi en su totalidad, y la tierra firme continental
que da al Caribe, fueron descubiertas y exploradas por I los españoles
entre los años 1492 y 1518. La mayor parte de los descubrimientos
y una parte importante de las exploraciones a nivel de las costas fueron
hechas por don Cristóbal Colón. En Y sus cuatro viajes
de España a América, el Almirante no salió de I
la zona del Caribe. Sin embargo, con la excepción de La Española,
Colón no conquistó esos territorios. Se da el caso de
que estuvo en Jamaica trece meses, de junio de 1503 a junio de 1504,
I sin que hiciera el menor esfuerzo por asentar allí el poder
español.
Tendremos que detallar uno por uno los puntos del Caribe, descubiertos
por España, los descubiertos y no conquistados, y sólo
así podremos darnos cuenta de que la composición histórica
del Caribe como frontera imperial se inicia desde los primeros días
del Descubrimiento y la Conquista. Tierras ricas, aun las más
pequeñas, o tierras propicias a ser utilizadas como bastiones
militares o como puntos comerciales, necesariamente debían atraer
a potencias europeas si no estaban defendidas o pobladas. Y sucedió
que la debilidad intrínseca de España —el imperio
sin capitales, sin mercados de consumo, sin técnica para i explotar
un territorio imperial— se reflejó en el abandono del Caribe,
que era geográficamente la avanzada de América. Pero veamos
el caso de cada isla y de cada tierra. Si vamos a hacer una descripción
somera del Caribe para explicar qué países lo forman,
y si resolvemos hacer la descripción de izquierda a derecha y
de arriba abajo, esto es, partiendo del Noroeste para dirigirnos hacia
el Este y de ahí hacia el Oeste y el Norte, tenemos que comenzar
por el canal de Yucatán.
Ese canal es la única vía marítima que da acceso
directo del mar Caribe al golfo de Méjico. Este único
paso era lo que hacía de La Habana "la llave de toda la
contratación de las Indias", como se dijo cuando se ordenó
que la ciudad pasara a ser la capital de Cuba, pues como lo explicó
el padre Las Casas, "es la que más concurso de naos y gentes
cada día tiene, por venir allí a juntarse o a parar y
tomar puerto de las más partes destas Indias"; esto es,
porque ahí se reunían todos los buques que llevaban mercancías
de España para la costa del golfo mejicano y para los puertos
del Caribe, o los que llevaban productos del Caribe y de Méjico
para España.
El canal de Yucatán tiene unas cien millas, que ya en los tiempos
de exploración de Juan de Grijalva (1518) se recorrían
en tres días. Dada esa distancia, los historiadores y los arqueólogos
no se explican cómo no se extendió a Cuba la cultura maya,
que produjo en la costa caribe de Yucatán ciudades tan fabulosas
como Ekab, Tulum, Tancah y Xelha. Y no hay duda de que esa cultura no
se extendió a Cuba puesto que en la isla no han quedado restos
que puedan identificarse con los mayas. Es probable que en los siglos
en que los mayas construyeron esas ciudades en Cuba hubiera muy poca
población, y que aun esa población mínima fuera,
hacia el occidente de la isla, bastante primitiva.
Colón tocó en Cuba, cerca del extremo oriental de la costa
norte, en el mes de noviembre de 1492, después de haber estado
más de dos semanas en las Lucayas. El Almirante mandó
a tierra a Rodrigo de Xerez y a Luis de Torres con encargo de que hicieran
exploraciones, y los dos volvieron a dar cuenta de que habían
hallado a gran número de indios "con un tizón en
las manos y ciertas hierbas para tomar como sahumerios". Los europeos
habían descubierto el tabaco.
Colón se detuvo en esa ocasión poco tiempo en Cuba, y
a mediados de 1504 estuvo navegando frente a la costa del sur de la
isla. Esta vez dedicó casi un mes a explorar el litoral y los
islotes y cayos de Juana, como él la había bautizado en
su primer viaje; recorrió los Jardines de la Reina, que conservan
todavía el nombre que él les puso, y llegó hasta
la isla de Pinos, a la que bautizó Evangelista. Pero de hay no
siguió, y salió de esas aguas convencido de que Cuba era
una parte de aquella fabulosa Cipango que iba él buscando, "la
tierra del comienzo de las Indias y fin a quien es esas partes quisiera
ir de España", según aseguró allí mismo
en declaración solemne hecha ante escribano real. Fue en 1508
cuando, gracias al bojeo hecho por Sebastián Ocampo, vino a saberse
que Cuba era una isla.
Cuba es la isla más grande de las Antillas y su tierra resultó
ser una de las más ricas del mundo. Por otra parte, la posición
de Cuba, como se vio poco después, era clave para el dominio
de las rutas marítimas. ¿Cómo se explica que en
una época tan avanzada como en 1508, cuando ya La Española,
a pocas millas hacia el Este, estaba poblada por españoles, Cuba
siguiera siendo desconocida hasta el punto de que no se sabía
si era parte de un continente o era una isla?.
La conquista de Cuba comenzó unos veinte años después
de su descubrimiento, y desde los primeros tiempos el nombre de Juana,
que le había dado Colón, y el de Fernandina, que tuvo
más tarde, se mezclaban con el nombre indígena que acabó
prevaleciendo. Es casi seguro que ese nombre de Cuba no designaba la
totalidad de la isla. Los indios de las Antillas mayores no formaban
pueblos unidos; a lo más eran tribus, y debemos pensar que cada
tribu denominaba el territorio que ocupaba, no el de todas las tribus.
El nombre de Cuba debió ser usado por la tribu que señoreaba
el lugar donde tocó Colón en noviembre de 1492.
Esto que acabamos de decir debe aplicarse a la isla que está
inmediatamente después de Cuba, hacia el Este. Cuando Colón
preguntó por tierras que tuvieran oro, los indios de Cuba le
señalaron hacia Oriente y le mencionaron Haití, Babeque,
Bohío. El Almirante navegó por el Norte y cruzó
el canal de los Vientos en el punto en que éste se desprende
del canal de las Bahamas.
El canal de los Vientos separa Cuba de esa tierra llamada por los indios
cubanos indistintamente Haití, Babeque o Bohío. Se trata
de un canal estrecho. Desde la orilla cubana pueden verse, en días
claros, las costas occidentales de la Hispaniola. Ese es el nombre que
le han dado los geógrafos en el siglo XX, pero Colón la
bautizó Española; después la isla se conoció
como Santo Domingo debido a que el nombre de la ciudad principal se
extendió a todo el territorio, y cuando los franceses pasaron
a dominar la porción del Oeste, se popularizó en Europa
el nombre de Haití o la traducción francesa del antiguo
—Saint Domingue—. Más tarde, al quedar la isla dividida
en dos repúblicas—la Dominicana o de Santo Domingo al Este
y la de Haití al Oeste—, se creó tal confusión,
que se consideró necesario darle un nombre que fuera al mismo
tiempo diferente de República Dominicana, de Santo Domingo y
de Haití; y así vino a resucitarse el nombre que le dio
Colón, pero en lengua latina, de donde resultó el de Hispaniola,
que había sido usado en algunos mapas del siglo XVIII.
Sobre la costa norte de la Hispaniola hay una pequeña isla —que
es hoy adyacente de Haití— a la que Colón bautizó
con el nombre de la Tortuga. La Tortuga jugó un papel muy importante
en la historia de todo el Caribe. En su diminuto perímetro lucharon
a muerte los poderíos imperiales; por ahí pasó
durante medio siglo la frontera imperial, y es aleccionador observar
cómo en ese terroncito se acumularon fuerzas tan potentes y cómo
el resultado de esa acumulación iba a afectar la vida entera
de toda la región.
La Española fue descubierta por el Almirante el 5 de diciembre
de 1492; allí desembarcó y allí estuvo hasta mediados
de enero de 1493. Debido a que estando en La Española naufragó
una de las tres carabelas del Descubrimiento —la Santa María—,
usó sus restos para construir un fuerte que llamó de la
Natividad, en conmemoración del día del naufragio, y dejó
en ese fuerte unos cuarenta hombres al mando de Diego de Arana y bajo
la protección de un cacique indio con el que había establecido
relaciones afectuosas.
La Española comenzó a ser conquistada y poblada al mismo
tiempo a fines de noviembre de 1943, cuando el Almirante volvió
a ella en su segundo viaje. Colón volvía con diecisiete
buques —catorce carabelas y tres naos de gavia—, más
de mil trescientos hombres, de los cuales mil iban con sueldos de los
Reyes y los restantes eran voluntarios. Con ese viaje, pues, nacía
el Imperio español, y es de buena lógica suponer que esa
isla en la que nacía el Imperio de España sería
siempre española; sin embargo, como veremos luego, poco más
de un siglo después la porción occidental de La Española
sería abandonada porque España no podía defenderla
contra corsarios y contrabandistas y de tal abandono provendría
la división de la isla en dos países diferentes.
Al este de la Hispaniola está el canal de la Mona, nombre que
recibió de una pequeña isla situada en su centro. En esa
islita estuvo Colón cuando, en un paréntesis de su segundo
viaje, anduvo explorando por Jamaica y Cuba. Cinco años después,
La Mona fue donada a su hermano Bartolomé, que no llegó
a establecerse en ella. La Mona es hoy una adyacencia de Puerto Rico,
y debemos convenir que ni económica ni militarmente ,tenía
importancia para España en los días del Descubrimiento,
puesto que era difícil que una potencia enemiga de España
pudiera tomarla y retenerla, hallándose, como se hallaba, en
medio de La Española y Puerto Rico y a corta distancia de las
dos.
Puerto Rico fue descubierta por Colón el 19 de noviembre de 1943,
cuando iba hacia La Española en su segundo viaje. El Almirante
tocó en un puerto situado en el ángulo noroeste de la
isla y estuvo allí hasta el día 22. Fue él quien
bautizó la isla con el nombre de San Juan Bautista, que pasó
a ser luego unas veces Bautista y otras San Juan, hasta que al fin Fernando
el Católico la llamó San Juan de Puerto Rico, con lo que
vino a quedarse, al andar del tiempo, con el de Puerto Rico a secas.
Los indios la llamaban Borinquen.
Unos siete años después de haber pasado Colón por
Puerto Rico estuvo en la isla Vicente Yáñez Pinzón,
quien al volver a España negoció con el rey una capitulación
para colonizar allí. En 1506, sin embargo, Vicente Yáñez
Pinzón vendió sus derechos sin haber vuelto a Puerto Rico,
y la isla vino a ser explorada sólo en el 1508, cuando ya La
Española era una colonia importante con quince años de
antigüedad. Y debemos decir que lo mismo que sucede con el canal
de los Vientos, el de la Mona, que separa a la Hispaniola de Puerto
Rico, es estrecho; también en este caso las costas de una pueden
verse desde las costas de la otra, y la existencia de La Mona en medio
del canal facilitaba enormemente el corto viaje entre las dos islas.
Como España acertó a comprenderlo en el siglo siguiente,
la posición de Puerto Rico la convertía, de manera inevitable,
en una avanzadilla del Caribe en aguas del Atlántico, razón
por la cual resultaba militarmente inestimable. Sin embargo, según
hemos dicho, fue quince años después de haberse comenzado
la conquista de La Española, que estaba a un paso, cuando comenzó
la conquista de Puerto Rico, y durante mucho tiempo los colonos radicados
en la isla no se asentaron ni en Culebras ni en Vieques, dos pequeñas
islas adyacentes. A tal extremo llegó el abandono de Vieques,
que fue ocupada varias veces por franceses e ingleses, como veremos
a lo largo de esta historia.
Tampoco llegaron los españoles a ocupar en ningún momento
el grupo de las Vírgenes, que se halla inmediatamente después
de Vieques y Culebras, hacia el Este. Esas islas Vírgenes son
en su mayoría pequeñas, pero han probado ser muy importantes
para los imperios que las han poseído. La mayor de ellas es Santa
Cruz, que está situada al sur de las restantes. Las demás
son: Santomas, Saint John, Tórtola, Virgen Gorda, Anegada, Jost
Van Dykes y una multitud de islotes y cayos. Tórtola, Anegada,
Virgen Gorda, Cayo Francés, las dos Tatch —Grande y Pequeña—,
la Norman, la Peter, Tobago y Pequeña Tobago —a las que
no debemos confundir con la isla vecina de Trinidad, que lleva también
el nombre de Tobago—, las dos Jost Van Dyke —Grande y Pequeña—
y varios islotes y cayos de las Vírgenes son ingleses; las demás
son norteamericanas.
Las Vírgenes fueron descubiertas por Colón en noviembre
de 1493, mientras iba hacia La Española. En la de Santa Cruz
mandó hacer un reconocimiento y supo que los caribes envenenaban
las flechas con las que combatían, y de esa isla se llevó
algunos caribes con la esperanza de que aprendieran el español
y sirvieran más tarde como intérpretes.
Algunas de esas islas Vírgenes no tienen agua dulce, excepto
la que pueden almacenar en las lluvias, que a veces están años
sin caer; y a pesar de ese serio inconveniente, varias de ellas han
sido importantes como parte de la frontera imperial, en ocasiones porque
han servido de trampolín para la conquista de otras, en ocasiones
porque fueron convertidas en activos centros comerciales. Los caribes
conocían el valor de esas islas Vírgenes como sitios de
paso para atacar a los pueblos arauaco-taínos de Puerto Rico
y La Española. Una de esas islas, la situada más al Norte
—y al mismo tiempo más al Este— es la llave de entrada
al ' canal de la Anegada, que comunica el Atlántico con el Caribe.
El canal lleva el nombre de la isla.
A partir del canal de la Anegada, la cadena de islas se dirige al Sur,
hacia las bocas de Orinoco; al principio forma un nudo que se cierra
en Monserrate y luego toma el aspecto de un arco que va a terminar en
Trinidad. El arco sólo queda roto por Barbados, que se sale de
la línea en dirección Este.
Todas estas islas, a partir de Sombrero, que es la que se encuentra
en el borde sureste del canal de Anegada, hasta Trinidad, forman el
grupo de Barlovento.
Las islas de Barlovento —si no todas, casi todas— fueron
descubiertas por Colón. Las que se encuentran entre San Martín
y Dominica lo fueron en su segundo viaje, es decir, en noviembre de
1493.
La que está situada inmediatamente después de Sombrero,
hacia el Sudeste, es Anguila; al sur de Anguila, pero a una distancia
muy corta, se halla San Martín, desde donde Colón varió
rumbo hacia el Oeste, con lo que fue a dar a Santa Cruz. San Martín
es una pequeña isla repartida desde hace siglos entre Francia
y Holanda, y tiene al Sudeste la pequeña isla francesa de San
Bartolomé, que fue colonia de Suecia, y algo más lejos,
hacia el Sur, la holandesa de Saba. Al Sudeste de Saba se encuentran
la diminuta San Eustaquio, holandesa, y la antigua San Cristóbal,
llamada hoy Saint Kitts.
Esta Saint Kitts, y la muy pequeña Nevis, que le queda al lado,
formaron una unidad histórica desde que empezaron a servir de
base para la conquista de posiciones en el Caribe por parte de franceses
e ingleses. La importancia de Saint Kitts y Nevis en los primeros tiempos
de la frontera imperial es sólo superada por la de la Tortuga
y acaso igualada por la de Barbados.
Hacia el este de Saba está Barbuda —a la que no hay que
confundir con Barbados, situada mucho más al Sur—, y al
sur de Barbuda y al este de Saint Kitts se halla Antigua. Al sur de
Antigua y al sudeste de Nevis está Monserrate, que, como hemos
dicho, cierra el nudo formado por las islas que están al borde
del canal de la Anegada. Todas las islas mencionadas en este párrafo
son inglesas.
Al sudeste de Monserrat se encuentra Guadalupe. Después de Trinidad,
Guadalupe es la mayor de las islas de Barlovento. Junto con Marigalante
—que le queda al Sudeste—, los islotes de los Santos y la
Deseada, San Bartolomé y la mitad francesa de j San Martín,
forma un departamento francés de Ultramar. Guadalupe fue descubierta
por Colón en el tantas veces mencionado viaje de noviembre de
1493. Fue en esa isla donde Colón y los j españoles conocieron
a los caribes, los indios que dieron nombre al mar y a toda la región
bañada por él. Además de conocer su existencia,
supieron que eran caníbales porque hallaron cabezas y miembros
humanos puestos al fuego, cociéndose al agua, y hallaron también
muchos huesos mondos de hacía tiempo, que sin duda habían
pertenecido a hombres sacrificados para ser comidos en banquetes rituales.
Esto indicaba que Turuquerie —nombre indígena de la isla—
era una base de los caribes; que desde allí partían a
sus expediciones de guerra a otras islas y allí retornaban con
sus prisioneros y con las mujeres apresadas, a las cuales no mataban.
El Almirante y sus compañeros notaron también que la isla
estaba muy poblada, que las viviendas eran mejor construidas que en
Marigalante y Dominica, donde acababan de estar; que los naturales de
Guadalupe usaban telas buenas y muebles vistosos. Pero lo que les afectó
fue el canibalismo. Y sobre esa experiencia de Guadalupe se fundamentó
la teoría —aprobada más tarde por el rey Fernando—
de que los caribes debían ser esclavizados porque no tenían
alma, puesto que comían carne humana. Como era de esperar, la
autorización real para apresar y vender a los caribes dio pie
para que los indios que no eran caribes fueran apresados y vendidos
como caribes, lo que a su turno provocó muchas sublevaciones
de indios en toda la región del Caribe.
Marigalante fue descubierta por Colón en noviembre de 1943. La
pequeña isla se llamaba Ayai en la lengua de sus pobladores indios,
y Colón le dio el nombre que conserva todavía debido a
que frente a ella se detuvo la nao capitana de la flota de diecisiete
barcos con que él iba hacia La Española, y esa nao capitana
se llamaba Marigalante.
Inmediatamente al Sur está Dominica, llamada Caire por sus habitantes
indígenas. Como Colón llegó a esa isla un domingo
(3 de noviembre de 1493), la bautizó con el nombre del día.
Hoy es parte de la Comunidad Británica.
Desde Dominica el Almirante navegó hacia el Norte. Era noviembre
y noviembre es un mes de maravilla es esas islas del Caribe, sobre todo
en el litoral del Atlántico. La brisa es sostenida y fresca,
y mantiene los aires finos y el cielo limpio. El Almirante y los mil
trescientos y más hombres que iban con él debían
sentirse deslumbrados. Fueron navegando de isla en isla, dejándolas
atrás sin percatarse de que iban dejando un vacío de poder
que algún día llenarían unos imperios resueltos
a destruir el Imperio español.
Inmediatamente al sur de Dominica está Martinica, que habría
de ser muy conocida en el mundo a través de Josefina de I Beauharnais,
la criolla que llegó a ser emperatriz de Francia, 1 nacida en
esa isla; y conocida también por la violenta erupción
r de su volcán Mount-Pelée, ocurrida a principios de este
siglo. Es probable que Colón estuviera en Martinica en su tercer
viaje, hecho en 1498, pero es seguro que estuvo en ella en el cuarto,
con toda precisión, el 13 de junio de 1502. Martinica forma,
ella sola, el otro departamento francés de Ultramar que hay en
el Caribe.
Al Sur de Martinica se encuentra Santa Lucía, isla inglesa, más
pequeña que Martinica: al sur de Santa Lucía, está
San Vicente, también inglesa; luego, siempre al Sur, las Granadillas,
que son islotes, y al final de las Granadillas, Granada, todas inglesas.
Es casi seguro que Colón vio todas esas islas en 1498, en su
tercer viaje, y que las bautizó, probablemente a Granada con
el nombre de la Concepción y a San Vicente con el de Asunción,
y es seguro que estuvo en Santa Lucía en su cuarto viaje (1502)
y que desembarcó en ella al término de la travesía
desde las Canarias. Santa Lucía tenía el nombre indígena
de Mantinino.
Para terminar la delimitación del Caribe por el Sudeste, quedan
Tobago y Trinidad. Tobago es una isla pequeña cuyo nombre viene
de tabaco, la rica hoja descubierta por los españoles en Cuba
en noviembre de 1492. Trinidad es la mayor de las Antillas de Barlovento.
Trinidad y Tobago forman ahora una república de la Mancomunidad
Británica. Probablemente Colón pasó junto a Tobago
en su tercer viaje (1498), aunque no desembarcó en ella, y estuvo
en una bahía de Trinidad —nombre que él mismo le
dio a la isla— el 31 de julio de ese año. De todas esas
islas de Barlovento, Trinidad fue la única colonizada por España,
pero tan tardíamente, que —como hemos dicho antes—
fue en 1584 cuando se fundó el primer pueblo español en
ella, y durante más de doscientos años vivió abandonada
a su suerte, de manera que no debe extrañarnos que Trinidad cayera
en manos inglesas en febrero de 1797.
En cuanto a Barbados, situada al este de San Vicente, no hay constancia
de que fuera descubierta antes de 1627. La historia de Barbados comienza
ese año, con su ocupación por un grupo de ochenta ingleses
que volvían de la Guayana Británica. Desde entonces Barbados
fue considerada isla inglesa, y hoy es la República de Barbados,
parte también, como Trinidad, Tobago y Jamaica, de la Mancomunidad
Británica.
Ahora ya estamos en el borde sur del Caribe. Ese borde es tierra firme
sin cesar, desde el golfo de Paria, en Venezuela, hasta que, ascendiendo
hacia el Norte, llegamos a cabo Catoche, en la península de Yucatán.
Todas esas tierras fueron descubiertas por España; sin embargo,
en ellas vamos a encontrar la zona del canal de Panamá, que es
propiedad norteamericana, y encontraremos a Belice, que es territorio
inglés; frente a las costas de Venezuela hallaremos las islas
holandesas de Sotavento; hacia el Oeste hay unas cuantas islitas de
los Estados Unidos; hacia el centro, las inglesas Caimán y Jamaica,
y en el extremo noroeste del Caribe, la de Cozumel, que es mejicana.
Como podemos ver, en el Caribe hay muchas banderas. Es en verdad una
frontera imperial, y en esa frontera, debatida a cañonazos, cada
imperio se quedó con un botín de tierras.
En la línea de la tierra firme, la primera es Venezuela, que
se llamó precisamente Tierra Firme. Cuando Colón la descubrió
la bautizó Isla Santa o Tierra de Gracia. Esto sucedió
el 1 de agosto de 1498, un día después de haber descubierto
Trinidad, por donde es fácil colegir que Colón llegó
a Venezuela precisamente por el punto en que comienza —o termina—
el Caribe, y precisamente, también, por el punto en que los indios
caribes comenzaron a extenderse hacia las islas.
Que llamara Isla Santa o Tierra de Gracia a lo que hoy es Oriente de
Venezuela demuestra que el Almirante no llegó a darse cuenta
de que estaba en tierra continental. Anduvo por la costa unos trece
días; luego vio o reconoció varias de las islas pequeñas
que hoy son adyacentes de Venezuela, entre ellas Margarita, y desde
luego se dio cuenta de que había llegado a un país rico,
de indios mejor organizados que los de las islas, con mejores viviendas,
más numerosos y con más producción agrícola.
En ese viaje, que era el tercero, Colón iba hacia la Española,
y desde allí escribió al rey dándole cuenta de
sus nuevos descubrimientos y enviándole la carta de navegación
y el mapa que había levantado de las islas y las costas que acababa
de descubrir. Se dice que en esa ocasión el Almirante no le participó
a don Fernando el Católico que había visto en la Isla
Santa o Tierra de Gracia hermosas perlas en manos de los indios, y que
eso puso al rey en sospechas contra Colón. Pero es el caso que
el rey entendió que las nuevas tierras eran ricas y autorizó
a Alonso de Ojeda para que fuera a rescatar en ellas, y se cree que
por orden suya se le dio a Ojeda el mapa que había enviado el
infortunado Descubridor.
Alonso de Ojeda era un capitán aguerrido, uno de esos españoles
de los días heroicos, capaz de llevarse por delante una montaña.
Había estado en La Española, ala que llegó en el
viaje de 1493, y allí se había destacado en la lucha contra
los indios sublevados; fue él quien con un ardid que sólo
podía ocurrírsele a un soldado muy audaz hizo preso a
Caonabó, el bravío cacique de La Española, a quien
llevó esposado hasta el real español.
Vuelto a España, Ojeda entabló amistad muy estrecha con
el obispo Fonseca, que presidía el Consejo de Indias; obtuvo
licencia para el viaje a Tierra de Gracia; armó cuatro bajeles
y llevó como jefe de pilotos a Juan de la Cosa, el mejor de los
navegantes de esos tiempos. Otro de sus compañeros fue Américo
Vespucio, que con ese viaje conocería el hemisferio que iba a
llevar su nombre.
Ojeda salió del Puerto de Santa María el 20 de mayo de
1499 y fue a dar a las costas de lo que hoy es República de Guayaría,
la antigua Guayana inglesa, y de ahí fue remontando hacia el
Noroeste, cruzó ante las bocas del Orinoco, llegó a Trinidad
y entró en el Caribe por el mismo punto por donde había
entrado Colón un año antes. Desde luego, eso no fue una
coincidencia casual, puesto que llevaba los mapas del Almirante.
La expedición había hecho tierra en Trinidad; luego estuvo
en la costa de la península de Paria, donde había estado
Colón, pasó a isla Margarita; reconoció varios
islotes y siguió navegando frente al litoral, siempre en dirección
del Poniente. De vez en cuando hacía desembarcos y entradas para
conseguir bastimentos y para negociar con los indios. Pero cuando llegó
a Chichiriviche dio con indios hostiles, que le hicieron frente y le
hirieron más de veinte hombres. Buscando donde dejar esos heridos,
Ojeda llegó a una isla que Vespucio llamó de los Gigantes.
Según la tradición, los maltrechos compañeros de
Ojeda curaron rápidamente gracias a que comieron ciertas frutillas
silvestres que se daban allí en abundancia. Se dice que debido
a esa cura la isla pasó más tarde a llamarse de la Curación,
lo que en la lengua portuguesa de los judíos que se establecieron
después en la isla pasó a ser el Curazao de hoy. Hay,
sin embargo, base para creer que el nombre indígena de Curazao
era Curacó, de donde puede haber salido el de Curación.
Descubierta en agosto de 1499, Curazao vino a tener sus primeros pobladores
españoles en 1527, y Margarita un año después,
en 1528.
Ojeda retornó al continente, siempre arrumbando al Oeste, y el
24 de agosto descubrió el lago que los indios llamaban de Coquibacoa
y que nosotros conocemos por el nombre de Maracaibo, ese fabuloso depósito
de petróleo que parece inagotable. En ese lugar nació
el nombre de Venezuela. Los indígenas que habitaban en el lago
de Coquibacoa habían construido sus viviendas en el agua, sobre
pilares, a la manera típica de los pueblos lacustres en todos
los pueblos de su nivel cultural, y Américo Vespucio vio en ese
poblado una especie de Venecia primitiva, por lo que llamó Pequeña
Venecia a la concentración de casas indígenas que hallaron
los expedicionarios en el lugar. El nombre de Pequeña Venecia
se españolizó en Venezuela y esta denominación
fue extendiéndose por toda la comarca y luego por el país,
hasta que vino a ser el nombre de la provincia cuando la Conquista estuvo
terminada.
El lago de Coquibacoa fue bautizado San Bartolomé. Ojeda no estuvo
mucho tiempo en él. Siguió costeando y al llegar al cabo
de La Vela, un poco al Oeste, ya en la península de Guajira,
puso proa hacia la Española con sus buques cargados de indios
e indias que había hecho prisioneros en su exploración.
Todavía andaban Ojeda, Vespucio y De la Cosa por el litoral de
Venezuela cuando Pedro Alonso Niño, que conocía el lugar
por haber acompañado a Colón en su tercer viaje, obtenía
una autorización para ir a rescatar a esas tierras. "Rescatar"
era el verbo de la época para la acción de comerciar.
Alonso Niño se asoció en la empresa con Cristóbal
Guerra, quien le acompañó en el viaje.
Siguiendo las huellas de Colón y de Ojeda, los nuevos expedicionarios
fueron de sitio en sitio, costa adelante, cambiando baratijas europeas
por perlas, oro —que era siempre de baja ley— y víveres.
Alonso Niño sabía que para hacer buenos negocios había
que tratar a los indios con afecto, y así lo hacía. Sus
hombres evitaban cuidadosamente los altercados con los naturales y se
mantuvieron tres meses entre Paria Chichiriviche —que está
al oeste de lo que hoy es Puerto Cabello—, pero en Chichiriviche
los indios de la comarca los esperaban en son de guerra. El paso de
Ojeda por allí no se olvidaba, y todo blanco era para esos indios
tan odiado como Ojeda y sus compañeros.
Alonso Niño y Cristóbal Guerra no siguieron adelante;
retornaron a las costas orientales, donde tan bien les había
ido, y se mantuvieron por esa región rescatando perlas hasta
mediados de febrero del último año de ese fecundo siglo
XV, esto es, del 1500; y en ese mes de febrero pusieron proa hacia España,
adonde llegaron con la fama de haber sido los únicos navegantes
que habían vuelto de las Indias con las bolsas llenas. Como era
de esperar, ese viaje afortunado tenía que producir un brote
de entusiasmo en todos los que soñaban con rescatar oro en el
Nuevo Mundo.
Alentado con el éxito de su viaje anterior, Cristóbal
Guerra obtuvo autorización para rescatar en el mismo sitio. En
cambio, Vicente Yáñez Pinzón, que estuvo en Paria
pocos meses después de haber salido de Venezuela Cristóbal
Guerra y Alonso Niño, no se detuvo a buscar riquezas porque no
estaba enterado de los resultados que habían obtenido allí
los rescatadores. Yáñez Pinzón llegaba desde el
Brasil, donde había descubierto el Amazonas, que bautizó
con el nombre de Marañón, y pasaba por Paria en ruta hacia
La Española. En ese viaje, como debemos recordar, el audaz navegante
tocó en Borinquen.
Cristóbal Guerra aprestó su expedición y se presentó
en Paria, Margarita y las costas aledañas. Le fue fácil
rescatar porque había dejado buen recuerdo cuando estuvo con
Pero Alonso Niño, de manera que obtuvo buena cantidad de perlas
y de oro y también palo de Brasil. Pero no le bastó con
tanto y se dedicó a apresar indios para venderlos como esclavos.
Al llegar a España en noviembre de 1501 se le mandó a
prisión por haber esclavizado a esos indios y se le obligó
a devolverlos a su lugar de origen a sus expensas.
La fama de la riqueza de la región excitaba a los hombres de
acción en España. Las perlas y el oro que habían
llevado Pedro Alonso Niño y Cristóbal Guerra movían
a gentes de todas clases a buscar autorización para ir a la Tierra
de Gracia. Mientras Vicente Yáñez Pinzón navegaba
por el Caribe en ruta hacia La Española y Cristóbal Guerra
apresaba a esos indios que le llevarían a la cárcel, un
hombre importante de Sevilla, escribano real, preparaba una expedición
que iba a ser histórica. Se trataba de Rodrigo de Bastidas, que
llevaría como jefe de pilotos al ya célebre Juan de la
Cosa, y, además, a uno que iba a ser personaje en la historia
de los descubrimientos: Vasco Núñez de Balboa.
La expedición de Rodrigo de Bastidas se hizo a la vela en Cádiz
en el mes de octubre de 1500, y estaba destinada a llegar al punto más
occidental tocado hasta entonces por los españoles; además
de eso, Bastidas sacó de ese viaje beneficios cuantiosos, más
que ningún otro explorador de los que le habían precedido.
Entre Guadalupe y el litoral de Venezuela, la expedición de Bastidas
llegó a una isla que fue bautizada con el nombre de Verde, y
que debe ser alguna de las que ahora se llaman de Sotavento; hizo escala
en ella y siguió a poco hacia Occidente; pasó el cabo
de La Vela, último punto que había tocado Ojeda; reconoció
el litoral de lo que hoy son Santa Marta, Barranquilla y Cartagena;
estuvo en las pequeñas islas de frente a esa costa y penetró
en el golfo de Urabá para hacer después rumbo al Norte,
con lo que costeó las orillas del istmo de Panamá hasta
el lugar que llamó Escribano, sin duda en homenaje a su profesión.
Bastidas salió de las costas del istmo de Panamá en marzo
de 1501 rumbo a La Española.
A Escribano llegaría Colón el 20 de noviembre de 1502,
aunque navegando en sentido contrario de Bastidas, esto es, llegando
desde Occidente. Y también —curiosa coincidencia—
de ahí se devolvería. Colón, que ignoraba que el
lugar había sido reconocido y bautizado por Bastidas, le llamó
Retrete; hoy se le conoce por Nombre de Dios.
Los historiadores de aquellos días, entre ellos el padre Las
Casas, afirman que Rodrigo de Bastidas era bueno, que no abusaba de
los indios. Pero es el caso que al llegar a La Española llevaba
indios apresados en su viaje, y por esa y por otras razones el comendador
Francisco de Bobadilla, que había tenido el penoso privilegio
de hacer preso a Colón y de enviarlo a España encadenado,
detuvo a Bastidas y le inició proceso. Así, mientras Bastidas
gastaba parte de la fortuna que le produjo el viaje en diligencias judiciales
y en mantener en buen estado sus buques mientras esperaba en La Española
una sentencia absolutaria, las nuevas de los buenos rescates que había
hecho llegaban a España y soliviantaban los ánimos de
los que ambicionaban ganar riquezas en las Indias.
Entre los ánimos soliviantados estaban los de dos veteranos;
uno de ellos era Alonso de Ojeda, que debía maldecir la mala
suerte que tuvo en esa misma tierra donde tan buena la tuvo Bastidas;
el otro era don Cristóbal Colón, que al oír detalles
de la travesía de Bastidas quedó convencido de que el
paso hacia Cipango estaba por el sitio que había recorrido el
sevillano".'
Antes de que Rodrigo de Bastidas pudiera salir de la Española,
donde Bobadilla le mantenía empleitado, Alonso de Ojeda obtuvo
de su amigo el obispo Fonseca el nombramiento de gobernador de Coquibacoa,
con sueldo de la mitad de cuanto se rescatara, si el rescate pasaba
de 300.000 maravadíes al año.
Tan pronto recibió el nombramiento, Ojeda se dedicó a
buscar medios para organizar una expedición, y logró hacerse
de cuatro naos, con las cuales salió de Cádiz en enero
de 1502. En marzo se hallaba en Paria rescatando perlas, ropa de algodón
y víveres. Todavía a esa altura los conquistadores no
se habían dado cuenta de que la isla de Cubagua, a poca distancia
hacia el poniente de Margarita, tenía en sus mares riquísimos
criaderos de perlas, y se conformaban con obtener las perlas de los
indios de Paria a cambio de baratijas europeas. Ojeda iba rescatando
perlas, como hemos dicho.
Pero la naturaleza violenta de Alonso de Ojeda no podía conformarse
con la mera y pacífica actividad comercial. Eso estaba bien para
hombres de ánimo tranquilo, como Pedro Alonso Niño y Rodrigo
de Bastidas. Alonso de Ojeda era un capitán de guerra, y cierto
día, bajo la especie de que necesitaba víveres y los indios
no se los llevaban, organizó una emboscada en la que dio muerte
a numerosos indios, hombres y mujeres, y apresó a varios, entre
ellos unas cuantas mujeres. En la acción, Ojeda perdió
a un español, que, por cierto, era escribano. Una vez satisfecho
en su necesidad de combatir, el jefe español pasó a la
isla de los Gigantes o de la Curación y de ahí al golfo
de la Goajira, donde fundó el pueblo de Santa Cruz, al que dotó
de un fuerte para defenderlo contra ataques de los indios.
Ya en Santa Cruz, el bravío Ojeda se dedicó a organizar
entradas en la comarca para cazar indios y despojarlos de lo que tuviera
algún valor. Su gobernación fue tan violenta, que sus
propios hombres se cansaron, puesto que sin la ayuda de los naturales
no era posible obtener alimentos en forma continua, y ellos no eran
agricultores para sustituir a los indios en la producción de
víveres. Se originaron disputas, dimes y diretes, y al fin un
día los subalternos de Ojeda le hicieron preso, lo metieron a
bordo de uno de los barcos y lo llevaron a La Española.
Ojeda había salido para ese viaje infortunado en enero de 1502,
según habíamos dicho. Pues bien, casi inmediatamente después,
el 15 de mayo del mismo año, salía de Cádiz don
Cristóbal Colón con cuatro navíos, unos ciento
cincuenta hombres, su hermano Bartolomé y su hijo Fernando, que
era entonces un mozo de apenas catorce años. Era el cuarto y
último viaje del Almirante de la Mar Océana, título
que nos suena hoy como un sarcasmo inexplicablemente solemne.
Colón llevaba instrucciones reales de no ir a La Española
a menos que tuviera necesidad imperiosa; es decir, en términos
marineros de hoy, sólo se le permitía llegar de arribada
forzosa. Pero Colón amaba esa isla con una pasión que
lo arrastraba, se sentía atado a ella, creía que era su
propiedad; de manera que a pesar de la recomendación del rey
se dirigió a La Española, después de haber tocado
en Santa Lucía, como hemos dicho antes, al referirnos a las islas
de Barlovento.
A la altura de 1502, la capital de La Española tenía unos
pocos años de fundada; estaba en la orilla oriental del río
Ozama, en el litoral del sur, y no tenía edificio alguno de consideración.
Pero era la capital no sólo de la isla sino también de
todas las Indias. Un poco antes de que Colón saliera en su cuarto
viaje había llegado a Santo Domingo el comendador Nicolás
de Ovando, designado gobernador de La Española y autoridad suprema
en todas las tierras del Caribe. Como en los días de la salida
de Ovando hacia La Española estaba preparándose el último
viaje de Colón, el nuevo gobernador supo antes de salir que a
Colón se le pediría que no llegara a La Española.
Ovando llevaba órdenes de detener y de enviar a España
a los personajes de la colonia que habían provocado y ejecutado
la prisión de Almirante, de manera que la presencia de éste
en Santo Domingo podía resultar inoportuna.
Precisamente en el momento en que la pequeña flota del Almirante
surgió frente a la ría del Ozama, que era el puerto de
la capital de la isla, había en él numerosos buques que
se preparaban para salir hacia España, y en ellos iban detenidos
esos personajes enemigos de Colón. Por eso cuando Colón
envió a tierra un mensajero para pedir que se le concediera carenar
uno de sus barcos, que parecía estar atacado de broma, el gobernador
Ovando le mandó decir, con finura pero con firmeza, que no podía
autorizar el desembarco del Descubridor.
Supo el Almirante que la flota que estaba en la ría iba a salir
para España, y mandó otro mensaje a Ovando haciéndole
saber que había una tempestad en puertas, que si la flota salía
correría peligros serios, si no era destruida, y que él
mismo pedía permiso para refugiarse en el Ozama mientras pasaba
el huracán. Ovando se negó a permitir que Colón
entrara en el puerto y no atendió a la recomendación de
que se retuviera la flota destinada a España. En vista de ello,
el Almirante navegó un poco hacia Occidente y se refugió
en una amplia bahía que llamó Puerto Hermoso de los Españoles
(conocida hoy como las Calderas) y allí pudo resistir el huracán,
que se presentó cuando ya la flota había salido de Santo
Domingo. Cogida entre el furor de las aguas y los vientos, la flota
quedó destruida y a duras penas siguió a flote el buque
en que iba Rodrigo de Bastidas, que retornaba a España en esa
ocasión, libre ya de la persecución de Bobadilla. Con
la flota se perdieron Bobadilla, que iba preso, y Roldan, el enemigo
de Colón, y el cacique Guarionex, apresado después de
haberse mantenido en rebelión algunos meses, y con ellos el oro
que se le enviaba al rey.
Obligado a seguir viaje, Colón quiso dirigirse a Jamaica. El
mismo había descubierto esa isla en abril de 1494, en el viaje
en que estuvo costeando por el sur de Cuba. Ya habían pasado
ocho años desde que la descubrió, y Jamaica —que
el Almirante había llamado Santiago— estaba abandonada,
sin que ningún, español llegara a sus costas.
Así, pues, Colón pensó llegar a Jamaica para carenar
sus naves, como Dios le ayudara, pero tuvo vientos adversos, y además
la tripulación, que había visto cómo se le había
negado la entrada al puerto de Santo Domingo, comenzó a dar señales
de poco respeto a la autoridad del Almirante. La flotilla había
llegado ya a los cayos de Morante, pero Colón varió de
rumbo y se dirigió a Cuba. Pasó otra vez por los Jardines
de la Reina, que había conocido en abril de 1494, y en Cayo Largo,
llegando ya a la isla que él mismo había bautizado en
su viaje anterior con el nombre de Evangelista (Isla de Pinos), cuarteó
al Sur y el 30 de julio de ese año de 1502 llegó a Guanaja,
en lo que hoy es el golfo de Honduras.
La pequeña isla de Guanaja queda al norte de lo que después
sería el conocido puerto de Trujillo, y además muy cerca.
Estando en la Guanaja, Colón vio unas cuantas embarcaciones indígenas
que no eran las simples canoas de los arauacos-taínos o de los
caribes, y oyó hablar una lengua que el llamó mayano.
Al recorrer en los días siguientes las islitas que estaban en
las vecindades de la Guanaja se detuvo a ver una de esas embarcaciones
que habían llamado su atención y encontró que era
"tan larga como una galera, de ocho pies de anchura, con treinta
y cinco remeros indios". La poco común embarcación
iba cargada con espadas de pedernal, telas de algodón, cobre,
campanas, cacao, todo lo cual le causaba asombro al Almirante. Lo que
él no sabía, y murió sin saberlo, era que se trataba
de naves aztecas, toltecas o mayas que recorrían esos lugares
traficando, cambiando productos de los que ellos fabricaban por los
que tenían otros pueblos, y que el cacao era la moneda que usaban
en el comercio con sus vecinos.
Sin duda Colón supo, o sospechó, que esos indios comerciantes,
que a la vista pertenecían a una cultura superior a la que prevalecía
en las islas, llegaban a la Guanaja desde el Occidente, o tal vez desde
el Norte. ¿Cómo se explica que después de haberlos
conocido prefiera seguir viaje hacia el Este en lugar hacia el sitio
de donde ellos llegaban? Volviendo atrás podría conocer
a ese pueblo rico y civilizado que él había llamado mayano.
Pero sucedía que Colón estaba buscando la salida hacia
la fabulosa Cipango; iba hacia el punto adonde había estado Rodrigo
Bastidas, porque, en su opinión, por ahí estaba el paso
que daría al mar de Cipango o a las fronteras de ese reino tan
soñado.
En ese mes de agosto de 1502 el Almirante se hallaba en el límite
extremo del poniente a que había llegado nunca un europeo. Nadie
había ido tan al Oeste como él. Se encontraba casi diez
grados hacia el Oeste del sitio a que había llegado Bastidas
antes de poner rumbo hacia La Española, esto es, antes de volver
atrás. Y estaba cerca de las tierras donde se había desarrollado
una de las grandes culturas del Nuevo Mundo, la de los pueblos mayas.
Si hubiera resuelto seguir navegando hacia Occidente, esto es, mantener
el rumbo que le había llevado hasta la Guanaja, habría
ido a dar necesariamente a las costas de Yucatán porque se habría
visto forzado a virar al Norte. Pero el Almirante iba en busca de Cipango,
y pondría proa al Este.
Hizo esto después de haber reconocido el puerto que se llama
hoy Trujillo, al que entró el día 14; el 17 llegó
al río Tinto, que nombró Posesión porque allí
tomó posesión de la tierra en nombre de Castilla. A poco
de salir de ahí encontró calma chicha, por lo que tardó
hasta el 12 de septiembre en llegar al cabo que llamó Gracias
a Dios, que es hoy un punto fronterizo entre Honduras y Nicaragua. De
ahí fue a dar a la boca del río Grande de Matagalpa; de
ese lugar, a Punta Gorda, y más adelante, a una legua tierra
adentro, halló el pueblo de Cariay, cuyos habitantes vestían
camisas de algodón sin mangas y llevaban parte del cuerpo pintada
con figuras en rojo y negro y usaban el cabello trenzado sobre la frente;
los jefes usaban gorros de algodón con plumas y las mujeres vestían
con telas de colores y llevaban pendientes de oro y tenían agujeros
en las orejas, en los labios y en la nariz. Al entrar en las casas,
los españoles hallaron herramientas de pedernal y cobre, objetos
soldados y fundidos, crisoles y fuelles de pieles, que se usaban para
trabajar los metales, y vieron sepulcros con cadáveres embalsamados,
envueltos en tela de algodón.
La descripción de lo que vieron Colón y sus compañeros
en Cariay corresponde en gran parte a un pueblo de cultura maya o azteca,
lo que podemos explicarnos porque hoy se sabe que los mayas, los aztecas
y los toltecas llegaron a relacionarse, largo tiempo antes del Descubrimiento,
con los pueblos de la zona centroamericana.
El 5 de octubre salió de Cariay, de donde fue a dar a la bahía
de Zorobabó —hoy, la del Almirante— y allí
se detuvo para reconocer el litoral; pasó por la boca del río
Veraguas y siguió hasta el pueblito que llamó Portobelo,
que ha conservado ese nombre hasta hoy. El 20 de noviembre el Almirante
llegó al lugar que Bastidas había nombrado Escribano,
y lo llamó Retrete. Ya hemos dicho que el nombre actual de Escribano-Retrete
es Nombre de Dios.
En ese punto Colón decidió volver a Poniente. No sabemos
si ahí mismo o en los sitios donde había parado antes
estuvo oyendo hablar de unas tierras riquísimas y cercanas, muy
pobladas, con ciudades civilizadas —a su manera—, y Colón
pensó que se referían a la India de sus ilusiones. Tal
vez esos rumores tenían que ver con el Perú o Méjico
o con los pueblos mayas, de todos los cuales tenían algunas noticias
las tribus que vivían en América Central. De cierto río
que le dijeron que estaba a diez jornadas hacía el Oeste, llegó
el Almirante a pensar que era el Ganges.
Es el caso que volvió a tomar la ruta que había recorrido
y de súbito se halló en el centro de un huracán.
Puesto que ya era diciembre, ése era un ciclón tardío,
fuera de época en el Caribe. Al describir esa tempestad diría
que "ojos nunca vieron la mar tan alta, fea, y hecha espuma.
El viento no era para ir adelante, ni daba lugar para recorrer hacia
algún cabo. Allí me detenía en aquella mar fecha
sangre, hirviendo como caldera por gran fuego. El cielo jamás
fue visto tan espantoso; un día con la noche ardió como
forno; y así echaba la llama con los rayos, que cada vez miraba
yo si me había llevado los mástiles y velas; venían
con tanta furia espantables, que todos creíamos que habían
de fundir los navíos. En todo ese tiempo jamás cesó
agua del cielo, y no para decir que llovía, salvo que resegundaba
otro diluvio. La gente estaba ya tan molida, que deseaba la muerte para
salir de tantos martirios. Los navíos ya habían perdido
dos veces las barcas, anclas, cuerdas y estaban nerviosos y sin velas".
Así, con los navíos "abiertos y sin velas" llegó
hasta el río Veraguas, pero como no pudo entrar en él,
volvió atrás hasta la boca del río Belén,
que bautizó con ese nombre porque era el día de Reyes
de 1503.
Quibián, cacique de la comarca, recibió a los españoles
con natural cordialidad; les ayudó en cuanto estuvo a su alcance;
les proporcionó víveres; facilitó guías
para que Bartolomé Colón, el hermano del Almirante, reconociera
las tierras circunvecinas, en las que se halló bastante oro.
Don Cristóbal resolvió fundar allí un pueblo, al
que llamó Santa María de Colón, conocido también
por Santa María de Belén. El pueblo fue levantado a la
orilla del río, pasada la boca.
Pero es el caso que como dijo el propio Almirante, "los indios
eran muy rústicos y nuestra gente muy importuna". Tal vez
los indios se cansaron de que los forzaran a buscar oro y bastimentos
o de que abusaran de sus mujeres, y Colón y su hermano creyeron
que ese cansancio anunciaba un levantamiento, por lo que decidieron
adelantarse a los indios en un ataque por sorpresa. Don Bartolomé,
que era hombre de acción, hizo preso a Quibián, prendió
a sus mujeres, a sus hijos y a todos sus amigos, y puso fuego a sus
viviendas. Quibián logró fugarse, arrojándose al
río desde la canoa en que lo llevaban, y levantó las tribus
de los contornos contra los españoles. Los ataques fueron numerosos
y resueltos. Comenzaron a caer españoles muertos y heridos, y
sucedía que no era fácil abandonar el lugar porque el
nivel del río había bajado y con ello se había
cegado la boca, de manera que no era posible salir a mar abierto.
Esa situación duro bastante tiempo. Los indios atacaban y quemaban
las viviendas de los españoles, y los que estaban refugiados
en los bajeles eran también atacados sin cesar. Quibián
y sus gentes no personaban la agresión que les habían
hecho. Al fin, aprovechando una subida de aguas del río, Colón
logró sacar algunos buques, pero uno de ellos se quedaría
perdido en el río Belén. Gracias al arrojo de Diego Méndez,
que era muy leal a Colón, fue posible sacar los hombres de dos
en dos y de tres en tres hasta llevarlos a los barcos.
Navegando de nuevo hacia el Oriente, el Almirante llegó a Portobelo,
donde tuvo que abandonar otro de los barcos que ya tenía los
fondos inservibles. De Portobelo se dirigió al archipiélago
de San Blas, y de esas islas, al comenzar el mes de mayo, puso proa
hacia La Española. Poniendo rumbo al Norte llegó a las
islas Caimán, que bautizó con el nombre de las Tortugas.
Las Caimán son poco más que cayos arenosos situados al
sur de Cuba; alcanzan a tres y están bajo el dominio de Inglaterra.
Al encontrarlas, Colón hacía el último de sus descubrimientos.
De las Caimán, el Almirante cuarteó hacia el nordeste
y fue a dar a los tan conocidos Jardines de la Reina, de donde puso
proa hacia Jamaica. Llegó a esa isla el día de San Juan
de 1503 y estuvo en ella hasta el 28 de junio de 1504, trece meses completos.
Cuando salió de Jamaica fue a Santo Domingo, donde paró
unos días; y de ahí siguió viaje a España.
Iba a morir menos de dos años después.
Con el paso de Cristóbal Colón por las islas Caimán
—lo que debió suceder en junio de 1503—, quedaba
prácticamente descubierto todo el Caribe. Faltarían por
ser exploradas sólo las costas de lo que hoy es Belice y las
de Yucatán. Esas costas yucatecas serían vistas bastante
más tarde por Francisco Fernández de Córdoba, que
estuvo en la isla de Cozumel en el año de 1517.
Como podemos ver, en los primeros veinticinco años que siguieron
al descubrimiento del Nuevo Mundo el Caribe quedaría reconocido
en toda su extensión, y la mayor parte de la tarea del reconocimiento
sería hecha en los primeros diez años. Durante todo ese
tiempo, sólo los españoles actuaban en el Caribe. Al terminar
el siglo XV, en el año de 1500, Alonso de Ojeda afirmó
que había visto una nave inglesa merodeando por las aguas del
Caribe, pero nunca hubo prueba de que se tratara de un barco extranjero,
y si lo fue, no parece haber sido inglés. Hacia el Norte, más
allá de las Bahamas, en lo que hoy son los Estados Unidos, anduvo
Juan Cabot explorando a nombre de rey de los ingleses, Enrique VII.
Pero el Caribe era un mar reservado a los españoles, y ningún
buque de otra nacionalidad había penetrado en él en todos
esos años iniciales del Descubrimiento y la Conquista.
Para 1517 había en el Caribe puntos poblados, una corte virreinal
—la de don Diego Colón en La Española— y una
Real Audiencia en la misma isla. De manera que cuando Francisco Fernández
de Córdoba desembarcó en Cozumel, la isla mejicana del
Caribe, ya las tierras y las aguas de ese mar eran una frontera imperial.
Pero se trataba de la frontera de un solo imperio. Todavía no
habían llegado allí otros imperios a disputarle a España
la propiedad de la región. Sólo los indígenas que
habían sido los dueños naturales de las islas y de la
tierra firme combatían aquí y allá contra los españoles
que habían llegado a despojarlos de su suelo, y pronto iban a
sublevarse algunos grupos de esclavos llevados al Caribe desde África.
Pues desde que se inició como frontera imperial, el Caribe estuvo
regado por la sangre de los que luchaban, o bien por someter a otros,
o bien por librarse de los sometedores.
España era, en los conceptos legales de la época, la dueña
y señora del Caribe; lo había descubierto, lo había
explorado en todos sus confines, y en ciertos puntos lo había
poblado. Pero España, que era políticamente un imperio,
y que tenía la autoridad legal de los imperios, carecía
de la sustancia necesaria para desarrollar un imperio, y a eso se debió
que a medida que descubría y exploraba en el mar de las Antillas
fuera dejando tras sí islas y territorios abandonados. Y se trataba
de islas y territorios ricos o susceptibles de producir riquezas. Donde
quedó un punto desocupado se estableció un vacío
de poder, y otros imperios correrían a llenar los muchos vacíos
que dejó España en el Caribe. La frontera imperial de
España sería, pues, debatida con las armas por sus rivales,
y ese debate proseguiría durante siglos, hasta el día
de hoy.
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]
Capítulo III
INDIOS Y ESPAÑOLES EN LOS PRIMEROS AÑOS
DE LA FRONTERA IMPERIAL
El Imperio español
no nació el 12 de octubre de 1492. Ese día las carabelas
españolas, bajo el mando de Cristóbal Colón, descubrieron
tierras nunca vistas antes por ojos occidentales. Pero el descubrimiento
de las diminutas islas de las Lucayas fue un hecho fortuito, no el producto
de un plan imperial. Colón salió a buscar un nuevo camino
hacia la India y dio con esas islas. Hubiera podido dar con otras tierras,
más al Norte o más al Sur, y para su propósito
y el de los Reyes Católicos —hallar la ruta que condujera
a las islas de las especierías— el resultado hubiera sido
el mismo: ese camino no apareció entonces.
Tampoco nació el Imperio el día en que el Almirante levantó
un fuerte en el borde norte de La Española y dejó en él
40 hombres. Esos hombres no eran soldados de un ejército imperial;
eran tripulantes de la carabela Santa María. Su oficio
era el de marinos, tal vez pescadores, y nada más. Por otra parte,
no se quedaron en La Española como guarnición adelantada
de un Imperio, sino porque en las dos carabelas que quedaron después
del naufragio de la capitana no cabían todos los que habían
hecho el memorable viaje del Descubrimiento; algunos tenían que
quedarse mientras sus compañeros iban a España y volvían.
El Imperio nació el 27 de noviembre de 1493, al llegar frente
a La Española la expedición que organizó Colón,
bajo la autoridad y con ayuda de los Reyes, para empezar a poblar las
nuevas tierras. En ese segundo viaje iban mil personas a sueldo del
Trono, iban más de trescientos voluntarios; iban caballos, cerdos,
perros, semillas e hijuelas de plantas que debían aclimatarse
en el Nuevo Mundo. Ya no se trataba de hallar un camino hacia el Oriente;
se trataba de extender España, a través de súbditos
españoles, hacia esa lejana frontera que quedaba en el Oeste.
Los hombres eran de varios rangos y oficios, hijosdalgo unos y otros
artesanos y labriegos; y el hijodalgo llevaba su espada y el albañil
llevaba su plana, el zapatero su lezna, el carpintero su martillo, el
sastre sus tijeras y agujas, el agricultor su hoz.
En el momento de iniciarse el Imperio español en el Caribe, todas
las tierras de ese mar estaban habitadas por pueblos indios. Ellos mismos
no se llamaban así. ¿De dónde, pues, procedía
ese nombre? Venía de que Colón y sus compañeros
salieron de España para buscar el camino de la India y creyeron
haber llegado a la India, e Indias llamaron a las islas antillanas;
Indias Occidentales se llamarían en varias lenguas europeas,
de donde vinieron a llamarse indios los pueblos que las habitaban. Esos
pueblos se relacionaban, pero eran diferentes. En La Española,
la tierra escogida para empezar la fundación del Imperio, vivían
los tainos, de la rama arauaca. Los tainos se extendían por el
valle del Cíbao y la costa del sur. En el Norte estaban los ciguayos,
que probablemente habían llegado a la isla antes que los tainos.
En Cuba había siboneyes, casi con seguridad una rama arauaca
emparentada con los tainos; había también un pueblo denominado
guanahatahibes, más primitivo que los siboneyes y tainos y quizá
del mismo origen que los ciguayos de La Española. No hay a la
fecha una teoría que nos explique a satisfacción quiénes
eran y de dónde procedían ciguayos y guanahatahibes, pero
no sería sorprendente que se tratara de tribus prearauacas llegadas
a las Antillas Mayores con mucha anterioridad a tainos y siboneyes y
por eso mismo menos evolucionadas. La composición étnica
de Cuba y la de La Española se repetía en Jamaica y Borinquen,
y es probable que se extendiera, en menores proporciones, a otras de
las islas antillanas, por lo menos antes de la llegada de los caribes.
En el momento de la llegada de los españoles, Borinquen era atacada
con frecuencia por oleadas de indios caribes que procedían de
las islas de Barlovento. No hay constancia de que sucediera igual en
La Española, Cuba y Jamaica, aunque tampoco hay razones para
pensar que no ocurriera, si bien no con tanta frecuencia como en Puerto
Rico. Los pueblos indígenas estaban compuestos por muchas tribus
y cada tribu tenía un nombre que la individualizaba. Algunas
de esas tribus habían llegado a ser sedentarias, esto es, llevaban
tiempo en un territorio determinado cuando llegaron los españoles;
otras deambulaban de un sitio para otro, buscando donde asentarse. Debemos
tener en cuenta que aun las que llevaban años en un lugar tenían
que abandonarlo si se presentaban condiciones naturales adversas, como
una gran sequía, fuertes diluvios, enfermedades epidémicas;
o si las obligaban a hacerlo ataques de una tribu vecina. En el transcurso
del tiempo esas movilizaciones debían producir cambios por influencias
de los pueblos con los que esas tribus tenían que mantener contactos
o simplemente porque quedaban sometidas a otras. Eso puede haber tenido,
entre varios resultados, el de que variaran los nombres de muchas tribus;
el de cambios de la lengua, aunque no fueran cambios fundamentales;
el de cambios de hábitos, por ejemplo, el de guerreros a menos
pacíficos o a pacíficos. Así, en el muy complejo
y numeroso pueblo caribe hubo tribus guerreras y pacíficas, agricultoras
y pescadoras, navegantes y de tierra, sedentarias y trashumantes. Y
es probable que dentro del área ocupada por los caribes vivieran
tribus de otros pueblos, lo cual venía a dificultar el conocimiento
de los pueblos indios por parte de los españoles del Descubrimiento.
El pueblo arauaco, pongamos por caso, cuya rama taina vivía en
la Antillas Mayores, debió proceder del mismo sitio de donde
procedían los caribes, esto es, el territorio de lo que hoy es
Venezuela; y debió llegar a las islas antillanas del Norte usando
el mismo camino que usaban los caribes para ir apoderándose de
las islas más pequeñas. Irían seguramente navegando
en sus piraguas o canoas y pasando de isla en isla hasta llegar a las
cuatro más grandes. El viaje de Hatuey de La Española
a Cuba demuestra que los indios de esas islas mayores se comunicaban
entre sí. Se ignora cuánto tiempo llevaban los tainos
arauacos en esas islas. Debemos suponer que cuando ellos llegaron obligaron
a los ciguayos y a los guanahatahibes a refugiarse en zonas aisladas
de La Española, Cuba y Jamaica, como seguramente estaban haciendo
los caribes con los tainos de Borinquen en el momento de la llegada
de los españoles.
¿Cuánto tiempo tardaron los caribes en extenderse por
las orillas del mar que lleva su nombre?
El proceso debe haber sido largo. Pues el pueblo caribe salió
de los vastos territorios situados al sur del Amazonas y debió
ir avanzando por lo que hoy es el Brasil y después por lo que
hoy es Venezuela hasta llegar al litoral nordeste; y en esa marcha seguramente
encontró obstáculos serios, ya naturales, ya creados por
otros pueblos indígenas; y debió ser, después que
se afincó en el litoral, desde las bocas del Orinoco hacia el
Oeste, cuando decidió pasar a las islas. Ahora bien, debemos
suponer que cuando los caribes llegaron a ese litoral hallaron establecidos
ahí a los arauacos, otro pueblo numeroso compuesto por gran cantidad
de tribus. Los caribes procederían, desde luego, a desplazar
a los arauacos, a los que empujaron hacia el Oeste. Y resulta que si
los arauacos habían antecedido a los caribes en la ocupación
del este y del centro del litoral venezolano del norte, debieron antecederlos
también en el paso a las islas antillanas. Tal vez las primeras
oleadas de arauacos que llegaron a esas islas fueran los ciguayos y
los guanahatahibes. Alguna relación había entre ellos
y los tainos y siboneyes, como lo prueba la alianza que celebraron los
ciguayos y los tainos de La Española, y tainos de Borinquen y
caribes de las Vírgenes, para luchar contra los españoles.
Y no podía ser una simple relación territorial, esto es,
de vecinos en un territorio, pues en ese caso hubieran hablado lenguas
distintas y sus diferencias culturales habrían sido apreciables.
Debió ser una relación más íntima, como
la de ramas de un mismo tronco étnico.
Todo parece indicar que antes de 1492 había habido un proceso
de desplazamientos sucesivos que duró nadie sabe cuántos
siglos. Pudieron ser seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno. Es el caso
que el proceso estaba todavía en marcha cuando llegaron los españoles,
esa vez con los caribes establecidos ya en el litoral venezolano y en
varias islas hacia el Norte y avanzando hacia las demás.
Ese proceso de desplazamientos imponía contactos, unos violentos
y otros pacíficos, que provocaban lo que los antropólogos
llaman transculturaciones, esto es, el paso de ciertos hábitos
de un pueblo a otro pueblo; y también, si hubo asentamientos
muy largos sin ataques de otros pueblos, hubo transformaciones en los
hábitos de un pueblo —o de una tribu— debido a las
condiciones naturales del ambiente. Por ejemplo, si un pueblo o una
tribu había estado tallando cemíes —ídolos—
durante un siglo en una región donde había monos y algunos
de sus ídolos o de sus símbolos totémicos reproducían
al mono, al trasladarse a una isla donde no había monos y al
vivir durante cuatro o cinco generaciones, olvidaban necesariamente
las facciones del mono y al final labraban cemíes que no podían
parecerse al mono, con lo cual tal vez creaban una imagen nueva. Si
los arauacos tainos habían vivido antes de su traslado a las
islas en las selvas del Orinoco, sus descendientes no conocían
ni el tigre ni el tapir ni las aves que son naturales de las selvas
continentales, de manera que sus vivencias relacionadas con esos animales
tenían que desaparecer en las islas. Podía darse el caso
de que el barro que sus abuelos trabajaron en las orillas del Orinoco
para hacer sus menajes caseros no fuera igual al que encontraron los
nietos en Cuba, de donde tenía que resultar un tipo de cerámica
diferente, que podía ser peor o mejor, pero que tenía
que responder al mismo principio cultural.
Arauacos y caribes se mezclaban entre sí o unos ocupaban territorios
dentro de las áreas ocupadas por los otros, bolsones que quedaban
como remanentes de los desplazamientos, y esto debe haber sucedido no
solo en el litoral venezolano y en las islas, sino también en
el litoral colombiano, en el del istmo de Panamá y en varios
lugares de América Central. En el pie de los Andes y en América
Central había influencias de otros pueblos mucho más desarrollados;
de los chibchas, que ocupaban los valles de la cordillera andina, de
los mayas, los aztecas y los tol-tecas, que llegaban desde el Norte.
Tenemos que hacer, pues, distinciones a la hora de hablar de los indios
del Caribe en la época del Descubrimiento.
En primer lugar, podemos trazar una línea que partiendo de Cuba
hacia el Este, va de isla en isla, llega a Venezuela, prosigue por la
costa de este país hacia el Oeste hasta llegar al extremo occidental
del istmo de Panamá.
En toda la región cubierta por esa línea, salvo las áreas
bajo influencia chibcha y muisca, predominaban tribus arauacas y caribes,
dos pueblos que tenían más o menos el mismo nivel cultural.
Las diferencias más acentuadas estaban en que había tribus
caribes resueltamente agresivas, guerreras por inclinación y
tradición, que terminaron haciendo de la guerra un oficio. Esas
tribus criadas desde temprano en el oficio de guerrear realizaban actos
de antropofagia ritual, es decir, se comían a sus enemigos por
motivos religiosos. No podemos,-sin embargo, asegurar que todas las
tribus caribes tenían iguales hábitos. En muchos casos
los españoles llegaron a tierras caribes y fueron tratados con
gentileza y bondad. Tal sucedió, por ejemplo, con Pedro Alonso
Niño y con Rodrigo de Bastidas; lo mismo sucedió con Alonso
de Ojeda antes de su entrada en Chichiriviche.
Debemos aceptar que hubo tribus arauacas y tribus caribes que por causas
ignoradas se quedaron aisladas y no evolucionaron como lo hicieron otras
de sus mismos pueblos, y hasta es posible que algunas de ellas degeneraran
por imposiciones de su medio, a causa de epidemias o debido a una guerra.
Pongamos un ejemplo de la primera causa. Supongamos que una tribu se
estableció en las orillas de un lago y dirigió todas su
facultades a la pesca durante algunas generaciones y supongamos que
luego se vio forzada a emigrar tierra adentro; pues bien, al emigrar
debió encontrarse con que ya no estaba capacitada para vivir
en un nuevo hábitat porque había olvidado las experiencias
de la producción agrícola, de la caza y de la vida en
medio de animales. También pudo suceder que el proceso de división
del trabajo, a medida que la población se multiplicaba sin tener
que abandonar el lugar de su asentamiento, fuera exigiendo una constante
superación en cada una de sus faenas.
Lo que hacía de caribes y arauacos pueblos parecidos, y en algunos
casos tan parecidos, que podían confundirse, era su tipo de desarrollo
social, que era muy similar en todo lo básico; lo que los distinguía
y separaba eran algunos hábitos, adquiridos '"seguramente
por imposición del medio en que habitó esta o aquella
tribu en el largo peregrinar de esos pueblos.
Así, unos y otros habitaban grandes bohíos o caneyes familiares,
entendiendo por familia no sólo a los padres con sus hijos, sino
a varias generaciones; su comida era a base de casabe que fabricaban
de la yuca, de maíz en las zonas donde podían sembrar
este grano, de tubérculos, frutas, pesca y caza; su principal
instrumento de labranza era la coa —un palo puntiagudo—
y la mujer se dedicaba a la agricultura mientras el hombre iba a la
caza y a la pesca; trabajaban la piedra, en algunos casos hasta un grado
de alta belleza; usaban hachas de piedra petaloide y morteros de esa
materia; usaban el barro para hacer cazuelas, ollas, vasijas rituales
y el burén, que era el molde en que cocinaban las tortas de casabe;
construían en madera los dujos —asientos de los principales—
sus armas de caza y de guerra y las canoas o piraguas en que viajaban
por el mar y por los grandes ríos, fabricaban sus ídolos
o cemies tanto de piedra como de barro y . hueso; elaboraban fibras
con las cuales tejían sus hamacas, cuerdas para sus armas y redes;
donde producían algodón, hacían telas; celebraban
juegos, como el de la pelota, y festejos comunales de tipo religioso,
con cantos y danzas; se pintaban el cuerpo con tintas vegetales; producían
alcohol haciendo fermentar ciertos tubérculos o granos mediante
la salivación.
En el orden social, las familias se agrupaban en tribus cuyo jefe era
un cacique, regularmente el que había demostrado más valor
y capacidad ante las pruebas a que eran sometidas esas tribus por ataques
de otras o por fenómenos naturales, y sin duda en muchas tribus
el cacicazgo era hereditario, bien en todas las ocasiones o bien en
circunstancias especiales; pero además del cacique había
una autoridad que en ciertos momentos estaba por encima del cacique;
era el jefe religioso, a quien le tocaba profetizar los sucesos que
venían y, por tanto, tenía que decidir qué debía
hacerse en situaciones de crisis; a ese jefe religioso, bouhiti, piache
o como se llamara, le tocaba también curar a los enfermos y ejecutar
los ritos tribales ante los muertos y al comenzar las guerras. Sabemos
que en algunas tribus había especie de consejos de ancianos y
sacerdotes; sabemos también que en otros casos varias tribus
se confederaban o aliaban por un tiempo; que las mujeres podían
ser cacicas, como sucedía en las regiones de La Española
y de Venezuela en los días de la Conquista; sabemos que tanto
arauacos como caribes conocían las artes de la navegación
y que usaban el mismo tipo de embarcación para ir de una isla
a otra.
A ese tipo de economía y de organización social, común
a arauacos y caribes, respondía una religión también
común aunque difiera en detalles. Se trataba de una religión
animista y toté-mica, es decir, creían que los seres humanos,
los animales y hasta ciertos lugares —ríos, lagos, montañas—
tenían un alma o espíritu, y que en el caso de los seres
vivos esa alma le sobrevivía cuando morían y que el alma
o espíritu actuaba en defensa o en castigo de los familiares
vivos del muerto, según cumplieran o no cumplieran con los ritos
de la tribu, y creían que cada tribu tenía la protección
del alma de un animal, el animal totémico de esa tribu. Había
un lugar adonde iban las almas de los muertos, y ese lugar estaba gobernado
por un cacique-dios. Los espíritus protectores se representaban
mediante ídolos o cemíes. En algunos casos había
viviendas destinadas a esos cemíes, a los cuales se les hacían
ofrendas de comidas, de frutas y de animales muertos. Aunque generalmente
esos espíritus dioses eran antepasados de la tribu, los había
que no lo eran; por ejemplo, el dios del agua, el de las tempestades
o el de ciertos productos agrícolas. .Que hubiera o no estos
últimos dioses-espíritus en el panteón de una o
más tribus dependía del tipo de influencia que la tribu
hubiera recibido a lo largo de su existencia más que de su nivel
de desarrollo.
Como parte de esos conceptos religiosos debían necesariamente
rendir culto a sus muertos, pues sin duda las almas que más tenían
que preocuparse por proteger a los vivos eran las de sus padres, abuelos,
hermanos y parientes muertos. Enterraban a los difuntos en sitios escogidos
y cercanos a las viviendas, y tal vez en algunos casos en los sitios
que más les agradaron cuando vivían. En algunas tribus
el cadáver se colocaba sentado, con la cabeza sobre las rodillas
y las manos sobre las piernas, y en otras se dejaba sobre una hamaca
o red dentro de la vivienda del muerto, y una vez descompuesto se conservaba
el cráneo en el mismo sitio. Esta diferencia puede haber provenido
de la experiencia vital de la tribu; pues algunas tribus vivieron, sin
duda durante largas épocas, en lugares de pantanos o en lagos,
y entonces se vieron forzados a conservar el cadáver, al aire
libre; o fueron trashumantes durante mucho tiempo y tenían que
llevarse adondequiera que iban la parte más importante de sus
muertos, como el cráneo. Tanto sí había enterramiento
como si no lo había, junto con los restos del cadáver
se ponían sus utensilios de barro y piedra y alguna comida.
Entre los tainos de La Española había una costumbre que
parece resumir los valores de la cultura social de la tribu, los del
vínculo tribal, que era absolutamente irrompible en vida o en
muerte, y las facultades del intercambio de almas, cosa que podía
darse aun entre dos personas que no fueran de la misma tribu. Esa costumbre
era el guatiao o cambio de nombres. Cuando A pasaba a llamarse B y B
pasaba a llamarse A, quedaban convertidos en una misma persona y el
destino del uno era el del otro. Algunos caciques indígenas cambiaron
nombres con jefes españoles y creían de manera tan absoluta
en el compromiso que cuando Cotubanamá, que había hecho
guatiao con el capitán Juan de Esquive!, fue llevado al pie de
la horca, dijo a los españoles, según refiere Las Casas:
"Mayani-macaná Juan Desquivel daca"; esto es: "No
me mates, porque yo soy Juan de Esquivel."
Cuando se conoce el tipo de organización social y política
de estos pueblos y las ideas que les correspondían, no puede
uno sorprenderse de que fueran capaces de luchar con tanta ñereza
contra un poder occidental. Se pensará que lo hicieron debido
a su ignorancia. Sin embargo, sucede que esos pueblos lucharon, unos
hasta la extinción, y otros, como los caribes de las islas de
Barlovento, durante tres siglos; es decir, que combatieron mucho tiempo
después de conocer en carne propia el poderío occidental,
cuando ya tenían experiencias, y muy costosas, de lo que eran
las lanzas, las espadas, los falconetes, los arcabuces, los perros,
los caballos europeos, pero siguieron luchando. Los indios del Caribe
combatían hasta la muerte porque no podían concebir la
vida fuera de su contexto social.
En lo que escribieron los cronistas españoles de los siglos XV
y XVI han quedado nombres de muchas tribus arauacas y caribes, pero
esos nombres pertenecieron a tribus de tierra firme; en cuanto a las
islas sólo sabemos que había tainos, ciguayos, siboneyes,
guanahatahibes, nombres que seguramente se refieren a pueblos o naciones,
no a tribus. Es difícil saber el número de indios de esos
pueblos, y seguramente se exageró en los días de la Conquista.
La rápida extinción de los que vivían en las Antillas
mayores indica que no podían pasar de 250.000 en las cuatro islas
—Cuba, La Española, Jamaica y Puerto Rico—, y probablemente
la más poblada era La Española. Como la mortalidad infantil
debía ser muy alta entre ellos, la población adulta seguramente
era superior a la mitad; de manera que a la llegada de los conquistadores
los hombres de guerra de esas cuatro islas debían acercarse a
los 50.000. Los abundantes depósitos arqueológicos hallados
en La Española podrían inducirnos a pensar que la población
de esa isla era mucho más numerosa de lo que en realidad fue,
lo que le daría la razón al padre Las Casas, que la calculó
en millones; pero tenemos que preguntarnos en cuántos años
se acumularon esos depósitos, porque es evidente que no todos
procedían del año 1492. Probablemente los tainos de La
Española llevaban siglos en la isla, por lo menos, más
de un siglo, así como es probable que los siboneyes llevaran
menos tiempo en Cuba, y así como es casi seguro que los caribes
llevaran menos tiempo aún en las islas Vírgenes.
Dado el régimen de vida de arauacos y caribes, era imposible
que hubiera millones de ellos en las Antillas, y ni aun en las Antillas
y Tierra Firme juntas; y es difícil que en una sola isla llegara
a haber 100.000. De haber habido millones, las muestras de su existencia
aparecerían hoyen cada metro cuadrado de terreno, puesto que
como no vivían en ciudades, hubieran tenido que cubrir extensiones
enormes de territorio con sus bohíos multifamiliares y con los
sembradíos necesarios v a su sostenimiento. Desde luego, el alto
número no hubiera hecho más difícil la conquista,
como podemos ver en el caso de Méjico y del Perú, que
fueron conquistados rápidamente a pesar de que su población
era muy alta. Pero hubiera hecho imposible la extinción de los
indios, como la hizo imposible en Méjico y en el Perú.
En Venezuela, Colombia y Panamá, caribes y arauacos quedaron
rápidamente reducidos a pequeños grupos refugiados en
lugares casi inaccesibles, y debemos tener en cuenta que en esos países
había extensiones de territorio en los que era posible buscar
esos refugios perdidos, cosa que no pasaba en las islas. Sin tales refugios,
los caribes y arauacos de Tierra Firme habrían desaparecido también,
de lo que se deduce que tampoco eran ellos tantos como se pensó.
En el extremo opuesto a caribes y arauacos, en cuanto a desarrollo económico,
social y político, estaban los pueblos que ocupaban parte noroeste
del Caribe; esto es, los mayas, los toltecas y los aztecas. Esos pueblos
eran sociedades urbanas, tan desarrolladas dentro de su patrón
cultural como Roma o Egipto. Construían grandes ciudades, dominaban
las ciencias y la agricultura; su escultura, su pintura y poesía
eran comparables con la de los países de Occidente, si no en
cantidad, a menudo en calidad, y casi siempre en técnica; vestían
en forma tan compleja como los romanos en tiempo de Julio César;
tenían religiones muy elaboradas; llevaban contabilidad, fabricaban
buenos caminos; tenían comercio marítimo y terrestre bien
organizado y con protección armada; los gobernantes cobraban
tributos, y en algunos casos eran elegidos por una especie de cámara
de notables; los pueblos eran regidos por códigos que todos respetaban;
la familia se establecía mediante el matrimonio y existía
el hogar familiar, no el tribal; la alimentación era variada
y estable; el orden público estaba asegurado por reglas que obedecían
todos los miembros de la sociedad. En algunos casos, como ocurría
con los mayas, habían llegado a la confección de libros.
Los descendientes de esos pueblos están aún en las tierras
de sus abuelos, y sus grandes templos, sus construcciones de piedra
y las estatuas de sus dioses siguen en pie, llenando de admiración
a arqueólogos, sociólogos, historiadores y viajeros.
Con ser tan adelantados, los pueblos de la zona noroeste del Caribe
no tenían una organización económica y social tan
desarrollada como los de Europa, razón por la cual no disponían
de fuerzas militares que pudieran enfrentarse a las europeas. Tenían
soldados, cosa que no tenían los españoles cuando llegaron
al Caribe; pero sus armas eran de mano o arrojadizas y en ningún
caso de metal, de manera que no podían competir con las españolas.
Las espadas eran de obsidiana, las puntas de flechas y lanzas, de pedernal.
Además, no contaban con el auxilio de los caballos o de otros
animales de tiro para avanzar de prisa o para lanzarse contra el enemigo,
y sus embarcaciones no podían competir con la de los conquistadores.
Por último, éstos disponían del arma más
avanzada en el mundo de aquellos días, la artillería.
Así, pues, a pesar de su alto desarrollo, mayas, aztecas y toltecas
estaban, como caribes y arauacos, en situación de inferioridad
militar frente a los españoles, y era imposible que pudieran
vencerlos en la guerra.
En medio de los dos extremos —de caribes y arauacos por un lado
y de mayas, aztecas y toltecas por otro— se hallaba la mezcla
de América Central, donde pueblos arauacos y caribes habían
sido penetrados por mayas, toltecas, aztecas y chibchas-muiscas.
Ahí, el panorama era complejo.
¿De dónde habían salido las tribus asentadas originariamente
en esas tierras? ¿Eran caribes, eran arauacas o una mezcla de
las dos? ¿Cuánto tiempo hacía que se cruzaban con
los mayas o los aztecas? ¿Estaban en lo que hoy son Honduras
y Guatemala antes que los mayas, o no pasaron de lo que hoy es Nicaragua?.
De todas maneras, lo que sabemos es que cuando llegaron los españoles,
esos pobladores de la América Central, o caribes o arauacos o
mezcla de unos y otros, se hallaban contagiados con \s costumbres de
los mayas, los toltecas y los aztecas. "Contagiados con las costumbres"
no significa que hubieran adquirido los fundamentos de las culturas
del Noroeste, su tipo de producción económica, sus conocimientos,
su arquitectura, su religión o su organización política.
Todo lo más a que habían llegado era a imitar a los mayas,
a los aztecas y a los toltecas en la confección de piezas de
piedra y de barro para el menaje familiar; a tejer el algodón,
a batir el oro. Y aun en esos menesteres podía haber influencias
chibchas.
Mayas, aztecas y toltecas recorrían la América Central
en funciones de comercio, unos por tierra y otros por mar, y a veces
usando las dos vías. Seguramente no se preocupaban por cambiar
las estructuras sociales de las tribus que les compraban sus productos
y les vendían plumas, oro y pedernal. Los pueblos del Norte no
aspiraban a establecer en el Sur sus sistemas de vida; no iban como
conquistadores, sino como individuos —y tal vez, corporaciones—
que buscaban beneficios. Aun los aztecas, que necesitaban prisioneros
para ofrendarlos a sus dioses, preferían los tribu tos obtenidos
pacíficamente, y no iban al sur en son de guerra.
A través de los contactos comerciales, los arauacos y los caribes
de la América Central recibían dosis de penetración
cultural de los mayas, los toltecas y los aztecas, pero la penetración
no llegaba al límite de causar transformaciones en los conceptos
fundamentales de sus sociedades. Tal vez los del Norte establecían
colonias, a la manera de las que tenían los griegos en el Mediterráneo.
Pero no lo sabemos. Quizá Cariay fue una de esas colonias. Ahora
bien, la mayoría de las tribus centroamericanas, por lo menos
desde el extremo oriental del istmo de Panamá hasta la frontera
norte de Nicaragua, eran caribes y arauacos con infiltraciones culturales
y económicas de los pueblos del Norte y de los chibchas y los
muiscas del Sur.
Esas infiltraciones explican que mientras los arauacos y los caribes
de las islas y de Venezuela no usaban metales —y probablemente,
salvo el oro para adorno, no sabían que existieran—, algunas
tribus arauacas y caribes de la América Central los trabajaban
y los usaban.
Ese vasto y complejo panorama de pueblos, social, política y
económicamente diferentes, se presenta a nuestros ojos, visto
desde una perspectiva histórica de varios siglos, como un frente
con muchos puntos débiles; un frente que fue atacado en forma
súbita por una fuerza mucho más pequeña, pero mucho
más unida, y por eso mismo mucho más capaz. Todo castellano,
capitán o marinero, hijodalgo o labriego, obedecía a un
mismo origen, a una misma organización económica, social,
religiosa y política. Es más, todos tenían una
sola lengua. Unido a esa solidaridad entrañable, o mejor aún,
como expresión militar de esa solidaridad, estaba el superior
poderío en armas, en medios de locomoción y de comunicación.
Las disensiones entre españoles eran luchas individuales, no
contra su Estado, su religión, su cultura o su tipo de sociedad.
Como colectividad, ala cual representaban los que llegaron al Caribe,
no tenían disensiones. El pequeño martillo de acero que
golpea una gran pieza con ranuras, la hace saltar en pedazos. Esa es
la mejor imagen de lo que sucedió en el Caribe en los años
de la conquista española.
La conquista fue una etapa en el complicado proceso de la occidentalización
del Caribe. Otras etapas fueron el descubrimiento y la colonización.
Se trata de tres tiempos de un mismo hecho, pero debemos decir que esos
tres tiempos no fueron ordenadamente sucesivos; no hubo descubrimiento
y después conquista y luego colonización. Por ejemplo,
en La Española, punto por donde comenzó el Imperio, se
pasó del descubrimiento, efectuado en diciembre de 1492, a la
colonización, iniciada en noviembre de 1493; la etapa de la conquista
sería posterior y, sin embargo, coincidente con la colonización.
Generalmente el Descubrimiento fue, en todo el Caribe, un episodio corto,
a veces de días, a veces de semanas, y en muy pocas ocasiones
de varios meses. En algunos casos hubo descubrimiento, pero no hubo
ni conquista ni colonización —al menos de parte de los
españoles—. La conquista y la colonización eran
casi siempre tareas simultáneas. En algunos puntos comenzaba
primero la conquista y a seguidas la colonización; en otros comenzaban
las dos etapas a un mismo tiempo; en otros se procedía a fundar
una o dos poblaciones y después se pasaba a conquistar.
Ya se ha dicho que el Caribe fue descubierto entre el 1492 y el 1518,
esto es, en veinticinco años; pero en esos mismos veinticinco
años iba llevándose a efecto la conquista de varios lugares
y al mismo tiempo iba realizándose la colonización. Sin
embargo, debemos aceptar que la colonización terminó antes
que la conquista —en el caso de España—, porque la
conquista no dio fin sino cuando los indios quedaron definitivamente
sometidos, y en algunos lugares esto vino a suceder muy tardíamente.
Por ejemplo, la última batalla de los mayas en defensa de su
tierra tuvo lugar el 14 de mayo de 1697, esto es, más de dos
siglos después del Descubrimiento.
En otros puntos se conquistó la tierra pero no a los indios,
porque éstos quedaron exterminados, y, sin embargo, no fue posible
establecer en esas tierras copias o extensiones de España en
un sentido cabal. Esto ocurrió en las Antillas, sobre todo en
las mayores. Algo o mucho de esos indios desaparecidos quedó
allí, traspasado al español a través del mestizo,
del negro esclavo que copió la técnica primitiva del indígena,
de la naturaleza del terreno, del clima, del esquema económico
y social en que habían vivido los aborígenes impuesto
en alguna forma en las esencias mismas del esquema que llevaron los
conquistadores. En el Caribe se formó pronto una sociedad de
valores españoles, pero aquello no pasó a ser España.
Entre los españoles y los indios del Caribe hubo un choque de
culturas, y resultaba que en la de los indígenas, aun los menos
desarrollados como lo eran los que vivían en las islas, había
ciertos valores capaces de llevarlos a matar y a morir colectivamente;
había una coherencia tan notable entre sus nociones y sus creencias
y cada uno de ellos, que actuaban ante los estímulos externos
planteados por la Conquista con una ingenuidad increíble. Por
lo menos, ni los españoles de aquellos días ni los que
han escrito sobre esos indios en los siglos que siguieron a la Conquista
se dieron cuenta de las razones de esa supuesta ingenuidad. No era ingenuidad;
era coherencia de conducta con sus nociones, sus creencias y su contexto
social. Para el indio era inconcebible que uno de ellos pudiera vivir
fuera de su contexto social, de su familia y su tribu; para él
era inconcebible que se le pudiera atropellar o matar sin causa justificada
o razonable; para él era inconcebible vivir sin su cacique o
su piache o sacerdote; para él era inconcebible que le hicieran
trabajar si el producto de su trabajo no se destinaba a las necesidades
de su familia 0 su tribu. Su libertad no era lo que entendemos hoy por
libertad; era la libertad de toda su tribu, y tal vez más aún,
era el libre funcionamiento de su sociedad tribal dentro de los conceptos,
en conjunto y en detalle, que esa tribu tenía de la vida. SÍ
no se comprende esto no puede comprenderse por qué esos pueblos
pequeños y débiles prefirieron la aniquilación
a vivir bajo normas sociales que no eran las suyas.
Es probable que de no haber sido agredidos en sus normas, los indios
de las Antillas nunca hubieran atacado a los españoles. Cuando
éstos llegaron, generalmente los recibieron con agrado y con
generosidad; les obsequiaban con lo que los españoles les pedían
—oro, sobre todo— y hacían guatiao con ellos, lo
cual equivalía a establecer un vínculo más que
sanguíneo; los ayudaban, les decían sin reservas todo
lo que sabían. Un recibimiento hostil era la excepción,
y habría que saber cuáles eran las causas de esas agresiones,
qué habían oído esos indios contar de lo que hicieron
los españoles en tal o cual punto. La verdad es que a pesar de
los esfuerzos del Estado español —a través de la
reina Isabel—, los españoles como Pedro Alonso Niño
y Rodrigo de Bastidas eran poco comunes; entre los demás había
algunos dispuestos a agredir sin ningún motivo. Tal era el caso
de Alonso de Ojeda.
Este Alonso de Ojeda era aquel capitán que anduvo por las costas
de Venezuela acuchillando a los indios y apresándolos para venderlos
como esclavos. Ojeda había ido con Colón a La Española
en el segundo viaje y a él le tocó iniciar allí
las agresiones que iban a provocar los levantamientos que condujeron,
en pocos años, a la extinción de los indígenas.
Esa primera agresión debió haber sucedido en abril de
1494.
A esa fecha, ya los mil trescientos y más españoles que
habían llegado en noviembre de 1493 a poblar la isla estaban
desencantados de su aventura, pues ni había en la tierra el oro
que se esperaba ni el clima se parecía al de España; ni
el casabe era el pan y el mosquito no dejaba dormir y las lluvias eran
interminables y, en. fin, sus enfermedades eran desconocidas y algunas,
como la 'buba, muy feas. Además, había que racionar la
comida que se llevó de España, pues los indios, que no
esperaban a los españoles, no podían multiplicar sus viandas
de un mes para otro-. En la Isabela llegó a sufrirse tanta hambre,
que los españoles, tuvieron que comer culebras, lagartos y hasta
perros de las que habían llevado de España. Pues bien,
en esa situación de desencanto general, Alonso de Ojeda prendió,
hacía abril de 1494, a un cacique indio del valle de La Vega
y le cortó las orejas en presencia de la gente de su tribu. Hizo
esa barbaridad porque había desaparecido la ropa de uno de sus
hombres y quiso sentar un ejemplo. Además de mutilar al cacique,
apresó a unos cuantos indios más, entre ellos gente principal,
y los mandó a la Isabela, donde Colón los condenó
a ser decapitados, aunque la condena no fue ejecutada. A partir de la
acción de Ojeda, los conquistadores comenzaron a desmandarse
con los indios; a quitarles sus mujeres, lo cual resentía a los
indígenas en grado sumo; a forzarlos a buscar comida. La respuesta
de los tainos fue abandonar sus sitios de labor, no recolectar frutos,
no pescar, no sembrar; con lo que la situación de los españoles
llegó a ser desesperada.
Colón salió de la Española el 24 de abril (1494)
al viaje que lo llevó a descubrir Jamaica y la costa sur de Cuba.
Sin duda a ese tiempo sabía ya que no estaba en la India y se
fue a buscar el paso hacia Cipango. Debía saber también
que La Española no tenía tanto oro como él creyó
y que los hombres que había llevado para poblarla no servían
para la tarea de hacer producir esa tierra. Esa tarea requería
una técnica, requería un mercado para los productos que
se sacaran de la tierra, y no lo había. Extender España
al Caribe había sido una ilusión. Ni el Caribe era la
Península ni los tainos eran españoles.
Habría que escribir todo un libro con el tema de la aclimatación
de los españoles en el Nuevo Mundo. Pues se trataba no sólo
de adecuarse al nuevo clima físico, sino de acostumbrarse a todas
las carencias de lo español y a todas las abundancias de lo tropical,
y esto era un proceso difícil. El calzado que en la Península
duraba seis meses, en La Española debía durar tres, ¿y
quién pensó llevar calzado de repuesto ni material para
hacerlo? Cuando la ropa se raía, ¿con qué se reponía?
En días de calor no servía para nada la tela de abrigo.
Consumido el vino, no había con qué hacerlo. Además,
allí no estaban las mujeres españolas, que sabían
cocinar el garbanzo y la acelga y hacer chorizos; allí había
papa, yuca, tubérculos de gustos desconocidos; y no había
ciudades ni caminos, sino grandes chozas y vegetación selvática;
y no había nieves, sino largas lluvias que ponían las
cosas a pudrir; y no había un rey y una reina con su corte y
sus funcionarios, sino caciques desnudos y gentes de otra lengua y de
otras costumbres.
Ya muchos hombres se habían amotinado porque querían irse
a España, y después de la salida de Colón, cuando
llegó su hermano Bartolomé, que iba de la Península
con tres naos, los descontentos se apoderaron de ellas a la fuerza y
se fueron a España. Como entre los que se fueron estaba mosén
Pedro Margarite, hombre importante que tenía a su cargo 400 españoles
en el valle de La Vega, esos 400 hombres se desbandaron en pequeños
grupos, se dispersaron por todo el valle —que es muy grande—
y comenzaron a atropellar a los indios para obligarlos a darles comida
y a entregarles a sus mujeres; a violar, en fin, las normas sociales
indígenas. El cacique Guatiguaná hizo presos a 10 de ellos
y los mató. A su ejemplo, otros caciques de la región
hicieron otro tanto con siete españoles.
Colón volvió a la Isabela el 29 de septiembre de 1494.
Llegaba muy enfermo, hasta el-punto que cuando arribó a la islita
la Mona —pues viajaba por el Caribe y tenía que pasar a
la costa norte de La Española— se creyó que iba
a morir allí. A la llegada a la Isabela se sorprendió
con el estado de desorden general de la colonia y se alarmó con
la noticia de que los indios estaban matando españoles. El Almirante,
tal vez presionado por los colonos, mandó hacer un ejemplo con
Guatiguaná y su pueblo, y efectivamente se hizo. La matanza de
indios fue grande; de los que huyeron y quedaron vivos, 500 fueron llevados
a La Isabela como prisioneros. Colón los tomó por esclavos
y los envió a España para que fueran vendidos. Además,
se ordenó matar cien indios por cada español muerto a
manos de los indígenas.
Como la violencia genera violencia, la respuesta de los tainos fue un
levantamiento encabezado por Caonabó, jefe de un territorio situado
en el lado sur de la isla. Este Caonabó era marido de Anacaona,
que era a su vez hermana del reyezuelo de Jaraguá; a la muerte
de su hermano, Anacaona pasaría a ser la reinezuela. Caonabó,
pues, se fue al Norte, hizo alianza con los cíguayos y puso sitio
a la fortaleza de Jánico, mandada construir en 1494 por el propio
Almirante. Jánico estaba situado en las lomas que dominaban el
gran valle del Cibao, y allí estaba como jefe Alonso de Ojeda.
Después de varios combates, Ojeda logró levantar el sitio
y Caonabó se retiró a su poblado del Sur. Hasta allí
se fue Ojeda a hacerle proposiciones de paz. Visitándole a menudo,
logró ganarse la confianza del cacique y cuando la tuvo le llevó
un regalo, que según Ojeda, le enviaban los reyes de España.
Se trataba de un par de esposas que colocó en los pies del caudillo
indio. Así lo inutilizó, e inmediatamente lo hizo montar
en la grupa de su caballo y se lo llevó a la Isabela, sólo
protegido por una escolta de nueve españoles. Los cronistas de
esos días refieren que Caonabó se ponía en pie
siempre que Ojeda entraba en su celda. Lo hacía en señal
de admiración por la audacia y el coraje del capitán español.
Después de la prisión de Caonabó, el Almirante
se puso al frente de una columna de ciento ochenta hombres de a pie
y veinte montados, con veinte perros bravos que ya habían sido
enseñados a perseguir indios. Esto sucedía a fines de
marzo de 1495.
La columna de Colón fue atacada en las eminencias que dominan
el valle del Cibao, en el lugar llamado hoy Santo Cerro. Aunque Las
Casas habla de cien mil indios, es difícil que en esa acción
participaran más de dos mil o tres mil. Los tainos fueron arrollados,
acuchillados, perseguidos después de la derrota, y su jefe, el
cacique Guarionex, cayó prisionero. Los españoles contaron
que cuando los indios quisieron quemar una cruz de madera que habían
plantado los conquistadores, apareció sobre la cruz la Virgen
de las Mercedes, lo cual aterrorizó a los atacantes y les hizo
huir. Esta, desde luego, es una versión americana de las apariciones
del Apóstol Santiago en las batallas españolas contra
los árabes. Pero es difícil explicarse cómo la
Virgen de las Mercedes podía ponerse del lado de los que estaban
acabando con los indios, que eran los más débiles y además
los dueños naturales de las tierras. Es el caso que la tradición
arraigó, y allí donde estuvo la cruz hay hoy un templo
dedicado a Las Mercedes, y ésta, además, ha pasado a ser
la patrona de los militares del país.
Colón siguió en campaña todo el resto de ese año
de 1495, de manera que al comenzar el 1496, gran parte de la isla estaba
sometida, varios miles de indios habían sido muertos, muchos
habían sido declarados esclavos y gran cantidad había
huido a tos montes. El 10 de marzo (1496) el Almirante embarcó
para España con esclavos, oro, pájaros raros, y dejó
el gobierno de la colonia en manos de su hermano Bartolomé. Se
dice que en ese viaje iba Caonabó y que murió antes de
llegar a España.
Mientras Colón estaba por España, su hermano don Bartolomé
abandonó la Isabela y fundó la Nueva Isabela en la costa
del sur, es decir, sobre el mar Caribe, en la orilla oriental del río
Ozama. Y sucedió también que en esa ausencia del Almirante
se produjo el levantamiento del alcalde mayor de la isla, Francisco
Roldan Ximénez. Con esa sublevación aparecería
el germen de las encomiendas, un tipo de esclavitud que luego se generalizó
por todo el Caribe y por América y dio origen a un poderoso movimiento
de protesta encabezado por los frailes dominicos y respaldado por eminentes
teólogos de la Península.
El punto de las encomiendas merece ciertas reflexiones, porque fue tan
importante, que los imperios que fueron al Caribe a desplazar a España
lo usaron para justificar su agresión a los establecimientos
españoles. Pero también es importante la rebelión
de Roldan, debido a que culminó al cabo de algún tiempo
en la matanza de indios de Jaraguá, en la que perdió la
vida Anacaona, la feinezuela viuda de Caonabó.
En su desesperación por hallar medios para sostener la colonia,
Colón instituyó un tributo que debía pagar cada
indio de catorce años en adelante. Ese impuesto consistía
en un cascabel de Flandes lleno de oro cada tres meses (más tarde
lo redujo a medio cascabel); y el que no pagara ni con oro ni con algodón
sería declarado esclavo. Cuando Roldan se sublevó, pidió,
entre otras cosas, la abolición de ese tributo, razón
por la cual se le ha considerado defensor de los indios e iniciador
de la lucha por la justicia social en América. En realidad, el
alcalde mayor pidió que el impuesto fuera abolido porque necesitaba
ganarse el apoyo de los indios. Hay que tener en cuenta que ya en la
isla no había mil trescientos y más españoles;
unos se habían ido con mosén Pedro Margante, otros se
habían ido con Colón, otros habían muerto. Los
que se fueron con Roldan eran poco más de un ciento. Para aumentar
las huestes, y para disponer de comida, tenían que buscar el
apoyo de los indígenas, y eso se lograba defendiéndolos.
Roldan encarnó el disgusto de los españoles e indios provocado
por las tensiones y los fracasos que produjo en unos y en otros el choque
de la Conquista. Pero Roldan no podía tomar partido a favor de
los españoles contra los indios ni en contra de los españoles
a favor de los indios, porque todos los españoles, aun los enemigos
más encarnizados de Colón, aspiraban a despojar a los
indios de sus tierras, y la mayoría de los indios aspiraba a
que los indios se fueran. La lucha de Roldan era contra Colón,
porque entendía que éste era culpable de los males que
padecían los españoles de la isla, y para esa lucha buscó
y obtuvo la alianza de los indios, porque éstos también
sufrían —y más que nadie— las consecuencias
de la Conquista. Al pedir la abolición del tributo, Roldan se
hacía simpático a los indios, con lo que aumentaba sus
fuerzas. Pero cuando llegó la 1 hora de pactar con el Almirante
—lo que sucedió en el mes de noviembre de 1498—,
Roldan pidió, y Colón aceptó, que aquellos de sus
partidarios que quisieran irse a España podrían llevar
esclavos indios, y los que quisieran quedarse recibirían tierras
y esclavos indios para trabajarlas. Un detalle que pinta la naturaleza
afectiva del español es que algunos rebeldes pidieron que se
les dejara llevar a España "las mancebas que tenían
preñadas y paridas".
Parece que para contar con la adhesión de los españoles,
don Bartolomé Colón les había concedido a muchos
de ellos el derecho de tener esclavos indígenas. Hasta ese momento,
los esclavos eran destinados a la venta para levantar fondos, y no se
daban a los colonos. Tal vez ese paso dio base a Roldan y a sus hombres
para pedir igual privilegio. Colón aprobó lo que había
hecho don Bartolomé, y cuando la reina lo supo se disgustó
tanto, que se la oyó preguntar quién era el Almirante
para regalar a sus vasallos como si fueran bestias. (Como se sabe, la
reina fue tan tenaz en su oposición a la esclavitud de los indios,
que hasta en su testamento pidió que se respetara esa voluntad
suya, como si temiera que don Fernando y su yerno pudieran aceptar lo
que ella rechazaba con toda su alma).
Mientras Roldan y sus amigos andaban alzados, don Bartolomé estuvo
cazando indios, de manera que los que se habían ido a los bosques
no salían de ellos y morían a montones. Muchos indios
fueron muertos cuando se produjo la rebelión de Hernando de Guevara,
en el año 1500. Esa rebelión fue provocada por Roldan
y está vinculada a su estancia en Jaraguá, en los días
en que andaba levantando bandera contra el Almirante.
Guevara se había enamorado perdidamente de Higuemota, hija de
Anacaona, y resultaba que Higuemota había sido mujer de Roldan
cuando Roldán estuvo viviendo en Jaraguá. Después
de su entendimiento con el Almirante, Roldan había quedado con
mucha autoridad, pues no sólo sus funciones de Alcalde Mayor,
sino su categoría de líder le servían para contener
a sus amigos, con lo cual resultaba útil en el gobierno de la
colonia. En el caso de las relaciones del joven Guevara con la india
Higuemota, usó su autoridad para expulsar a Guevara de Jaraguá,
a lo que el enamorado respondió convocando a sus amigos y a los
indios que podían ayudarle. Su plan era hacer preso a Roldan,
pero resultó que Roldan se adelantó y prendió a
Guevara y a sus amigos. Esa prisión provocó el levantamiento
de un primo de Guevara, Adrián de Mujica, y el dé varios
de sus amigos, y a poco la rebelión se extendía por todas
partes. En realidad, las causas de ese levantamiento general no eran
los problemas personales de Roldan con Guevara. Las causas estaban en
que los españoles habían ido a La Española a buscar
oro y allí había poco oro; en que habían ido a
iniciar un imperio sin que la metrópoli tuviera capacidad para
organizar y explotar un imperio; en que la aventura de colonizar la
isla había desembocado en una frustración colectiva porque
no había correspondencia entre lo que se soñó en
España y la realidad viva de La Española.
Es el caso que don Cristóbal Colón reaccionó violentamente
contra esa rebelión y salió a buscar sublevados. Donde
cogía a un castellano rebelde, procedía a ahorcarlo. Como
es fácil deducir, en ese estado de desorden los indios pagaban
los platos rotos. Al fin, el Trono, allá en la Península,
resolvió cortar por lo sano; envió a La Española,
con órdenes severas, a don Francisco Bobadilla, y éste
hizo presos al Almirante y a sus hermanos y los envió a España.
En ese momento quedaban en La Española sólo trescientos
castellanos. Colón llegó a España cuando faltaban
un mes y cinco días para finalizar el año 1500. Con el
siglo xv terminaba la autoridad de Colón sobre La Española,
la tierra en que puso tantas ilusiones.
¿Por qué Bobadilla no mandó preso también,
junto con el Almirante y sus hermanos, a Francisco Roldan? Se piensa
que don Cristóbal perdió el favor de la reina cuando doña
Isabel supo que estaba repartiendo indios entre sus amigos; y tal vez
se le hizo creer a la reina que Roldan defendía a los aborígenes.
Al iniciar su rebelión, Roldan lo había hecho a los gritos
de "¡viva el rey!". Roldan era ignorante pero inteligente,
y sabía que ningún español aceptaría ponerse
contra el Estado, encarnado en don Fernando y doña Isabel. La
rebelión se hacía contra Colón y sus hermanos,
pero se hacía pública la adhesión al Trono. Roldan,
pues, apareció en la isla como el defensor de los monarcas. Sin
ninguna duda, Roldan podía seguir siendo útil en La Española,
puesto que tenía autoridad sobre españoles y sobre indios.
En el caso de los últimos, esa autoridad no descansaba sólo
en que había reclamado —y obtenido— la derogación
de los tributos que debían pagarlos indios; descansaba, quizás
más que nada, en la vinculación de Roldan y sus hombres
con los indígenas de Jaraguá a través de la organización
sociocultural de los indios.
En esa organización, el nexo tribal era de una fuerza que hoy
difícilmente podemos apreciar. Hoy queremos y ayudamos a nuestros
padres, hijos y hermanos, pero desde un punto de vista personal, no
colectivo. Los indios tainos de La Española —como los caribes
y los arauacos de todo el Caribe— iban más allá;
la familia, nucleada en varias generaciones —esto es, la tribu—,
era en sí misma el grupo social. Todo el que entraba en ese grupo
social era defendido a vida y muerte por el grupo. Roldan y los españoles
que le siguieron en la rebelión se incrustaron en la organización
social taina de Jaraguá a través de los hijos que tuvieron
con esas "mancebas preñadas y paridas" de la tribu
de Anacaona. Roldan tenía autoridad de líder sobre los
españoles que le siguieron, y él y éstos eran ya,
en el sentimiento de los indios de Jaraguá, miembros de su tribu;
así, Roldan tenía la categoría de un cacique, aunque
no lo fuera, pues mandaba en los españoles que eran sus partidarios
y éstos eran seguidos por los hermanos y los primos y los tíos
y los padres de sus mujeres indias. Prender a Roldan equivalía
a soliviantar a sus seguidores españoles, y tocar a éstos
era lo mismo que tocar a todos los indios de Jaraguá. Sin conocer
esa situación no podemos explicarnos la tan mentada matanza de
Jaraguá.
Esa matanza fue ejecutada por el comendador don Nicolás de Ovando,
que llegó a La Española el 15 de abril de 1502 con toda
la autoridad necesaria para establecer allí el orden. A su llegada,
Ovando detuvo a Bobadilla y a Roldan y los metió en un barco
con destino a España. Ya hemos contado que la flota en que iban
se hundió, a pesar de que Colón, que quiso entrar en el
puerto de la Nueva Isabela o Santo Domingo, aconsejó que no se
despacharan esos barcos porque había amenaza de huracán.
La prisión de Roldan y su subsecuente desaparición al
perderse la flota debió causar necesariamente, aunque no lo digan
los documentos, mucha aprensión y mucho disgusto en Jaraguá.
Para hacernos cargo de la extensión de ese disgusto tendríamos
que saber ahora cuántas hijas o hermanas de indios de ese reino
tenían hijos con españoles roldanistas, y sólo
sabemos que Higuemota, hija de Anacaona, había sido mujer de
Roldan. En Jaraguá debió hablarse bastante mal de Ovando
y quizá se hablo de ataques al nuevo gobernador. Se sabe que
hasta éste llegaron rumores de que se preparaba un levantamiento
de los indios de Jaraguá. Ovando, que había llegado de
España con instrucciones de ser duro contra todos los rebeldes,
españoles o indios, se decidió a dar ejemplo. Y lo dio,
por cierto que muy sangriento.
Ovando salió hacia Jaraguá, que —como hemos dicho
ya— caía por la banda del sur hacia el Oeste. El comendador
llevaba 300 infantes y 70 jinetes. Al llegar a Jaraguá salieron
a recibirle todos los caciques de la región, corí Anacaona
al frente de ellos, mientras un grupo de mujeres danzaba al son de cantos.
A Ovando se le alojó en uno de los grandes caneyes. Para responder
a los halagos, Ovando anunció un juego de cañas e invitó
a todos los indios principales a su caney. Cuando todos estaban allí,
los españoles de a pie cercaron el caney, hicieron presos a todos
los indios, se llevaron a Anacaona —a quien ahorcarían
después— mientras los de a caballo corrían por el
pueblo alanceando y acuchillando a cuantos encontraban. Los que quedaron
cercados, en el caney fueron, al parecer, quemados allí mismo,
de manera que sí eran caciques y principales de la' región,
Jaraguá quedó sin jefes y definitivamente pacificada.
Roldan yacía en los fondos del mar y sus "familiares"
de la isla habían sido aniquilados.
En la región del este de la isla no había habido hasta
ese año de 1502 actividad guerrera. La región se llamaba
Higuey. Higuey era una península con costas al Norte, al Este
y al Sur. Frente a la costa del sur, muy cerca estaba la pequeña
Saona. Un día, una nave anclada en la Saona estaba cargando casabe.
Los cargadores eran indios comandados por un cacique. Dos españoles
de los que andaban en la nao le azuzaron un perro al cacique, y el animal
le atacó con tanta fiereza, que le echó los intestinos
afuera. Esto produjo una rebelión en Higuey que costó
la vida a ocho españoles. Inmediatamente Ovando envió
hacía Higuey una columna al mando de Juan de Esquivel, que pacificó
la región matando indios. En Saona, donde se había refugiado
Cotubanamá, no quedó prácticamente nadie vivo,
excepto el cacique, que fue llevado preso a Santo Domingo y ahorcado.
Ahorcada murió también la cacica Higueymota, ya anciana.
Ovando entendía que a los caciques, por ser gente principal,
no se les debía matar a lanzadas ni a cuchilladas, sino en la
horca, "para hacelles honra", según dice Las Casas,
lo cual en la lengua de hoy quiere decir "en reconocimiento de
su categoría".
Las matanzas de Jaraguá, Higuey y la Saona dejaron a los pocos
indios que quedaron sin líderes y sin fuerzas para rebelarse
otra vez. Pasarían varios años antes de que Enriquíllo,
que en 1502 era un jovenzuelo, se levantara en las montañas de
Bahoruco. El imperio estaba firmemente asentado en La Española.
La tarea de asentarlo fue bien cumplida por fray Nicolás de Ovando,
que además de matar indios mudó la ciudad de Santiago
a la orilla derecha del Ozama y la llenó de edificios públicos
impresionantes; qué fundó numerosos pueblos en sitios
estratégicos de la isla; que sometió a los españoles
al orden y puso tierra a producir; que encomendó a Juan Ponce
de León la conquista de Puerto Rico y a Diego de Ocampo el bojeo
de Cuba. Bajo don Nicolás de Ovando La Española fue en
verdad la frontera de España en el Caribe. Pero al entregar en
1509 el gobierno de la isla y de las Indias al hijo del Almirante don
Diego Colón apenas quedaban en la isla doce o trece mil indios,
y sobre ese resto la institución de la encomienda pesaba como
un dogal de hierro remachado a martillazos. , La encomienda fue, por
lo menos en el orden legal, un paso avanzado en el largo tránsito
de la esclavitud a la libertad personal. Fue también un compromiso
ante el Trono, que no quería la esclavitud, y los conquistadores
del Caribe, que la mantenían. Pero la ley y el-compromiso fueron
violados en la práctica por los conquistadores, de manera que
la encomienda resultó ser, en la realidad, una de las formas
más aborrecibles de la esclavitud. Para los españoles
no era nada irregular tomar prisioneros en la guerra y hacerlos esclavos.
Venían haciéndolo con los moros en la propia España
desde hacía tiempo, así como los árabes" convertían
en esclavos a los prisioneros cristianos; habían estado haciéndolo
en las islas Canarias, donde en 1493 y 1494 —esto es, cuando ya
se había empezado a poblar La Española, y las Canarias
eran la primera escala en el viaje al Caribe— el sevillano Alonso
de Lugo había cogido naturales de esas islas —llamados
guanches— en gran cantidad y los había vendido como esclavos.
Todavía en el siglo XVII había esclavos en España.
Por medio déla encomienda se entregaba a un conquistador una
cantidad de indios, en familias, para que vivieran bajo su protección
y cuidado y para que el español les enseñara la religión
católica, y se autorizaba al encomendero a recibir cierta cantidad
de trabajo de los indios a manera de retribución por su atención
y por los gastos que ocasionaran los indios. Los indios debían
sembrar lo que necesitaran para su sustento.
Pero lo cierto fue que esas familias indígenas pasaron a ser
esclavas de sus encomenderos; que éstos las forzaban a trabajar
y les pegaban y llegaban hasta a darles muerte a palos o con perros;
que bajo el gobierno de Diego Colón los repartos de indios se
hicieron sin tomar en cuenta lo que les era más caro a los indios,
la unidad de su grupo, de manera que la madre iba en manos de un conquistador,
este hijo a las de aquél, una hija a las de otro; que a los encargados
por el Trono de visitar a los encomenderos para saber si se cumplían
las leyes de las encomiendas —los visitadores de encomiendas—
se les autorizó a tener indios encomendados, con lo que la Iglesia
fue a dar en manos de Lutero; con todo lo cual la suerte de los indios
llegó a ser peor que la de los negros esclavos. Estos se compraban
con dinero, y por eso se cuidaban; los indios se conseguían con
una orden del gobernador.
El cuarto domingo de Adviento de 1511, estando el virrey-gobernador
don Diego Colón y los más altos funcionarios de la colonia
en misa, oyeron con espanto al padre Antonio Montesinos, que hablaba
con la autoridad de toda la congregación de los frailes dominicos.
El padre denunció lo que se hacía con los indios. "¿Con
qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel
y horrible servidumbre aquestos indios? ¿Con qué autoridad
habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban
en sus tierras mansas y pacíficas, donde tan infinitas dellas,
con muertes y estrago nunca oído, habéis consumido? ¿Cómo
los tenéis tan opresos y fatigados, sin dalles de comer ni curallos
en sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais incurren
y se os mueren, y por mejor decir los matáis, por sacar y adquirir
oro cada día?".
En las breves palabras que hemos copiado, el padre Montesi nos resumió
la situación de los indios de La Española encomendados
a los conquistadores. No se podía decir más, pero asombra
que pudiera decirse tanto en tres párrafos.
Este episodio ha sido muy celebrado por los historiadores, y, sin embargo,
nadie ha intentado calar en su entraña. En la encomienda de indios
degenerada hasta el crimen y en la protesta del fraile por esa degeneración
hay toda una lección de mucha profundidad. Tal vez nada ilumine
mejor la situación de España que esa página de
la Conquista. Pues la encomienda fue una medida que no correspondía
a los finales del siglo XV ni a los principios del XVI; era un esfuerzo
por resucitar, idealizándola y adornándola con colores
halagüeños, la organización social del Medievo en
los tiempos en que el señor protegía al siervo contra
sus enemigos y le hacía justicia a cambio de que éste
le diera parte de lo que producía y unos días de trabajo
al mes o a la semana; y sucedió también que la actitud
del padre Montesinos fue la de los curas medievales, que defendían
al débil contra el poderoso.
Como se ve, en el año de 1511 en Castilla había ideas
y actitudes de los tiempos medievales, que no podían hallarse
en regiones de Europa como Florencia o Flandes, donde la sociedad se
había organizado a la manera burguesa. Y sin una burguesía
en el mando del país, España no podría ser un imperio
cabal.
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Capítulo IV
LA CONQUISTA DEL CARIBE ENTRE 1508 Y 1526
La conquista del Caribe se limitó,
durante quince años, a los conquista de La Española y
a su organización como extensión, de España. Después
de logrado esto, se paso a conquistar otros territorios en las Antillas
y en Tierra Firme. El proceso comenzado en 1508 por Puerto Rico, fue
desordenado; no obedeció a un plan y se dejó, en realidad,
a la voluntad de los que quisieron conquistar y poblar, aunque para
hacerlo tenían que obtener la aprobación de las autoridades.
En el caso de Puerto Rico, fue Ovando quien dio poderes a Juan Ponce
de León para la conquista de esa isla; en el caso de Jamaica
y de Cuba, fue don Diego Colón quien mandó a Juan de Esquivel
a la primera y a Diego Velázquez a la segunda; pero en el caso
de Nueva Andalucía y Veragua, fue el rey quien capituló
con Ojeda y Nicuesa.
Lo lógico hubiera sido que la conquista del istmo de Panamá
y dé una parte de América Central se hubiese hecho como
empezó, partiendo de La Española o desde Jamaica —que
geográficamente era mejor base que La Española en lo que
se refiere a la América Central y al istmo—; sin embargo,
en 1514 se envió desde España a Pedradas Dávila
con una lujosa expedición despachada directamente a Castilla
del Oro —Panamá—, y al mismo tiempo se procedía
a la conquista de la América Central desde La Española
y desde Méjico.
Ese estado de desorden puede apreciarse bien en el caso de Venezuela.
Todas las fundaciones de ese país se hicieron desde La Española.
Pero en 1528, al mismo tiempo que Juan de Ampués se establecía
en Coro, el Trono español cedía ése y otros territorios
a una firma alemana, los Welzeres o Balzares.
El resultado de esa falta de orden, debido a la ausencia de un centro
que organizara la Conquista, fue una larga serie de litigios y de choques
entre los conquistadores y el abandono de muchos territorios —especialmente
islas— que nunca fueron poblados y que por esa razón cayeron
después con facilidad en manos de otros imperios. El resultado,
en suma, fue que se dio pie para que el Caribe se convirtiera en la
frontera de varios imperios de lucha.
Hagamos la historia de la conquista del Caribe en el orden cronológico
en que se produjo.
Las matanzas de Higuey y la Saona tuvieron lugar, como dijimos ya, en
el año de 1502, y fueron dirigidas por Juan de Esquivel. A raíz
de la pacificación de Higuey, Ovando nombró teniente gobernador
de la zona a Juan Ponce de León. Seis años después,
a mediados de 1508, lo autorizó a explorary conquistar la vecina
isla de San Juan (Puerto Rico). Al año siguiente (1509) el virrey
don Diego Colón mandaría a Juan de Esquivel a hacer lo
mismo en Santiago (Jamaica).
Ponce de León había establecido casa —cuyas paredes
de piedra pueden verse todavía— a orillas del río
Yuma, cerca del mar Caribe, de manera que tenía contactos frecuentes
con indios navegantes. Así se enteró de que San Juan era
grande y hermosa y de que allí había oro. Autorizado por
Ovando, se fue a San Juan con 50 hombres, uno de los cuales era intérprete;
llegó a la costa sur de la isla el 12 de agosto (1508) y desembarcó
en lo que hoy es Guánica, cerca de un poblado dé indios
cuyo cacique se llamaba Agueybana. Agueybana recibió al capitán
español con buenos modos, como ocurría casi siempre en
el primer encuentro de castellanos e indígenas.
Al finalizar el año, Ponce de León había explorado
gran parte de la isla sin hallar dificultad alguna en sus relaciones
con los indios, que le obsequiaban con oro y víveres y le prestaban
ayuda en cuanto les pedía. A fines de año decidió
fundar población en lo que hoy es la bahía de San Juan.
Ovando bautizó el nuevo establecimiento con el nombre de Caparra
y el rey con el de Puerto Rico. Este último acabó siendo
el de la isla. Cuando regresó a Santo Domingo en abril de 1509
para dar cuenta a Ovando de lo que había hecho en la isla vecina,
Ponce de León llevaba como muestra de la riqueza de Borinquen
una cantidad de oro que al fundirse dio 839 pesos y cuatro tomines.
Ese mismo año (1509), el 14 de agosto, el rey nombró a
Ponce gobernador de la isla.
Poco antes —en el mes de julio— había llegado a La
Española Diego Colón, el hijo del Descubridor, con el
título de virrey de las Indias, y con él viajó
al Caribe Cristóbal de Sotomayor, un joven de la nobleza española
a quien el rey don Fernando le dio cédula real para que se le
entregara en Puerto Rico el mejor cacique de la isla con 300 indios.
A este Sotomayor nombró Ponce de León alguacil mayor de
Puerto Rico, y el nuevo funcionario procedió a fundar un pueblo
al que bautizó con su propio nombre. Aunque no hay detalles acerca
de la aplicación de las encomiendas en la isla, se sabe que comenzó
en el 1509 y debemos suponer que el sistema se inició al entregársele
a Sotomayor "el mejor cacique" y los 300 indios de que habla
la mencionada cédula real. Mientras no se comenzaron las encomiendas
y mientras vivió el cacique Agueybana, todo iba bien en Puerto
Rico.
Pero empezaron a repartirse indios entre los españoles y murió
Agueybana, y su heredero en el cacicazgo, Guaybaná, decidió
comenzarla lucha contra los españoles. Para convencer a los indígenas
de que los españoles eran mortales, Guaybaná hizo preso
a Diego Salcedo, a quien metió en el cauce de un río,
con la cabeza dentro del agua hasta que murió ahogado. Después
de esto organizó un levantamiento que tuvo lugar al comenzar
el año 1511 y que empezó con la muerte de Sotomayor y
de un grupo de españoles que le acompañaba. Al mismo tiempo
el cacique Otoao asaltó el pueblo de Sotomayor, lo quemó
y mató a 80 de sus habitantes.
Para hacer frente a la rebelión de Guaybaná y Otoao, Ponce
de León se dirigió a Coayuco —el actual Yauco—,
donde atacó de noche a una concentración indígena,
ala que hizo más de 200 muertos. Pero Guaybaná no cayó
en esa acción y se fue a la región de Yagueza—hoy
Añasco— adonde le llegaron refuerzos que le enviaban los
caribes de la isla de Santa Cruz, prueba de que había una comunidad
racial o de otro tipo entre arauacos y caribes.
El gobernador recibió refuerzos de La Española y levantó
un fortín para estar a salvo de sorpresas. Guaybaná atacó
ese fortín, él mismo al frente de sus indios, pero como
llevaba al cuello un disco de oro que era el símbolo de su jerarquía,
pudo ser fácilmente localizado por un arcabucero, que acertó
a matarlo de un disparo. Los seguidores de Guaybaná que no se
rindieron en el combate fueron cazados con perros y vendidos como esclavos,
y como algunos huían hacia Santa Cruz, se procedió a destruir
todas las canoas de indios para que ninguno pudiera salir de Puerto
Rico.
Perseguidos en forma tan implacable, muchos de los indígenas
se internaron en las sierras y se dispusieron a seguir luchando. Cuando
don Diego Colón llegó ala isla en 1514, en visita de inspección,
ordenó la fundación de un pueblo que se llamaría
Santiago, situado en la costa del este; pero los indios que se habían
escondido en las lomas de Luquillo bajaron, combinados con otros que
llegaron de Santa Cruz y de la isla Vicques; asaltaron Santiago, la
destruyeron totalmente, mataron a la mayoría de los habitantes
a macana, exterminaron el ganado y aniquilaron los sembrados. No conformes
con lo que habían hecho, avanzaron hacia el Oeste y asaltaron
las viviendas de los españoles en Loíza. El jefe de esa
acción se llamaba Cacimar, y como fuera muerto por los conquistadores,
su hermano Yau-reibo organizó en la isla de Vieques otro asalto
a Puerto Rico con el propósito de vengarlo. Pero el gobernador,
que ya no era Ponce de León, supo la noticia, se dirigió
a Vieques, cogió por sorpresa todas las canoas indígenas,
entró en la pequeña isla y dio muerte a Yaureibo y a todas
sus gentes. Inmediatamente después organizó expediciones
a Santa Cruz y a las restantes islas Vírgenes para liquidar allí
todo intento de ataque a Puerto Rico o en La Española.
Veinte años después del alzamiento de Guaynabá
los indios de Borinquen estaban prácticamente exterminados, puesto
que en 1531 sólo quedaban en la isla 1.148, de ellos 473 repartidos
y 675 esclavos. Nunca sabremos cuántos de esos esclavos fueron
cazados en otras islas y vendidos en Puerto Rico. Sin embargo, lo que
acabamos de decir no significa que en 1531 había terminado la
lucha de los indios contra los españoles en la isla de Puerto
Rico, como no terminó la de la Española con las matanzas
de Jaraguá e Higuey en 1502. Pero esa lucha será explicada
más tarde.
De Jamaica se sabe muy poco. Hay quien opina que Juan de Esquivel llegó
a esa isla en 1510; hay quien dice que fue en 1509. Juan de Esquivel
era hombre, por lo visto, a quien no le interesaba la Historia. Desde
luego, debió haber llegado a Jamaica en 1509, porque ese año
se iniciaron los viajes de Alonso de Ojeda y Diego Nicuesa a Nueva Andalucía
y Veragua. A ambos se les había señalado que Jamaica sería
su base de operaciones. Como don Diego de Colón entendía
que Jamaica le pertenecía en herencia, debido a que su padre
la había descubierto y había estado en ella más
de un año, se apresuró a despachar a Juan de Esquivel
hacia esa isla para tomar posesión efectiva de ella antes de
que pudiera hacerlo Ojeda o Nicuesa. Se sabe que Ojeda y Nicuesa salieron
de La Española hacia sus respectivos territorios antes de terminar
el año 1509. Por cierto, que en su viaje de España a La
Española, al pasar por Santa Cruz, Nicuesa apresó varios
indios que vendió como esclavos en La Española. Parece
que Esquivel no salió hacia Jamaica sino después de haber
salido Ojeda para Nueva Andalucía, puesto que el padre Las Casas
cuenta que Ojeda afirmaba que si Esquivel iba a Jamaica le cortaría
la cabeza. Podemos colegir que Esquivel partió para Jamaica —con
60 hombres— después que Ojeda se fue, pero en ningún
caso en el 1510.
Esquivel fundó en la costa norte de Jamaica un pueblo llamado
Sevilla la Nueva. Más tarde aparecerá, un poco hacia el
este de Sevilla, una población llamada Melilla, y luego, sobre
la banda del sur, otra llamada Santiago de La Vega, que pasaría
a llamarse La Vega a secas. No se sabe cuándo desaparecieron
Sevilla la Nueva y Melilla, aunque hay indicios de que la población
de la primera fue trasladada a Santiago de La Vega. Según un
informe, La Vega tenía en 1582 cien habitantes, aunque esa cifra
debe tomarse como de vecinos, es decir, de jefes de familias, puesto
que en 1597 se decía en otro informe que tenía 730 vecinos
—y en esa ocasión debieron ser habitantes—. En 1611,
esto es, catorce años después del informe anterior, se
decía, que la población de la isla alcanzaba 1.510 personas,
de ellas, sólo 74 indios.
Jamaica debió ser pobre en indios. No hay noticias de que sus
naturales lucharan contra los españoles ni que desde ella se
sacaran esclavos. Se sabe que cuando Esquivel estableció el sistema
de las encomiendas muchos indios huyeron a los montes; se sabe que de
la isla se enviaban a tierra firme alimentos y hamacas para cambiarlos
por esclavos indígenas que se vendían en La Española.
Pero es muy poco más lo que se sabe. La historia de esos primeros
años de Jamaica se esfuma como una pequeña nube deshecha
por la brisa.
Cuando se discutían las capitulaciones del Trono con Ojeda y
Nicuesa, Juan de la Cosa, el gran marino español, aconsejó
que se tomara como línea divisoria de las dos futuras gobernaciones
el río Atrato, que desembocaba en el golfo de Urabá —hoy
Darién—. Desde el río, por el Oeste y por el Norte,
hasta cabo Gracias a Dios, sería Veragua. Eso quiere decir que
el territorio donde están hoy Panamá, Costa Rica y Nicaragua
formaría la gobernación de Nicuesa. Del río, por
el Este, hasta cabo de la Vela, seria Nueva Andalucía, gobernación
de Ojeda. Eso significaba que a Ojeda le tocaría gobernar lo
que hoy es Colombia.
Ojeda dividió su expedición en dos partes; una que iría
con él y otra que llevaría más tarde Fernández
de Enciso. Con Ojeda iba de piloto Juan de la Cosa, e iba un hombre
que pasaría a la historia como el conquistador del Perú,
Francisco Pizarro.
Ojeda llegó a Turbaco, cerca de lo que hoy es Cartagena, y halló
violenta oposición de los indios. En esa ocasión perdió
la vida Juan de la Cosa. Nicuesa llegó a auxiliar a Ojeda y ambos
capitanes estuvieron combatiendo a los indios de la región sin
que lograran someterlos. Al final se separaron; Nicuesa siguió
viaje-hacía su destino y Ojeda se internó en el golfo
de Urabá y fundó, en la orilla oriental del río
Atrato, el pueblo de San Sebastián. Pero no pudo sostenerse allí.
Los ataques de los indios eran constantes y feroces, y además
el sitio era insalubre. Ojeda perdía hombre tras hombre y él
mismo fue herido en una pierna. Mientras tanto, Fernández de
Enciso no aparecía con la expedición auxiliar, que debía
salir de La Española. Hacia el mes de mayo (1510) la situación
era tan desesperada, que Ojeda tomó la decisión de salir
él mismo hacia La Española a buscar refuerzos. Al frente
de sus hombres dejó a Francisco Pizarro, que ya comenzaba a dar
muestras de sus condiciones para el mando. Ojeda naufragó y fue
a dar a la costa sur de la porción oriental de Cuba —que
todavía no había sido conquistada por los españoles—
y desde allí mandó un hombre a Jamaica para pedir ayuda.
Juan de Esquivel —a quien él había amenazado con
la decapitación hacía poco tiempo— le envió
a Pánfilo de Narváez con una escolta. De Jamaica, el duro
conquistador se fue a La Española, ingresó en un convento
para hacer penitencia y al morir pidió que se le enterrara en
la puerta para que todo el que entrara y saliera pisara sobre sus restos.
En el mes de septiembre Francisco Pizarro abandonó San Sebastián
y salió mar afuera. Iba navegando, no sabemos hacia dónde,
cuando halló a Fernández de Enciso, que se dirigía
hacia San Sebastián, Pizarro le dio cuenta del fracaso de la
expedición, de la muerte de Juan de la Cosa y la ausencia de
Ojeda, y Enciso ordenó el retorno a San Sebastián. Pero
al llegar encontraron sólo cenizas de la fundación. Los
indios habían destruido todo lo que los españoles habían
dejado atrás.
En ese momento surgió de entre los hombres de Enciso uno que
se había escondido en su nao cuando la expedición salía
de Santo Domingo. El hombre tenía prohibición de salir
de la Española mientras no pagara sus deudas, que no debían
ser muy altas, y era tan desenvuelto, que llevaba en el buque su perro,
un cazador de indios que se haría célebre junto con su
dueño. Este se llamaba Vasco Núñez de Balboa y
conocía la región del istmo porque había estado
allí con Rodrigo de Bastidas hace diez años. Cuando Bastidas
logró salir de La Española para retornar a España,
después de haber estado bajo el proceso que le levantó
Bobadilla, Núñez de Balboa se quedó en la isla
y ocho años más tarde salía de allí escondido
en el buque de Fernández Enciso. Balboa dijo que en la orilla
de enfrente del golfo de Urabá había un lugar apropiado
para fundar, que el conocía el sitio y que aseguraba que los
indios no causarían molestias. Se hizo lo que decía Balboa;
pasaron al otro lado del golfo, pero no hallaron la acogida cordial
que esperaron y tuvieron que combatir duramente contra los indios, acaudillados
por el cacique Cemaco. La región era rica y los españoles,
entusiasmados con el botín que cogían, resolvieron permanecer
allí a toda costa. Cuando lograron vencer a Cemaco fundaron Nuestra
Señora de la Antigua del Darién. Era todavía el
año de 1510.
Pero había sucedido que en su lucha por sobrevivir, los hombres
de Fernández Enciso habían encontrado un nuevo líder
—Vasco Núñez de Balboa— y a la vez habían
violado las capitulaciones reales del 9 de junio de 1508, pues la nueva
ciudad no quedaba dentro de los límites de Nueva Andalucía,
la goberna ción de Ojeda, sino dentro de los de Veragua, la gobernación
de Nicuesa; y siendo Enciso, como lo era, un teniente de Ojeda, ya no
tenía autoridad legal sobre la Antigua. Estaban los nuevos pobladores
cavilando sobre esa falsa situación cuando arribó a la
Antigua una nao que andaba en busca de Nicuesa. La nao llegaba para
reforzar la expedición de Nicuesa, como antes llegó Enciso
para reforzar a Ojeda.
Diego Nicuesa había tenido, igual que Alonso de Ojeda, un viaje
infortunado. Había dividido su expedición en dos grupos
y había colocado uno bajo el mando de Lope de Olano mientras
él encabezaba el otro. Lope de Olano llegó al río
Belén, donde el Almirante don Cristóbal Colón había
fundado un establecimiento en 1503, y dispuso establecer allí
un pueblo. Nicuesa, que había seguido hacia el Oeste, naufragó
y se refugió en el archipiélago de Bocas del Toro; recogió
a Nicuesa y, ya juntos, navegaron hacia el Este, hasta Nombre de Dios,
donde les halló poco después la nao de la expedición
auxiliar que había salido de la Antigua en busca de Nicuesa.
Diego Nicuesa, a quien le había ido tan mal, recibió la
noticia de que ya había una ciudad fundada en su jurisdicción
y de que la gente que había poblado allí había
recogido abundante oro, y reaccionó diciendo que tan pronto llegara
les quitaría esas riquezas y les echaría del lugar. Pero
sucedió que mientras Nicuesa andaba por Nombre de Dios los pobladores
de la Antigua habían elegido un Ayuntamiento con dos alcaldes,
Vasco Núñez y Martín Zamudio, y sucedió
además que uno de los buques de la pequeña flotilla que
conducía a Nicuesa y a su gente a la Antigua llegó al
lugar antes que el de Nicuesa, y los marineros contaron en la Antigua
lo que oyeron decir al infortunado gobernador de Veragua. Así,
cuando éste se acercó a tierra encontró que los
habitantes de la ciudad no le permitieron desembarcar. Nicuesa tuvo
que irse, con un puñado de hombres que prefirieron seguirle,
y al parecer tomó rumbo a La Española. Nunca llegó
allá y nunca más se supo de él.
Una vez libres de Nicuesa, los partidarios de Núñez de
Balboa comenzaron a preparar la expulsión de Fernández
de Enciso. Este representaba a Ojeda, y la gobernación de Ojeda
comenzaba al otro lado del golfo. Enciso, pues, no tenía ninguna
autoridad sobre la Antigua, situada en territorio de Veragua. Se acordó,
pues, expulsar también a Fernández de Enciso, que fue
despachado a La Española; y junto con él, para explicar
la situación y evitar problemas futuros, salieron el alcalde
Zamudio, que seguiría viaje a España a fin de hablarle
al rey, y un tal Valdivia, que se quedaría en Santo Domingo para
hacer lo mismo con Diego Colón y para pedirle que enviara refuerzos
y víveres a la Antigua.
Mientras los comisionados del Ayuntamiento de la Antigua —el primer
ayuntamiento en tierra continental— viajaban hacia sus destinos,
Balboa comenzó a hacer exploraciones por la región, a
convencer a los caciques de que mantuvieran amistad con los españoles
y a pedirles oro. Estando de visita en las tierras del cacique Comogre
se suscitó una trifulca entre los acompañantes de Balboa
—uno de ellos era Pizarro— a causa de la repartición
del oro con que les había obsequiado Comogre. Un hijo de éste
se asombró de que los conquistadores disputaran por eso y les
dijo que si les interesaba tanto el oro él podría decir
les dónde lo había en cantidades fabulosas, y les refirió
que a poca distancia hacia el Sur había otro mary que a la orilla
de ese mar había unos países que tenían oro a montones.
Entusiasmado con las noticias que le oyó al hijo de Comogre,
Balboa retornó a la Antigua, donde encontró a Valdivia,
que había vuelto de la Española con víveres y hombres
enviados por don Diego Colón. Pero Balboa necesitaba más
ayuda para emprender viaje a las orillas de "ese otro mar",
y despachó de nuevo a Valdivia con instrucciones y 15.000 pesos
que correspondían al quinto del rey. Valdivia, sin embargo, no
llegó a La Española y nunca más se supo de él.
Mientras Valdivia viajaba —y se perdía—, Balboa se
dedicó a reconocer el golfo de Urabá, a hacer amistad
con los caciques de la zona y a prepararse para la aventura que haría
de él un personaje histórico. Como tuviera noticias de
que los indios se confederaban para atacarle, atacó él
antes, prendió a unos cuantos caciques, dio muerte a otros y
se preparó para enviar más comisionados a España
a fin de obtener la autoridad legal que necesitaba para seguir gobernando
en Veragua y para que se le diera ayuda que le haría falta si
ponía sus planes en ejecución. En eso iba terminando el
año de 1511.
Afines de 1511 España tenía en el Caribe cuatro puntos
ocupados: La Española, asiento del virreinato y de la Real Audiencia
de las Indias; Puerto Rico, donde Ponce de León combatía
contra Guaynabá y había fundado Caparra (San Juan); Jamaica,
bajo el gobierno de Juan de Esquivel, y la Antigua de Darién
(Darién, más tarde), un poblamiento en la tierra continental
gobernado por Vasco Núñez de Balboa. Un año después
se cumplirían veinte del Descubrimiento y hacía ya dieciocho
años desde que el almirante don Cristóbal había
llegado a la costa de La Española con más de 1.300 hombres
para dar principio al Imperio; y el Imperio, sin embargo, no cuajaba.
Después de la matanza de Jaraguá, en 1502, el comendador
Ovando se fue al oeste de La Española a fundar ciudades y puso
cinco de ellas bajo el cuidado de Diego Velázquez, a quien nombró
lugarteniente de gobernador. A ese Diego Velázquez encargó
el virrey don Diego Colón, a finales de 1511,1a conquista de
Cuba. Levantó Velázquez bandera de reclutamiento en todas
las ciudades y villas de La Española y reunió unos 300
seguidores, muchos de los cuales embarcaron con sus esclavos indios,
con sus perros y sus caballos. Entre esos hombres iban Hernán
Cortés, el que siete años después sería
el conquistador de Méjico; Pedro Alvarado, futuro conquistador
de Guatemala, Francisco Hernández de Córdoba y Juan de
Grijalva, que serían los descubridores de Yucatán.
Como Juan de Esquivel, Diego Velázquez no tenía en aprecio
la Historia. No se sabe qué día salió de La Española,
qué día llegó a Cuba ni por dónde, qué
día estableció la primera fundación. De esto último
sólo puede decirse que fue Baracoa, en el extremo oriental de
la isla. Después de Baracoa fundó Santiago de Cuba, en
la costa sur, y la declaró capital de la isla. Esto debió
ser en 1512.
La resistencia indígena que encontró Velázquez
a su llegada a Cuba fue corta y no alcanzó a retardar la conquista.
Un cacique de La Española llamado Hatuey, que había pasado
a Cuba probablemente antes de la llegada de Velázquez, trató
de levantar a los indios de la región oriental para lanzarlos
contra los españoles, y él mismo les presentó batalla,
aunque no sabemos si lo hizo en el momento del desembarco. Hatuey cayó
preso y fue condenado a morir en la hoguera. Cuando un sacerdote le
pidió que se convirtiera al catolicismo para que su alma fuera
al cielo, el indio respondió que si los españoles iban
al cielo él no quería reunirse con los españoles
allá. Parece que Hatuey fue quemado en febrero de 1512.
Una vez establecido en Santiago, Velázquez procedió a
conquistar la región que hoy se llama Oriente. Ante la presencia
de los españoles, los indios se retiraban hacia el Oeste. En
algunos casos, como sucedió en Bayamo, pretendieron resistir,
pero fueron arrollados por fuerzas que comandaba Panfilo de Narváez,
que había llegado poco antes de Jamaica. Una vez conquistado
Oriente, los compañeros de Velázquez comenzaron a pedirle
que les diera encomiendas de indios. Velázquez, que tenía
una larga experiencia de poblador de La Española, y que además
era persona prudente, sabía que si los complacía, los
indios huirían a las montañas y abandonarían los
sembrados, lo que significa ría escasez y sufrimientos para los
conquistadores. Pero tuvo que ceder, de manera que la encomienda entró
en función en Cuba antes de que los españoles se internaran
en lo que hoy es Camagüey.
Velázquez avanzó hacia el occidente de la isla. El iba
por mar, costeando la orilla sur; otra flotilla iba por la costa norte;
una columna de españoles e indios iba por tierra al mando de
Pánfilo de Narváez. La columna halló alguna resistencia
en Caoano y Narváez le hizo frente con toda severidad. El padre
Las Casas, que todavía no era sacerdote y había llegado
a Cuba poco antes, y que acompañaba a Narváez, fue testigo
de la matanza y la persecución de Caoano. A su paso hacia el
Oeste, los conquistadores iban dejando fundaciones.
Este avance hacia el occidente de Cuba debió darse hacia el 1513,
el año en que Vasco Núñez de Balboa se preparaba
para la gran aventura de su vida. El 1 de septiembre salió de
la Antigua con un bergantín, 10 canoas, 190 españoles,
1.000 indígenas, perros de presa y provisiones; se dirigió
al Noroeste, hizo tierra en Puerto Careta y se internó hacia
el Sur. Como encontraran alguna oposición en las tierras del
cacique Trecha, Balboa y su gente hicieron una matanza ejemplar. El
24 de septiembre comenzaron a subir una loma cuya cumbre alcanzaron
el día siguiente, domingo 25. Desde allí vieron el que
llamaron Mar del Sur. En el grupo estaba Francisco Pizarro, que años
después iba a dar en ese mar con el Imperio de los incas. Cuatro
días más tarde llegaron a las orillas del Pacífico,
en el llamado golfo de San Miguel. Un mes tardaría Vasco Núñez
de Balboa en penetrar en las aguas de ese mar desconocido; fue el 29
de octubre (1513), en el momento en que la marea había subido
a su más alto nivel, pues quería tomar posesión
de esa inmensidad de aguas cuando estuvieran en su punto más
alto. Penetró en ellas con el pendón real, que llevaba
pintada una imagen de la Virgen, y cuando el agua le dio en las rodillas
comenzó a vivar a los Reyes y a declararlos dueños de
ese mar y de cuantas tierras hubiera en él.
Con el descubrimiento del Pacífico se ampliarían en proporciones
las posibilidades del Caribe, pues las grandes riquezas de la costa
americana del Pacífico serían movilizadas hacia Europa
por la vía del istmo de Panamá y, por tanto, el transporte
de esas riquezas se haría por el mar Caribe. Balboa y sus hombres
salieron de las costas del sur al finalizar el mes de noviembre de 1513.
Habían oído a los caciques de la región hablar
de las ricas tierras que quedaban al Sur, y la imaginación, como
es claro, se les encendía. Llegaron a la Antigua el 19 de enero
de 1514. Mal podían ellos imaginarse que a esa altura estaba
preparándose en España una flota de 15 navíos y
1.500 hombres que iba a salir tres meses después de San Lúcar
de Barrameda bajo el mando de Pedradas Dávila, a quien el rey
había nombrado gobernador de Castilla del Oro. Castilla del Oro
era el último nombre que se le había dado a esa tierra
que Balboa y su gente andaban descubriendo. Ya ese territorio no seguiría
estando dentro de los límites de Veragua.
Mientras disputaba con Balboa y buscaba la manera de deshacerse de él,
Pedradas Dávila ordenaba a sus tenientes hacer exploraciones
en el istmo y le ordenó a Balboa ir a la costa del sur, para
lo cual el descubridor del Pacífico se dedicó a fabricar
navíos en piezas, que debían ser llevados por cargadores
indios a través de una selva intrincada, llena de pantanos, lomas,
ríos, fieras, culebras e insectos venenosos. Durante años,
Pedrarias, cuya gente se moría de paludismo y de necesidad, estuvo
allí, en la faja de tierra del istmo, moviendo a sus hombres
de Norte a Sur y de Este a Oeste sin que la conquista avanzara en realidad.
Aunque la historia de las actividades de Pedrarias y sus tenientes es
bastante confusa, sobre todo en los primeros años, puede resumirse
en estos párrafos: Entre junio de 1514, cuando llegó Pedrarias
a la Antigua, y los primeros meses de 1515, murieron más de 600
expedicionarios; en 1515 se fundó Acia; en 1516, Germán
Ponce y Bartolomé Hurtado costearon por el Pacífico hasta
Nicaragua; entre 1516 y 1517 Pizarro estuvo buscando perlas y matando
indios en el archipiélago de las Perlas, y Juan de Ayorga estuvo
fundando pueblos que los indios destruían inmediatamente; al
mismo tiempo, Gonzalo de Badajoz avanzaba hacia el Oeste y recibía
grandes obsequios en oro de los caciques de la región, en pago
de lo cual asaltó y quemó la ranchería del cacique
París, a lo que éste respondió con ataques costosos
para los españoles, y Gaspar de Espinosa, enviado en auxilio
de Badajoz, tuvo que sufrir los asaltos de los indios de Urraca, un
cacique que se mantuvo varios años alzado y en guerra contra
los conquistadores.
Mientras sucedía todo eso en el istmo, Diego Velázquez
despachaba desde Cuba a Francisco Hernández de Córdoba
para que fuera a explorar hacia Occidente. Era el año de 1517.
Hernández de Córdoba llegó a la isla de Cozumel,
frente a la costa caribe de Yucatán, y después se internó
en el golfo de Méjico. Con ese viaje quedaba terminado el periplo
del Caribe, salvo el trayecto entre Cozumel y el golfo de Honduras,
que sería recorrido más tarde.
Así, pues, veinticinco años más tarde del 12 de
octubre de 1492, el mar de Colón era conocido de una a otra esquina,
de uno a otro canal. De mar de indios había pasado a ser mar
de españoles. Ya había en sus tierras negros esclavos
y mestizos de blancos, indios y negros, pero todavía no había
llegado a ellas, en son de dueño, más europeo que el español.
El Caribe era entonces la frontera occidental de España, pero
no era aún la frontera de varios imperios en guerra.
En esos años el istmo de Panamá y lo que hoy es América
Central fueron el escenario de una guerra a muerte entre los conquistadores
españoles. Esa guerra no es el objeto de este libro, pero tal
vez sea oportuno decir que está por escribirse aquél en
que se refieran esas luchas enconadas entre los capitanes de la Conquista.
En un duro episodio de ellas cayó Vasco Núñez de
Balboa, cuya cabeza adornó lo alto de un madero en la pequeña
y mísera plaza de Acia. En el momento en que lo decapitaban —enero
de 1519—, Hernán Cortés navegaba por la costa sur
de Cuba, camino de la conquista de Méjico. Unos meses después
—el 15 de agosto—, Pedrarias Dávila fundaba Panamá,
la ciudad que Henry Morgan, el pirata inglés, iba a destruir
en 1671, y a fines de año se repoblaba Nombre de Dios.
De pronto, de La Española, que desde hacía algunos años
había dejado de ser base de las exploraciones y la conquista
del Caribe, salía en 1520 un grupo de vecinos para poblar la
pequeña isla de Cubagua, el rico criadero de perlas que Colón
había avistado, frente a la costa de Venezuela, en agosto de
1498. La isla no tenía agua y era difícil llevarla de
tierra firme, a pesar de que quedaba a pocas millas, porque los indios
caribes de la región, maltratados con frecuencia por los conquistadores,
repelían a muerte los intentos de poner pie en esa costa. En
1515 unos vecinos de La Española habían hecho una entrada
en el lugar para llevarse indios esclavos, y las tribus de la comarca
respondieron destruyendo un convento que había en Píritu
y matando a los religiosos. A principios de 1520 salió de la
Española un grupo a poblar Cubagua, pero a poco llegó
Gonzalo de Ocampo a la costa de enfrente, ahorcó a nueve caciques
y cautivó a 150 indios, que mandó vender en La Española.
Aunque en este punto la Historia es confusa al dar fechas, eso es lo
que se desprende de la lógica de los acontecimientos. La agresión
de Ocampo dio lugar a otra rebelión de los caribes, que atacaron
a los frailes dominicos de un convento situado en lo que hoy es el golfo
de Santa Fe (Cumaná) y no dejaron fraile vivo ni paredes en pie.
Por fin, en septiembre de 1522 se logró establecer un fortín
en la boca del río Cumaná, con lo que se aseguró
el agua para los pobladores de la pequeña isla de las perlas
y tierra donde pudiera cosecharse bastimentos para alimentar su población.
Ese mismo año de 1522 salía por el Mar del Sur, con derrotero
hacia el Noroeste, un nuevo conquistador, que había llegado a
Panamá desde España. Se trataba del Gil González
Dávila, quien asociado al piloto Andrés Niño y
a otros dos amigos había obtenido del Trono autorización
para poblar en lo que habían sido tierras de Veragua. Este González
Dávila tuvo sus disgustos con Pedrarias Dávila, que no
quería darle las naves que había llevado Balboa al Pacífico
a pesar de que le entregó una cédula real en que se ordenaba
que se las dieran; logró al fin embarcar, pero tuvo que abandonar
los bajeles porque necesitaban reparaciones; los dejó al cuidado
de Andrés Niño, se metió por lo que hoy es Costa
Rica y avanzó por la parte oeste de lo que actualmente es Nicaragua.
Cuando retrocedió a buscar los bajeles para seguir haciendo la
exploración por mar, sus hombres le exigieron que explorara por
tierra, que según entendían ellos en las aguas no había
minas de oro. Tuvo que seguir, pues. En el camino fue convirtiendo caciques
al catolicismo. Andrés Niño, mientras tanto, llegó
hasta un golfo que bautizó con el nombre de Fonseca. Ese golfo
es el que está entre Nicaragua y El Salvador. Cuando González
Dávila retornaba, el cacique Diariagen cayó sobre él
con muchos indios, y uno de los convertidos en el viaje de ida se unió
a Diariagen, de manera que González Dávila se vio en aprietos.
Pero él y su socio Andrés Niño lograron volver
a Panamá, adonde llegaron el 25 de junio de 1523 con 112.524
castellanos de oro, una fortuna superior al millón de dólares
de 1968.
Con ese dinero, González Dávila se dirigió a La
Española para organizar una nueva expedición, y logró
salir con ella el 10 de marzo de 1524, sólo que en vez de volver
por Panamá se dirigió a lo que hoy es Honduras. Al llegar
a lo que hoy es Puerto Cortés tuvo que tirar al agua varios caballos
que acababan de morir a bordo, razón por la cual llamó
al sitio Puerto Caballos. En el cabo de Tres Puntas o Manabique fundó
la villa de San Gil de Buenaventura, que fue el primer establecimiento
español en Honduras.
Ahora bien, ese año de 1524 se movían en la América
Central varios grupos de conquistadores. Uno, encabezado por Pedro de
Alvarado, había salido de Ciudad Méjico, la rica y poderosa
Tenochtitlán, a principios de diciembre de 1523 y bajaba hacia
Guatemala. Tres días antes de que González Dávila
saliera de La Española hacia Honduras había Alvarado destruido
por el fuego la ciudad mayaquiché de Cumarcaj, y a sus dos reyes
con ella. Otro grupo de conquistadores que había salido de Veracruz
al mando de Cristóbal de Olíd desembarcaba el 3 de mayo
(1524) en las vecindades de San Gil de Buenaventura, esto es, a quince
leguas al este de Puerto Caballos. Desde Panamá, cumpliendo órdenes
de Pedradas Dávila, el anciano tenaz y ambicioso, subían
hacia el norte Hernán de Soto y Francisco Hernández de
Córdoba —no el que descubrió en 1517 las costas
de Yucatán, sino un homónimo suyo que iba a ser ejecutado
por su jefe, Pedrarias Dávila—; iban penetrando la tierra
con la encomienda de ocupar todo lo que había descubierto Gil
González Dávila, porque Pedradas Dávila entendía
que esos territorios pertenecían a su gobernación y habían
sido, además, descubiertos años antes por sus tenientes
Hernán Ponce y Bartolomé Hurtado. Al mismo tiempo se movía
desde Méjico una segunda expedición despachada por Hernán
Cortés al mando de su primo Francisco de las Casas con el encargo
de someter a Cristóbal de Olid, que pretendía declararse
independiente de Cortés. Y por último, en octubre de ese
mismo año de 1524, el propio Hernán Cortés había
salido de la capital de la Nueva España (Méjico) hacia
las Hibueras (Honduras).
Cada una de esas expediciones tuvo un destino propio, unas veces Impuesto
por la encontrada acción de los conquistadores y otras veces
por la naturaleza de la conquista. Los conquistadores eran una cosa
y la conquista otra. Los conquistadores luchaban contra los indios y
contra la naturaleza, pero también luchaban entre sí,
a menudo con una violencia impresionante. Como hecho histórico,
la conquista era la acción llevada a cabo únicamente contra
la naturaleza y los pobladores indígenas. La lucha a muerte de
un conquistador por arrebatarle a otro su posición o su oro era
la acción individual que lo mismo podía darse en España,
donde no había conquista, que en otro país.
Por ejemplo, la expedición de Hernando de Soto y de Hernández
de Córdoba iba dirigida a despojar a Gil González Dávila
de sus territorios. Pero la que Cortés había enviado al
mando de Cristóbal de Olid no tenía ese fin, porque Cortés
no sabía, cuando despacho a Olid desde Veracruz, que González
Dávüa estaba en ese momento comenzando a poblar en las Hibueras.
Sin embargo, la segunda expedición que despachó Cortés,
la encabezada por su primo De las Casas, y la que él mismo realizó,
caían dentro del tipo de luchas de unos conquistadores contra
otros. En esas luchas, sólo el que vencía al adversario
podía dedicarse a conquistar.
Pero vayamos por partes. Yendo tras las huellas de González Dávila,
Hernando de Soto y Hernández de Córdoba fundaron, a principios
de 1524, la villa de Bruselas. Esta villa estuvo en la costa del Pacífico
correspondiente hoy a Costa Rica, en las vecindades del lago de actual
puerto de Puntarenas. Al norte de ese sitio, en las orillas del lago
de Nicaragua, establecieron Granada, y más al norte León
la Vieja. Desde este último punto se encaminaron hacia el Norte
y penetraron en las Hibueras. Por algún medio se enteró
Gil González Dávila de lo que estaban haciendo los dos
tenientes de Pedrarias y de la ruta que seguían y salió
a encontrarlos.
El milagro de las comunicaciones de la época merece un estudio.
Las travesías por mar eran relativamente cortas, de manera que
de un lugar del Caribe a otro era fácil que las noticias llegaran
a través de tripulantes o pasajeros de las naos que se movían
por esas aguas; pero en esos tiempos no había abundancia de barcos
navegando por el Caribe, y por otra parte las comunicaciones por tierra
eran prácticamente inexistentes. Sin embargo, las noticias llegaban
a los interesados, como en el caso de Gil González Dávila
y los capitanes enviados por el gobernador de Panamá. Cortés
se enteró en Méjico de las intenciones de su teniente
Cristóbal de Olid, y sabemos que las noticias se las llevó
Francisco de Montejo, que estaba en Cuba cuando Olid pasó por
allí antes de ir a las Hibueras.
Es el caso que Gil González Dávila supo en lo que andaban
los capitanes de Pedrarias Dávila y qué camino llevaban,
y salió a buscarlos. Los encontró en Toreba, se enfrentó
con ellos y los batió. Así, Pedrarias Dávila quedaba
eliminado —sólo que por el momento— de las luchas
de los conquistadores en América Central, y, por tanto, quedaba
eliminada una de las cinco expediciones que llegaban a disputarse el
territorio.
Dijimos que Cristóbal de Olid había salido de Veracruz,
pero en vez de dirigirse a las Hibueras llegó a Cuba. Allí
Diego Velázquez le aconsejó que le hiciera a Hernán
Cortés lo que Cortés le había hecho a él;
esto es, declararse independiente de Cortés y obligado sólo
con el rey. Cristóbal de Olid, que llevaba consigo 360 españoles,
además de la tripulación de sus barcos, y 22 caballos,
consideró que tenía fuerzas para hacer lo que le aconsejaba
el gobernador de Cuba. Sin duda cometió la imprudencia de decirlo
en Cuba, cosa que no hizo Cortés, puesto que el vencedor de Moctezuma
no declaró su independencia de Velázquez, sino después
que estaba en Méjico.
Llegó Cristóbal de Olid a la costa hondureña, como
hemos dicho, a quince leguas de San Gil de Buenaventura, y fundó
allí Triunfo de la Cruz. Estaba pensando como deshacerse de Gil
González Dávila cuando arribó la flota de Francisco
de las Casas. Olid se retiró a un pueblo de indios llamado Naco,
y desde ahí comenzó a negociar con De las Casas. Pero
se levantó una noche uno de esos malos tiempos típicos
del Caribe que arrastró las naves de De las Casas, las empujó
a tierra, se ahogaron 30 hombres y se perdió cuanto iba en la
flota. Olid aprovechó la ocasión y prendió a la
gente de De las Casas, y, desde luego, también al jefe. Inmediatamente
mandó una columna contra González Dávila, y a poco
se lo trajeron preso.
Cortés debió saber lo que había sucedido porque
Olid le comunicó su buena suerte al gobernador de Cuba. Tal vez
Cortés tenía informadores cerca de Velázquez. Sólo
así se explica que preparara, sin perder tiempo, una expedición
para ir él mismo a las Hibueras.
El camino de Hernán Cortés fue largo y sufrido. Había
salido de la capital de Nueva España en el mes de octubre (1524)
con un séquito impresionante; llevaba a Cuauhtemoc, que iba preso,
y a varios reyezuelos mejicanos; llevaba a Marina, a innumerables sirvientes
indígenas y varios cientos de españoles. En el camino
casó a Marina con uno de sus capitanes y dio muerte a Cuauhtemoc.
Cuando llegó a territorio de las Hibueras, antes aun de haber
entrado en San Gil de Buenaventura, supo que Cristóbal de Olid
había sido muerto y que Francisco de las Casas y Gil González
Dávila habían abandonado el país.
Cristóbal de Olid había llevado a sus dos prisioneros
a Naco, donde los tenía en condición de huéspedes,
y una noche, mientras cenaba con ellos, De las Casas lo agarró
por las barbas y le dio una puñalada en el cuello mientras González
Dávila le daba otras en el cuerpo. Pero Olid logró huir
y fue a esconderse en unos matorrales. De Las Casas y González
Dávila juraron lealtad a Cortés, cosa que aprobaron los
demás españoles; luego salieron en busca de Olid, lo hallaron,
le hicieron proceso y lo ' ajusticiaron el 16 de enero de 1525. Inmediatamente
después, a instancias de De las Casas, rebautizaron Triunfo de
la Cruz con el nombre de Trujillo, y como ignoraban que Cortés
había salido de Méjico para Honduras se dirigieron a Méjico
para dar cuenta a Cortés de lo que habían hecho. Se fueron
por tierra, vía Guatemala. Cortés llegó a Trujillo
hacia el mes de agosto, tras diez meses de una marcha increíble,
en la que cruzó Tehuantepec, las intrincadas selvas de Chiapas,
ríos y ciénagas en las que tuvo que hacer puentes y carreteras.
En esa larga caminata hubo días y escenas que son difíciles
de creer. Cuando alguno de los conquistadores conseguía algo
de maíz o una pieza de carne, los demás se lo arrebataban.
Ni para el mismo Cortés se reservaba nada. Una noche el fabuloso
capitán llamó a Bernal Díaz del Castillo para reprenderle
porqué llevó al real algún maíz y no le
dio ni una mazorca, a lo que el gran cronista le respondió que
aunque el propio Cortés guardara el maíz se lo hubieran
arrebatado, "porque le guarde Dios del hambre, que no tiene ley",
según dijo.
En todo este enredo intervino la Real Audiencia de la Española,
que despachó a uno de sus miembros, el fiscal Pedro Moreno, para
que resolviera la situación creada por las luchas entre Olid,
De las Casas y González Dávila y pusiera orden en el territorio.
Cuando Moreno llegó a Hibueras, Cristóbal de Olid estaba
muerto y todos reconocían a Cortés como legítimo
gobierno del lugar. Para no perder el viaje, Moreno se llevó
40 indios que iba a vender en La Española como esclavos.
El 8 de septiembre (1525), el vencedor de Moctezuma fundó en
Puerto Caballos la villa de la Natividad de Nuestra Señora, que
se llama hoy Puerto Cortés, y después fue a alojarse en
Trujillo. Desde Trujillo se dirigió a la Audiencia de Santo Domingo
pidiéndole que se devolvieran a su tierra los cuarenta indios
qu£ se había llevado el fiscal Moreno, y a seguidas nombró
a su primo Hernando Saavedra, gobernador de las Hibueras. Desde Trujillo,
donde estuvo varios meses, mandó llamar a Pedro de Alvarado,
que hacía más de un año había terminado
la conquista de Guatemala y había fundado su capital, la villa
de Santiago de los Caballeros de Guatemala, pero cuando Alvarado llegó
a las Hibueras, ya Cortés se había ido. Embarcó
en el puerto de Trujillo, el 25 de abril de 1526, por vía del
canal de Yucatán, y estuvo en La Habana cinco días. Sería
la última vez que viajaría por las aguas del Caribe, en
las que comenzó su vida de conquistador.
Ese Pedro de Alvarado, a quien Cortés espero durante varios meses,
tardó menos de seis en conquistar el reino de Guatemala. El 13
de febrero de 1524 estaba dando —y ganando— la batalla de
Tonalá, todavía en suelo mejicano, y el 25 de julio estaba
fundando Santiago de los Caballeros de Guatemala. Al mismo tiempo sometió
Guatemala y Cuzcatlán, hoy El Salvador, de manera que su acción,
tan relampagueante y decisiva, fue de mar a mar, del Caribe al Pacífico.
Gallardo, desenvuelto y sanguinario, el capitán a quien los indios
mejicanos apoderaron Tonatiuh —es decir, el Sol-debido a su barba
y a sus cabellos rubios, había llegado a las Indias con un viejo
ropón de Caballero de Santiago, en el cual se veía todavía
la huella de la cruz que había llevado cuando lo usaba su dueño
—un tío suyo, al decir de Alvarado— y por esa razón
sus compañeros de la Conquista le apodaron el Comendador, El
nombre que le puso a la capital de Guatemala era en cierto sentido una
respuesta a esa burla, pero expresaba también su ambición
de llegar a ser un miembro de la orden de Santiago. Lo logró,
al fin, y murió siendo comendador de la orden.
Alvarado entró en Guatemala por el río Suichate, después
de haber vencido en el río Tonalá —como dijimos—
a indios de Tehuantepec aliados a los quichés de Guatemala. El
territorio de los quichés era grande y muy poblado. Como en la
mayoría de los reinos mayas, los quichés tenían
dos monarcas y un jefe militar al que asistían varios tenientes.
Los monarcas quichés eran Oxi-Queh y Beleheb Tzy; su jefe militar
se llamaba Tecún Umán, y el más destacado de los
tenientes de Tecún Umán era Azumanchc. Los mayas-quichés,
que conocían la suerte de los pueblos mejicanos, se dispusieron
a resistir a Alvarado. Los desdichados no podían imaginarse que
tenían en frente a un rayo de la guerra, de naturaleza agresiva
y dura, que no se detenía ante ningún obstáculo.
Ese hombre a quien los mayas-quichés pretendían detener
era el que había desatado, matando a gente principal de Tenochtitlán,
los acontecimientos de la Noche Triste. Si fue capaz de hacer eso en
plena capital azteca, cuando él y los españoles que le
acompañaban eran un puñado de hombres en medio de miles
y miles de indios, qué no haría en el reino de los quichés
con una columna de hombres aguerridos.
Tecún Umán situó sus fuerzas en el paso del río
Tilapa —actual departamento de Retalhuleu— y ahí
esperó la llegada de los españoles. Alvarado lo forzó
a retirarse, y Tecún Umán retrocedió hasta el río
Salamá, donde presentó batalla. Rápidamente venció
el Tonatiuh la resistencia de los mayas-quichés, cuyas armas
arrojadizas y cuya táctica de combate debían pare-cerles
a los españoles juego de niños.
Después de la victoria de Salamá, Alvarado entró
en Zapoti-tlán, capital del reino de Xuchiltpec, e instaló
su cuartel general en el mercado de la ciudad. Pero le llegaron noticias
de que los mayas-quichés estaban concentrándose en Xelajú
—la actual Quetzaltenango— e inmediatamente levantó
su real y avanzó por las laderas de un volcán llamado
hoy de Santa María. Halló fuerzas de indios en las orillas
del río Xequijel y atacó con su acostumbrada vehemencia.
En ese ataque perdió la vida Azu-manché, el más
importante de los tenientes de Tecún Umán. Te cún
Umán, mientras tanto, estaba reuniendo hombres en Chuví
Megená —hoy Totonicapán—, que estaba al este
de Xelajú y al norte del lago Atitlán, bastante cerca
de Xelajú, lo que lo llevó a chocar contra los españoles
en Pachah. En medio de la batalla de Pachah, Tecún Umán
se dirigió resueltamente hacia el sitio donde se hallaba Pedro
de Alvarado, fácil de reconocer por su barba rubicunda. Creyendo,
con esa admirable ingenuidad del indio, que el jefe español y
su caballo eran una sola y misma cosa, Tecún Umán metió
en el cuerpo de la bestia su lanza maya de obsidiana para matar al guerrero
enemigo. Desde la altura del caballo, Alvarado lo atravesó con
su lanza europea de hierro; y así murió el caudillo militar
del pueblo maya-quiché.
De viejo es conocido que la historia de las guerras la escribe el vencedor,
y escribe no sólo la suya, sino también la del vencido.
Cuando éste queda aniquilado —como sucedió con los
pueblos indios del Caribe— no tiene ni siquiera el recurso de
poder aclarar las dudas. Pedro de Alvarado expuso a su manera la razón
que lo llevó a destruir por el fuego la noble ciudad de Cumarcaj
y a los reyes maya-quichés con ella. Dijo que esos reyes habían
planeado quemarlo a él vivo; que como primera parte de su plan
le invitaron a entrar en la ciudad y le ofrecieron alojamiento y comida
para él y para toda su tropa, pero que él entró
en sospechas porque llegó a Cumarcaj y la encontró sin
un alma. Según aseguró el capitán conquistador,
una vez dentro de la ciudad, y cuando cavilaba por qué estaba
abandonada de sus habitantes, alcanzó a ver a un indio y mandó
que le prendieran e interrogaran, y que aquel hombre reveló el
plan de Oxib-Queh y Beleheb Tzy. Eso que dijo Alvarado ha sido repetido
por los que han hecho su historia sin detenerse a analizarlo.
En primer lugar, resulta demasiado afortunado que la gente de Alvarado
acertara a ver en las calles de Cumarcaj a un indio que estaba enterado
del plan de los reyes maya-quichés, que debía ser un secreto
cuidadosamente guardado. En segundo lugar, podemos imaginarnos, sin
ser mal pensados, cómo sería el interrogatorio; qué
métodos se usarían para hacer decir al indio todo lo que
se les quisiera achacar a los reyes. En tercer lugar, conocemos la historia
de la conquista de otros centros de población maya y sabemos
que muy a menudo los españoles hallaban las ciudades totalmente
vacías, sin que la intención de los habitantes fuera atacarlos
después. Por último, sabemos que Alvarado se retiró
de Cumarcaj y plantó su real en un valle vecino a la ciudad;
que desde allí envió recado a los reyes para que le visitaran
y que los reyes maya-quichés fueron a verle a su campamento.
La presencia de los reyes maya-quichés en el real de Alvarado,
donde estaban reunidos sus enemigos, indica que no tenían el
propósito de quemar vivos a los españoles, pues en ese
caso, dada la mentalidad de los pueblos indígenas —aun
de los más avanzados como eran los maya-quichés—,
hubieran creído que los conquistadores conocían sus intenciones
y que iban a actuar en consecuencia. Debemos pensar que si el capitán
español encontró la ciudad vacía se debía
a otras razones, no a un plan de los reyes. Es probable que los indios,
asustados por la presencia de los españoles, huyeran a la selva
cercana, como huían en Yucatán; es probable que el indio
interrogado dijera bajo el terror lo que Alvarado y sus hombres querían
oír.
De todos modos, tuviera o no tuviera el jefe conquistador razón
—dentro de la lógica brutal de la guerra y la conquista—,
es el caso que la ciudad de Cumarcaj desapareció entre las llamas
y los reyes Oxib-Queh y Beleheb Tzy murieron quemados en su ciudad.
Inmediatamente después de haber realizado tal barbaridad, Alvarado
hizo llamar a los hijos de las dos víctimas y los designó
reyes en el lugar de sus padres.
Pedro de Alvarado había hecho con Cortés la conquista
de la Nueva España y había aprendido muchas de sus tácticas.
Uno de los recursos que más utilizó Cortés fue
el de ganarse el apoyo de unos pueblos indios contra otros. Siempre
había habido, antes de la conquista, rivalidades entre los pueblos
indios como las había habido entre las ciudades de estado griegas
y entre los burgos medievales de Europa. Así, el Tonatiuh puso
en práctica lo que aprendió al lado de Cortés,
y buscó aliados indígenas. Los encontró en los
cakchiqueles, cuya capital era Ixminché, donde el temido capitán
español se alojó como huésped de sus reyes, Baleheb
Car y Cahi Imox.
Desde Ixmenché, Alvarado despachó una embajada a Tet-pul,
rey de los Tzutuhules, para pedirle que reconociera a los reyes de España
como sus legítimos señores. Pero Tetpul no sólo
se negó a esa pretensión, sino que dio muerte a los embajadores
de Alvarado, lo que llenó a éste de indignación.
En verdad, dentro de los hábitos europeos de hacer la guerra
era imperdonable que se matara a los miembros de una embajada, pero
tal vez ese ignorante de Tetpul desconocía las costumbres de
Europa.
La capital de los tzutuhules estaba en las orillas del lago Atitlán,
un hermoso sitio en medio de picos de montañas. Alvarado se lanzó
sobre esa capital y la tomó. Allí obtuvo no sólo
la rendición de Tetpul y su pueblo, sino también la de
los pipiles, que se reconocieron vasallos del rey de España.
Itzcuitlán —la actual Escuintla—, que estaba al sudeste
del lago de Atitlán y a cierta distancia, no aceptó la
rendición que le proponía el conquistador. Alvarado marchó
sobre ella y la asaltó de noche, bajo la lluvia; pasó
a cuchillo a toda la población y luego quemó la ciudad.
Inmediatamente después de esa acción avanzó hacia
el Sur, cruzó el río Michatoya y se encaminó hacia
el Este por la costa del Pacífico. Rápidamente tomó
Txisco, Guazacapán —el actual Ahuachapán de El Salvador—,
Chiquimulilla, Nacinta y Paxaco. En Paxaco tuvo que combatir contra
indios aguerridos que le mataron e hirieron a muchos hombres. El mismo
recibió ahí una herida de flecha que le dejó una
pierna cuatro centímetros más corta que la otra para el
resto de su vida.
Esa campaña relampagueante había sido hecha en cinco meses.
Los conquistadores eran pocos, sobre todo si se les compara con la mucha
población india de esos reinos, que eran de los más poblados
en el Caribe; e hicieron la campaña a pie —los jinetes
eran contados— por un país de montañas, volcanes,
bosques tupidos y ríos caudalosos.
De Paxaco, el Tonatiuh retornó a Ixminché, donde fundó,
el 25 de julio de 1524, la ciudad de Santiago de lo V Caballeros de
Guatemala, llamada a ser la capital del reino que había conquistado.
No lo fue, sin embargo, porque los indios cachiqueles, que habían
sido sus aliados cuando Alvarado les ofreció protección
contra sus enemigos los maya-quichés, no pudieron sufrir los
malos tratos de los conquistadores y se rebelaron con tanta violencia,
que la capital tuvo que ser trasladada a un lugar fuera de su territorio.
La capital se estableció entonces al pie del volcán de
Agua. Pero el 11 de septiembre de 1541, el enorme lago que llenaba el
cráter del volcán rompió la pared del cráter
que daba a la ciudad, y millones de metros cúbicos de agua se
derramaron sobre ella. Los que visitan ahora los restos de aquella Guatemala
infortunada ven con asombro las ruinas de templos y palacios de una
población que sin duda estaba llamada a ser de gran nobleza y
de hermosura impresionante. Tres meses y medio antes de esa desgracia,
Pedro de Alvarado había muerto en la Nueva España a causa
de haberle caído encima un caballo. Cuando su capital fue destruida,
aún estaban adornados con mantas negras los balcones del palacio
de Alvarado. Allí desapareció en la catástrofe
la mujer del Tonatiuh, quien desde el día en que supo su viudez
se hacía llamar Beatriz la Sin Ventura.
Unos meses después de la fundación de Santiago de los
Caballeros de Guatemala —para ser más precisos, el 26 de
noviembre de 1524— Rodrigo de Bastidas, el veterano explorador
del istmo, capitulaba con los Reyes para volver al Caribe. En las cédulas
reales se le señalaba que poblaría la provincia y puerto
de Santa Marta, que en términos de hoy es el territorio contenido
entre el cabo de La Vela, al Este, y el río Magdalena, al Oeste.
Bastidas llevó labradores y artesanos, algunos de ellos con sus
mujeres, pues tenía experiencia en los problemas de las Indias
y pretendía sólo poblar, no explorar. Habiéndose
detenido en Santo Domingo a buscar provisiones, bestias y voluntarios,
Bastidas llegó el 29 de julio (1525) al puerto que iba a llamarse
Santa Marta, negoció con los caciques de la vecindad y dispuso
que se fundara el nuevo establecimiento. Trescientos cinco años
después llegaría a él Simón Bolívar,
herido de muerte por la tuberculosis, y moriría en las vecindades
de la ciudad.
Bastidas no fue afortunado en esa oportunidad. Pedro Villa-fuerte, que
era su segundo, conspiró contra él y le apuñaló
mientras su víctima dormía. Bastidas tuvo que irse a La
Española, donde murió a causa de sus heridas. Al frente
del gobierno quedó Rodrigo Alvarez Palomino, que fue un tenaz
perseguidor de indios. El y el que después compartió con
él la gobernación —Pedro Vadillo— murieron
ahogados; Palomino al cruzar un río y el otro, años después,
en el mar, cuando regresaba a España. Villafuerte, a su vez,
murió en la horca por el atentado contra Bastidas.
La gobernación de Santa Marta era rica y estaba habitada por
indios que vivían en pueblos, algunos muy grandes. En los primeros
tiempos los españoles sacaron bastante oro, pero después
de las entradas violentas de Villafuerte y Palomino, los indios defendieron
sus vidas y sus tierras en forma desesperada. Al sucesor de Palomino
y Vadillo, García de Lerma, le dieron batallas memorables. Pero
sin duda los españoles fueron más difíciles de
gobernar que los indígenas. La historia de Santa Marta es un
amasijo de luchas intestinas entre españoles, de derrotas a manos
de los indios y de gobernadores fracasados.
Las bajas españolas en Santa Marta fueron elevadas; unos morían
en lucha con los indios, otros de enfermedades y hambre, otros a manos
de sus compañeros. En febrero de 1531 estalló un incendio
que destruyó todas las viviendas, lo que aprovecharon los indios
para acentuar la rebeldía.
Tal vez en ningún punto del Caribe —si se exceptúa
Cartagena, la provincia vecina de Santa Marta— fue tan ardua y
a la vez tan carente de sentido la obra de los conquistadores. Los españoles
se movían de un sitio a otro, matando indios o matándose
entre sí, buscando oro, intrigando, amotinándose, pero
no avanzaban hacia ninguna parte. Vistos esos días con la perspectiva
de hoy, los primeros años de Santa Marta se justifican porque
desde allí salió Gonzalo Jiménez de Quesada hacia
el país de los muiscas y los chibchas, y la conquista de ese
país, con la consiguiente fundación de Santa Fe de Bogotá,
es sin duda el resultado del establecimiento de Santa Marta.
Pero mientras Jiménez de Quesada no tomó el camino hacia
las alturas del Sur —y aun después que él había
llegado allá—, la vida de los conquistadores de Santa Marta
fue como una vena rota por donde se escapaba la sangre de la Conquista,
y con ella se derrochaban el valor, la astucia, la decisión y
la codicia de los conquistadores.
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Capítulo V
LA CONQUISTA ENTRE 1526 Y 1584
La impresión que
saca el que estudia la historia del Caribe en los años que van
de 1520 a 1526 es que la actividad conquistadora empezó a perder
vigor a tal punto, que estuvo casi paralizada. Parecía que España
se había agotado.
La última gran expedición que había llegado al
mar de las Antillas había sido la de Pedradas Dávila,
inferior, sin embargo, en la mitad, a la que condujo don Nicolás
de Ovando hasta La Española a principios de siglo. En las islas,
que habían sido la base de la conquista del Caribe, ya apenas
quedaban hombres aclimatados dispuestos a seguir tras una bandera de
conquista; y sin esos hombres no era aconsejable ir a poblar a otros
sitios. Ellos eran los veteranos del paisaje, de las lluvias, del calor,
de la comida indígena y de las caminatas increíbles por
bosques, montañas y pantanos poblados de peligros.
Bien podía ser que lo que pasaba en Santa Marta fuera un reflejo
de lo que pasaba en el Caribe, y bien podía ser que la situación
del Caribe fuera un reflejo de la situación de España.
Las luchas de los comuneros de Castilla contra el emperador Carlos V,
las guerras de España contra Francia, las atenciones a las regiones
europeas del Imperio consumían los recursos de España
y reclamaban allá las energías de los hombres de acción.
Esas energías debían emplearse en Europa antes que en
el Caribe, lo que se explica porque España estaba en Europa y
España era ia cabeza del Imperio.
Fue en 1526, mientras se luchaba en Santa Marta contra la naturaleza
y las intrigas, cuando las autoridades de La Española dieron
a Juan de Ampués despachos para ir a poblar las islas de Curacó,
Oraba y Uninore —las actuales Curazao, Aruba y Bonaire—.
Desde esas islas, Juan de Ampués pasó a la costa de Venezuela,
donde estableció una ranchería cerca de donde poco después
se fundaría Coro, que iba a ser la base de la conquista del occidente
y del centro de Venezuela.
Juan de Ampués se estableció allí en el 1527 con
60 acompañantes, y en el mes de marzo de ese año fue nombrado
Pedradas Dávila gobernador de Veragua. A fines de septiembre
del mismo año llegaba a la isla Cozumel Francisco de Montejo
con despachos reales de gobernador de Yucatán. A mediados de
1528, Aldonza de Villalobos desembarcaba en la isla Margarita, frente
a Paria —el golfo de las Perlas— para ser la primera mujer
pobladora en América. El 2 de abril de 1529 arribaba a Venezuela
el alemán Ambrosio Alfínger, el primer gobernador del
territorio capitulado por el Emperador con la firma alemana de los Wclzers
o Balzares.
La obra de Ampués iba a ser de corta duración; Montejo
tardaría casi veinte años en lograr la conquista de Yucatán;
Pedrarias Dávila era un caso de psicopatía; sólo
Aldonza de Villalobos vería su territorio poblado y tranquilo.
Cuando el terrible y suspicaz Pedrarias Dávila, anciano de más
de ochenta años, entró en las tierras de su nueva gobernación,
halló que en la región había un gobernador llegado
desde Honduras. Se trataba de Diego López Salcedo. Pedrarias
Dávila había ahorcado a Vasco Núñez de Balboa,
a Hernández de Córdoba y a algunos otros sólo porque
sospechó que querían despojarlo de su autoridad; de manera
que no se comprende cómo dejó vivo a López Salcedo.
Sin embargo, lo hizo preso y lo mantuvo en prisión siete meses.
López Salcedo pudo escapar con vida de manos del fiero anciano
porque le dio 20.000 pesos, que en esos tiempos era una fortuna respetable.
Pedrarias Dávila no hacía diferencia entre indios y españoles;
los maltrataba y los aniquilaba por igual. El viejo conquistador era
en verdad una figura sombría y una amenaza de muerte para todos
los que tenían que tratarle. Indios y españoles fueron
víctimas de los métodos de exacción que puso en
práctica el gobernador. Hacía marcara los indios con hierro
candente y los obligaba a trabajar en busca de oro hasta que caían
agotados. Los indios huían hacia las selvas, y los españoles
tenían que lanzarse a esos bosques tropicales, donde todo parecía
conspirar contra ellos, para cazar indígenas con que sustituir
a los que se fugaban. Al fin unos y otros comprendieron que la única
manera de escapar a la tiranía de Pedrarias Dávila era
abandonando el territorio, y el país comenzó a despoblarse
de manera alarmante. Ese territorio era lo que se llamó después
Nicaragua, por extensión del nombre del hermoso lago en cuyas
orillas estaba la ciudad de Granada.
Pedrarias Dávila murió el 6 de marzo de 1531, a los noventa
años, temido por toda la gente dé su gobernación;
pero Nicaragua no fue menos desdichada con los sucesores del anciano
gobernador, que no parecían ser mejores que él. Rodrigo
de Contreras, que gobernó de 1534 a 1542, fue una edición
repetida de Pedrarias Dávila. Cuando el obispo Valdivieso denunció
que Contreras tenía esclavos indios, lo que les estaba expresamente
prohibido a los funcionarios reales, los hijos de Contreras mataron
al obispo y levantaron bandera de rebelión, a la que se unieron
muchos españoles. Después de la muerte del obispo, los
rebeldes saquearon las ciudades de León y Granada y huyeron del
país. Los hijos del gobernador Contreras eran dignos retoños
del padre, y éste, a su vez, era un digno sucesor de Pedrarias
Dávila. En algunas historias se dice que Pedrarias Dávila
descubrió la comunicación del lago de Nicaragua con el
Caribe, o que fue descubierto por una expedición que él
organizó. No es cierto. Pedrarias Dávila mandó
en 1529 a Martín Estete con instrucción de que bajara
por el Desaguadero (río San Juan) hasta su desembocadura, pero
Martín Estetc no piulo llegar al Caribe debido a la resistencia
de los indios de la región, a las enfermedades que aniquilaban
a sus hombres y a lo impenetrable de las selvas en las orillas del río.
El Desaguadero corre desde el lago de Nicaragua hasta el Caribe, y en
el andar de los años sería una importante vía de
comunicación entre el mar de las Antillas y el Pacífico.
Los ingleses, que apreciaron su valor desde el siglo XVII, elaboraron
toda una política de alianza con los indios y los negros cimarrones
de la costa de Mosquitía a fin de mantener bajo su control las
salidas del Desaguadero al Caribe. A mediados del siglo XIX, esa salida
sería el objetivo de WiíliamWalker, el jefe filibustero
norteamericano que llegó a ser presidente de Nicaragua, y gracias
a ello funcionó la llamada Compañía del Tránsito,
que acortó en varios días el viaje entre Nueva York y
Nueva Orleáns y California, en los años de los grandes
hallazgos de oro en este último lugar.
El río San Juan no fue recorrido en todo su curso en tiempos
de Pedradas Dávila, sino en el año 1539. Costó
siete meses hacer ese recorrido, realizado en una lucha agotadora contra
la naturaleza y los indios que poblaban las orillas.
En el año en que Pedradas Dávila era nombrado gobernador
de Nicaragua fundo' Juan de Ampués la ranchería de que
hemos hablado. Parece que Ampués usó esa ranchería
como base de operaciones para sacar palo de Brasil. Las comunicaciones
con las islas de Sotavento eran cortas y fáciles, y esas islas
—sobre todo la más grande, Curacó o Curazao—
tenían muy buenos puertos. Pero debieron ser duras para poblar
porque no tenían agua dulce.
Juan de Ampués es una figura borrosa, y, sin embargo, hombre
muy medido e inteligente. Se estableció en lo que hoy es la costa
de Coro de acuerdo con el cacique Manaure, de la nación caiquetía,
y llevó muy buenas relaciones con él. Se refiere que Manaure
le obsequió con oro y atendía a las necesidades de víveres
de su gente. Si a Juan de Ampués se le hubiera encomendado poblar
Venezuela, o por lo menos la región de Coro, la penetración
hubiera sido pacífica, a juzgar por lo que fue durante el tiempo
en que él estuvo allí. Pero en abril de 1529 Juan de Ampués
tuvo que abandonar el lugar porque Ambrosio Alfínger, designado
gobernador por el Emperador, no podía ver con buenos ojos su
presencia en esa región.
Alfínger llegó con la primera expedición enviada
por los Welzers o Balzares, compuesta por españoles y llegada
desde la Española, donde el alemán había estado
embarcando provisiones, animales y hombres.
Todavía no se sabe a ciencia cierta por qué Carlos V capituló
la gobernación de Venezuela con una firma de banqueros y comerciantes
alemanes. Es cierto que el monarca era emperador de Alemania, y que
como tal los Welzers eran sus súbditos, pero también debía
de ser cierto que los españoles que manejaban los negocios de
las Indias no debían aceptar a gusto que una porción de
esas Indias fuera puesta en manos que no eran españolas. Hasta
un año antes no se permitía poblar en el Caribe ni siquiera
a los españoles que no eran castellanos. Por otra parte, la rebelión
de los comuneros, que había sido reciente, se debió, entre
varios motivos, a la presencia de flamencos y alemanes en los cargos
más influyentes de la corte.
De todos modos, lo que puede afirmarse es que la concesión dada
a los Welzers fue la primera gestión de propósito netamente
imperialista que hallamos en la historia del Caribe y quizá en
toda América. Los Welzers eran una firma de banqueros y comerciantes
que decidieron invertir capitales en una empresa colonizadora con el
fin de sacar beneficios en dinero, y para asegurarse esos beneficios
designaban la autoridad del territorio que iba a ser explotado. Es verdad
que el Emperador se reservaba la soberanía sobre la región,
pero el gobernador, representante del Emperador y la autoridad política
más alta en el territorio, era designado entre candidatos escogidos
por los Welzers, de manera que en última instancia el gobernador
les debía el cargo a los Welzers y tenía que obedecerles
y servirles.
Alguien pensará que eso era lo que hacían los conquistadores
españoles, buscar un despacho que los autorizara a poblar una
región para sacar de ella oro y esclavos indios. Pero el caso
no era igual, aunque se le pareciera. La tradición de la Conquista
española era que una persona obtenía el derecho a poblar
o gobernar mediante un contrato con el monarca —lo que se llamaba
capitulación— y esa persona buscaba socios, si no tenía
dinero suficiente para sufragarlos gastos déla Conquista. Délo
que produjera el territorio conquistado se separaba una quinta parte
que pertenecía al rey —el célebre "quinto real"—
y lo demás se repartía entre los socios en cantidades
relativas a lo que cada uno había aportado. A menudo, cuando
el gasto lo había hecho el conquistador solo, se hacían
repartos entre los miembros de la expedición. Pero en todos los
casos la persona que obtenía la autorización del Trono
iba ella misma a poblar, a correr los riesgos de la aventura, a ganar
o a perder, y en varias ocasiones lo que se perdía era la vida.
La Conquista típicamente española era, pues, una empresa
personal; tan personal, que hubo casos en que fueron a realizarla todos
los socios.
Eso no fue lo que se hizo con los Welzers. Los Welzers eran un poder
por sí solo, un poder bancario y comercial, y mandaban a sus
factores o empleados al Caribe a que conquistaran oro y esclavos para
la firma. Desde luego, a los Welzers se les impusieron algunas restricciones,
y una de ellas era que con la expedición del gobernador, los
demás miembros de las expediciones tenían que ser o españoles
o canarios. De acuerdo con lo que ya era una tradición, podían
llevar indios y negros, pero sólo en calidad de sirvientes; ninguno
de esos indios y negros podían ejercer funciones militares o
burocráticas.
El caso de los Welzers iba a verse en el Caribe, y en otras regiones
de América, cuando ingleses, franceses y holandeses se dispusieron
a disputarle a España su frontera imperial. Los imperios europeos
que hicieron la guerra a España en el Caribe concedían
los territorios que querían conquistar a compañías
comerciales. Pero eso vino a suceder ya entrado el siglo XVII. En unos
tiempos tan tempranos como el 1528, que fue cuando se capituló
con los Balzares, sólo éstos operaron según el
esquema de lo que más tarde sería la empresa imperialista.
Por esos años sólo se conoce un caso de poblador con patente
que no fue español de la península, si se exceptúa
el de los Welzers. Se trató de Francisco Fajardo, natural de
la isla de Margarita, mestizo de español y de india.
Tan pronto llegó, Ambrosio Alfínger fundó Coro,
reunió informaciones del país, y como entendió
que las mayores riquezas estaban hacia el lago de Coquibacoa, se dirigió
allá y estableció una ranchería en el sitio donde
se encuentra hoy la ciudad de Maracaibo, nombre que al fin tomó
el lago. De ese punto retornó al año, después de
haber causado estragos en los lugares por donde pasó. Volvió
con oro y con esclavos indígenas, que mandó vender para
reclutar nuevos conquistadores, comprar armas y caballos y armar bajeles.
En una segunda entrada salió de los límites de su jurisdicción
y penetró en los de Santa Marta. En esa oportunidad llevaba indios
cargadores de provisiones atados por el cuello con una soga muy larga,
y si alguno se cansaba se le cortaba la cabeza y su carga se repartía
entre los demás. En el pueblo del cacique Boronata obtuvo bastante
oro, después de haber desbaratado la resistencia que halló.
En Mococu y Pau-xoto recogió más de 20.000 pesos en oro.
En la sierra de Xiriri le mataron un hombre y le hirieron otro, por
lo cual dio fuego a todos los poblados de los valles vecinos. Cuando
llegó a Tamala-meque encontró el pueblo vacío.
Era que los indios conocían ya la fama de Alfínger y al
darse cuenta de que estaba en las inmediaciones corrieron a refugiarse
en una isleta de la gran laguna. Los hombres de a caballo los persiguieron
hasta allá, hicieron una matanza sonada y apresaron al cacique.
Para obtener su libertad, los indios de Tamalameque tuvieron que entregar
todas sus flechas y una cantidad de oro que se calculó en varios
miles de ducados.
La región de Tamalameque era rica, por lo cual Alfínger
no quiso abandonarla. Se fue a vivir a una de las isletas de la laguna
y despachó hacia Coro una columna con unos 60.000 pesos en oro.
Iñigo de Vasconia, el jefe de la columna, se perdió en
el camino y el hambre fue tanta, que él y sus compañeros
conquistadores se comieron algunos de los indios que llevaban la impedimenta.
Como era imposible seguir caminando con el oro, el jefe de la columna
lo enterró e hizo varias señales en los árboles
para reconocer el lugar cuando retornara. Pero no retornó. Uno
de los hombres que iba con Iñigo de Vasconia se acostumbró
de tal manera a la carne de indio, que se convirtió en antropófago.
Se llamaba Francisco Martín y fue caudillo de una tribu indígena
después de maridarse con la hija del cacique. Cuando los hombres
de Alfínger volvían a Coro, casi dos años después,
sin su jefe y destrozados, Francisco Martín se dio a conocer
de ellos, que no podían reconocer en esa traza de indio a su
antiguo compañero. Martín acompaño a los derrotados
expedicionarios a Coro, pero se fugó para volver a vivir con
su mujer e hijos indios y tuvo que ser rescatado por españoles
de Coro; tornó a huir hacia la ranchería de la tribu que
había acaudillado, y al fin el gobernador de Coro mandó
destruir la ranchería y obligó al tozudo Francisco Martín
a irse a Bogotá, donde murió desempeñando la tarea
de sacristán. Alfínger había muerto en las cercanías
de lo que hoy es Pamplona, a causa de una herida de flecha que había
recibido en la garganta. Los supervivientes de su expedición
retornaron a Coro al comenzar el mes de noviembre de 1533.
Ambrosio Alfínger había llegado a La Española,
a buscar víveres y voluntarios para su expedición, unos
meses después de haber salido de allí Francisco Montejo,
que iba a la conquista del Yucatán. Cronológicamente,
pues, debimos haber referido los hechos de Montejo antes que los de
Alfínger, puesto que éste llegó a la suya a principios
de 1529. Pero resulta que la expedición de Alfínger venía
a ser una secuencia de la ocupación de la costa venezolana de
Coro por parte de Juan de Ampués, lo que explica que habláramos
de él antes que de Montejo.
Yucatán es una tierra de dos mares. Dos de sus costas —la
del oeste y la del norte— corresponden al golfo de Méjico;
pero a partir de cabo Catoche hacia el Sur, toda su costa oriental da
al Caribe. Políticamente es hoy una parte de Méjico; sin
embargo, en los tiempos de la Conquista se capituló como un territorio
diferente. Al crearse en 1543 la Audiencia de los Confines, que se estableció
en Honduras al año siguiente, Yucatán quedó adscrito
a ella, lo que quiere decir que las actividades judiciales de los pobladores
de Yucatán tenían que evacuarse en Honduras, país
del Caribe, y no en Méjico, donde había Audiencia desde
1529. El nexo de Yucatán y el Caribe ha sido tan largo, que todavía
hasta 1861 se llevaban indios de Yucatán a Cuba en condición
de semi-esclavos. Los supuestos indígenas cubanos que algunos
viajeros dicen haber visto en este siglo en el interior de la isla son
descendientes de esos indios de raza maya llevados de Yucatán
entre 1848 y 1861.
Yucatán fue descubierta el 1 de marzo de 1517 por Francisco Hernández
de Córdoba, enviado desde Cuba por el gobernador Diego Velázquez.
Puede haber dudas acerca de si estuvo en la isla Cozumel, pero no las
hay sobre su presencia en cabo Catoche. Ahí, en cabo Catoche.
Hernández de Córdoba y su gente tuvieron que hacer frente
a un rudo ataque de los indios, pero se sostuvieron en el lugar unos
seis días. Navegando hacia el Poniente y luego hacia el Sur estuvieron
en Campeche, de donde pasaron a Champotón. El recibimiento que
tuvieron los españoles en Champotón fue tan fiero, que,
según cuenta Bernal Díaz del Castillo, que iba en la expedición,
los mayas les mataron 56 hombres y les hirieron a casi todos los demás,
entre ellos al propio Bernal Díaz del Castillo y a Hernández
de Córdoba, que echaba "sangre de muchas partes” al
decir del estupendo cronista. Bahía de la Mala Pelea fue el nombre
con que bautizaron los españoles a Champotón.
La costa oriental de Yucatán —la del Caribe— fue
descubierta en realidad por gente de Juan de Grijalva, cuya expedición
llegó a la isla Cozumel entre fines de abril y principios de
mayo de 1518. El piloto Antón de Alaminos salió de Cozumel
hacia el Sur y reconoció una bahía que llamó de
la Ascensión. Parece que Alaminos descubrió varias ciudades,
entre ellas una que él decía ser tan grande como Sevilla.
Las ciudades mayas más cercanas al lugar donde se supone que
estuvo Alaminos eran Tulum, Tancah, Xelha y Solimán.
La flota de Cortés tocó en Cozumel cuando iba hacia la
conquista de Méjico. Los primeros navíos que llegaron
a la isla fueron dos que iban bajo el mando de Pedro de Alvarado. Cuando
Cortés llegó a Cozumel halló los pueblos de la
isla deshabitados y supo que Alvarado había extraído mantas
e ídolos y había prendido a dos indios y una india. Muy
disgustado por esa acción, Cortés ordenó devolver
todo lo cogido y poner en libertad a los presos. Pocos días después,
al terminar un acto religioso maya que estuvo presenciando, el futuro
conquistador de Méjico les pidió a los sacerdotes indios
que abandonaran su religión, a lo que ellos respondieron que
no podían; Cortés, entonces, mandó destruir el
templo e hizo levantar allí mismo un altar católico en
el que colocó una cruz de madera y una imagen de Nuestra Señora.
Un cura de los que andaban con Cortés dijo misa. Después
de la misa, Cortés salió de Cozumel, pero tuvo que volver
porque uno de sus navíos hizo agua, y al retornar halló
el altar limpio y bien cuidado. En Cozumel reparó la avería
e incorporó a Jerónimo Aguilar, un español que
estaba en Yucatán, según él, desde que se salvó
del naufragio en que desapareció aquel Valdivia a quien había
despachado Vasco Núñez de Balboa desde la Antigua con
el oro del quinto real. Según otros, Jerónimo Aguilar
y un compañero del que después tendremos que hablar se
habían quedado en Yucatán desde los días de la
expedición de Hernández de Córdoba.
Desde el 4 de marzo de 1519, cuando Cortés salió por última
vez de Cozumel, hasta fines de septiembre de 1527, cuando llegó
al mismo lugar la flota de Francisco Montejo, habían pasado más
de ocho años, tiempo muy largo para que se mantuviera en las
tinieblas de lo casi desconocido el territorio donde había florecido
y florecía aún la vieja y sorprendente cultura de los
mayas.
Casi frente al extremo sur de Cozumel, en la costa del Caribe, cerca
de la ciudad maya de Xelha, fundó Montejo el pueblo de Salamanca.
El lugar era palúdico y los españoles comenzaron a caer
enfermos. En poco tiempo se agotaron los comestibles, por lo que hubo
que dar asaltos a pueblos mayas vecinos. Esto, como era natural, tornó
hostiles a los indios, que antes habían sido afectuosos con los
conquistadores. Los hombres de Montejo, a su vez, empezaron a dar muestras
de disgusto, y Montejo, temeroso de que un día se le amotinaran
y se fueran a Méjico, quemó las naves, como había
hecho Cortés. A seguidas dispuso a recorrer el país, dejando
una guarnición en Salamanca, y estuvo algunos meses de ciudad
en ciudad, admirado de la alta civilización de los mayas. En
Chauacha, ya sobre la costa norte, fue atacado de improviso y perdió
doce hombres. Se le atacó también en Ake, una población
vecina a Chauacha, pero sólo tuvo algunos heridos.
Cuanto Montejo retornó a Salamanca, tras seis meses de recorrido
por la península de Yucatán, volvía con 60 hombres;
de 20 que había dejado en el camino, en un lugar llamado Polé,
no quedaba ninguno, y de los que había dejado en Salamanca halló
10. En ese punto arribó a Salamanca una expedición de
refuerzo que llegaba de la Española. Con el navío emprendió
Montejo viaje por la costa hacia el Sur mientras uno de sus tenientes,
Alonso Avila, iba por tierra. El plan de Montejo era tomar la rica ciudad-puerto
de Chetemal; pero allí estaba el español compañero
de Jerónimo de Aguilar, casado con la hija de uno de los jefes
de Chetemal; y este hispano-maya, de nombre Guerrero, se las arregló
de tal manera, que hizo creer a Avila que Montejo había naufragado
al tiempo que hizo creer a Montejo que Avila había muerto a manos
de los indios. Avila, que creyó la especie, no llegó a
Chetemal; se devolvió, y al llegar a Salamanca dispuso que la
fundación fuera abandonada. Montejo, mientras tanto, llegó
al golfo de Honduras y de ahí retorno al Norte, paró en
Cozumel y siguió viaje a Veracruz.
Esto ocurría probablemente en septiembre de 1528, lo que significa
que al año de iniciada, la expedición de Montejo había
fracasado como pobladora, pero como descubridora había sido de
las más afortunadas que se habían organizado hasta entonces.
La fabulosa tierra de los mayas quedó abierta al conocimiento
europeo, y todavía está produciendo sorpresas. Por de
pronto, toda la costa yucateca del Caribe había sido recorrida
y se habían visitado muchas ciudades importantes cercanas a esa
costa.
Antes de abandonar Yucatán, Montejo había aprobado la
mudanza de Salamanca de Xelha a Salamanca de Xamanha, situada en la
propia costa del Caribe, pero más al Norte. En 1529 recomenzó
Montejo la conquista de Yucatán, pero en esa ocasión lo
haría yendo desde el Oeste y por el Sur. En el oeste de la península
fundó otra Salamanca, la de Alacán; luego subió
a Campotón, de donde pasó a Campeche. Ahí fundó
otra Salamanca, la de Campeche; y desde ese lugar despachó a
Alonso Avila con una columna para que se internara hacia el Sudeste,
en dirección de Chetemal, ciudad a la que se debió llegar
a fines de 1531. Así, la base de la península de Yucatán
estaba explorada, aunque no conquistada. Esto se dice muy de prisa,
pero la tarea de ir desde Campeche hasta el golfo de Honduras, atravesando
territorios muy poblados y a la vez muy ásperos, es difícil
hoy, cuanto más en el 1531. Ala vuelta a Salamanca Campeche —y
lo decimos como una muestra de lo que fue esa travesía—
hubo combates en los que resultaron heridos todos los españoles,
sin mencionarlos muertos. Fue tan feroz la oposición de los indios,
que Avila tuvo que devolverse y a costa de esfuerzos titánicos
logró salir a la costa de Honduras. Llegó a Trujillo en
marzo de 1533.
Casi dos años atrás, en junio de 1531, Salamanca de Campeche
había sido atacada fieramente por los mayas. En esa ocasión
estuvo a punto de caer prisionero Francisco Montejo. Montejo el Mozo,
hijo de Francisco, pasó a la costa del norte de la península.
Allí, al cabo de muchas marchas y negociaciones, alcanzó
a entrar en Chichén Itzá, la hermosa ciudad cuyos monumentos
mayas se preservan todavía, para asombro de los que la visitan,
y en Chichén Itzá estableció Ciudad Real, la capital
de Yucatán. Pero a mediados de 1533 los mayas de todas las poblaciones
vecinas atacaron la capital y los españoles sufrieron un sitio
de varios meses. En la retirada, Montejo el Mozo supo que su padre andaba
por las cercanías. Unidas las fuerzas de los dos, fueron a establecer
otra Ciudad Real en Dzilán, sobre la costa norte. Pero a principios
de 1535 los pobladores de esa nueva Ciudad Real y de las demás
fundaciones españolas de Yucatán comenzaron a abandonarlas.
Yucatán no tenía oro y se oía hablar mucho del
Perú. Hasta el tenaz Alonso Avila se fue a Méjico donde
había de morir. Las viejas ciudades mayas, abandonadas desde
hacía tiempo, y las recientes que deslumbraron a los españoles,
volvieron a quedarse pobladas solamente por sus habitantes naturales.
Y esto sucedía cuarenta y tres años después del
día del Descubrimiento.
Al comenzar el año de 1533, Alonso Avilase acercaba a Trujillo
al final de su épico viaje; el hijo de Francisco Montejo se acercaba
a Chichén Itzá y se alejaba de Santa Marta Pedro de Heredia,
que había llegado al lugar a fines de 1528 como teniente de Pedro
Vadillo. Este Pedro de Heredia se dirigió al poniente del Río
Grande (Magdalena) y después al sur, y fundó el 20 de
enero una población que llamó San Sebastián de
Calamar, que sería con el tiempo la muy historiada y atacada
ciudad de Cartagena de Indias. Seis meses más tarde Carlos V
nombraba un nuevo gobernador para Venezuela, a Nicolás de Federman,
alemán de la firma de los Welzers. La designación fue
revocada casi inmediatamente en favor de otro alemán, Horge Horhemut,
a quien la Historia conoce con el nombre de Jorge Espira, pero Federman,
agregado a la gobernación de Espira como coadjutor, iba a ser
más afortunado que su rival.
Espira llegó a Coro en febrero de 1534. Llevaba más de
400 hombres, reclutados en España y en las Canarias, y cinco
años después, al retornar de sus exploraciones por el
fondo de los Llanos, volverían sólo 90. Espira despachó
la mayor parte de su gente hacia el Sudoeste y les señaló
como ruta las bases de la cordillera, mientras él se dirigió
por la costa hacia el Este y luego penetró hacia el Sur. Al reunirse
las dos columnas, recorrieron los Llanos, dirigiéndose al Sudoeste,
hacia el Apure y el Casanare; y por el camino iban combatiendo, enfermándose,
muriendo. Espira no podía imaginar siquiera —y en esa época
nadie lo hubiera sospechado— que estaban marchando por terrenos
que se hallaban bajo el nivel del mar, y que cuando llegaran las lluvias
los torrentes de las cordilleras engrosarían los ríos
y la inmensa llanura se volvería un mar de agua dulce.
Los españoles y su capitán germano tuvieron que vivir
meses en breves islotes y en copas de árboles. Los feroces tigres
del Llano nadaban hasta esos islotes y trepaban a las copas de los árboles
para alimentarse con las cargas de huesos y piel en que habían
quedado convertidos los conquistadores; los indios se acercaban en canoas
a cazarlos con flechas.
Mientras Espira y su gente vivían esa epopeya, y los indígenas
se veían acosados, perseguidos a muerte por los hombres de a
caballo que habían entrado inopinadamente en sus tierras, Nicolás
de Federman llegaba a Coro y se preparaba para iniciar una pesquería
de perlas frente a Cabo de La Vela. Pero no le fue bien y se dispuso
a buscar el rico país que, al decir de los indios, había
al otro lado de la cordillera. Espira también había oído
hablar de ese país y trató de buscarlo, pero sin buena
suerte. Federman se fue a La Española, reclutó hombres
aguerridos y volvió a Coro; entró hacia el Sudoeste, siguiendo
las huellas de Alfínger, cruzó la sierra de Santa Marta;
ahí recibió una carta del gobernador de Santa Marta en
que se le comunicaba que le atacaría si permanecía en
la región. Federman decidió volver a Coro y cruzó
por lo que hoy es la región de Ocaña. Ya en Coro despachó
una columna que atravesó por la serranía de Carora y llegó
al Tocuyo, donde encontró a unos 60 españoles que llegaban
del oriente venezolano después de una travesía de más
de un año. Esos recién llegados se unieron a la columna
de Federman y luego reconocieron a éste por su jefe. Con ese
refuerzo, Federman se dirigió a los Llanos, siguiendo el camino
que había tomado Espira, pero aunque llegó a estar cerca
del gobernador, no se reunió con él. Su objetivo era el
rico país de la cordillera, el de los chibchas y los muiscas,
donde los indios andaban vestidos, tenían ciudades y trabajaban
el oro y el cobre.
Espira retornó a Coro y de ahí se dirigió a la
Española para volver a Coro en 1539. Uno de los últimos
hechos como gobernador fue despachar españoles al lago de Maracaibo
para que vengaran la muerte de compañeros suyos que habían
sido exterminados por indios de la región. La columna cumplió
la orden a cabalidad, pero se hizo independiente de Espira y se fue
hacia el Este, y en una de esas increíbles marchas de les españoles
del siglo XVI llegó a Cumaná a fines de 1540.
Pero antes de que muriera Jorge Espira, y antes aún de que éste
saliera del fondo de los Llanos de Venezuela, había llegado a
Santa Marta la más rica expedición que había visto
el Caribe desde la que llevó Pedrarias Dávila al Darién.
Esta fue la de Pedro Fernández de Lugo, adelantado de Canarias,
que salió de Tenerife al comenzar el mes de noviembre de 1535
con 18 navíos y 1.200 hombres. Entre ellos iba gente linajuda.
El segundo jefe —teniente general— de la expedición
era Gonzalo Jiménez de Quesada, una de las figuras más
nobles de la historia del Caribe. Sucedió que uno de los soldados
de esa expedición cayó al mar, y aunque se le buscó
no se le halló; pero sucedió también que un navío
que seguía la misma ruta que la flota acertó a dar con
él y pudo rescatarlo; y sucedió también que ese
navio llegó a Santa Marta antes que los de Fernández de
Lugo. Eso explica que cuando llegó la brillante expedición,
los pobladores de Santa Marta estaban en la playa esperando a su nuevo
gobernador.
Santa Marta era entonces un caserío de unas doscientas viviendas
con techos de paja, y toda la región era un campo de guerra.
Las luchas de indios contra españoles entre sí no habían
menguado. Los pobladores vivían sin esperanzas. En los días
de García de Lerma muchos quisieron irse al Perú por el
Darién, y hasta el sobrino del gobernador huyó del lugar.
De manera que la llegada de Fernández de Lugo era un acontecimiento
para esos desdichados. Sólo el comendador Ovando, a su llegada
a La Española en 1502, fue recibido con tanto entusiasmo por
los pobladores de su gobernación. Pero a poco de llegar, los
hombres de Fernández de Lugo comenzaban a caer enfermos. Sin
aclimatarse en las islas del Caribe era difícil mantenerse sano
en esos trópicos donde el calor húmedo hacía proliferar
las bacterias y bacilos que producían enfermedades desconocidas
en España.
Pero la aclimatación no significaba sólo acostumbrarse
a un clima físico diferente; había que acostumbrarse también
a otra vida, a otra manera de vestirse, de pensar, de actuar. Por ejemplo,
las armaduras españolas eran inútiles para andar por la
selva, donde se trepaban cerros y se vadeaban ríos. Los conquistadores
veteranos las habían suplido por batas de tela rellena de algodón
del cuello a las piernas. El tipo de guerra que se hacía en Europa
no podía hacerse en el Caribe. Fernández de Lugo metió
todos sus hombres a un tiempo en batallas contra las emboscadas de los
indígenas y mandó quemar todas las rancherías o
pueblos; y perdió tanta gente, porque era más fácil
flechar a alguien donde había mil hombres que flechar a uno que
se movía y se escondía, y sus hombres pasaron tanta hambre
por la dispersión de los indígenas, que su brillante expedición
quedó reducida a una sombra pocos meses después de haber
llegado a Santa Marta. La situación se hizo tan desesperada,
que el propio hijo del gobernador huyó a España con el
oro que había cogido en una entrada a tierra de indios. Hubo
días en que metieron veinte cadáveres de españoles
en un solo hoyo, unos muertos de heridas de flechas, otros de enfermedades,
otros de hambre.
Ese era el estado de Santa Marta y de la brillante expedición
de Fernández de Lugo cuando Gonzalo Jiménez de Quesada
salió del lugar el 6 de abril de 1536 para remontar el Río
Grande —Magdalena— en una marcha que sumó a los trabajos
de la de Alonso Avila en las junglas de Yucatán y Honduras las
penalidades de la de Jorge Espira en los Llanos de Venezuela. El final
de esa expedición de Jiménez de Quesada fue muy diferente
de las de Avila y Espira, pero antes de ese final sus sufrimientos sobrepasaron
los de aquéllas.
Los problemas comenzaron casi desde el primer momento. Jiménez
de Quesada se fue por tierra, lo que quiere decir que descendió
hacia el Sudoeste para esperar la parte de la expedición que
iría por agua. El Magdalena corre de Sur a Norte, entre las cordilleras
Oriental y Central, casi desde las regiones ecuatoriales hasta el Caribe,
de manera que está en una zona selvática imponente y además
recibe las aguas de las dos cordilleras. Por otra parte, antes de llegar
al Caribe forma delta, porque su último tramo fluye en tierra
llana, así, en tiempos de lluvia, se desborda e inunda toda esa
región. Jiménez de Quesada, que no conocía las
características de la naturaleza del Caribe, comenzó su
expedición en abril, cuando van a comenzar las lluvias. La primera
parte de su marcha fue, pues, como la de Espira en los Llanos cuando
éstos se inundaron y el lugar quedó convertido en un horizonte
de aguas.
Por otra parte, la flotilla que llevaba las provisiones, que estaba
compuesta por cinco bergantines y dos carabelas, halló mal tiempo
al llegar a las bocas del Magdalena. Un bergantín se fue a pique
y toda la tripulación se ahogó; otro pasó la barra
de la boca y entró en el río, pero los demás fueron
arrastrados por la tempestad hasta Cartagena. Uno de ellos chocó
contra una punta de la costa y los cincuenta tripulantes abandonaron
la nave sólo para morir a manos de los indios caribes del lugar;
otro fue destruido por el mar, que lo lanzó a una rompiente,
pero la gente que iba en él logró llegar a pie a Cartagena.
El gobernador despachó otro bergantín que entró
en el río, pero se perdió antes de empezar a remontarlo.
Con la crecida del Magdalena era casi imposible navegado corriente arriba.
Mientras tanto, Jiménez de Quesada buscaba la orilla del río,
abriéndose paso por la selva y los pantanos, y antes de llegar
al Magdalena ya su gente iba medio desnuda y medio descalza. Al cabo,
los barcos que pudieron salvar las barras, dominar la corriente y hacerles
frente a las piraguas de indios que pretendían impedir su marcha,
llegaron a Sampollón, donde estaba Jiménez de Quesada
esperándoles. Y después de eso vino el increíble
avance río arriba, las paradas para explorar y para enterrar
a los que morían de paludismo. En una de esas paradas un tigre
—jaguar americano— sacó de su hamaca a Juan Serrano
y se lo llevó selva adentro, sin que sus compañeros pudieran
evitarlo. Los caimanes devoraban los cadáveres que se tiraban
al agua y a algunos españoles que no estaban muertos. Hubo que
comer caballos, perros, murciélagos, hojas y raíces de
árboles. A fines de diciembre hubo que despachar la flotilla
hacia Santa Marta para llevar a los enfermos. Cuando los barcos llegaron
a Santa Marta, el gobernador ya no estaba. Había muerto el 15
de octubre (1536).
Jiménez de Quesada siguió con unos 200 hombres. La mayor
parte de ellos eran sombras de lo que habían sido cuando llegaron
de España en diciembre de 1535. Con esas sombras llegó
en enero de 1537 a las tierras muiscas, un país rico, poblado
por indios mucho más avanzados que los de la costa, y además
un país que se hallaba a cientos de kilómetros de la base
de Santa Marta. Si los muiscas hubieran atacado a su gente, hoy ni siquiera
se sabría donde murió Jiménez de Quesada. Pero
los muiscas no atacaron porque Jiménez de Quesada y sus hombres
se movieron por los valles de las alturas andinas, en los alrededores
de lo que hoy es Bogotá; formaron pequeñas expediciones
exploradoras; tenían combates ocasionales con los bogotaes y
algunos otros pueblos de la región, y también recogieron
oro en grandes cantidades. Al finalizar el mes de agosto (1537), a más
de un año y medio de sus increíbles marchas por ese país
de grandes selvas y grandes montañas, y cuando ya tenía
menos de 160 hombres nada más, la expedición de Jiménez
de Quesada era rica y pudo dedicarse a buscar con calma donde asentarse,
a aplacar resentimientos y levantamientos de algunos caciques y a planear
para el porvenir.
En ese tiempo se produjo un episodio que recuerda el del desdichado
inca Atauhalpa, Habiendo muerto en un asalto el jefe chibcha, llamado
Zipa, los españoles lograron apresar a su sucesor, Zaquesazipa.
Este se comprometió con Jiménez de Quesada a llenar en
tres meses un bohío con las piezas del tesoro de su primo Zipa;
y comenzaron a llegar indios con las piezas. Pero cada uno iba acompañado
de una escolta de guerreros, y la escolta se iba con él cuando
se marchaba. El indio llegaba con su parte de tesoro a la vista, entraba
en el bohío, y con él los guerreros; y al salir, cada
guerrero llevaba escondida bajo la manta una parte del tesoro. Así,
a los tres meses —cuando se cumplía la fecha en que los
españoles debían entrar en el bohío— habían
llegado al lugar enormes cantidades de oro, pero habían vuelto
a salir sin que los españoles se dieran cuenta. El Zaquesazipa,
desde luego, sufrió tormento para que dijera dónde estaba
el tesoro, y como no habló, se le quitó la vida.
El caudillo de la marcha hacia los Andes envió en 1538 a su hermano
a explorarla cordillera Central, y el hermano mandó a poco noticia
de que una columna de españoles avanzaba desde el Sur. Era Sebastián
de Benalcázar, que llegaba de Quito. Pero poco más de
una semana después llegó otra noticia; por el Oeste se
acercaba otra columna española. Se trataba de la de Nicolás
Fedcrman, que había traspuesto la cordillera andina subiendo
desde los Llanos de Venezuela. Los tres jefes estuvieron presentes en
la fundación de Santa Fe de Bogotá, establecida en el
pueblo chibcha de Bacatá. Era el 6 de agosto de 1538.
Mientras tanto, en Cartagena de Indias la situación parecía
una copia de la que había conocido Santa Marta. Pedro de Heredia
hacía entradas en busca de oro y los indios délas vecindades
se rebelaban contra él y su gente. Cuando los españoles
supieron que los indios enterraban a sus muertos con los objetos de
oro que habían usado en vida, se dedicaron a abrir las tumbas
para despojarlos de esas piezas. Para los indígenas era inconcebible
que se removieran los huesos de sus muertos; eso ponía a las
almas de sus difuntos en contra de sus familiares vivos, que permitían
tamaño desacato a las sagradas tradiciones de su pueblo. Pero
Heredia sacó abundante oro de las sepulturas indígenas,
con lo cual comenzaron muchos de sus hombres a murmurar que no repartía
el oro como debía hacerlo. Igual que en el caso de Rodrigo Bastidas
en Santa Marta, hubo intentos de dar muerte a Heredia, aunque no terminaron
como los de Santa Marta.
Heredia fue detenido, al fin, por orden de la Audiencia de La Española,
pero logró fugarse hacia España. Después de haberse
ido él se organizó una lujosa expedición que salió
en busca del Mar del Sur. Pero la historia patética de esa expedición
no corresponde a la historia del Caribe.
Entre la primavera y el verano de 1536 Pedro de Alvarado estuvo poblando
la región de Honduras, cuya gobernación correspondía
a Yucatán y, por tanto, a Francisco de Montejo, y mientras Alvarado
y Montejo litigaban por esa causa, los hijos del explorador de Yucatán
iban penetrando en la península yucateca, que en 1535 se había
quedado sin un solo poblador español. En el 1538 se produjo en
Honduras la rebelión de los indios bajo el mando de Lempira,
y Montejo tuvo que dedicarse a pacificar el país. Pero por disposición
real, Honduras pasó a ser parte de la gobernación de Guatemala
y Montejo fue enviado a gobernar Chiapas, situación que se prolongó
hasta la muerte de Alvarado, ocurrida a mediados de 1541. Los pobladores
de Honduras reclamaron que volviera Montejo a gobernarlos y en abril
de 1542 se fue a Gracia de Dios. Al establecerse en mayo de 1544 la
Audiencia de los Confines, terminó el gobierno de Montejo en
Honduras.
Mientras tanto, el hijo de Montejo —Montejo el Mozo— y su
sobrino —Montejo el Sobrino— pusieron en práctica
un plan para la conquista de Yucatán que descansaba en el principio
de ir incorporando pequeñas porciones de territorio a lo que
ya estaba firmemente bajo el dominio de pobladores españoles.
Con ese plan, y enfrentándose con mucha paciencia a los obstáculos,
a los levantamientos de los indios, a la falta de medios, fueron avanzando
lentamente, con recursos limitados, hasta que a principios de 1542 establecieron
la capital de Yucatán, bajo el nombre de Mérida, en la
antigua ciudad maya de Tho. Siguieron los dos primos hermanos Montejo
fundando ciudades españolas en los puntos donde había
ciudades mayas bien situadas, y para 1546, al producirse la rebelión
maya llamada de Valladolid —en la noche del 8 al 9 de noviembre
de ese año—, ya el dominio español de Yucatán
era tan fuerte, que los conquistadores pudieron hacerle frente, a pesar
de que la rebelión se extendió por varios Tugares y se
prolongó durante casi un año.
Mientras los Montejos luchaban por las tierras de Yucatán, la
Audiencia de Panamá despachó hacia el territorio sur de
Veragua —lo que hoy es Costa Rica— a Hernán Sánchez
de Badajoz, que salió de Nombre de Dios a mediados de febrero
de 1540 y estuvo fundando pueblos en la costa del Caribe, pero todo
lo que hizo se perdió porque el gobernador Rodrigo de Contreras,
aquel cuyos hijos dieron muerte al obispo Valdivieso, le tomó
preso y lo mandó a España. En noviembre de ese mismo año
capituló el rey con Diego de Gutiérrez la gobernación
de una tierra que fuera llamada Nueva Cartago, "en los confines
del ducado de Veragua".
Fue la primera vez que el actual territorio de Costa Rica fue delimitado,
aunque vagamente, fuera de Veragua. Gutiérrez embarcó
para La Española y de ahí a Nombre de Dios; de Nombre
de Dios pasó a Nicaragua, donde entró en conflicto con
el gobernador Contreras, y fue sólo a fines de 1543 cuando pudo
entrar en las tierras que se le habían acordado, con los sesenta
hombres escasos que pudo reunir. Bajó por el Desaguadero (río
San Juan) hasta el Caribe, llegó a la boca del Reventazón
y ahí fundó Santiago. Desde ese sitio empezó a
llamar su gobernación Nueva Cartago o Costa Rica, con lo cual,
sin que él lo sospechara, estaba dándole nombre a un país
del futuro.
La flamante gobernación de Diego de Gutiérrez no duró
mucho porque maltrató a dos caciques indígenas, a quienes
prendió y amenazó con quemarlos y echarles los perros
si no le llevaban oro; los caciques lograron fugarse y ordenaron a sus
tribus que quemaran sus pueblos, destruyeran los sembrados y talaran
los árboles frutales, con lo que obligaron a los españoles
a irse del lugar para no morir de hambre. Los conquistadores se fueron,
pero internándose en el país, y en el cerro de Chirripó
fueron asaltados por los indígenas. Unos pocos escaparon a la
matanza y lograron llegar a la costa, de donde pudieron al fin irse
hacia Nombre de Dios.
Ocurría que mientras Diego Gutiérrez andaba gestionando
en España la gobernación de Nueva Cartago y Hernán
Sánchez Badajoz andaba por las costas del Caribe de ese mismo
territorio, se esparcía por la Nueva Andalucía —que
pasó a llamarse el Nuevo Reino de Granada y más tarde
Nueva Granada y después Colombia— la leyenda de un país
fabuloso, situado en algún punto entre Venezuela y Colombia;
un país con ciudades de oro, cuyo rey se cubría el cuerpo
con polvo de oro. Era El Dorado. Uno de los hombres de Federman llevó
a Coro las noticias de esa tierra fabulosa, y Felipe von Hutten —a
quien los españoles llamaron Felipe Urre—, sucesor de Federman,
se preparó para conquistar El Dorado.
El viaje de Hutten en busca de El Dorado duró cuatro años
y hay en él episodios notables. Uno de ellos es que habiendo
sido Hutten herido en el pecho, se le quedó la flecha clavada
y ninguno de sus hombres se atrevía a sacársela por miedo
de que muriera desangrado, hasta que a uno de ellos se le ocurrió
la idea de mandar clavar una flecha a un indio, en el mismo lugar y
en la misma forma en que la tenía Hutten; después de haber
aprendido, sacando la flecha del pecho del indio, una lección
práctica de cirugía, el español procedió
a sacar la de Hutten. Otro episodio fue la hipnosis colectiva de los
conquistadores. Un día vieron en el horizonte una ciudad enorme,
con un gran palacio central; y la ciudad y el palacio eran de oro. Buscaron
loca y tenazmente aquel establecimiento de maravillas, pero no lo hallaron.
Sin embargo, al retornar a la costa hablaron tanto de esa ciudad fantástica
que dieron sustancia a la leyenda de El Dorado, una sustancia que alimentó
durante siglos las esperanzas de muchos aventureros y provocó
numerosas expediciones al supuesto país de los omaguas, los indios
que habitaban la ciudad de oro.
Perdido Hutten en el fondo del país, pasó a regir el territorio
de los Welzers el último de sus gobernadores alemanes, Enrique
Rembolt. Cuando éste murió, en 1544, el gobierno de Coro
fue confiado a dos alcaldes, pero como ese gobierno marchaba manga por
hombro, la Audiencia de Santo Domingo —La Española—
nombró gobernador a uno de sus fiscales, el licenciado Frías.
Frías no pudo ir a Coro y nombró su lugarteniente general
a Juan de Carjaval.
Juan de Carvajal falsificó la documentación de su cargo
de tal manera, que en los despachos aparecía como gobernador,
y no como lo que era. Esa falsedad, y los atropellos contra las autoridades
reales que estaba cometiendo por esos años en Santa Marta el
hijo del difunto don Pedro Fernández de Lugo, eran síntomas
de la descomposición en que estaba cayendo España. El
emperador Carlos V dejaba gobernar a sus favoritos, y muchos de esos
favoritos habían perdido la moral de funcionarios que tan austeramente
mantuvieron los abuelos del Emperador, es decir, los Reyes Católicos.
En los siglos de la guerra contra el árabe España había
pasado en forma casi natural, sin conmociones que señalaran el
tránsito, de la psicología colectiva de la Edad Media
a la psicología individualista de la era moderna. Insensiblemente,
la guerra fue creando en todo el que combatía el sentimiento
de que podía tomar para sí lo que lograse en las batallas;
de que el caballo del enemigo pasaba a ser suyo, aunque él fuera
un peón y no un caballero; de que el prisionero era su cautivo,
y podía venderlo. Cuando esa guerra terminó, España
no era un país capitalista, pero el español tenía
ya mentalidad de propietario. Se podía ser un hombre de pueblo,
sin derecho a título de nobleza, pero se soñaba con tener
dinero. Esa psicología nueva resultó estimulada a límites
casi delirantes con el descubrimiento de América. Allí
podía un humilde hombre de la fila hacerse rico, o bien en tierras
o bien en oro o bien en esclavos. Y la pasión de la riqueza comenzó
a destruir la moral de los conquistadores y corrompió después
a los funcionarios a grados inesperados. Al llevarse indios de Honduras
para venderlos como esclavos el fiscal Moreno sólo imitaba lo
que hacían sus compañeros de la Audiencia de Santo Domingo,
que salían a cazar indios con la mayor naturalidad o vendían
las sentencias sin el menor remordimiento. Hay que leer la breve y miserable
historia del oidor de esa Audiencia de Santo Domingo, Lucas Vázquez
de Ayllón, para saber lo que era un hombre sin entrañas.
Juan Carvajal debía ser, además de corrompido, un psicópata,
porque si no es difícil explicarse lo que hizo. Pero es el caso
que en el fondo de los hechos de esos hombres había siempre una
pasión dominante, y era su afán de hacerse ricos. A la
altura del año 1540, los buscadores de fortuna del Caribe tenían
sus asociados en los consejos reales y repartían con ellos lo
que obtenían en las Indias. La descomposición que se producía
como consecuencia de esos repartos daba lugar a actos como el de la
falsificación de los despachos de Juan Carvajal.
Es el caso que este Juan Carvajal falsificó los despachos e inmediatamente
nombró un segundo, que fue Juan de Villegas, y él se salió
de Coro, en dirección Sur; llegó al valle de Tocuyo y
allí fundó la ciudad de Tocuyo, que un año después
iba a serla capital de Venezuela. A Tocuyo fue a reunírsele con
una parte de la gente de Hutten Pedro de Limpias, el que había
llevado a Coro la leyenda de El Dorado.
Al cabo de cuatro años de errar por el fondo de Venezuela, Hutten
se encaminó al Norte con el plan de reclutar hombres en Coro
para volver a conquistar el país de los omaguas. Cuando llegó
a Barquisimeto supo que Pedro de Limpias estaba en el Tocuyo con Carvajal
y que Carvajal había falsificado sus despachos de teniente general.
Hutten —que ignoraba que a él lo había sustituido
Enrique Rembolt— reclamó que Carvajal se le sometiera,
y comenzó una lucha sorda, de intrigas y amenazas, en la que
al fin resultó vencedor Carvajal. Cuando Hutten salió
del lugar hacia Coro con el propósito de embarcarse hacia Santo
Domingo para presentar el caso ante la Audiencia, Carvajal le siguió,
le hizo preso, junto con dos españoles y un joven alemán
que le acompañaban, e inmediatamente lo mandó decapitar.
El verdugo fue un esclavo negro de Carvajal. El machete del esclavo
estaba embotado, de manera que la decapitación fue difícil.
De vuelta al Tocuyo, Carvajal se dedicó a ahorcar a todos los
que habían demostrado simpatías por Hutten.
Al talar los montes donde había asentado el Tocuyo, Carvajal
dejó una gran ceiba que adornaba el centro de la nueva ciudad.
En esa ceiba había siempre algún ahorcado por orden de
Carvajal. A veces colgaban a dos y tres a un tiempo. En ese mismo árbol
colgó a Carvajal el nuevo gobernador, Juan Pérez de Tolosa.
Antes de su ahorcamiento, Carvajal fue arrastrado por las calles de
Tocuyo. Esto sucedía en el año de 1546.
A la altura de 1546 no había fundaciones en la costa de Venezuela,
hacia el Este. Cumaná, que había sido fundada y poblada
y mudada varias veces, no existía; Cubagua había ya desaparecido.
Sólo en Margarita había población, la del Espíritu
Santo, que se llamaría después Asunción. Pero ya
Venezuela tenía una capital, asiento de sus gobernadores, y desde
ella saldrían los conquistadores a establecer nuevas ciudades,
primero hacia el Oeste y al centro, después hacia la costa del
Caribe, hasta que en el 1567 se fundaría Caracas, que iba a serla
capital del país y con los siglos se convertiría en una
de las ciudades más populosas e importantes del Nuevo Mundo.
Hacia 1550, en la tierra firme del Caribe sólo Costa Rica no
tenía población española. A esa fecha estaban pobladas
y organizadas como parte del Imperio Yucatán, Guatemala, Honduras,
Nicaragua, Panamá, Nueva Granada (Colombia), Venezuela; y en
las islas, Cuba, Jamaica, Santo Domingo —La Española—
y Puerto Rico. Cada uno de esos territorios tenía su capital,
su gobernador y sus funcionarios. El gobierno de los Welzers había
terminado en Venezuela, aunque el contrato de la Corona con esa firma
sólo fue derogado en 1556. En lo judicial había dos Audiencias
Reales; una, la de la Española, para las islas, Venezuela y Colombia;
otra, la de los Confínes, cuyo territorio iba desde Panamá
hasta Yucatán. En algunas ocasiones la Audiencia de Santo Domingo
tuvo autoridad ejecutiva, y podía nombrar gobernadores y otros
funcionarios.
Hacia el 1560, por instancias del gobierno de Guatemala, se organizó
una pequeña fuerza para ir a poblar Costa Rica. Para reunir el
dinero indispensable se asociaron Juan de Cavallón y el sacerdote
Juan de Estrada Rávago. Este salió en octubre de ese año
por el Desaguadero con unos setenta españoles y numero sos indios
y negros, y el primero se fue por tierra hacia la banda del Pacífico,
con unos noventa españoles, vacas, caballos, cerdos y perros.
Con esos animales se introdujo en Costa Rica la fauna occidental.
La expedición del padre Rávago fue infortunada. El hambre
forzó a sus gentes a robar los víveres de los indios,
y esos indios tenían mal recuerdo de lo que habían sufrido
a manos de Hernando Badajoz y de Gutiérrez, de manera que no
le dieron paz al sacerdote Estrada Rávago. Los expedicionarios
tuvieron que comerse los perros, que nunca faltaban en los grupos conquistadores.
Al fin, la columna se vio obligada a regresar a Nicaragua.
Mientras tanto, Cavalíón entraba por Occidente y dividía
a sus hombres en grupos que recorrieron esa región del país
y fundaron algunas poblaciones. El padre Estrada Rávago se unió
a Cavallón. Duramente combatidos por los indios, los españoles
se mantenían con dificultad. Cavallón se retiró
en enero de 1562, y el padre Estrada Rávago se quedó en
Garcimuñoz, uno de los tres establecimientos que habían
fundado los hombres de Cavallón. El sacerdote expedicionario
se había ganado la confianza de los indígenas porque los
defendía contra las agresiones de los conquistadores.
El 6 de septiembre de 1562 entraba en el país Juan Vázquez
de Coronado, que había sido nombrado Alcalde Mayor. Se trataba
de un capitán hábil y discreto, de los más bondadosos
que conoció el Caribe. Hizo trasladar Garcimuñoz al Guarco,
donde en 1563 se estableció Cartago, que sería la capital
de Costa Rica hasta el año 1823; exploró gran parte del
país; hizo catear los ríos que arrastraban oro y lo repartió
entre sus tenientes, aunque reservó el más rico de ellos
para el rey. Perdió, en la empresa de conquistar el territorio',
más de 20.000 pesos, lo que era una enorme fortuna. Cuando se
dirigía a Nicaragua en viajes de exploraciones, sus capitanes
cometían tropelías con los indios, y al volver, él
las remediaba. En 1564 se fue a España a pedir ayuda para su
obra; Felipe II le dio el título de Adelantado Mayor de la Provincia
de Costa Rica, pero el barco en que volvía al Caribe naufragó
y don Juan Vázquez de Coronado no llegó nunca a la tierra
que había conquistado con las armas de la inteligencia y la bondad.
Mientras Vázquez de Coronado andaba por España, sus capitanes
se dedicaron a lo que habían visto hacer siempre en el Caribe:
a maltratar a los indios, a hacerles trabajar como esclavos, a quitarles
sus mujeres y su maíz; y la reacción de los indios fue,
como siempre, violenta. Cartago fue sitiada durante varios meses. En
marzo de 1568 llegó a Cartago el nuevo gobernador, Perafán
de la Rivera, y su presencia salvó a los sitiados de la muerte
por hambre. Pero Rivera fue obligado por los pobladores españoles
a repartir los indios en encomiendas, sistema que ya estaba prohibido.
A fin de forzarle a hacerlo, los pobladores amenazaron con irse de Costa
Rica, y el gobernador los encontró una mañana montados
a caballo, listos a cumplir su amenaza.
Para evitar el mal de las conspiraciones, Perafán de Rivera tuvo
que ajusticiar a un español. Por último, en la exploración
de Talamanca y Boruca pasó dos años largos en los que
además de luchar contra indios bravíos y contra una naturaleza
impenetrable, tuvo que padecer hambre y enfermedades. Su mujer y su
hijo murieron en Costa Rica, de manera que cuando renunció el
cargo en el año de 1573 para retirarse a Guatemala, iba pobre
y en soledad.
En sus años de ancianidad, Perafán de Rivera, sombra doliente
y triste en las ásperas páginas de la Conquista, fue hostigado
por jueces y pesquisidores de Guatemala que le acusaban de haber repartido
indios en encomiendas y de haber ajusticiado a un español. Tal
parecía que lo habían confundido con Pedrarias Dávila
o con tantos otros como éste.
Para 1580 Costa Rica estaba ya totalmente incorporada a España
y sus límites establecidos con claridad. El Caribe era español.
Había frecuentes rebeliones de indios, de negros y de españoles
—como la sonada de Lope de Aguirre—, de las cuales nos ocuparemos
en este libro en su oportunidad, y había ataques constantes de
corsarios y de piratas, que serán tratados en un capítulo
destinado a ello. Pero, en general, el Caribe era español y ningún
otro poder europeo tenía tierras en él. Se dice que desde
1542 los holandeses estaban asentados en las salinas de Araya, situadas
frente a Margarita y a poca distancia de Cumaná, lo que parece
un poco difícil dado que el lugar era muy transitado por embarcaciones
de todo tipo. Es probable que los holandeses se detuvieran a menudo
en el lugar para cargar sal, que en Araya no tenía que ser fabricada
mediante el lento método de evaporación solar de la época
porque se producía naturalmente, y es posible que construyeran
alguna ranchería allí mucho más tarde, después
que conquistaron un vasto territorio en la Guayana.
Hacia el 1582 fundó José de Oruña la ciudad de
San José en la isla de Trinidad, a unos diez kilómetros
de donde está hoy la capital de la isla, es decir, Puerto España.
Pero de esa fundación se sabe muy poco, quizá porque a
Oruña, como a Esquivel el de Jamaica y a Diego de Velázquez
el de Cuba, le tenía sin cuidado la Historia; quizá porque
los papeles de la fundación —si es que los hubo—
desaparecieron cuando San José fue tomada por los ingleses de
sir Walter Raleigh en 1595. En esa ocasión los ingleses pegaron
fuego a San José, que quedó completamente destruida.
Medio siglo antes de la fundación de San José se habían
hecho algunos intentos para incorporar Trinidad al rosario de territorios
del Caribe poblados por españoles, uno en 1530 y otro en 1532.
En esa época se nombró gobernador de Trinidad a Antonio
Sedeño, que no pudo o no quiso establecerse en la isla. Este
Antonio Sedeño había sido hombre difícil en Puerto
Rico y más tarde fue en Venezuela un insigne cazador de esclavos
indios.
En cuanto a las restantes islas de Barlovento, parece que en 1520 se
nombró gobernador para Guadalupe y otras islas a un tal Antonio
Serrano, que salió hacia esa isla y no asentó en ella.
Cuando José de Oruña fundaba San José en la isla
de Trinidad, se cumplían noventa años del Descubrimiento
realizado por don Cristóbal Colón. En esos noventa años
los españoles se habían diseminado por el Caribe, poblando,
guerreando, matando y esclavizando indios y negros, casándose
y amancebándose y engendrando hijos con indias y negras. Tenían
al rey por su señor legítimo y natural y no eran capaces
de rebelarse contra él, pero no cumplían sus leyes y mataban
tranquilamente a sus delegados y vasallos. Buscaban oro y, sin embargo,
estaban fundando nuevos pueblos. Creían en el sacerdote a la
hora de confesarse y morir, pero a la hora de vivir y de matar creían
más en su espada o en su lanza. Eran hombres torrenciales, que
habían hecho de España un Imperio.
Ahora bien, ese Imperio era su obra, pero su organización era
la obra de los funcionarios; los de la corte en España y los
de las Audiencias, Tesorerías y Ayuntamientos en el Caribe. Por
medio de las hazañas y los fracasos de los conquistadores. España
llevaba al Caribe las estructuras de la sociedad occidental; las tierras
se repartían en donación y aparecía en esa región
del Nuevo Mundo la propiedad privada, hecho mucho más importante
que todas las hazañas de los soldados de la Conquista.
Pues lo que pedía cada conquistador del Caribe era tierras, y
con ellas esclavos indios o negros para trabajarlas, y esto era una
manera de reproducir en el Caribe lo que ellos habían visto en
España, esto es, la institución del latifundio en manos
de la nobleza guerrera. Este tipo de organización socioeconómica,
que se establecía en el Caribe a finales del siglo XVI, correspondía
a una etapa de la Historia superada en muchos países de Europa,
en los cuales los sectores predominantes eran las burguesías
manufactureras y comerciales. Así, el Caribe, en tanto extensión
de Occidente, nacía con un retraso enorme, y eso lo convertía
en un punto débil de la lucha que estaban librando contra España,
desde mediados de ese siglo, las burguesías de Flandes e Inglaterra.
Más que por su potencia militar, que no era mucha, el Caribe,
pues, se convertía, a causa de su retrasada organización
económica y social, en la frontera más débil y
más lejana del Imperio español.
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Capítulo VI
SUBLEVACIONES DE INDIOS, AFRICANOS Y ESPAÑOLES
EN EL SIGLO XVI
En las acciones de guerra
que se produjeron en el Caribe entre indios y conquistadores españoles
hay que hacer distinciones. En cada territorio los españoles
comenzaron la lucha para lograr el dominio de las tierras y de los indígenas
que las poblaban; los indios, en cambio, combatían en defensa
de lo que les estaban quitando. Esa primera etapa no correspondió
a una determinada época; duraba más o duraba menos, de
acuerdo con las circunstancias de cada territorio; éste era pequeño
y poco poblado y su conquista se hacía con relativa rapidez;
aquél era más vasto y sus pobladores eran más aguerridos,
y su conquista llevó tiempo.
Pero es el caso que a esa primera etapa de guerras, y regularmente después
de una etapa corta de paz, le sucedió otra de luchas; éstas
se debían a que los indígenas se levantaban en armas contra
el poder español. Estas fueron las que podemos llamar con propiedad
las rebeliones indígenas, es decir, las guerras de los dueños
naturales del Caribe contra los que llegaron de lejos a despojarlos
y a someterlos. En el lenguaje de hoy se llamarían guerras de
liberación.
Desde luego, en la segunda etapa de esas luchas abundan episodios que
corresponderían a la primera. Esto se debe a que en medio de
las guerras de lo que fue la conquista propiamente dicha se produjeron
rebeliones en territorios que ya habían sido conquistados, por
lo menos en apariencia.
En algunas ocasiones las rebeliones de indios eran netamente indígenas,
pero en otras participaron negros esclavos; o sucedía lo contrario,
que los negros se rebelaban y se les unían unos cuantos indios.
Los alzamientos de unos provocaban o estimulaban a menudo los de los
otros.
Aún a distancia de siglos puede notarse que en ciertos casos
hubo correspondencia, a veces estrecha, entre negros e indios sublevados.
Hubo también sublevaciones estimuladas por uno de los imperios
con el propósito de perjudicar al imperio que dominaba el territorio
donde se producía la sublevación.
Los esclavos africanos comenzaron a llegar al Caribe en época
muy temprana. Durante siglos se creyó que fue hacia 1510 cuando
llegaron a la Española los primeros esclavos negros, pero ya
no hay duda de que en el viaje de don Nicolás de Ovando —año
de 1502— iban negros. Estos, como los que los siguieron en los
años inmediatos, no eran en verdad africanos, sino esclavos negros
de los que había en España.
Parece que hacia 1503 ya se daban casos de negros que se fugaban a los
montes, probablemente junto con indios, puesto que en ese año
Ovando recomendó que se suspendiera la llevada de negros a la
Española debido a que huían a los bosques y propagaban
la agitación. Sin embargo, en 1515 el propio Ovando envió
a la Corte un memorial en que pedía que se autorizara de nuevo
la venta de esclavos negros en la isla, a lo que accedió la reina
doña Isabel, aunque con la aclaración de que no debía
pasar a La Española "ningún esclavo negro levantisco
ni criado con morisco". Según explicó más
tarde el licenciado Alonso Zuazo, juez de residencia de la isla, en
carta escrita en enero de 1518, "yo hallé al venir algunos
negros ladinos, otros huidos a monte; azoté a unos, corté
las orejas a otros; y ya no ha venido más queja".
El indio y el negro se entendían bien no sólo porque ambos
estaban bajo un mismo yugo, padeciendo los males de la esclavitud, sino
porque ambos tenían una conciencia social de tribu y un nivel
cultural muy parecido. Negros e indios eran cazadores, agricultores
en terrenos comunes, pescadores; sus religiones eran animistas; sus
experiencias acerca del hombre blanco eran parecidas, y debía
ser también muy parecida su actitud ante él, o bien de
sumisión o bien de odio. El cruce de negros e indios comenzó
pronto en el Caribe, y a los hijos de las dos razas se les llamaba zambos
y se les trataba como a esclavos. El indio y el negro se influían
recíprocamente; se transculturaban, como dicen los antropólogos
y los sociólogos, y los dos tenían razones para rebelarse
contra los amos.
La esclavitud del negro fue autorizada por el Estado español,
al principio con ciertas limitaciones y después sin ninguna;
pero la del indio no llegó a serlo nunca de manera tajante. Unas
veces se autorizaba la esclavización de los indios cogidos en
guerra con armas en la mano, otras veces la de los caribes únicamente,
y por las llamadas Nuevas Leyes de 1542 se prohibió en absoluto
la esclavitud de los indígenas. Pero en los hechos, los indios
fueron esclavizados en igual forma que los negros y la esclavitud indígena
se organizó con métodos iguales a los de la trata africana.
En el Caribe se estableció desde muy temprano lo que podríamos
llamar la institución del "naboría" o "tapia",
que era el sirviente a tiempo fijo, a quien debía pagársele
un salario, pero en realidad el naboria acabó siendo un esclavo
de confianza para servir en la casa. También se estableció
desde muy temprano la "encomienda", que no era legalmente
la esclavitud, pero que fue convertida en eso.
Lo cierto es que la esclavitud del indio, aunque no estuviera autorizada,
se organizó con métodos iguales a la del negro, que sí
tenía autorización legal. Los españoles —digamos,
hasta el año de 1526, los castellanos, puesto que sólo
éstos podían establecerse en las Indias antes de ese año—
organizaban expediciones a las islas y a la tierra firme, y aun fuera
del Caribe, para cazar indios en la misma forma en que se cazaban los
negros en África; en ocasiones se los compraban a los caciques,
pero antes habían logrado aterrorizar a esos caciques con alguna
demostración de fuerza. Los indios cazados —o los que sobrevivían
a las penalidades que se les imponían— eran marcados al
hierro, a menudo en la frente, y llevados a La Española, a Cuba
o a Puerto Rico, que durante algunos años fueron los mercados
más importantes para la venta de esclavos. El padre Las Casas
tiene descripciones muy vivas de esas ventas.
No debe sorprendernos la esclavitud de los indígenas del Caribe
porque, como hemos dicho antes, los españoles estaban acostumbrados
a esclavizar a los árabes —y éstos a aquéllos—en
la larga guerra de la Reconquista de España; además, en
la Península había esclavos africanos, y, por último,
la esclavitud era habitual en el mundo mediterráneo. El 24 de
febrero de 1495 Colón despachó desde La Española
cuatro naves cargadas con 500 indios, que debían ser entregados
en Sevilla para que se vendieran como esclavos. Los Reyes llegaron a
autorizar la venta de esos indios —-en real cédula del
12 de abril de ese año—, pero doña Isabel no se
sintió tranquila y después de haber dado la autorización
para la venta ordenó que no se vendieran mientras no se oyera
el parecer de teólogos y jurisconsultos. La reina murió
creyendo que los indios eran sus vasallos, no sus propiedades.
La mayor parte de esos indios murieron en Sevilla a causa del nuevo
tipo de vida a que se vieron sometidos: alimentación que sus
organismos no conocían, clima de variaciones extremas al que
no estaban habituados, viviendas de cal y canto en que solía
faltar aire y sobrar humedad, y enfermedades para las cuales no tenían
defensas naturales. Sin embargo, Colón siguió mandando
indios de La Española a la Península, y cuando él
no estaba en La Española los mandaba su hermano don Bartolomé.
Muerta doña Isabel, y visto que las disposiciones reales contaban
poco en el Caribe —aquellas tierras lejanas donde cada quien hacía
de su capa un sayo— y vistas también las reiteradas peticiones
de las autoridades enviadas al Caribe para que se autorizara la esclavitud
de los indios o la trata de negros, el rey don Fernando volvió
a solicitar un dictamen de juristas y teólogos sobre la materia,
y éstos estuvieron de acuerdo en que era lícito esclavizar
a los indios que hicieran la guerra al conquistador, que se resistieran
a aceptar la autoridad del rey o se negaran a adoptar la fe católica.
A partir de entonces —principios del siglo XVI— se puso
en práctica el "requerimiento"'.
El requerimiento consistía en la lectura de un largo documento
en que se hacía breve historia del origen del mundo, hecho por
la mano de Dios; de la entrega del mundo a San Pedro; de la calidad
de herederos de San Pedro, y, por tanto, de administradores del mundo,
que tenían los Papas; de la cesión del Nuevo Mundo hecha
por el papado a los reyes de España, y, por tanto, de la legítima
autoridad que tenían esos reyes sobre las tierras y los pobladores
de ese Nuevo Mundo, y en consecuencia de la obligación en que
estaban los naturales de esas comarcas de reconocer a los reyes españoles
como sus señores legítimos y de someterse a los preceptos
de la Iglesia católica. El requerimiento terminaba con estos
terribles párrafos: "(Si no se sometían a todo lo
requerido.) Yo entraré poderosamente contra vosotros, e vos haré
guerra por todas las partes e maneras que yo pudiere, e vos subgetaré
al yugo e obediencia de la Iglesia e de sus Altezas, e tomaré
vuestras personas e vuestras mugeres e hijos, e los haré esclavos
e como tales venderé e disporné dellos como su Alteza
mandare, e vos tomaré vuestros bienes, e vos faré todos
los males e daños que pudiere, como a vasallos que no obedecen
ni quieren recibir a su Señor e le resisten e contradicen. E
protesto que las muertes e daños que dello se recrecieran sean
a vuestra culpa, e no de su Alteza ni mía, ni destos cavalleros
que conmigo vienen."
Terminada la lectura del requerimiento, un escribano real certificaba
que se había cumplido lo que mandaba el rey, y la conciencia
de los conquistadores quedaba tranquila. Si sólo tres indios
oían la lectura, ellos serían responsables de cuantas
muertes y tropelías ocurrieran, puesto que representaban a la
totalidad de los indígenas de la región y debían
comunicarles a todos los demás lo que habían oído;
y si no habían entendido una palabra, suya era la culpa, puesto
que no se habían tomado el trabajo de aprenderla lengua castellana
antes de que los conquistadores llegaran. Leído el requerimiento,
lo que sucediera iría a cargo de la conciencia de los indios,
aunque ésa no fuera la opinión de Oviedo y de frailes
como Montesinos y sacerdotes como Las Casas, que lucharon tesoneramente
contra tamaña hipocresía. El requerimiento fue la pieza
clave para dar paz al rey y satisfacción a los esclavistas. Con
él quedó legalizada la esclavitud, pero al mismo tiempo
quedaron legitimadas ante la Historia las rebeliones de los indios.
De la cacería de indios en esos primeros años del siglo
XVI hay episodios notables. Por ejemplo, en el año de 1516 salieron
de Santiago de Cuba hacia las islas Guanajas, situadas en el golfo de
Honduras, unos ochenta españoles. Iban en dos naves y en la primera
isla que hallaron cargaron una de ellas de indios y la despacharon hacia
La Habana, mientras unos veinticinco de los cazadores se quedaban con
la otra embarcación con el propósito de recoger más
indígenas. Al llegar a aguas cubanas, los españoles de
la nave que había salido primero bajaron a tierra para divertirse
y dejaron a los indios encerrados bajo escotilla con muy poca guarda.
Los indios se dieron cuenta de que se hallaban casi solos, lograron
salir a cubierta, mataron a los contados guardas, y en el propio barco,
que era una carabela, volvieron a sus islas Guanajas. Esto que contamos
era ya una doble proeza, puesto que no sólo se rebelaron, sino
que fueron capaces de conducir una nave española, cuyo manejo
desconocían, a más de doscientas leguas de distancia,
y además la gobernaron con tanto tino, que no perdieron el rumbo.
Pero sucedió algo más. Al llegar al golfo de Honduras
esos indios hallaron a los españoles que se habían quedado
allí en busca de más esclavos, y los atacaron con tal
ferocidad, que los obligaron a recogerse a bordo del otro barco —un
bergantín— y hacerse a la mar. Antes de salir, uno de los
españoles grabó en el tronco de un árbol este mensaje:
"Vamos al Darién." Los indios de la carabela quemaron
su nave tan pronto como los españoles se alejaron de las Guanajas.
Cuando Diego Velázquez, el gobernador de Cuba, supo esa increíble
historia, mandó que salieran dos naves a perseguir a los audaces
indígenas. Las dos naves castellanas no tardaron en llegar a
las Guanajas, donde sus tripulantes lograron reunir en poco tiempo unos
quinientos indios, hombres y mujeres, y como en el caso anterior, los
echaron en los fondos de los barcos.
Nunca se imaginaron que el episodio de la rebelión iba a repetirse.
Pero se repitió. Una vez encerrados los indios bajo cubierta,
los españoles se dedicaron a divertirse en tierra; y de pronto
los indígenas que se hallaban presos en una de las dos naves
lograron salir a cubierta, se hicieron de las lanzas, las rodelas y
las demás armas de los españoles que vieron a su alcance,
mataron a uno de los guardas y echaron al mar a los otros. Los españoles
que estaban en tierra corrieron a la otra nave y embistieron a la de
los indios, con lo que se trabó un combate naval que duró
dos horas. En este combate, según contaron los propios españoles,
los indios pelearon encarnizadamente, fueran hombres o fueran mujeres.
Tres años después de eso se produjo en La Española
la sublevación de Enriquilío, un joven cacique encomendado
que iba a mantenerse catorce años en las montañas del
Bahoruco, sobre la costa del sur, sin que los españoles pudieran
poner un pie en ese territorio. Aunque ya estaba casado —su mujer
se llamaba doña Mencía, Enriquilío debía
sobrepasar escasamente los veintiún años cuando se levantó
en armas. Era un indio letrado —"ladino" se decía
entonces—, y antes de irse a las montañas estuvo solicitando
de las autoridades españolas que se le hiciera justicia y se
castigara al joven encomendero que había ultrajado a su mujer.
En algunos casos las autoridades se burlaron de sus pretensiones, y
una de ellas fue aquel Pedro Vadillo que anduvo por Santa Marta haciendo
diabluras.
El 26 de diciembre de 1522 se produjo en la propia isla La Española
la primera sublevación de negros del Nuevo Mundo. No pudo haber
duda de que ese levantamiento de los esclavos africanos de La Española
fue estimulado por el de Enriquiílo, que llevaba tres años
en el Bahoruco. Al alzarse, Enriquilío no hizo ninguna muerte;
los primeros muertos de su levantamiento se produjeron cuando el dueño
de los hatos a quien estaba encomendado —un joven de nombre Andrés
Valenzuela— salió a perseguirlo. Así se comportaron
los negros rebeldes de 1522. Un grupo de unos veinte huyó de
un ingenio de azúcar que tenía don Diego Colón
—almirante gobernador— en las cercanías de la ciudad
de Santo Domingo. Ese primer grupo se dirigió hacia el Oeste
y se reunió con otro, también de unos veinte, y fue entonces
cuando causaron sus primeras víctimas, unos cuantos españoles
que trabajaban en los campos. Encaminándose siempre hacia el
Poniente, sobre la costa del sur —como si su intención
hubiera sido la de reunirse con Enriquillo—, atacaron un hato
de vacas del escribano mayor de minas de la isla, mataron un castellano
albañil, saquearon la casa vivienda, se llevaron un negro y doce
indios esclavos y esa noche hicieron campamento en el camino de Azua,
pues según declararon luego su plan era caer al día siguiente
sobre un ingenio del licenciado Zuazo —aquel que había
escrito lo de "azoté a unos, corté las orejas a otros;
y ya no ha venido más queja"— matar los españoles
que había allí, levantar los 120 esclavos del ingenio
y caer sobre la villa de Azua, donde se proponían pasar a cuchillo
a todos los españoles.
Al amanecer, los esclavos sublevados fueron sorprendidos en su campamento
por los españoles que les perseguían a caballo, y aunque
se batieron como desesperados, tuvieron seis muertos y varios heridos
y los demás se desbandaron. La mayor parte de los que huyeron
cayeron en manos de los españoles y terminaron ahorcados.
Casi inmediatamente después de este episodio se organizó
una columna para someter a Enriquillo y se puso bajo el mando de un
oidor de la Audiencia que se había distinguido en la persecución
de los negros; dos años después se despacharon dos columnas,
una de ellas al mando de Pedro Vadillo, y se despachó otra en
el 1526. Pero Enriquillo, que había organizado sus defensas magistralmente,
siguió en el Bahoruco, cada vez con más autoridad sobre
los indios y los negros de la isla, que abandonaban a sus amos y se
le unían. Cuando ya Enriquillo llevaba más de diez años
señoreando una vasta región montañosa, se sublevaron
los caguayos de la costa norte. A la muerte del jefe de esa nueva sublevación
quedó al frente de ella un guerrero audaz y cruel de nombre Tamayo,
que no tardó en aliarse con el cacique de Bahoruco.
La insurrección de los indios de La Española iba extendiéndose,
pues, y si a ella se suman los numerosos asaltos a Puerto Rico que daban
los caribes de las islas Vírgenes y de Barlovento, la rebelión
de Urraca en Castilla del Oro, la desesperada resistencia de los indios
de la Costa de las Perlas (hoy Venezuela) —todo lo cual sucedía
mientras Enriquillo estaba sublevado—, se comprenderá que
los reyes de España debían sentirse preocupados. Así,
el 17 de noviembre de 1526 Carlos V dio una providencia real en la que
se condenaban ampliamente, con todos los detalles del caso, las actividades
de los cazadores de indios, y se ordenaba que los indígenas que
hubieran sido apresados y no se hubieran cristianizado fueran devueltos
a sus tierras de origen, Pero la providencia real no se cumplió,
entre otras causas, según alegaron los partidarios del esclavismo
indígena, porque los caribes de las islas Vírgenes y de
Barlovento seguían atacando Puerto Rico.
En realidad, desde el asalto de 1520, en que los caribes habían
entrado en las bocas del río Humacao, dieron muerte a varios
españoles y se llevaron unos cincuenta indios, no volvió
a haber otro ataque importante a Puerto Rico hasta el de 1528, cuando
los caribes llegaron hasta el puerto de San José, que desde 1521
era la capital de la isla y, por tanto, debía ser el sitio mejor
guarnecido de Puerto Rico. En esa ocasión los caribes entraron
en el puerto con ocho piraguas y penetraron hasta la boca del río
Bayamón, se apoderaron de una barca y mataron a tres negros.
En 1530 llegaron a Daguago, la región más próspera
de la isla; iban en once canoas, mataron a todos los españoles,
negros, perros bravos y caballos que encontraron, y se llevaron veinticinco
indios. Una noche asaltaron la costa del este, donde estaba Aguada,
destruyeron un caserío y dieron muerte a cinco religiosos. Todavía
muchos años después de haber muerto Enriquillo en La Española
seguían los caribes atacando Puerto Rico. En 1565 saquearon el
pueblo de Guadianilla —hoy Guayani-lla—, mataron a varios
españoles e hirieron a otros, entre ellos al gobernador de la
isla, y en el año 1582 destruyeron el pueblo de Loíza.
Mientras Enriquillo estaba alzado en el Bahoruco y los caribes atacaban
Puerto Rico, se levantaba en Castilla del Oro (Panamá) el cacique
Urraca. Ya en 1515 el obispo Juan de Que vedo, escribiendo al rey, decía
que los caciques e indios "de la parte de Tubanamá i Panamá
como se han visto maltratar, matar i destruir; de corderos que eran,
se han hecho tan bravos que mataron todos los cristianos que estaban
en Santa Cruz, y cuantos hallaron derramados por la tierra'1. En 1520
Gaspar Espinosa, alcalde mayor de Castilla del Oro, entró en
Veragua, región del cacique Urraca, que le presentó combate.
Había algo de común entre el infortunado Caonabó
de La Española y el bravío Urraca. También éste,
como Caonabó por Ojeda, se dejó engañar por un
capitán español que se hizo su amigo y al ñn lo
apresó y lo mandó a Nombre de Dios. Pero Urraca fue más
afortunado que Caonabó, puesto que logró fugarse y retornó
a sus montañas, donde se mantuvo alzado nueve años, al
frente de miles de indios que se le fueron reuniendo. Nunca pudieron
los españoles someter a Urraca, que murió sin rendirse.
Tan preocupados estaban los gobernantes de España con la sublevación
de Enriquillo, que en julio de 1532 la emperatriz doña Isabel
de Portugal, mujer de Carlos V —que gobernaba el Imperio por ausencia
del Emperador—, expidió nombramiento de capitán
general de la guerra del Bahoruco a Francisco de Barrionuevo. El solo
título da idea de la gravedad que se le atribuía a España
a la prolongada rebeldía de Enriquillo. Barrio-nuevo logró
concertar la paz con el cacique de La Española, y éste
iba a morir dos años después, en septiembre de 1535, en
el lugar donde se retiró a vivir con los indios que le siguieron.
En el tratado de paz —cuya sola firma era un acontecimiento político
trascendental—, Carlos V se obligaba a otorgar a Enriquillo y
a todos los indios de la isla los mismos derechos que a los españoles.
De todos modos, ya era tarde: los indios de La Española estaban
extinguiéndose y no tardarían en desaparecer como pueblo.
El tratado de paz celebrado con Enriquilllo indicaba que en España
se tenía una idea clara de la situación. Los indios y
los negros se sublevaban porque se les maltrataba, se les explotaba
y se les humillaba. Pero una cosa era lo que se pensara en la lejana
Península y otra la que se hacía en las lujuriantes tierras
del Caribe. En el Caribe se creía que el indio bueno era el indio
muerto. Así se explica que se provocara el levantamiento de Lempira,
que se sublevó en las Hibueras (Honduras) en 1538. Lempira convocó
en Piraera (Sierra de las Neblinas) a los caciques de doscientas rancherías
y los convenció de que debía iniciarse inmediatamente
la guerra contra los españoles. Lempira fue elegido jefe de las
fuerzas y comenzó a actuar con un arrojo que todavía hoy
causa admiración. En seis meses de lucha llegó a tener
bajo sus órdenes más de dos mil hombres, al frente de
los cuales asaltó los poblados españoles que estaban en
su radio de acción. Murió asesinado cuando salía
a recibir un parlamento que le había enviado el jefe español,
capitán Alonso Cáceres. Uno de los parlamentarios le disparó
su arcabuz y le alcanzó en la frente.
Por esos días de 1538 andaban alzados en el oriente de Cuba muchos
negros, a los que se unían algunos indios, y lo mismo sucedía
en la Española. Aunque Las Casas asegura que en todas las Indias
—es decir, en todo el Nuevo Mundo— había hacia el
3 540 más de 100.000 esclavos negros y sólo en La Española
había 30.000, debemos tomar esas cifras con reservas. Para el
1543 se estimaba que en Cuba había casi 1.000 negros y negras,
y aun exagerando hasta el máximo, en La Española no podía
haber más de cuatro veces esa cantidad. En 1542 había
negros alzados en cuatro puntos de La Española —cabo San
Nicolás, punta de Samaná, cabo de Higuey y los Ciguayos
(costa del norte) —, pero no debían ser muy numerosos.
El ayuntamiento de Santo Domingo, capital de la isla, escribió
en 1545 que apenas se cogía oro porque se habían exportado
a Honduras casi todos los negros y que últimamente se habían
llevado al Perú los que quedaban. Desde luego se hablaba de negros
que sabían trabajar las minas, porque precisamente en esos mismos
días los negros alzados llegaron a asaltar y dar muerte a españoles
a sólo tres leguas de la ciudad de Santo Domingo.
Hacia el 1546 había en el Bahoruco, donde estuvo sublevado Enriquillo,
unos doscientos —y tal vez trescientos— negros alzados,
y en La Vega unos cincuenta. Esos alzamientos indicaban que había
en la isla un estado de descomposición, y esa descomposición
produjo caudillos negros que asaltaron varias poblaciones y hatos. El
más destacado de esos jefes fue Diego de Campo, que asoló
las regiones de San Juan de la Maguana y de Azua en varias incursiones.
Pero la insurrección de los esclavos africanos no se limitaba
a La Española; se producía también en la tierra
firme y en el istmo de Panamá. Había comenzado ya la etapa
de la explotación en los territorios del Caribe y el esclavo
negro era el instrumento natural —e indispensable— para
mantener y aumentar la producción. La trata de negros se había
convertido en un negocio muy activo, y las posibilidades de insurrecciones
de esclavos eran mayores cada día.
España no traficaba con negros esclavos. Los españoles
del Caribe se limitaban a comprar la mercancía y el gobierno
español se limitaba a dar autorizaciones —licencias y asientos—
para que se vendieran en sus territorios de Ultramar tantos o cuantos
esclavos. Generalmente esas autorizaciones eran concedidas a personajes
europeos, y éstos las vendían a comerciantes de otros
países. Pero como las ventas autorizadas no eran suficientes
para cubrir la demanda de negros, se producía la venta ilegal.
Esta se realizaba de dos maneras: se autorizaba una venta de 100 africanos,
pero se sobornaba a los funcionarios españoles del Caribe y se
vendían 200, o se presentaba un barco negrero holandés
o inglés, no autorizado para comerciar en los territorios españoles,
y se las arreglaba para vender esclavos. Esto último lo hizo
varias veces John Hawkins, el hombre que abrió las puertas del
Caribe para el comercio inglés.
Los españoles compraban los esclavos para usarlos como instrumentos
de producción, pero quienes en realidad ganaban dinero con el
negocio eran los vendedores de africanos. Estos últimos se enriquecían
a niveles increíbles, y eso es lo que explica que los comerciantes
más poderosos de los Países Bajos, de Dinamarca, Inglaterra
y Francia fueran los socios capitalistas de los capitanes negros. Con
frecuencia los reyes de esos países participaban en los beneficios
de la trata y a menudo se asociaban al negocio figuras de la nobleza.
Cuando fue armado caballero por la reina Isabel John Hawkins, insigne
traficante de esclavos, mandó poner en su escudo la cabeza de
un negro como testimonio de que su actividad era honorable. Además,
Hawkins fue nombrado por la reina tesorero de la marina real como premio
a sus actividades corsarias.
Uno de los factores de la rápida capitalización de esos
países fue la trata de esclavos. En un nivel diferente, la situación
a mediados del siglo XVI tenía semejanzas con la de mediados
del siglo xx. En el 1950, los países vendedores de maquinarias
se enriquecían vendiendo esas maquinarias a los países
que tenían poco desarrollo, y capitalizaban más de prisa
que éstos; hacia el 1540, los vendedores de esclavos capitalizaban
más de prisa que los que compraban esos esclavos para poner a
producir las tierras americanas.
Por la vía del comercio esclavista, los países que traficaban
con esclavos del África sustraían las riquezas que España
sacaba de América; por lo menos, sustraían una parte importante
de esas riquezas. Una porción del capital acumulado mediante
la venta de esclavos se empleaba en la manufactura de productos que
se vendían de contrabando en el Caribe, de manera que además
de ganarles dinero vendiéndoles esclavos, los tratantes de negros
les ganaban también dinero a los españoles del Caribe
vendiéndoles esos productos manufacturados; por último,
los buques negreros volvían a Europa cargados con maderas, azúcares,
cueros, sal y otras mercancías sacadas del Caribe, también
de contrabando, con lo cual se obtenían beneficios adicionales.
Como España no tenía las sustancias reales de un imperio,
el Estado español no se atrevía a ser tan despiadado como
hubiera sido necesario para dedicarse a la trata de negros. Otros países
hicieron esa trata y en pocos años tenían ya el alma y
los instrumentos de los imperios. La trata de africanos estaba cambiando
los fundamentos de la sociedad occidental. Medio siglo después,
a pesar de todo el oro que extraía de Méjico y del Perú,
se veía con claridad la declinación de España y
el ascenso de los países europeos que vendían negros en
América; se marcarían las diferencias que al andar del
tiempo dividirían el mundo en países sobreholgados y países
miserables.
Dado que el comercio de africanos dejaba beneficios enormes, había
que mantenerlo a toda costa; de ahí que se usara la mayor violencia
en la cacería de negros, puesto que ellos no se entregaban graciosamente
a los traficantes. Esa violencia era el origen de las rebeliones negras
del Caribe. El negro llegaba al Caribe con el corazón rebosante
de odio al blanco, que lo había arrancado de su tierra nativa
por la fuerza, que lo había puesto en cepo durante la travesía
por el mar, que le había dado latigazos y palos. En la primera
oportunidad, el negro que tenía más vigor de alma se fugaba
a los montes; poco a poco otros iban a reunirse con él o él
llegaba de noche a las barracas de las minas y de los ingenios de azúcar
y los invitaba a irse, y un día comenzaba el alzamiento con un
ataque a un establecimiento de blancos.
Esas primeras sublevaciones anunciaban estallidos futuros de magnitudes
enormes, como al fin se produjeron con las sublevaciones negras de Haití.
En cierto sentido, el comercio de esclavos negros estaba determinando
el curso de la historia del Caribe, pues los esclavos del siglo XVI
llegarían a ser con el tiempo los ciudadanos libres de sus países.
Mientras tanto, en esos años del 1540 se sublevaban los esclavos
de La Española, pero también los de otros territorios.
En la gobernación de Cartagena había muchos alzados, tantos,
que pudieron asaltar el pueblo de Tafeme, donde mataron más de
veinte personas, quemaron los sembrados de maíz y se llevaron
unos trescientos indios.
En 1548 unos negros prófugos de Panamá se declararon libres
y organizaron una monarquía cuyo rey era uno de ellos, de nombre
Bayano. Los "vasallos" del flamante rey negro dieron mucho
que hacer a las autoridades de Panamá, puesto que atacaban los
puntos estratégicos del camino que comunicaba Panamá con
Nombre de Dios, esto es, la ruta del mar Pacífico al Caribe,
por donde se movían ya las cargas de oro del Perú que
se enviaban a España. Al mismo tiempo, hacia el Sudeste, en el
golfo de San Miguel, se mantenía alzado otro negro llamado Felipillo.
En la pacificación de esos focos de rebelión tomó
parte don Pedro de Ursua, que iba a ser algunos años después
la primera víctima de la sonada rebelión de Lope de Aguirre.
Pero la verdad es que la pacificación total de los esclavos negros
de Panamá tardó muchos años, pues fue en 1581 cuando
los hijos y los nietos de los alzados de 1548 aceptaron reunirse en
Pancora, que fue poblado por ellos.
No consta en ningún documento cuál fue la influencia de
la insurrección de Bayano en la del negro Miguel, que tuvo lugar
en Venezuela en el año 1552, pero el hecho de que este último
se proclamara rey, como hizo el de Panamá, nos inclina a creer
que Miguel supo lo que pasaba en Panamá y siguió el ejemplo.
Eí negro Miguel era esclavo de las minas de San Felipe de Buría,
que se hallaban cerca de Nueva Segovia, una ciudad fundada en las vecindades
de lo que hoy es Barquisimeto. Miguel se fugó de las minas y
se hizo cimarrón. "Cimarrón" era el vocablo
usado entonces para designar a los negros que huían hacia los
montes. En poco tiempo Miguel había reunido en torno suyo a varios
compañeros, y cuando contó con unos veinte hombres atacó
la casa de las minas, mató a algunos españoles y se llevó
presos a otros; de los presos, unos cuantos murieron bajo el tormento
y los demás fueron dejados en libertad para que llevaran la noticia
de la rebelión a San Felipe y a Nueva Segovia. El negro Miguel
ejercía lo que hoy llamamos guerra psicológica. Como es
claro, las nuevas llegaron a los españoles, que se indignaron,
pero también llegaron a los negros de toda la región y
a los indios jiraha-ras, que vivían en las inmediaciones de San
Felipe, y esas noticias estimularon a los más audaces y aguerridos
entre negros e indios, de manera que al poco tiempo Miguel tenía
bajo su mando 180 hombres entre unos y otros. El caudillo puso toda
esa gente a trabajar en la edificación de un pueblo, que cercó
de fuertes palizadas y de trincheras, y entonces se proclamó
rey. Su mujer, la negra Guiomar, fue reina; su pequeño hijo,"
príncipe heredero; un amigo suyo pasó a ser obispo, y
otros tuvieron títulos de nobleza, dignidades y funciones propias
de una Corte. Una vez organizado el reino, el "monarca" dispuso
el asalto a Nueva Segovia, y como no pudo tomar la villa se retiró
a su pueblo-fortaleza, donde fue atacado por los españoles. El
rey Miguel murió combatiendo, y de sus "súbditos",
los que se salvaron fueron sometidos a tormento y muertos en suplicio
o mantenidos en ergástulas mucho tiempo. Pero los indios jiraharas
siguieron la lucha que había emprendido el antiguo esclavo.
Esos indios asaltaron tantas veces las minas de San Felipe, que al fin
éstas tuvieron que ser abandonadas y llegó a perderse
hasta el recuerdo del sitio donde estaban. Los jiraharas hicieron impenetrable
el territorio de sus tribus; se mantuvieron en rebeldía más
de sesenta años, de manera que todavía en el siglo XVII
se sentían en Venezuela los efectos de la sublevación
del rey Miguel.
Hacia el este de donde estaban las minas de San Felipe de Buria se hallaban
las minas de oro de los Teques. Los Teques es hoy una ciudad que se
encuentra en la zona montañosa del litoral del Caribe, a medio
camino entre Caracas y Maracay.
El nombre de la región y de las minas provenía de los
indios teques, cuyo señor se llamaba Guaicaipuro. Guaicaipuro
es, desde hace siglos, un símbolo para los venezolanos; la encarnación
del amor a la patria. Debió ser un cacique de gran autoridad
sobre varias tribus; propiamente, más que un cacique, pues cuando
decidió que había que luchar contra los españoles
se dedicó a formar una alianza de numerosos pueblos vecinos,
y de hecho se convirtió en el caudillo de una vasta confederación
en que figuraban, además de los teques, los taramainas, los charagotos,
los caracas, los mariches, los arbacos y algunos más. Esa especie
de confederación de guerreros dominaba todo el territorio de
lo que hoy se llama en Venezuela el Centro, que es la parte más
poblada y más desarrollada del país. En el año
de 1561 Guaicaipuro inició la rebelión con un asalto a
las minas de oro de los Teques, y a partir de entonces se mantuvo en
rebeldía hasta el día de su muerte, ocurrida en el 1568.
En el valle de San Francisco —que es uno de los pequeños
valles que se encuentran dentro de los límites de la Caracas
de hoy— había un hato de españoles que había
sido fundado algunos años antes por el mestizo Francisco Fajardo,
nacido en la isla de Margarita, fundador también de Collado,
en la cercana costa del Caribe. Hacia el 1560 unos veintiséis
españoles anduvieron merodeando por San Francisco y saquearon
varias rancherías de indios. Esos atropellos provocaron el alzamiento
de Guaicaipuro, que atacó las minas de los Teques y mató
a todos los trabajadores que había en ellas, indios, negros y
españoles. Al mismo tiempo Paramaconi, cacique de los taramainas,
atacaba el valle de San Francisco, donde mató a los pastores
y muchas reses, hirió o dispersó el ganado que quedó
vivo y quemó las viviendas. Un capitán español,
de nombre Juan Rodríguez, cuyos hijos habían muerto a
manos de los hombres de Guaicaipuro en el ataque a las minas de las
Teques, se había internado por la sierra con treinta y cinco
españoles y fundó un pueblo sobre los restos de San Francisco.
Cuando llegó a los oídos de Rodríguez la noticia
de que Lope de Aguirre había entrado en tierra venezolana por
Borburata, se puso en marcha hacia Valencia a fin de combatir al que
se conocía en toda la provincia como "el tirano Aguirre";
pero al atravesarla sierra, mientras subía el cerro de la Laguneta,
le salió al paso Terepaima, cacique de los arbacos, y Guaicaipuro
le tomó la retaguardia. Rodríguez y sus hombres perdieron
allí la vida.
¿Quién era ese Lope de Aguirre que aparecía de
pronto en el Caribe como una encarnación de la locura que había
desatado el descubrimiento de América? Lope de Aguirre, vasco
de Oñate, domador de potros en el Cuzco, cojo a causa de un arcabuzazo,
recibido en las guerras que tuvieron en el Perú unos españoles
contra otros españoles, fue el jefe de una insurrección
contra el rey de España, Felipe II. Esto puede parecer de poca
importancia para los que se han acostumbrado a la propagada tesis del
anarquismo español, pero no lo es para los que estudian la historia
de España. Lope de Aguirre se declaró enemigo de Felipe
II, pero además independiente de la monarquía y de España,
y eso había sucedido sólo una vez, unos siete años
antes y precisamente cerca de ese punto por donde Lope de Aguirre andaba
esparciendo el terror. En esa ocasión anterior, Alvaro de Oyón,
que había tomado parte en las luchas entre almagristas y pizarristas
en el Perú, organizó un levantamiento en las vecindades
de Popayán —Nueva Granada, es decir, la Colombia de hoy—
que llegó a contar con unos cien seguidores, y su programa era
el desconocimiento de la autoridad real y la independencia de Nueva
Granada.
Alvaro de Oyón y tres de sus tenientes fueron ajusticiados y
partidos en cuartos; catorce de sus seguidores fueron ahorcados, a otros
se les cortaron los pies y las manos. Pero ese final del alzamiento
de Oyón no hizo mella en Lope de Aguirre. Este Lope de Aguirre
había sido, como Alvaro de Oyón, soldado en el Perú;
y sucedió que hasta el Perú llegó, aunque con algún
retraso, la leyenda de aquel país de los omaguas, el fabuloso
Dorado, que tantas fatigas costó a Felipe von Hutten y a su expedición.
El marqués de Cañete, virrey del Perú, se entusiasmó
con la posibilidad de conquistar esa tierra maravillosa y despachó
a don Pedro de Ursua —el mismo que actuó en Panamá
contra los esclavos sublevados que seguían al rey Bayano—,
con unos cuatrocientos hombres bien armados y cuarenta caballos para
que fueran a conquistar el reino de los omaguas. Pedro de Ursua penetró
hacia la selva y a fines del año 1560 llegó a las orillas
del Marañón (Amazonas), donde hizo construir barcos para
hacer por agua la travesía hasta El Dorado. Los hombres que iban
con don Pedro de Ursua habían sido reclutados en todo el Perú,
y entre ellos abundaban, como es claro, los aventureros de la peor especie.
Ninguno, sin embargo, llegó a la altura de Lope de Aguirre.
Este hombre feroz contó sus hechos en una carta que envió
a Felipe II, llena de sarcasmos, odio y acusaciones de todo tipo; y
esos hechos, hasta el momento en que se dirigió al rey, pueden
resumirse así: mientras la expedición navegaba por el
Amazonas, que se llamaba entonces Marañon, organizó una
conspiración en que perdieron la vida don Pedro de Ursua y sus
criados y amigos más íntimos; inmediatamente después
proclamó la República de los Marañones; puso a
la cabeza de esa república delirante, con el título de
príncipe, a un mozo de Sevilla llamado don Fernando de Guzmán
y se nombró él mismo maestre de campo —esto es,
jefe militar— de ese extraño estado sin tierras que había
creado. Pero el príncipe marañón duró poco,
porque Lope de Aguirre lo hizo matar a puñaladas. Durante largos
meses su república flotante navegó aguas abajo del Marañon,
y los marañones disminuían porque su jefe mandaba apuñalar
a todos aquellos que a su parecer no le eran leales o podían
traicionarlo en el futuro. Según decía, él y sus
marañones volverían al Perú por Panamá,
pues el plan era conquistar el Perú y declararlo independiente
de España.
Durante el viaje por el gran río tuvo que hacer reparaciones
en sus buques, organizar entradas para buscar alimentos, de manera que
cuando salió a las bocas del Marañon ya el año
1561 iba mediado. Navegando hacia el Norte y luego hacia el Oeste, la
flotilla fue a dar a la isla Margarita. Al llegar contó a los
vecinos que él y su gente tenían mucho oro y que pagarían
bien todos los alimentos que les llevaran. El gobernador de Margarita,
Juan Villadrando, estaba entre los que fueron a venderles víveres.
Lope de Aguirre lo hizo preso; después bajo a tierra, rompió
las cajas reales y procedió al saqueo de la población.
Pronto supo que un fraile de La Española estaba cerca, con un
buen navio artillado, adoctrinando indios; le mandó su carta
a Felipe II, pero el mensajero de esa carta tenía órdenes
de apresar al fraile y de coger su navío. El mensajero y los
marañones que iban con él le desertaron a Lope de Aguirre
y se dirigieron hacia Borburata para dar la noticia de lo que estaba
pasando. El fraile hizo lo contrario; se fue a Margarita para tratar
de convencer al jefe marañón de que abandonara su rebeldía.
No se atrevió a verlo, sin embargo, porque supo que en ese momento
Lope de Aguirre estaba haciendo estragos en la isla; había mandado
dar garrote al gobernador y a sus ayudantes, ordenó que se diera
muerte a varios vecinos y ahorcó en las jarcias de su propio
buque a algunos marañones de quienes sospechó algo. El
fraile dejó una carta para Lope y se alejó de allí.
El jefe marañón decidió entonces entrar en la tierra
firme de Venezuela y se dirigió hacia Borburata con los marañones
que le quedaban, unos ciento sesenta. Al llegar a Borburata Lope de
Aguirre quemó sus tres naves y todas las que halló en
el puerto. La mayoría de los habitantes habían huido de
la ciudad, y los que se quedaron las pasaron muy mal. Lope apresó
a unos, atropello a otros y saqueó el pueblo. Hay una descripción
de su marcha de Borburata a Valencia, por un camino de lodo —pues
era el mes de octubre, época de lluvias— en que se pinta
toda su ferocidad. Los marañones y sus prisioneros que cargaban
las cajas de caudales robadas en Mar garita y Borburata no podían
con ellas, y Lope hacía degollar a los que se quejaban de la
carga. Oviedo y Baños dice que era "mal encarado, muy pequeño
de cuerpo, ñaco de carnes, grande hablador, bullicioso y charlatán".
Podemos imaginarnos cuál sería la expresión de
sus ojos, brillantes de locura, y la de su risa, dura y sarcástica
cuando daba esas órdenes de muerte. Hasta hace poco en Venezuela
se asustaba a los niños diciéndoles "ahí viene
el tirano Aguirre".
Ya en el camino de Valencia, Lope de Aguirre varió el rumbo y
se dirigió a Barquisimeto. A ese tiempo, convocados por el gobernador,
iban reuniéndose hombres de toda la provincia. Juan Rodríguez,
muerto a manos de Guaicaipuro y de Terepaima, era de los que iban a
dar combate al "tirano Aguirre". El asalto de los indios a
Juan Rodríguez debió tener lugar a fines de octubre de
1561, porque el jefe marañón entró en Borburata
el día 22 de ese mes.
Lope de Aguirre atravesó los territorios de los indios jiraharas,
que no lo atacaron probablemente por el número de hombres que
llevaba y por lo bien armados que iban. Los marañones disponían
de arcabuces, que no habían sido abundantes en los años
anteriores; además, iban disparando por los caminos. Entre descargas
cerradas y con banderas desplegadas entraron en Barquisimeto, que había
sido abandonada por sus moradores. Cuando los soldados de Lope de Aguirre
entraron en las casas a recoger botín, hallaron en cada una cédulas
de perdón real para los que quisieran rendirse. Esas cédulas
fueron la perdición del jefe marañón, pues al saber
que a pesar de todas sus fechorías el rey les perdonaba si se
entregaban, los marañones, que seguían a su jefe debido
al terror, comenzaron a abandonarlo. Sólo un hombre quedó
al lado de Lope de Aguirre, Antón Llamoso, y dos mujeres, su
hija y la criada que la atendía, a quien llamaban la Torralba.
Cuando el jefe marañón se vio solo, con la casa rodeada
de enemigos, entre los cuales había muchos que habían
sido subordinados suyos, se encaminó al aposento donde estaba
la hija, le apuntó con su arcabuz, y como éste le fallara
echó mano del cuchillo y la mató a puñaladas. Dijo
que no quería que ella sufriera las penas que le tocarían
por ser su hija. Inmediatamente se asomó a la sala y ordenó
a los que rodeaban la casa que le dispararan. Al que tiró primero
le dijo: "Mal tiro." Y efectivamente, no le acertó.
A otro le dijo: "Ese es bueno." Y fue bueno. El que hizo ese
disparo era un marañon.
El cadáver de Lope de Aguirre fue decapitado y descuartizado,
sus partes fritas en aceite y colocadas en distintos lugares, para eterno
escarmiento. Lo que él había hecho asustaba a los conquistadores
españoles, para quienes España y el rey eran valores sagrados.
Un español de aquellos días no podía concebir la
rebelión de Lope de Aguirre. Se podía luchar contra otros
españoles, pero jamás desconocer la autoridad real. En
su frontera del Caribe, España perdía sus esencias más
íntimas, cosa que no alcanzaban a comprender los propios actores
del drama histórico que se estaba dando en el Caribe.
Para Guaicaipuro y los caciques aliados suyos, la insólita rebelión
de Lope de Aguirre tenía escaso significado. Ellos seguían
su lucha contra los españoles. Una vez muertos Juan Rodríguez
y sus acompañantes, Guaicaipuro se dedicó a organizar
una sublevación general dirigida a destruir los dos establecimientos
españoles que había en la región central de Venezuela,
esto es, San Francisco y Collado. Una columna despachada contra los
indios rebeldes al mando de un capitán Narváez fue atacada
por los arbacos en enero de 1562 y sólo pudieron salvarse tres
hombres. Los españoles tuvieron que abandonar San Francisco y
Collado, y durante algunos años ningún conquistador pudo
entrar de nuevo en la región. Fue en 1567 cuando Diego de Losada,
el vencedor del rey Miguel, alcanzó a llegar, aunque combatiendo
sin cesar, hasta el valle de San Francisco. Un poco más al este
de allí fundó en ese año la ciudad de Santiago
de León de los Caracas, y al siguiente —1568— fundó
Nuestra Señora de Carabaíleda en el mismo sitio donde
estuvo Collado. Guaicaipuro murió en el 1568, en un ataque por
sorpresa en el cual cayeron con él veintidós indios que
formaban su guardia personal; pero las sublevaciones de indios no se
aplacaron con su muerte. Durante largo tiempo se luchó en las
sierras inmediatas a Caracas y el 21 de enero de 1572 los indios de
Cumaná asalgarita y Borburata no podían con ellas, y Lope
hacía degollar a los que se quejaban de la carga. Oviedo y Baños
dice que era "mal encarado, muy pequeño de cuerpo, flaco
de carnes, grande hablador, bullicioso y charlatán". Podemos
imaginarnos cuál sería la expresión de sus ojos,
brillantes de locura, y la de su risa, dura y sarcástica cuando
daba esas órdenes de muerte. Hasta hace poco en Venezuela se
asustaba a los niños diciéndoles "ahí viene
el tirano Aguirre".
Ya en el camino de Valencia, Lope de Aguirre varió el rumbo y
se dirigió a Barquisimeto. A ese tiempo, convocados por el gobernador,
iban reuniéndose hombres de toda la provincia. Juan Rodríguez,
muerto a manos de Guaicaipuro y de Terepaima, era de los que iban a
dar combate al "tirano Aguirre". El asalto de los indios a
Juan Rodríguez debió tener lugar a fines de octubre de
1561, porque el jefe marañón entró en Borburata
el día 22 de ese mes.
Lope de Aguirre atravesó los territorios de los indios jiraharas,
que no lo atacaron probablemente por el número de hombres que
llevaba y por lo bien armados que iban. Los marañones disponían
de arcabuces, que no habían sido abundantes en los años
anteriores; además, iban disparando por los caminos. Entre descargas
cerradas y con banderas desplegadas entraron en Barquisimeto, que había
sido abandonada por sus moradores. Cuando los soldados de Lope de Aguirre
entraron en las casas a recoger botín, hallaron en cada una cédulas
de perdón real para los que quisieran rendirse. Esas cédulas
fueron la perdición del jefe marañón, pues al saber
que a pesar de todas sus fechorías el rey les perdonaba si se
entregaban, los marañones, que seguían a su jefe debido
al terror, comenzaron a abandonarlo. Sólo un hombre quedó
al lado de Lope de Aguirre, Antón Llamoso, y dos mujeres, su
hija y la criada que la atendía, a quien llamaban la Torralba.
Cuando el jefe marañón se vio solo, con la casa rodeada
de enemigos, entre los cuales había muchos que habían
sido subordinados suyos, se encaminó al aposento donde estaba
la hija, le apuntó con su arcabuz, y como éste le fallara
echó mano del cuchillo y la mató a puñaladas. Dijo
que no quería que ella sufriera las penas que le tocarían
por ser su hija. Inmediatamente se asomó a la sala y ordenó
a los que rodeaban la casa que le dispararan. Al que tiró primero
le dijo: llMal tiro." Y efectivamente, no le acertó. A otro
le dijo: "Ese es bueno." Y fue bueno. El que hizo ese disparo
era un marañón.
El cadáver de Lope de Aguirre fue decapitado y descuartizado,
sus partes fritas en aceite y colocadas en distintos lugares, para eterno
escarmiento. Lo que él había hecho asustaba a los conquistadores
españoles, para quienes España y el rey eran valores sagrados.
Un español de aquellos días no podía concebir la
rebelión de Lope de Aguirre. Se podía luchar contra otros
españoles, pero jamás desconocerla autoridad real. En
su frontera del Caribe, España perdía sus esencias más
íntimas, cosa que no alcanzaban a comprender los propios actores
del drama histórico que se estaba dando en el Caribe.
Para Guaicaipuro y los caciques aliados suyos, la insólita rebelión
de Lope de Aguirre tenía escaso significado. Ellos seguían
su lucha contra los españoles. Una vez muertos Juan Rodríguez
y sus acompañantes, Guaicaipuro se dedicó a organizar
una sublevación general dirigida a destruir los dos establecimientos
españoles que había en la región central de Venezuela,
esto es, San Francisco y Collado. Una columna despachada contra los
indios rebeldes al mando de un capitán Narváez fue atacada
por los arbacos en enero de 1562 y sólo pudieron salvarse tres
hombres. Los españoles tuvieron que abandonar San Francisco y
Collado, y durante algunos años ningún conquistador pudo
entrar de nuevo en la región. Fue en 1567 cuando Diego de Losada,
el vencedor del rey Miguel, alcanzó a llegar, aunque combatiendo
sin cesar, hasta el valle de San Francisco. Un poco más al este
de allí fundó en ese año la ciudad de Santiago
de León de los Caracas, y al siguiente —1568— fundó
Nuestra Señora de Caraballeda en el mismo sitio donde estuvo
Collado.
Guaicaipuro murió en el 1568, en un ataque por sorpresa en el
cual cayeron con él veintidós indios que formaban su guardia
personal; pero las sublevaciones de indios no se aplacaron con su muerte.
Durante largo tiempo se luchó en las sierras inmediatas a Caracas
y el 21 de enero de 1572 los indios de Cumaná asaltaron la ciudad
y los españoles tuvieron que combatir reciamente para evitar
que Cumaná cayera en manos de los atacantes.
Como es fácil de ver, los indios no se dejaban quitar sus tierras
ni aceptaban que se destruyera su organización social sin rebelarse
contra los conquistadores. Por su parte, los negros no se resignaban
a que se les trasplantara violentamente desde África al Caribe
y que se les esclavizara para obligarlos a trabajar en beneficio de
los blancos. Y en medio de ese panorama de indios y negros que se sublevaban,
hubo también españoles sublevados contra el poder real.
La violencia generaba violencias. Pero todavía estaban por ver
las de más envergadura, las que se producirían en el Caribe
como reflejo de las luchas de los nacientes imperios de Europa contra
el Imperio de España en América. Desde principios del
siglo XVI habían empezado a entrar en el' Caribe los corsarios
ingleses, holandeses y franceses, y desde 1563 las fundaciones españolas
comenzaron a ser forzadas a negociar con ellos, pero en cierto sentido,
cuando España terminó hacia el 1584 la conquista del Caribe,
sus aguas y sus territorios eran españoles. Estos habían
aplastado una por una las sublevaciones de indios y negros, y en toda
la región España era la autoridad acatada; la lengua de
Castilla tenía que ser aprendida por indios y por negros; los
que nacían, fueran hijos de españoles o de negros o mestizos
de españoles, negros e indios, se sentían españoles
y actuaban como tales.
Exactamente noventa años después del Descubrimiento, el
Caribe era una extensión de España; y, sin embargo, no
era en su totalidad la propia España, sino sólo su frontera
más lejana y al mismo tiempo la más débil.
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Capítulo
VII
LAS GUERRAS DE ESPAÑA EN
EL SIGLO XVI
Entre el 12 de octubre
de 1492 y el 13 de septiembre de 1598 España cumplió un
proceso que la llevó a la plenitud histórica y también
la dejó en las puertas de la decadencia. Inició el siglo
como el país líder de Occidente y lo terminó desgastada
por las guerras de Felipe II en Europa. En ese siglo España combatió
en Europa, en América, en África y en Asia, y el resultado
fue que se desangró a tal punto, que todo lo que crecía
en apariencia lo perdía en potencia creadora.
En una forma o en otra las guerras que España libraba en Europa
se reflejaban en el Caribe porque el Caribe era una de las muchas fronteras
de España, y, por cierto, la más alejada hacia Occidente;
una frontera de territorios fecundos, adecuados para la producción
de artículos tropicales, y, por tanto, ambicionadas por otros
países, y además una frontera con un rosario de islas
que España no había ocupado, o, lo que es lo mismo, con
una cadena de vacíos de poder que necesariamente atraerían
sobre sí fuerzas poderosas.
Tenemos que ver la historia del Caribe a la luz de esas guerras europeas
de España porque si no difícilmente podríamos comprender
por qué el Caribe no se convirtió en el siglo XVI en un
bastión español. Si el Caribe acabó siendo a mediados
del siglo XVII un bien realengo de varias potencias europeas —y,
por tanto, una tierra de conquista para ingleses, franceses y holandeses—,
se debió a las guerras que España hizo en Europa.
Por otra parte, esas guerras impidieron que España, Imperio sin
sustancia imperial, pudiera transformarse interiormente hasta quedar
convertida en un imperio verdadero. Las guerras de Europa hicieron de
España un gran poder militar, pero al mismo tiempo consumieron
su energía de tal manera, que las fuerzas no le alcanzaron para
desarrollar su agricultura, su industria o su educación ni pudo
acumular capitales, todo lo cual era indispensable para organizar su
gran Imperio. Sucedió también algo más, y fue que
esas primeras guerras españolas de Europa les sirvieron a Inglaterra,
Holanda y Francia para ponerse en condiciones de arrebatarle a España
parte de su Imperio en el Caribe y en América.
El mundo era pequeño cuando Isabel la Católica recibía
las llaves de Granada el 2 de enero de 1492, pero era enorme cuando
ella murió casi trece años después, el 26 de noviembre
de 1504. El 2 de enero de 1492 el mundo español se limitaba a
la península española y a los reinos de Aragón
en el Mediterráneo; pero veintiocho años más tarde,
el 22 de octubre de 1519 —día en que Carlos V fue coronado
emperador de Alemania—, el mundo español era inmenso, y
lo sería mucho más en los años siguientes, cuando
los ricos países americanos del Pacífico quedaron agregados
a la corona de Castilla.
España tuvo que pasar del gobierno local de la Península
al gobierno planetario de un imperio, y todo eso en el término
de tres generaciones, de Isabel y Fernando a Carlos, y de Carlos a Felipe,
puesto que una generación —la de Juana la Loca— quedó
fuera del curso de los acontecimientos. La súbita ampliación
del mundo redujo en la misma medida la magnitud del tiempo, debido a
que en el mismo tiempo había que atender a un espacio muchas
veces mayor. España debió dedicar ese tiempo, ya reducido
en términos históricos, a organizarse para gobernar un
imperio gigantesco; pero lo dedicó a guerrear en Europa. Es difícil
hallar una explicación para tan grande y tan duradera locura.
Seguramente hay muchas. Pero debemos tener en cuenta que debido a sus
siglos de guerra contra el moro, España era una tierra de hombres
de acción —la propia doña Isabel era una mujer de
acción— y no de planes. De todas maneras, este libro se
escribe con la intención de explicar las causas de lo que ha
sucedido en el Caribe, no en Europa; de manera que no vamos a dedicarnos
al estudio de las razones que tuvo España para guerrearen Europa
durante el siglo XVI; simplemente expondremos esas guerras porque es
indispensable que se conozcan a fin de comprender por qué el
Caribe pasó a ser escenario délas luchas de algunos países
europeos contra España. España golpeaba a esos países
en Europa y ellos respondían golpeando a España en el
Caribe.
Debemos recordar que España no era un reino, sino una suma de
reinos; que Isabel era reina de Castilla y Fernando lo era de Aragón,
y que si actuaban de acuerdo no gobernaban sobre un solo país.
A la muerte de Isabel, la hija de ambos —Juana la Loca—
heredó el reino de Castilla, pero Fernando siguió siendo
rey de Aragón y de los reinos adscritos a esa corona —los
territorios italianos, como Ñapóles, Sicilia y Cerdeña—,
y Juana no tenía nada que ver con esos reinos de su padre. Juana
había casado en el 1496 con Felipe el Hermoso, hijo del emperador
de Austria y señor de numerosos territorios en Europa. El hijo
de ambos, Carlos, nacido en Gante (hoy ciudad belga), en el año
de 1500, heredaría los reinos de sus padres y de sus abuelos.
Al quedar viudo Fernando el Católico había casado con
Germania de Foix, y esto iba a relacionarlo con el reino de Navarra,
lo que a su vez provocaría luchas con Francia.
Juana, reina de Castilla, perdió la razón y debió
ser recluida en un convento; así, su marido pasó a reinar
en Castilla bajo el nombre de Felipe I. El 25 de septiembre de 1506
murió Felipe I, de manera que a los seis años de edad
su hijo Carlos heredaba el reino de Castilla, si bien no podía
gobernarlo debido a sus pocos años. Al morir Fernando el Católico
el 23 de enero de 1516, su hija Juana quedó instituida heredera
universal; a través de Juana, Carlos vino a heredar los reinos
de Castilla y Aragón, todos los que estaban adscritos a la corona
de Aragón, todos los territorios europeos de su padre, Felipe
1; y tres años después, cuando murió su abuelo
Maximiliano I de Austria —el día 12 de enero de 1519—
pasó a heredar también Austria, Alemania y todos los señoríos
dependientes de la corona de su abuelo austríaco. Fue de ese
abuelo de donde les vino a los reyes españoles, hasta Carlos
el Hechizado —que murió en el año 1700—, el
sobrenombre de los Austrias.
Mientras se sucedían muertes y herencias, intrigas y guerras,
el Caribe iba siendo conquistado. Las primeras guerras españolas
del siglo XVI tuvieron poca importancia para el destino del Caribe.
Podríamos decir que en esos años España no pudo
disponer de sus mejores hombres para mandarlos al Caribe porque estaba
ocupada en esas guerras; podríamos pensar que los requerimientos
de esas guerras no le permitieron a España ocupar todas las islas
del Caribe, lo que al fin se tradujo en el tantas veces mencionado vacío
de poder en aquella región. Pero ésas serían consideraciones
hipotéticas, y la historia se nutre de lo que fue, no de lo que
pudo ser o hubiera podido ser. Y lo cierto es que las guerras de Fernando
el Católico en Italia y en Navarra, así como la del cardenal
Cisneros en África, no se reflejaron en el Caribe. En cambio
las de Carlos V y su hijo Felipe II en Europa —y, sobre todo,
las del último— tuvieron repercusiones tan serias en aquella
lejana frontera española, que cambiaron de manera definitiva
el curso de la Historia en varios territorios del Caribe.
Carlos —I de España y V de Alemania, a quien la Historia
conocería con el nombre de Carlos V— había llegado
a España por primera vez el 19 de septiembre de 1517 y había
salido hacia Alemania menos de dos años después para negociar
la corona de emperador, que aunque le tocaba por herencia debía
ser confirmada por una elección de los señores del Imperio.
Esa elección tuvo lugar en Francfort; Carlos fue reconocido emperador
alemán y fue coronado el 22 de octubre de 1519. Inmediatamente
renunció a sus dominios de Austria en favor de su hermano Fernando,
pero como emperador de Alemania seguía siendo cabeza de los señoríos
de Flandes.
Cuando Carlos se hallaba en Alemania se produjeron en España
los levantamientos de los comuneros (nobles) de Castilla y la rebelión
de las germanías (gremios de artesanos) de Valencia. Ambas fueron
aplastadas con energía típicamente española, la
primera en 1521 y la segunda en 1522. Mientras se desarrollaba el levantamiento
de los comuneros, una columna navarra, con la ayuda del rey de Francia
—Francisco I—, entraba en Navarra, y con esa pequeña
guerra fronteriza comenzó el largo duelo entre Francisco I y
Carlos V, que iba a llevar las armas de ambos contendientes por las
tierras de Italia, que iba a conducir a la batalla de Pavía y
a la prisión del monarca francés en España; a la
conquista y el saqueo de Roma, a la entrada de Inglaterra en la contienda
como aliada de Francia, y, por último, iba a llevar al Caribe
el primer corsario francés con la orden de atacar a España
en su frontera marítima de Occidente.
En esa época no había ejércitos nacionales propiamente
dichos. Las tropas de Carlos V eran conocidas en Europa bajo el nombre
de "imperiales" y estaban compuestas por voluntarios que procedían
de Alemania, de Suiza, de Italia, de España. Esos voluntarios
cobraban sueldos, y los atrasos en el pago provocaban rebeliones que
pagaban los territorios donde se hallaban, puesto que la soldadesca
iba de villa en villa saqueando y cometiendo toda suerte de atropellos.
Esto se explica por qué cada soldado tenía que buscarse
la ropa, la comida y el lugar donde dormir, aun en pleno campo de batalla.
Por otra parte, era frecuente que uno de los poderes combatientes se
aliara de buenas a primeras con uno de sus enemigos para luchar contra
el que hasta poco antes era su aliado. Los ejércitos no eran
grandes. Durante las guerras de Carlos V y Francisco I las fuerzas imperiales
no pasaron de 20.000 hombres. Toda ciudad tomada era sometida al saqueo.
La guerra de Navarra se extendió a Italia cuando Francisco I
llegó a las puertas de Milán. Los imperiales, que habían
llegado a Marsella, abandonaron el territorio francés y se replegaron
sobre Italia a tiempo para dar la batalla de Pavía, que se hallaba
sitiada por Francisco í. Allí cayó prisionero el
rey de Francia el 24 de febrero de 1525. Llevado a Madrid, consintió
en negociar varios territorios de Europa que se hallaban en su poder
a cambio de su libertad, pero tan pronto se vio en Francia, se alió
a Enrique VIII, rey de Inglaterra, y al Papa Clemente VIII, lo que produjo
nuevas guerras en Italia. Las fuerzas imperiales atacaron Roma, asiento
del Papa, y la tomaron el 6 de mayo de 1527.
El saqueo de Roma fue un acontecimiento histórico. El Papa cayó
preso y toda la cristiandad se alarmó. Carlos V pidió
rogativas en todas las iglesias de España para que sus soldados
pusieran en libertad al Papa. Todavía hay quien se pregunta si
en verdad Carlos V era impotente ante sus propios capitanes de armas,
si era un prisionero de los acontecimientos o si se presentaba como
si tal cosa a fin de calmar los ánimos de los alarmados cristianos
de sus reinos. Franceses e ingleses respondieron a la toma de Roma invadiendo
los territorios de Nápoles y Milán y sitiando ambas ciudades,
que no pudieron conquistar; la guerra siguió dos años
más y al fin los imperiales entraron en Florencia el 9 de agosto
de 1530, con lo que la guerra terminó con la victoria de Carlos
V.
Esa primera etapa de la guerra franco-española había durado
diez años, y se había combatido en Navarra, en Italia
y en la Provenza francesa. Pero también se combatió en
el Caribe; o dinamos, con más propiedad, que el Caribe se abrió
para la guerra marítima contra España. En el 1528 un corsario
francés echó a pique una carabela española frente
a Cabo Rojo, en la costa sud occidental de Puerto Rico, y echó
a tierra sus hombres en San Germán, que fue incendiado. El año
anterior había estado un barco inglés en La Hispaniola
y en San Germán, pero no se trataba de un corsario, aunque Inglaterra
era entonces aliada de Francia.
En los países de lengua española hay una abundante literatura,
bien amarga, por cierto, acerca de los corsarios, los piratas y los
filibusteros que operaron en las aguas americanas —y sobre todo
en las aguas del Caribe— del siglo XVI en adelante. Pero la verdad
es que la guerra marítima era sólo un aspecto de las guerras
terrestres que tenían lugar en Europa, y si los ejércitos
españoles —y franceses, ingleses, italianos o de cualquier
nacionalidad— saqueaban sin piedad las ciudades que se rendían,
¿por qué no iban los combatientes de la mar a hacerlo
mismo cuando apresaban un barco enemigo o cuando lograban tomar una
ciudad americana? Por otra parte, esa guerra marítima que Uarnamos
piratería era habitual en Europa, sobre todo en el Mediterráneo,
y fue habitual durante siglos, Los enemigos de España hicieron
en América lo que hacían en Europa no sólo ellos
mismos, sino también los españoles. Además no todos
los barcos que llegaban a aguas de América eran de guerra, o
de piratas, si preferimos decirlo así; algunos y quizá
muchos eran de negociantes, aunque en ocasiones para hacer negocios
sus capitanes tuvieran que amenazar con hacer la guerra. Los verdaderos
bandidos del mar iban a aparecer más tarde, en el siglo XVII.
Los corsarios franceses habían empezado a actuar contra España
desde antes. En 1523 habían apresado los barcos en que Cortés
enviaba a Carlos V los tesoros tomados a Moctezuma. Pero fue en 1528,
no se sabe ni qué día ni qué mes, cuando comenzaron
a operar en el Caribe con su asalto a las costas de Puerto Rico. Ese
asalto fue el punto de partida de una historia particular que acabaría
siendo decisiva en la historia general de la región. Un siglo
después ya no serian corsarios audaces los que actuarían
en el Caribe; serían fuerzas mayores, lanzadas a ocupar islas
en las vecindades del lugar donde se produjo el ataque de 1528, y con
la ocupación de esas islas comenzaría una nueva era de
violencias en el Caribe.
En realidad, en 1530 hubo una tregua, no una paz, pero esa tregua duró
poco, y Carlos V y Francisco I no tardaron en verse envueltos en una
reanudación de la guerra. Carlos entró en el sur de Francia
mientras Francisco atacaba en Flandes. La paz de Niza, firmada en 1538,
produjo una nueva tregua, seguida otra vez por una nueva guerra. Francisco
I se alió a Dinamarca, a Suecia y al Imperio turco, y sus fuerzas
volvieron a atacar Flan-des. Ya a esa altura la guerra marítima
en aguas americanas era tan seria, que España se vio en el caso
de proteger su navegación con el uso de naves de guerra, y en
1543 estableció el sistema de las flotas anuales, que consistía
en demorar un año el viaje de todos los navíos que tenían
que surcar el Caribe a fin de que pudieran navegar juntos o en conserva,
protegidos por buques armados, es decir, lo que en el lenguaje actual
llamamos convoyes protegidos. En julio de ese año fue asaltada
Nueva Cádiz —isla de Cubagua— por corsarios franceses
que la incendiaron hasta dejar sólo paredes humeantes como recuerdo
de su paso. A partir de ese ataque Nueva Cádiz fue abandonada
para siempre.
En el año de 1544 se combatía al mismo tiempo en Italia
y en el norte de Francia, y en esa ocasión Carlos V estuvo a
las puertas de París. Al final esa guerra terminó con
la paz de Crepy, firmada el 18 de septiembre de 1544. Pero mientras
el Emperadory Francisco I combatían, los turcos, establecidos
desde hacía tiempo en el oriente europeo —lo que después
se llamarían los Balcanes—, mantenían el Mediterráneo
infestado de piratas y amenazaban Austria y las costas italianas. Túnez
había sído tomado por ellos y Carlos V lo había
reconquistado en 1535, pero en octubre de 1541 había tenido que
retirarse frente a Argel. Esas pequeñas guerras de Carlos V contra
los turcos eran en cierta medida el prólogo de una lucha que
estaba llamada a culminar en la famosa batalla de Lepanto.
Por último, hacia el 1530 habían comenzado las dificultades
de Carlos V en Alemania originadas por la aparición del luteranismo,
que iba a ser el caldo de cultivo de numerosas gentes europeas. Las
prédicas de Lutero ganaron rápidamente terreno en Alemania
y en los países del norte europeo, y Carlos V, católico,
pero al mismo tiempo monarca alemán, empezó contemporizando
con los luteranos y acabó guerreando contra ellos. Enrique II,
que había sucedido a Francisco I en el trono francés,
aprovechó esa ocasión para declararse protector de las
libertades alemanas, lo que significaba nuevas guerras entre Francia
y los Estados de Carlos V. Efectivamente, a poco estaba combatiéndose
otra vez en Francia, en Italia y en Flandes.
Carlos V había casado en el 1526 con Isabel de Portugal y en
el año siguiente — 1527— le nació su hijo
Felipe. Este Felipe casó el 25 de julio de 1554 con María
Tudor, la hija de Enrique VIII y Catalina de Aragón, que era
prima hermana de Felipe. María Tudor pasó a reinar en
su país en 1553, a la muerte de Eduardo VI. Al contraer matrimonio
con la reina inglesa, Felipe era sólo príncipe heredero
de España y de Alemania; pero el mismo día de su casamiento,
Carlos V renunció en favor de su hijo a las coronas de Ñapóles
y Sicilia, aunque Felipe no se trasladó a Italia, sino que siguió
viviendo en Inglaterra. Estaba allí cuando su padre le traspasó
también el gobierno de los Países Bajos en el 1555 y cuando
renunció a su favor al trono de España, el 16 de enero
de 1556.
Felipe gobernó hasta el día de su muerte, ocurrida el
13 de septiembre de 1598, es decir, cuarenta y dos años. Guerreó
en Europa tanto como su padre, y entreveradas con victorias resonantes,
como la de Lepanto, padeció derrotas de alcances incalculables,
como la de la Armada Invencible; unió el reino de Portugal a
España, pero consumió los bríos de España
en la sublevación de los Países Bajos y en la guerra civil
francesa.
Los ataques de corsarios franceses a los establecimientos españoles
del Caribe eran numerosos antes de que Felipe II pasara a ser rey de
España. En marzo de 1555 tres navíos franceses con 150
hombres sorprendieron la villa del Espíritu Santo, en Margarita,
la robaron y quemaron, y ese mismo año. Jacques de Sores desembarcó
200 hombres en La Habana, la saqueó y la quemó y estuvo
un mes en Santiago de Cuba. Pero la actividad verdaderamente importante
de los guerreros del mar enemigos de España se produjo en los
días de Felipe II. Fue entonces cuando entraron en el Caribe
los ingleses, bajo el mando de John Hawkins, primero, y de Francis Drake
y sir Walter Raleigh, después, y tras ellos llegaron los holandeses.
Pero de esas actividades hablaremos más adelante, puesto que
fueron decisivas en la historia del Caribe, esa lejana frontera del
Imperio español. Felipe heredó los reinos de su padre,
excepto los Estados alemanes, pero con ellos heredó también
sus enemigos. Algunos de éstos eran poderosos, como el Papa Paulo
IV, que lo excomulgó; otros eran más débiles en
el momento y serían más fuertes en el porvenir. Las fuerzas
de Felipe ganaron en Francia la batalla de San Quintín, librada
el 10 de agosto de 1557, y al año siguiente, el 13 de julio de
1558, ganaban la de Gravellinas. La paz franco-española se firmó,
con el tratado de Cateau-Cambresis, el día 3 de abril de 1559,
y Felipe, viudo de María Tudor, que había muerto cuatro
meses antes, casó en seguida con la hija del rey francés
Isabel de Valois.
En el año de .1560, asegurada la paz con sus vecinos del Norte,
España quedaba libre de guerras en Italia, pues Italia había
sido sólo el escenario de las luchas de españoles y franceses;
y Felipe II no estaba envuelto en los problemas alemanes, ya que los
estados alemanes no formaban parte de sus reinos; por todo lo cual el
joven rey podía dedicarse a gobernar con cierta tranquilidad
sus enormes territorios de España, América, Asia e Italia.
Pero sucedía que además de esos enormes territorios, Felipe
era el soberano de los Países Bajos (hoy Holanda, Bélgica
y Luxemburgo), y en esos Países Bajos iban a sublevarse contra
el poder español e iban a precipitar cambios decisivos en las
estructuras mundiales de ese poder.
El siglo XVI era una época de crisis en el mundo occidental,
porque era un siglo de transformaciones en todos los órdenes
de la vida social. En ese sentido, el siglo XX iba a parecerse bastante
al XVI. Un recorrido por la Historia enseña que en esos tiempos
críticos los grandes poderes quiebran a la vez por muchos lugares,
pues es casi imposible mantener a un mismo tiempo igual nivel de economía,
de cultura y de desarrollo político en regiones separadas, y
un gran imperio no se sostiene si le falta la unidad fundamental, que
se halla en un grado igual de desarrollo. Flan-des, España, Méjico,
Italia no formaban una unidad en ese sentido.
Felipe II se había retirado a España y había dejado
como gobernadora de Flandes a una hija natural de Carlos V, María
de Austria, duquesa de Parma. En realidad, Flandes no era un país;
eran varios, poblados por pueblos diferentes. Entre esos pueblos, los
holandeses se distinguían por sus conocimientos de las industrias
del mar, la pesca y la conservación del pescado, la construcción
de buques y el arte de navegar; los belgas eran famosos por la cantidad
de sus telares y la calidad de las telas que producían; otros
eran expertos fabricantes de artículos de hierro y artesanos
de pieles y maderas, y todos eran agricultores excelentes; además,
los Países Bajos se hallaban entre los pueblos más desarrollados
de Europa en las actividades comerciales de la época.
Aunque Felipe era soberano de Flandes —como lo había sido
su padre— los territorios flamencos no se gobernaban por las leyes
españolas. Los flamencos tenían sus propios cuerpos para
darse sus leyes, y, por cierto, eran varios, y el rey no trataba de
mezclarlos asuntos de Flandes con los de España. Es más,
los flamencos no tenían libertad para comerciar con los territorios
de América, y si lo hacían era violando las leyes de España,
por lo cual cuando entraron en América para comerciar lo hicieron
contrabandeando. Debemos recordar que ya en 1542 los holandeses iban
a buscar sal a las salinas de Araya, en la costa venezolana del Caribe,
sin que estuvieran autorizados para ello. Digamos de paso que la sal
era un producto de mucho uso para ellos, dada la importancia de sus
pesquerías y de su comercio de pescado con los países
de Europa. Por esos años la marina de pesca y mercante holandesa
era la más grande de Europa, y desde luego los holandeses debían
sentirse tentados a emplearla en el Caribe, aunque les estuviera expresamente
prohibido.
Eso mismo debía suceder en Inglaterra, que hacia mediados del
siglo XVI comenzaba a competir con los flamencos en las actividades
del mar. Ya en 1563 se producía la primera expedición
de John Hawkins al Caribe. El gran marino inglés visitó
La Hispaniola con ánimo de vender esclavos negros y artículos
europeos, y en 1565 hizo su segundo viaje también con iguales
intenciones. Después de Hawkins el camino del Caribe quedó
abierto para los ingleses, y sin duda los flamencos se preguntarían
por qué no se abría también para ellos.
Tenía que haber, pues, un resentimiento holandés contra
España, pero las luchas flamencas contra Felipe II no se iniciaron
públicamente por razones económicas. El pretexto fue de
carácter religioso.
En los países flamencos —es decir, Países Bajos
o Provincias Unidas— las prédicas luteranas se extendieron
rápidamente, lo que se explica porque esos pueblos tenían
mucho contacto con los de Alemania e Inglaterra, y además porque
la necesidad de libertades comerciales producía una consecuente
necesidad de libertades de otro tipo. Así, cuando Felipe II se
propuso establecer en Flandes los tribunales de la Inquisición,
que funcionaban en España y en Italia, un grupo de hombres importantes
de Flandes comenzó a organizar la resistencia contra el poder
español. Al empezar el año de 1565 la situación
era intranquila en Flandes; ese mismo año empezaron los saqueos
de iglesias católicas y las sublevaciones en varios puntos. Entre
fines de ese año y mediados de 1567 se combatió en unas
cuantas ciudades, entre ellas Amsterdam. Pero la situación estaba
dominada por los partidarios flamencos de Felipe II sin necesidad de
que intervinieran fuerzas españolas. Es más, los partidarios
de Felipe II tomaron Amberes y la gobernadora de Flandes, Margarita
de Austria, promulgó un edicto por el cual se restauraba en todo
Flandes la religión católica y al mismo tiempo escribió
a su hermano el rey pidiéndole que no enviara ejércitos
de España porque podían provocar más rebeliones.
Pero Felipe II no atendió a ese consejo de su hermana y despachó
hacia Flandes al duque de Alba con numerosa tropa de españoles
e italianos. Esas tropas iban a ser los famosos tercios de Flandes,
cuya conducta desordenada y brutal estaba llamada a provocar la sublevación
de todo los flamencos.
El duque de Alba llegó a Bruselas el 22 de agosto de 1567. Aterrorizados
por ese poder militar, o tal vez en protesta por su presencia en las
tierras de Flandes, 100.000 flamencos se fueron a países extranjeros.
Eran los luteranos, muchos de ellos comerciantes acaudalados y títulos
de nobleza —pues los nobles de Flandes eran también comerciantes
o tenían sus caudales empleados en negocios marítimos—,
y muchos eran artesanos. La propia gobernadora renunció a su
cargo a raíz de la llegada del duque de Alba. Este no tardó
en hacer decapitar a dos nobles flamencos. Uno de ellos, Lamoral de
Egmon, había sido diez años antes el vencedor de la batalla
de las Gravellinas.
En la primavera de 1568 había comenzado la guerra de Flandes.
Ese mismo año se sublevaron los moriscos en España, Tomando
ventaja de la situación en que se hallaba España en Europa,
los traficantes y corsarios ingleses y franceses recorrían el
Caribe impunemente; atacaban ciudades, apresaban barcos o trocaban esclavos
negros, telas y artículos de hierro por azúcares, perlas,
oro, cuero, maderas. Para dar una muestra de lo que sucedía en
el Caribe hablaremos de las actividades de esos corsarios en uno solo
de los territorios españoles de la región, el de Venezuela.
En 1563 John Hawkins entró con una flota en Mar garita, en Cumaná
(22 de marzo), en Borburata, donde estuvo un mes (del 13 de abril al
14 de mayo) y donde se le reunió el francés Jean Bontemps,
que andaba por esas aguas en actividades similares a las de Hawkins.
En el 1567 corsarios franceses destruyeron un fuerte de la villa de
Espíritu Santo, en la isla Margarita; ese mismo año entró
en Borburata el corsario inglés John Lowell, y cuando llegó
estaba en el puerto Jean Bontemps; los dos corsarios apresaron al teniente
alcalde y a dos mercaderes de Nueva Granada y a otros vecinos, y después
de muchas negociaciones libertaron a los cautivos y se fueron hacia
Río Hacha. Pero además de Lowell y Bontemps, en el 1567
estuvieron en Borburata Jacques de Sores, el de los ataques e incendios
de 1555 en Cuba, Pierre de la Barc y Nicolás Valier. Este Valier
saqueó y quemó el poblado, profanó la iglesia y
estuvo tres meses en el puerto, que usó como base de operaciones
para llevar sus actividades a otros puntos de la costa venezolana; a
Coro, por ejemplo, que.tomó, saqueó y quemó el
12 de septiembre. El gobernador español tuvo que darle a Valier
2.300 pesos para rescatar la ciudad. En abril de 1568 retornó
Hawkins a Margarita, donde estuvo nueve días; el 14 de ese mes
entraba de nuevo en Borburata, donde estuvo hasta el 1 de junio, y de
ahí salió a seguir sus actividades en el Caribe.
Si fuéramos a relatar ahora todo lo que hicieron los corsarios
ingleses y franceses en el Caribe en esos años tendríamos
que dedicar este capítulo a esa materia. Los pocos datos que
acabamos de ofrecer se refieren, como hemos dicho, a un solo territorio
y a cuatro años; pero por esa pequeña muestra podemos
suponer cómo iban penetrando en el Caribe los poderes europeos
mientras España dedicaba su fuerza a luchar en Flandes.
La guerra de Flandes tuvo un respiro hacia 1569, pero la sublevación
de los moriscos —llamada la de las Alpujarras, por el lugar donde
se reunieron los rebeldes, y llamada también de Aben Humeya por
el nombre árabe que tomó su jefe, el morisco don Bernardo
de Valor, que fue proclamado rey por los sublevados— duró
hasta el 1570.
En ese mismo año se iniciaron de nuevo las rebeliones flamencas,
y para mediados del 1573 la situación era sumamente crítica.
Se combatía en todas partes, y además los famosos tercios
de Flandes se sublevaron debido a que en el saqueo a la ciudad de Harlem,
ciudad que habían tomado, hallaron pocas cosas de valor. A causa
de esa y de otras actividades parecidas de los tercios, que eran, de
hecho, indominables, el duque de Alba pidió ser relevado de su
posición, y se fue a España a fines de ese año
(1573).
Podríamos imaginarnos que después de haber hecho fracasar
a su jefe los tercios se arrepentirían de su conducta y tratarían
de comportarse con disciplina; pero si lo hicieron fue apenas por un
año, porque a fines de 1574 se rebelaron de nuevo y marcharon
sobre Amberes, ciudad donde residía el gobernador español.
Los tercios se rebelaban porque no se les pagaba a tiempo. Para cobrarse
impusieron a la ciudad de Amberes una contribución altísima,
y hubo que dársela. Las rebeldías de los tercios acabaron
haciéndose una costumbre y la guerra de Flandes se convirtió
en una interminable cadena de desmanes, con asaltos a los pueblos indefensos
por parte de los tercios, mezclados a sitios y batallas en que se combatía
con fiereza sobrehumana —o infrahumana, sí se quiere.
En medio de ese estado de anarquía general murió el sucesor
del duque de Alba (a principios de 1576), y durante todo ese año
fue imposible dominar a los grupos de soldados que asolaban el país.
A finales de año se produjo el saqueo de Amberes, un episodio
de violencia comparable con el saqueo de Roma de 1527. Miles de ciudadanos
de Amberes fueron muertos en esa ocasión.
No debe sorprendernos que esa situación provocara un movimiento
de unidad entre todos los flamencos, fueran luteranos o católicos,
fueran de Brabante o de Malinas, de Holanda o de Luxemburgo. Ante tal
estado de cosas, los pueblos flamencos debían unirse, y se unieron
bajo la jefatura de Guillermo de Orange, a quien llamaban el Taciturno.
España tenía enemigos en Europa, y la unidad de Flandes
conduciría necesariamente a la unidad de esos enemigos de España
alrededor de los flamencos. Es difícil que Felipe II no se diera
cuenta de eso, pero parece que si lo advirtió, alguna fuerza
superior lo obligaba a desafiar esa posibilidad; tal vez se trataba
de un reflejo de las enormes dimensiones de los dominios españoles,
y quizá en la naturaleza del poder hay una capacidad de reflejarse
en quien lo ejerce, hecho que tal vez contribuya a la ceguera con que
los grandes imperios son conducidos a su liquidación.
En el año 1557 las fuerzas que actuaban en Flandes, comenzaban
a inclinar la balanza contra España. En ese momento Felipe II
mandó a Flandes a su hermano natural, don Juan de Austria, vencedor
de Lepante, que era sin duda el hombre adecuado para las circunstancias.
Pero don Juan murió en la flor de la vida, a los treinta y tres
años, en octubre de 1578. Meses antes había aconsejado
al rey que se deshiciera de los condados de Holanda y Zelanda para conservar
los demás territorios flamencos. Don Juan, pues, había
visto con claridad que Flandes no podía gobernarse desde Madrid.
En esos años los ataques de franceses e ingleses en el Caribe
iban en aumento. Aumentaban no sólo en número, sino también
en intensidad y en amplitud. En 1573 Francis Drake se internó
por el istmo de Panamá con la intención de apoderarse
del oro y de la plata que se enviaba a España desde el Pacífico
por la vía Panamá-Nombre de Dios, y en esa ocasión
unió sus fuerzas a las de un francés, el capitán
Tetu, para el asalto a la columna que conducía el tesoro, y las
unió también a una partida de negros cimarrones, esclavos
huidos de sus amos españoles. Habiéndose apoderado del
tesoro, Drake repartió con los franceses y dio su parte a los
cimarrones; luego se dirigió a Cartagena, donde estaba anclada
una flota española, y pasó delante de ella con su gallardete
desplegado, en una franca actitud de desafío.
El sucesor de don Juan de Austria fue su sobrino Alejandro Farnesio,
hijo de Margarita, la antigua gobernadora de Flandes. El nuevo representante
de Felipe II en los Países Bajos prosiguió la guerra al
tiempo que el rey organizaba un ejército para entrar en Portugal
y hacerse proclamar rey de aquel país. Sucedía que el
cardenal Enrique, que había heredado el trono portugués
a la muerte del rey Sebastián I —acaecida en agosto de
1578—, era ya anciano y se temía que iba a morir sin dejar
el reino a un here- dero legítimo, y Felipe II entendía
que él era el que más se acercaba en la línea de
sucesión. Así, cuando el rey Enrique murió el 31
de enero de 1580 y la corona portuguesa no fue a dar a manos de Felipe,
éste organizó tropas y entró en Portugal a mediados
de 1580. El 25 de agosto se combatió en Alcántara, que
era la llave de Lisboa. Lisboa cayó en manos españolas
y de acuerdo con la costumbre de la época, la capital portuguesa
fue sometida al saqueo y a todas las violencias que acompañaban
a esos saqueos. La integración de Portugal en los Estados de
Felipe II tuvo consecuencias importantes en Flandes, y más tarde
en el Caribe. Para explicar esto hay que recordar que los judíos
habían sido expulsados de España por la bisabuela de Felipe,
la reina doña Isabel, en el año 1492. Muchos de esos judíos
españoles habían huido a Portugal, y Portugal había
llegado a establecer, entre el siglo XVy el XVI, un comercio de mucha
cuantía con los países de Oriente. De los judíos
españoles, un número apreciable entró en ese comercio
oriental-portugués. Pero ese comercio, que proporcionaba ganancias
de millones, no terminaba en Portugal, sino que a través de los
flamencos se prolongaba hacia el norte de Europa. Los flamencos acabaron
monopolizando el tráfico de los productos orientales que se hacía
entre Portugal y los países del Norte, y en esa actividad se
relacionaron con los judíos de Portugal. Cuando las fuerzas de
Felipe II entraron en Lisboa, los judíos se sintieron amenazados
y los que pudieron salir del país lo hicieron; de ellos, los
que tenían conexiones comerciales con los flamencos se fueron
a Flandes; y eso es lo que explica que en ciudades como Amsterdam hubiera,
a fines del siglo XVI y a principios del XVII, comunidades judías
importantes en las que casi todos los miembros tenían nombres
hispano-portugueses o totalmente españoles. Años más
tarde, cuando los holandeses ocuparon parte del Brasil y algunas islas
antillanas, muchos judíos aportaron capitales para la explotación
de esas tierras, y fueron judíos lo que poblaron Curazao cuando
Holanda la tomó en el 1634. Desde Curazao, numerosas familias
judías se trasladaron, andando el tiempo, a varios países
del Caribe, y muchos nombres ilustres en la historia de esos países
son descendientes de esos judíos que huyeron de Portugal.
Por otra parte, los judíos españoles expulsados en 1492
no perdonaron esa expulsión y al mismo tiempo se sintieron siempre
y transmitieron a sus hijos y a sus nietos ese sentimiento a través
de la lengua española, que conservaron en el seno familiar. Todavía
en pleno siglo XX, a más de cuatro siglos y medio de la expulsión,
centenares de miles de judíos hablan esa lengua española
del siglo XV, y en el año 1956 el autor de este libro compró
en Tel Aviv periódicos impresos en esa lengua, aunque la ortografía
no era española; además de los periódicos se tiraban
revistas literarias para los judíos que hablaban la lengua de
la España de 1492.
Los judíos hispano-portugueses que huyeron de Portugal a la llegada
de Felipe II contribuyeron con todo lo que pudieron a la independencia
de Flandes, y podían mucho porque tenían dinero c influencias
esparcidas por toda Europa, lo mismo en las cortes que en los círculos
de los grandes comerciantes y los poderosos banqueros. Colocados en
una situación que era para ellos de vida o muerte, tenían
que ayudar a la libertad de Flandes porque necesitaban un lugar seguro
en la tierra, un sitio donde vivieran sin temor a la persecución.
Si los flamencos luchaban para impedir que la Inquisición quedara
establecida en su país, los judíos debían ayudarlos,
y lo hicieron.
Es difícil decir ahora hasta qué grado esos judíos
influyeron para que Inglaterra y Francia ayudaran a su vez a los flamencos,
pero se sabe que influyeron. Por lo demás, estaba en el interés
de Inglaterra y de Francia, dos países amenazados por el poder
de Felipe II, contribuir a la derrota del rey español. Es el
caso que al cabo del tiempo los judíos de origen español
jugaron un papel importante en la decadencia de España, pues
con su expulsión de 1492 España perdió una masa
de hombres capaces y la oportunidad de convertirse a tiempo en un país
capitalista, preparado para organizar el Imperio que iba a descubrir
y conquistar / poco después; y además al producirse la
integración de Portugal y España en 1580 usaron el poder
económico que tenían y sus relaciones comerciales para
ayudar a los que lucharon contra España. Evidentemente, la política
de las persecuciones y de los atropellos ha tenido siempre malos frutos.
Desde luego, a los ingleses no había que incitarlos para que
atacaran a España, pues, en realidad, no habían dejado
de hacerlo desde la coronación de Isabel I, cuando se inició
el retorno a la Iglesia oficial inglesa. Pero hasta más o menos
1570 la hostilidad de los ingleses se manifestaba de manera indirecta,
a través de esfuerzos para comerciar con las Indias y de ataques
a la navegación española. Al principio esos ataques se
producían mayormente en las islas Canarias o en sus cercanías,
después fueron tomando cuerpo en el Caribe hasta culminar en
los de Drake a la columna que conducía el tesoro de Panamá
a Nombre de Dios. Pero a la altura de la caída de Amberes en
manos de los tercios de Felipe II (27 de agosto de 1585), los ingleses
habían resuelto ya que el poder contra el que ellos debían
luchar era España, pues en los vastos territorios españoles,
esparcidos en cuatro continentes, había más posibilidades
de enriquecimiento que en los de otros países. No hay documentos
que prueben lo que acabamos de decir, pero los hechos hablan por las
intenciones.
Justamente en esos años Inglaterra estaba pasando a figurar entre
los contados países ricos de Europa —que entonces quería
decir el mundo—, y la guerra de Flandes estaba contribuyendo a
ese tránsito inglés hacia la riqueza. La ya larga guerra
de los flamencos contra los españoles había dejado importantes
vacíos en la organización económica de la época.
Muchos mercados que habían sido abastecidos por los flamencos
reclamaban que otro abastecedor ocupara el lugar que los productores
y los comerciantes de Flandes habían tenido que abandonar a causa
de la guerra; y los buques flamencos estaban siendo sustituidos por
buques ingleses y franceses. Las industrias inglesas se expandían;
los comerciantes ingleses llevaban tanto dinero a las cajas de las Islas
Británicas, que sobraba capital para invertir en negocios productivos
y hasta de aventura, como eran los viajes corsarios al Caribe; y la
reina Isabel, que se hacía cargo del importante papel jugado
por esos grandes comerciantes de su país, los premiaba y estimulaba
concediéndoles títulos de nobleza. Las empresas de aventura,
como los viajes de Hawkins y Drake al Caribe, llegaron a ser tan importantes
como expresión de la actitud de expansión económica
del país, que la misma reina contribuía a ellas con sus
barcos a cambio de un tanto por ciento en los beneficios; y si la reina
lo hacía, podemos imaginarnos qué no harían los
grandes señores de su corte y de la economía inglesa.
Inglaterra, pues, estaba convirtiéndose en un poder ascendente
al tiempo que España comenzaba a ser un poder en decadencia.
Inglaterra se daba cuenta de que estaba acumulando en sus entrañas
de nación la sustancia de un imperio; capitales en manos de banqueros
y comerciantes que se arriesgaban para aumentarlos; marina que crecía
en número y tonelaje y capitanes de mar cada vez más osados
y capaces, y una industria manufacturera en rápida expansión.
Además de todo eso, Inglaterra se consideraba la campeona del
protestantismo, que era a su juicio la única religión,
verdaderamente cristiana, y España era la campeona del catolicismo,
y el catolicismo era en la opinión de los ingleses la suma de
la maldad y del anticristianismo. El choque de Inglaterra contra España
era, pues, inevitable; estaba cada día más cercano, y
los hombres que dirigían
a Inglaterra a la sombra de la reina Isabel decidieron que había
llegado el momento de actuar.
Lo que podríamos considerar la declaración inglesa de
beligerancia fueron los ataques de la escuadra de sir Francis Drake
a puertos de España y de Canarias, que tuvieron un sello inconfundible
de desafío. A esos ataques siguieron poco después los
que llevó a cabo en el Caribe, más importantes desde el
punto de vista militar aunque no como actos de política internacional.
Ya Drake era un personaje en Inglaterra, héroe nacional después
de haber circunnavegado el mundo, almirante real, y, por tanto, alto
funcionario de la marina de su país. A esa altura, Drake no podía
alegar que actuaba por su cuenta. Los actos del gran marino eran actos
oficiales del Gobierno inglés. En la literatura histórica
de los países de lengua española se le llama despectivamente
"el pirata Drake", aunque nunca fue un pirata; y en 1585,
cuando atacó directamente el territorio de España, estaba
lejos de ser un lobo solitario que actuaba por su cuenta. En ese momento,
sir Francis Drake era el servidor, y de gran categoría por cierto,
de un plan político de su país. Los ataques de Drake a
la costa de Galicia y al puerto de Santa Cruz de la Palma, efectuados
en octubre de 1585, eran la respuesta inglesa a la caída de Amberes.
Quizá los historiadores de lengua española en España
y en América no lo han entendido así, pero Felipe II comprendió
el mensaje que se le enviaba desde. Inglaterra con los buques de Drake,
y lo comprendió, tanto, que se dispuso a ser él quien
diera el golpe decisivo en una lucha que ya se presentaba sin tapujos.
Por eso el rey comenzó al año siguiente (1586) a organizar
el ataque a Inglaterra. Al empezar ese año de 1586 —el
día 10 de enero— Drake se presentó con una flota
en aguas de La Española, cerca de la capital —la ciudad
de Santo Domingo—, echó a tierra una columna de 600 hombres
que tomó fácilmente la ciudad y la retuvo durante un mes;
de Santo Domingo el osado almirante se dirigió a Cartagena de
Indias, que cayó en sus manos el 20 de febrero, y estuvo allí
hasta el 11 de abril; luego se dirigió a La Habana, en la que
no entró porque la toma de La Habana no figuraba en su plan,
que consistía en esperar el paso de la flota del tesoro para
apresarla.
Si Felipe II dudaba acerca de las intenciones de Inglaterra después
del ataque de Drake al territorio de España, no podía
seguir dudando después de la toma de Santo Domingo y de Cartagena
de Indias. Tal vez a esa fecha ya tenía una idea de cómo
debía responder a los ingleses, pues sin una idea por lo menos
aproximada de lo que iba a hacer no hubiera podido presentar un plan
al Papa Sixto V, lo que hizo a través de su embajador en Roma.
Sixto V acababa de ascender al solio de Su Santidad cuando conoció
los proyectos del rey español, que sin duda se relacionaban con
los que tenía el papado sobre Francia y Escocia. Felipe había
solicitado del Papa ayuda económica y política. El 8 de
febrero de 1597 fue decapitada en Londres María Estuardo, la
reina católica de Escocia a quien Isabel tenía en prisión,
y esa muerte, que significaba un tropiezo en los planes de la Iglesia,
lanzaba al Papa y al rey español a una solidaridad activa y rápida.
El 14 de marzo Sixto V le enviaba a Felipe un millón, probablemente
de ducados, porque el presupuesto para el ataque a Inglaterra era de
3.800.000 ducados; y le enviaba además un documento firmado en
el cual el Papa se comprometía a mandarle más dinero y
a reconocer como futura reina de Inglaterra a la hija de Felipe, la
infanta Isabel Clara Eugenia. Como se ve, los planes de Felipe eran
tan detallados, que incluían hasta la persona seleccionada para
reinar en Inglaterra una vez que ésta cayera en manos españolas.
Al llegar a este punto habría que preguntarse de qué se
alimentaba la ambición de poder de Felipe II. Tenía bajo
su mando territorios enormes y quería más. Si hubiera
dedicado a los de América los esfuerzos que destinaba a los de
Europa o a conquistar nuevos reinos europeos, su Imperio habría
sido de riqueza fabulosa y de fuerza extraordinaria sin necesidad de
añadirle más países. Sin embargo, ese rey a quien
la Historia llama el Prudente prefería gastar las energías
de todos sus territorios en conservar Flandes y en organizar una empresa
militar para añadir a sus reinos el de Portugal, y todavía
soñaba con poner la corona de Inglaterra en las sienes de su
hija. Se alega que Felipe no luchaba por más tierras sino para
extender la fe católica; pero el observador toma nota de que
Portugal era un país católico, y, por cierto, no había
peligro de que dejara de serlo, de manera que no hacía falta
que Felipe lo gobernara para convertirlo a su religión o para
impedir que se pasara a la de los enemigos de la Iglesia. Sin duda el
rey era un católico apasionado y sincero, pero además
de ese sentimiento, la necesidad de extender sus dominios era casi una
obsesión para él. Hombre solitario en medio de todos los
que le rodeaban, el mundo no le ofrecía placeres y el único
alimento de su alma era el poder. Sabía que ese poder duraría
el tiempo de su vida, y nada más, puesto que él mismo
había dicho que Dios, que le había dado tantos reinos,
no le había dado un hijo capaz de gobernarlos; pero la razón
de ser de su existencia era aumentar esos reinos.
Felipe organizaba meticulosamente su ataque a Inglaterra. Los ingleses
estaban enterados de su plan porque en aquellos tiempos el espionaje
internacional era muy activo. Quizá las acciones de Drake en
el Caribe obedecían al propósito de evitar que los fondos
de América llegaran a manos de Felipe; esos fondos iban sin duda
a servir para el ataque español, y tal vez los ingleses —que
no conocieron la ayuda de Sixto V a Felipe II— creían que
si lograban que no llegaran a España, evitarían, o por
lo menos pospondrían, la acción española contra
ellos. Corrió Drake no consiguió asaltar la flota de la
plata, se le envió a España para que a través de
una acción de gran envergadura obstaculizara el plan de Felipe
II. Drake había llegado a Inglaterra, de su viaje por el Caribe
a fines de julio de 1586, y en abril de 1587 estaba entrando en la bahía
de Cádiz.
En ese ataque sorprendente, uno de los más audaces en la historia
de las guerras navales, el almirante inglés apresó varios
buques en pleno puerto de Cádiz y los despojó de todo
lo que halló en ellos que tuviera algún valor; después
les pegó fuego y salió de la bahía sin perder un
hombre. De Cádiz se fue a Lagos, en Portugal, en cuyas cercanías
desembarcó tropas; de Lagos se dirigió a Sagres, donde
inutilizó un fuerte y apresó varios barcos, y entró
por el Tajo hasta situarse a la vista de Lisboa; retornó a Sagres,
apresó más buques, atacó y destruyó varios
pueblos vecinos y se fue a las Azores, donde tomó un galeón
que iba hacia Lisboa cargado de oro y especias. Era indudable que este
segundo viaje de Drake a las costas de España tenía un
sentido claro y concreto: Isabel I estaba en guerra con Felipe II.
Felipe había terminado sus preparativos, y el 9 de mayo de1588
salía hacia las costas inglesas del canal de la Mancha la Armada
Invencible, la más grande que se había reunido hasta entonces.
Esa ilota llevaba 46.000 hombres y 1.200 piezas de artillería.
La Invencible estaría apoyada desde las costas de Flandes, que
llegaban mucho más al Oeste de lo que es hoy Bélgica,
y Alejandro Farnesio estaba listo para jugar su papel en los planes
de ataque de la gran armada.
Pero el plan, meticulosamente preparado, no contaba con los elementos,
y los elementos se pronunciaron contra Felipe. El mal tiempo hizo regresarla
flota a Lisboa; la hizo refugiarse más tarde en La Coruña
y en Gijón; la obligó a dispersarse varias veces. Y así,
la Invencible, que había salido el 9 de mayo, vino a llegar al
canal de la Mancha el 31 de julio. Diez días después,
el 10 de agosto, esa enorme máquina de guerra estaba deshecha.
Aunque hubo algunos combates, éstos fueron esporádicos
y mínimos si se les relacionaba con el tamaño de la fuerza
atacante. La Invencible resultó vencida por la naturaleza; el
mal tiempo la dispersó y destruyó muchas de sus unidades,
y en ataques a grupos aislados y de retaguardia, los ingleses completaron
la destrucción de las que habían quedado en las vecindades
de sus costas.
Sir Francis Drake participó en esos ataques y bajo sus órdenes
puso la reina Isabel una flota de 120 velas que en abril de 1589'respondió
al ataque de la Invencible con otro al territorio español. Desde
luego, el propósito inglés era humillar, no conquistar,
pues Drake llevó en esa expedición sólo unos ocho
mil hombres, y con ellos no podía presumir que era más
fuerte que los españoles.
En esa ocasión el almirante inglés bombardeó el
puerto de La Coruña y desembarcó alguna gente que procedió
a saquear el lugar; después se dirigió a Lisboa, donde
desembarcó el grueso de sus hombres mientras él se situaba
en Cascaes. También en Lisboa fue atacada y sus alrededores fueron
sometidos a saqueo, pero la ciudad no fue tomada. Por último,
de retirada hacia Inglaterra, los ingleses hicieron en Vigo lo que habían
hecho en La Coruña y en Lisboa.
Pero la respuesta verdadera a la Invencible la dieron los ingleses en
el Caribe. Los preparativos españoles habían requerido
que todo buque se usara para el ataque a Inglaterra, de manera que en
el 1588 las líneas marítimas de España estaban
desguarnecidas. Los corsarios ingleses hicieron entonces su agosto,
al extremo de que en el año siguiente se temió que asaltaran
la flota anual, y ésta no salió. Los buques de la flota
anual de ese año se concentraron en La Habana y tuvieron que
esperar allí al año siguiente, que era el de 1590. En
ese año de 1590, los ingleses merodeaban impunemente por las
aguas de La Habana. En el 1591 el capitán Cristóbal Newport
tomó y saqueó Ocoa y Yaguana en La Española y Trujillo
en Honduras, y apresó numerosos barcos españoles; al año
siguiente el capitán King apresó varios barcos, uno de
ellos cargado de esclavos. El 22 de marzo de 1595 sir Walter Raleigh
tomó San José de Oruña en Trinidad, la incendió,
se llevó preso al gobernador y proclamó la isla propiedad
de la reina Isabel; inmediatamente después atacó Cumaná,
Río Hacha y Santa Marta. Al mismo tiempo Amyas Preston apresaba
barcos, saqueó la isla de Coche, Cumaná, Caracas y Coro,
y quemó las dos últimas. Ese mismo año de 1595
llegaron al Caribe, juntos por segunda y última vez, John Hawkins
y Francis Drake, los mayores marinos ingleses del siglo XVI.
En la expedición, de 27 buques, iban soldados al mando de sir
Thomas Baskervilie; la flota estaba al mando conjunto de Hawkins y Drake.
El primer ataque fue lanzado en octubre sobre Las Palmas de Gran Canaria,
pero los ingleses no pudieron desembarcar hombres. El 13 de noviembre
la flota estaba frente a San Juan de Puerto Rico; el día 22 moría
a bordo del Garland John Hawkins, que había enfermado unas semanas
antes; el día 23 se inició el combate con un fuerte bombardeó
de parte de los españoles, y el día 25 desaparecían
en el horizonte los buques ingleses.
El día 9 de diciembre, Drake tomó Curazao, la saqueó
e incendió; lo mismo hizo en Santa Marta poco después;
pasó frente a Cartagena, siguió a Nombre de Dios y se
internó por la ruta de Panamá, con ánimos de tomarla.
Pero Baskervilie, que iba por tierra, fue vencido en la loma de Capirilla,
y Drake, que llevaba una ruta paralela por el río Chagres, tuvo
que acudir en socorro de su general, y esto hizo fracasar el ataque
a Panamá. Antes de retirarse, Drake ordenó que se quemara
Nombre de Dios. Al salir de allí, frente a Portobelo, el audaz
marino murió en su nave. Baskervilie tomó el mando de
la expedición, sepultó en el mar a su almirante, tomó
Portobelo y lo incendió.
Entre fines de 1596 y principios de 1597 sir Anthony Shirley tomó
Margarita, apresó varios barcos, saqueó Santa Marta y
tomó Santiago de La Vega, en Jamaica, y estuvo allí más
de un mes. Allí se le unió el capitán Parker, que
llegaba de Margarita, y ya juntos atacaron Trujillo y tomaron Puerto
Caballos en Honduras. Al llegar aquí se pregunta por qué
cuando Felipe II atacaba a Inglaterra tenían que pagar por el
ataque los pobladores de San Juan de Puerto Rico, de Curazao, Nombre
de Dios. Portobelo, Cumaná, Caracas, Margarita y Puerto Caballos,
pobres gentes que eran en su mayoría mestizos de españoles,
indios, negros esclavos y mulatos despreciados. Y la respuesta es que
ellos, para su mal, eran pobladores de una frontera imperial.
Felipe II, que tenía bastante en qué ocuparse con la rebelión
flamenca y los ataques ingleses a sus posesiones americanas, se hallaba
también envuelto en la guerra civil francesa, que se presentaba
como una guerra de católicos contra hugonotes —protestantes
calvinistas— y que llevaba años ensangrentando el suelo
de Francia. El monarca español tomó partido —desde
luego— por la facción católica, cuyo jefe era Enrique
de Guisa. Este Enrique de Guisa fue asesinado en diciembre de 1588 por
órdenes del caudillo hugonote, Enrique III, y en agosto de 1589
Enrique III caía asesinado a su vez. Como su sucesor, Enrique
IV, que seria el abuelo de Luis XIV, comenzaba el largo reinado de los
Borbones de Francia, y uno de sus descendientes seria el primer Borbón
de España. Enrique IV iba a gobernar hasta 1610 y en sus años
comenzaría a producirse en Francia una evolución parecida
a la de Inglaterra bajo Isabel I. Una consecuencia de esa evolución
seria la expansión del poder francés hacia el Caribe.
Como veremos pronto, franceses e ingleses comenzaron a conquistar tierras
del Caribe al mismo tiempo —y en una misma isla— y aunque
el poder inglés se extendió más que el de Francia,
el de ésta produjo en el Caribe acontecimientos de gran categoría
histórica.
Antes de que pudiera conquistar París, que se hallaba en manos
de la Liga Católica, Enrique IV tuvo que guerrear contra sus
enemigos, que recibían ayuda del ejército español
de Flan-des. El jefe de ese ejército, Alejandro Farnesio, logró
burlar el sitio de París y entrar en la capital francesa en el
1590, pero ese hecho era la prueba contundente de que el rey de España
había extendido la guerra de Flandes a Francia, lo que determinaba,
- lógicamente, una alianza entre las fuerzas de Enrique IV y
las de Mauricio de Nassau, que a la muerte de Guillermo de Orange había
pasado a ser el caudillo de los pueblos de Flandes. En esa alianza los
flamencos aportaban su fuerza naval, que era muy grande, y los franceses,
sus ejércitos de tierra.
Desde cualquier punto de vista, ampliar el frente enemigo era una locura
insigne, pero el Rey Prudente cometió esa locura, y a causa de
ella, Alejandro Farnesio, que era un gran capitán, tenía
que combatir al mismo tiempo en Flandes y en Francia, es decir, en un
vasto territorio con una costa larguísima a través de
la cual sus enemigos recibían ayuda inglesa sin que él
pudiera evitarlo. Agotado por una actividad sobrehumana, y forzado a
viajar a Francia mientras convalecía de una herida, Alejandro
Farnesio murió al comenzar el mes de diciembre de 1592. En ese
momento, Flandes estaba prácticamente perdida para España.
Pero en ese momento, aunque parezca increíble, Felipe estaba
exigiendo que los católicos de París aceptaran como reina
de Francia a su hija Isabel Clara Eugenia, la misma infanta que había
destinado a ser reina de Inglaterra cuando organizaba la Armada Invencible.
Ese plan de Felipe requería apoyo militar dentro de París,
y para tener ese apoyo el rey insistía en que los tercios de
Fíandes entraran en la capital de Francia. Los magnates de la
Liga Católica, reunidos en el palacio del Louvre, discutían
la proposición del rey español, con lo cual el plan de
Felipe se hizo público, y el resultado fue que se produjo entre
los propios católicos franceses una reacción en favor
de su enemigo Enrique IV. Esa reacción decidió el curso
de la guerra; y como al mismo tiempo Enrique avanzó hacia los
católicos haciendo abandono de sus ideas de protestante —con
la frase un tanto cínica que pronto rodó por todo el mundo,
de "París bien vale una misa"— la política
europea de Felipe II terminó con un fracaso de grandes proporciones:
quedaba a un tiempo sin aliados en Francia y con Flandes perdida de
hecho.
Todavía se combatió en Flandes algunos años más
y se combatió también en Francia, pero España no
tenía ya poder para enfrentarse con esperanzas de victoria a
flamencos y franceses; mucho menos cuando Francia e Inglaterra se aliaron,
a mediados de 1596, para echar definitivamente a los españoles
de Europa. El 13 de agosto de ese año una flota inglesa entró
en Cádiz, desembarcó tropas en la ciudad —cosa que
no había hecho Drake— y causó daños de cuantía
asombrosa. Dos años después, otra flota haría lo
mismo en Lisboa.
Felipe II veía acercarse su última hora con la sensación
de que sus enemigos eran más fuertes que él, y negoció
con el rey de Francia la paz de Vervins. El tratado relativo a esa paz
tenía una cláusula secreta que fue el punto de partida
para una era de espanto en el Caribe. De acuerdo con esa cláusula,
franceses y españoles quedaban autorizados para hacerse la guerra
marítima sin restricciones, y sin que cayeran en penalidades,
al este del meridiano de las Azores y al sur del trópico de Cáncer,
es decir, en las aguas de la América española, y las aguas
de la América española apropiadas para ese tipo de guerra
estaban en el Caribe. Esa autorización desató los demonios
del mar en el Caribe, y pocos años después de la paz de
Vervins la piratería francesa iniciaba lo que sería más
de un siglo de depredaciones; tras ella llegaron piratas de otros países,
y el mar de las Antillas quedó convertido en el hogar del saqueo,
la depravación y la muerte.
En la paz de Vervins se acordó que Francia y España retornaran
a los términos del tratado de Cateau-Cambresis, lo que significaba
que ambas naciones debían devolverse los territorios que hubieran
cambiado de manos desde el 3 de abril de 1559. Las devoluciones se hicieron
el 2 de mayo de 1598. Nada puede poner mejor de manifiesto la inutilidad
de tantas guerras como una comparación entre esas dos fechas.
Durante treinta y nueve años se había combatido para nada.
El 6 de mayo de 1598 Felipe II renunciaba a sus territorios de los Países
Bajos y Borgoña. Los cedía como dote matrimonial a su
hija Isabel Clara Eugenia, para quien había querido las coronas
de Inglaterra y de Francia. Cuatro meses y siete días después,
el 13 de septiembre, moría en su enorme, majestuoso y frío
palacio de El Escorial, que había mandado construir para conmemorar
la victoria de sus ejércitos en la batalla de San Quintín.
[ Arriba
]
Capítulo VIII
CONTRABANDISTAS, BUCANEROS Y FILIBUSTEROS
Poca gente se hace idea
de la relación de causa a efecto que tuvieron en el Caribe el
contrabando, el bucanerismo y el filibusterismo. Pero es el caso que
tuvieron una relación estrechísima, al punto que podríamos
decir, sin caer en exageraciones, que la sociedad bucanera y la sociedad
filibustera no hubieran existido sin la previa existencia del contrabando.
¿Cómo sucedió esto? ¿Qué fueron en
verdad la sociedad bucanera y filibustera, y qué papel tuvieron
en su aparición las luchas, de los poderes imperiales por el
dominio del Caribe?
Pero no podemos hallar las respuestas a esas preguntas sin hacer un
largo recorrido que nos llevará a puntos inesperados, porque
a menudo son inesperados y ocultos los caminos que toma la Historia
para ir produciendo cambios. Empecemos por el contrabando.
En la historia del contrabando del Caribe podemos distinguir dos tipos:
el forzado y el libre. Se conocen datos de cómo se hacía
y de cuándo, más o menos, comenzó a hacerse el
primero. El contrabando forzado se les imponía a las autoridades
y a los habitantes de la región bajo amenaza de ataques y saqueos
si no accedían a comprar lo que llevaban los mercaderes del mar
y a venderles lo que ellos querían. Los mejores detalles sobre
este tipo de contrabando pueden encontrarse leyendo libros sobre sir
John Hawkins, que usó hábilmente amenazas y dádivas
desde su primer viaje a Borburata, en abril de 3 565.
Pero el contrabando que más se extendió por el Caribe
fue el que podríamos llamar libre. Este se hacía con la
participación activa —no pasiva, como el forzado—
de casi toda la población, desde dueños de hatos a peones,
a menudo con participación también de las autoridades
y en algunos casos contra su voluntad, sin que pudieran hacer nada para
evitarlo porque los pueblos se les sublevaban.
No sabemos cuándo comenzó el segundo tipo de contrabando.
De un memorial enviado a Felipe II por Jerónimo de Torres, escribano
real de la Yaguana —isla española— podemos deducir
que en Puerto Rico, La Española, Cuba y Jamaica estaba ya organizado
en el 1577.
Los dos tipos de contrabando tuvieron su origen en la necesidad que
tenían los pueblos del Caribe de vender lo que producían
y comprar lo que les hacía falta. España monopolizaba
el comercio de América, pero España no disponía
de medios para mantener ese monopolio a la altura de las necesidades
suyas y de sus provincias americanas.
El Caribe —como toda la América española—
sólo podía comerciar con España, y España
no podía suplirlo de los artículos manufacturados que
necesitaba, y, lo que es peor, ni siquiera podía adquirir todo
lo que el Caribe producía. Por otra parte, esa misma producción
tenía que sujetarse a las órdenes del monopolio; y así,
el Caribe podía producir únicamente ganado, tabaco, azúcar,
metales, maderas y los renglones agrícolas que él .mismo
consumía. No hay consonancia de que en los territorios del Caribe
se tejiera un metro de tela, se hiciera un pedazo de jabón, se
fabricara una plana de albañil o un machete para las labores
del campo. El papel de la región, en el orden económico,
era proporcionarle a España algunos metales, pieles de res, sebo,
madera, tabaco y azúcar. Pero el Caribe necesitaba jabón,
telas, vinos, aceite, instrumentos de labranza y trabajo, y España
no podía servirlos, por lo menos en la cantidad que hacía
falta. En el año de 1545 América pasaba por una escasez
tan grande de artículos de consumo, que el total de mercancías
pedidas por los comerciantes americanos no podía ser servido
en menos de siete años. Como debemos suponer, al Caribe le tocaba
su parte proporcional en esa falta de productos. La escasez, desde luego,
hacía subirlos precios a niveles escandalosos, y si se presentaba
un buque francés, inglés, holandés o portugués
con mercancías a buenos precios, los habitantes de América
trataban con él. Al principio había miedo de violar las
disposiciones reales y entonces operó el contrabando forzado;
pero después se impuso la ley de la necesidad, y los pueblos
comerciaban con los contrabandistas, exponiéndose a lo que pudiera
suceder-les. En pocas palabras, las burguesías holandesas, inglesas
y francesas se apoyaban en los mismos pueblos españoles del Caribe
para llevar a cabo su lucha contra el monopolio estatal de España.
Comenzaron destruyendo el miedo de esos pueblos y de las autoridades
al poder español usando toda suerte de amenazas, pero una vez
disipado el miedo actuaron protegidos por la superioridad de su producción
de bienes de consumo, por sus mejores condiciones comerciales y por
la necesidad de que los que negociaban con ellos.
El contrabando se hacía en muchos sitios del Caribe. Guanahibes,
que se hallaba en el oeste de La Española, acabó siendo
una feria libre del comercio de contrabando en el siglo XVI; pero Matina,
en Costa Rica, lo fue en el XVII y en el XYin. Los vecinos de Yaguana,
cerca de Guanahibes, en La Española, amenazaban a las autoridades
que pretendían impedir el contrabando, y lo mismo hacían
los vecinos de Cartago en Costa Rica, que comerciaban con los contrabandistas
en Matina. Esa similitud en la conducta se explica porque era igual
reacción ante un mismo fenómeno social; los mismos efectos
de una misma causa: la necesidad en que se hallaban los pobladores de
La Española y de Costa Rica de vender lo que producían
y adquirir lo que les hacía falta.
Ahora bien, fue en La Española, y no en Costa Rica o en otro
punto del Caribe, donde tuvieron su asiento las sociedades bucanera
y filibustera; por eso vamos a referirnos al contrabando en La Española
y no en otro lugar. Según informaba Torres en su memorial, en
Guanahibes se reunían los pobladores de toda la parte occidental
de La Española que traficaban con los contrabandistas. Cuando
un buque contrabandista llegaba frente a la Yaguana, hacía algunos
disparos, que servían de señal a los que vivían
a muchas leguas de la costa, pues la noticia de la llegada del navío
extranjero iba pasando de los más cercanos a los más lejanos;
e inmediatamente comenzaban los pobladores a desfilar hacia Guanahibes
con sus cueros de res, con su sebo, con maderas y tabaco, algunos a
pie, otros a caballo y en carretas, otros en canoas y piraguas. Los
cueros eran el renglón más solicitado por los contrabandistas
holandeses, lo que se explica porque el cuero se había convertido
en materia prima de muchas industrias europeas.
Ese contrabando de La Española tomó carta de naturaleza,
a tal punto, que algunos años después del memorial de
Jerónimo de Torres había en varios puntos de la costa
occidental construcciones que servían de almacenes para los productos
que se intercambiaban Jos habitantes de la isla y los contrabandistas.
En marzo de 1594 el arzobispo de Santo Domingo informaba a Felipe II
que el contrabando había borrado todas las diferencias religiosas.
Y efectivamente era así, porque ya a esa altura —finales
del siglo xvi— el contrabando era ejercido por franceses y portugueses,
que eran católicos, por holandeses e ingleses, que eran protestantes,
y desde luego por los católicos habitantes de La Española,
y todos trataban amistosamente, sin tomar en cuenta las posiciones religiosas.
Unos y otros se ponían de acuerdo para enfrentarse a cuanto podía
perjudicar su negocio. Se conocen casos de funcionarios que se escondían
de noche en los bosques para que los contrabandistas y los vecinos de
la isla no los apresaran; se conoce el caso de un vecino de Yaguana
que arrebató de manos de un escribano real una proclamación
contra el trueque ilícito que el funcionario estaba leyendo al
vecindario; el vecino no sólo se la arrebató, sino que
además la rompió en su cara, hecho inconcebible en un
territorio español. Un oidor de la Audiencia de Santo Domingo,
cargo de categoría tan alta que convertía a quien lo desempeñaba
en un personaje casi sagrado, tuvo que huir mientras los contrabandistas
lo perseguían a tiros, y el escribano que le acompañaba
para dar fe de sus actos estuvo preso de los contrabandistas, en las
bodegas de un navío, más de dos meses. Desde el punto
de vista del Gobierno español, campeón del catolicismo,
lo más escandaloso fue que a fines de 1599 y principios de 1600
el deán de la catedral de Santo Domingo recogió entre
los habitantes del Oeste unas trescientas biblias luteranas.
Esto no podía sufrirlo el Gobierno de Madrid y decidió
tomar cartas en el asunto. Ahora bien, de las medidas que se habían
propuesto a Felipe II para terminar con el contrabando en. La Española,
su hijo Felipe III adoptó la más peregrina: toda la parte
occidental de La Española debía ser abandonada, y sus
pobladores, con los ganados, los esclavos, las bestias de silla y carga
que tuvieran serían llevados a la región oriental.
En la lucha de las burguesías europeas y el monopolio español
representado por la Casa de la Contratación, el monopolio estatal
de España había quedado malparado, puesto que para mantener
su control sobre una porción de la isla hubo que abandonar otra.
Pronto vamos a ver cuáles fueron las consecuencias de ese paso,
las más funestas que podían darse para España y
para los pueblos del Caribe.
La reacción de los países que se beneficiaban del contrabando
fue inmediata. El 30 de enero de 1605 Paulus van Caerden, general de
una armada holandesa que se hallaba en Guanahibes, presentó oficialmente
al gobernador y a las demás autoridades de La Española,
en nombre de Mauricio de Nassau y los Estados Generales de las Provincias
Belgas, una proclama que fue leída con toda solemnidad al pueblo
de Yaguana. En esa 'proclama se ofrecía el respaldo de los Países
Bajos a los habitantes de las villas y los asientos que iban a ser poblados
para que se opusieran con la violencia a las despoblaciones. Debemos
decir que el comercio que hacían los Países Bajos en La
Española por la vía del contrabando alcanzaba en ese momento
a unos ochocientos mil florines por año, suma enorme en la época,
y los flamencos, desde luego, no querían perder un comercio tan
cuantioso. Efectivamente, los que vivían en la región
devastada se prepararon para la rebelión y en varios lugares
hubo resistencia a las despoblaciones, aunque el gobernador español
tenía mano dura y no se detuvo ante ninguna medida. Pero la ayuda
flamenca no llegó. De haber llegado, la lucha hubiera sido seria.
Ya a mediados de 1606 un tercio de La Española estaba abandonado.
Ahora bien, por mucho empeño que pusiera el gobernador en llevarse
el ganado del Oeste hacia el Este, fue imposible reunir el que vagaba
por los bosques en estado silvestre; y así sucedió que
algunos millares de reses y de cerdos se quedaron en esos bosques, ricos
de aguas y de pastos naturales. Por alguna razón no se presentaron
enfermedades que aniquilaran ese ganado ni hubo sequías que lo
obligaran a irse de allí. Pasados veinte años, cuando
ya en la región occidental no había más seres humanos
que unos cuantos negros cimarrones, los valles, las sabanas y las laderas
de las montañas de esa parte de la isla estaban materialmente
llenos de ganado de pelo y de cerda. Hasta los perros salvajes abundaban,
descendientes de los que veinte años atrás usaban los
hateros de la región para perseguir las reses.
Y sucedía que en ese momento —esto es, hacia el 1624—
llegaba a su culminación un proceso de cambio de actitud de los
nacientes imperios de Europa en relación con el Caribe. Hasta
finales del siglo anterior esos imperios nacientes se habían
dedicado únicamente a asaltar los navíos que llevaban
riquezas a España, a golpear los establecimientos de la costa
del Caribe y a sustraer mediante el contrabando las riquezas que España
monopolizaba. Aquí conviene recordar que si España mantenía
el monopolio de esas riquezas era porque no había logrado desarrollar
una burguesía. Una burguesía española habría
sacado mucho más provecho, transformando en bienes de consumo
las riquezas americanas y vendiéndolas a su propio pueblo y a
Europa, que usando el oro del Perú y la plata de Méjico
en mantener ejércitos —compuestos en su mayoría
de aventureros alemanes e italianos a sueldo— combatiendo en toda
Europa. Una burguesía española productora y comercial
habría hecho innecesaria la actividad contrabandista de los holandeses
en el Caribe, porque hubiera dispuesto, a buen precio y con buena calidad,
de todos los artículos de consumo que reclamaban sus provincias
ultramarinas del Caribe.
Decíamos que los imperios nacientes de Europa ya no se conformaban
con apresar los navíos españoles que iban a América
cargados de plata, y ni siquiera se conformaban con ejercer el contrabando.
Esos imperios nacientes querían algo más; querían
territorios en que invertir los capitales que comenzaban a sobrarles
para producir en ellos los artículos tropicales que sus pueblos
consumían. Entre éstos, los más provechosos eran
el azúcar y el tabaco. La lucha iba a iniciarse en un nivel más
alto, pues.
Ya a fines del siglo XVl, cuando todavía no se habían
producido las despoblaciones de La Española, Inglaterra inició
la nueva etapa histórica. El 6 de junio de 1598, tres meses y
una semana antes de la muerte de Felipe II, surgió en aguas de
Puerto Rico una flota inglesa que comandaba George Clifford, conde de
Cumberland. Esa flota llegaba a conquistar la isla. El mismo día
de su llegada, Cumberland puso en tierra 1.000 hombres y les ordenó
marchar por el Oeste sobre la ciudad de San Juan; al día siguiente
destacó otra columna hacia el Escambrón para atacar por
retaguardia a los defensores del puente de San Antonio. La respuesta
de la plaza fue débil, y el día 19 el jefe inglés
entró en la ciudad, pero la halló desierta. La población
civil había huido a los bosques vecinos y los hombres de armas
se habían refugiado en El Morro, que defendía la entrada
del canal de la bahía. Cumberland dirigió sus cañones
hacia El Morro y comenzó a bombardearlo. El Morro capituló
el día 21, con lo que quedó libre el acceso a la bahía,
en la que entró la flota inglesa el día 22. Caída
San Juan, Puerto Rico estaba prácticamente conquistada.
Pero Puerto Rico no fue conquistada porque en esos momentos su población
estaba siendo castigada por una epidemia que en pocos días mató
a 500 ingleses. Cumberland mismo pudo haber muerto, y tal vez lo evitó
yéndose, como se fue, de la isla. Al irse se llevó todas
las pieles de reses y el jengibre que había en San Juan, y además
1.000 ducados en perlas que estaban a bordo de una carabela que había
llegado de Margarita poco antes. Cumberland dejó al frente de
sus fuerzas a John Berkley, pero como seguían muriendo ingleses,
Berkley abandonó San Juan el 23 de septiembre. La isla había
estado en poder de los ingleses exactamente doce semanas.
El segundo intento de conquista inglesa se produjo en el 1605, cuando
comenzaban las despoblaciones de La Española. En esa ocasión
un navio inglés que iba hacia la Guayana desembarcó 67
hombres en Santa Lucía, pero al cabo de unos meses habían
sido prácticamente exterminados por los caribes de las islas
vecinas. Sólo cuatro de los 67 volvieron a Inglaterra. En el
mes de abril de 1609 se hizo el tercer intento: unos 200 ingleses enviados
por una compañía de comerciantes de Londres llegaron a
la pequeña isla de Granada, del grupo de Barlovento, con el plan
de conquistarla. Pero los indios caribes de Granada les hicieron frente
con tanta decisión, que los pocos supervivientes decidieron abandonar
el lugar antes de enero de 1610.
La otra tentativa fue hecha inicialmente por los franceses, pero terminó
realizada por ingleses; así, en esta ocasión hallamos
reunidos en uno solo el primer intento francés y el cuarto inglés.
Se trata de la conquista de San Cristóbal (Saint Kitts), antesala
de la creación de esa original sociedad llamada de los bucaneros.
Piere Beelain, señor De Esnambuc, un francés que andaba
por el Caribe haciendo el corso, llegó a San Cristóbal
a reparar su navío, que había sufrido daños en
combate con un galeón español en los alrededores de las
islas Caimán. Eso sucedió en el 1623. Ya para entonces
había en San Cristóbal algunos franceses que habían
hecho amistad con los caribes de la isla. De Esnambuc fue bien recibido
por sus compatriotas y estuvo varios meses con ellos. Parece que el
corsario francés consiguió tabaco suficiente y que fue
a venderlo a Francia, adonde además iba con el propósito
de obtener recursos y autoridad para establecer en San Cristóbal
una colonia de Francia. Pero él iba y otros llegaban, pues el
28 de enero de 1624, actuando en nombre de un grupo de comerciantes
de su país, el capitán Thomas Warner inició la
colonización de San Cristóbal a favor de Inglaterra.
Los imperios nacientes de la Europa del siglo xvii no procedían
como lo había hecho la España del siglo XV y del siglo
XVI. La responsabilidad de conquistar América fue directamente
del Estado español, y en los primeros tiempos, cuando todavía
España era una suma de dos reinos y no un solo reino, los conquistadores
eran castellanos. Pero Inglaterra, Holanda y Francia eran países
de capitalismo desarrollado cuando empezaron a disputarle a España
las islas del Caribe, y sus conquistas comenzaron como operaciones comerciales
de compañías privadas, que financiaban la conquista y
la explotación del territorio conquistado y lo gobernaban durante
un tiempo. En todos los casos, desde luego, el Gobierno, o el rey, o
uno o más favoritos suyos tenían participación
en esas compañías como accionistas, a menudo principales.
En ciertas ocasiones la compañía que se organizaba para
hacer una conquista estaba desde el primer momento al servicio del Gobierno;
y al final desaparecieron todas las compañías comerciales,
fueran inglesas, francesas, holandesas o danesas, y los territorios
que ellas administraban pasaron a ser propiedad real o de la nación,
El caso de San Cristóbal, sin embargo, no era típico de
esos procedimientos, porque Warner salió hacia la isla financiado
por comerciantes, pero sin que éstos tuvieran todavía
la autorización real.
Warner, que llevaba sólo quince personas —entre ellas a
su mujer y a un hijo de catorce años—, encontró
en la isla a aquellos franceses que estaban allí a la llegada
de De Esnambuc. En los primeros días los franceses trataron de
levantar a los indios caribes contra los ingleses, pero el capitán
Warner se las arregló para ganarse la confianza de unos y otros,
y al cabo pudo dedicarse a construir un fuerte y a hacer una plantación
de tabaco.
Al comenzar el año de 1625 llegó a San Cristóbal
el señor De Esnambuc. En ese momento los caribes de las islas
vecinas se mostraban inquietos por la presencia de los europeos en San
Cristóbal, de manera que la llegada de De Esnambuc fue oportuna
porque reforzaba a los ingleses. La amenaza caribe persistió
todo el año. Al comenzar el mes de noviembre unos quinientos
indios llegaron a la isla en piraguas y los europeos tuvieron que combatir
juntos para rechazarlos; a finales de diciembre el número de
indios atacantes fue mayor. No debe extrañarnos, pues, que franceses
e ingleses llegaran a un acuerdo para convivir en San Cristóbal,
puesto que los dos grupos necesitaban apoyarse mutuamente.
De todos modos, el capitán Warner se fue a Inglaterra para obtener
del rey —Carlos I— una concesión para conquistar
y poblar San Cristóbal y algunas islas vecinas, y la concesión
le fue dada, desde luego que a favor de los comerciantes que habían
financiado su viaje. Warner fue nombrado teniente del rey, es decir,
gobernador de la concesión, y estaba de vuelta en San Cristóbal
en el mes de agosto de 1626. Poco después de su llegada tuvo
noticias de que los caribes de San Cristóbal estaban organizando
una rebelión, y entre ingleses y franceses hicieron una matanza
de indios que resultó memorable. Entre los muertos estaba Tegramón,
cacique de la isla. Corto tiempo después los caribes atacaron
a los franceses, pero fueron rechazados con tanta energía, que
de la raza de los caribes sólo quedaron en la isla algunas mujeres,
entre ellas una querida de Warner. Un hijo de Warner y de esa india
caribe se haría célebre después como jefe caribe
de la isla Dominica bajo el nombre del Indio Warner.
Hay autores ingleses que achacan a la matanza de Saint Kitts (San Cristóbal)
las numerosas rebeliones de los caribes en las islas Barlovento, que
duraron hasta fines del siglo xvui, y para sostener ese punto de vista
alegan que antes de las matanzas de Saint Kitts las relaciones de los
caribes y los ingleses en todas esas islas habían sido muy cordiales.
Se podría agregar que antes de los malos tratos sufridos a manos
de los españoles, también habían sido cordiales
las relaciones entre éstos y los indígenas en la mayoría
de los territorios del Caribe.
En el 1625, mientras Warner andaba por Inglaterra, los ingleses y los
franceses de Saint Kitts habían llegado al acuerdo de que los
primeros se establecerían en los dos extremos de la isla, hacia
el noroeste y hacía el sur, y los segundos en el centro. En 1627
Warner y De Esnambuc firmaron un tratado por el cual se confirmaba el
convenio de 1625 y se establecía que ambos grupos mantendrían
la paz en Saint Kitts si había guerra entre Inglaterra y Francia,
a menos que los Gobiernos de las dos metrópolis prohibieran expresamente
la neutralidad de sus nacionales.
En agosto de 1629 De Esnambuc, que había ido a Francia, volvió
con el cargo de gobernador para la parte francesa, seis buques armados
y muchos colonizadores. En ese año los ingleses de Saint Kitts
eran ya unos tres mil. Como no había fronteras demarcadas, algunos
de esos ingleses debieron tomar tierras que pertenecían a los
franceses, y De Esnambuc reclamó la devolución. Warner
estaba en Inglaterra y su hijo, de diecinueve años entonces,
que actuaba como gobernador, rechazó tres reclamaciones de De
Esnambuc y éste se impuso por la fuerza. Ese episodio determinó
cierta división entre las dos fuerzas ocupantes de la isla, y
precisamente en un mal momento, como veremos después.
A lo largo de los últimos años varios ingleses de Saint
Kitts se habían establecido en Nevis, una pequeña isla
vecina de Saint Kitts, hacía el Sur; otros ingleses que trataron
de colonizar Barbuda, al noreste de Saint Kitts, fueron rechazados por
los caribes de Barbuda y llegaron a Nevis, y así fue como Nevis
se convirtió en otra colonia inglesa al mismo tiempo que Saint
Kitts.
Habíamos dicho que De Esnambuc había retornado de Francia
en agosto y se había enzarzado en disputas con los ingleses de
Saint Kitts. Pues bien, en septiembre se presentó en Tas aguas
de Nevis una armada española de 35 grandes galeones y 14 navíos
mercantes armados en guerra, que estaba bajo el comando del almirante
don Fadrique de Toledo. Los españoles se lanzaron al ataque sobre
Nevis; los "sirvientes" blancos se negaron a combatir o se
pusieron al lado de los atacantes, y Nevis tuvo que rendirse. Don Fadrique
de Toledo apresó en Nevis cuatro navíos ingleses e impuso
a los habitantes la destrucción completa de sus propiedades,
aunque se comprometió a enviar a Inglaterra a cuantos quisieran
retornar a su país, y además se comportó con ejemplar
caballerosidad. Tan pronto liquidó la colonia de Nevis, Toledo
pasó a Saint Kitts y comenzó el ataque por el extremo
Este, es decir, en el territorio francés del sudeste. Un sobrino
de De Esnambuc murió en la lucha, y esto determinó la
victoria española. Los ingleses de Saint Kitts, que habían
participado en la lucha al lado de los franceses, tuvieron que rendirse
en iguales condiciones que los de Nevis. pero unos trescientos de ellos
huyeron a las montañas del interior. Los franceses del Noroeste,
que tenían a su disposición dos buques, se dirigieron
a la isla Antigua, pero como no pudieron desembarcar a causa de que
se presentó una tempestad, arribaron a San Martín, una
pequeña isla sin agua situada al norte de Saint Kitts.
Aquí dejamos la historia de Saint Kitts y de Nevis para reanudarla
a su tiempo, porque lo que nos interesa es contar lo que hicieron esos
franceses —entre los que al parecer iban algunos de otras nacionalidades—
que fueron a refugiarse en San Martín.
En los primeros días muchos de ellos
vagaron por las islas vecinas —Monserrate, Anguila, San Bartolomé
y Antigua—, pero otros se internaron más en las aguas del
Caribe y fueron a dar a un paraíso del trópico que tenía
una ventaja sobre el bíblico: cientos de miles de reses y de
cerdos vagaban por praderas de ricos pastos y entre bosques cruzados
por ríos cristalinos. Era la parte occidental de La Española.
El encuentro de esos hombres, que habían sido dispersados por
la violencia desatada en la frontera imperial, con las reses y los cerdos
salvajes de La Española, iba a dar nacimiento a la sociedad bucanera
y a la filibustera; de estas dos nacería Haití, y Haití,
ciento sesenta años después, iba a producir la revolución
más compleja que conoce la historia de Occidente e iba a convertirse
en el primer Estado negro de América y en la primera república
negra del mundo. Mientras tanto, la sociedad filibustera golpearía
a España en el Caribe con una fuerza increíblemente despiadada,
hasta dejarla exhausta, y cuando le llegó la hora de desaparecer,
el Caribe era diferente de lo que había sido hasta su aparición.
A todo eso dio lugar el contrabando.
Las reses y los cerdos de La Española fueron la causa económica
del origen de la sociedad bucanera. En realidad, tantos y tantos millares
de reses y de cerdos sin dueños equivalían a una mina
de oro gigantesca. Para tener una idea del valor de las reses en esa
época debemos recordar que cuando su número era menor
—y además tenían dueños—, los contrabandistas
iban desde Europa a La Española a buscar sus pieles. Las pieles
eran la moneda con que los pobladores de La Española pagaban
los artículos de los tratantes extranjeros. Las pieles tenían
entonces mucho uso en Europa; las industrias de zapatos, botas, guantes,
sombreros, sillas y frenos de caballo y fondos de asientos reclamaban
enormes cantidades de cueros. Para los contrabandistas, llevar pieles
a Europa era mejor negocio que llevar moneda.
Al dar con la mina de oro móvil de La Española, los emigrados
de Sant Kitts se dedicaron a cazar reses para vender las pieles y a
matar cerdos para secar las carnes. Los cueros y las carnes se vendían
a los buques de tratantes que pasaban por allí. Ahora bien, si
había carne para mantener una tripulación, y en los bosques
abundaban las maderas para hacer piraguas, era relativamente fácil
salir a la mar a asaltar barcos; de manera que los que no quisieron
dedicarse a la caza se dedicaron a la piratería. Otros prefirieron
sembrar, y podían vender sus productos a cazadores, a piratas
y a los barcos traficantes. Así fue como aquellos hombres quedaron
divididos en tres grupos, el de los cazadores —bucaneros—,
el de los piratas —filibusteros— y el de los agricultores
—habitantes—. Histórica y sociológicamente,
los "habitantes" carecen de interés, puesto que el
mundo estaba lleno de agricultores desde hacía miles de años.
El caso de los otros dos grupos es diferente.
Los bucaneros establecieron en el oeste de Santo Domingo una sociedad
única en la historia del Occidente moderno; una sociedad libre,
sin códigos, sin autoridades y, sin embargo, tranquila; algo
extraordinario en una época de violencias como era el siglo XVII
y en una frontera imperial disputada a cañonazos por varios países,
como era el Caribe. Hasta ahora, ni los historiadores ni los sociólogos
han visto a la sociedad bucanera tal como fue, y la confunden con la
sociedad filibustera, a pesar de que entre una y otra había una
enorme diferencia, como del día a la noche. Es verdad que las
dos nacieron a un tiempo, pero la segunda, que hasta cierto punto fue
hija de la primera, era una hija que tenía muy poco en común
con la madre.
La sociedad bucanera no se dedicaba a la guerra ni tenía nada
que ver con ella. Su actividad se limitaba a matar reses, secar los
cueros, cazar cerdos para alimentarse y secar la carne sobrante para
venderla, junto con las pieles de res, a los buques de comercio y de
corso. La sociedad filibustera, en cambio, estaba compuesta por hombres
de armas, fieras de mar. Los filibusteros del Caribe fueron los verdaderos
piratas; no lo fueron los corsarios del siglo anterior, Hawkins, Drake
y otros de su estirpe. El corsario era un soldado del mar que servíalos
intereses de su país. Pero el filibustero no tenía patria.
El filibustero mataba para robar. El filibustero era un hombre en guerra
contra la humanidad.
Los que han estudiado ese punto de la Historia —lleno de atractivos
para historiadores y sociólogos— han cometido a menudo
el error de confundir a los bucaneros —cazadores de reses y mercaderes
de carne y cueros— con los filibusteros —bandoleros del
mar— por dos razones principales: porque ambas sociedades tuvieron
en la Tortuga lo que podríamos llamar su capital, una como plaza
comercial y otra como cuartel general, y porque las depredaciones de
los piratas extendieron por todo el orbe el prestigio siniestro de los
filibusteros y de su capital, la Tortuga, de manera que la nombradía
del filibusterismo envolvió al bucanerismo. Pero la verdad es
.que si ambas sociedades tenían una misma capital en la Tortuga,
la de los bucaneros operaba en las tierras de La Española (Santo
Domingo) y la de los filibusteros en el mar de los caribes; los primeros
formaban una sociedad de tierra y los segundos una sociedad de mar,
y sólo coincidían, en tanto sociedades, en tener una capital
común. Se ha dado el caso de que algunos autores de libros sobre
la materia confunden a unos y a otros y llaman a los bucaneros filibusteros.
Hay diccionarios en que las dos palabras aparecen como sinónimas,
y no lo son. Esta confusión parece ser más común
en lengua inglesa, así como en la española abunda la confusión
entre corsarios y piratas. Sin duda podemos hallar unos cuantos casos
de bucaneros que se convirtieron en filibusteros, sobre todo después
que la sociedad bucanera quedó extinguida, pero ese paso de una
sociedad a otra era siempre un acto individual, que no afectaba a la
sociedad bucanera en su conjunto. Las dos sociedades fueron fenómenos
diferentes.
La sociedad bucanera tenía hábitos, pero no código
escrito; la sociedad filibustera tenía hábitos y además
un código, la "chasse-partie", en que se estipulaba
en detalle la parte de botín que le tocaría a cada miembro
de la tripulación de un navío filibustero que hiciera
presas de mar o saqueara una ciudad, y lo que les tocaría a los
mutilados, según fuera la mutilación.
En la sociedad filibustera no había esclavos, puesto que gente
forzada podía ser peligrosa a la hora de combatir, y la guerra
era la actividad fundamental de los filibusteros. Cuando éstos
cogían esclavos los tomaban para venderlos, como hacían
con todo lo que apresaban. En cambio en la sociedad bucanera había
cierto grado de esclavitud. Cada bucanero tenía por lo menos
un "comprometido" o sirviente, que se compraba por tres años.
Los "comprometidos" —generalmente europeos, y la mayoría
franceses— no eran miembros de la sociedad bucanera, porque no
eran bucaneros. Tal vez algunos pasaban a serlo después de haber
cumplido su contrato de venta, y en ese caso buscarían también
"comprometidos". Si había bucaneros con dos o más
"comprometidos", debían ser raros; generalmente tenían
uno. Esto se explica porque la sociedad de los bucaneros estaba compuesta
por hombres que aspiraban a vivir, no a enriquecerse. Los "comprometidos”
eran una forma de esclavitud atenuada si se la compara con la de los
negros y los indios de esos mismos tiempos, pero era esclavitud, y ésa
es la única mancha que tenía la sociedad de los bucaneros
en tanto sociedad de hombres libres.
Fuera de esa mancha, los bucaneros formaban un grupo social notable
por su originalidad. Resulta difícil concebir, en el E mundo
de esos años —y aun hoy— algo parecido. Que hombres
rudos, incultos, que se ganaban la vida con un trabajo primitivo, pudieran
vivir pacíficamente, sin leyes, y sin autoridades, sin un poder
que les impusiera temor, es algo difícil de creer. Y, sin embargo,
eso existió en el siglo XVII, en una porción de esa frontera
de armas que se llama el Caribe.
Consideramos innecesario ofrecer detalles acerca de bucaneros y filibusteros.
La historia de esas dos sociedades, el relato de sus actividades y su
funcionamiento son ampliamente conocidos a través de la obra
de Alexandre Olivier Oexmeíin, que fue "comprometido"
de un bucanero y después cirujano de varias expediciones filibusteras.
El libro de Oexmeíin ha sido publicado en todo o en parte numerosas
veces en varias lenguas, y no vamos a repetir aquí lo que puede
leerse en Oexmeíin. Pero debemos explicar por qué razones
la sociedad de los filibusteros vino a ser más numerosa que la
de los bucaneros, y qué papel jugó la isla de la Tortuga
en la historia de esas dos sociedades. Para tener una idea de cómo
fue fortaleciéndose la sociedad filibustera, a expensas de la
bucanera y a causa de la atracción que ejercía por sí
misma sobre hombres de alma violenta, debemos tomar en cuenta la situación
de Europa en aquellos tiempos. En Europa se llevaba a cabo desde el
1618 la guerra de los Treinta Años, en la cual llegó a
participar España, y los enemigos de España iban a atacarla
en el Caribe; de manera que en el Caribe abundaban los corsarios anti-españoles,
que reclutaban para sus tripulaciones a cuanto aventurero se les ofreciera.
Por otra parte, las excelencias de la sociedad bucanera —entre
las cuales una muy importante era la vida primitiva que hacían
sus miembros— llenaron de ilusiones a muchos aventureros de Europa
—especialmente de Francia—, que corrieron a establecerse
en ese nuevo paraíso; muchos de ellos se hallaron incómodos
en esa sociedad tranquila que habían formado los bucaneros, y
prefirieron dedicarse al filíbusterismo. Sucedió también
que el activo comercio que hacían los bucaneros con los navíos
europeos que navegaban por el Caribe atrajo a los piratas y corsarios
que pululaban por esas aguas, puesto que también ellos necesitaban
comprar cosas y vender lo que robaban; y muchos de ellos acabaron sumándose
a la sociedad filibustera. A mediados del siglo arribaron a La Tortuga
—que era al mismo tiempo, y no debemos olvidarlo, capital de bucaneros
y filibusteros— un gran número de hombres que se habían
acostumbrado en la guerra de los Treinta Años a la dura vida
del soldado y a los pillajes habituales de la época; que ya no
podían vivir en un ambiente de paz, y la guerra había
terminado en 1648.
De todo eso resultó que los filibusteros acabaron siendo más
que los bucaneros. Pero además hubo dos poderes y, por cierto,
enemigos —el español y el francés— que se
propusieron acabar con la sociedad bucanera, lo que no sucedía
en el caso de la sociedad filibustera. Al contrario, la sociedad filibustera
fue ayudada a mantenerse entre otras razones porque rendía al
gobernador de la Tortuga dividendos que nunca podía ofrecer la
de los bucaneros.
La sociedad bucanera parece haber conservado sus valores fundamentales
hasta el día de su extinción; en cambio, lo que se transformó
pronto en un antro de desalmados —y en un sitio disputado a muerte
por españoles, franceses e ingleses— fue la Tortuga. La
Tortuga sólo comenzó a tener importancia —e historia—
cuando los bucaneros hicieron de ella su plaza comercial, probablemente
en el año de 1630.
La Tortuga era una isla pequeña, situada sobre la costa noroeste
de La Española y a sólo dos leguas de ésta. En
la costa del Sur había un buen puerto natural, bien abrigado
y fácil de defender, que era, además, la única
entrada de la isla. Aunque rocosa, la Tortuga era fértil, con
buenas aguas de manantiales, y tenía algunos valles. En suma,
La Tortuga era una pequeña joya del mar y era también
una fortaleza natural colocada junto a La Española, como un puesto
avanzado. Geográficamente no se hallaba en el Caribe, pero política
e históricamente pertenecía a él. La Tortuga es
hoy una dependencia de Haití; sin embargo, Haití es una
hija de la Tortuga; o dicho con más propiedad, la : capital de
los bucaneros y los filibusteros fue la cuna de Haití. ¡
, Cuando los bucaneros llegaron a La Española trataron de hallar
un sitio que sirviera de almacén para sus cueros y sus carnes
y que al mismo tiempo dispusiera de un puerto seguro en el que pudieran
entrar los buques de los comerciantes del mar. Ese almacén-puerto
fue la Tortuga. Allí encontraron los bucaneros una guarnición
española compuesta de un alférez y 25 soldados que vivían
sin ninguna relación con las autoridades de Santo Domingo, de
manera que se alegraron de dejar la Tortuga en manos de los recién
llegados cuando éstos les dijeron que iban a quedarse en la pequeña
isla y que si era necesario lo harían a la "fuerza. Como
los bucaneros operaban en los territorios de La Española que
quedaban frente a la Tortuga, muchos de ellos hicieron viviendas en
la islita para habitarlas cuando no estuvieran cazando.
Para los bucaneros —y seguramente también para los "habitantes",
aunque éstos llamaron poco la atención de los que escribieron
sobre buscadores y filibusteros, y, por tanto, no hay datos que lo confirmen—
la Tortuga se convirtió en "su" plaza comercial. Ahí
llevaban sus cueros y sus carnes; ahí iban los buques ingleses,
franceses y holandeses a trocar artículos de Europa por esos
cueros y por esa carne. Después, a medida que el número
de filibusteros fue aumentando y con ellos fue aumentando el producto
de sus saqueos en mar y tierra, esa plaza comercial de los bucaneros
fue convirtiéndose en punto de reunión de los filibusteros
y acabó siendo su cuartel general.
La Tortuga era sólo la capital comercial de los bucaneros —año
de 1631— cuando los ingleses de Providencia, tal vez por consejo
de los corsarios y mercaderes holandeses que iban a Providencia, enviaron
una pequeña expedición para tomarla y la rebautizaron
con'el nombre de la isla de la Asociación. Uno de los oficiales
que salió de Nevis cuando se produjo el ataque de don Fadrique
de Toledo dos años antes, el capitán Anthony Hilton, fue
designado gobernador de Asociación, y varios negros apresados
en buques españoles fueron llevados a la Tortuga por los ingleses.
Algunos ingleses se unieron a los bucaneros y agregaron a la cacería
de reses el corte de maderas, para lo cual utilizaban a los esclavos
negros. Tres años después la Tortuga tenía una
población de unos seiscientos blancos, unas cuantas mujeres y
niños y los esclavos africanos.
En diciembre de 1634 las autoridades españolas de Santo Domingo
organizaron un ataque de sorpresa a la Tortuga, mataron a todo el que
encontraron en la isla y destruyeron las propiedades. Los negros esclavos
huyeron a los bosques de La Española. Pero como los españoles
no dejaron guarnición en la isla, unos trescientos ingleses que
procedían de Nevis llegaron a la Tortuga en 1635, rescataron
a los esclavos y los mandaron a Providencia. Los pobladores de la Tortuga
volvieron a hacer su vida de antes, bajo el mando del nuevo gobernador,
el inglés Nicolás Riskinner.
Por alguna razón que todavía no conocemos, los ingleses
comenzaron a abandonar la Tortuga a principios de 1637, y en 1638 sólo
quedaban en ella algunos franceses. Ese año de 1638 volvieron
las autoridades españolas de Santo Domingo a desatar otro ataque
sobre la isla y volvieron a aniquilar a los que encontraron en ella.
Sin embargo, después de ese último ataque —que,
como sucedía, siempre, no fue seguido de una ocupación
española— la Tortuga fue repoblándose, también
con franceses e ingleses, pero más de los primeros que de los
segundos, a pesar de lo cual un inglés, de quien sólo
sabemos que se llamaba Willis, gobernaba la isla de facto. Un viajero
de la Tortuga que pasó por San Cristóbal informó
de esa situación al capitán general francés de
San Cristóbal, Lonvilliers de Poincy. De Poincy, que tenía
el cargo de lugarteniente general del rey de Francia para las islas
francesas de América, designó gobernador de la Tortuga
a su amigo el capitán Le Vasseur. Pero Le Vasseur tenía
que conquistarla isla, porque el inglés que la gobernaba no iba
a obedecer una orden de un funcionario francés. Le Vasseur reunió
unos cuantos amigos, se fue con ellos a Puerto Margot —que estaba
en la costa, frente a la Tortuga— y allí se mantuvo tres
meses, que dedicó a reunir hombres e información para
su ataque a la Tortuga. El 31 de agosto de 1540 Le Vasseur arribó
a la isla, que tomó fácilmente. Fue a partir de entonces
cuando la Tortuga comenzó a convertirse en cuartel general de
los filibusteros del Caribe. Los bucaneros seguirían utilizándola
como plaza comercial, pero ya no sería únicamente la capital
comercial de la sociedad bucanera.
Le Vasseur no era católico, sino hugonote —es decir, protestante
de la secta calvinista—, naturaleza fanática, que no permitía
el culto católico en la Tortuga; hombre audaz y al mismo tiempo
temeroso de sus enemigos. Ingeniero excelente, hizo en la isla fortificaciones
estupendas, tan sólidas y tan bien dispuestas, que los españoles
de Santo Domingo no pudieron tomarla cuando atacaron la Tortuga en 1643
con 1.000 hombres y 10 navíos. En esa ocasión los españoles
se retiraron después de haber tenido más de cien muertos.
Dentro de las fortificaciones, en la parte alta, estaba la casa del
gobernador. Para llegar al interior de esa fortaleza había que
usar una escalera de hierro que sólo se echaba desde adentro.
Un manantial del grueso de un brazo quedaba en el recinto fortificado.
Le Vasseur vivía con un lujo deslumbrante; comía en vajilla
de plata, asistido por una servidumbre numerosa. Para sostener ese fasto
cobraba impuestos altísimos, tanto a las pieles de los bucaneros
como a lo que llevaban los filibusteros a la isla, así como a
lo que vendían los mercaderes que visitaban la Tortuga. Además
de esos impuestos, cobraba un diez por ciento de todo lo que los filibusteros
reunían en sus saqueos de ciudades y barcos españoles.
El señor de la Tortuga reclamaba un orden riguroso en todo. En
la isla no podía moverse una hoja de árbol sin su autorización.
Se dice que tenía una prisión con aparatos de tortura,
y que uno de ellos era una jaula de hierro donde el preso no podía
estar ni acostado ni sentado ni de pie. De Poincy, el lugarteniente
general del rey, llegó a temer que Le Vasseur se declararía
independiente, pues el gobernador no atendía a sus requerimientos.
Así, pues, De Poincy se puso de acuerdo con el caballero de De
Fontenay, un marino francés de nombre que andaba por el Caribe
haciendo el corso, para que De Fontenay conquistara la Tortuga a cambio
de que le diera a De Poincy la mitad de todo lo que hallara en la isla.
El acuerdo entre De Poincy y De Fontenay se firmó el 29 de mayo
de 1652, lo que da idea de que Le Vasseur estuvo gobernando la capital
de los filibusteros como amo absoluto durante doce años.
De Fontenay salió hacia la Tortuga, pero antes de llegar se enteró
de que Le Vasseur había sido asesinado por un hijo adoptivo suyo
y un grupo de siete u ocho aventureros que le ayudaron en el crimen.
Tan pronto se supo en los territorios vecinos que Le Vasseur había
muerto comenzaron a retornar a la Tortuga los antiguos pobladores que
la habían abandonado debido a la dureza del gobierno de Le Vasseur.
De manera que la pequeña isla iba viento en popa por los últimos
días del año 1653; y de pronto, el 10 de enero de 1654
cayeron sobre ella fuerzas enviadas por las autoridades españolas
de Santo Domingo.
El ataque comenzó con un desembarco hecho el día 10, y
continuó sin cesar hasta el 18, cuando De Fontenay aceptó
rendirse. El día 20, el gobernador y sus hombres —unos
quinientos— desfilaron, a todo honor, hacia el puerto, donde tomaron
barcos cedidos por el jefe atacante. Un hermano de De Fontenay, joven
de dieciocho años, y un capitán quedaron en rehenes. Los
vencedores encontraron en la Tortuga esclavos indios, de un grupo de
mayas que había sido secuestrado por filibusteros que atacaron
Campeche en el 1652.
Después de la victoria, y aleccionados por lo que sucedía
cada vez que tomaban la isla y la abandonaban, los españoles
dejaron una guarnición de 150 hombres. Fue una buena idea, porque
el 15 de agosto de 1654 llegaba De Fontenay a las aguas de la Tortuga
y el día 24 desembarcó fuerzas con el propósito
de tomarla. En esa ocasión la lucha duró una semana, pero
De Fontenay tuvo que retirarse sin haber logrado nada. Cuando las autoridades
de Santo Domingo supieron lo que estaba pasando en la Tortuga despacharon
refuerzos navales y un navio de esos refuerzos apresó uno de
los barcos del ex gobernador francés. La mayor parte de los 50
hombres que iban a bordo fueron muertos en el acto. El barco era holandés,
por donde podemos ver cuánta gente se unía en la lucha
contra España en el Caribe.
Pero como había sucedido antes tan a menudo, la doble victoria
no condujo a nada. El 26 de junio de 1655 el jefe de las fuerzas destacadas
en la Tortuga recibió orden de desmantelar la artillería
y abandonar la isla. Un poderoso contingente inglés había
atacado en el mes de abril la ciudad de Santo Domingo y tal vez las
autoridades españolas pensaron que iba a haber otro ataque y
que convenía tener la gente de armas en la capital de la isla.
De todos modos, el jefe de la guarnición de la Tortuga respondió
que no tenía con qué llevar la artillería a Santo
Domingo, y el 4 de agosto se le respondió que si no podía
transportarla que la enterrara. Eran 70 cañones, cuatro de ellos
de bronce, y con ese armamento la Tortuga podía resistir cualquier
ataque. Se enterró la artillería, los españoles
jamás volvieron a pisar tierra de la Tortuga, y al perderse esa
isla diminuta se sembró la semilla para que se perdiera la tercera
parte de La Española, que después pasó a manos
de Francia.
En el mes de diciembre de 1656 el gobernador de Santo Domingo informaba
a Felipe IV que tan pronto salió la guarnición española
de la Tortuga, "a la vista della, luego por otra parte entró
por el puerto un lanchón de franceses y oy se ha savido que la
tiene ocupada, cultivada con sementeras y fortificada y lo que es peor
con nuestras armas y pertrechos". Parece, sin embargo, que no eran
franceses, sino ingleses, y que no fueron tan pronto como decía
el informe al rey. Se trataba de un grupo encabezado por Elias Watts,
que había salido con su familia y diez o doce personas más
de Jamaica, que era posesión inglesa desde el mes de mayo del
año anterior. Watts montó cuatro cañones sobre
las ruinas del fuerte que había construido Le Vasseur y en poco
tiempo se reunieron en la Tortuga unas ciento cincuenta personas, entre
ingleses y franceses. El gobernador de Jamaica designó a Watts
gobernador de la Tortuga, y así volvió la capital de los
filibusteros, aunque por pocos años, a ser tierra inglesa. Probablemente
a Watts le sucedió su yerno James Arundell, aunque este punto
no está claro.
Bien porque hubiera más filibusteros franceses que ingleses,
bien porque los filibusteros ingleses comenzaban ya a operar desde Jamaica,
bien porque en la Tortuga volvieron a vivir muchos bucaneros de la costa
de La Española; es el caso que a poco de estar la Tortuga bajo
gobierno de un inglés había más franceses que ingleses
establecidos en la isla. Un gentilhombre francés, Jeremías
Deschamps, señor Du Rausset, que había vivido en la Tortuga
bajo los gobiernos de Le Vasseur y de De Fontenay, se las arregló
para que Luis XIV le nombrara en diciembre de 1656 gobernador de la
isla. Pero el nombramiento del rey de Francia no tenía validez
ante las autoridades inglesas, de manera que Du Rausset se fue a Inglaterra
a obtener que se le reconociera como gobernante de la Tortuga y a ofrecer
que él gobernaría a nombre de los ingleses. Fue poco antes
de que Du Rausset consiguiera lo que se proponía cuando se produjo
el ataque filibustero a Santiago de los Caballeros, la segunda ciudad
en importancia de la parte este de La Española.
Unos cuatrocientos filibusteros salidos de la Tortuga en cuatro buques
entraron por Puerto Plata, en la costa norte de la parte española
de la isla, se encaminaron a Santiago y sorprendieron al gobernador
de la plaza mientras dormía. Después de hacerlo preso
saquearon la ciudad, de donde se llevaron hasta las campanas y los cálices
de las iglesias, y se dirigieron hacia la costa con el gobernador y
varios vecinos importantes, a quienes llevaban para exigir rescate.
La voz corrió por las vecindades de Santiago y acudió
mucha gente armada que interceptó la marcha de los filibusteros.
Después de un combate en que los invasores tuvieron varios muertos
y heridos, dejaron en libertad a los prisioneros, alcanzaron sus navíos
y retornaron a la Tortuga.
Ese ataque fue en la Semana Santa de 1659. El mismo año —hay
quien dice que en 1660—, Du Rausset consiguió que el coronel
Doyley, gobernador de Jamaica, aceptara sus proposiciones. Y así
pasó la Tortuga a ser gobernada de nuevo por un francés.
Pero sucedió que Du Rausset comenzó a despachar autorizaciones
de corso a varios filibusteros, por lo que Doyley le llamó la
atención, a lo que respondió que él podía
hacerlo porque tenía autorización del rey de Francia,
e inmediatamente después de ese desplante proclamó el
poder francés sobre la isla, lo que no le produjo dolores de
cabeza en la Tortuga dado que allí había más franceses
que ingleses. Ni corto ni perezoso, el coronel Doyley envió autorización
para que James Arundell prendiera a Du Rausset, y como éste no
se hallaba en la Tortuga porque andaba en viaje por la isla de Santa
Cruz, Arundell hizo preso al sobrino, el señor De la Place, a
quien Du Rausset había dejado al frente del gobierno. Pero los
franceses de la isla se levantaron contra Arundell, lo prendieron y
lo despacharon para Jamaica.
Los ingleses no se conformaron con ese fracaso. El 16 de diciembre de
1662 el teniente gobernador de Jamaica, Lyttleton, ordenó que
la fragata Charles, al mando del capitán Robert Munden, saliera
para la Tortuga con el coronel Samuel Barry y el capitán Langford.
La misión de esos hombres era conquistar la isla, pero hay razones
para creer que debían hacerlo sin usar la violencia. Esto se
debía sin duda a que en la Tortuga vivían varios ingleses.
Parece que alguno de los ingleses que residían en la Tortuga
había convencido al gobierno de Jamaica de que la gente estaba
cansada de Du Rausset y quería volver a ser inglesa. Es el caso
que cuando la fragata Charles llegó a la Tortuga el 30 de enero
de 1663 encontró a los franceses dispuestos a resistir. Un testigo
dijo que el coronel Barry ordenó al capitán Munden que
disparara, y que éste se negó. La fragata de Munden condujo
a Barry a la costa de La Española y allí lo abandonó.
Barry llegó a Jamaica el 1 de marzo a bordo de una balandra.
Mientras esto sucedía, Du Rausset, que se había trasladado
a Francia para curarse de una enfermedad que había adquirido
en la Tortuga, creyendo que el Gobierno francés iba a desconfiar
de él, se puso al habla con los ingleses y les ofreció
entregarle el gobierno de la Tortuga —en la que había quedado,
como sucesor temporal suyo su sobrino De la Place—, a cambio de
6.000 libras esterlinas. Eso lo supo el Gobierno francés, y Du
Rausset fue a dar a la Bastilla, la terrible prisión de Estado;
y de la Bastilla sólo pudo salir cuando aceptó vender
sus derechos en la isla por 15.000 libras francesas. La compradora fue
la Compañía Francesa de la Indias Orientales, formada
por el Gobierno francés a mediados de ese año. El contrato
de venta está fechado el 15 de noviembre de 1664. Esa negociación
demostraba que Francia no estaba dispuesta a dejar que la Tortuga saliera
otra vez de sus manos.
El señor De la Place, sobrino de Du Rausset, se mantuvo al frente
del gobierno de la isla hasta que lo entregó a Bertrand de Oregón,
el día 6 de junio de 1665. Con De Oregón, que conocía
a los bucaneros y había convivido con ellos, llegó a la
Tortuga un enemigo encarnizado de la sociedad original. Y esto tiene
una explicación fácil.
De Oregón vivía en La Española y desde allí
solicitó la gobernación de la Tortuga. Cuando le llegó
el cargo tenía ya la idea de extender el gobierno de la pequeña
isla al territorio que los bucaneros, los filibusteros y los "habitantes"
llamaban Tierra Grande, esto es, el occidente de La Española.
Pero De Oregón sabía que iba a encontraren los bucaneros
una fuerte oposición a sus planes. La sociedad bucanera era libre;
no tenía ni quería un gobierno; estaba compuesta por hombres
duros, bien armados; hombres que eran, uno por uno, señores de
sí mismos. Para lograr lo que se proponía, De Oregón
tenía que destruir la sociedad bucanera. Por eso comenzó
a luchar contra los bucaneros tan pronto llegó a la gobernación
de la Tortuga; e inició esa lucha con una campaña de descrédito
de los bucaneros dirigida a París. Así, el 20 de junio
de 1655, menos de dos meses después de pasar al gobierno de la
Tortuga, escribió a Francia afirmando que los bucaneros eran
sólo unos ochocientos, que 'Viven como salvajes, sin reconocer
a nadie y sin aceptar jefes entre sí, haciendo mil fechorías".
Cualquiera puede creer que el hombre que se expresaba así era
un dechado de virtudes, pero Bertrand de Oregón participaba en
un diez por ciento de los beneficios que hacían los filibusteros
en su carrera de crímenes, prestaba sus almacenes para que se
guardaran en ellos las mercancías robadas en los saqueos de buques
y de establecimientos españoles y en una ocasión envió
a dos sobrinos suyos, recién llegados de Francia, a piratear
con el Olonés, uno de los filibusteros más desalmados,
engendro de los perores infiernos, que conocieron las aguas del Caribe.
Alexandre Oliver Oexmelin, que llegó a la Española un
año después de haber escrito De Oregón la carta
que hemos mencionado, describe la vida y los hábitos de los bucaneros
en un libro que no ofrece dudas acerca de su veracidad. Oexmelin no
dice en ningún momento que los bucaneros cometieran fechorías.
De Oregón les hace a los bucaneros un solo cargo, el de que "han
robado varias embarcaciones, holandesas e inglesas, y con ello nos han
causado muchos desórdenes aquí”. Parece que lo que
pretendió decir el gobernador de la Tortuga en ese párrafo
fue que los bucaneros habían robado algo que llevaban los buques,
puesto que era imposible que se llevaran los buques completos, pero
no dice cuáles fueron esas embarcaciones ni qué fue lo
robado. Oexmelin no refiere un solo acto de bandolerismo cometido por
los bucaneros, aunque habla de casos de abuso personal de algún
que otro bucanero contra su "comprometido" o sirviente, y
sin duda esos abusos ocurren dondequiera que hay seres humanos.
La clave de las acusaciones del gobernador De Oregón estaba en
la frase donde dice que los bucaneros no aceptaban jefes y en los párrafos
finales de la carta mencionada. En esos párrafos le pedía
a Luis XIV que expidiera una orden para hacer salir de La Española
a todos los bucaneros y que se les "prohibiese" —bajo
pena de muerte— habitar dicha isla española y se les ordenara
retirarse de allí en el plazo de dos meses para pasar a la Tortuga.
Más adelante agregaba que "por esta misma orden debería
prohibirse a todos los capitanes de navíos mercantes, y otros,
negociar ni vender a los dichos franceses que se llaman bucaneros y
que viven en la costa de la isla Española bajo pena de la confiscación
de las naves y de las mercancías. Esta orden debería ser
notificada a los receptores o comisionados de las oficinas de las ciudades
marítimas de Francia, a fin de que les permita confiscar todas
las mercancías hechas por los dichos bucaneros de la isla Española".
El gobernador terminaba diciendo: "Esto les obligaría a
retirarse completamente de donde están y a pasarse a la Tortuga,
que en poco tiempo se haría muy importante." Estas últimas
palabras denuncian a las claras las ideas del gobernador.
Era evidente que entre los filibusteros y los bucaneros el señor
De Oregón prefería a aquéllos. Fue a los filibusteros
de la Tortuga a quienes confió el ataque de 1667 a Santiago de
los Caballeros. Esa ciudad de la parte este de La Española había
sufrido un ataque filibustero en 1659, como hemos dicho en éste
capítulo, y ocho años después padeció el
que organizó De Oregón. Suponemos que este ataque fue
una consecuencia de la llamada guerra de la Devolución, que había
desatado Luis XIV contra España, pero no conocemos ni el día
ni el mes en que se llevó a cabo; sólo sabemos que los
filibusteros salieron de la Tortuga, que entraron en la parte española
por Puerto Plata y que cuando llegaron a Santiago encontraron la ciudad
despoblada porque los habitantes supieron a tiempo la noticia de lo
que se acercaba y la abandonaron llevándose todo lo que tuviera
algún valor. No hay detalles de cómo se comportaron los
invasores en esa ocasión, pero debemos suponer que no tuvieron
una conducta angelical.
La lucha del señor De Oregón con los bucaneros no resultó
fácil. En agosto de 1670 se presentaron en la costa noroeste
de La Española dos buques holandeses comandados por Pittre Constant
y Pierre Marq —que suenan como nombres franceses— y dieron
aviso de que llegaban a comprar cueros. Los dos navíos estuvieron
haciendo trueques en varios puntos de la costa, lo que indica que ya
para ese año los bucaneros no llevaban sus pieles ni su carne
a la Tortuga. De Oregón envió un mensaje a los capitanes
diciéndoles que no podían hacer comercio allí porque
el comercio estaba monopolizado por la Compañía Francesa
de las Indias Occidentales. Los bucaneros, asociados a los "habitantes"
de la región —que también tenían algo que
venderles y comprarles a los dos navíos—, se burlaron de
las órdenes del gobernador y siguieron negociando con los holandeses.
De Oregón quiso impedirlo, y lo que logró fue provocar
desórdenes que se extendieron a varios lugares de la costa. Ante
esa situación el gobernador se trasladó al lugar de los
motines y en Petit-Goave fue recibido a tiros, y hubiera sido muerto
si no hubiera decidido retirarse a la Tortuga. Parece que en esa ocasión
el gobernador solicitó la ayuda de Henry Morgan, el afamado pirata
inglés, que se hallaba en tales momentos en la isla de la Vaca,
situada frente a la costa sudoeste de La Española, organizando
su truculento ataque a Panamá.
La rebelión de los bucaneros afectó a De Oregón.
Los rebeldes fueron amnistiados por Luis XIV en el mes de octubre de
1671, y en ese mismo mes De Oregón escribía al gobernador
general de las islas francesas de Barlovento diciéndole que la
colonia se hallaba en un estado de desorden general; que nadie respetaba
las disposiciones de la Compañía sobre el monopolio del
comercio, que los ingleses traficaban con los bucaneros sin restricción
alguna. Al mismo tiempo le proponía al rey mudar la colonia a
la Florida, a las Lucayas o las islas del golfo de Honduras.
A partir de ese momento la vida de Bertrand de Oregón entró
en un período de infortunios que terminaría con su muerte.
Al estallar en 1672 la guerra de Francia y Holanda, la lucha fue a reflejarse
en las posesiones de ambos países en el Caribe, de manera que
los franceses atacaron de inmediato los .territorios de Holanda en la
región. Uno de esos territorios era Curazao, que había
pasado a poder de Holanda en el 1634. El señor De Baas, gobernador
general para las islas francesas de Barlovento, organizó un ataque
a Curazao y le pidió a De Oregón que tomara parte en ese
ataque. De Oregón salió de la Tortuga hacia Curazao con
varios navíos y 400 hombres, pero cuando pasaba frente a Puerto
Rico, cerca de Arecibo, naufragó y cayó con toda su gente
en manos de las autoridades españolas de la isla. De Oregón
pudo fugarse y hacerse a la mar en una canoa, y a duras penas pudo llegar
a Samaná, en la costa este de La Española. De Samaná
pasó a la Tortuga, donde llegó muy enfermo a causa de
los trabajos que había padecido.
El 7 de octubre de 1673 el gobernador salió de la Tortuga con
500 hombres. Se dirigía a Puerto Rico con la idea de rescatar
a sus compañeros, que permanecían en prisión; pero
volvió a naufragar frente a Samaná. A pesar de ese tropiezo
pudo llegar a Puerto Rico; cañoneó la costa y echó
hombres a tierra, pero tuvo que reembarcarlos después de haber
perdido unos cuantos, porque en Puerto Rico conocían sus planes
y estaban esperando el ataque. El resultado de esa expedición
fue que el gobernador de Puerto Rico, temeroso de una nueva agresión,
ordenó la muerte de todos los prisioneros franceses.
Bertrand de Oregón murió en París, el 31 de enero
de 1676, sin alcanzar a ver el final de la sociedad de los bucaneros.
Pero ya esa sociedad estaba en proceso de extinción. De la rebelión
bucanera de 1670 se deduce que para ese año la Tortuga había
dejado de ser la capital comercial de los cazadores de reses. No creemos
que esto se debiera al hecho de que la isla-fortaleza se había
convertido en la capital de la sociedad filibustera, sino a que la matanza
de ganado debía necesariamente llevar a los bucaneros cada vez
más lejos, cada vez más adentro en las tierras de La Española,
y como es lógico, si hallaron otro puerto más cercano
a ellos para negociar con los navíos compradores, concentrarían
en ese puerto sus cueros y sus carnes.
Mientras tanto, la Tortuga quedó como la capital de la sociedad
filibustera, que alcanzó bajo el gobierno de Bertrand demanera
que los franceses atacaron de inmediato los .territorios de Holanda
en la región. Uno de esos territorios era Curazao, que había
pasado a poder de Holanda en el 1634. El señor De Baas, gobernador
general para las islas francesas de Barlovento, organizó un ataque
a Curazao y le pidió a De Oregón que tomara parte en ese
ataque. De Oregón salió de la Tortuga hacia Curazao con
varios navíos y 400 hombres, pero cuando pasaba frente a Puerto
Rico, cerca de Arecibo, naufragó y cayó con toda su gente
en manos de las autoridades españolas de la isla. De Oregón
pudo fugarse y hacerse a la mar en una canoa, y a duras penas pudo llegar
a Samaná, en la costa este de La Española. De Samaná
pasó a la Tortuga, donde llegó muy enfermo a causa de
los trabajos que había padecido.
El 7 de octubre de 1673 el gobernador salió de la Tortuga con
500 hombres. Se dirigía a Puerto Rico con la idea de rescatar
a sus compañeros, que permanecían en prisión; pero
volvió a naufragar frente a Samaná. A pesar de ese tropiezo
pudo llegar a Puerto Rico; cañoneó la costa y echó
hombres a tierra, pero tuvo que reembarcarlos después de haber
perdido unos cuantos, porque en Puerto Rico conocían sus planes
y estaban esperando el ataque. El resultado de esa expedición
fue que el gobernador de Puerto Rico, temeroso de una nueva agresión,
ordenó la muerte de todos los prisioneros franceses.
Bertrand de Oregón murió en París, el 31 de enero
de 1676, sin alcanzar a ver el final de la sociedad de los bucaneros.
Pero ya esa sociedad estaba en proceso de extinción. De la rebelión
bucanera de 1670 se deduce que para ese año la Tortuga había
dejado de ser la capital comercial de los cazadores de reses. No creemos
que esto se debiera al hecho de que la isla-fortaleza se había
convertido en la capital de la sociedad filibustera, sino a que la matanza
de ganado debía necesariamente llevar a los bucaneros cada vez
más lejos, cada vez más adentro en las tierras de La Española,
y como es lógico, si hallaron otro puerto más cercano
a ellos para negociar con los navíos compradores, concentrarían
en ese puerto sus cueros y sus carnes.
Mientras tanto, la Tortuga quedó como la capital de la sociedad
filibustera, que alcanzó bajo el gobierno de Bertrand de Oregón
su máximo —e infernal— esplendor. Hombres como los
holandeses Vanhorn y Laurens de Graff, como el inglés Thurston
o el mulato cubano Diego, hijos de los demonios llegados de todos los
países, recorrían el Caribe apresando buques, asaltando
y saqueando ciudades, en una orgía de crímenes que todavía
a distancia de siglos pone espanto en el alma de los que leen la historia
de esos años; y esos hombres tenían su asiento en la Tortuga
del gobernador De Oregón. Cuando el Gobierno inglés decidió
liquidar el filibusterismo inglés en el Caribe, el gobernador
de Jamaica se dirigió a De Oregón protestando de que éste
autorizara a los piratas ingleses a operar desde la Tortuga, y no consiguió
conmover al gobernador francés.
Como hemos dicho antes, la sociedad filibustera fue hasta cierto punto
hija de la sociedad bucanera; y como hija al fin, se hizo independiente
de la madre y tuvo su propio destino. Pero no fue el filibusterismo
lo que acabó con el bucanerismo. Oexmelin dice que cuando la
sociedad bucanera se extinguió, sus miembros se hicieron filibusteros.
Es posible, hasta cierto límite. Porque es también probable
que algunos —si no muchos— bucaneros se hicieran "habitantes".
Esto parece más en consonancia con la naturaleza psicológica
del bucanero, hombre de tierra por excelencia.
Lo que en realidad aniquiló a la sociedad bucanera fue la falta
de su base económica, esto es, la desaparición del ganado
salvaje. Y esto fue, en parte, obra de los propios bucaneros, que lo
cazaron sin tregua, y en parte obra de las "cincuentenas"
organizadas en la parte española de Santo Domingo.
Esa parte española había sido atacada varias veces desde
la Tortuga, como ya dijimos. Además, bajo el gobierno del señor
De Oregón estuvieron llegando a las costas occidentales de La
Española muchos franceses, que De Oregón establecía
como agricultores en la Tierra Grande. Esos nuevos establecimientos
avanzaban poco a poco hacia el Este. Las autoridades españolas
decidieron combatir tal avance y organizaron grupos de cincuenta hombres
de a caballo, armados de lanza, todos, o casi todos, formados por naturales
de la isla. Esos grupos eran las "cincuentenas".
Por un proceso mental inexplicable, tanto las autoridades de la parte
española de la isla como los miembros de las cincuentenas tenían
que atribuirle la condición de bucanero a todo francés
que se hallara en el territorio. La lucha, pues, se hizo contra los
bucaneros. Al considerar al bucanero como el enemigo que debía
ser aniquilado, se pensó, con razón, en exterminar su
base económica, que era el ganado. Las cincuentenas, pues, se
dedicaron a matar reses; se internaban en los bosques del Oeste, buscaban
las aguadas ocultas, recorrían las montañas y entraban
en los valles perdidos; y por donde pasaban iban sacrificando reses,
lo mismo al toro bravio que a la vaca preñada que al ternero
recién nacido.
Al quedar aniquiladas las reses, quedó aniquilada la sociedad
bucanera. Le sobrevivió la sociedad filibustera, de cuyas terribles
hazañas hablaremos a su tiempo.
[ Arriba
]
Capítulo IX
EL SIGLO DE LA DESMEMBRACIÓN
El Caribe quedó
desmembrado en el siglo XVII. Durante ciento treinta y dos años
había sido territorio español, con muchos lugares disputados
a flechazos por los indígenas, con grupos de negros africanos
alzados y con varios territorios en que ni siquiera había puesto
los pies un español; pero el Caribe había sido español.
Sólo a partir del 28 de enero de 1624, el día de la llegada
del capitán Thomas Warner a San Cristóbal, empezó
España a perder su dominio en la región.
Sucedía que los nuevos imperios formados en Europa querían
participar de las riquezas del Caribe. Al principio se limitarían
a disputarle a España las islas pequeñas, esas llamadas
por los españoles "inútiles" debido a que no
tenían metales; pero después quisieron tierras mayores,
ricas en muchos aspectos y con situaciones estratégicas privilegiadas.
Aun las llamadas "islas inútiles" demostraron ser muy
útiles en manos de ingleses, franceses, holandeses, daneses,
suecos, y en los últimos tiempos en manos norteamericanas; de
manera que podemos imaginarnos qué serían las mayores.
Así como la primera conquista de esos imperios nacientes e anglo-francesa,
la segunda sería hecha por ingleses y holandeses; no se sabe
a ciencia cierta en qué mes, pero se conoce el año: fue
el de 1625. La isla conquistada fue Santa Cruz, la mayor del grupo de
las Vírgenes, que se halla al sudeste de Puerto Rico.
Los holandeses habían acordado con España una tregua de
paz de doce años. La tregua se fijó en 1609, de manera
que duraría hasta 1621. Pues bien, tan pronto terminó
esa tregua organizaron una Compañía de las Indias Occidentales
destinada a conquistar y administrar islas antillanas- Dos cosas sobre
todo buscaban en ellas: obtener sal, que ya no podían sacar de
la península de Araya, y establecer un mercado de venta de negros.
La sal les era imprescindible para mantener su industria de pescado
y la venta de negros estaba produciendo los beneficios más altos
en el ramo del comercio con el Nuevo Mundo.
Se dice que en 1623 los holandeses tenían unos ochocientos navíos
operando en el Caribe. La cifra parece muy alta, pero aun estimándola
exagerada debemos suponer que en eí mar de las Antillas había
más barcos de bandera holandesa que de cualquier otra. Parece
que la mayoría de los traficantes marítimos que operaban
de contrabando y conducían negros africanos en esos años
eran de esa nacionalidad. Como hemos dicho antes, esos barcos salían
de los puertos europeos con artículos manufacturados; se iban
a la costa de Guinea, donde cambiaban parte de esos artículos
por negros o los cazaban a tiros o los adquirían de los reyezuelos
y jefes de tribu; navegaban con ellos hacia el Caribe, donde trocaban
el resto de los artículos y los negros por píeles y productos
tropicales, y volvían con esa carga a Europa. Como esos buques
traficantes llevaban siempre armamento, si en el viaje tropezaban con
un navío español que condujera carga valiosa, aprovechaban
la oportunidad y lo atacaban.
Con su enorme poderío naval y su desarrollo económico,
Holanda, que figuraba entre los imperios nacientes de Europa, decidió
lanzarse a la conquista de tierras en el Caribe y empezó por
donde habían fracasado los ingleses en 1598, esto es, por Puerto
Rico.
El 24 de septiembre de 1625 los vigías del Morro de San Juan
avistaron ocho navíos sospechosos; y efectivamente lo eran, porque
formaban parte de una armada de 17 que llevaba 2.500 hombres al mando
de Bowdoin Hendrick —Henrico para los es pañoles—,
que se dirigía a la isla con el propósito de tomarla.
Esos holandeses eran marinos extraordinarios. En una maniobra sorprendente,
sus navíos entraron en la bahía de San Juan sin detenerse
un minuto; y tan pronto entraron se dirigieron derechamente a tierra
y desembarcaron sus tropas. El gobernador español no se dejó
amilanar por la pericia y la decisión de los invasores; ordenó
la evacuación inmediata de lo que hoy llamamos la población
civil y concentró en el Morro a los hombres capaces de combatir;
al mismo tiempo organizó el acarreo hacia el Morro de todo lo
que pudiera ser comestible, desde harinas hasta dulces y caballos. El
almirante holandés pidió la entrega de la plaza y el gobernador
respondió exigiendo la rendición de la escuadra enemiga.
Por fin el 5 de octubre se abrieron las hostilidades con un ataque de
los sitiados a las trincheras holandesas yun asalto a la lancha del
almirante Hendrick, todo lo cual costó varias vidas a los invasores.
La lucha se generalizó, y mientras tanto los pobladores del interior
organizaron ataques por la espalda a los holandeses, hasta que el 24
de octubre Henrico dio un ultimátum: o la plaza se entregaba
o le pegaría fuego a San Juan. La plaza no se rindió y
San Juan fue destruida por el fuego. A finales de octubre, los holandeses
se retiraron.
La fecha del ataque a Puerto Rico (1625) da motivo para relacionar el
establecimiento de holandeses en Santa Cruz con el viaje de la armada
de Hendrick. Tal vez esa armada tuvo desertores, lo que pudo haber sucedido
cuando estuvo carenando en Aguada durante un mes, después de
la retirada de San Juan, y tai vez esos desertores fueron a parar a
Santa Cruz. En cuanto a los ingleses que participaron con los holandeses
en la colonización de Santa Cruz, debemos recordar que en Barbuda
había ingleses y que muchos de ellos pasaron por esos tiempos
a Nevis, de manera que otros pudieron irse a Santa Cruz. ; La próxima
conquista fue hecha por ingleses nada más y se trató de
la isla de Barbados, que está situada al oriente del semicírculo
de las de Barlovento, al este de San Vicente. Pero Barbados no le fue
arrebatada a España. Que sepamos, ningún navegante español
tocó en Barbados en los ciento treinta y cinco años que
transcurrieron desde el 12 de octubre de 1492 hasta el 20 de febrero
de 1627, día en que llegó a sus costas el que se considera
su descubridor, el inglés Henry Powell iba al mando de unos ochenta
ingleses y siguió hacia la Guayaría, de donde retornó
con semillas de plantas y 32 indios arauacos, a quienes prometió
devolver a la Guayana dos años después; en esos dos años
los indios debían enseñarles a los ingleses la siembra
y la cosecha de tabaco, yuca y maíz. Los indios fueron esclavizados
en Barbados y los que no murieron vinieron a quedar libres sólo
en 1655. La colonia prosperó tan rápidamente, que en 1628
tenía 1.600 habitantes, es decir, pobladores blancos, porque
en esos tiempos los esclavos africanos e indígenas no figuran
en las cuentas oficiales como habitantes. Terminadas las disputas por
los títulos de la propiedad sobre la isla en que se enredaron
los comerciantes que habían financiado la expedición de
Powell y el conde de Carlisle —a quien el rey la había
cedido—, Barbados pasó a ser, de hecho y de derecho, una
colonia de Inglaterra, y con los años sería un fuerte
punto de apoyo para las actividades conquistadoras de los ingleses en
el Caribe.
En lo que se refiere a la región occidental de la zona, los ingleses
venían ejerciendo influencia en el istmo de Panamá desde
hacía años. En 1617 se sublevaron los indios de la tribu.'
buguebugue. de el Darién y se mantuvieron en rebeldía
durante veinte años. Los indígenas señorearon un
territorio enorme,-entre Chepo y Puerto Pinas, asolaron todas las propiedades
en ese territorio y resistieron con éxito todos los ataques que
se les hicieron. Un español que se había criado entre
los indios del; Darién y conocía su lengua y sus hábitos,
llamado Julián Carrk, Zolio Alfaraz, fue quien logró convencerlos
de que abandonara! su actitud. Pero en esa misma región levantó
bandera de rebelión, bajo el título de libertador del
Darién, el mestizo Luis García, que atacó y tomó
los poblados de Yaviza, el Real, Chepigana, Molineca y Cana, y hubiera
seguido tomando pueblos de no haber muerto en un encuentro en las orillas
del río Cucunaque.
Ahora bien, no debemos olvidar que a fines del siglo anterior Drake
y Hawkins habían estado operando por esas aguas;, Drake llegó
a tener un escondite en la costa del Darién y mantuvo las mejores
relaciones con los indios de la zona. En un documento del tiempo de
los levantamientos del Darién se dice que los nativos "favorecían
a la nación inglesa, y especialmente a don Francisco Draco (Drake),
cuyo nombre veneraban".
A fines de 1629 los ingleses dieron el salto hacia el occidente del
Caribe y se establecieron en las islas de Providencia (Santa Catalina)
y Henrietta (San Andrés). Eso quiere decir que del extremo este
del Caribe saltaron al extremo del oeste central. Desde esas islas comenzaron
a traficar con los indios de toda la costa del sudoeste y del oeste,
a ofrecerles sus facilidades de puerto a contrabandistas holandeses
y a piratas que atacaban establecimientos españoles de las vecindades.
Al mismo tiempo, las dos colonias de Saint Kitts —la inglesa y
la francesa— y la de Nevis -comenzaban a reorganizarse, pues como
sucediera tan a menudo en los años de ese siglo XVII, los españoles
que la habían atacado no dejaron guarnición en ninguna
de las dos islas y aquellos pocos cientos de ingleses que sé
habían refugiado en los montes de Saint Kitts pudieron volver
a sus propiedades tan pronto se alejó la flota de don Fadrique
de Toledo, y pudieron _ dedicarse a reconstruir lo que los españoles
habían destruido, mientras los franceses, que se habían
quedado en algunas islas vecinas, pudieron volver a hacer otro tanto.
Al mismo tiempo el mayor número de los franceses —como
hemos explicado en el capítulo anterior— que no volvieron
a Saint Kitts fueron a establecerse en el oeste de La Española
y en el 1630 estaban adueña-' dos de la Tortuga, pero como esos
franceses eran bucaneros y los bucaneros formaban una sociedad sin gobierno,
ninguno de esos dos territorios pasó a ser colonia francesa por
el momento; sin embargo, la Tortuga se convirtió en dependencia
de Inglaterra a partir de 1631, cuando la ocuparon los ingleses enviados
desde Providencia, y siguió siendo dependencia inglesa hasta
el 1640, el año en que la tomó el capitán Le Vasseur.
Ahora podemos detenernos unos minutos para ver cuál era la posición
que había adquirido Inglaterra en el Caribe sólo siete
años después de haber tomado en sus manos la primera de
las "islas inútiles”, tan poco apreciadas por España.
Hacia el Este se había establecido en Barbados, Saint Kitts,
Nevis y Santa Cruz; hacia el Norte gobernaba la Tortuga y hacia el Oeste
Providencia y San Andrés.-Tal vez con la única excepción
de Santa Cruz —y esto, hasta cierto límite— todas
esas pequeñas islas eran productivas, y en la mayoría
de ellas los ingleses comenzaron a producir azúcar, tabaco y
maíz casi inmediatamente después de haberlas conquistado.
Pero eran más importantes como puntos de apoyo para una futura
expansión colonial que como productoras de riquezas. Pues todas
tenían buenos puertos, y algunos de ellos con defensas naturales
notables, y el Caribe es un mar y las operaciones que se hicieran en
el porvenir serían navales; por el mar se atacarían las
posiciones llamadas a ser conquistadas; de manera que un gran poder
naval como era Inglaterra, situado en tres de los cuatro puntos cardinales
de ese mar, podía esperar con calma el momento apropiado para
extender su dominio en la región.
Pero mientras llegaba ese momento los ingleses no esperarían
con los brazos cruzados e iban expandiéndose, a partir de los
puntos ocupados, con la lentitud con que se expande la gota de aceite
caída en una tela. En 1632 Edward Warner pasó a ser gobernador
de la isla Antigua, donde estaba formándose una colonia inglesa.
Este Edward Warner era el hijo del gobernador de Saint Kitts; había
llegado a Saint Kitts con su padre a los catorce años y sólo
tenía veintidós cuando asumió la gobernación
de Antigua. En ese mismo año de 1632 un grupo de irlandeses empezó
a ocupar la isla de Monserrate y a poco había allí otra
colonia inglesa.
Mientras se producía esa expansión en el Este, en el Oeste,
desde Providencia, grupos ingleses bajo la dirección de Susex
Camock y Samuel Axe pasaban a la costa de lo que hoy son," Nicaragua
y Honduras y establecían contacto con los llamados zambos mosquitos.
Estos zambos mosquitos formaban varías tribus de indios que se
habían mezclado con negros africanos, y' a su vez esos negros
procedían de un navío cargado de esclavos que había
naufragado por esas aguas. Los viajes de Camock y Axe a la costa de
los indios mosquitos —o la Mosquitia, como se llamó después—
deben haber comenzado a raíz de haberse establecido los ingleses
en Providencia, porque en 1634 Camock abandonó el lugar y Axe
se quedó en él asociado a un holandés cuyo apellido,
traducido al inglés, era Bluefield, nombre que todavía
lleva una villa de la costa, en territorio de Nicaragua. . . Los ingleses
no llegaron a establecer en ningún momento, de manera formal,
una colonia en la Mosquitia; sin embargo, la región estuvo bajo
su protectorado alrededor de doscientos treinta años—hasta
el 1860—y todavía en 1894 los mosquitos se consideraban
independientes de Nicaragua y pretendían que este país
les reconociera moneda propia. Como protegidos de Inglaterra, los mosquitos
dieron mucho que hacer en toda la costa, desde Panamá hasta lo
que hoy es Belice, según veremos a lo largo de este libro. Dondequiera
que actuó un pirata o un capitán inglés en esa
región, allí estuvieron los mosquitos combatiendo a su
lado; y como era un pueblo belicoso, su alianza fue de gran utilidad
para Inglaterra en el Caribe.
Dejemos por ahora a Inglaterra en sus posiciones hacia 1634 y volvamos
a los holandeses. Después de su fracaso en Puerto Rico y de haber
puesto un pie en Santa Cruz, los holandeses buscaron otros lugares donde
establecerse. En 1628 pretendieron hacerlo en Tobago, pero los indios
caribes de San Vicente y de Granada los atacaban con tanta insistencia,
que no pudieron quedarse allí y tuvieron que retirarse en 1630.
En 1633 volvieron a Tobago y tres años después —en
1636— una fuerza española que procedía de Trinidad
atacó el establecimiento, lo destruyó y se llevó
prisioneros a 53 holandeses, cuya mayor parte fue ejecutada poco después
en Margarita. Parece que algunos holandeses que alcanzaron a huir de
Tobago en esta ocasión se fijaron en un punto al norte de Trinidad
llamado Toco y en otro punto del sur llamado Moruga, pero los españoles
destruyeron también esos focos.
A pesar de todos esos reveses los holandeses lograron establecerse en
1634 en una isla tan importante como Curazao y en sus pequeñas
vecinas Aruba y Bonaire. Las tres están situadas sobre la costa
venezolana, a una singladura escasa de Coro y Puerto Cabello. El historiador
del siglo XX no puede explicarse cómo lo hicieron sin tener resistencia
española ni en el momento de su llegada a esas islas ni después.
Ese mismo año los holandeses tomaron posesión de San Eustaquio,
vecina de Saint Kitts por el noroeste.
Hasta ese momento —es decir, hacia el 1634— los franceses
parecían hallarse conformes con su colonia de Saint Kitts. Ya
a esa altura era relativamente grande el número de franceses
establecidos en el oeste de La Española y en la Tortuga, pero
la Tortuga se hallaba gobernada por los ingleses y los bucaneros de
La Española no reconocían gobierno alguno.
Como habíamos dicho en el capítulo anterior, en el momento
en que se produjo el ataque español a Saint Kitts los franceses
de esas islas tenían diferencias con los ingleses por la posesión
de algunas tierras. En situación de hostilidad latente hizo crisis
en 1635. En tal año, con la ayuda de sus esclavos negros a quienes
De Esnambuc había prometido la libertad si participaban con ellos
en la acción, los franceses atacaron a los ingleses y los forzaron
a cederles más tierras.
Desde antes de esa victoria, De Esnambuc había ordenado una exploración
en Guadalupe, Dominica y Martinica. Como resultado de la exploración
se organizaron dos expediciones, una encabezada por el mismo De Esnambuc,
dirigida a conquistar Martinica, y otra enviada desde Francia para tomar
posesión de Guadalupe; la última estaba mandada por Charles
Liénard, señor de L'Olive, y Jean Duplessis, señor
de Ossonville, ambos con rango de cogobernadores.
L'Olive y Duplessis llegaron a Guadalupe a principios de julio de 1635
y De Esnambuc llegó a Martinica en agosto del mismo año.
Desde Martinica, De Esnambuc pasó a Dominica y dejó a
la cabeza de sus hombres a Jean du Pont, que hizo frente con energía,
pero sin crueldad, a un formidable ataque caribe y empezó a organizar
rápidamente la nueva posesión de Francia en el Caribe
con notable acierto. Aunque Martinica era una isla pequeña tenía
una inapreciable riqueza en tierras fértiles, buenos puertos
y agua abundante, y Du Pont iba a sacar provecho de todo eso.
La conquista de Guadalupe, en cambio, no se hizo como la de Martinica.
Guadalupe había sido durante mucho tiempo el asiento principal
de los caribes en las islas antillanas. En la mayoría de esas
islas que estaban siendo conquistadas por los ingleses, holandeses y
franceses, la resistencia fue hecha por los caribes, no por los españoles,
que, por otra parte, nunca llegaron a ocuparías; de manera que
era lógico esperar una resistencia más encarnizada de
esos indios bravíos en Guadalupe, donde desde antes de la llegada
de Colón habían tenido ellos su punto fuerte en la región.
Duplessis murió poco después
de su llegada a Guadalupe y quien comandó la lucha contra los
caribes fue L'Olive. El nombre de este conquistador francés está
unido, en la historia de las Antillas, a la imagen de la crueldad, pues
cometió tantos excesos contra los caribes de Guadalupe, que llegó
a decirse que ni siquiera los caribes, con su fama de bárbaros
caníbales, hubieran llegado tan lejos en la tortura y aniquilación
de sus enemigos.
La conquista de Guadalupe se hizo con poco sentido de organización.
Los franceses se vieron pronto pasando hambre y sus ataques contra los
caribes, cuando éstos no quisieron o no pudieron alimentarlos,
desataron la lucha entre indios y franceses. Los caribes corrieron a
refugiarse en los bosques, pero volvían a atacar en las sombras
de la noche, de manera que se desató una guerra de asaltos y
embocadas que impidió a los franceses dedicarse a producir para
comer. Sólo la ayuda de Martinica pudo mantener a Guadalupe mientras
se lograba la pacificación de los caribes.
En 1636 murió De Esnambuc, el padre de los establecimientos de
Francia en el mar de las Antillas. A su muerte su país estaba
asentado en tres puntos de las islas de Barlovento: Saint
1 Kitts, Martinica y Guadalupe, y además había muchos
franceses viviendo en el oeste de La Española y en la Tortuga.
En 1637 el gobernador de Saint Kitts, sir Thomas Warner —el antiguo
capitán Warner—, envió una pequeña expedición
inglesa a Santa Lucía, pero los indios caribes se le enfrentaron
con igual vigor que el que habían demostrado en 1605 y los expedicionarios
no pudieron quedarse en la isla.
En 1638 volvieron los ingleses a Santa Lucía, esta vez en número
de 130, y tampoco pudieron quedarse.
Ese mismo año de 1638 los holandeses ocuparon San Martín,
situada en el grupo de Barlovento, al norte de San Eustaquio, pero tuvieron
que abandonarla pronto debido a ataques españoles. San Martín
era de interés para los holandeses debido a sus salinas naturales.
En 1639 llegó a Saint Kitts el caballero Lonvilliers de Poincy,
que había sido designado lugarteniente general de su majestad
para las islas francesas de América y además capitán
general de la colonia francesa de Saint Kitts. Este Lonvilliers de Poincy
era todo un personaje de Francia, caballero de la orden de San Juan
de Jerusalén y alto jefe de la marina de guerra. De los pomposos
títulos que llevó al Caribe y de su importancia social
y política se deduce que en ese momento Francia se sentía
preparada para establecerse en el Caribe y para desenvolver allí
una política de expansión. Y así era. En 1635 se
había reorganizado la compañía que manejaba los
asuntos de San Cristóbal y se había convertido en una
Compañía Francesa de las Indias Occidentales a la que
se le confirieron todos los poderes para dirigir la colonización
de territorios en el mar de las Antillas.
Sin embargo, De Poincy y la compañía no se llevaron bien.
De Poincy entró en una serie de luchas contra los funcionarios
de la compañía, que tuvieron su culminación cuando
el rey nombró un sustituto de su lugarteniente general. Pero
De Poincy no se dejó sustituir; hizo prender al sustituto, lo
mandó a Francia y siguió actuando con sus antiguos poderes
como si no hubiera sucedido nada.
Al año de haber llegado a Saint Kitts, de Poincy les arrebataba
el gobierno de la Tortuga a los ingleses a través de su amigo,
y por entonces subordinado, el capitán Le Vasseur; de manera
que ya en ese año de 1640 Francia contaba en el Caribe con buenas
bases para operar sobre cualquier punto de la región, pues había
tomado posiciones en el centro y en el norte de las islas de Barlovento
y en el canal que separa La Española de Cuba, y tenía
entre esas bases la fortaleza natural de la Tortuga, desde la cual podía
dominar el canal de las Bahamas.
Ese año de 1640 fue muy agitado en el Caribe. Ya nadie podía
poner en duda que la región era una frontera de varios imperios
que luchaban por arrebatarse unos a otros lo que pudieran. Españoles,
holandeses, ingleses y franceses se disputaban esa frontera con las
armas, y en las islas donde había indios caribes —los únicos
dueños naturales de esas tierras— éstos defendían
con admirable tesón lo que había sido suyo desde los tiempos
más remotos.
Siguiendo un orden cronológico, de lo primero que tenemos que
hablar es del ataque español a la isla de Providencia. Como de
Providencia salían expediciones de ingleses y holandeses —o
de ambos combinados— que cometían depredaciones en las
costas de lo que hoy son Honduras y Guatemala, los españoles
de Cartagena decidieron aniquilar Providencia y en mayo de 1640 se lanzaron
al ataque, pero fueron rechazados con pérdidas importantes.
En el mismo año pasaron a manos holandesas las pequeñas
islas de Saba y San Martín. Como dijimos hace poco, San Martín
había sido ocupada por los holandeses dos años antes,
en 1638, y abandonada poco después debido a ataques españoles
procedentes de Puerto Rico. De paso diremos que tras la reconquista
de 1640, sin que sepamos por qué ni cómo, los holandeses
se vieron en el caso de aceptar que San Martín, a pesar de su
tamaño minúsculo, quedara dividida entre ellos y los franceses,
lo que sucedió en 1648; y así, dividida, ha permanecido
hasta el día de hoy sin que esa situación cambiara a lo
largo de los siglos por los numerosos ataques que sufrió la isla
de parte de los españoles de Puerto Rico.
En ese tempestuoso año de 1640 los caribes de Dominica asaltaron
Antigua y Monserrate. Las dos colonias resistieron el ataque, pero los
indios secuestraron a la mujer y a los hijos del joven gobernador Edward
Warner, lo que da idea de la importancia del asalto a Antigua.
Al año siguiente (mayo de 1641), justamente cuando se cumplía
el primer aniversario del frustrado ataque español a Providencia,
surgió frente a esa islita una armada que había salido
de Cartagena al mando del almirante español Francisco Díaz
Pimienta. Los españoles iban dispuestos a vengar la derrota del
año anterior, y la vengaron. No sólo destruyeron la resistencia
inglesa, sino que tomaron un rico botín. Sólo en esclavos
africanos se llevaron 600. Hay que pensar que los esclavos, a cuyos
oídos había llegado sin duda la noticia de que los españoles
los trataban con menos severidad que los ingleses, no harían
ningún esfuerzo por seguir en manos de los ingleses de Providencia
y San Andrés. Precisamente dos años antes se había
dado en Providencia la primera rebelión de esclavos que se conoció
en los territorios ingleses del Caribe, y había sido sofocada
con el típico rigor de los británicos. Antes de salir
de Providencia, los españoles destruyeron una por una todas las
construcciones hasta los cimientos.
Entre los ingleses que pudieron escapar de Providencia antes del ataque
español o que lograron salvarse de la persecución de los
navíos españoles, unos cuantos fueron a dar a la Mosquitia
y de ahí a la isla de Roatán, situada en el golfo de Honduras,
donde se establecieron hacia 1642. Roatán se halla entre las
islas de Utila y la Guanaja, frente a Santo Tomás de Castilla
y Trujillo; fue una de las islas descubiertas por Colón en su
último viaje, y cerca de allí conoció a los "mayanos";
y esa isla era una de las que recorrían ciento veinte años
antes los españoles de Cuba cuando salían a cazar esclavos
indios.
Ahora bien, esos ingleses de Providencia, dispersados de su asiento
por el poder español, no estaban solos. Eran puritanos, y los
puritanos dominaban el Parlamento inglés. Por otra parte, Inglaterra
estaba dispuesta a arrebatarle a España sus dominios del Caribe,
y aunque España tuviera de su parte la razón, puesto que
Providencia era posesión española cuando los ingleses
la ocuparon en 1629, Inglaterra tenía de su parte la fuerza,
y. a menudo ésta se impone a la razón. Así, a mediados
de 1642, salieron de Inglaterra tres navíos al mando del capitán
William Jackson con órdenes de vengar en los establecimientos
españoles del Caribe la destrucción de Providencia. Jackson
salió de su país con autorización oficial; reclutó
hombres en Barbados y en Saint Kitss —alrededor de unos mil—,
con los cuales se lanzó al ataque de varios puertos.
Jackson era un gran marino, un excelente jefe y un político astuto.
Aunque en su primer ataque —a la isla de Margarita—sufrió
una derrota, su viaje fue triunfal desde el punto de vista de las órdenes
que había recibido, pues atacó varios establecimientos
españoles, entre ellos Puerto Cabello y Maracaibo, y tomó
otros, como Trujillo, y tuvo éxito resonante en Jamaica. En esta
isla desembarcó en 1643 unos quinientos hombres y tomó
Santiago de las Vegas e impuso a los habitantes una contribución
en ganado y comestibles que le permitió alimentar a su gente
y refaccionar su próximo viaje, que fue a Trujillo. Al parecer,
la vida que hicieron los atacantes ingleses en Jamaica fue tan deliciosa,
que muchos se escondieron cuando Jackson salió de la isla porque
prefirieron quedarse allí a seguir a su jefe. El 20 de julio
de ese año (1643) Jackson tomó Trujillo, de donde salió
diecisiete días después con algunos negros y unos treinta
españoles que se llevó consigo. Antes de embarcar ordenó
el incendio de Trujillo y después se dirigió a Méjico.
Todo lo que hemos descrito brevemente/va a la cuenta del marino y del
capitán de armas. Ahora bien, la obra política de Jackson
consistió en que al hablar en cada sitio tomado con la gente
importante del lugar dejó la impresión de que ya estaba
organizada una alianza europea —inglesa, francesa, holandesa y
portuguesa— que tenía lista una gran escuadra para atacar
España en el Caribe y despojarla de todos sus territorios. Por
eso tienen razón los ingleses cuando dicen que Jackson dejó
los establecimientos españoles del Caribe agobiados por el terror.
Debe haber sido poco después del viaje corsario de William Jackson
—o tal vez algo más tarde, hacia 1644— cuando los
ingleses de Santa Cruz, sin que sepamos por qué causa ni cómo
lo hicieron, echaron a los holandeses de la isla.
Si hay puntos confusos en la historia del Caribe, uno es el que se refiere
a las actividades de ingleses, franceses, españoles y holandeses
en las islas Vírgenes —y en las de Barlovento más
cercanas a las Vírgenes— en esos años que van de
1643 a 1650. Hay ciertas noticias, pero no documentación que
merezca crédito, acerca de algunas expediciones hechas por las
autoridades españolas de Puerto Rico para sacar a los holandeses
de Tórtola en 1646 y a los franceses de Vieques en 1647, pero
no sabemos cuándo ocuparon aquéllos y éstos Tórtola
y Vieques; parece también que los españoles habían
logrado reconquistar San Martín en algún momento antes
de 1648 y que tuvieron que abandonarla ese año debido a que en
la pequeña isla se presentó una epidemia, tal vez de fiebre
amarilla, que fue llevada a Puerto Rico por los soldados que habían
estado de guarnición en San Martín. En lo que se refiere
a San Martín, sabemos —como hemos dicho hace poco—
que en 1648 quedó dividida entre holandeses y franceses, y es
posible que esa doble ocupación sucediera algún tiempo
después del abandono español, pero es posible que se produjera
a seguidas de la desocupación española.
Mientras tanto los franceses fueron ampliando sus dominios bajo la dirección
de Lonvilliers de Poincy y alrededor del 1650 habían logrado
establecer colonias en San Bartolomé, los Santos y María
Galante, Santa Lucía y Granada, y además en la mitad de
San Martín. La conquista de Granada costó muchas vidas
de indios caribes y de franceses, más de los primeros que de
los últimos, desde luego. Le Compte, el conquistador de Granada,
pudo dominar a los indios con el apoyo de unos trescientos hombres que
le fueron enviados de Martinica.
De súbito, al comenzar el año de 1650, los españoles
decidieron atacar a los ingleses en dos puntos opuestos: hacia el Este,
desde Puerto Rico, en la isla de Santa Cruz; hacia el Oeste, desde La
Habana, en la islita de Roatán. Como debemos recordar, en Santa
Cruz ya no había holandeses, que habían sido echados de
la isla por los ingleses. El ataque español a Santa Cruz fue
impetuoso. La isla fue tomada por sorpresa, muchos ingleses resultaron
muertos en el acto y otros despachados hacia Barbados. (Lo de Barbados
resulta difícil de creer, debido a la distancia a que se hallaba
esa isla de Santa Cruz. Es posible que fueran enviados a Barbuda, nombre
que a menudo era confundido con el de Barbados.) En el ataque a Roatán
la situación se presentó diferente. Roatán fue
atacado con cuatro navíos que desembarcaron en la isla unos cuatrocientos
cincuenta hombres, a pesar de lo cual los ingleses resistieron y alcanzaron
a hacer una retirada lenta y costosa para los atacantes, hasta que en
el mes de agosto, cinco meses después de haberse presentado los
españoles ante Roatán, llegaron navíos ingleses
que evacuaron a los combatientes
En cuanto a Santa Cruz, tan pronto como fue reconquistada por los españoles,
los holandeses de San Eustaquio enviaron una expedición a tomaría.
Tal vez creyeron que en esa ocasión los españoles habían
seguido la costumbre de reconquistar y no dejar guarnición. Pero
si fue así no acertaron, porque los españoles estaban
todavía en Santa Cruz y los holandeses fueron recibidos de la
peor manera, al grado que dejaron en manos de los españoles bastantes
prisioneros. Parece que en esa ocasión los españoles contraatacaron
sobre San Martín e hicieron allí mucho daño, tanto
en la parte holandesa como en la francesa. Al final, el destino de Santa
Cruz fue caer en manos francesas, aunque sólo por algún
tiempo. De Poincy mandó fuerzas a ocuparla, y esas fuerzas desalojaron
alas de España. En 1696 la población francesa de Santa
Cruz fue llevada a Cap-Français, en la costa noroeste de La Española
—hoy Cabo Haitiano—, para poblar la ciudad, que había
sido reconstruida después de haber sido destruida en un ataque
de fuerzas que procedían de la parte española de la isla.
Al trasladarse a Cap-Français, los pobladores de Santa Cruz se
llevaron sus esclavos, sus animales, sus muebles. La isla quedó
convertida en la imagen del abandono.
Pero la Historia iba por los tiempos del 1650, y si saltamos a 1696
fue sólo para dejar cerrado el capítulo, bastante confuso,
de los sucesos de Santa Cruz y de las islas Vírgenes en esos
años. A menudo hallamos esos puntos confusos porque se trata
de la historia de una frontera en la que ha habido una guerra casi permanente
de siglos, y es difícil reunir toda la documentación referente
a los innumerables combates que se dan en las fronteras. Normalmente
los ataques y los contraataques en el Caribe eran el resultado de las
guerras de Europa. Durante siglos y siglos no pasaba un año sin
que se combatiera en algún lugar de Europa. Con la aparición
de los nuevos imperios y de las armas de fuego las guerras se harían
en frentes cada vez más amplios y serían cada vez más
destructoras; y con el descubrimiento de América esos frentes
se extenderían a América. Como vimos en el capítulo
VII, en el siglo XVI el país que combatía en toda Europa
y en América era España; pero en el siglo XVII ya no era
España la que mantenía al mundo en guerra y ya España
no tenía que enfrentarse en el Caribe únicamente a navíos
corsarios. En el siglo XVII los imperios nacientes chocaban entre sí
y enviaban sus fuerzas a chocar en el Caribe.
De esos imperios nacientes, el más agresivo era el inglés.
En el 1642 había estallado la revolución de los puritanos,
que culminó a principios de 1649 con la decapitación de
Carlos I y en 1651 con la derrota de Carlos II en la batalla de Worcester.
Oliverio Cromwell, el caudillo puritano, gobernaba el país desde
1653 con el título de Lord Protector. Apenas había terminado
la guerra civil inglesa cuando se produjo la guerra anglo-holandesa,
que no llegó a durar dos años, pero que proporcionó
a los ingleses la conciencia de su poderío en el mar, puesto
que habían vencido a la potencia naval más grande de Europa.
La paz con Holanda fue firmada en abril de 1654 y casi inmediatamente
después comenzó Inglaterra a preparar una expedición
de grandes vuelos destinada a arrebatarle a España las posesiones
más ricas del Caribe a fin de tener una base para conquistar
más tarde Perú y Méjico y para cortar de manera
drástica la ruta de los galeones de la plata, esto es, los que
llevaban el oro de la costa del Pacífico a España a través
del istmo de Panamá.
Sobre pocos episodios de la política imperial inglesa se ha escrito
tanto como sobre esa expedición, lo que se explica por el número
de personas importantes que participó en ella o en sus preparativos
y sobre todo un fracaso insigne. Pero de la abundancia de memorias y
relatos, correspondencia y actas que produjeron los actores de ese episodio
se saca la conclusión de que, por lo menos desde 1647, en los
círculos gobernantes y económicos de Inglaterra había
el propósito, no bien definido, de conquistar algún territorio
español del Caribe, preferiblemente La Española. Había
la idea de que la colonización de América del Norte no
prosperaría y, por tanto, sería necesario sacar de allí
si no a todos, por lo menos a muchos de los colonos ingleses, y se pensaba
que La Española era un lugar ideal para ellos. En 1647 el embajador
español en Londres avisó a Madrid que se planeaba atacar
esa isla e incluso llegó a anunciar que los ingleses estaban
preparando una poderosa ilota con tal fin.
Toda revolución produce un estado de ánimo exultante y
expansivo, y en el caso concreto de la inglesa del siglo XVII los vencedores
creían que Dios les había señalado para cumplir
un papel ejemplar en el mundo. Así se explica que las vagas ideas
de 1647, que parecen haber nacido en la mente de personajes conectados
con empresas comerciales en el Caribe, se expandieran en la cabeza de
Oliverio Cromwell y de sus colaboradores más cercanos hasta llevarles
a concebir la idea de arrebatarle a España todo el Caribe y de
avanzar después sobre Méjico y el Perú. En los
sentimientos, más que en la opinión, de los jefes puritanos,
España no tenía derecho a esos territorios porque les
habían sido cedidos por un Papa, que era para los puritanos la
imagen del Anticristo; y además, España, decían
ellos, no había poblado ni gobernado esos territorios para el
bien de sus pobladores originales, sino para su mal, pero además
de esos argumentos un tanto celestiales, Cromwell se indignaba porque
España no les permitía a los ingleses libertad comercial
en América.
La justificación pública para esa acción de Inglaterra
fue escrita nada menos que por el gran poeta puritano John Milton, el
autor de El paraíso perdido, que ya estaba ciego. Entre varios
puntos, Milton se refería al ataque español a la Tortuga
en 1634 y también al de 1641 sobre Providencia como agresiones
injustificadas de España contra los ingleses. Pero de lo que
escribió el poeta y de todo lo que se argumentó en esos
días queda clara una conclusión: que Inglaterra organizó
en 1655 la conquista del Caribe porque era ya un país con sustancia
imperial que se hallaba en ese momento en la etapa expansiva de su poderío.
El propio Oliverio Cromwell recomendó la toma de Puerto Rico,
La Española y Cuba —La Habana, como se llamaba entonces
en Europa a Cuba—, o cualquiera de los tres puntos, | como base
para lanzarse después a la conquista de Cartagena, donde se establecería
la capital del gran imperio inglés del Caribe.
La expedición salió de Inglaterra a fines de 1654, en
34 navíos de guerra y ocho auxiliares; en estos últimos
iba lo que hoy llamamos la impedimenta, es decir, comida, medicinas,
objetos diversos para el uso de oficiales y tropa. La gran armada se
detuvo en Barbados, donde se acordó el plan de acción
y se estableció que el ataque se haría en La Española,
sobre la ciudad de . Santo Domingo. En Barbados se embarcaron de 4.000
a 4.500 hombres, reclutados en esa isla y en las vecinas, y se agregaron
varias naves; la expedición se dirigió a Antigua, de ahí
a Nevis y de Nevis a Saint Kitts, donde también se agregaron
fuerzas. De Saint Kitts navegó por el Atlántico para entrar
en el Caribe por el canal de La Mona.
La gran nota inglesa, compuesta a esas fechas de 57 embarcaciones tripuladas
por 2.800 marineros y por unos nueve mil quinientos hombres de armas,
se presentó frente a Santo Domingo el día 13 de abril
de 1655. (Para los historiadores ingleses fue el 23 de abril, lo que
se explica debido a que Inglaterra se regía entonces por el calendario
juliano y España y sus dependencias por el gregoriano.) Ahora
bien, la fuerza inglesa estaba compuesta por hombres sin disciplina,
debido a que la mayoría de ellos fueron reclutados en Barbados
y Saint Kitts y ni siquiera conocían a sus oficiales. Como se
vio en Santo Domingo y se vería después en Jamaica, los
servicios de abastecimiento y de comunicación fallaron en los
momentos críticos y faltó coordinación entre la
marina y el ejército de tierra. El jefe de la primera era el
almirante William Penn y el de la segunda, el general Robert Venables,
y ambos fueron señalados para sus cargos por el propio Cromwell.
La armada surgió en el Placer de los Estudios —el estuario
de la ciudad de Santo Domingo— y el día 25 desembarcó
fuerzas en varios puntos de la costa al oeste de la ciudad; el más
alejado era Nizao y el más cercano Haina. Una patrulla comandada
por un capitán español hizo preso en las cercanías
de Nizao a un soldado inglés y éste reveló que
los expedicionarios habían desembarcado 6.000 hombres y 120 caballos,
con raciones para tres días; que el ataque a la ciudad se produciría
el lunes 26 y se tenía prevista la entrada en Santo Domingo para
el martes 27.
Ese informe no tardó en hacerse público dentro de la ciudad,
y, como era de esperar, causó consternación. La población
huyó de Santo Domingo llevándose todo lo que podía
tener algún valor, desde los esclavos hasta los ornamentos de
las iglesias. Hay que tomar en cuenta que Santo Domingo había
sido tomada en 1586 por Francis Drake y que entre esos pobladores que
huían debía haber algunos con edad suficiente para recordar
el ataque de Drake; además hay que tener en cuenta que en esos
tiempos coloniales los sucesos importantes eran escasos, por lo cual
los de la categoría de la acción de Drake se mantenían
en la mente de los jóvenes por transmisión oral. Todo
el mundo en Santo Domingo debía tener una idea —con toda
seguridad exagerada— de lo que fue el ataque de Drake, y todo
el mundo pensaría que el de Penn y Venables sería igual,
si no peor.
Sin embargo, Santo Domingo no cayó en manos inglesas. Los defensores,
que eran pocos pero aguerridos, se batieron airosamente esto, sumado
a la desorganización de los atacantes y a la falta de cooperación
entre la marina y las tropas de tierra de los ingleses, determinó
el fracaso de la invasión. Es probable que el general Venables
y sus oficiales esperaran poca resistencia, dado el impresionante poderío
inglés, y que las fieras acometidas de los lanceros de a caballo
que les hicieron frente en el primer momento, desmoralizaran a soldados
y oficiales atacantes. -Los lanceros eran en su mayoría naturales
de la isla y estaban adiestrados a combatir como miembros de cincuentenas
que operaban en el Oeste contra los franceses.
Entre Haina y la ciudad había un fuerte — San Jerónimo—en
el que los defensores se hicieron fuertes, y de Santiago, la villa más
importante del interior de la isla, llegaron refuerzos que formaron
un tercer punto de resistencia y de ataque. Ese tercer punto se combinó
con el de la ciudad y el de San Jerónimo. El día 6 de
mayo las bajas inglesas —entre muertos, perdidos, heridos, prisioneros
y enfermos— llegaban a 1.500, la cuarta parte de las tropas desembarcadas.
Ante esa cifra en verdad alarmante, los jefes de la expedición
resolvieron abandonar La Española, y el día. 10 de mayo
—según algunos historiadores ingleses, y según otros,
el 11; y de acuerdo con el calendario español, diez días
más tarde— la enorme escuadra fondeaba en el extremo oeste
de la actual bahía de Kingston, isla de Jamaica. Así,
la fuerza naval y militar más grande que había navegado
por el Caribe en toda su historia había salido de Santo Domingo
derrotada sin que haya podido encontrarse hasta hoy una explicación
aceptable para esa derrota.
En el momento del ataque inglés, en La Española había
tradición de armas; por lo menos había un número
de hombres del país dedicados a combatir contra los ocupantes
del Oeste. Por otra parte, los ataques a la Tortuga habían dado
a los naturales cierto grado de confianza en su capacidad militar. Además,
desde el último ataque a la capital de los filibusteros (enero
de 1654) y desde el rechazo del ataque del caballero de Fontenay (agosto
de ese mismo año) había transcurrido tan poco tiempo,
que todavía debía sentirse en Santo Domingo ese espíritu
de victoria que resulta tan importante a la hora de combatir. Por último,
cuando ya se sabía que era inminente la llegada de Penn y Venables,
se enviaron a La Española unos doscientos hombres y algunas armas,
muy pocas por cierto. Todo eso sumado formó una atmósfera
de resistencia, y sin duda fue la resistencia inesperada lo que desmoralizó
a los jefes ingleses.
Pero precisamente todo eso faltó en Jamaica, donde además
todavía estaba fresco el recuerdo de la incursión de Jackson,
que había ocurrido doce años antes. Así se explica
que Jamaica cayera fácilmente en manos de los que no habían
podido tomar La Española. Al llegar frente al puerto, la armada
inglesa cañoneó unos pequeños fuertes de la bahía
y empezó a desembarcar tropas, visto lo cual los españoles
se retiraron a Santiago de las Vegas, que estaba sólo a unos
diez kilómetros tierra adentro. Santiago de las Vegas fue ocupada
al día siguiente. El 17 de mayo (1655) se firmóla rendición.
Según advirtieron los ingleses después, las autoridades
españolas estuvieron discutiendo detalles de las capitulaciones
con el objeto de ganar tiempo a fin de que los pobladores pudieran abandonar
la villa e irse al interior con sus esclavos y sus bienes antes de que
los ingleses entraran. Desde hacía tiempo en las montañas
del interior de Jamaica había negros cimarrones, y algunos criollos,
encabezados por Cristóbal Arnaldo, fueron a dirigirlos en la
lucha contra los ingleses, que comenzó inmediatamente. La resistencia
de esos antiguos esclavos, encabezados por el joven criollo jamaicano,
es una página notable en la historia del Caribe.
La tropa del general Venables era desordenada y fanática. Su
primer movimiento fue saquearlas casas en busca de riquezas y el segundo
destruirlas iglesias católicas. En medio de esas actividades
depredadoras, muchos enfermaron debido a los desórdenes en el
beber y en el comer, y debido también a los rigores de un clima
tropical que en esa época —de mayo a septiembre-llega a
sus mayores niveles de calor, humedad y lluvia. En pocas semanas los
soldados ingleses mataron unas veinte mil reses —con lo cual,
desde luego, llenaron de indignación a los dueños—
y como dejaban que los restos se pudrieran sobre el terreno, las bacterias
de las enfermedades tropicales se multiplicaban y causaban bajas entre
los invasores. Los cimarrones y su jefe se aprovechaban de esa situación,
obtenían el respaldo de los habitantes de la isla y con su ayuda
organizaban asaltos a los ingleses, quemaban establecimientos ocupados
por éstos, tomaban guarniciones, y en poco tiempo habían
dado muerte a unos mil ingleses.
La situación alarmó de tal manera a Inglaterra, que el
propio Lord Protector, Oliverio Cromwell, convencido de que el envío
de la expedición había sido un pecado y que Dios castigaba
a su país por ese pecado, se encerró todo un día
a hacer penitencia; y en Jamaica, Venables y Penn entraron en disputas
tan agrias, que al fin Venables —que había caído
seriamente enfermo-anunció que iría a Inglaterra, lo cual
preocupó al almirante Penn de tal manera, que se precipitó
a salir antes que el general. Cuando llegaron a Londres, por cierto
con pocos días de diferencia, ambos fueron enviados a la Torre,
el presidio de Estado inglés, y estuvieron allí un mes.
Pero la situación de Jamaica no mejoraba; al contrario, empeoraba.
Había hambre y los oficiales ordenaron a la tropa dedicarse a
sembrar maíz, yuca y otros víveres, y los soldados se
negaron a hacerlo. En poco tiempo, como les había sucedido a
los españoles que fueron con Colón a La Española
en 1493 —es decir, ciento setenta y dos años antes—,
los ingleses estaban comiendo lagartos, ratas, culebras, ranas y lombrices.
En medio de ese estado de cosas se presentó una disentería
que mataba a los hombres a razón de 600 por mes. El mayor general
Roberto Sedgewicke, que había sido designado por Cromwell su
delegado personal en Jamaica, murió a causa de la epidemia.
La terrible epidemia se extendió a toda la población de
la isla, y como los españoles y muchos criollos huían
a Cuba, el mal fue llevado a Cuba y también se extendió
por toda aquella isla y causó en ella tantos estragos, que se
consideró durante mucho tiempo como la más mortal de las
plagas que había padecido el país. Cuando desde España
se le ordenó al gobernador de Cuba que diera ayuda a las fuerzas
de Isasi, que combatían en Jamaica, el gobernador alegó
que la epidemia era de tal magnitud, que si enviaba hombres a Jamaica
iba a quedarse sin fuerzas para defender la isla si era atacada.
A pesar de eso, Isasi y sus cimarrones
seguían luchando. Sufrieron una derrota de importancia en 1657,
pero en mayo del año siguiente (1658), Isasi, que había
hecho un viaje a Cuba, estaba en Jamaica con 1.000 hombres y se hizo
fuerte en Río Nuevo, al norte de la isla. Los ingleses, que estaban
en la costa del sur, embarcaron tropas en Cayagua (Port Royal) y atacaron
a Isasi el 22 de junio. Al frente de los ingleses iba el gobernador
Doyle en persona, lo que da idea de la gravedad que los invasores le
atribuían a la situación. Isasi perdió en esa oportunidad
casi la mitad de sus efectivos entre muertos y prisioneros, pero él,
y los españoles y los jamaicanos que le quedaron, unidos a los
africanos cimarrones, siguieron combatiendo con admirable tenacidad
hasta 1660, cuando la resistencia española se agotó.
Pudiera pensarse que al dejar de participar los españoles, la
lucha no seguiría, sin embargo siguió por tanto tiempo,
que las tropas inglesas tuvieron que confesar su fracaso, y en 1720,
esto es, sesenta y cinco años después de la invasión,
el gobernador de Jamaica le pidió al rey de Mosquina una ayuda
en hombres aptos para hacer la guerra en los bosques. El rey envió
50 guerreros, que no hicieron nada mejor que los ingleses. En marzo
de 1732 se tomaron tres establecimientos de los cimarrones y se afirmó
que ya éstos no podrían seguir luchando, pero al año
siguiente combatían con su coraje habitual y destruían
una columna de 200 marinos que fue enviada a batirlos.
Los negros cimarrones de Jamaica aumentaban con los esclavos que huían
de sus amos ingleses y probablemente con los que huían de Cuba
y de la parte francesa de Santo Domingo, y su combatividad era ya tan
notable, que las autoridades de Jamaica volvieron a pedir ayuda a Mosquitia.
De allí enviaron 200 indios, a los cuales se agregaron varias
compañías de negros libres y de mulatos. Pero la increíble
resistencia de los cimarrones sólo pudo aplacarse cuando el gobierno
de Jamaica firmó con los rebeldes un tratado en toda regla, lo
que vino a suceder en el mes de marzo de 1739.
La conquista de Jamaica no significó un alto a las tribulaciones
de los pueblos del Caribe. Al contrario, a pesar de la lucha contra
los españoles y los cimarrones, a pesar del hambre y de las muertes
que provocaba la epidemia de disentería, desde Jamaica estuvieron
saliendo en esos años expediciones filibusteras que asolaban
los establecimientos españoles de la región. Pero el relato
de esas expediciones corresponde al capítulo siguiente de este
libro, y, por tanto, no aparecerá aquí.
La paz entre ingleses y holandeses duró poco y la guerra estalló
de nuevo en febrero de 1665. Francia, aliada de Holanda, no tardaría
en participar en ella. Pero al principio sólo combatían
Inglaterra y Holanda, y las dos tenían posesiones en el Caribe.
Como era de rigor, la guerra de las metrópolis pasó rápidamente
al mar de las Antillas. Esa guerra, que fue corta y de una violencia
aterradora, es uno de los capítulos más sombríos
de la patética historia del Caribe. La propaganda mejor hecha
seria incapaz de convertir en heroica o patriótica esa guerra
del Caribe, que tuvo lugar entre 1665 y 1667, simplemente porque en
ella participaron los peores bandidos de la región. Inglaterra
había estado persiguiendo y ahorcando en los años anteriores
a los piratas de su país que se dedicaban a asolar la región,
pero al llegar la guerra al Caribe el gobernador de Jamaica perdonó
a 14 filibusteros que estaban condenados a muerte a cambio de que fueran
a atacar las posesiones holandesas de las vecindades. Para las tripulaciones
y las tropas de esos capitanes se reclutaron "presos reformados".
A solicitud de los filibusteros se puso en vigor el viejo código
de la sociedad filibustera, la "chasse-partie", que descansaba
en el principio de que sólo habría paga si había
presa, es decir, que lo que recibieran los piratas como pago tenía
que salir del botín tomado al enemigo.
Los holandeses despacharon hacia el Caribe una armada de 14 navíos
al mando del almirante Ruyter, y el mismo día en que éste
cañoneaba el puerto de Carlisle, de Barbados —20 de abril
de 1665—, salía de Jamaica una expedición de filibusteros
puesta bajo el mando de Edward Morgan, tío del célebre
Henry Morgan, que iba con grado de coronel. Junto con ese Morgan iba
otro, Thomas Morgan, teniente coronel, que no tenía nexos familiares
con él. La expedición atacó y tomó San Eustaquio,
donde hizo un botín de 840 negros esclavos, 300 cabezas de ganado,
50 caballos y 20 cañones. Edward Morgan murió de insolación
y le sucedió en el mando el coronel Carey. Este dispuso el ataque
a Saba y a Tórtola, pero sus hombres no aceptaron seguir combatiendo
si no se repartía el botín de San Eustaquio. Sin embargo,
un grupo de ellos se separó del grueso de sus compañeros,
asaltó Saba y tomó 85 esclavos negros e indios. El grueso
de los filibusteros volvió a Jamaica y el coronel Thomas Morgan
quedó al frente del grupo que atacó a Saba, con el cual
se formaron dos guarniciones que quedaron en Saba y San Eustaquio.
Francia entró en la guerra, naturalmente del lado de su aliada
Holanda, en el mes de enero de 1666. En ese mismo mes dos capitanes
filibusteros de Jamaica —Searles y Stedman— tomaron la colonia
holandesa de Tobago y la destruyeron de tal manera, que cuando el gobernador
de Barbados llegó con una fuerza-destinada a atacarla isla, sólo
quedaban en pie el fuerte y la casa del gobernador holandés.
Los filibusteros accedieron a no demoler las dos construcciones, pero
a cambio de que se les autorizara a vender en Barbados el botín
que habían hecho en Tobago.
Mientras tanto el gobernador de Jamaica había estado tratando
de organizar una expedición para tomar Curazao, donde los holandeses
habían establecido un mercado de esclavos que era en ese momento
el más importante del Caribe. Para jefe de esa expedición
el gobernador seleccionó a un viejo capitán filibustero
llamado Mansfield, conocido en los establecimientos españoles
de la región por el nombre de Mansafar. Este Mansafar era uno
de los criminales más empedernidos de la sociedad filibustera.
Cuando estuvo aviado para tomar Curazao, se dirigió a Cuba y
saqueó varios puntos de esa isla; hizo estragos en una incursión
a Granada, en Nicaragua, y entró en Costa Rica asolando todo
lo que se ponía a su alcance, como veremos en el próximo
capítulo de este libro. De paso, y según él mismo
dijo, para demostrarle al gobernador de Jamaica que él era leal,
tomó Providencia a mediados de 1666, y el gobernador de Jamaica
se apresuró a enviar un gobernador a la pequeña isla.
Mansfield dejó una guarnición en Providencia, pero el
10 de agosto de 1666 una armada española procedente de Cartagena
rindió esa guarnición y se la llevó presa a Portobelo.
Aunque la guerra entre franceses e ingleses había comenzado en
enero de 1666, los gobernadores de los territorios de ambos países
la esperaban desde antes, porque unos y otros sabían que Francia
era aliada de Holanda y estaban convencidos de que Francia haría
honor a esa alianza. En la isla de Saint Kitts, la primera colonia que
tuvieron —por cierto al mismo tiempo—Inglaterra y Francia
en el Caribe, los dos gobernadores —el coronel William Watts,
inglés, y el señor De Sales, francés— decidieron
renovar el acuerdo que habían hecho Warner y De Esnambuc en 1627,
por el cual las dos colonias se conservarían neutrales en caso
de guerra entre sus respectivas metrópolis a menos que los Gobiernos
francés e inglés dieran órdenes expresas en sentido
contrarió.
Pero ese acuerdo tan juicioso no se mantuvo, porque sucedió que
el teniente gobernador Watts recibió la noticia de que Francia
había entrado en la guerra y desconfió de los franceses
de la isla, por lo que sin informar a Sales pidió refuerzos a
Nevis y llamó a Saint Kitts a Thomas Morgan, que estaba corno
jefe de las guarniciones filibusteras de Saba y San Eustaquio. Morgan
llegó a Saint Kitts con sus hombres, que no tenían precisamente
apariencia de predicadores. Esos movimientos le hicieron creer a los
franceses que iban a ser atacados por sorpresa y el gobernador de Sales
decidió atacar antes. Así lo hizo, el 20 de abril de 1666.
La batalla de Saint Kitts fue de una fiereza increíble. De parte
de los franceses participaron hasta los esclavos. Todos los jefes murieron
o cayeron malamente heridos, los franceses —el señor de
Sales y un sobrino del caballero De Poincy, que había sido el
primer capitán general francés de la isla— y los
ingleses —el teniente gobernador Watts y el coronel Morgan—;
los filibusteros de Morgan creyeron que habían sido traicionados
por Watts y se dispusieron a vengar la muerte de su jefe, lo que hicieron
atacando a la mujer de Watts y saqueando su casa, de manera que al ataque
francés se sumó la rebelión de los filibusteros.
Los ingleses tuvieron que capitular y unos ocho mil, con sus esclavos
y los bienes que pudieron llevarse, abandonaron la isla para refugiarse
en otros territorios ingleses. Los que se quedaron fueron obligados
a jurar lealtad al rey de Francia.
Lord Willoughby, el gobernador de Barbados, recibió órdenes
de reconquistar Saint Kitts y salió con una flota que se dirigió
a Martinica y a Guadalupe para tomar algunas presas francesas, si podía,
pero en aguas de Guadalupe la armada fue destruida por un huracán
—era a fines de julio, época de ciclones en el Caribe—
y lord Willoughby se perdió con su navío. Algunos de los
supervivientes lograron llegar a los Santos, pero tuvieron que rendirse
a los franceses después de unos pocos días de lucha. El
hijo de lord Willoughby trató de rescatar a esos ingleses de
los Santos y para ello salió de Antigua con algunos barcos pequeños,
pero una flota francesa lo interceptó y tuvo que refugiarse en
Nevis.
A principios de noviembre, mientras el gobernador inglés de Antigua
se hallaba en Nevis, los franceses atacaron Antigua y se llevaron un
botín importante, en el que figuraba un alto número de
esclavos negros. El gobernador de Antigua volvió rápidamente
de Nevis con unos trescientos hombres, y cuando los franceses lo supieron
retornaron a Antigua en ese mismo mes de noviembre. En esta última
ocasión el saqueo que hicieron los franceses fue total y no quedó
una propiedad que no fuera destruida hasta los cimientos.
Al comenzar el año de 1667 los franceses tomaron Monserrate y
la mayoría de los irlandeses que habían sido los colonizadores
originales de esa isla juraron lealtad al rey de Francia. Esta parte
de la guerra se llevaba a cabo en el triángulo formado por Guadalupe,
Monserrate y Antigua. Nevis estaba encerrado a su vez en el triángulo
Saint Kitts, Antigua y Monserrate, y no se comprende cómo los
franceses no la tomaron o, por lo menos, no la atacaron. Nevis se mantuvo
durante toda la guerra como un enclave inglés en una zona dominada
por los franceses. En los ataques a Monserrate y Antigua participaron
del lado francés muchos indios caribes que iban en las expediciones
tripulando sus tradicionales piraguas, y esos caribes mataron sin compasión
a cuanto inglés cayó en sus manos. Esto tiene su explicación.
Poco antes de morir, Lonvilliers de Poincy había concluido con
los caribes un tratado en el cual se les reconocía la propiedad
a perpetuidad de Dominica y San Vicente a cambio de que ellos renunciaran
a seguir atacando las otras islas francesas. Los caribes, ese pueblo
considerado salvaje y bárbaro, sabían que combatiendo
al lado de los franceses defendían su derecho a supervivir por
lo menos en dos islas de las muchas que habían sido suyas. Aleccionados
por esa experiencia, los ingleses —que han probado a lo largo
de la Historia tener la valiosa capacidad de aprender— harían
algo parecido dos años después con los caribes de San
Vicente y Santa Lucía.
Con la batalla de Saint Kitts los filibusteros de Saba y San Eustaquio
quedaron fuera de acción; con la pérdida de la flota de
lord Willoughby, Barbados quedó en estado de debilidad. : Así,
pues, los holandeses se lanzaron a reconquistar Saba y San Eustaquio
en el extremo norte de las Barlovento y Tobago en el extremo sur, y
bloquearon Barbados por mar. Se estaba ya en el año final de
la guerra, que iba a terminar en 1667 con el tratado de Breda, y parecía
que el poder inglés iba de caída, por lo menos en el Caribe.
Pero Inglaterra reaccionó y envió a Barbados una flota
que levantó el bloqueo a que estaba sometida esa isla, derrotó
en las cercanías de Nevis una armada combinada de franceses y
holandeses —en la que había piraguas caribes— y reconquistó
Antigua y Monserrate. El 7 de junio una fuerza de 3.000 hombres atacó
Saint Kitts, pero tuvo que retirarse a Nevis con fuertes pérdidas,
y Saint Kitts quedó en manos francesas hasta el año de
1671.
Diremos de paso que los caribes de Dominica, que no tenían por
qué respetar los acuerdos de Breda, seguramente estimulados por
el espectáculo de depredaciones, saqueos, incendios y matanzas
que les habían dado los europeos, siguieron la guerra por su
cuenta después que se había acordado la paz, y desataron
sobre Antigua y Monserrate numerosos asaltos en los que quemaban, mataban
y saqueaban de acuerdo con sus viejas tradiciones de pueblo guerrero.
En medio de la contienda hubo gente de varias nacionalidades que fueron
a refugiarse en Santomas. Esa pequeña isla de Santomas, en el
grupo de las Vírgenes, no tenía agua corriente. Hacia
el 1657 había habido allí un establecimiento holandés
que se deshizo. En 1666, entre los refugiados de Santomas había
algunos daneses. Santomas tenía un puerto y alguien que había
estado en la isla debió interesar a Cristian V, rey de Dinamarca,
en ese pequeño punto del Caribe, porque el 11 de marzo de 1671
el rey formó la Compañía de las Indias Occidentales
sin que Dinamarca tuviera un territorio en esas Indias.
Es el caso que a principios de 1672 los pocos habitantes de Santomas
se declararon dependientes de Dinamarca y a poco, ese mismo año,
llegó a la isla una expedición danesa. Como Dinamarca
tenía ya una concesión en Guinea —África—,
se autorizó a la compañía a llevar negros africanos
a Santomas, y así acabó esa isla de las Vírgenes
convirtiéndose en un mercado de esclavos en el Caribe. Unos años
después, en 1697, los daneses de Santomas ocuparon Saint John,
una isla vecina, aunque tardaron hasta 1717 para colonizarla, y una
vez ocupada Saint John establecieron la soberanía danesa sobre
los numerosos islotes que había entre Santomas y Saint John.
Y así fue como antes de que terminara el siglo de la desmembración
del Caribe entró en sus aguas un nuevo poder europeo.
Cuando en 1672 estalló de nuevo la guerra de holandeses contra
ingleses, éstos reconquistaron la isla Tórtola, también
del grupo de las Vírgenes, y parece que Tórtola quedó
en poder de Inglaterra hasta 1688. Debemos suponer que después
de asentarse allí los ingleses procedieron a ocupar las islitas
vecinas de Tórtola, y que luego se extendieron hacia Anegada,
en el extremo occidental del grupo de las Vírgenes, y hasta Sombrero
y Anguila, en el extremo norte del grupo de Barlovento. Con esas pequeñas
islas en su poder, Inglaterra pasó a dominar el Paso de la Anegada,
una de las puertas del Caribe.
El grupo de las Vírgenes iba a acabar dividido entre Inglaterra
y Dinamarca cuando esta última le compró a Francia la
isla de Santa Cruz —la más grande de las Vírgenes—,
que como sabemos había quedado totalmente despoblada después
que sus habitantes fueron llevados, con todas sus pertenencias, a poblar
la reconstruida ciudad de Cap-Francais en el oeste de La Española.
Ajuicio de los políticos, los banqueros y los comerciantes ingleses
de 1655, la conquista de Jamaica fue un fracaso insigne. La flota más
grande y el ejército más numeroso que habían navegado
en aguas del Caribe vinieron a servir únicamente para conquistar
un territorio pobre, poco poblado, punto menos que desconocido, que
no tenía para los aventureros de Inglaterra el atractivo de otros
sitios a los cuales estaba vinculada la imagen de los grandes capitanes
ingleses del siglo anterior, como sucedía con Cartagena y Santo
Domingo. Pero Jamaica resultó, inmediatamente después
de conquistada, una base excepcional-mente buena para la guerra y para
el comercio de los ingleses en el Caribe. Desde Jamaica, que marcó
el punto más alto en el proceso de la desmembración del
Caribe en el siglo XVII, salieron los filibusteros a combatir contra
ingleses y holandeses y salieron los madereros a establecerse en las
costas de Yucatán y el reino de Guatemala.
El crecimiento de las ciudades, la construcción de barcos, el
uso de leña para industrias que se ampliaban, la reconstrucción
de Londres —que había sido destruida por el fuego de 1666—,
encarecieron en el siglo xvii la madera europea a un nivel tan alto,
que la tonelada llegó a pagarse entre 25 y 30 libras inglesas,
lo que para la época era un precio fabuloso. Al mismo tiempo
las fábricas de tejidos y otras industrias necesitaban tintes,
y en los bosques del Caribe había maderas ricas como la caoba
para la construcción y tintóreas como el campeche. La
explotación de los bosques del Caribe se intensificó de
tal manera, que hacia el año de 1670 había más
de 30 navíos que se dedicaban a llevar madera de las costas de
Yucatán a Jamaica, de donde era despachada a Inglaterra. De las
cabañas de los madereros ingleses de 1670 saldría, con
el andar de los años, lo que después se llamaría
Honduras Británica y hoy se llama Belice.
Evidentemente, el siglo XVII fue el siglo de la desmembración
del Caribe.
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Capítulo X
EL TIEMPO DEL ESPANTO
La desmembración
del Caribe estaba costándole a sus pueblos vidas, bienes y angustias;
pero se trataba al fin y al cabo de un proceso histórico determinado
por el juego de las fuerzas que operaban en Europa. Como posesión
de un país que se hallaba en Europa, al Caribe le tocaba correr
la suerte de su metrópoli. Ahora bien, las luchas europeas, reflejadas
en el Caribe, produjeron en el mar de las Antillas un estado de descomposición.
Al Caribe fue a acumularse lo peor de Europa; allí fueron a reunirse
los hombres más violentos, los de apetitos más desordenados,
los que no podían conformarse ni siquiera con la violencia y
la crueldad que se usaban en las guerras de Europa. Esos hombres fueron
los que desataron el tiempo del espanto en el Caribe.
¿Cómo eran ellos; qué fuerzas interiores los gobernaban?.
Eran individualistas en el grado más alto y al mismo tiempo se
negaban a aceptar los principios de la sociedad individualista. Hubo
casos en que alguno de ellos acabó sometiéndose a servir
a un gobernador; así sucedió, por ejemplo, con Henry Morgan.
Pero hubo casos opuestos, como el de Grammont, que de oficial de la
marina real francesa pasó a filibustero.
Como no se hallaban integrados en la sociedad de su época, esos
hombres no actuaban con sentido político. El hecho político
tiene un límite, y ellos no tenían conciencia de los límites.
Ellos mataban y robaban, torturaban, quemaban, destruían, porque
el poder de destruir es el único que iguala a las almas primitivas
con los dioses.
Igual que los dioses, los hombres que desataron en el Caribe la' era
del espanto se sentían dueños de su propio destino y a
la vez dueños de las vidas, los bienes y el destino de pueblos
enteros. Eran omnipotentes; tenían la libertad de hacer y deshacer
sin que tuvieran que rendir cuenta a nadie. Vivían impulsados
hacia la destrucción porque el acto de destruir era la expresión
más completa de ese poder absoluto que ellos aspiraban a ejercer.
Ahora bien, para que pudieran producirse hombres que se colocaban por
encima de gobiernos y sociedades se requería la conjunción
de ciertas circunstancias. No bastaba el apetito de poder absoluto de
esos hombres; hacía falta también una atmósfera
propicia para el desarrollo de esos apetitos. Y esa atmósfera
había sido creada por las burguesías europeas al desatar
las tremendas luchas del siglo XVII para arrebatarse unas a otras los
mercados. Europa se había vuelto, gracias a tales luchas, un
campo de batalla perpetua, y en esa batalla se formaron los hombres
que irían a crear en el Caribe el tiempo del espanto. Para tales
hombres, el Caribe era el escenario ideal de sus actividades, puesto
que allí había una frontera amplia y alejada donde se
combatía sin cesar y donde los Gobiernos de Europa necesitaban
fieras humanas que les fueran útiles en el propósito de
arrebatarle a España sus territorios y sus riquezas.
Esas fieras humanas fueron los piratas o filibusteros, a quienes a menudo
se confunde con contrabandistas y corsarios.
Los contrabandistas eran comerciantes del mar; el corsario fue un soldado
de las aguas que combatía a las órdenes de su gobierno,
unas veces con las armas y otras haciendo comercio. Pero los piratas
o filibusteros eran criminales que fueron usados, mientras les convino,
por los Gobiernos de Inglaterra y Francia como fuerzas de choque para
destruir o debilitar el poder de España en el Caribe.
Los piratas del Caribe formaron una versión moderna de los clásicos
piratas del Mediterráneo, pero a la vez eran diferentes. Los
del Mediterráneo eran sólo ladrones del mar que se agrupaban,
cada grupo en un barco bajo un capitán; pero los filibusteros
eran una sociedad que se regía por un código —la
"chasse-partie"—. Los filibusteros no tenían
divisiones ni de raza ni de religión, ni de nacionalidad ni de
lengua. Todo el que se sometía al código filibustero era
un miembro de su sociedad y sus derechos eran escrupulosamente respetados
por los demás miembros de esa sociedad. En un buque filibustero
había franceses, ingleses, holandeses, portugueses, irlandeses,
alemanes; y si el capitán era inglés o francés
no favorecía a sus con-nacionales a la hora de repartir el botín:
a cada uno, fuera blanco, negro, viejo, joven, del país que fuere,
le tocaba lo que estipulaba la "chasse-partie". Por algo los
filibusteros se llamaban entre sí "los hermanos de la costa".
En realidad, se sentían unidos en una hermandad verdadera, que
estaba por encima de la hermandad legal.
A fin de que podamos distinguir entre corsarios y filibusteros, vamos
a relatar dos casos de ataques corsarios en el Caribe ocurridos poco
antes de que se estableciera la sociedad filibustera, y después
relataremos algunos ataques de filibusteros producidos en los días
de esplendor de la sociedad filibustera. De los relatos se desprenderá
la diferencia entre corsarios y filibusteros.
Cuando la última expedición de sir Walter Raleigh fracasó
en la Guayana en el 1618, algunos de sus navíos se dedicaron
a hacer el corso en el Caribe. Es a esos navíos a los que se
refiere el fabuloso capitán Contreras cuando habla en sus memorias
de un bajel que apresó en las vecindades de isla de Pinos. "Era
inglés, de los cinco de Guatarral", dice Contreras, "Guatarral"
era Walter Raleigh, y este caballero inglés no fue pirata como
se dice a menudo en la literatura histórica de la lengua española;
era un corsario que salió varias veces de Inglaterra con autorización
de su Gobierno para conquistar tierras y colonizar. El capitán
Contreras, que había hecho la guerra en el Mediterráneo
y en Europa, sabía que ese bajel era corsario, aunque él
mismo le llamara pirata, y no mató a sus tripulantes sino que
los hizo presos. Los navíos de sir Walter Raleigh estuvieron
en el Caribe haciendo el corso, no pirateando.
Los holandeses, que habían estado contrabandeando en el Caribe
desde hacía muchos años, se lanzaron al corso en la región
hacia el 1623, después que su país reanudó la guerra
con España al finalizaren 1621 la tregua de doce años
que se había acordado en 1609. Los corsarios holandeses hicieron
estragos; se afirma que entre el 1623 y el 1626 apresaron unos quinientos
navíos españoles. Pero el episodio más notable
de la guerra del corso hecha por Holanda en el Caribe fue la destrucción
de la ilota anual española ocurrida en aguas cubanas el 8 de
septiembre de 1628. El almirante Piet Heyn, al mando de 30 navíos
con 700 cañones, persiguió a la flota española
desde el cabo San Antonio hasta frente a Matanzas, donde la obligó
a embarrancar, y se llevó a Holanda oro, plata, azúcar,
maderas y otros productos que fueron vendidos en 15.000.000 de guilders.
La Compañía Holandesa de las Indias Occidentales —que
era la máxima autoridad en todo lo que se refería alas
Antillas holandesas y la que financiaba a los corsarios— vendió
esos productos y ese año repartió entre sus accionistas
un beneficio del 50 por 100, caso único en la historia de compañías
similares. Los historiadores de lengua española llaman a Piet
Heyn el pirata Pata de Palo, pero no era pirata, sino un capitán
corsario, y, por cierto, de mucha categoría.
El tipo de guerra que hacían los corsarios tenía sus límites,
pero la de los filibusteros no reconoció ningún límite.
Y sucedió que en pocos años la guerra infernal de los
filibusteros oscureció la de los corsarios y acabó desplazándola.
A tal punto llegó ese desplazamiento, que hacia el 1665 el Gobierno
inglés se asociaba a los filibusteros para que le ayudaran a
combatir a otros Gobiernos europeos en el Caribe. Como era lógico
que sucediera, los filibusteros se sentían más poderosos
que nunca bajo el amparo del Gobierno inglés.
Fue así como la guerra del mar en el Caribe dejó de ser
guerra y se convirtió en una sucesión interminable de
crímenes que a menudo no tenían ninguna clase de justificación,
ni siquiera la del robo. Algunas veces un jefe filibustero atacaba una
población en la que sabía que no iba a encontrar nada
que saquear porque había sido saqueada o destruida poco antes
por otro .capitán filibustero. Por ejemplo, a fines de octubre
o principios de noviembre de 1656 la ciudad de Santa Marta fue saqueada
e incendiada por filibusteros ingleses; pues bien, pocas semanas después,
cuando apenas 100 vecinos se habían atrevido a volver de los
bosques donde habían estado escondidos y se hallaban reconstruyendo
sus viviendas, llegó otra flotilla filibustera y quemó
los hogares que esos desdichados estaban levantando. Un libro de mil
páginas resultaría corto a la hora de relatar todas las
fechorías de los piratas del Caribe. Hemos ofrecido contar algunas,
y lo haremos, pero antes debemos explicar algo.
La Tortuga había sido la capital de la sociedad filibustera hasta
1655, año en que los ingleses conquistaron Jamaica. A partir
de entonces comenzó a aparecerle a la Tortuga una competidora;
era Port Royal, una ciudad que se hallaba al extremo de la pequeña
península que cerraba por el sur la bahía de Kingston.
A partir de 1655, pero sobre todo desde 1665, los filibusteros ingleses
se fueron de la Tortuga y comenzaron a operar desde Port Royal. Esa
fue la primera grieta que tuvo la sociedad filibustera, pues ahí
comenzó a dividirse a causa de la nacionalidad de sus miembros.
Los filibusteros fueron llamados por el gobierno de Jamaica para que
combatieran contra holandeses y franceses del Caribe. A tal fin se les
daba patente de corso, pero tenían que reclutar sus tripulaciones
sobre los principios de la "chasse-partie", esto es, a base
del código filibustero. Además de eso, tenían que
compartir el botín con el gobierno de la isla. Hemos dicho "con
el gobierno de la isla", no con el gobernador. Los filibusteros
de la Tortuga daban el 10 por 100 del botín al gobernador como
gratificación personal; eso no sucedía en Jamaica. En
sus relaciones con los filibusteros, el gobernador de la Tortuga era
un socio, un cómplice; en sus relaciones con los filibusteros
ingleses de Port Royal, el gobernador de Jamaica era un funcionario
del Gobierno inglés.
Los filibusteros de la Tortuga no violaron nunca, hasta donde se sepa,
la "chasse-partie"; en cambio conocemos dos casos de violación
de ese código por parte de los capitanes filibusteros de Port
Royal. Cuando Cristóbal Myngs volvió a Jamaica cargado
de botín hecho en los saqueos de 1659 en Puerto Cabello y Coro,
retuvo para sí 12.000 pesos de plata, lo que le valió
ser enviado a Inglaterra acusado de robo; y al final de la toma de Panamá
en 1671, Henry Morgan se negó a darles a sus compañeros
piratas lo que les correspondía según la "chasse-partie"
que había firmado con ellos.
La monarquía fue restaurada en Inglaterra con la proclamación
de Carlos II el 8 de mayo de 1660 —en los días del caso
de Cristóbal Myngs— y en sus primeros tiempos el régimen
monárquico no fue precisamente un espejo de moralidad pública.
Cristóbal Myngs volvió a Jamaica limpio de pecado e inmediatamente
se dedicó a su antiguo oficio de filibustero. El 15 de octubre
de 1662, Myngs estaba frente a Santiago de Cuba con 11 navíos
y 1.300 hombres; tomó la ciudad y se dedicó a cometer
en ella las tropelías habituales de los filibusteros, y envió
a sus hombres a los campos vecinos a buscar tesoros ocultos y a destruir
todo lo que les saliera al paso.
En 1664 andaban pirateando por Centroamérica tres capitanes de
Port Royal llamados Morris, Jackman y Morgan. Este último sería
pronto el rey de la sociedad filibustera del Caribe, el célebre
Henry Morgan. Esos tres jefes ingleses habían estado haciendo
estragos en el golfo de Méjico, luego piratearon el puerto de
Trujillo y varios otros establecimientos españoles de la costa
centroamericana y por fin entraron en el Desaguadero con un plan tan
osado, que sólo podía caber en cabezas de hombres que
se sentían, como hemos dicho, con tanto poder como los dioses.
Acompañados por indios mosquitos, escondiéndose de día
en las orillas del río y remando de noche, Morgan y sus compañeros
recorrieron los 195 kilómetros del Desaguadero corriente arriba;
cruzaron el lago de Nicaragua casi en toda su extensión —por
lo menos 150 kilómetros— y cayeron en Granada sin que las
autoridades del país tuvieran la menor sospecha de lo que estaba
sucediendo. La entrada de los filibusteros en Granada fue una sorpresa
tan perfecta, que llegaron a la plaza central en pleno día, desmontaron
18 cañones, hicieron presos dentro de la iglesia principal a
más de trescientas personas y se dedicaron a saquearla ciudad
con eficiencia ejemplar.
Pues bien, un año después se repetía la toma y
el saqueo de Granada. En esta ocasión el jefe pirata fue Mansfield.
En el capítulo anterior explicamos que el gobernador de Jamaica
—sir Thomas Modyford— había encargado a Mansfield
que organizara un grupo de filibusteros para atacar Curazao, la isla
holandesa de Sotavento. Pero cuando Mansfield tuvo listos a sus hombres,
en vez de ir a combatir a los holandeses en Curazao se lanzó
a atacar y saquear los establecimientos españoles en Cuba, a
pesar de que Inglaterra y España no estaban en guerra.
En los días de la Navidad de 1665, Mansfield y sus hombres atacaron
un lugar de Cuba que figura en los documentos de la época bajo
el nombre de Cayo. A nuestro juicio debió ser algún establecimiento
situado en la costa sur de la parte oriental de la isla. Allí
mataron a 22 españoles que ocupaban un bajel, saquearon una población
cercana; luego se dirigieron hacia el Poniente, sobre la banda del Sur,
desembarcaron en un punto que debió ser donde se halla actualmente
Júcaro y se internaron unos sesenta kilómetros hasta Sancti
Spiritus, una villa del centro de la isla; allí establecieron
su cuartel general en la iglesia más importante, procedieron
al saqueo sistemático de la población y se fueron con
esclavos, ganado y varios vecinos ricos.
Después de esa hazaña, Mansfield resolvió tranquilizar
el ánimo del gobernador de Jamaica, que le había dado
comisión de corso para ir a tomar Curazao; puso proa hacia el
Sur y cayó sobre la isla de Providencia, que no era posesión
holandesa, sino española. Providencia cayó en manos de
Mansfield, que dejó en ella una guarnición filibustera
y siguió hacia la costa de Mosquitia. Se supone que de Mosquitia
debió haber salido hacia Curazao o cualquiera otra posesión
de Holanda, puesto que su país estaba en guerra con Holanda.
Pero no; el filibustero Mansfield remontó el Desaguadero y repitió
lo que habían hecho el año anterior Morgan, Morris y Jackman.
Una vez hecho el saqueo concienzudo de Granada, Mansfield pasó
a Costa Rica, donde quemó las haciendas y los villorrios que
halló al paso, desjarretaba los caballos y las reses, talaba
los árboles frutales, decapitaba las imágenes religiosas.
Aquello no era una invasión de hombres: era una horda de demonios
que iba asolando la tierra.
Mansfield llevó su botín a Port Royal, donde en buena
lógica debió ser recibido con hostilidad porque había
engañado a sir Thomas Modyford. Pero parte del botín que
llevó Mansfield era la isla Providencia. El gobernador aceptó
la isla "tomando en cuenta que su buena situación puede
favorecer cualquiera empresa" (quería decir en territorio
español del Caribe), y envió a la isla soldados para reforzar
la guarnición que había dejado allí el pirata.
En el mes de noviembre (1666) el Gobierno inglés aprobó
la medida y nombró a un hermano de Modyford teniente gobernador
de Providencia.
Cada vez era más frecuente la llegada a Port Royal de algún
filibustero cargado de botín. La plata y las mercancías
que entraban en Port Royal estaban dando animación- al comercio
de Jamaica. Sir Thomas Modyford comunicó al gobierno inglés,
en agosto de 1665, que las autorizaciones que él les daba a los
filibusteros para atacar los establecimientos y los buques españoles
en el Caribe, y las condiciones que les ofrecía para vender el
producto de sus saqueos en Port Royal, estaban produciendo muchos beneficios
a Jamaica. El gobernador describía en esa carta los cambios que
estaban operándose en Port Royal y además decía
que se estaba "sacando buen partido" de los piratas de la
Tortuga que habían pasado a la base de Port Royal, y agregaba
que "últimamente David Marteen, el mejor hombre de la Tortuga,
que tiene dos fragatas en actividad, ha prometido traerlas ambas".
Como puede verse, las autoridades de Jamaica hacían lo que hoy
llamaríamos buena promoción de su negocio.
Efectivamente Modyford tenía razón
cuando se alegraba de que muchos de los filibusteros de la Tortuga estuvieran
pasando a Port Royal o estuvieran "trabajando" con los capitanes
que operaban desde Port Royal. Pero cuando él escribía
esa carta ya estaba en la Tortuga Bertrand de Oregón, y bajo
De Oregón los filibusteros franceses iban a encontrar estímulos
para hacer renacer a la Tortuga como capital filibustera.
No era cierto que ese David Marteen de quien hablaba Modyford fuera
"el mejor hombre de la Tortuga". Por el apellido se deduce
que debía ser holandés, pero su nombre es punto menos
que desconocido. En la pequeña isla del noroeste de La Española
había capitanes de gran talla; un Grammont, un Olonés,
un Laurens de Graaf, un Miguel el Vasco, estrellas de primera magnitud
en el cielo del filibusterismo que sólo iban a ser superados
por ese sol del crimen que se llamó Henry Morgan.
El Olonés —cuyo nombre era Juan David Nau— y Miguel
el Vasco se lanzaron a la toma de Maracaibo y Gibraltar, en 1667 según
unos autores y en 1668 según otros. Oexmelin describe esa acción
en su historia de los filibusteros, pero no da fechas ni siquiera aproximadas.
En la operación, de gran envergadura, el Olonés llevaba
el mando de la flota y Miguel el Vasco el de las fuerzas que operarían
en tierra. Pero en realidad el líder de los filibusteros en ese
memorable ataque fue el Olonés.
El fuerte que defendía la barra de entrada al lago de Maracaibo
fue atacado en un amanecer. A pesar de la dura resistencia española
—en la que participaba, como en todos los casos parecidos en esos
años, una mayoría de naturales del país—,
los filibusteros tomaron el fuerte y pasaron a cuchillo a muchos de
los defensores que sobrevivieron. Maracaibo, que estaba situada sobre
el margen occidental de la parte más estrecha del lago, había
sido abandonada por sus pobladores y los filibusteros encontraron poco
que saquear. Oexmelin dice que en la ciudad sólo había
almacenes llenos de mercancías y bodegas repletas de vinos generosos.
Pero lo que les interesaba a los filibusteros en primer lugar eran el
oro, la plata, las joyas. Sin embargo, el Olonés y su gente no
iban a despreciar lo que había en esos almacenes y durante quince
días se dedicaron a comer y a beber bien y a organizar incursiones
a los campos vecinos en busca de gente que hubiera huido con caudales.
A los quince días el Olonés se dirigió a Gibraltar.
Gibraltar era una pequeña villa situada a la orilla del lago,
hacia el Sur. Su importancia consistía en que era el punto de
enlace comercial entre Maracaibo y Mérida. Los habitantes de
Maracaibo habían huido hacia Gibraltar porque consideraban que
allí estaban más seguros. Pero donde había filibusteros
no había santuario seguro. El Olonés llevó a su
gente hasta Gibraltar haciéndola caminar entre lodo que daba
a las rodillas. Al final de esa marcha agotadora estaban las defensas
españolas y había que tomarlas a cualquier coste. La batalla
fue de una rudeza descomunal. Los filibusteros tuvieron unas cien bajas
entre muertos y heridos, un coste altísimo en ese tipo de operaciones,
y eso llenó de cólera al Olonés, que pasó
a cuchillo a los defensores que sobrevivieron al combate. La matanza
fue tan grande, que la atmósfera se hizo irrespirable porque
los cadáveres quedaron insepultos, para alimento de las aves
rapaces que los venezolanos llaman zamuros.
Después del saqueo de Gibraltar, el Olonés planeó
el ataque a Mérida, pero sus hombres estaban cansados y los heridos
morían de infecciones incurables. Al mes y medio de estar en
Gibraltar, el Olonés mandó pegarle fuego a la villa, que
quedó convertida en cenizas, y se fue a Maracaibo con todos los
vecinos importantes del lugar, que se llevó en calidad de prisioneros.
Al llegar a Maracaibo pidió 500 vacas para dar libertad a esos
prisioneros y amenazó pegar fuego a la ciudad si no se las entregaban
en el término de ocho días. Además de eso, tuvo
la piadosa idea de construir una capilla en la Tortuga tan pronto llegara
a la isla y pensó que la mejor manera de ornamentar esa capilla
era llevándose de las iglesias de Maracaibo todo lo que tenían,
desde los altares hasta las cruces de los campanarios.
El Olonés y sus hombres sacaron de esa expedición 260.000
escudos de plata, más lo que habían tomado en mercancías,
que podía alcanzar a unos cien mil; además, antes de la
toma de Maracaibo habían hecho una presa de un buque español
cargado de cacao que valía otros 100.000; y, por último,
habían destruido propiedades por 1.000.000.
Ante esa demostración de poderío ofrecida por los hombres
de la Tortuga parecían desvanecerse las presunciones de sir Thomas
Modyford en cuanto a la mayor categoría de Port Royal como capital
de la sociedad filibustera. Pero en ese momento comenzó a surgir
el sol de Henry Morgan, que hacia comienzos de 1668, encabezando una
expedición formada por ingleses y franceses —aunque como
en todo grupo filibustero debía haber también holandeses,
portugueses y de otras nacionalidades—, entró por los Jardines
de la Reina, en la costa sur de Cuba, y atacó Puerto Príncipe
—la actual ciudad de Camagüey—, donde hizo un saqueo
minucioso, torturó a muchos vecinos para que le dijeran dónde
habían escondido sus tesoros reales o supuestos y sólo
accedió a no quemarla ciudad a cambio de que le buscaran 1.000
cabezas de ganado. Los vecinos de Puerto Príncipe reunieron las
reses, pero Morgan exigió que las sacrificaran, que les deshidrataran
las carnes, que las llevaran a la costa y las metieran en los barcos
piratas; y la distancia entre la ciudad y la costa era de más
de cien kilómetros.
Ese mismo año de 1668 Henry Morgan llevó a cabo su sonado
ataque a Portobelo, y después de realizarlo no puede caber duda
de que fue él, y no Morris ni Jackman, quien planeó el
audaz asalto a Granada. En el ataque a Portobelo no participaron franceses,
o participaron muy pocos, de manera que la operación fue realizada
por un jefe inglés con fuerzas predominantemente inglesas. La
división de la sociedad filibustera en grupos nacionales empezaba
a manifestarse, y esto era una lógica consecuencia de la existencia
de dos capitales filibusteras: la Tortuga, bajo bandera francesa, y
Port Royal, bajo bandera inglesa. Por el momento, sin embargo, esa división
por nacionalidades no iba a durar mucho tiempo. Es sorprendente que
tal división se presentara cuando lo que se planeaba era el ataque
a una posición española, pues en la disposición
a golpear el poder español en el Caribe hubo siempre unidad entre
todos los filibusteros. Esa disposición fue tan constante, que
atacaban los establecimientos españoles a pesar de que en algunos
casos los filibusteros sabían que no iban a encontrar ni oro
ni plata ni perlas que pagaran los gastos de las expediciones.
Henry Morgan mostró su garra de capitán filibustero en
el asalto a Portobelo. Cuando los defensores del castillo que se hallaba
en las afueras de la ciudad —un puesto avanzado, para decirlo
con propiedad— no pudieron seguir resistiendo el ataque dé
Morgan, procedieron a rendirse. Pues bien, Morgan los hizo encerrar
en un salón y voló el castillo entero con una carga de
pólvora. Ni uno solo de los que se rindieron salvó la
vida. Al llegar a la ciudad, Morgan destinó un pelotón
de sus hombres a tomar presos a todos los religiosos que hubiera en
iglesias y conventos. Mientras tanto el gobernador de Portobelo se había
refugiado en un fuerte y desde allí estaba haciendo una resistencia
desesperada y tan efectiva, que al cabo de seis horas de lucha Morgan
llegó a pensar en retirarse, convencido de que no podría
tomaría posición. La conquista de un fuerte pequeño
que hicieron sus hombres le hizo cambiar de parecer. Animado por esa
conquista, el jefe filibustero decidió forzar la rendición
del gobernador y mandó fabricar escaleras para llegar a las ventanas
de la parte superior del fuerte enemigo. Esa podía ser una operación
normal en un asalto; ahora bien, lo que no fue normal fue lo que Morgan
dispuso: que las escaleras fueran colocadas por grupos de piratas encabezados
por frailes y monjas. Estos desdichados tenían que hacer lo que
se les ordenaba, y hacerlo bajo el fuego español, pues el gobernador,
como era lógico, no iba a dejar de cumplir su deber aunque ello
les costara la vida a los religiosos. Muchos de éstos cayeron
muertos y heridos. Pero las escaleras habían quedado colocadas
donde Morgan había ordenado y los filibusteros pudieron entrar
en el fuerte, donde hicieron una matanza espantosa. El jefe español
no aceptó rendirse. Gritaba que prefería morir como un
valiente antes que ser ahorcado como un cobarde. Su mujer y su hija,
que estaban con él, no lograron convencerlo de que cambiara de
opinión. Al caer la noche había terminado la batalla de
Portobelo y comenzaron entonces el saqueo, la tortura de los presos,
la brutalidad criminal desatada sobre las víctimas del filibusterismo.
Al llegar a Port Royal, en agosto de ese año de 1668, los piratas
de Morgan llevaban 250.000 pesos sólo en moneda, y además
todo lo que reunieron en mercancías de valor.
En el mes de marzo de 1669 estaba el terrible Henry Morgan en Maracaibo,
la desdichada ciudad de Venezuela que menos de dos años antes
había sido asolada por el Olonés y Miguel el Vasco. Igual
que esos Jefes filibusteros, Morgan tomó el fuerte que defendía
la barra de entrada al lago, pero a diferencia de ellos, lo desmanteló,
y además procedió, ya en la ciudad, a torturar con refinamiento
a los vecinos que no le decían dónde tenían guardadas
sus riquezas en oro, plata y joyas. ¿Pero qué tesoros
podían tener esos infelices que habían sido esquilmados
poco antes por los terribles hombres de la Tortuga? En las tres semanas
que Morgan pasó en Maracaibo fueron sometidos al tormento unos
cien padres de familia.
Como había ocurrido en la ocasión anterior, los pobladores
de Maracaibo habían huido a Gibraltar, y a Gibraltar fueron los
piratas a buscarlos. Allí, durante cinco semanas se multiplicaron
los casos de tortura, de robos y de toda suerte de actos depravados.
Cuando Morgan decidió salir otra vez a las aguas del Caribe,
habían pasado entre Maracaibo y Gibraltar dos meses de horrores
que las gentes de esos lugares no podrían olvidar. . Mientras
tanto, a la entrada del lago habían llegado tres navíos
españoles de guerra, cuyas tripulaciones construyeron rápidamente
un fuerte sobre las ruinas del que Morgan había mandado destruir,
y así, cuando a los piratas les llegó la hora de salir
al mar se encontraron con el camino bloqueado por ese fuerte y los tres
navíos. Pero un capitán filibustero echaba mano a los
recursos de su profesión, y en ese caso Morgan usó el
brulote, que consistía en un buque cargado de materias inflamables
y que lanzaba en llamas sobre un navío enemigo para que le transmitiera
el fuego. El brulote fue dirigido esa vez contra el navío del
almirante de la pequeña nota española y Morgan lanzó
todas sus fuerzas contra los otros dos navíos. El navío
almirante ardió y otro de los barcos encalló, de manera
que sol quedó un buque español en capacidad de resistir,
lo cual, desde luego, era imposible.
Las bajas españolas de esa batalla del lago fueron altas, pero
un grupo alcanzó a salir nadando a la orilla derecha del lago
y en él iba el almirante, don Alonso de Campo y Espinosa, que
cayó preso en manos de los filibusteros. Uno de los marinos españoles
confesó que en la pequeña flota iban 40.000 pesos en plata.
Morgan ordenó el inmediato salvamento de lo que quedaba del navío
almirante y efectivamente allí estaba la plata, fundida por el
fuego. Morgan logró recuperar la mitad de ese tesoro, pero no
se conformó con la mitad y exigió otros 20.000 para devolver
la libertad a los marinos presos. El almirante se las arregló
de tal manera, que obtuvo esa cantidad de los vecinos de Maracaibo.
Por último el jefe pirata pidió quinientas cabezas de
ganado, y se las dieron, con lo cual Morgan consideró que su
"trabajo" quedaba remunerado, aunque sin duda no en lo que
él apreciaba. El 14 de mayo f 1669) el jefe pirata entró
a la cabeza de su flotilla en Port Royal, cuya población le aclamaba
como se ha aclamado siempre a los vencedores, aunque se trate de piratas.
Ya a esa altura los gobernadores de las posesiones españolas
del Caribe habían recibido órdenes de responder con la
lengua del cañón a la guerra que les hacían los
ingleses de Jamaica. Pero los españoles tardaron en actuar, tal
vez porque esas órdenes las tomaron sin la debida preparación.
En junio de 1670 dos navíos procedentes de Cuba atacaron la costa
norte de Jamaica, quemaron algunas propiedades y se llevaron unos cuantos
prisioneros. Esto, que era una mínima parte de lo que los ingleses
hacían contra los territorios españoles, les pareció
a las autoridades de Jamaica el colmo de la perversidad española,
y el 2 de julio Henry Morgan quedó nombrado jefe de todos los
buques de guerra del gobierno de Jamaica.
En realidad, ese cargo encubría un plan para poner a la mayor
cantidad posible de filibusteros al servicio de los ingleses, pues en
las instrucciones escritas que se le dieron al flamante jefe se le pedía
que recordara a sus tripulaciones que para ellas regiría "el
antiguo y aceptado ajuste de que sin presa no hay paga, y por consiguiente
todo lo adquirido se distribuiría entre ellos según las
reglas acostumbradas". Esas "reglas acostumbradas" eran
las del código de la sociedad filibustera, es decir, la "chasse-partie".
Por eso en las instrucciones se mencionaba específicamente "el
antiguo y aceptado ajuste". Lo que se le dio a Morgan con el cargo
fue, pues, toda la autoridad para reclutar una flota filibustera.
Morgan salió de Jamaica el 14 de agosto de 1770 con 11 barcos
y 600 hombres y fue a establecer su cuartel general en la isla de la
Vaca, que, como hemos dicho, estaba situada en el extremo sudoeste de
La Española, y allí comenzó a reclutar filibusteros.
En pocos meses reunió 39 buques y 1.800 hombres de varias nacionalidades.
Por ejemplo, del total de barcos, ocho —es decir, más de
una quinta parte— eran franceses. Morgan había logrado
restaurar la sociedad filibustera sobre sus antiguas bases de unión
por encima de las diferencias naturales de nacionalidad, lengua, raza
o religión. Pudo hacerlo por dos razones: porque su prestigio
era enorme entre los ladrones del mar y porque al poner en vigor el
viejo código de la sociedad filibustera estableció aumentos
altísimos para los pagos estipulados en ese código. Oexmelin
da las cifras de lo que debía pagarse en la expedición
que Morgan estaba organizando y advierte que las indemnizaciones "y
los premios en este viaje eran mucho más altos de lo que se apuntó
en la primera parte" del libro en que el autor cuenta la vida y
describe la organización de los filibusteros. Los filibusteros,
que tenían una tradición de respeto a la "chasse-partie",
no podían imaginar siquiera que Morgan iba a desconocer su compromiso,
pero es el caso, que, cuando llegó la hora, no lo cumplió.
Tampoco cumplió Morgan las órdenes que había recibido
del gobierno de Jamaica cuando ya estaba a punto de partir para la isla
de la Vaca. Esas órdenes habían llegado a Jamaica de Inglaterra.
Inglaterra se hallaba entonces negociando con España un tratado
de paz y amistad entre las posesiones de ambos países en América,
y como es claro, Inglaterra no quería que esas negociaciones
fueran estorbadas por los filibusteros ingleses que operaban en el Caribe.
La orden que se le dio a Morgan —precisamente el día antes
de salir de Port Royal— fue la de no ejecutar ninguna operación
terrestre contra los territorios españoles, lo que equivalía
a limitar sus actuaciones sólo a ataques y apresamientos de buques.
Morgan se comprometió a cumplir lo que se ordenaba, pero violó
poco después su compromiso en la forma más ostentosa,
puesto que no se limitó a atacar un puerto o una villa de la
costa o cerca de la costa de un territorio español, sino que
atacó en la costa de Panamá, atravesó el istmo,
llegó a la banda del Pacífico, tomó y quemó
la ciudad de Panamá; llevó a cabo, en suma, la agresión
más profunda que se había hecho a una posesión
española en el Caribe y además la más devastadora
y la más cruel. Pero no debemos adelantarnos a los acontecimientos.
A fines de agosto, mientras Morgan reclutaba filibusteros en isla de
la Vaca, tres capitanes de Port Royal repitieron lo que habían
hecho Morgan, Morris y Jackman en una ocasión y Mansfield en
otra, esto es, la toma y el saqueo de Granada; de manera que esa desdichada
ciudad fue tomada y saqueada —y su población maltratada-—
tres veces en seis años, entre 1664 y 1670. Al mismo tiempo que
ellos pirateaban en Nicaragua, Morgan despachaba desde su cuartel general
de isla de la Vaca seis bajeles y 400 hombres a la costa de la Nueva
Granada (Colombia). Esta expedición atacó Santa Marta
y Río Hacha En el último lugar los filibusteros estuvieron
un mes entero cometiendo toda suerte de crímenes.
Los filibusteros ingleses que habían estado saqueando Granada
en esos mismos días —septiembre y octubre de 1670—
llegaron a Port Royal a vender su botín —que, por cierto,
no debía ser muy rico— y recibieron órdenes del
gobernador Modyford de ir a reunirse con Morgan en la isla de la Vaca.
Morgan, pues, había llegado a tener una flota imponente a pesar
de que a última hora había perdido algunos navíos
a causa del mal tiempo. En hombres, la expedición de Morgan tenía
cerca de 2.000.
Con esa impresionante fuerza el célebre capitán filibustero
surgió el 14 de diciembre ante la islita de Providencia. Después
de haber sido capturada por Mansfield a mediados de agosto de 1666,
Providencia, según dijimos en el capítulo IX, había
vuelto a ser tomada por los españoles el 10 de agosto de ese
mismo año; de manera que a los cuatro años y cuatro meses
de hallarse de nuevo en manos españolas cayó otra vez
en manos inglesas porque la guarnición española capituló
ante Morgan, y desde luego no podía hacer otra cosa. Morgan procedió
a establecer en Providencia su cuartel general y desde él organizó
el ataque a Panamá.
En el capítulo IV de este libro dedicamos algunos párrafos
a la misteriosa rapidez con que circulaban las noticias por el Caribe
en unos tiempos en que los hombres sólo podían moverse
en buques de vela, a caballo o a pie. Pues bien, en esa ocasión
las autoridades de Cartagena conocían los planes de Henry Morgan
antes de que el jefe pirata tomara Providencia, pues cuando Morgan despachó
—hacia el 20 de diciembre— tres navíos con 500 hombres
para que tomaran el castillo de San Lorenzo, en la boca del río
Chagres, ya el presidente de Panamá había enviado refuerzos
a ese castillo, a Portobelo y a Venta Cruz, que estaba en el camino
entre Portobelo y Panamá. El ataque era esperado, pues, y se
sabía que se dirigía a la ciudad de Panamá, y como
todo el mundo conocía lo que había sucedido en Portobelo
cuando fue tomada por ese mismo Henry Morgan, los religiosos, los frailes
y las monjas de Panamá, y muchos vecinos pudientes, embarcaron
por el Pacífico con los ornamentos de las iglesias y todo objeto
de valor. Se fueron en busca de refugios seguros.
El 27 de diciembre —es decir, cuando finalizaba el año
de 1670— comenzó el asalto al castillo de San Lorenzo,
que cayó en poder de los filibusteros el 28 a mediodía.
La acción fue corta pero dura, al punto que los atacantes perdieron
unos ciento cincuenta hombres, entre ellos a su jefe, el coronel Joseph
Bradley. La batalla fue una página sobrecogedora, con actos de
valor increíble. Por ejemplo, uno de los piratas fue atravesado
por el pecho con una flecha, y se la sacó, le envolvió
algodón en un extremo para que entrara ajustada al cañón
de su arcabuz, y la disparó como un proyectil. El fuego de la
pólvora quemó el algodón de la flecha y ésta
a su vez provocó un incendio en el fuerte español. Ese
incendio resultó decisivo para la conquista de la posición.
De los 134 hombres que defendían el castillo sólo quedaron
30 vivos, y de ésos, 20 estaban heridos. Morgan llegó
al lugar el 2 de enero de 1671, dejó allí 300 filibusteros
para cubrir su retaguardia y el día 9 empezó a remontar
el río Chagres con siete naves de porte mediano y 36 canoas.
Llevaba en toral 1.400 hombres y estaba iniciando una acción
que iba a figurar como la epopeya clásica en el libro negro del
filibusterismo.
En primer lugar, la gente de Morgan era tanta para la capacidad de los
transportes que tenía que ir comprimida. Apenas había
espacio para los hombres y las armas, de manera que mal podía
haberlo para llevar impedimenta de comida o de otro tipo. En cuanto
a la comida, se pensó que sobraría en el camino, puesto
que el procedimiento del saqueo era siempre de una festividad contundente.
El primer día la expedición
llegó a Barcos y no halló un alma ni nada que comer. Esa
noche los filibusteros de Morgan tuvieron que conformarse con fumar
para engañar el hambre. El segundo día, tampoco aparecieron
ni gente ni comida y además llegaron a una parte del río
que no podía ser navegada debido a que el nivel del agua era
muy bajo. El tercer día caminaron a pie algunos kilómetros,
vieron que el río llevaba más agua y retornaron a buscar
las canoas para seguir navegando. El cuarto día se dividieron
en dos columnas, una iba por tierra y otra por agua, y llegaron a Torna
Caballos. Lo único que hallaron en ese lugar, donde esperaban
encontrar gente y comida, fueron unas cuantas bolsas de cuero vacías.
También las viviendas estaban vacías, y los filibusteros
procedieron a destruirlas, aunque con eso no comían. El hambre
era tanta, que decidieron comerse las bolsas de cuero, y lo hicieron
cortándolas en tiras finas que mojaban y machacaban con piedras.
Esa noche pernoctaron en Torna Muni, donde tampoco encontraron un alma
o un animal o un grano de maíz.
El quinto día aquel ejército de hambrientos llegó
a Barbacoa y se repitió lo de todo el viaje: sólo tenían
ante sí soledad y nada que comer. Pero en esa ocasión,
al cabo de largas horas de registrar las vecindades encontraron en una
cueva dos sacos de harina, algún maíz, algunos plátanos
y dos tinajas de vino. Con ese hallazgo comieron 1.400 hombres que llevaban
cinco días de ayuno. En la noche durmieron sobre campos cuyas
siembras habían sido destruidas por los naturales antes de abandonar
el lugar.
El sexto día marcharon por el bosque y comieron yerbas y hojas
de árboles; al mediodía hallaron un pequeño depósito
de maíz y no pudieron esperar una hora para cocinarlo: se lo
comieron crudo. Ese día fueron atacados por indios que les mataron
algunos hombres a flechazos. Al parecer los indios habían dejado
el maíz para estar seguros de que los filibusteros se detendrían
en ese punto y de que seguirían el camino donde ellos les habían
preparado la emboscada. El lugar quedaba cerca de Venta Cruz, adonde
llegaron a la mañana siguiente. En Venta Cruz debió haberles
esperado la guarnición que había enviado el presidente
de Panamá, pero tampoco en Venta Cruz había un alma; todas
las viviendas estaban ardiendo cuando llegaron los filibusteros y sólo
veían en los alrededores algunos gatos y algunos perros, que
los hombres de Morgan mataron en el acto para comérselos.
Los piratas, muchos de ellos enfermos y la mayoría cayéndose
de debilidad, no pudieron moverse ese día de Venta Cruz, y al
siguiente avanzaron hasta Quebrada Oscura, donde fueron atacados a flechazos.
Al tratar de avanzar tuvieron que librar una escaramuza con un grupo
de indios, de los cuales varios murieron combatiendo, y a la cabeza
de ellos, su jefe. A partir de ese momento Morgan y sus filibusteros
avanzaron siempre rodeados a lo lejos de indios y españoles que
los provocaban, los insultaban, los amenazaban, pero no les presentaban
batalla. Uno tiene que imaginarse que sumada al hambre, al sueño,
a las fatigas, esa presencia a distancia de un enemigo que no atacaba
debía destruir la moral de la columna. Además, llovió;
llovió con esa lluvia resonante y torrencial de los trópicos.
En esa marcha alucinante no iba a fallar ni uno solo de los ingredientes
que forman la atmósfera de las epopeyas.
De pronto, desde la cima de una montaña, Morgan y su horda alcanzaron
a ver a la distancia las aguas azules del Pacífico, y su júbilo
sólo puede compararse al que tuvieron en circunstancias iguales
Vasco Núñez de Balboa y los españoles que le acompañaban
el día en que vieron el mar del Sur. Sobre las aguas iban un
navío y seis botes que se dirigían a las islas de la bahía
de Panamá, y los filibusteros podían ver con nitidez los
contornos y los colores de las embarcaciones, pero tal vez no sospechaban
que a bordo de ellas se hallaban los frailes, las monjas y los vecinos
pudientes de Panamá, que huían en busca de refugio.
Con la vista del Pacífico terminaron las penalidades de los piratas.
Al descender de la montaña que les había proporcionado
la vista del otro mar hallaron ganado, caballos, asnos; mataron todo
cuadrúpedo, sin distinguir entre ellos, y se comían la
carne apenas chamuscada por el fuego de las hogueras que habían
hecho. Podemos detenernos un minuto a imaginarnos la escena, los rostros
brutales, iluminados por la mirada relampagueante del hambriento que
de súbito halla comida a pasto; las manos sucias encorvadas como
garras y las bocas envueltas en barbas hirsutas mojadas por la saliva
de la gula; podemos oír las palabrotas de los comentarios estallando
entre risotadas salvajes; podemos ver, en la imagen del banquete de
los demonios en los reinos del infierno.
Esa tarde la columna alcanzó a ver la ciudad de Panamá
y los filibusteros casi enloquecieron de alegría; dispararon
sus arcabuces, redoblaron los tambores, sonaron los clarines; saltaban,
gritaban, bailaban como locos. Un grupo de defensores de la ciudad se
acercó a caballo a insultarlos, y de pronto comenzaron a disparar
las armas de Panamá. Había comenzado la batalla por la
capital del istmo.
Una fuerza de defensores que se situó entre los filibusteros
y Panamá fue batida y no se le dio cuartel. Hombre cogido era
hombre muerto. Entre éstos hubo algunos frailes.1 Las cifras
de muertos de esa vanguardia varían de 400 a 600 y sin duda no
bajaron de 300. Este número aumentó mucho cuando Panamá
tuvo que rendirse después de un combate de algunas horas. Los
filibusteros actuaban sin piedad, resueltos a cobrar con intereses de
sangre todas las penalidades que habían padecido en su larga
marcha desde la boca del río Chagres hasta la ciudad de Panamá.
La ciudad quedó destruida por el fuego para siempre jamás.
Aunque quedaron en pie algunas casas de las afueras y algunos monasterios
e iglesias de los muchos que tenía Panamá, a la hora de
reconstruir la ciudad se escogió otro sitio. En la llamada Panamá
la Vieja pueden verse todavía restos de iglesias y de edificios
que debieron ser en su día oficinas gubernamentales. Aun hoy
los historiadores discuten si Panamá fue quemada por los filibusteros,
por orden del presidente o por acción espontánea de los
habitantes. En realidad, se trata de una discusión académica,
porque el hecho es que Panamá quedó destruida a causa
del ataque de Morgan e importa poco qué mano sujetó la
tea que inició el fuego.
A pesar de que Panamá había quedado destruida, el jefe
filibustero estableció allí su cuartel general y desde
él organizó batidas en todos los alrededores y en tierra
y agua; despachó dos columnas de 150 hombres cada una hacia algunos
puntos del interior y envió unos cuantos botes por el Pacífico.
Las dos columnas le llevaron unos doscientos vecinos apresados en las
vecindades y los botes llevaron prisioneros cogidos en las islas de
la bahía y embarcaciones cargadas con especias y otros artículos
de valor. Por los prisioneros cogidos en las islas se enteró
Morgan de que al conocerse la noticia de que él se dirigía
a Panamá había salido hacia el Sur un galeón que
llevaba un importante tesoro del rey en oro, perlas y joyas. Morgan
dio órdenes inmediatas de que se persiguiera ese galeón,
y así se hizo. Al cabo de ocho días de recorrer las aguas
vecinas, los filibusteros volvieron con esclavos, telas, azúcar,
jabón y 20.000 pesos de plata que habían saqueado de un
buque que hallaron cerca de la isla Tabagoa. En cuanto al galeón,
no hubo manera de saber a qué puerto había ido a refugiarse.
Desde luego, el terror había tomado posesión de Panamá.
Todos los días salían hacia los campos columnas de piratas
encargadas de apresar hombres, mujeres y niños; los hombres eran
sometidos a tormento para que dijeran dónde habían escondido
algo de valor. Oexmelin relata el episodio de un infeliz, probablemente
retardado mental, que en medio del desorden causado por la invasión
filibustera se puso la ropa de su amo —que había huido
de la ciudad—, por lo cual los piratas creyeron que era un caballero
adinerado. La descripción de las torturas a que fue sometido
ese desdichado es una pequeña obra maestra de la literatura del
terror. Todos los aljibes fueron vaciados de agua para buscar en su
fondo las joyas y las monedas que los panameños pudieron haber
tirado en ellos.
El 14 de febrero de 1671, después de estar allí tres semanas,
Morgan y su ejército de filibusteros salieron de Panamá.
Llevaban el botín en 175 caballos y varios cientos de prisioneros
a píe, de manera que la columna tenía un largo por lo
menos dos veces mayor que cuando iba de la boca del Chagres hacia Panamá.
Entre los prisioneros —que según Oexmelin eran unos seiscientos—
había ancianos, mujeres y niños. Por el camino los filibusteros
iban haciendo más presos y a la vez se dedicaban a arrasar con
cuanta vitualla encontraban. Desde luego, visto lo que habían
hecho en Panamá, nadie se atrevió a estorbar su marcha.
El rescate que Morgan les hizo pagar a los prisioneros llegó
a una cifra altísima, y aun pretendió obtener otro de
los habitantes de Portobelo a quienes les envió un mensaje haciéndoles
saber que si no le mandaban el dinero que pedía para entregar
el castillo San Lorenzo, demolería el castillo hasta los cimientos.
Las autoridades de Portobelo dijeron que no pagarían ni un ochavo
y Morgan cumplió su amenaza.
Morgan cumplía las amenazas que hacía, pero no las promesas
aunque fueran hechas bajo su firma. Así, no cumplió la
"chasse-partie" que había firmado con sus compañeros
de expedición antes de salir de isla de la Vaca. No le rindió
a ninguno de ellos cuenta del monto del saqueo y ordenó que a
cada uno se le dieran sólo 10 libras, que al parecer equivalían
a unos doscientos pesos de plata. Después de eso, acompañado
únicamente de algunos íntimos, se fue a Jamaica y dejó
su horda filibustera en Chagres. Menos de tres años después
el rey Carlos II lo armaba caballero y en enero de 1764 lo designó
teniente gobernador de Jamaica.
El ataque a Panamá marcó un punto crítico en la
vida de Port Royal; señaló al mismo tiempo su máxima
importancia como capital filibustera competidora de la Tortuga y la
necesidad de empezar a reducir el poder de los filibusteros ingleses,
lo que lógicamente significaría la disminución
de Port Royal en su categoría de asiento filibustero. El ataque
de Morgan a Panamá resultó demasiado provocador y escandaloso
y no tenía justificación alguna ni siquiera a los ojos
de los ingleses más antiespañoles, pues no fue un simple
ataque corsario o filibustero, sino tina acción guerrera de envergadura
respetable, que sólo podía aceptarse si se hubiera realizado
contra una nación enemiga que estuviera combatiendo a Inglaterra
con todos sus recursos.
Por otra parte, Inglaterra había llegado a un nivel de desarrollo
económico que exigía la aplicación de una política
de ampliación de mercados compradores, y los territorios del
Caribe podían ser buenos compradores. Ataques como el de Panamá
no facilitaban las relaciones comerciales; al contrarío, provocaban
resentimientos que las hacían difíciles. Inglaterra, pues,
necesitaba reanudar los esfuerzos que se habían iniciado desde
1634 para obtener que España abriera a los productos ingleses
los mercados de América, y había renovado esos esfuerzos
en 1660. Precisamente cuando Morgan tomaba Panamá estaban llevándose
a cabo en Madrid conversaciones anglo-españolas dirigidas a conseguir
un acuerdo de ese tipo.
El filibusterismo inglés tenía, pues, que abandonar necesariamente
su base jamaicana, es decir, Port Royal; y una de las razones por las
cuales se designó a Henry Morgan teniente gobernador de Jamaica
fue porque se creyó —con cierta dosis de razón—
que su autoridad sobre la sociedad filibustera de Port Royal seria útil
para echar a los piratas de Jamaica. Así, la Tortuga volvería
a ser la única capital filibustera del Caribe, y esa situación
se afirmaría al comenzar en 1672 la guerra de Francia contra
Holanda, que duraría hasta la paz de Nimega (1678), pues para
efectuar esa guerra se necesitaría combatir a Holanda en sus
posesiones del Caribe; y para eso habría que usar a los filibusteros
de la Tortuga, que en su mayoría eran franceses.
Debemos explicar que en los dos primeros años de la guerra —de
1762 a 1764— Holanda estuvo también en guerra contra los
ingleses, y que en 1763 España entró en la guerra contra
Francia, lo que explica que España participara en la paz de Nimega.
En esa triple guerra, pues, tenía que participar —y participó—
la Tortuga. Debemos recordar que el gobernador Bertrand de Oregón
naufragó en las costas de Puerto Rico cuando se dirigía
a atacar Curazao con una expedición filibustera. Al entrar España
en la guerra contra Francia, los filibusteros de la Tortuga actuaron
también del lado francés, aunque debemos decir que para
atacar posiciones españolas no necesitaban, ni habían
necesitado nunca, la excusa de una guerra entre Francia y España.
Si algo unía a los filibusteros —ya lo hemos dicho—
era su incontrolable disposición a atacar a toda hora el poder
español en el Caribe.
Como la Tortuga había retornado a ser la única capital
de la sociedad filibustera, muchos piratas ingleses echados de Jamaica
fueron a ponerse bajo las órdenes de los piratas franceses de
la Tortuga. Unos cuantos ingleses participaron con franceses en el asalto
y la toma de Santa Marta, ocurrida en la primavera de 1677. El gobernador
de Cartagena despachó en auxilio de Santa Marta una columna terrestre
y una flotilla que debía atacar por el puerto. Pero esa contraofensiva
española no tuvo éxito y los filibusteros ingleses se
llevaron presos al gobernador y al obispo de Santa Marta, aunque en
vez de llevarlos a la Tortuga los llevaron a Jamaica y los entregaron
en manos del gobernador de esta isla. Es posible que esa acción
de los filibusteros ingleses tuviera personales; es posible que los
piratas ingleses estuvieran buscando con ella la benevolencia de las
autoridades de Jamaica. De todos modos, los franceses se encolerizaron
y acusaron a los ingleses de haberlos traicionado.
En ese mismo año de 1677 hicieron los filibusteros de la Tortuga
numerosos ataques de poca importancia a varios puntos del Caribe y al
comenzar el año de 1678 el conde de Estrées, vicealmirante
de la escuadra francesa del Caribe, organizó una expedición
para tomar Curazao.
Desde marzo de 1676 gobernaba la Tortuga el señor De Pouncay,
sobrino de Bertrand de Oregón. El gobernador De Pouncay recibió
órdenes del vicealmirante De Estrées para que le enviara
una fuerza de 1.200 filibusteros que sería usada en el asalto
a Curazao. La flota francesa, con el refuerzo de la Tortuga, navegó
hacia el Sudoeste con la intención de entraren Curazao por el
Sur, y encalló en los arrecifes de las pequeñas islas
de las Aves. El siniestro puso a De Estrées en el caso de tener
que volver a La Española —parte francesa—, pero dejó
en las Aves a un afamado capitán filibustero con instrucciones
de atacar las posiciones españolas de la región.
Ese capitán, a quien conocemos sólo por su apellido, era
Grammont, un antiguo oficial de la marina real de Francia que había
sido enviado al Caribe al mando de una fragata con órdenes de
apresar buques enemigos. Grammont, pues, era un capitán corsario
con todas las de la ley. Pero sucedió que apresó en las
cercanías de Martinica un navío holandés y vendió
el barco y su cargamento, todo lo cual valía 400.000 libras,
y en vez de entregar esa suma a las autoridades francesas la gastó
en la Tortuga, a la manera típica de los filibusteros, derrochando
el dinero en vinos y mujeres. Después de eso Grammont se quedó
sin patria y lógicamente halló un lugar en la sociedad
filibustera.
Cuando el vicealmirante De Estrées se fue a La Española,
Grammont se dedicó a asolar la costa venezolana y durante varios
meses anduvo por sus aguas cometiendo las fechorías habituales
de los filibusteros. Lo mismo que lo habían hecho antes el Olonés
y Morgan, Grammont entró en el lago de Maracaibo, tomó
la ciudad y la saqueó; tomó Gibraltar y la saqueó.
Pero hizo mucho más que sus antecesores, puesto que llegó
hasta Trujillo y Mérida, ciudades de tierra adentro, situadas
en plena montaña de los Andes, y después atacó
la Guaira. Grammont permaneció en aguas venezolanas desde mediados
de junio hasta mediados de diciembre de 1678; seis meses de horrores
en ese tiempo del espanto.
En esa fecha los "habitantes" franceses de la costa occidental
de La Española llevaban cerca de cincuenta años asentados
en esa tierra del Caribe. A ellos se habían sumado sus hijos,
los bucaneros que iban dedicándose a sembrar tabaco a medida
que disminuían las reses salvajes y seguramente muchos franceses
que habían estado llegando de Francia y de las otras islas antillanas.
En 1678 la población francesa de la costa oeste de La Española
era de 4.000 a 5.000 familias, contando los esclavos; y éstos
no podían ser muchos. La producción principal de esa población
era tabaco —unos dos millones de libras al año— y
el tabaco no requiere mano esclava. Hacia el 1678 la población
se concentraba en unas cuantas villas. La más importante era
Cap-Francais, situada en el Noroeste, y le seguían, hacia el
Oeste, Port Margot y Port de Paix; en el Sur, al oeste del actual Puerto
Príncipe, estaba Leogane —la antigua Yaguana—; al
oeste de Leogane se hallaba Petit-Goave, que desde la rebelión
de 1670 contra Bertrand de Oregón comenzó a convertirse
en el puerto de los bucaneros.
Sabemos que en el 1670 Henry Morgan puso su cuartel general en la isla
de la Vaca y sabemos que ese punto fue usado después por otros
filibusteros. Pero la isla de la Vaca no llegó a ser una competidora
de la Tortuga. En cambio Petit-Goave sí lo fue. ¿Por qué?
Porque al convertirse en un puerto frecuentado por los buques mercantes
que iban a hacer negocio con los bucaneros, los filibusteros tuvieron
que ir allí a vender lo que recogían en sus asaltos; y
además porque el gobernador de Petit-Goave comenzó a expedir
patentes de corso, aunque disfrazadas de autorizaciones para pescar
y cazar.
El gobernador de Pouncay murió en Petit-Goave a fines de 1682
y parece que para ese año tenía su residencia en Cap-Francais.
Su sucesor provisional, el señor de Franquesnay, quiso poner
en vigor las órdenes llegadas de París para que se pusiera
fin a la costumbre de dar patentes de corso a los filibusteros, y esto
provocó una situación de rebeldía que parecía
amenazante. Pero en abril de 1684 llegó a Petit-Goave el señor
De Cussy Tarín, nombrado sucesor de Pouançay, que se dio
cuenta de la situación y pactó con los filibusteros con
el fin de ganar tiempo para resolver los problemas de la costa y para
ir convenciendo a los filibusteros de que debían ponerse al servicio
del Gobierno francés. De Cussy sabía que los filibusteros
tenían fuerza suficiente para dominar el territorio y entregarlo
a otro país que les ofreciera garantías para seguir operando
como lo habían hecho siempre, y resolvió dejar al gobernador
de Petit-Goave en libertad para que siguiera dando a los piratas patentes
de corso; luego se fue a Cap-Français, donde al final se fijó
la capital de todos los territorios de la costa habitados por franceses.
A partir de 1684 se produjo un renacimiento del filibusterismo, algo
así como la última llamarada de aquel fuego infernal.
Los grandes capitanes de esa época fueron Laurens de Graaf, Grammont,
Van Horn. De esos tres, sólo Grammont era francés, y,
sin embargo, todos actuaban a título de franceses. El renacimiento
del filibusterismo iba a durar de diez a doce años y después
los fabulosos bandoleros del mar serían puestos al servicio de
Francia. Pero esos diez o doce años serían de violencia
y pillaje en el Caribe.
A tales corresponden unas páginas de Oexmelin que vamos a resumir.
Esas páginas se refieren a una expedición afortunada de
los filibusteros a Veracruz, que no era parte del Caribe; pero podemos
imaginarnos que en todos los casos en que los filibusteros saqueaban
un punto del Caribe se comportaban igual que en esa ocasión.
Dice Oexmelin que "cuando ellos llegan... van siempre con sus vestidos
destrozados, los rostros pálidos, flacos, desfigurados. Pero
nadie se detiene a examinar el desorden de su exterior sino las riquezas
que traen". Oexmelin refería que los piratas llegaban con
sacos de dinero al hombro o sobre la cabeza, y los comerciantes, los
taberneros, las mujeres y los jugadores se llenaban de júbilo
porque sabían que al final toda esa riqueza sería de ellos.
Al describir una de las orgías que
seguían a la entrada en un puerto de piratas de esos hombres
flacos, desfigurados por la tensión de los combates, Oexmelin
—que fue testigo presencial de esas escenas— refiere que
"los vasos saltaban en el aire a bastonazos y los jarros y fuentes
mezclados confusamente con el vino y los pedazos de vidrio hicieron
degenerar el festín en una crápula asquerosa". Algunos
días después los piratas "parecían tan abatidos
y extenuados a causa de sus libertinajes y de su abundancia como lo
habían estado por el hambre y las fatigas de sus correrías".
Dice Oexmelin que los filibusteros explicaban su actitud desenfrenada
con este razonamiento: "Hoy estamos vivos, mañana muertos...
A nosotros no nos importa más que el día que vivimos y
no nos ocupamos del día que tendremos que vivir."
Pero los pueblos del Caribe estaban allí para vivir el día
de hoy y el de mañana, para vivir el año actual y el venidero,
el siglo presente y los siglos del porvenir. Mientras tanto, en los
cincuenta o sesenta años de riqueza y de orgía para la
Tortuga, Port Royal y Petit-Goave, a los pueblos del Caribe les tocó
vivir el tiempo del espanto.
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Capítulo XI
INTERMEDIO EUROPEO
En los tres capítulos
anteriores el lector ha visto cómo estuvieron operando en el
Caribe las fuerzas europeas a partir del momento en que ingleses, holandeses
y franceses fueron a esa parte del mundo a disputarle a España
su hegemonía en la región. Primero, España tuvo
que abandonar el oeste de La Española; después conquistaron
San Cristóbal, y mediante una larga ofensiva acabaron conquistando
varios puntos del Caribe. El momento culminante de esa ofensiva sería
la toma de Jamaica por los ingleses, pero la toma de Jamaica fue precedida
por la de lugares que aseguraban el acceso al Caribe, como Barbados,
o las operaciones de tierra firme, como Providencia y San Andrés.
Esta ofensiva fue sólo un aspecto de las luchas del siglo XVII
que sostenían en Europa las burguesías, cada una empeñada
en predominar sobre las demás, pero todas sometidas a los gobiernos
absolutos de sus respectivos países. Esas luchas fueron parte
de un proceso revolucionario que duraría todo el siglo xvii y
la mayor parte del XVIII, y a su vez ese proceso revolucionario era
el resultado de los cambios que estaban produciéndose en el mundo
occidental: ampliación de mercados de consumo y de fuentes de
productos, mejores técnicas de producción, mayor cantidad
de oro y plata en circulación, en todo lo cual habían
tenido un papel importante el descubrimiento y la conquista de América.
Los cambios introducidos en la producción y en el comercio por
todos esos factores que hemos mencionado, condujeron a Europa a desajustes
económicos y sociales que afectaron a grandes núcleos
de la población, y esos desajustes provocaron un estado de rebelión
general. El campesinado pobre, los artesanos y los pequeños comerciantes
luchaban al lado de la burguesía contra los privilegios feudales
de la nobleza; por su parte, la burguesía luchaba para independizarse
de los gobiernos absolutos, que reclamaban siempre participación
en los negocios de la burguesía, y este aspecto particular de
la lucha produjo a su vez los movimientos de la Fronda en Francia, las
sublevaciones de Cataluña y Portugal en España, las pugnas
de los escoceses contra el gobierno de Inglaterra.
Todas esas rivalidades y desajustes se condensaron en Europa en la llamada
guerra de los Treinta Años, y en el Caribe, en lo que podríamos
llamar la pérdida de la unidad española, que había
durado ciento treinta años. El siglo XVII fue, pues, decisivo
en la historia del Caribe, porque fue en él cuando el Caribe
perdió su unidad y pasó a ser una multiplicidad, con lo
que cada parte vino a depender de un centro de mando diferente. En el
paso de la antigua unidad española a la multiplicidad anglo-franco-holandesa-hispánica,
la historia del Caribe se dispersó y ya nunca más volvería
a producirse por un solo cauce; el Caribe dejó de serlo que era
y además dejó de serlo que estaba llamado a ser, y nadie
podía saber entonces con qué iba a ser sustituido aquel
cuerpo cortado en pedazos.
De las innumerables guerras, sediciones, rebeliones y luchas políticas
secretas que tuvieron lugar en Europa, en ese siglo XVII salieron fortalecidas
Inglaterra, Francia y Holanda, y España salió debilitada;
y no sólo se debilitaba porque perdía territorios en Europa
y en América, sino porque perdía de manera progresiva
su vigor nacional, lo cual era en fin de cuentas más importante
que perder tierras. En vez de enriquecerse con las fabulosas riquezas
del imperio americano, sobre todo con el oro y la plata que producía
ese imperio, España se empobrecía de manera constante.
Los historiadores y los sociólogos le han buscado muchas explicaciones
a esa decadencia de un país que en poco menos de cien años
había llegado a extenderse por todo el globo terráqueo,
pero la explicación decisiva está en que España
no transformó sus estructuras sociales. Su imperio producía
mucho oro y mucha plata, pero el pueblo no cambió su organización
social. España siguió siendo en el siglo xvii tal como
había sido en el XVI, y en vez de burgueses y artesanos que produjeran
bienes de consumo y organizaran la producción y el comercio con
Europa y América, el país daba de sí funcionarios,
militares y sacerdotes dedicados a mantener en movimiento la maquinaria
del poder imperial.
Durante el siglo XVII, época en que Inglaterra, Holanda y Francia
formaban burguesías, en España se acentuaba lo que podría
ser calificado de vacío social, no en relación consigo
misma, sino en relación con el tipo de sociedad que se organizaba
en esos otros países de Europa. Pues en relación consigo
misma España tenía una determinada organización
social, pero anticuada; con muy ligera diferencia, la misma que había
tenido al comenzar el siglo XVI, no la que correspondía a un
país con un imperio tan grande y tan rico. A pesar de todo, ese
vacío social no era absoluto, como no lo es nada en ese orden;
de haber sido absoluto no se habrían dado figuras como Calderón
de la Barca o Diego Velázquez. Ahora bien, el vacío mantenía
en conjunto al país socialmente inmóvil y atrasado. Resultaba
más fácil hacerse rico en un cargo público que
poniéndose a producir algo de lo que España necesitaba
para ella misma y para sus territorios americanos. A mediados del siglo
la mitad de la población del país estaba compuesta por
nobles, que consideraban una deshonra trabajar, frailes, pordioseros,
servidumbre de los nobles y los personajes de la picaresca, que vivían
del engaño. -Generalmente, cuando se habla de burguesía
española en el siglo XVII se menciona el caso de la de Cataluña,
y en realidad esa burguesía catalana estaba compuesta sobre todo
por mercaderes.
Las enormes riquezas del imperio concurrían a mantener ese estado
de inamovilidad social, pues todo el mundo dependía de esas riquezas;
cada quien esperaba que de alguna manera 3e tocaría parte de
ellas, y aquellos que tenían más aspiraciones y más
necesidades o más deseos de producir buscaban modo de enriquecerse
o bien yéndose a América o bien a través de "un
cargo público desde el cual pudieran participar en el reparto
del oro americano.
Sobre el inmovilismo social que mantenía al país en un
estado de retraso y descomposición —lo que era un mal muy
grave por sí solo—, España era víctima de
una enfermedad que aquejaba a la casa real. Pocos historiadores le han
dedicado a ese mal la atención que merece, dado el enorme poder
que tenían en el siglo xvii los monarcas españoles. Se
trata de la conocida locura de los Austrías, de la que sufrieron
todos los reyes, en grado creciente, a partir de Felipe II, aunque pueden
hallarse trazas de ella en Carlos V.
La locura había llegado a la casa real de Castilla en el siglo
xv con Isabel de Portugal, la segunda mujer de Juan II de Castilla,
madre de Isabel la Católica y abuela de Juana la Loca, a quien
se conoce con ese nombre precisamente porque pasó sus últimos
años en estado de locura y así murió, como había
muerto su abuela.
Casada con Felipe el Hermoso, Juana la Loca tuvo varios hijos, pero
sólo dos varones. El primero de éstos llegó a ser
Carlos I de España y V de Alemania; el segundo, Fernando, ocupó
la corona de emperador de Alemania cuando Carlos abdicó en su
favor. La sangre de Isabel de Portugal y de su nieta Juana la Loca,
que corría por las venas de los reyes de España y de Alemania,
se unió de nuevo cuando una hija de Carlos —hermana de
Felipe II— casó con Maximiliano, hijo de Fernando I, y
retornó a España con el morbo de la locura fortalecido
cuando Felipe II casó con Ana de Austria, hija de ese matrimonio
de Maximiliano y la hermana del novio. Felipe II casó, como vemos,
con una princesa que al mismo tiempo era su prima hermana, su sobrina
carnal y la doble bisnieta de Juana la Loca, o lo que es lo mismo, la
heredera de la locura de Juana.
Felipe casó la primera vez a los dieciséis años
con su doble prima hermana María de Portugal, y el único
hijo de ese matrimonio, don Carlos, no pudo heredar el trono debido
a que enloqueció joven. Del segundo matrimonio, hecho con María
Tudor de Inglaterra, no tuvo hijos; del tercero, con Isabel de Valois,
princesa de Francia, tuvo dos hijas, Isabel Clara Eugenia y Catalina
Micaela; del cuarto, con Ana de Austria —su sobrina y prima hermana—,
tuvo cinco, de los cuales cuatro murieron en la infancia y uno, Felipe,
pasó a ser su heredero con el nombre de Felipe III.
Felipe III heredó el trono a la muerte de su padre, en septiembre
de 1598, y aunque su quebranto mental no llegó a tener la gravedad
que tuvo el de su medio hermano el príncipe Carlos o el de su
nieto el rey Carlos II, fue un monarca irresponsable, superficial, que
se dedicó a disfrutar las ventajas de ser rey. Durante todo su
reinado, de veintitrés años, el gobierno de España
y de su vasto imperio estuvo en manos de favoritos, y algunos de ellos
no tenían escrúpulos de ninguna especie ni se preocuparon
por los problemas del país. Del duque de Lerma, que fue uno de
esos favoritos, se decía que al favor de su cargo había
acumulado una fortuna superior a los cuarenta millones de ducados. Podemos
tener una idea aproximada de lo que esa cifra significaba si recordamos
que la aventura de la Armada Invencible le había costado a España
menos de diez veces esa suma. Aunque rebajemos la diferencia que debe
atribuirse a la pérdida de valor de la moneda, que fue muy grande
desde los días de la Armada Invencible hasta los del duque de
Lerma, lo que éste sustrajo al país fue de todos modos
una fortuna enorme.
De los numerosos dislates que se hicieron en España bajo el reinado
de Felipe III, uno afectó directamente al Caribe, y fue la despoblación
de la parte occidental de La Española; pero tal vez el de consecuencias
más graves para España consistió en la expulsión
de los moriscos, que comenzó en septiembre de 1609. Con la de
los moriscos del reino de Valencia, siguió en enero de 1610 con
la de los de Murcia y Andalucía; en abril de ese año fueron
expulsados los de Aragón, y por último, en 1611, lo fueron
los que vivían en Cataluña, Castilla, Extremadura y La
Mancha. Los moriscos no eran unos cuantos miles; eran centenares de
millares, y entre ellos estaban los mejores agricultores y los mejores
artesanos de España; de manera que con su expulsión
España sacrificó lo que hoy llamamos la mano de obra calificada
del país. A consecuencia de esa medida España pasó
a ser rápidamente el más pobre de los países importantes
de Europa, una situación de la cual España no iba a salir
fácilmente. Se sabe que unos cuantos altos funcionarios sacaron
de esa expulsión de los moriscos algunos millones de ducados
comprando las propiedades de esos desdichados por nada o por muy poco,
o simplemente quedándose con ellas por malas artes.
Bajo el reinado de Felipe III se hizo la paz con Holanda y con Inglaterra,
pero no para inaugurar una política de paz que le permitiera
a España dedicar su atención a mejorar su propia suerte
y la de su imperio, puesto que poco después entró de manera
absolutamente innecesaria en la guerra de los Treinta Años, que
iba a durar el resto del reinado de Felipe III y veintisiete años
del reinado de su sucesor, Felipe IV.
Felipe III murió el 31 de marzo de 1621 y Felipe IV iba a reinar
cuarenta y cinco años, al cabo de los cuales dejaría este
mundo con síntomas evidentes de locura melancólica, y
para mala suerte de España y de su imperio, sería en sus
años cuando se iniciarían las rebeliones de Portugal y
de Cataluña y la revolución inglesa de Cromwell, tres
acontecimientos casi simultáneos. Los dos primeros iban a provocarla
casi aniquilación de España y el tercero iría a
reflejarse en el Caribe con la conquista de Jamaica. Bajo Felipe IV
se produciría también el nacimiento y el florecimiento
de la sociedad filibustera, que tanto contribuyó a debilitar
el poder español en el Caribe.
Igual que su padre, Felipe IV dejó la tarea de gobernar en manos
de sus validos, mientras él se dedicaba a conquistar mujeres
y a tener hijos bastardos; y sucedía que esos validos tenían
que enfrentarse a tiempos muy difíciles, para los que no estaban
preparados ni ellos ni el pueblo español.
Uno de los problemas españoles de esos días era la lucha
contra Inglaterra, Holanda y Francia, que se proponían hacerse
fuertes a expensas de España y lo lograron bajo el reinado de
Felipe IV; otro era restablecer una verdadera unidad de España,
pues Castilla y Aragón —y en Aragón, Cataluña
y Valencia— se gobernaban con leyes propias, sobre todo en lo
que se refería a contribuciones económicas para sostener
los gastos de la monarquía y los de las guerras y en lo que se
refería a la leva de hombres para las actividades militares.
Para sostenerse en sus puestos, los validos de Felipe IV no podían
descansar en sus méritos de gobernantes, porque el rey no tenía
concepto de lo que significaba el gobierno; tenían que contar
con la buena voluntad del rey valiéndose de halagos, haciéndole
al monarca honores que a veces costaban millones de ducados, dándole
fiestas suntuosas, que pagaba el empobrecido pueblo de España,
y hasta buscándole queridas. Era una situación penosa
y denigrante, propia de un país sin destino, no de la cabeza
de un imperio que se extendía por toda la tierra.
De las muchas guerras en que se vio envuelta España bajo el reinado
de Felipe IV las peores fueron las que hizo contra Francia. El país
no podía resistir la carga económica de esas guerras ni
el desorden que acompañaba a los soldados por donde pasaban,
y la situación iba a hacer crisis en Cataluña y Portugal.
Cataluña era entonces una región que se extendía
más allá de los Pirineos, y eso la convertía en
una zona fronteriza que necesariamente sufría los ataques franceses
cuando había guerra entre España y el país vecino;
por tal razón, tan pronto como se rompían las hostilidades
con Francia había que mandar ejércitos a Cataluña,
y esos ejércitos se alojaban en las casas de los campesinos,
pues en tal época no había cuarteles ni en España
ni en ningún país. Los abusos de toda índole y
los atropellos en sus personas y en sus bienes que sufrían los
campesinos llegaban a ser intolerables y esa situación provocó
el levantamiento de Cataluña.
La sublevación de Cataluña contra los ejércitos
de Felipe IV comenzó el 7 de junio de 1640. Los catalanes se
declararon república independiente bajo el protectorado de Francia
y nombraron a Luis XIII —rey de Francia— conde de Barcelona.
Como era de esperarse, Francia envió tropas a Cataluña
y el país acabó convirtiéndose en teatro de la
guerra de España y Francia, una guerra larga y dura, que duró
más de doce años, de la que al final salió Cataluña
mutilada, con toda la parte transpirenaica en poder de Francia.
La rebelión de Portugal comenzó ese mismo año de
1640, el 1 de diciembre, e inmediatamente degeneró en una guerra
que iba a ser mucho más larga que la de Cataluña; al morir
Felipe IV se seguiría luchando en Portugal. Los enemigos de España
en Europa se dieron cuenta de que la sublevación portuguesa les
abría un costado de España y alentaron la guerra con todos
los medios que tenían a mano. En esos días se descubrió
que Andalucía se preparaba para levantarse en armas con el propósito
de independizarse de España. No se comprende cómo pudo
España salvarse de esa amenaza de disolución que estaba
atacándola en la misma entraña, y el observador que mire
esa época con la perspectiva que dan los siglos se asombrará
de que, a pesar de que estaba desmembrándose,' España
siguiera guerreando en Europa, actuando como un país alucinado
que había perdido el instinto de conservación. Era como
si la locura de sus reyes se hubiera extendido a toda la nación.
Mientras España entraba en un estado cercano al colapso, Francia
se hacía más fuerte y más unida bajo el gobierno
de Richelieu y bajo el de Mazarino, y esa unión culminaría
bajo el gobierno personal de Luis XIV, que quedó formado por
el propio monarca a la muerte de Mazarino. En política exterior,
Francia siguió durante todo el siglo XVII un plan coherente,
que consistía en romperla alianza de España con el imperio
austro-alemán, conquistar Flandes y el Franco-Condado y "evitar
que Inglaterra se convirtiera en el poder determinante de Europa. Para
realizar esa política, Francia apoyaba a Holanda cuando Holanda
estaba bajo presión de España, o atacaba a Holanda si
ésta se aliaba a un enemigo de Francia; debilitaba a España
lanzándose sobre territorios españoles de Italia o alentando
a catalanes y portugueses en sus sublevaciones contra España,
pero nunca llegaba al límite de destruir completamente el poderío
español en Europa y América, pues prefería la existencia
de ese poderío español a la existencia de un poder incontrastable
de Inglaterra. En cuanto a Inglaterra, la política francesa fue
de una sabiduría notable; allí, Francia apoyaba al rey
contra el Parlamento, con lo cual mantenía siempre sobre los
ingleses la amenaza de la guerra civil, única amenaza en verdad
válida, puesto que Inglaterra no podía ser atacada desde
el exterior con probabilidades de victoria para el atacante. En el siglo
XVlI, Francia fue el centro de la política europea, y si lo contemplamos
desde hoy con la relativa justicia que puede haber en las opiniones
de los hombres, Luis XIV, heredero de la sabiduría de Richelieu
y Mazarino, merece el título de Rey Sol que le dieron sus cortesanos.
Como hemos dicho, la causa profunda del
creciente y peligroso debilitamiento de España fue su inamovilidad
social, que tuvo su origen en una suma de complicadísimos acontecimientos
históricos, pero que fundamentalmente se debió al hecho
de que el país no formó una burguesía; a que salió
de la Edad Media al Estado moderno, y al Imperio, con una población
de guerreros, nobles, sacerdotes y funcionarios, pero sin una organización
social normal, cuyo centro natural debió ser una burguesía
apoyada en la producción artesanal.
En Inglaterra, en cambio, la historia se había movido en otra
forma; la raíz misma del país estaba formada por burguesías
poderosas que usaron las armas para expandir su poder económico,
y al llegar el siglo XVII, ese siglo de cambios tan importantes para
Europa, la movilidad social era tan intensa, que al encontrar obstáculos
en su avance hizo estallarlas instituciones políticas del país.
En el año 1640, a ningún español se le hubiera
ocurrido, ni por asomo, la idea de que había que echar abajo
la monarquía; en Inglaterra, los caballeros terratenientes y
los comerciantes, representados en el Parlamento, decidieron barrer
la monarquía cuando ésta apareció como un obstáculo
para sus planes de conquistar el poder político del país.
La lucha se llevó a cabo bajo apariencias de pugnas religiosas,
pero la verdad es que se trataba de una guerra por el control del poder
público, que iba a pasar a manos de propietarios y comerciantes,
dos sectores sociales que tenían, ya hacia el 1640, demasiada
fuerza económica y social para seguir sometidos a un papel secundario.
La lucha se inició abiertamente cuando el rey Carlos I solicitó
dinero al Parlamento para mantener un ejército en Escocia, donde
había una revuelta contra las reformas religiosas apoya das por
el rey. El Parlamento se negó a votar los fondos que solicitaba
el monarca. Al finalizar el año 1640 el Parlamento había
ido tan lejos en su oposición al rey que dispuso la prisión
de algunos de los hombres más cercanos a Carlos I; en 1641, el
Parlamento condenaba a muerte al conde de Straflbrd, que había
sido el consejero más influyente del rey en la crisis de Escocia.
La situación era inestable en iodo el país, y en octubre
de ese mismo año se produjeron rebeliones en Irlanda; en noviembre
se descubrió el llamado "complot de la pólvora",
que era un plan para dar muerte a Carlos I cuando éste se presentara
en la Cámara de los Lores. Se había llegado, pues, a un
punto en que se conspiraba no ya contra la monarquía, sino contra
la persona misma del monarca, lo que indica que a los ojos de muchos
sectores de la vida inglesa el rey encarnaba el obstáculo para
los cambios que estaba reclamando el país. En cambio, en España,
que se hallaba en una situación de crisis tal vez más
profunda que Inglaterra, regiones enteras se sublevaron contra el gobierno,
pero a nadie se le ocurría la idea de matar al rey; y esto se
debía a que en España había malestar, pero no había
apetencias de movilidad social. La inmovilidad social española
estaba tan consustanciada con el país que las aspiraciones de
cambios y ascensos eran individuales, no colectivas, o a lo sumo eran
regionales, no nacionales.
Carlos I creyó que podía dominar la situación apresando
a los líderes parlamentarios que se le oponían. Para eso
se presentó en enero de 1642 en la Cámara de los Comunes,
un hecho sin precedentes en la historia de Inglaterra, pues jamás
había entrado un monarca en aquel lugar. Carlos I iba con una
escolta de soldados, resuelto a hacer presos allí mismo, en la
propia Cámara, a los líderes que él consideraba
sus enemigos.
La historia ofrece momentos de apariencia anecdótica que son
elocuentes como demostración de ciertos fenómenos sociales.
Uno de ellos es el que estamos describiendo. Ese día quedó
probada lo poderosa que era la fuerza que movía en tal hora el
mecanismo social inglés. La Cámara de los Comunes era
la encarnación de esa fuerza; ahí estaban representados
los sectores económicos más fuertes del país, los
que reclamaban con más energía un cambio de la composición
del poder. Se trataba de los propietarios y los comerciantes, que se
habían enriquecido en el siglo XVI y en los primeros años
del siglo XVII y necesitaban consolidan- esas riquezas, y también
aumentarlas, a través del poder político, pues según
habían estado aprendiendo los ingleses desde los días
de Enrique VIII los que manejaban el poder político podían
realizar los mejores negocios y obtenían las mejores tierras.
En pocas palabras, esos dos sectores —propietarios y comerciantes—
buscaban posiciones de mando y se disponían a conquistarlas.
El país pues, se hallaba en medio de un proceso de movilidad
social, y el rey lo ignoraba o pretendía ignorarlo.
El rey creyó que al entrar en la Cámara de los Comunes
y hacer presos a los líderes de los parlamentarios que él
consideraba rebeldes, la situación, de inestabilidad del país
cesaría, tal como habían cesado los movimientos contra
Isabel cuando la reina mandaba a la Torre de Londres a alguno de sus
enemigos. Al entrar en la Cámara, el rey pidió permiso
para sentarse en la silla del presidente del cuerpo —que en Inglaterra
se llama el "speaker", esto es. El portavoz—; desde
allí observó cuidadosamente a todos los miembros de la
Cámara, y no habiendo visto a ninguno de los que él iba
a tomar presos —porque se habían escondido—, se dirigió
al "speaker", preguntándole dónde se hallaban.
El "speaker" se puso de rodillas y dijo estas palabras: "Le
pido perdón a su Majestad, pero yo no tengo ni ojos para ver
ni lengua para hablar." Después de esa respuesta el rey
sabía que no podía esperar sumisión de los Comunes,
y la guerra civil estalló en agosto de 1642.
En esa guerra el rey iba a perder no sólo la corona, sino también
la cabeza: fue decapitado de un hachazo el 30 de enero de 1649, e Inglaterra
fue declarada república, estado de cosas que duró hasta
1660, cuando el hijo de Carlos I, bajo el nombre de Carlos II, encabezó
la monarquía restaurada.
Ahora bien, como hemos podido advertir en los capítulos anteriores,
en esos años de revolución, Inglaterra no perdió
poder; al contrario, siguió expandiéndose en el Caribe
y en otros lugares de América. Esto se debió a que al
quedar abierto el cauce de la movilidad social quedó ampliada
la base del poder político, que se hizo más representativa
de la realidad social del país; con la ampliación de esa
base la revolución recibió un fuerte impulso y a consecuencia
la movilidad social tomó un ritmo más rápido. Las
fuerzas desatadas en Inglaterra, debido a esos movimientos, le permitieron
al país adelantarse estructural-mente a todos los de Europa,
al grado que un siglo más tarde podía iniciar la revolución
industrial, que fue el fenómeno más trascendental de la
historia de Occidente después del descubrimiento de América.
En los días de la república, bajo el gobierno de Oliverio
Cromwell, Inglaterra alcanzó a convertirse en el mayor poder
marítimo de Europa, desplazando a Holanda, que había ocupado
ese lugar durante dos siglos. La explicación de esa política
naval se hallaba en la naturaleza económica del sector que hizo
la revolución, pues el dominio de los mares era indispensable
para consolidar y ampliar los negocios de los comerciantes. Inglaterra
era una isla y su comercio necesitaba comunicaciones marítimas
seguras.
Pero esa primacía marítima no podía alcanzarse,
y mantenerse, sin chocar con Holanda, y un choque de Inglaterra con
Holanda llamaría necesariamente la atención de Francia,
pues Francia, colocada ya en la situación del mayor poder de
la Europa continental, estaba interesada en que el juego de los poderes
europeos se conservara en un equilibrio que garantizara la estabilidad
de su posición.
Después de haber terminado la guerra de Cataluña, Francia
se había enzarzado en otra guerra con España, y esa última
había terminado en 1660. Al año siguiente murió
Mazarino, y Luis XIV había decidido no entregar las riendas del
gobierno a un canciller o ministro universal, como se decía entonces
—que era el papel que habían desempeñado Richelieu
y Mazarino-—, sino que pasó a gobernar él mismo.
Su doble posición de rey y jefe de gobierno de Francia le convirtió
en el árbitro de Europa, en un verdadero Rey Sol, como le llamaban
sus cortesanos. La clave de los planes políticos de Luis XIV
era la extensión de las fronteras de Francia por el Franco-Condado
y por Flandes, que había sido la misma aspiración de Richelieu
y de Mazarino. Dado que Flandes se hallaba geográfica e históricamente
muy vinculada a Holanda, los planes franceses se veían en peligro
si Inglaterra vencía a Holanda en una guerra futura, pues entonces
Inglaterra podía pasar a ser el país protector de Flandes.
Para evitar esa posibilidad Luis XIV celebró en 1662 un tratado
con Holanda, que era, a la vez de ayuda mutua, ofensivo y defensivo;
al mismo tiempo, el monarca francés mantenía las mejores
relaciones con Carlos II de Inglaterra y hasta le facilitaba dinero
para sus gastos personales, que eran cuantiosos.
La lucha por el control del tráfico de esclavos entre África
y América llevó a Inglaterra y a Holanda a una guerra,
que comenzó en 1664. Esa guerra, tal como se relata en el capítulo
IX de este libro, produjo luchas encarnizadas en el Caribe. Mientras
ella tenía lugar murió Felipe IV, el monarca español
—el día 17 de septiembre de 1665— y dejó como
heredero del Trono aun niño enfermo, retrasado mental, que tenía
entonces cuatro años de edad y que había sido bautizado
con el nombre de Carlos. Ese niño seria Carlos II, conocido en
la historia de España con el sobrenombre de El Hechizado; iba
a morir al terminar el siglo xvii, esto es, en el año 1700, y
con él terminaría en España la dinastía
de los Austrias.
Como era de esperarse, Francia entró en la guerra anglo holandesa
del lado de Holanda, cosa que sin duda debió de confundir al
rey inglés, que se consideraba aliado personal de Luis XIV. La
guerra terminó con la paz de Breda, acordada en julio de 1667.
Como dato curioso anotamos que en esa paz de Breda, Holanda cedió
a Inglaterra la pequeña colonia llamada Nueva Holanda, que estaba
situada en la costa oriental de lo que hoy son los Estados Unidos de
América. La capital de la colonia era una pequeña villa
de poca importancia llamada Nueva Amsterdam. Los ingleses quisieron
honrar a su rey y rebautizaron el establecimiento con el título
que llevaba el hermano del rey. Ese título era el de duque de
York. Por eso Nueva Amsterdam pasó a llamarse Nueva York.
La situación de Europa era tan tensa, y la política de
Luis XIV tan agresiva, que por un lado estaba negociando para acabar
la guerra en el norte y por otro estaba atacando a España. Aunque
las causas de ese ataque a España eran de origen más amplio,
y de más peso —pues se trataba de toda una política
francesa que se seguía desde hacía muchos años—,
lo que probablemente la desató fue la inclinación de España
a aliarse con Inglaterra, Suecia y Holanda, en una especie de coalición
anti-francesa. Pero el motivo público que dio Luis XIV fue de
carácter casi personal; fue la negativa española a pagar
la dote de la mujer de Luis XIV, María Teresa. Por eso la guerra
franco-española comenzada en mayo de 1667 se llamó de
la Devolución.
La mujer de Luis XIV era la infanta María Teresa, hija de Felipe
IV y de Isabel de Borbón. Felipe IV, que heredaba la locura de
la casa real española, era primo hermano de Luis XIV, porque
la madre de Luis XIV, Ana de Austria, era hermana de Felipe IV. Fue
por esa vía por donde penetró en los Borbones, que iban
a reinar en España, la locura de los Austrias, punto que debemos
tener presente a la hora de estudiar la vida de los primeros reyes Borbones
de España.
El matrimonio de una hija de Felipe IV con el rey de Francia causó
muchas y muy serias preocupaciones en las cortes europeas, sobre todo
en la austroalemana. Antes de seguir adelante debemos decir que el imperio
austroalemán, llamado también Imperio de Alemania y Sacro
Imperio, estaba formado por la mayor parte de los territorios que hoy
forman los varios países de la Europa central y parte de la oriental.
Ese imperio era en realidad uno de los grandes poderes europeos de la
época, pero no tenía influencia en el Caribe. Sin embargo,
tenía influencia en Europa, y la tenía en forma indirecta
en España, pues la estrecha vinculación familiar de las
monarquías austroalemana y española, sus respectivas vecindades
con Francia, sus fronteras comunes en Italia y en el Franco-Condado,
convertían a los dos países en aliados forzosos.
Pues bien, si todas las cortes europeas se preocuparon por el matrimonio
de Luis XIV con la hija de Felipe IV, que podía ser en cualquier
momento heredera de una parte de los territorios de España, la
que más se preocupó fue la corte austroalemana; lo que
se explica porque si María Teresa heredaba el Franco-Condado
o’ Flandes o los territorios italianos, éstos podían
caer en manos de Luis XIV, y eso podía significar un peligro
para el Imperio. Con el poder de los territorios europeos de España
en sus manos, Luis XIV se convertiría en una fuerza incontrastable.
A fin de evitar esa amenaza se hicieron muchas gestiones y se usaron
muchos argumentos ante Felipe IV; y no sólo desde el exterior,
sino también dentro de España, cuya nobleza no podía
ver con buenos ojos la posibilidad de que su país viniera a menos.
Felipe IV comprendió lo razonable de la oposición que
se hacía al matrimonio e impuso una condición: que María
Teresa renunciara, por ella y sus descendientes, a cualquier derecho
a la corona española o a una parte de sus territorios; a cambio
de esa renuncia el rey daría a su hija una dote de 500.000 ducados.
Luis XIV accedió y la boda siguió adelante. Pero sucedió
que Felipe IV murió sin haberle entregado a Luis XIV esa suma,
y a la muerte de Felipe, su viuda, Mariana de Austria, que pasó
a ser reina-regente, se halló con que no tenía fondos
para hacer buena la deuda de su marido. De esa falta de pago se valió
Luis XIV para declarar que la renuncia de María Teresa carecía
de validez, puesto que era parte de un contrato que no se había
cumplido; según Luis XIV, los hijos de María Teresa —que
eran hijos de Luis XIV, desde luego— debían heredar las
plazas de Flandes que seguían en poder de España. Y con
ese argumento Luís XIV se lanzó sobre Flandes en mayo
de 1667. Así comenzó lo que se llamó la guerra
de la Devolución.
Para mantener a España inmovilizada militarmente mientras él
atacaba en Flandes, Luis XIV daba ayuda a los portugueses, que combatían
por su independencia desde hacía veintisiete años, y como
al mismo tiempo Francia era aliada de Holanda y Luis XIV daba un subsidio
mensual al rey de Inglaterra, el monarca francés se sentía
libre y sólo podía temer amenazas, o acciones favorables
a España, de parte del imperio austroalemán. Para hacer
frente a esa posibilidad, el rey de Francia propuso un arreglo al emperador
de Alemania; según ese arreglo, España sería repartida
entre los dos países, y al Imperio le tocarían, entre
otros territorios, la España europea y toda la América
española. Ese acuerdo es el que se conoce en la historia de España
con el nombre de "primer reparto".
Es el caso que las tropas francesas conquistaron el Franco-Condado y
avanzaron por Flandes, y cuando se hizo la paz, llamada de Aquisgrán
por la ciudad donde se firmó —el 2 de mayo de 1668—,
Luis XIV devolvió a España el Franco-Condado, pero se
quedó con varias plazas de Flandes.
España se hallaba entonces en un proceso de descomposición
política que la debilitaba más de lo que ya lo había
estado, y Luis XIV se sintió tan seguro en suposición,
que dejó de preocuparle la suerte de Holanda. Si Holanda caía
en manos de Inglaterra, o si pasaba a ser un instrumento europeo de
la política inglesa, su vinculación geográfica
e histórica con Flandes no pondría en peligro los planes
franceses, puesto que la porción de Flandes vecina a Holanda
estaba ya en manos de Francia. Así, cuando Inglaterra se consideró
lista para atacar a Holanda, Luis XIV no se opuso; sólo presentó
una condición: que Inglaterra pasara a ser católica. Luis
XIV aspiraba a heredar de su lejano antepasado Felipe II el título
de Campeón de la Cristiandad. Fue así como en 1670 el
monarca francés acordó con Carlos II de Inglaterra darle
ayuda en una guerra contra Holanda a cambio de que Carlos II restaurara
en Inglaterra la religión católica. Si esto último
presentaba alguna dificultad, Luis XIV aportaría tropas y dinero
para que Carlos II los usara en Inglaterra.
La guerra contra Holanda comenzó en marzo de 1672, y el rápido
avance francés llevó a las tropas de Luis XIV en pocas
semanas hasta Utrecht. Los holandeses, temiendo lo peor, llamaron a
un joven que no había cumplido todavía los veintiún
años, Guillermo de Orange, descendiente de Guillermo el Taciturno
y nieto de Carlos I, el rey inglés decapitado por Cromwell. Carlos
II, que estaba haciendo la guerra contra Holanda, era hermano de la
madre del joven holandés, de manera que era su tío; tío
suyo también era el Gran Elector de Brandeburgo; y el abuelo
de Luis XIV era su bisabuelo. Y precisamente por todos esos vínculos
reales, una ley especial, llamada Edicto Eterno, prohibía que
un Orange tuviera posición de mando en la República de
Holanda. Pero en la hora de la crisis, Holanda olvidó el Edicto
Eterno y llamó al joven Guillermo para que dirigiera la defensa
del país, y se le nombró estatúder, como había
sido El Taciturno, y además capitán general de los ejércitos.
La presencia de Guillermo de Orange al frente de los defensores de Holanda
hizo efecto en el rey de Inglaterra, que al fin y al cabo era su tío;
mucho más porque Carlos II había ido a la guerra precisamente
contra los enemigos de Guillermo, que gobernaban en Holanda en 1672,
y esos enemigos de Guillermo habían sido atacados por el pueblo
de Amsterdam a los gritos de "vivan Guillermo de Orange y Carlos
II". En vista de la nueva situación, Carlos II le propuso
a Luis XIV que cada uno tomara una parte de Holanda y que dejara una
tercera parte para que Guillermo de Orange gobernara como soberano con
potestad de rey. Cuando el joven Guillermo conoció la propuesta
respondió diciendo que prefería el título de estatúder
que le había dado el pueblo holandés al de rey de una
parte de Holanda, y que él se sentía más comprometido
con sus conciudadanos que con su interés personal.
La guerra se decidió debido a que España, el imperio alemán
y el Gran Elector de Brandemburgo se pusieron del lado de Holanda. Carlos
II dio por terminada la guerra en 1674, y en 1677 arregló el
matrimonio de Guillermo con la hija del duque de York, sobrina del rey;
en 1678, Francia también puso fin a su guerra con Holanda.
Lo realmente importante de lo que hemos dicho sobre esa guerra franco-anglo-holandesa
no se halla en la guerra misma; se halla en que la guerra fue un medio
apropiado para la aparición de una nueva figura europea, el joven
Guillermo de Orange. Surgió en la guerra de 1672-1678, y luego,
debido a su matrimonio con la hija del duque de York, pasaría
a ser rey de Inglaterra cuando el duque de York, rey con el nombre de
Jacobo II, fue destronado en el año 1688. Como estatúder
de Holanda, primero como Guillermo III de Inglaterra, después,
Guillermo de Orange fue un hombre clave en la política de Europa
y sobre todo en la lucha contra Luis XIV; y por eso mismo es una figura
importante en el trasfondo de los acontecimientos del Caribe. España
había participado en la guerra anglo-franco-holandesa del lado
de Holanda, pues también había comprendido que la existencia
de Holanda era, en cierta medida, una garantía para la existencia
de un Flandes español, pues a Holanda no podía convenirle
que Francia llevara su frontera hasta la misma orilla holandesa; además,
Luis XIV proseguía la política, ya tradicional en Francia,
de debilitar a España en Europa.
España actuó en esa ocasión torpemente, pues Luis
XIV era demasiado fuerte y España tenía mucho que perder,
sobre todo en territorios que colindaban con Francia. Así, cuando
España intervino en la guerra, el rey francés respondió
atacando el Flan-des español y ocupando el Franco-Condado, que
a partir de entonces quedaría siendo francés, como quedó
siendo francesa una parte considerable de Flandes. Además, Luis
XIV no se limitó a atacar ante esos dos puntos; lo hizo en Sicilia,
donde sus fuerzas derrotaron a holandeses y españoles reunidos,
y lo hizo en la propia España, pues entró en Cataluña,
donde sus ejércitos llegaron hasta Gerona en 1675 y hasta Figueras
en 1677.
Esa guerra infortunada, que terminó en el año de 1678
con la paz de Nimega, se extendió hasta el Caribe, según
se explica en el capítulo anterior, en los párrafos en
que se relatan las vicisitudes del señor de Oregón, gobernador
de la Tortuga, cuando salió de la Tortuga con la intención
de tomar Curazao. En cuanto a los acontecimientos que se produjeron
en el Caribe después de la paz de Nimega, el lector podrá
leerlos en el capítulo próximo, pues ahora seguiremos
hablando de España, que era todavía la mayor potencia
del Caribe.
Del trágico fondo de esa guerra sobresalía, afirmándose
cada vez más, la figura de Guillermo de Orange, que a pesar de
su juventud se había convertido en un líder europeo. Esto
se debía en cierta medida a sus condiciones personales, pero
también a la fortaleza económica, a la coherencia social
y a las virtudes cívicas del pueblo holandés, que respaldaba
resueltamente a su estatúder; y también a las victorias
de los franceses. Toda Europa se asustaba ante el tremendo poderío
que desplegaba Francia, y Guillermo de Orange aprovechaba el miedo a
Francia para ir tejiendo una gran coalición anti-francesa. Así,
en plena guerra consiguió que Inglaterra, la aliada de Francia,
le retirara su apoyo a Francia y firmara un tratado con Holanda y España
—en enero de 1678—, y después de la paz de Nimega,
firmada ese mismo año, comenzó a organizar su coalición
europea contra Francia.
España salió de la guerra, como hemos dicho, perdiendo
el Franco-Condado y una parte de Flandes. El país que cien años
atrás hacía y deshacía la política de Europa,
se había convertido hacia el año de 1678 en una nación
entregada, que perdía territorios más allá de sus
fronteras y se debilitaba dentro de éstas. Su inamovilidad social
se agravaba con el paso del tiempo y la conducía inexorablemente
a una especie de parálisis nacional, y ya no tenía ni
poder económico ni fuerza militar; era la víctima de las
apetencias europeas, y especialmente de las de Francia, y sólo
podía sobrevivir si se doblegaba a la voluntad de Luis XIV o
si se sumaba a los enemigos del Rey Sol. En Nimega había terminado
España como poder europeo.
Habiendo perdido su condición de país líder, España
decidió mantener una política anti-francesa, lo que la
condujo a entrar en el tratado de Asociación que habían
firmado Holanda y Suecia en La Haya en 1681. El Sacro Imperio se unió
al tratado, y España se sintió suficientemente fortalecida
por esas alianzas, al grado que a los movimientos de Luis XIV contra
Luxemburgo y otros puntos cercanos, respondió España en
diciembre de 1683 con una declaración de guerra a Francia. Francia
tomó en el acto la ofensiva, lanzó tropas sobre Cataluña
y tomó Luxemburgo, todo sin que los aliados de España
intervinieran en la guerra. En agosto de 1684, a los pocos meses de
iniciada, esa guerra terminaba con el Tratado de Ratisbona, en la cual
España cedía Luxemburgo a Francia.
Pacientemente, Guillermo de Orange siguió tejiendo los hilos
de una gran malla europea para atrapar a Luis XIV, y España volvió
a entrar en una alianza anti-francesa organizada por el joven estatúder
holandés. Esa vez se trató de la Liga de Augsburgo, formada
por Holanda, Alemania, Suecia, Baviera, España y unos cuantos
ducados o principados. La Liga de Augsburgo iba a conducir a casi toda
Europa a la guerra más larga del siglo XVII, después de
la de los Treinta Años, una guerra que se convirtió en
una floración de grandes victorias francesas. Al final de esa
guerra, Francia había de ser un poder incontrastable, el poder
que dictaba la política de Europa.
España se adhirió a la Liga de Augsburgo después
que una flota francesa se presentó en el puerto de Cádiz
y exigió medio millón de escudos bajo amenaza de bombardear
la ciudad. El papa Inocencio XI se adhirió a la Liga a causa
de la conducta francesa en la elección del arzobispo elector
de Colonia; e Inglaterra se sumó a la Liga cuando Guillermo de
Orange pasó a ser rey de Inglaterra en 1688, en sustitución
de su suegro, el destronado Jacobo II.
Luis XIV se enfrentó a la gran coalición europea actuando
con su característica rapidez, atacando y derrotando a los coaligados
en todas partes; en Alemania, en Flandes, en España, en Irlanda,
en el Caribe. El poderío militar francés actuó
en forma arrolladora. Toda la potencia económica y social de
Francia, la unidad casi monolítica del país que había
logrado Luis XIV en casi treinta años de gobierno, se manifestó
en esa guerra en forma de ejércitos organizados, con buenos jefes
y excelente armamento. Esa fue la última guerra del siglo XVII
y al mismo tiempo el primer modelo de las guerras modernas que iban
a comenzar pocos años después, en los primeros años
del siglo XVIII.
En cuanto a los combates de esa guerra que se libraron en el Caribe,
el lector hallará un amplio relato en el capítulo siguiente;
en cuanto a los que tuvieron lugar en Europa, deben interesarnos los
que afectaron a los países que tenían dependencias en
el Caribe; esto es, Inglaterra, Holanda, España y la propia Francia.
Inglaterra y Holanda unidas formaban un poder naval incontrastable,
de manera que en Irlanda, donde Luis XIV tenía que combatir a
base de poder naval, los franceses fueron derrotados, y con ellos sus
aliados los partidarios de Jacobo II, que se había refugiado
en Francia; pero en Luxemburgo, en Fleurus, en Mons, en Namur, en Italia,
esto es, en el territorio europeo, español u holandés,
Francia vencía uno tras otro a sus enemigos. El propio Guillermo
de Orange fue derrotado en dos batallas en el año de 1693. En
cuanto a España, los ejércitos franceses entraron en Cataluña
y fueron tomando plaza tras plaza, desde Camprodón en 1689 hasta
Barcelona en 1697, sin que ningún jefe español pudiera
hacer frente a su avance.
La coalición de los enemigos de Luis XIV no podía mantenerse
unida frente a un enemigo tan enérgico y capaz, pero al mismo
tiempo Luis XIV, que era un político hábil, no pretendía
llevar la guerra a sus últimas consecuencias. Por otra parte,
Francia había empezado a padecer de serias escaseces de alimentos,
y de epidemias que producían grandes mortandades; de manera que
cuando uno de los aliados, el duque de Saboya, propuso una paz por separado
a fines de 1696, Luis XIV la aceptó. Así comenzó
a desgranarse el collar de la Liga de Augsburgo.
La guerra terminó con la paz de Ryswick, firmada el 20 de septiembre
de 1697. En una jugada de alta política, digna de un maestro
de gran talla en ese menester, el poderoso rey de los franceses sacó
sus ejércitos de Cataluña, de Luxemburgo, Charleroi y
otras ciudades de Flandes sin pedir nada a cambio. La reacción
natural y lógica del pueblo español fue de alivio, de
sorpresa agradable, y, al final, de simpatía hacia Luis XIV;
y eso, precisamente, era lo que buscaba el vencedor.
¿Por qué prefería la simpatía española
a la posesión de Cataluña y su hermosa y rica capital,
Barcelona, a la de ciudades como Luxemburgo, Mons y Charleroi?
Porque Luis XIV aspiraba a mucho más: aspiraba a ser rey de España,
y para lograrlo necesitaba contar con la buena voluntad del pueblo de
España.
Era el año de 1697, ya en sus finales, y las Cortes de Europa
esperaban que Carlos II, el rey español, no viviría mucho
tiempo más. Puesto en el trono desde 1675, el hijo tarado de
Felipe IV, cuñado de Luis XIV, se había casado con una
sobrina de éste, María Luisa de Orleáns, que no
le dio descendencia. María Luisa de Orleáns había
muerto en 1689. La segunda mujer del monarca español era Ana
María de Neoburgo, que llevó consigo a Madrid una camarilla
de alemanes, hombres y mujeres, que trataban por todos los medios de
enriquecerse vendiendo favores reales. Esos íntimos de la reina
lo vendían todo, empezando por los cargos públicos, fueran
civiles, religiosos o militares; y como España era un país
que seguía socialmente inmóvil, el cargo público
era al mismo tiempo una garantía de estabilidad económica
—y hasta de enriquecimiento— y un ascenso social. En lo
que se refiere a la herencia del trono, tampoco Ana María de
Neoburgo le dio hijos a Carlos II.
A medida que el tiempo pasaba sin que el rey tuviera un heredero, iban
formándose círculos de intrigantes que se movían
alrededor de los diplomáticos acreditados en Madrid, pues cada
monarca europeo tenía algún interés en el caso;
unos aspiraban a heredar la corona española y otros a impedir
que la heredara tal o cual rey o príncipe. La camarilla de Ana
de Neoburgo se mantenía activa en esas intrigas, pero también
se mantenía activo el grupo que rodeaba a Mariana de Austria,
la reina madre. Este grupo era conocido con el nombre de "partido
bávaro", debido a que Mariana de Austria era partidaria
de que su hijo testara dejándole el trono a un hijo del elector
de Baviera. Al morir la reina madre, lo que sucedió en 1696,
su grupo siguió actuando y llegó a obtener que Carlos
II firmara un testamento a favor de su candidato.
Ana de Neoburgo y su camarilla trabajaban en favor del emperador de
Alemania, cuñado de Ana de Neoburgo. La influencia de ésta
sobre el rey era tan grande que los "bávaros" lograron
el testamento de Carlos en favor del hijo del elector de Baviera gracias
a que tanto Carlos como su mujer estaban enfermos y separados; pero
cuando la reina mejoró presionó al rey para que dejara
el testamento sin efecto; el monarca, hombre sin voluntad, lo hizo así.
Esto sucedía en septiembre de 1696, es decir, un año antes
de que se firmara la paz de Ryswick.
Después de la paz de Ryswick, Luis XIV pudo tener un embajador
en Madrid, y con el embajador tantas personas y tantos medios como se
necesitaban para formar un círculo que trabajara en favor de
su candidatura como heredero de Carlos II. En ese momento, el llamado
partido austriaco logró que el pobre rey enfermo firmara una
carta dirigida al emperador austro-alemán en la cual le prometía
que a la hora de hacer su testamento declararía heredero del
reino de España al archiduque Carlos, hijo segundo del emperador;
y, como se verá más adelante, en esa carta basó
el emperador su derecho a enviar a España ejércitos para
reclamar la corona del país para su hijo, lo que convirtió
a España en campo de batalla de los poderes europeos durante
la larga y costosa guerra de Sucesión.
Luis XIV no se dejó amilanar por el valioso documento que había
firmado su cuñado en favor del archiduque Carlos, y al mismo
tiempo dispuso dos ofensivas diplomáticas, una dentro de España
y otra en el exterior. Para la que llevó a cabo dentro de España
montó toda una máquina de intrigas, espionaje, soborno
y halagos. El círculo favorable a Luis XIV se amplió tanto
y llegó a tener tanta influencia que logró sacar de sus
cargos a altos funcionarios de la Corte. El oro francés corría
a raudales. La reina recibía trajes, joyas, perfumes y hasta
cintas de zapatos de París como obsequios del real cuñado
de su real marido. En la Corte no sucedía nada, ni pequeño
ni grande, que no lo supiera el embajador de Luis XIV. Al mismo tiempo
que progresaba esa parte interna del plan, Luis XIV ponía en
acción la parte externa y enviaba negociadores a todas las cortes
europeas para ofrecer cuanto podía ser ofrecido a cambio de contar
con la ayuda de la corona española a manos francesas. El resultado
de esas actividades de Luis XIV fue el llamado "segundo reparto
de España", acordado entre Guillermo III de Inglaterra —el
antiguo Guillermo de Orange, de Holanda— y el rey de Francia,
al que se adhirieron varios otros monarcas y príncipes. Según
los términos del pacto —que fue secreto, pero que no pudo
mantenerse secreto, tantos eran los que participaban en él—,
España, América, Flandes y Cerdeña pasarían
a manos del príncipe elector de Baviera; el Delfín de
Francia, hijo y heredero de Luis XIV, sería soberano de las Dos
Sicilias, las plazas fuertes de Toscana y Guipúzcoa española;
Milán le tocaría al emperador austro-alemán.
Cuando el secreto dejó de serlo y la noticia del segundo reparto
llegó a Madrid, los cortesanos de Carlos II creyeron que ya era
tiempo de poner un alto a todas las intrigas y todas las zozobras que
se originaban en el hecho de que no hubiera un heredero para el trono
español; así se le reclamó al rey que tomara una
decisión, pues de no tomarla, España corría peligro
de ser repartida como un bien mostrenco. El rey, abúlico, retrasado
mental, hizo lo que se le pedía y dictó testamento por
el cual declaraba heredero de la corona española al joven príncipe
José Fernando de Baviera, que había sido el candidato
de la reina madre, Mariana de Austria. El testamento fue leído
ante el Consejo de Estado. Los "bávaros" habían
ganado la partida a pesar de que ya no vivía su jefe, Mariana
de Austria. Luis XIV y el emperador de Alemania habían perdido
la batalla diplomática. Esto sucedía al mediar el mes
de noviembre de 1698; al comenzaré de febrero de 1699 moría
José Fernando de Baviera. Luis XIV y el emperador podían
volver a la carga. Y así lo hicieron.
De alguna parte, tal vez de la angustia del pueblo español, salió,
entonces la especie de que Carlos II estaba hechizado; alguien había
puesto sobre él un embrujo para evitar que tuviera un hijo o
pudiera señalar un heredero... En cualquiera de los varios retratos
que se le hicieron al infeliz Carlos II puede apreciarse que era físicamente
una criatura no acabada, un hombre que no nació normal, lo que
se explica porque fue el producto de cruces entre parientes cercanos
que heredaban la locura, o por lo menos ciertas formas de degeneración
física y mental; de manera que no había que achacar a
filtros de brujas su incapacidad para tener hijos o para comportarse
como un ser normal. Sin embargo, la especie de su hechizamiento conmovió
al pueblo español, corrió por los círculos cortesanos
y diplomáticos de Madrid, se esparció por las Cortes europeas,
movilizó a jerarcas de la Iglesia, preocupó a nobles y
frailes y desató una actividad febril en palacios y conventos.
Tanto llegó a arraigar el dislate, que se procedió a consultar
a adivinos y adivinas, y éstos aseguraron que el rey había
sido hechizado con tabaco que había sido colocado en el escritorio
de la reina; ese tabaco embrujado impedía que el rey tuviera
hijos.
La convicción de que el rey había sido embrujado llegó
a ser tan fuerte que se le encargó a un capuchino alemán
llevar a cabo el rito del exorcismo. Parecía un episodio de la
Edad Media, pero la Edad Media estaba muy lejos; ya se estaba a las
puertas del siglo XVIII, que sería llamado el Siglo de la Razón.
El capuchino alemán cumplió el encargo, y las habitaciones
reales de El Escorial quedaron limpias de hechizos, y el rey también.
Cuando se lo comunicaron, el pobre rey dijo que, efectivamente, se sentía
mejor. Entonces se ordenó el traslado del lecho real a otro aposento,
se mandó llamar a la reina y se aseguró solemnemente que,
gracias al exorcismo, España tendría un heredero nueve
meses después. Desde entonces el pueblo español bautizó
a su rey con el sobrenombre de El Hechizado, que ha conservado la historia.
En las Cortes reales de Europa no se puso fe en las artes del exorcizador;
ni siquiera Luis XIV, tan católico, creyó en ello, pues
a mediados de 1699 volvía a acordar el reparto de España.
En ese tercer reparto se estableció que América pasaría
al Sacro Imperio. Cuando la noticia del acuerdo llegó a Madrid
se levantó tal ola de indignación que se forzó
la mano sobre Carlos II para que protestara ante la Corte de Inglaterra
y al gobierno de Holanda, lo que, desde luego, hizo el rey. Y, sin embargo,
era tan alarmante el estado del rey y era tan grave la preocupación
de los hombres del gobierno español, que de buenas a primeras,
en el mes de mayo de 1700, el Consejo de Estado designaba a Felipe de
Borbón, duque de Anjou, nieto de Luis XIV, príncipe de
Asturias. Este título ha sido tradicional-mente el que ha llevado
el heredero a la corona de España.
¿Era que Luis XIV había ganado esa partida en la que el
premio era la vieja y bravía España y el vasto imperio
que tenía desparramado en cuatro continentes, o se trataba de
una de las conocidas debilidades de Carlos II ante presiones de familiares
y de amigos íntimos?
No era una debilidad más de Carlos II. Luis XIV había
actuado con astucia ejemplar. Mientras negociaba el reparto de España
y su imperio, trabajaba finamente en Madrid para que la corona española
cayera en sus manos o en las de uno de sus descendientes. El puente
de los Austrias a los Borbones fue cuidadosamente calculado y montado:
antes de que el nombre de su nieto apareciera en un testamento de Carlos
II, que éste podía destruir como lo había hecho
con otros, obtuvo que el Consejo de Estado, la más alta autoridad
de España en la materia, designara a Felipe de Anjou príncipe
de Asturias. Lo demás llegó por sus pasos contados.
En septiembre cayó Carlos II enfermo por última vez; el
3 de octubre firmaba un testamento en que instituía a Felipe
de Borbón, duque de Anjou y príncipe de Asturias, heredero
de la corona de Carlos I y Felipe II. Fue así como se extinguió
en España la casa de los Austrias y surgió en su lugar
la dinastía de los Borbones. Precisamente entonces estaba terminando
el siglo XVII.
El nuevo rey llegó a España al comenzar el siglo XVIII,
esto es, en enero de 1701, y ya en septiembre se firmaban en La Haya,
la capital de Holanda, los documentos de la alianza que habían
organizado Holanda, Inglaterra y el imperio austroalemán con
el objeto de sacar a Felipe de España y de colocar en el trono
español, en lugar suyo, al hijo segundo del emperador Leopoldo
I, el archiduque Carlos de Habsburgo. Aquella malhadada carta del pobre
Carlos el Hechizado a Leopoldo I, en la que le anunciaba que designaría
heredero al archiduque Carlos, había servido para darle base
legal a la alianza de 1701. El arquitecto de esa alianza había
sido Guillermo de Orange, rey de Inglaterra, que iba a morir unos meses
después, el 8 de marzo de 1702. En septiembre del primer año
del nuevo siglo quedaba montada, pues, la maquinaria diplomática
y militar que iba a desatar en España la larga guerra conocida
en toda Europa y también en las tierras y en las aguas de América.
La guerra comenzó en el mismo año de 1701, cuando los
austriacos se lanzaron sobre las dependencias españolas de Italia,
obteniendo victorias desde el primer momento. Inglaterra y Holanda entraron
en acción en el 1702. El duque de Marlborough, antecesor de Winston
Churchill —el mismo Mambrú que "se fue a la guerra"
de los cantos infantiles—, pasó de Inglaterra a Holanda
con un ejército de 10.000 hombres y con el plan de atacar a los
franceses en Flandes y penetrar después en Francia. Luis XIV
respondió lanzando sus tropas a través de Europa, en dirección
de Viena, con el ánimo de asestarle un golpe mortal al Sacro
Imperio en pleno corazón, y el rey de España, coronado
bajo el nombre de Felipe V, salía de Madrid y se dirigía
a Italia para hacer frente a los austriacos.
En la guerra de Sucesión, como podemos ver, Francia y España
eran aliadas contra una coalición de toda Europa. Los enemigos
de ayer se habían convertido en los compañeros de hoy.
Los dos más grandes poderes marítimos de Europa, Inglaterra
y Holanda, que tanto se habían combatido por el señorío
de los mares, estaban unidos contra España y Francia, lo que
sin duda era mala cosa para España, más vulnerable que
Francia a los ataques por mar. ¿Cómo y dónde iban
a usarse las flotas angloholandesas? ¿En Europa, en el Caribe?
Por de pronto, se usaron atacando la costa sur de España y hundiendo
en Vigo la flota española que llegaba de América cargada
de metales y productos, y ese golpe, ayudado con ofertas generosas,
hizo temer a muchos que España y Francia iban a perder la guerra,
con lo que comenzaron las deserciones y el pase hacia las filas del
archiduque Carlos. Hasta el suegro de Felipe V, duque de Saboya, se
pasó al enemigo, y tras él numerosos miembros de la nobleza
española.
En mayo de 1704, el archiduque Carlos desembarcaba en Lisboa, lo que
equivalía a decir que se hallaba en las puertas de España.
Ese mismo año tomaron los ingleses el peñón de
Gibraltar, que ya no volvería a ser español. En el 1705,
Valencia y Varios pueblos vecinos se levantaron por el archiduque y
a poco se levantaba también Barcelona en favor del pretendiente
austriaco. Antes de que terminara ese memorable año de 1705,
Aragón se sumaba a la causa de los enemigos de Felipe V; y también
ese año moría el padre del archiduque, el emperador Leopoldo,
por lo cual ascendía al trono el hermano mayor de Carlos. La
situación se presentaba tan sombría para España
y Francia, que Luis XIV consideró necesario hacer propuestas
de paz. El rey francés sabía que si él y su nieto
quedaban vencidos, Francia perdería más que España,
porque en fin de cuentas Carlos de Habsburgo pasaría a ser rey
español, respaldado por el poder del Sacro Imperio, y no iba
a permitir que España fuera desmembrada; en cambio. Francia quedaría
a merced de Inglaterra, Holanda, el Imperio y la propia España,
puesto que Carlos no iba a convertirse de la noche a la mañana
en aliado suyo.
El año de 1706 fue de derrota para los hispano-franceses en todos
los campos de batalla. Se perdió Flandes, se perdió toda
Italia, y los ingleses entraron en Madrid en el mes de junio; el día
25 de ese mes, el archiduque fue proclamado en Madrid rey de España
con el nombre de Carlos III. El nuevo rey, que se hallaba entonces en
Zaragoza, se preparó para hacer su entrada triunfal en la capital
del reino. La causa de Luis XIV y de Felipe V se veía totalmente
perdida.
Sin embargo, no estaba perdida. Cataluña, Valencia y Aragón
se hallaban del lado de Carlos III, pero Castilla no iba a abandonar
la causa de Felipe V; los castellanos reconquistaron Madrid el 4 de
agosto, con lo que comenzó a cambiar la marea de la guerra. En
abril de 1707 ganaba Felipe V la batalla de Almansa, que le abrió
las puertas de Valencia; el 26 de mayo caía en, sus manos Zaragoza;
en el 1708 estaba combatiéndose en Cataluña.
En España se iba de victoria en victoria contra los coaligados
de La Haya; pero en Francia la situación no era la misma. El
invierno de 1709 había sido duro y había dejado una estela
de hambre que estaba conmoviendo al país; en 1710, el hambre
comenzó a provocar levantamientos en varios lugares. Luis XIV,
preocupado, con sus ejércitos combatiendo en toda Europa, se
decidió a negociar la paz otra vez, y propuso a los ingleses
y holandeses la renuncia de su nieto al trono español. Pero Felipe
se negó a renunciar. Su abuelo hizo una nueva proposición:
Felipe seguiría siendo rey, pero el imperio español de
América sería distribuido entre los combatientes. Otra
vez se negó a aceptar esas condiciones de paz, y esta última
negativa provocó la ruptura de Felipe y su abuelo. A partir de
ese momento sería Felipe, y no Luis XIV, quien decidiría
el destino de su reino y el de su dinastía, que era ya la de
los Borbones de España. No en balde Felipe llevaba diez años
guerreando en España, viviendo con los españoles, padeciendo
con ellos y esperanzándose con ellos.
En ese momento los ingleses y los holandeses cometieron un error que
iba a tener consecuencias muy serias: le exigieron a Luis XIV que le
declarara la guerra a Felipe V. El viejo Rey Sol se llenó de
indignación y decidió combatir en forma desesperada. A
él, que además de rey poderoso había sido siempre
el jefe de un clan real, no se le podía afrentar pidiéndole
que lanzara sus ejércitos contra uno de sus nietos.
A menudo, cuando se tratan problemas políticos, el error tiene
una importancia mayor o menor según sea el momento en que se
comete. Cuando Luis XIV se sintió ofendido y decidió lanzar
a la lucha todas sus fuerzas, la suerte de las armas estaba favoreciendo
de nuevo a los enemigos de Felipe V. Era a mediados de 1710 y Felipe
había tenido que abandonar Madrid, que cayó en manos de
los partidarios del archiduque; en el mes de septiembre Carlos entraba
en la capital de España. Olvidándose del hambre y de las
agitaciones que ésta causaba en su país, Luis XIV ordenó
en esa hora sombría que sus mejores ejércitos y sus mejores
generales entraran en España a dar batalla por su nieto; y esos
ejércitos, y esos generales, sumados a los duros soldados castellanos,
decidieron la guerra a favor de Felipe V en la batalla de Villaviciosa,
que tuvo lugar entre el 9 y el 11 de diciembre de ese año de
1710, que parecía ser el año de la derrota de los Borbones
en Francia y en España.
A partir de la batalla de Villaviciosa comenzó a cambiar la faz
de la guerra, hasta con hechos que no se originaban en ella. Por ejemplo,
a mediados de abril del año siguiente (1711) moría el
emperador de Alemania, hermano del derrotado Carlos III, y éste
fue a hacerse cargo del Imperio; Inglaterra temió que en Carlos
III llegaran a unirse las coronas imperiales de Alemania y España
y decidió abandonar la guerra y comenzar negociaciones secretas
con Luis XIV. Esas negociaciones se convirtieron en los preliminares
del tratado de Utrecht, que comenzaron en enero de 1712 y terminaron
en abril de 1713.
En las negociaciones de Utrecht España perdió los Países
Bajos, Nápoles, Cerdeña, las plazas fuertes de la Toscana
y el Milanesado, la Gueldres española, Sicilia, Gibraltar y Menorca;
además, concedió a Inglaterra autorización para
enviar cada año un navío de 500 toneladas a los territorios
españoles de América, y le concedió también
el privilegio de vender esclavos negros en las dependencias americanas.
Esto último iba a conducirle, como veremos a su tiempo, a encender
años después una nueva guerra que se haría sentir
en el Caribe.
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Capítulo XII
EL CARIBE HASTA LA PAZ DE UTRECHT
Cerrado el intermedio europeo
con la paz de Utrecht, debemos volver al Caribe y recordar que en el
capítulo X habíamos avanzado hasta el 1684, pero sólo
en lo que se refiere a las actividades de los filibusteros; y resulta
que la piratería no fue toda la lucha, y ni siquiera su aspecto
más importante, aunque fuera el más escandaloso. La piratería
iba desarrollándose paralelamente con las líneas de poder
de los imperios, pero era la voluntad de conquista de los imperios,
no las acciones filibusteras, lo que determinaba el curso de los acontecimientos
en las tierras del Caribe. Si en el punto de la piratería habíamos
llegado hasta 1684, en el relato de las guerras europeas en el Caribe
habíamos llegado —en el capítulo IX— hasta
la guerra anglo-holandesa de 1672-1674. Como se ha visto en el capítulo
anterior, esa guerra comenzó siendo sólo de ingleses contra
holandeses y pasó inmediata-I mente a ser también de franceses
contra holandeses, y en 1673, España se alió a Holanda;
un año después Inglaterra hizo la paz con Holanda, de
manera que la guerra quedó limitada a los aliados hispano-holandeses
contra Francia. Holanda llegó a un acuerdo de paz con Francia
en agosto de 1678, y España se adhirió a ese acuerdo un
mes después; fue la paz de Nimega, que consagró la pérdida
del Franco-Condado español y la de varias plazas Era de esperar
que esa guerra fuera a librarse en el Caribe, pues todos los contendientes
tenían territorios en esa zona. Cuando España entró
en alianza con Holanda, Luis XIV respondió con la velocidad de
un rayo atacando Flandes, ocupando el Franco-Condado y enviando sus
ejércitos a Cataluña. ¿Por qué no hizo otro
tanto en el Caribe? Los ataques franceses a las dependencias españolas
del Caribe, más que de las fuerzas navales y militares francesas
propiamente dichas, partieron de los piratas de la Tortuga, y esos piratas
se lanzaban contra cualquier establecimiento español del Caribe
sin necesidad de que hubiera guerra con España. Quizá
Luis XIV tenía sus fuerzas demasiado comprometidas en Europa
y no quería dispersarlas; tal vez el astuto monarca había
llegado a la conclusión de que para él y para Francia
la decisión se lograría en Europa, no en aquel lejano
mar de los trópicos. Luis XIV era un gobernante que sabía
determinar con claridad los objetivos de su política. Usaba la
fuerza, pero no se dejaba, arrastrar por ella. De los territorios españoles
que él quería sumar a Francia, los más importantes
se hallaban junto a las fronteras europeas de Francia, no en la frontera
española del Caribe. Por otra parte, se hace evidente, estudiando
sus actos, que Luis XIV aspiró siempre a arrebatarle a España
el Franco-Condado y Flandes, pero no a llegar más allá.
Tal vez el poderoso monarca se sentía demasiado ligado a España
por los lazos de la sangre y del matrimonio —era hijo de una española
y marido de otra—, o tal vez mantuvo durante años la secreta
ilusión de que en algún momento podría heredar
la corona de su lejano abuelo Felipe II, y no quería destruir
de antemano la herencia.
De todos modos, por la razón que fuere, es el caso que salvo
los ataques de piratas franceses o al servicio de Francia que fueron
lanzados contra establecimientos españoles —detallados
en los capítulos IX y X—, en esa guerra de 1672-1678 Francia
combatió en el Caribe más a Holanda que a España,
y aun en el caso de los territorios holandeses, los ataques franceses
no tuvieron la ferocidad habitual en las guerras del Caribe.
La participación de Inglaterra en esa guerra fue corta —1672
a 1678— y de una parte de ella se habló al final del capítulo
IX; entonces se dijo que al iniciarse la guerra los ingleses habían
ocupado Tórtola, San Eustaquio y Saba. Una flota holandesa reconquistó
San Eustaquio y Saba, pero los ingleses volvieron a tomarlas y las retuvieron
hasta 1678. Tórtola fue devuelta a Holanda en el 1688, el año
en que Guillermo de Orange pasó a ser rey de Inglaterra. El más
duro de los golpes fue lanzado en la pequeña isla de Tobago,
cerca de Trinidad. De allí se llevaron los ingleses a todos los
holandeses y a todos los esclavos negros que había en la isla,
unos cuatrocientos de los primeros y una cantidad igual de los segundos.
Pero Tobago fue devuelta a los holandeses cuando Inglaterra hizo la
paz con Holanda, es decir, dos años después.
Tobago fue atacada de nuevo en febrero de 1677, en esa ocasión,
por una flota francesa. Al final del mismo año —en el mes
de diciembre— los franceses atacaron otra vez y se comportaron
como fieras; quemaron todas las viviendas, hasta dejar la isla como
una tabla rasa, y se llevaron la mayoría de los esclavos, al
grado que sólo se quedaron en la isla los que habían huido
a los montes y no pudieron ser localizados por los atacantes. (En el
tratado de Nimega Holanda cedió la isla a Francia, pero Francia
i no la pobló, y al cabo del tiempo Tobago pasó a ser
una isla inglesa; hoy es parte de la República de Trinidad.)
En diciembre de 1674, los indios caribes de Dominica cayeron sobre Antigua.
Conviene ver el mapa del Caribe para darse cuenta de que Dominica queda
al sur de Guadalupe y Antigua al norte, de manera que ir de una isla
a la otra no era una operación fácil. Pero esos indios
caribes dominaban el arte de navegar en sus grandes piraguas. Unos quince
años después de ese ataque a Antigua, unas piraguas caribes
de San Vicente estuvieron en las costas occidentales de La Española
cambiando productos indígenas por los que podían darles
los franceses de Saint-Dominique.
Antigua, como se sabe, era territorio inglés. El jefe de los
caribes de Dominica que atacaron Antigua en esos días finales
de 1674 era el indio Warner, hijo, como se explicó a su tiempo,
de sir Thomas Warner, colonizador y primer gobernador inglés
de Saint Kitts. Otro hijo de sir Thomas Warner, llamado Philip, encabezó
a principios de 1675 una pequeña expedición inglesa de
represalia que cayó sobre Dominica animada de un furor frenético.
Los ingleses destruyeron lo que hallaron a su paso, mataron a unos ochenta
indios, cogieron unos cuantos prisioneros y se llevaron las piraguas
y las canoas que pudieron tomar. Entre los prisioneros estaba el indio
Warner. Un testigo presencial, inglés él, afirmó
que Philip Warner indujo a su medio hermano a entrar en el barco de
la expedición junto con otros indios, que una vez que los tuvo
allí les dio aguardiente hasta que los embriagó, y que
cuando los vio embriagados los mandó matar. En la matanza murieron
el indio Warner y todos los niños que había en el grupo.
Los ataques de los indios caribes de Dominica y San Vicente a posesiones
inglesas del Caribe fueron numerosos en esos años. Hubo uno en
1676 a Antigua y Monserrat, otros en 1681 y 1682 a Barbuda y Monserrat.
Todos parecen haber sido organizados por los franceses. Debemos recordar
que los caribes de Dominica y San Vicente habían pactado con
Francia, que les había reconocido la propiedad de esas islas.
En cierta media, ellos se sentían aliados y a la vez protegidos
de Francia. En el mes de junio de 1,683, el teniente gobernador inglés
de Monserrat operó sobre Dominica y San Vicente; mató
a muchos indios, quemó unos trescientos ranchos tribales, destruyó
unas treinta y cinco piraguas y canoas y afirmó que los caribes
tenían armas y municiones francesas, lo que seguramente era verdad.
Francia, que usaba a los piratas de la Tortuga en su política
de expansión en el Caribe, no tenía por qué no
usar también a los caribes de Dominica y San Vicente. Francia
tenía un plan imperial, y para cumplirlo echaba mano de cuanto
estuviera a su alcance. Pero los ingleses hacían otro tanto,
y usaban contra España a los indios del Darién y a los
indios mosquitos de la costa de Nicaragua; de manera que no había
razón para que los ingleses se alarmaran porque los caribes de
Dominica y San Vicente tuvieran armas francesas. De los imperios de
la época, el que no recurría a esos medios era España,
y ya hemos explicado porqué. España llegó a ser
imperio sin que tuviera sustancia imperial, razón por la cual
tampoco tuvo en esa época la moral —ola inmoralidad—
típica de los imperios.
En medio de esos episodios de la guerra de 1672-1678, que hemos relatado,
había muchos de menor categoría, sobre todo ataques de
corsarios a naves aisladas; pero en realidad esa guerra no tuvo en el
Caribe la ferocidad de las anteriores. La paz llegó al Caribe
al firmarse los acuerdos de Nimega, pero sería una paz precaria,
pues la guerra iba a brotar de nuevo unos años después.
Habiendo salido Francia —como salió— de la paz de
Nimega apropiada del Franco-Condado y de una parte importante de Flandes,
se convertía en una potencia continental demasiado fuerte para
que sus vecinos se sintieran tranquilos. De esos vecinos, los que se
creían más amenazados eran Holanda, España y el
imperio austroalemán. Guillermo de Orange, convertido en el jefe
de la república holandesa, comenzó a tejer asociaciones
y tratados, a los que se unió España. Ya hemos visto en
el capítulo XI el resultado de esos movimientos y el resultado
de la corta guerra hispano-francesa que terminó en el tratado
de Ratisbona, firmado en agosto de 1684; y ya hemos visto cómo
volvieron a organizarse los países amenazados por Francia y cómo
comenzó de nuevo la guerra en 1686 y cómo Inglaterra acabó
uniéndose a la gran coalición europea antifrancesa.
. La adhesión de Inglaterra a la coalición se produjo
cuando Guillermo de Orange pasó a ser rey de Inglaterra —año
de 1688—, pero no fue obra exclusiva de Guillermo de Orange. Los
adversarios ingleses de Jacobo II —que eran los más numerosos
y los más poderosos— tenían que presionar para que
Inglaterra se uniera a la coalición, pues al huir de su país,
Jacobo II, el rey destronado, se había refugiado en Francia y
contaba con Luis XIV para reconquistar el trono. Así, Luis XIV
envió rápidamente ayuda a Irlanda, cuya población,
de mayoría católica, era partidaria de Jacobo.
Pero los irlandeses eran partidarios de Jacobo no sólo en Irlanda,
sino también en el Caribe,, donde había muchos que habían
sido llevados a los territorios ingleses como "sirvientes"
o como desterrados. En varias de las islas inglesas del Caribe —en
Saint Kitts. Antigua, Monserrat y Barbuda— los irlandeses se hicieron
partidarios de Jacobo II tan pronto supieron que éste había
sido destronado y que en su lugar reinaba Guillermo de Orange, un protestante
a quien los irlandeses católicos debían odiar a muerte.
Lógicamente, las autoridades francesas del Caribe estimularon
esos levantamientos de los irlandeses. Las rebeliones de irlandeses
llegaron a ser tan serias que todas las mujeres y los niños de
Saint Kitts tuvieron que ser evacuados y enviados a Nevis. Los irlandeses
hicieron el papel de lo que tres siglos después se llamaría
una quinta columna, y apoyados en esa quinta columna los franceses del
Caribe comenzaron la lucha contra el poder de la coalición. Saint
Kitts fue atacada en julio de 1689 por una flota que procedía
de Francia; la guarnición inglesa se rindió a principios
de agosto y los franceses permitieron que embarcara hacia Nevis. Anguila
cayó también en manos francesas, pero los ingleses no
tardaron en reconquistarla, si bien evacuaron toda su población
hacia Nevis porque temían que no iban a poder defenderla de un
nuevo ataque francés. Mientras tanto, los caribes de Dominica
y San Vicente caían otra vez sobre Antigua, daban muerte a varios
ingleses y se llevaban prisioneros a otros.
La ofensiva francesa en el Caribe parecía ser tan fulminante
como lo era en Europa. En el mismo mes de julio de 1689, el señor
de Cussy Tarín, gobernador de la porción de Santo Domingo
ocupada por Francia, lanzó sobre la parte española de
la isla una columna de unos 1.000 hombres, entre los que iban muchos
filibusteros, veteranos del tiempo del espanto; Santiago de los Caballeros
fue tomada —por tercera vez en treinta años—, saqueada
y quemada en su totalidad, con la única excepción de la
iglesia, tal vez por respeto al catolicismo de Luis XIV. Cuando los
destructores de Santiago de los Caballeros volvían a sus bases
del oeste de la isla, llegaban allí los caribes de San Vicente
a que nos hemos referido en este capítulo. El encuentro fue contado
por Oexmelin, en una página llena de color que nos permite tener
una idea precisa de cómo eran y cómo actuaban los indios
caribes de las islas antillanas doscientos años después
del descubrimiento.
El historiador de los piratas dice que los caribes procedían
de la isla de San Vicente, y explica que esa isla se hallaba a treinta
leguas a barlovento de la Martinica, un detalle que no da idea del recorrido
que tuvieron que hacer para llegar al oeste de La Española, cinco
veces más largo que el de San Vicente a Martinica. Viajaban en
grandes piraguas movidas a remos e iban hombres y mujeres con frutas,
cotorras, gallinas y varios artículos que llevaban para vender
o trocar. De esos artículos el que más sorprendió
a Oexmelin fue un tipo de cesta destinada a llevar agua; estaba hecha
con juncos y debió ser un fino trabajo de artesanía, porque,
según da a entender Oexmelin, el agua no se salía. Para
Oexmelin, veterano del Caribe, ver indios desnudos no era una novedad,
pero lo era para los franceses que habían llegado de Europa al
oeste de La Española y no habían salido de este lugar;
así, Oexmelin explica que esos franceses se asombraron de ver
que los caribes iban desnudos, lo mismo las mujeres que los hombres,
y que tenían el cuerpo pintado con un colorante rojo oscuro.
"Esta gente", dice el celebrado cronista de los piratas, "lleva
nada más que un pedazo de tela puesto alrededor de la cintura
que les cubre la parte delantera"; entonces pasa a explicar cómo
se peinaban: llevaban el pelo en dos crenchas formadas a partir de una
raya que iba de una oreja a la otra; la crencha superior terminaba con
el pelo cortado a la altura de la mitad de la frente; la posterior se
dividía en trenzas que formaban un moño sujeto en la parte
posterior. Algunos de esos indios, y Oexmelin da a entender que eran
hombres, llevaban collares de vidrios de colores, un artículo
que seguramente debían obtener ellos de los europeos; otros,
sin embargo, llevaban adornos indígenas, y ésos eran al
parecer los jefes del grupo. Esos adornos eran aros de madera que tenían
forma de corona del ancho de una pulgada; uno de ellos tenía
varias plumas de cotorra, de diferentes colores —los vivos, los
alegres colores rojo, azul, amarillo y verde de la cotorra—, y
el otro tenía una sola pluma roja que no podía ser de
cotorra porque, según dice Oexmelin, era recta y tenía
de ocho a nueve pulgadas de largo; debía tratarse de una pluma
de guacamaya, tal vez llevada desde Trinidad o de la región del
Orinoco. De los dos jefes que usaban esos adornos, uno tenía
además un arco que le colgaba de un hoyo abierto en la ternilla
de la nariz y le llegaba hasta la boca, y un collar en el que habla
algo así como una media luna que le caía sobre el pecho,
y dos silbatos, uno más grande que el otro.
Francia había tomado la ofensiva en el Caribe y atacaba en varios
sitios a la vez, pero los aliados que la combatían en Europa
iban a reaccionar en el Caribe al comenzar el 1690. En febrero de ese
año, una escuadra inglesa que se había organizado en Barbados
atacó y destruyó los establecimientos franceses de San
Bartolomé, Marigalante y San Martín. Un escuadrón
naval francés, despachado desde Saint Kitts, impidió que
los ingleses siguieran atacando otras posesiones francesas de la vecindad.
En el mes de junio, los ingleses de Nevis despacharon un escuadrón
naval hacia Saint Kitts con fuerzas que desembarcaron en la isla y estuvieron
combatiendo hasta el 16 de julio, día en que se rindió
el último reducto francés. Algunos franceses y algunos
de sus esclavos negros se fueron a los bosques y desde ellos continuaron
la lucha, aunque no pudieron debilitar a los ocupantes ingleses. Después
de haber tomado Saint Kitts, los ingleses se lanzaron sobre San Eustaquio,
que había sido conquistada por los franceses, prácticamente
sin lucha, en marzo del año anterior.
El gobierno de Jamaica, que estaba sufriendo a manos de los franceses
establecidos en la parte francesa de La Española una sucesión
continua de ataques en la costa norte, empezó a organizar fuerzas
para defenderse. En el mes de julio (1690) los negros jamaicanos, que
seguían siendo partidarios de España y que se hallaban
refugiados en las montañas del norte desde que la isla fue ocupada
por los ingleses en 1655, salieron de las alturas para atacar varios
establecimientos. A fines de ese año de 1690 el escuadrón
naval inglés que había tomado Saint Kitts fue a operar
sobre la costa occidental de La Española para aliviar los ataques
de los franceses contra Jamaica. En enero del año siguiente (1691),
en una operación combinada con ese escuadrón naval inglés,
los españoles del este de la isla entraron como un huracán
de fuego en la porción francesa del norte y derrotaron el día
21 a las fuerzas francesas en las vecindades de Cap-Français.
En la batalla —conocida como de Sabana Real o de La Limonada—
murieron todos los jefes franceses, encabezados por el gobernador, señor
Cussy de Tarín, y unos 300 filibusteros. Cap-Français
fue destruida totalmente. Para los vencidos no hubo ni asomo de piedad.
El escuadrón inglés que cubría las aguas de la
región operó después sobre Leogane y Petit-Goave
y retornó a Jamaica, que ese mismo año fue atacada de
nuevo por filibusteros procedentes de la recién castigada parte
francesa de La Española.
Al mismo tiempo que eso sucedía en el norte del Caribe, fuerzas
inglesas desembarcaron en Guadalupe y avanzaban que-I .mando los poblados
que hallaban a su paso, matando el ganado 'y destruyendo los sembrados.
La isla estaba ya prácticamente en sus manos cuando se alcanzaron
a ver las velas de una escuadra francesa. Los ingleses abandonaron Guadalupe,
y el capitán que los mandaba, de nombre Wright, acusado de haber
ordenado la retirada, fue arrestado en Inglaterra bajo el grave cargo
de alta traición.
Como podemos ver la guerra se extendía por todo el Caribe, y
los imperios que la llevaban a cabo, empeñados en territorio
europeo en una lucha que en los términos de la época podía
considerarse como guerra total, necesitaban echar mano de todos los
recursos que pudieran movilizar. Así, tanto Inglaterra como Francia
iban a acudir en el Caribe al uso de los piratas. Si lo habían
hecho antes, ¿por qué no hacerlo otra vez? Pero es el
caso que la situación había cambiado. Ya habían
desaparecido los grandes capitanes filibusteros de otros días;
la Tortuga no era en 1691 la capital de los temidos "Hermanos de
la Costa", y la capital jamaicana del filibusterismo, la tumultuosa
Port Royal, desapareció bajo el mar en el terremoto del 7 de
junio de 1692. Lo que hicieron los gobernadores de Jamaica y de la parte
francesa de La Española fue otorgar patentes de corso a diestra
y siniestra, de donde resultó que en los años que siguieron
hubo en el Caribe una floración de corsarios; comerciantes, artesanos,
pequeños armadores de balandras; blancos, mulatos, europeos y
nativos del Caribe se dedicaron a esa actividad.
Así, el año de 1692 fue de luchas de corsarios, combates
aislados en el mar, pequeños, pero destructores asaltos en los
lugares de las costas que no tenían vigilancia o defensa. Dos
casas quemadas aquí, seis esclavos secuestrados alfa, una nave
asaltada en tal punto, todo eso multiplicado por numerosas veces, acababa
representando pérdidas fuertes al cabo del año, tanto
para un bando como para el otro.
A finales de 1692 Inglaterra despachó hacia el Caribe un escuadrón
naval que en el mes de abril de 1693 estaba en aguas de Martinica. Los
ingleses desembarcaron fuerzas de tierra, pero la isla no cayó
en sus manos porque además de los defensores, que luchaban con
fiereza, tuvieron un adversario implacable: la fiebre de las islas,
que debilitó a los atacantes a tal punto que tuvieron que retirarse.
En el mes de octubre eran tan frecuentes los asaltos a Jamaica por parte
de los franceses de la Española, que la situación de los
vecinos de la isla se hacía insostenible. En el mes de diciembre
el ataque llegó a la costa del sur, a sólo diez kilómetros
de la antigua Port Royal. En esa ocasión los atacantes hicieron
saqueos importantes; sólo en esclavos se llevaron unos 370.
La porción más rica de Jamaica fue prácticamente
asolada en junio y julio de 1694 cuando Ducasse, el sucesor de Cussy
de Tarín en la gobernación de la parte francesa de La
Española, encabezó personalmente una expedición
de unos 1.500 hombres que llevó en 22 naves. Durante un mes entero
Ducasse señoreó todo el sudeste de la isla; después,
costeando tranquilamente por el sur, como si fuera el amo del mar, desembarcó
sus hombres en la bahía de Carlisle y allí destruyó,
quemó, taló y atropello a su antojo. Tras haber estado
operando en Jamaica más de mes y medio, Ducasse se retiró
a su gobernación de La Española francesa, pero había
dejado destruidos cincuenta ingenios de azúcar y varios cientos
de casas, había dado muerte o herido a mucha gente, se había
llevado joyas, muebles, dinero y 1.300 esclavos. En respuesta a ese
ataque, los ingleses de Jamaica atacaron en el mes de octubre algunos
establecimientos franceses de La Española, pero no hicieron ni
remotamente un daño parecido al que había sufrido Jamaica.
Jamaica, que era la joya de Inglaterra en el Caribe central, se hallaba,
pues, a merced de los franceses de La Española, y algo había
que hacer para ponerle fin a esta situación. Así, al iniciarse
el año 1695 los ingleses estaban organizando una expedición
fuerte de 23 navíos y 1.700 hombres, al mando, como era costumbre,
de un jefe naval y uno de infantería; a esa expedición
se agregarían en Saint Kitts algunos barcos y soldados; además,
la acción estaría combinada con las autoridades de la
parte española de la isla (Santo Domingo o La Española),
que atacarían por el norte con 1.500 hombres. El plan era comenzar
repitiendo lo que se había hecho cuatro años antes, lo
que explica que el 24 de mayo se hallaran reunidas en La Limonada, donde
había sido derrotado y muerto el gobernador Cussy de Tarín,
las tropas inglesas y las españolas. La mayoría de las
últimas eran naturales de la isla, como lo habían sido
en 1691. Desde La Limonada, los aliados avanzaron hacia Cap-Français,
que fue abandonado por sus defensores. El jefe de la marina inglesa
ordenó un bombardeo de la ciudad y al mismo tiempo despachó
fuerzas para tomarla, pero sin haber informado de su decisión
ni al jefe español ni al jefe de la infantería inglesa;
así, cuando las tropas aliadas de tierra llegaron a Cap-Français
hallaron enastada allí la bandera inglesa nada más, lo
que produjo serios altercados entre el jefe español y el jefe
naval inglés. Eso no fue todo, sin embargo; pues como Cap-Français
había sido saqueada concienzudamente por la marina británica,
los ingleses protestaron escandalosamente y de hecho se rompieron los
vínculos entre los dos cuerpos expedicionarios ingleses. A partir
de ese momento no hubo coordinación entre ellos y la infantería
inglesa se encaminó a Port de Paix por tierra mientras la fuerza
naval se dirigía a Saint Louis —no el puerto de Saint Louis
en el sur, sino un punto del mismo nombre situado entre Cap-Français
y Port de Paix—, lugar que tomó y saqueó. La infantería
tardó dos semanas en llegar a Port de Paix, ciudad que se negó
a rendirse a los infantes y sin embargo se rindió a la marina
cuando ésta apareció en la bahía. En esa ocasión,
como había sucedido en Cap-Francaís, los marinos saquearon
sin piedad, y no dejaron nada para sus compañeros de a pie.
Rota la unidad indispensable, no sólo entre españoles
e ingleses, sino además entre los dos cuerpos ingleses, fue imposible
llevar adelante la campaña. El plan general preveía un
ataque a Petit-Goave, que era el centro de actividades corsarias, y
el gobernador de Jamaica pedía que se cumpliera ese punto. Pero
el desacuerdo entre los expedicionarios no lo permitió. En consecuencia,
la movilización de tanto poderío —buques y hombres
desde Inglaterra y desde Saint Kitts y hombres desde la parte española
de Santo Domingo— tuvo como resultados únicos la destrucción
y el saqueo de tres puntos del norte, que era la región menos
activa en la guerra contra Jamaica; y esas operaciones, que sin duda
perturbaron a los franceses de La Española, no eliminaban los
focos de agresión; ni siquiera los redujeron.
Ducasse no tardó en tomar las medidas necesarias para reorganizar
la colonia francesa de La Española —que en realidad todavía
no era una colonia de jure, porque España no la había
reconocido como posesión de Francia—; así, procedió
a despoblar Port de Paix y concentró esa población en
Cap-Français, ciudad que se dedicó a reconstruir con su
habitual energía. En esa ocasión, el gobernador obtuvo
que se trasladara en bloque a Cap-Français la población
de la isla de Santa Cruz, que a partir de entonces quedó deshabitada.
Mientras tanto, Ducasse siguió enviando filibusteros y corsarios
hacia Jamaica, cuyas costas eran atacadas sin cesar por grupos pequeños,
pero audaces y voraces, que salían de Petit-Goave y Leogane.
Por esa causa los pobladores de Jamaica abandonaban la isla en número
considerable. En el entretanto, Ducasse, impresionado sin duda por el
demoledor ataque angloespañol de 1695, escribía a París
recomendando que se enviara una expedición lo suficientemente
fuerte" para conquistar la parte española de la isla en
que se hallaba la colonia francesa, porque en su opinión ahí
se hallaba la clave militar de todo el Caribe. Es de suponer que para
ese tiempo Luis XIV veía muy cerca un desenlace en el problema
de la herencia al trono español y no quería herir la sensibilidad
española lanzándose a conquistar uno de sus territorios
en América; sin embargo, es posible que esas cartas de Ducasse
dieran origen al plan del ataque a Cartagena, que no iba a tardar en
elaborarse.
Pues resulta que en septiembre de 1696 el ministro de marina francés
le escribía a Ducasse informándole que estaba organizándose
una gran expedición, si bien no se dirigía a conquistar
la parte española de la isla, sino a atacar algún lugar
de Méjico. Algo más tarde, en enero de 1697 —cuando
ya se sabía que era inminente un acuerdo de paz—, el ministro
le ordenaba a Ducasse que reuniera a todos los filibusteros de su territorio
y que los retuviera allí, sin dejarlos salir de la colonia porque
debían participar en la acción que estaba organizándose
en Francia. Según se le dijo a Ducasse, varios capitalistas importantes
se habían asociado al gobierno en el proyecto, de manera que
se trataba de una empresa que no era exclusivamente militar, y debido
a eso era apropiada para que intervinieran en ella, con perspectiva
de buenas ganancias, los voraces piratas del Caribe.
En enero de 1697, cuando el gobernador Ducasse recibía las noticias
que le daba el ministro de la marina de su país, la situación
militar de Francia era brillante, puesto que sus ejércitos se
batían victoriosamente en muchos sitios de Europa; pero la situación
económica no podía ser peor. La guerra había resultado
mucho más larga de lo que se pensó y se llevaba a cabo
en frentes muy distantes, tanto en Europa como en América, y
ante demasiados enemigos; se combatía en tierra y en los mares,
lo que resultaba en costos altísimos; los hombres no podían
dedicarse a la producción de lo que el país necesitaba;
el comercio se había desordenado y la agricultura languidecía,
por todo lo cual los precios subían sin cesar. En esa hora de
necesidades, Luis XIV aceptó unirse a unos cuantos capitalistas
para saquear una ciudad rica del Caribe; y así, al mismo tiempo
que sus ejércitos entraban en Barcelona, despachaban una gran
flota para el Caribe y ordenaba que se usara a los filibusteros —esos
bandidos del mar que pillaban, violaban, quemaban y mataban sin el menor
escrúpulo— en el asalto a Cartagena de Indias. Pues fue
a Cartagena adonde se destinó al fin la expedición que
se había organizado para dar un asalto a un punto de Méjico.
La expedición llegó a Petit-Goave al comenzar el mes de
marzo, y su jefe era el señor de Pointis. Cuando llegó
la ilota expedicionaria, los filibusteros que Ducasse había reunido
se hallaban en situación de rebeldía, pues tenían
ya más de dos meses sin salir a la mar, y ellos, que estaban
hechos a gastar en una noche lo que pillaban en quince días,
no podían sufrir tan larga inactividad. En total, Ducasse había
reunido 1.000 hombres, y más de 600 de ellos eran veteranos en
la piratería. Todos esos hombres irían bajo el mando personal
de Ducasse. De Pointis llegó a cabo Tiburón, en el extremo
sudoeste de la isla, con 4.000 hombres; la mitad eran marinos y la mitad
infantes. En el asalto a Cartagena tomarían parte, pues, unos
5.000 hombres. Los filibusteros aportaban siete buques, lo que elevó
el número de naves de la flota a más de treinta, de las
cuales nueve eran fragatas.
Dada la presencia de los piratas en ese enorme cuerpo expedicionario,
se presentaron dificultades serias. De Pointis hizo saber a los filibusteros
que tenían que plegarse a sus órdenes y que serían
tratados lo mismo que los marinos y los soldados, y eso alarmó
de tal manera a los piratas que decidieron abandonar la empresa. Sólo
la intervención del gobernador Ducasse impidió que lo
hicieran. Al final, la expedición salió de cabo Tiburón
en abril.
La presencia de una flota tan poderosa en aguas del Caribe sembró
la alarma en todos los lugares aliados y puso en movimiento a las autoridades
españolas, inglesas y holandesas de la región. Se temió
un asalto a la flota anual española que llevaba cada año
la plata y el oro de América a España, pues en ese momento
esa flota se hallaba en aguas del Caribe. El gobernador de Jamaica envió
despachos urgentes a La Habana y a Portobelo para que aprestaran las
defensas, pues temía que esas dos ciudades, o una de ellas, pudiera
ser atacada; de Inglaterra fue despachado un escuadrón fuerte
de trece navíos con encargo de protegerlas islas británicas
déla zona y la flota anual española, y además con
la misión de interceptar la flota francesa donde la encontrara.
Esto último no se logró porque cuando el escuadrón
inglés llegó a aguas de La Española, De Pointis
y Ducasse estaban llegando a Cartagena. Era entonces a mediados de abril
(1697), prácticamente en vísperas de la paz de Utrecht.
A la presencia de la flota francesa, las autoridades de Carta-gena se
apresuraron a evacuar mujeres, niños, ancianos y la mayor parte
de las riquezas que podían ser escondidas fuera de la ciudad,
como oro, joyas, dinero y objetos de valor, si bien no pudieron deshacerse
de los altares de oro y plata de algunas iglesias y de algunos conventos.
La defensa se organizó bajo el mando de don Sancho Jimeno, el
gobernador de la plaza, un hombre resuelto y enérgico.
Cartagena resistió quince días de bombardeo continuo e
implacable. A los quince días —que fue tiempo suficiente
para que se presentara a la vista alguna flota aliada—, los atacantes
rompieron la defensa de uno de los fuertes. El 6 de mayo, la guarnición
española, el Cabildo y parte de la población civil, salían
de la ciudad con honores de guerra. Los franceses fueron, por lo menos
en ese aspecto, considerados con los vencidos, que se habían
batido como leones.
Los filibusteros esperaban entrar en- la ciudad para saquear] a, según
sus hábitos de ladrones de la costa y del mar, pero De Pointis
no lo permitió y los mantuvo en las afueras de Cartagena mientras
los oficiales de sus tropas recogían todo lo que tenía
algún valor. El botín fue cuantioso. Entre lo saqueado
estaban las joyas y el sepulcro de plata del convento de San Agustín,
que Luis XIV devolvió después, haciendo honor a uno de
los artículos de la capitulación acordada entre el jefe
atacante y el gobierno de la plaza; en ese artículo De Pointis
se comprometía a no llevarse los tesoros de las iglesias y los
conventos de la ciudad. La plata fue devuelta por Luis XIV y se usó
más de un siglo después en fundir moneda para la guerra
de independencia de Colombia. Luis XIV era cuidadoso en eso de mantener
las apariencias de su catolicismo.
La turba de los filibusteros esperó que De Pointis repartiera
el botín con ellos de acuerdo con las reglas de la "chasse-partie",
que seguía siendo su código social; pero De Pointis se
negó a eso y ofreció en cambio una décima parte
del primer millón de coronas y el triple de tal cantidad de los
millones restantes; esto es, les daría igual proporción
que la que había repartido entre los marinos y los soldados.
Se estimaba que el botín alcanzaba a más de siete millones.
Los piratas se negaron a aceptar lo que les ofrecía De Pointis.
El producto del saqueo era demasiado grande para que ellos se conformaran
con una participación tan pequeña. Cuando se discutía
ese punto, De Pointis y muchos de sus oficiales —así, desde
luego, como gran número de marinos y soldados— se hallaban
atacados por la fiebre típica de los lugares bajos del Caribe,
probablemente causada por aguas contaminadas; así, se recogieron
en sus barcos. Estaban allí cuando, a su vista, los piratas entraron
en Cartagena. De Pointis se hizo a la mar y la ciudad quedó en
manos délos filibusteros, que fueron sus dueños y señores
durante cuatro días.
Igual que en los mejores días de los grandes capitanes piratas,
Cartagena vivió el tiempo del espanto, el de las violaciones,
los incendios, las terribles experiencias que habían vivido Panamá
y Maracaibo. El dominio del bandidaje y del terror en Cartagena fue
totalmente desenfrenado porque los filibusteros no tenían un
jefe a quien obedecer, pues Ducasse había partido con De Pointis.
Al cabo de cuatro días de vandalismo los piratas habían
conseguido algunos millones de coronas, con las cuales se sintieron
"pagados", y se marcharon.
Mientras tanto, De Pointis se dirigía a Francia sin saber que
al sur de Jamaica estaba en acecho, esperando su paso, el escuadrón
naval que había sido despachado desde Inglaterra cuando se tuvieron
noticias de que la escuadra francesa navegaba en el Caribe. A las naves
inglesas se habían unido varias de Holanda, de manera que se
trataba de una fuerza considerable, superior a las veinte velas. Por
su parte, De Pointis había dejado en Cartagena nueve bajeles,
que usaron los piratas para retornar a La Española; así,
pues, las dos escuadras enemigas estaban más o menos a la par.
De Pointis, sin embargo, no presentó combate; se las arregló
para burlar la persecución con pérdida de sólo
dos bajeles pequeños; navegó por el estrecho de Yucatán,
por el golfo de Méjico y por el canal de las Bahamas, y fue a
dar a Terranova; de ahí se dirigió a Francia, adonde llegó
unos días antes de que se firmara la paz de Ryswick. Las riquezas
que le llevó a Luis XIV servirían para cubrir en parte
las duras necesidades que deja tras sí una guerra larga. Ahora
bien, la escuadra aliada que había estado persiguiendo a De Pointis
por el Caribe sabía que el jefe francés no se llevaba
todas las naves que había conducido hasta Cartagena, de manera
que se quedó operando entre Jamaica y la Española, y ahí
fueron a dar los filibusteros que regresaban de la infortunada ciudad
saqueada. Tres de los bajeles piratas, cargados todos de botín,
fueron apresados; dos quedaron embarrancados mientras huían de
sus perseguidores; los cuatro restantes fueron a dar a Petit-Goave.
Con ese episodio quedó cerrada de hecho la era de los grandes
asaltos de los piratas en el Caribe. Ya a ese tiempo los piratas eran
relativamente tan débiles que si se hubieran presentado solos,
sin la marinería de guerra y sin la infantería que llevaba
De Pointis, no habrían podido ni remotamente tomar Cartagena.
Todavía durante más de cien años habría
filibusteros en el I mar de las Antillas, pero ya no se verían
de nuevo las grandes flotas piratas conducidas por reyes del crimen
que cruzaban altaneramente de un punto a otro del Caribe sin que encontraran
un poder que detuviera su carrera. Al terminar el siglo XVII, cuyo fin
|se hallaba a dos años y medio de distancia, los imperios que
habían empollado y prohijado las sombrías huestes del
filibusterismo no iban a necesitarlas más y no querían
tratos con ellos. Los imperios se habían establecido ya firmemente
en el Caribe y había llegado la hora de manejar sus intereses
sin tener que compartirlos con nadie; que así paga el diablo
a quien le sirve.
Mientras tanto hacía meses que estaba negociándose la
paz de Ryswick. Por lo que hemos dicho en el capítulo anterior
sabemos que Luis XIV devolvió entonces a España todos
los territorios que le había tomado en Europa, pues estaba al
llegar a un desenlace la crisis de la herencia de la corona española
y Luis XIV quería ganarse, como se ganó con ese gesto,
la simpatía del pueblo español. En cuanto al Caribe, el
tratado de Ryswick no mencionó la situación de la isla
de Santo Domingo o La Española, cuya parte occidental se había
convertido en los últimos años en una colonia francesa
de facto, puesto que allí vivían algunos miles de colonos
franceses bajo las leyes de su país, y además había
un gobernador y funcionarios de otras categorías nombrados por
el gobierno de Francia. Al no tratarse en las negociaciones de Ryswick
el caso de La Española, se dio por hecho que España aceptaba
la situación creada en esa isla, que fue el primer territorio
español de América; y así quedó legalizada,
por vía negativa, la partición de Santo Domingo en el
Santo Domingo español y el Saint-Domingue francés. Al
andar del tiempo la primera sería la República Dominicana
y el segundo sería la República de Haití; pero
antes de llegar al estado de repúblicas, en esas dos dependencias
se producirían acontecimientos memorables y de una importancia
histórica insospechada.
El Caribe era, en realidad, un mundo complejo. ¿Quién
podía pensar que cuando estaba llegando a Petit-Goave la flota
francesa que comandaba De Pointis —es decir, al comenzar el mes
de marzo de 1697—, había a poca distancia de allí
una ciudad que no había sido conquistada en los algo más
de dos siglos que tenía el Caribe bajo el dominio español
y de otros países europeos?
Pues la había, y estaba en la región norte del occidente
del Caribe. Era Tayasal, una ciudad maya, que había sido construida
por lo menos en los principios del siglo XIII en una isla que se hallaba
en el centro del lago Flores. El lago Flores, bastante grande, está
en el territorio guatemalteco de Peten.
Se cree que los habitantes de Tayasal eran mayas itzás, de los
pobladores originales de la vieja y hermosa Chichén-Itzá.
Chichén-Itzá había sido conquistada a fines del
siglo XII por el poderoso guerrero maya Huan Ceel, que tenía
a sus órdenes un ejército de mercenarios mejicanos. Los
itzás no se resignaron a seguir viviendo en la viudad sometida
y emigraron hacia el Sur. En su larga marcha, de varios cientos de kilómetros,
dieron con una isla en medio de un lago y determinaron fundar allí
una ciudad que llamaron Tayasal; y allí estaban cuando llegaron
a Yucatán los Montejos, aunque éstos no se enteraron de
su existencia, y allí estaban al comenzar el año de 1697,
es decir, cinco siglos después de haber salido de Chichén-Itzá,
sin que ni un solo español se dispusiera a someterlos.
La existencia de una ciudad libre en medio de un territorio conquistado
estimulaba rebeliones en los pueblos mayas, y efectivamente esas rebeliones
habían sido frecuentes, aunque de escasa importancia, a todo
lo largo del siglo xvi y del siglo XVII. Al llegar el mes de marzo de
1697, las autoridades españolas decidieron tomar Tayasal, aunque
llevaban el propósito de no producir derramamiento de sangre.
Los mayas de la ciudad no conocían las intenciones de las fuerzas
que les rodeaban, y usaban sus armas contra ellas. Una flecha alcanzó
a un soldado español y al sentirse herido, éste disparó
su arcabuz. A partir de ese momento fue imposible controlar la situación
y la matanza de mayas alcanzó a varios miles. Los indios de Tayasal
huyeron despavoridos hacia las orillas del lago que no estaban guarnecidas
por españoles; la ciudad quedó sin un alma, y los españoles
entraron en ella el día 14 de marzo.
Por los días del tratado de Ryswick estaba sucediendo en Inglaterra
algo que iba a provocarla unión definitiva de Escocia e Inglaterra
en un solo país, y para asombro de los que ignoran que la historia
toma a menudo los caminos más inesperados, el Caribe vino a ser
el escenario de los hechos que produjeron la unión de escoceses
e ingleses. El Caribe, esa frontera imperial de ricas tierras tropicales,
empezaba a tener influencia directa en Europa.
Los hechos comenzaron en 1695 —dos años antes del tratado
de Ryswick— cuando William Paterson, escocés y fundador
del Banco de Inglaterra, personaje notable por muchos conceptos, expuso
en Edimburgo, capital de Escocia, una idea que desde el primer momento
despertó el entusiasmo de sus compatriotas. Escocia e Inglaterra
habían sido dos reinos separados hasta que en 1603 llegó
al trono inglés, bajo el nombre de Jacobo I, el hijo de la última
reina de Escocia, la infortunada María Estuardo. Al mismo tiempo
que Jacobo I de Inglaterra, el rey era Jacobo VI de Escocia; de manera
que al comenzar el siglo XVII los dos países tenían un
solo rey. Pero a pesar de eso eran dos países distintos; cada
uno tenía su Parlamento, su moneda, sus impuestos, su lengua,
y había una frontera entre los dos. Así, las leyes inglesas
que no habían sido aprobadas por el Parlamento escocés
no regían en Escocia, o al revés; en algunos casos, como
el del acta de navegación, se les reconocían a los ingleses
derechos que no podían ejercerlos escoceses. Uno de esos derechos
era el uso de barcos en el comercio con el extranjero; otro era el disfrute
de privilegios para explotar territorios extranjeros, que se concedía
sólo a ingleses.
La idea de William Paterson, que los escoceses acogieron con tanto entusiasmo,
era que si el Parlamento de Inglaterra podía autorizar la formación
de compañías que explotaban territorios situados en el
exterior —por ejemplo, en América—, el Parlamento
de Escocia también podía hacerlo. Lo que decía
Paterson tenía una lógica contundente y además
halagaba el orgullo nacional de sus compatriotas.
Pero Paterson no era hombre de conceptos abstractos, capaz de establecer
un principio sin que pudiera sin embargo hacer su aplicación.
Además del principio de que no había ni podía haber
diferencia en la capacidad, o la autoridad, de los Parlamentos de Inglaterra
y de Escocia, William Paterson pasó a decir cómo y dónde
debía aplicarse; según él, los escoceses; podían
y debían establecer una colonia en el mismo Darién, en
la costa de Panamá. Para Paterson, ese lugar estaba llamado a
ser "la llave del universo", el sitio por el cual pasaría
el comercio de Europa a Asia y de Asia a Europa. El Parlamento de Escocia
debía, pues, actuar para que los escoceses pudieran realizar
ese plan.
Paterson levantó con su proposición tal ola de entusiasmo]
que en el mes de junio de 1695 el Parlamento escocés aprobaba
un acta por la cual quedaba autorizada la formación de una compañía
denominada Compañía Escocesa de Comercio con África
y las Indias, que fue llamada popularmente Compañía del
Darién. Se estableció que el capital sería de 600.000
libras esterlinas, pero los escoceses tenían que aportar sólo
la mitad; la otra mitad podía ser aportada por negociantes ingleses,
como en efecto sucedió.
La Compañía del Darién comenzó, pues, con
buen pie podríamos decir que con demasiada buena suerte; pero
eso mismo dio lugar a sus primeros contratiempos. Otras compañías
inglesas que tenían negocios en África y en América,
y especialmente la Compañía Inglesa de la India Oriental,
que tenía un monopolio de comercio con la India garantizado por
un acta del Parlamento inglés, tuvieron miedo a la competencia
de la naciente Compañía del Darién y consiguieron
que el Parlamento de Inglaterra declarara su oposición a la empresa
de Paterson; el resultado inmediato fue que los accionistas ingleses,
asustados, retiraron su dinero de la Compañía del Darién.
Los escoceses acudieron a Guillermo II, que era su rey en la misma medida
en que era el rey de los ingleses; pero Guillermo III estaba en ese
momento aliado a España en la guerra contra Luis XIV. De manera
qué no podía ayudar a Paterson y a sus socios a organizar
una colonia escocesa en el istmo de Panamá, que era un territorio
español. Eso hubiera equivalido a una agresión a España.
Lógicamente, ahí debió haber terminado el episodio
de la Compañía del Darién, pero los escoceses son
tozudos, y en vez de cerrar ese capítulo respondieron a los ingleses
aportando 100.000 libras más a la empresa. Ahora bien, como no
podían, porque Escocia era un país pobre, reunir el dinero
que hacía falta para cubrir todo el capital autorizado de la
compañía —que, como hemos dicho, era de 600.000
libras—, hicieron gestiones para conseguir el resto en países
europeos; así, se movieron para vender acciones en Hamburgo,
pero encontraron que antes que ellos habían llegado a Hamburgo
emisarios del gobierno inglés que les habían aconsejado
no poner dinero en la Compañía del Darién.
Para los escoceses, salir adelante con el plan de Paterson se convirtió
en asunto de interés nacional y de orgullo patriótico.
Su Parlamento había autorizado, con tanta legalidad como podía
tenerla el de Inglaterra, la empresa del Darién; ellos habían
reunido dinero y además les habían dado participación
a los ingleses en la compañía. Si ésta fracasaba,
fracasaban el pueblo escocés y sus instituciones. Paterson y
sus amigos siguieron adelante con su plan y al año siguiente
de la paz de Ryswick, para ser más precisos, en el mes de julio
de 1698, salían del puerto de Leith tres bajeles —el San
Andrés, el Caledonia y el Universo— con 1.200 escoceses
que iban a colonizar en el Darién. La futura colonia se llamaría
Nueva Caledonia.
Pero sucedió que la Nueva Caledonia fue un fracaso. Las provisiones
llevadas de Escocia no duraron el tiempo necesario para mantener a los
colonos mientras se recogían las primeras cosechas de los frutos
sembrados en el Darién; las solicitudes de ayuda enviadas a los
territorios ingleses del Caribe y de la América del Norte no
fueron ni siquiera contestadas, pues aunque la guerra contra Francia
había terminado, y con ella se había disuelto la alianza
de Inglaterra, Holanda y España, todos los monarcas de Europa
se hallaban envueltos en las intrigas y los planes relacionados con
la herencia del trono español, y Guillermo III, que se mantenía
a la expectativa en ese asunto, no quería provocar a España,
razón por la cual había dado órdenes a las dependencias
inglesas de América para que no se les prestara ayuda a los escoceses
del Darién.
Nueva Caledonia, pues, tuvo que ser abandonada; los colonos se dispersaron.
Salieron del Darién en tales condiciones, que la mitad de ellos
murieron antes de llegar a los establecimientos ingleses de América
del Norte. El caso era trágico por sí solo, pero se agravó
porque cuando esos supervivientes de Nueva Caledonia cruzaban el Caribe
en busca de puertos donde hallar amparo —cosa que estaba sucediendo
a mediados de julio de 1699—, otra expedición se encontraba
en camino hacia el Darién. Esta última había salido
de Escocia antes de que llegaran allá las noticias del fracaso.
Por si eso fuera poco, salió después una nueva expedición
de unas 1.300 personas. Cuando ésta llegó al Darién
no halló ni un alma. La segunda expedición se había
dispersado porque, a su vez, tampoco había hallado a sus antecesores.
La última de las tres fue forzada por un escuadrón naval
español a salir del lugar, y, como les había sucedido
a los miembros de la primera y de la segunda, perdió mucha gente,
que se moría de enfermedades mientras cruzaba el Caribe en retirada.
En total, más de 2.000 escoceses murieron en la aventura del
Darién. Esas muertes, el dinero perdido y la conducta de los
ingleses conmovieron a toda Escocia e impresionaron a muchos ingleses,
a los que les pareció que se había cometido una injusticia
con los escoceses. Como era natural, al tratar de explicarse las causas
del fracaso se llegó a la conclusión de que se debía
a que en el país había dos Parlamentos, y se pensó
que para evitar la repetición de los hechos, o que se produjeran
otros peores, había que fundir los Parlamentos de Inglaterra
y de Escocia, de manera que el reino se gobernara por leyes iguales
para todos. Guillermo III le pidió al Parlamento inglés
que estudiara la manera de unificar los dos cuerpos legisladores, pero
lá Cámara de los Comunes inglesa se negó a tratar
el asunto, y por su parte los escoceses decían que la unión
sólo podía tener lugar si se les reconocía a ellos
igualdad de derechos con los ingleses, sobre todo en lo que se refería
a las actividades comerciales en el exterior, lo que en fin de cuentas
quería decir que se les reconociera el derecho a colonizar tierras
extranjeras y a conducir sus productos en barcos amparados por las leyes
inglesas.
Guillermo III murió en marzo de 1702 sin haber obtenido que los
Parlamentos de Escocia y de Inglaterra llegaran a un acuerdo, y a Guillermo
III sucedió Ana Estuardo, la hija de) destronado Jacobo II, a
quien le tocaba sentarse en el trono inglés en el momento en
que Inglaterra empezaba a intervenir en la guerra de Sucesión
de España. Ana era hija de Jacobo, Jacobo había sido el
protegido de Luis XIV, y en la nueva guerra el enemigo sería
otra vez Luis XIV. Los propietarios y comerciantes que formaban el Parlamento
inglés querían protegerse contra la posibilidad de que
el trono cayera en manos de un hermano de Ana, partidario de Luis XIV,
y como condición previa para reconocer a Ana establecieron que
si ella moría sin herederos el trono pasaría a Sofía
de Hannover y sus descendientes. El Parla-, mentó de Escocia
declaró que no aceptaba la condición impuesta por el de
Inglaterra y acordó que si Ana moría sin descendencia
Escocia escogería rey libremente. Esta amenaza de división
de los dos países estaba atemperada por una condición:
Escocia aceptaría al rey inglés si se le reconocía
igualdad de derechos en comercio exterior.
La situación estaba llegando a un punto crítico. La reina
se negó a aprobar el acuerdo del Parlamento de Escocia y éste
respondió negándose a votar fondos para el trono; a esto
último respondió a su vez el Parlamento inglés
en febrero de 1705 con medidas que tenían caracteres de ultimátum.
Poruña de ellas se prohibía la entrada en territorio inglés
de productos escoceses, y por otras se establecía que si a fines
de ese año el Parlamento de Escocia no se ponía de acuerdo
con el de Inglaterra, se consideraría a los escoceses como extranjeros
y serían tratados como tales.
Como puede verse, un fracaso en el Caribe estaba produciendo en Inglaterra
una situación tan difícil que cada día parecía
acercarse a soluciones violentas. Esto debía temerse porque las
luchas entre ingleses y escoceses habían desembocado antes en
acontecimientos sangrientos y dolorosos. María Estuardo, la última
reina de Escocia, había sido decapitada en Londres por órdenes
de la reina inglesa, Isabel I, y el recuerdo de aquella víctima
de las luchas entre los dos países debía rondar en esos
días por los pasillos de los Parlamentos de Escocia e Inglaterra
y debía perturbar el sueño de mucha gente. Los ejércitos
que comandaba en Europa el duque de Marlborough necesitaban paz en Inglaterra.
Una guerra entre ingleses y escoceses podía ser fatal para todos.
Sin embargo, con su característica tozudez, los escoceses se
mantuvieron aferrados a sus ideas. La Compañía del Darién
seguía viva y actuando, y había despachado barcos hacia
África y la India. Uno de esos barcos, el Annandale, había
sido apresado por la marina inglesa; otro, el Speedy Retum, se había
dedicado a la piratería y durante algún tiempo no se supo
de él, por lo que se creyó que también había
sido apresado por los ingleses. Un buque inglés, el Worcester,
entró en agosto de 1704 en una bahía de Escocia y los
escoceses le echaron mano como si se hubiera tratado de una nave enemiga.
La reina Ana se hizo cargo de la gravedad de la situación y envió
un emisario personal a Edimburgo para que tratara de negociar con el
Parlamento de Escocia, pero los escoceses se negaron a iniciar tratos
mientras no quedara derogada el acta del Parlamento inglés de
febrero de 1705, en la que se les declaraba extranjeros. La reina obtuvo
que el Parlamento inglés derogara ese acta, y esa medida abrió
el camino para unas negociaciones fatigosas, que duraron casi un año.
En tales negociaciones los escoceses pedían que se formara una
federación de los dos países, cada uno con su Parlamento,
y que hubiera igualdad de privilegios comerciales para escoceses e ingleses.
Los ingleses alegaban que a cambio del derecho a comerciar en el exterior,
los escoceses debían integrarse en Inglaterra y reconocer un
solo Parlamento para los dos países, así como reconocían
un solo rey. Al final se acordó que Escocia enviaría 16
representantes a la Cámara de los Lores —o Pares—
y 45 a la Cámara de los Comunes; que los impuestos de importación
y exportación serían iguales en los dos países;
que a la muerte de la reina Ana, Sofía de Hannover y sus descendientes
serían reconocidos como los herederos legítimos del trono
en el Reino Unido de Inglaterra y Escocia —que más tarde
pasaría a llamarse simplemente Reino Unido— y que el gobierno
inglés pagaría a los accionistas de la Compañía
del Darién unas 400.000 libras.
Los acuerdos fueron aprobados por la reina Ana el 7 de marzo de 1707;
tres meses después, el Parlamento de Escocia se reunió
por última vez y se declaró disuelto. Y así fue
como en vez I de establecer una colonia escocesa en el Caribe, la empresa
de William-Paterson había terminado provocando, al cabo de doce
años, la unión de Escocia e Inglaterra en un solo país.
Es el caso que en esos mismos años otros europeos, y no sólo
los escoceses, buscaban un territorio del Caribe en que establecerse.
Se trataba de un grupo de brandemburgueses, súbditos del Gran
Elector de Brandemburgo, que había formado una compañía
con accionistas holandeses y daneses para comerciar con esclavos. Como
el ducado de Brandemburgo había sido aliado de Dinamarca en una
de las tantas guerras que este país había tenido con los
suecos, esos traficantes de esclavos consiguieron que Dinamarca les
permitiera tener un depósito de negros en la isla de Santomas.
Pero a los brandemburgueses no les satisfacía tan poca cosa;
querían una isla para ellos y trataron de comprarles a los holandeses
la de San Eustaquio y a los ingleses la de Tobago —la de Tobago
del grupo de las Vírgenes, no la del extremo Sur—, y como
no lograron que les vendieran una de esas islas fueron a establecerse
en Vieques, llamada por los ingleses Crab Island. Vieques era un territorio
adyacente de Puerto Rico, y, por tanto, dependencia española;
pero los ingleses la querían para sí, razón por
la cual expulsaron de allí a los brandemburgueses. El Gran Elector
de Brandemburgo se dirigió al gobierno inglés para pedirle
que autorizara a la Compañía de Brandemburgo a establecerse
en Tórtola, y los ingleses no concedieron la autorización.
Al final, los brandemburgueses se retiraron del negocio de esclavos,
ya avanzado el siglo XVIII. Su pequeño país no tenía
ni flota ni ejércitos para respaldar su negocio en el Caribe.
Para ellos, pues, el Caribe no era una frontera imperial porque Brandemburgo
no era un imperio.
Los brandemburgueses, como los latvios, no tendrían colonias
en el Caribe. De los países pequeños de Europa, sólo
Dinamarca seguiría participando en el festín colonial
del Caribe. Los suecos llegarían y se sentarían en la
mesa durante algún tiempo, y ya a finales del siglo XIX y en
el siglo XX, los norteamericanos entrarían en la región
a disponer de sus riquezas y de algunos de sus territorios. Pero en
el siglo XVIII el Caribe seguiría siendo la frontera de cuatro
grandes poderes: España, Francia, Inglaterra y Holanda. Dinamarca
estaba allí de manera prudente, sin sueños de competir
con los imperios.
Los cambios que se habían producido en Europa en el siglo xvii
se reflejaban, al comenzar el siglo XVIII, en nuevos conceptos morales.
Habían quedado atrás los tiempos en que la agresión
de un país a otro se justificaba con pretextos más o menos
válidos, con la especie de que se defendía el derecho
a la herencia de una corona o se combatía por causas religiosas.
Esos dos ingredientes, por ejemplo, habían estado presentes en
la guerra de los Treinta Años, que había terminado en
1648. Al comenzar el siglo XVIII, esto es, medio siglo después
del final de la guerra de los Treinta Años, resultaba innecesario
justificar una guerra con esos motivos. Ya todo el mundo en Europa,
desde los reyes hasta los villanos, sabía que se iba a una guerra
para arrebatarle a otro país tierras y riquezas, y eso parecía
natural. Así, pues, no había nada de escandaloso en que
el aliado de ayer fuera el enemigo de hoy; en que al atacar a un país
se esgrimiera el mismo argumento que se había usado un año
antes para combatir a su lado.
Un buen ejemplo de lo que acabamos de decir está en la guerra
de Sucesión de España. Los países que habían
estado matándose en Europa y en el Caribe hasta 1697 iban a comenzar
otra guerra en 1702, pero no ya en los mismos bandos. En la que había
terminado en 1697, ingleses, holandeses y españoles eran aliados
contra Francia; en la que iba a comenzar en 1702, España y Francia
serían aliados contra Inglaterra y Holanda. Así, los pueblos
españoles del Caribe que habían peleado hasta 1697 contra
los franceses y habían contado en esa ocasión con la ayuda
angloholandesa, comenzarían en 1702 a pelear contra los angloholandeses
y contarían con la ayuda francesa. Los colonos franceses de La
Española, que habían visto sus ciudades destruidas por
los españoles del Este aliados a los ingleses, pasarían
a ser los aliados de los españoles y los enemigos de los ingleses.
"Esa trágica situación fue expresada un siglo después
por un sacerdote de La Española cuando dijo, en una quintilla
que derramaba una gracia amarga:
Ayer español nací,
a la tarde fui francés,
en la noche etíope fui,
hoy dicen que soy inglés.
No sé qué será de mí.
La realidad, sin embargo, no
era para provocar comentarios humorísticos, pues se trataba de
que los pueblos del Caribe vivían bajo el peso de una lucha interminable,
dura y sin sentido . para ellos.
Las potencias europeas comenzaron a prepararse para la nueva guerra
tan pronto como se supo, en octubre de 1700, que Carlos II había
testado dejando la corona de España a Felipe de Anjou. Así,
no debe extrañar que antes de que comenzara la guerra llegara
al Caribe una escuadra ingl