El Caribe, frontera imperial
De Cristóbal Colón
a Fidel Castro (I) De Cristóbal Colón a Fidel Castro (II)
© Juan Bosch, 1970.
© Por la presente edición: SARPE, 1985.
Pedro Teixeira, 8. 28020 Madrid.
Depósito legal: M. 32.309-1985.
ISBN: 84-7291-912-9 (tomo 40.°).
ISBN: 84-7291-736-6 (obra completa).
Impreso en España-Printed ín Spain.
Imprime: Gráficas Futura, Sdad. Coop. Ltda.
Villafranca del Bierzo, 21-23.
Pol. Ind. Cobo Calleja. Fuenlabrada (Madrid).
En portada: Fidel Castro en
una alocución pública.
Indice
Capítulo
XIV: La revolución norteamericana y sus resultados en el Caribe
Capítulo XV: La revolución francesa y su
proyección en el Caribe
Capítulo XVI: El tiempo de la libertad
Capítulo XVII: Nacimiento de la república
de Haití
Capítulo XVIII: En los umbrales de la gran conmoción
Capítulo XIX: La guerra social venezolana
Capítulo XX: La independencia de los territorios españoles
Capítulo XXI: 1821-1851. Los años de reajuste
Capítulo XXII: Los años de los episodios increíbles
(1855-1861)
Capítulo XXIII: Las luchas por la independencia de Cuba (1868-1898)
Capítulo XXIV: El siglo del imperio norteamericano
Capítulo XXV: Los años de las balas y de los dólares
Capítulo XXVI: Fidel Castro o la nueva etapa histórica
del Caribe
Capítulo XIV
La revolución norteamericana y sus resultados en el Caribe
Paz, verdadera paz, no la hubo
en el Caribe, y no podía haberla mientras sus territorios fueran
dependencias de imperios europeos que tenían intereses ajenos
a los de los pueblos del Caribe y que vivían chocando entre sí
y llevando esos choques a la región.
En 1763 se había firmado el tratado de París y, sin embargo,
en 1764 estaban produciéndose en el Caribe incidentes serios,
tan serios que por sí solos podían provocar una guerra;
encuentros entre franceses e ingleses y entre éstos y españoles,
y también sublevaciones de negros y de indios, de las cuales
nos ocuparemos en el próximo capítulo.
Pero la guerra a fondo y, por cierto, una guerra en la que la Gran Bretaña
estuvo a punto de perder todas sus posesiones en la región, vino
a desatarse cuando Francia y España decidieron reconocer la independencia
de las colonias norteamericanas que se habían rebelado contra
el poder inglés. Ese reconocimiento implicaba también
ayuda para mantener la independencia.
Hay dos razones que sirven para explicar la actitud de los gobiernos
de París y Madrid acerca de la revolución norteamericana:
la primera, que todo lo que podía contribuir a debilitar a la
Gran Bretaña era conveniente en principio para franceses y españoles,
que aspiraban a disminuir el poderío británico porque
tras él actuaba la prepotente burguesía inglesa, que era
su competidora más fuerte en Europa y en América; la segunda,
que la independencia de las colonias norteamericanas debía necesariamente
favorecer los intereses de Francia en el Caribe, y Francia y España
tenían ante los ingleses una política común. El
6 de febrero de 1778 Francia firmó con los recién nacidos
Estados Unidos un tratado secreto de amistad y comercio en el que se
incluía el reconocimiento de la independencia de las antiguas
colonias inglesas y se establecía, además, una alianza
defensiva, lo que implicaba un serio revés para la Gran Bretaña
y sobre todo para los ingleses que tenían intereses en esas colonias.
Esa última parte del tratado no iba a quedarse en palabras. El
tratado fue firmado el 6 de febrero y el 13 de abril salía de
Francia una flota que iba a operar en aguas de América del Norte.
Por su parte, España estaba dando ayuda a los norteamericanos
desde el año anterior; ayuda política y económica,
por cierto bastante fuerte, a través de Arthur Lee, que era representante
oficioso en España del flamante gobierno revolucionario de Norteamérica.
Viene bien explicar en unos párrafos por qué la independencia
norteamericana era tan importante para los intereses de Francia en el
Caribe.
El comercio de las colonias de Norteamérica con los territorios
franceses del Caribe se había desarrollado grandemente en los
años anteriores a la guerra. Se había desarrollado igualmente
mucho con las posesiones españolas de la región, pero
más bien de una manera indirecta; por ejemplo, Santo Domingo
compraba en Haití herramientas de Norteamérica y compraba
otros productos del mismo origen en la colonia danesa de Santomas, que
había sido declarada puerto libre en 1764. Pero el comercio importante
era el que los norteamericanos hacían con las islas francesas.
Ya vimos en el capítulo anterior lo que había dicho el
almirante Knowles acerca de ese comercio en el caso de Martinica, y
sabemos que otro tanto sucedía con Haití, donde los norteamericanos
se abastecían de azúcares y melazas, algodón y
rones.
Los intereses coloniales de Francia en el Caribe estaban tan estrechamente
vinculados a los de las colonias norteamericanas que una ruptura de
esos vínculos impuesta por la guerra de los primeros contra Inglaterra
podía ser de consecuencias desastrosas para los capitalistas
franceses que invertían en esos territorios, y esa ruptura podía
producirse si la guerra era ganada por los ingleses, cosa que parecía
lógica. En cambio, la independencia de las colonias podía
resultar en una ampliación de las relaciones comerciales y, por
tanto, en ventajas para los inversionistas de Francia. No hay que olvidar
que en el caso de Francia, de Holanda y de Inglaterra, sus territorios
del Caribe estaban manejados por compañías comerciales
que operaban en acuerdo estrecho con los gobiernos, y eran esas compañías
las que levantaban fondos para la inversión, muy a menudo mediante
suscripciones hechas entre los comerciantes que traficaban con los productos
del Caribe. Las colonias danesas habían sido también propiedad
de compañías privadas, pero en 1754 pasaron a manos del
rey, con lo que quedaron convertidas en dependencias del Estado danés.
Ahora bien, no eran los territorios franceses del Caribe los únicos
que comerciaban con Norteamérica; también lo hacían
los de Holanda y lo hacían, desde luego, los de Inglaterra. En
1775 los plantadores ingleses de la región le enviaron un informe
a la Cámara de los Comunes en que afirmaban que, para seguir
funcionando, la industria del azúcar necesitaba de manera imprescindible
ser abastecida por las colonias norteamericanas. La Asamblea de Jamaica,
que era un cuerpo representativo de lo más granado y lo mejor
situado en el sentido económico, envió al rey un acuerdo
en el que se justificaba y se defendía la rebelión norteamericana,
y la Asamblea de Barbados envió delegados al Congreso de Filadelfia,
en el cual se declaró la independencia de los Estados Unidos.
Las estrechas relaciones comerciales que tenían los norteamericanos
con todos los territorios del Caribe les proporcionaron vivas simpatías
en su lucha por la independencia, al grado que en los puertos holandeses
de San Martín y San Eustaquio sus barcos podían izar la
bandera de las barras y las estrellas antes de que Holanda hubiera reconocido
esa independencia. Había gentes de la revolución que operaban
públicamente en todos los territorios del Caribe. Antes de que
Francia firmara el tratado secreto de febrero de 1778, las autoridades
francesas del Caribe permitían a los corsarios yanquis guarecerse
en puertos franceses, y fueron muchas las presas británicas que
hicieron esos corsarios; por ejemplo, en una ocasión desembarcaron
en las Granadinas, quemaron propiedades inglesas y se llevaron esclavos;
en otra ocasión se metieron en bahías de Tobago y se llevaron
barcos británicos.
Dada la actividad comercial que ligaba al Caribe con Norteamérica,
el resultado inmediato de la revolución norteamericana en el
Caribe fue la escasez de los productos que vendía Norteamérica
en la región. Al comenzar la lucha en las colonias su producción
se redujo y sus barcos tuvieron que ser dedicados a combatir y, lógicamente,
su comercio quedó paralizado. Del lado del Caribe la consecuencia
fue la baja inmediata de los precios en el azúcar, el algodón
y el ron. Algunos territorios franceses, que no tenían autorización
para comerciar libremente y, sobre todo, que no podían usar buques
extranjeros para exportar sus productos, abrieron sus puertos a todas
las banderas, lo mismo para importar que para exportar. Tal fue el caso,
por ejemplo, de Martinica. A pesar de eso, al comenzar el mes de octubre
(1778), es decir, casi al inicio de la guerra, el gobierno de la isla
tuvo que prohibir las compras de víveres al por mayor y tuvo
que fijar precios a las mercancías importadas, lo que da idea
de la escasez que se había presentado.
En los primeros días del mes de noviembre el gobernador de Martinica,
marqués De Bouillé, encabezó una expedición
de tropas regulares y unos 1.000 voluntarios que embarcó en tres
navíos y algunas goletas y se apoderó de Dominica. Esa
acción fue la primera de una serie que pondría en ejecución
el activo gobernador. Como Dominica se hallaba situada entre Martinica
y Guadalupe, su conquista convertía a las tres islas en una unidad
militar y evitaba que los ingleses cortaran en cualquier momento la
comunicación entre las dos posesiones francesas. La operación
no fue costosa. A pesar de que Rousseau, la capital de Dominica, tenía
una excelente defensa de tres fuertes —el Cachacrou, el Melville
y el Loubiére—, los ingleses no opusieron resistencia,
tal vez porque se daban cuenta de que no podían enfrentarse a
un ataque que procediera a la vez de las dos islas francesas. El marqués
De Bouillé actuó con bastante sentido político
y no les impuso a los habitantes ninguna condición de vencedor,
ni siquiera la de cambiar sus funcionarios civiles. Por otra parte,
Francia podía confiar en la lealtad de los propietarios franceses
establecidos en la isla, que eran muchos.
La escuadra del almirante D'Estaing, que había salido de Francia
hacia las costas norteamericanas el 13 de abril, estuvo operando en
esas costas hasta principios de noviembre y el 4 de ese mes salió
de Boston hacia el Caribe. D'Estaing tardó más de un mes
en surgir en Fort-Royal, adonde llegó el 6 de diciembre. Había
perdido tiempo por dos razones: una. que se dedicó a perseguir
algunos mercantes ingleses que navegaban en las vecindades de su escuadra,
y otra, que había estado cruzando las aguas de Antigua porque
se había enterado de que por ahí se hallaba una escuadra
enemiga. Efectivamente, había una escuadra inglesa navegando
por el Caribe: había salido de Nueva York poco después
que la de D'Estaing levara anclas en Boston, pero no se dirigía
a Anguila, sino a Barbados, adonde arribó el 10 de diciembre,
esto es, cuatro días después que D'Estaing entró
en la rada de Fort-Royal. En una guerra todo es, y todo puede ser, de
mucha importancia y, probablemente, lo más importante es el tiempo.
D'Estaing había perdido tiempo apresando barcos mercantes y lo
había perdido tratando de localizar una escuadra enemiga que
no navegaba por donde se le había dicho, y resultó que
ese tiempo perdido iba a tener un papel de primera magnitud en la guerra
que estaba llevándose a cabo en el Caribe.
Los ingleses, en cambio, no perdieron el tiempo. Cuando la fuerza naval
que D'Estaing quiso batir en las aguas de Antigua llegó a Barbados
fue puesta bajo el mando del almirante Samuel Barrington y la infantería
que iba en ella bajo el mando del general James Grant, y sin que se le
hubiera dado tiempo ni siquiera para que sus hombres bajaran a tierra,
salió hacia Santa Lucía, que por estar situada inmediatamente
después de Martinica, por el sur, flanqueaba a la isla francesa
a una distancia cortísima. Fácilmente, los ingleses tomaron
el Gran Cul de Sac, en la costa occidental de Santa Lucía, al sur
de Carenage, que era el principal establecimiento de la posesión.
La operación fue ejecutada con tal rapidez que el Gran Cul de Sac
se hallaba en manos inglesas tres días después de haber
llegado la escuadra británica a Barbados. Mientras tanto, D'Estaing,
que se hallaba en Fort-Royal, casi a la vista de los atacantes, se encontraba
ocupado en la tarea de reclutar
voluntarios, y como no podía obtener en Martinica todos los que
necesitaba, esperaba ayuda de Guadalupe.
D'Estaing debía reunir 6.000 hombres para poder estar seguro
de que sacaría a los ingleses de Santa Lucía, pues el general
Grant tenía bajo sus órdenes unos 4.000. Una vez que contó
con la fuerza que creía suficiente, el almirante francés,
acompañado por el fogoso gobernador de Martinica, se dispuso a
reconquistar Santa Lucía. Pero ya era tarde. Los ingleses tenían
cuatro días en la isla y habían aprovechado el tiempo; habían
rodeado Carenage y habían llevado cañones a La Vigía
y Morne Fortuné, que eran los puntos dominantes de toda la zona;
además, habían bloqueado la entrada de la bahía del
Gran Cul de Sac con la escuadra.
Cuando la escuadra de D'Estaing se presentó frente al Gran Cul
de Sac encontró el paso cerrado y no pudo forzar la entrada a
pesar de que trató de hacerlo con un fuerte cañoneo; entonces
se dirigió al norte, entró en la bahía de Choc,
desembarcó fuerzas y avanzó hacia el sur con el objeto
de tomar Carenage por la retaguardia. Pero ese avance fue detenido por
los cañones que los ingleses habían transportado precisamente
para impedir esa maniobra de sus enemigos. Los cañones de La
Vigía diezmaron a los franceses.
Las bajas de D'Estaing y el marqués De Bouillé, que comandaba
el ataque junto con el almirante, fueron elevadas; los heridos se enviaron
a Martinica mientras la escuadra cruzaba frente a Carenage y el Gran
Cul de Sac en un esfuerzo desesperado por obligar a los navíos
ingleses a una batalla naval, cosa que, desde luego, no hicieron los
avezados marinos británicos. D'Estaing y De Bouillé se
retiraron finalmente el 29 de diciembre y al día siguiente se
rendía ante los ingleses el gobernador de Santa Lucía.
El año de 1778 terminaba, pues, con la pérdida de esa
isla francesa y los británicos se dedicaron a hacer de ella el
punto de apoyo de sus actividades navales y militares en el sur del
Caribe, y desde ese punto iban a dar la batalla de Los Santos, que fue
la más importante, en el orden político, de toda la guerra
en el mar de las Antillas. Francia perdió Santa Lucía
porque D'Estaing había perdido tiempo en su travesía de
Boston a Fort-Royal; los ingleses la habían ganado porque su
escuadra ganó el tiempo que D'Estaing había perdido.
Cuando D'Estaing llegó a Fort-Royal su escuadra estaba formada
por 22 navíos de línea y cuatro fragatas; sin embargo
fue aumentando después con algunos escuadrones que se le agregaban.
Pero al mismo tiempo la escuadra inglesa aumentó con la llegada
de varios buques que arribaron a Barbados el 6 de enero (1779). De manera
que entre las fuerzas navales de las dos potencias se estableció
cierto grado de equilibrio que ninguno de los dos bandos se atrevía
a romper. Ahora bien, en el mes de junio el almirante Byron, que había
sustituido a Barrington, salió hacia Saint Kitts con el grueso
de sus fuerzas para escoltar un gran convoy de barcos mercantes que
llevaba comida y otros productos para las islas inglesas de esa zona.
La partida de la escuadra inglesa de Barbados dejaba debilitada la parte
sur del Caribe, situación que aprovecharon D'Estaing y De Bouillé
para lanzarse sobre San Vicente. Las relaciones de los ingleses de San
Vicente con los indios caribes de la isla eran muy difíciles
desde las luchas de 1772 y 1773, causadas por el deseo inglés
de quitarles tierras a los indios. Esa situación hizo pensar
a los ingleses que no tenían posibilidad de combatir a los franceses
porque éstos tendrían la ayuda de los caribes, y no les
ofrecieron resistencia a los atacantes. San Vicente, pues, cayó
en manos francesas el 18 de junio; D'Estaing y De Bouillé ocuparon
50 cañones, cuatro morteros, dos buques mercantes, y unos días
después, el 30, para ser más precisos, casi toda la flota
de D'Estaing salía de Fort-Royal hacia Granada, en cuya Bahía
de Molenier desembarcó el 2 de junio 300 hombres.
Los defensores de Granada eran ridículamente pocos comparados
con los 2.000 hombres que llevó el almirante francés,
y sin embargo este no pudo tomar la isla sino el 6 de julio porque los
ingleses no quisieron entregarse. Cuando D'Estaing intimó rendición
al gobernador, lord Maccartney, éste contestó, con flema
característicamente británica, que él no sabía
en qué consistían las fuerzas del señor conde D'Estaing,
pero que conocía las suyas y que se defendería. Los franceses
tuvieron más de cien bajas, de ellas, la tercera parte en muertos.
En esta ocasión, sólo D'Estaing dirigió las operaciones,
lo mismo las de tierra que las de mar.
La batalla de tierra se convirtió también en naval cuando
el almirante Byron se presentó en aguas de Granada el mismo día
6 de julio y atacó a los buques franceses antes aún de
haber tenido tiempo de organizar los suyos en línea de combate.
Los franceses apresaron en esa acción un transporte con 150 soldados
y produjeron avenas gruesas en varios buques enemigos, pero tuvieron
166 muertos y 773 heridos, lo que da idea del ardor con que estuvo combatiéndose.
Las pérdidas inglesas debieron de ser más altas que las
francesas, puesto que el almirante Byron tuvo que retirarse a Saint
Kitts para reparar averías y reponer bajas.
D'Estaing creyó que había llegado la oportunidad de destruir
la escuadra del almirante Byron, y pensaba sensatamente, puesto que
si los buques ingleses iban de retirada, varios de ellos averiados y
llevando muertos y heridos, ése era el momento de atacar. Así,
el almirante francés estuvo recorriendo las aguas de Saint Kitts
en busca de los barcos británicos, provocándolos para
que salieran de puerto. Pero Byron no se dejó atraer; D'Estaing
resolvió al fin dar por cerrado el episodio y se llevó
su escuadra hacia la costa norteamericana, donde iba a combatir a otras
escuadras inglesas. D'Estaing retornaría al Caribe muy avanzado
el año 1780.
Aunque España estaba dando ayuda generosa a los norteamericanos,
hacía todo lo posible por no romper hostilidades con Inglaterra;
al contrario, trató de mediar entre ésta y Francia a base
de que Gran Bretaña reconociera la independencia de sus colonias
de Norteamérica. Pero es el caso que las relaciones anglo-españolas
fueron haciéndose cada vez más difíciles y ya para
julio de 1779 los españoles estaban listos para atacar Gibraltar.
Unos meses después, en septiembre, España estaba combatiendo
a los ingleses en el Caribe. Su primer ataque se produjo en Cayo Cocina,
en la boca del río Belice. Cayo Cocina se había convertido
en el asiento más importante de los cortadores ingleses de madera,
que habían construido allí un poblado y vivían
y se movían como si estuvieran en una posesión británica.
Cayo Cocina fue tomado, sus establecimientos destruidos y sus habitantes
enviados a La Habana, donde estuvieron hasta el final de la guerra;
los esclavos, que eran numerosos, se vendieron como botín. Algunos
de los cortadores de madera huyeron a Roatán y a la zona de Río
Tinto.
Tal vez parezca que el ataque español a Belice de 1779 fue excesivo,
pero hay que tomar en cuenta que hacía ya más de un siglo
que España venía haciendo reclamaciones a Inglaterra acerca
de la presencia de esos súbditos británicos en una posesión
española; que Inglaterra nunca le disputó a España
su derecho de soberanía en ese punto, y que sin embargo nunca
se dispuso a hacer que sus ciudadanos respetaran ese derecho español.
Por otra parte, a los ojos de Madrid, Belice representaba algo así
como un Gibraltar del Caribe, aunque no fortificado; un Gibraltar moral
que España no podía tolerar.
La noticia de los sucesos de Belice llegó tan rápidamente
a Jamaica que al finalizar la tercera semana de septiembre surgía
frente a Belice una escuadra inglesa dispuesta a vengar el ataque. El
lugar estaba totalmente deshabitado y no había una construcción
en pie. Pero en vez de retornar a Jamaica la escuadra buscó un
punto donde descargar el golpe que debía dar en Belice, y el
día 24 aparecieron un poco más al sur, ante el castillo
de Omoa, cuatro velas inglesas que se movían en son de reconocimiento;
el día 16 de octubre se presentaba en el mismo sitio una escuadra
de 14 navíos. Iba a atacar el castillo, que guardaba el único
camino que comunicaba el Caribe con la ciudad de Guatemala.
El castillo de Omoa se hallaba bajo el mando del coronel Simón
Desnaux, hijo del héroe de Cartagena; su guarnición era
pequeña, compuesta en su mayoría por antiguos esclavos
que tenían poca preparación en las actividades de la guerra.
Pero algo similar sucedía con los atacantes, cuyas fuerzas de
desembarco estaban compuestas en su mayor parte por zambos mosquitos.
El fuerte de Omoa fue cañoneado durante cuatro días en
los cuales los atacantes hicieron algunos desembarcos que fueron repelidos.
Pero un refuerzo inglés compuesto de soldados, madereros y zambos
mosquitos enviados desde la isla de Roatán tomó Puerto
Caballos —actual Puerto Cortés—, a unos quince kilómetros
al norte del castillo, avanzó hacia Omoa y les cortó la
retaguardia a los defensores. Ante esta situación, Omoa no tuvo
más remedio que ofrecer la capitulación.
Desnaux había capitulado el 20 de octubre (1779), pero como antes
del ataque había despachado un correo a Guatemala para informar
al gobernador que el castillo de Omoa no se hallaba en estado de defenderse
en caso de un ataque en regla, el gobernador, don Matías Gálvez,
había estado organizando una fuerza importante con la cual pudiera
reconquistar el fuerte en caso de que éste fuera tomado. Así,
Gálvez —cuyo hijo era gobernador de la Luisiana y estaba
batiéndose con los ingleses y logrando victorias importantes—
recibió la noticia de la capitulación de Desnaux e inmediatamente
se puso en marcha al frente de las fuerzas que tenía listas;
hizo el largo camino, de más de 400 kilómetros, hacia
la costa del Caribe y el día 26 de noviembre estaba sitiando
Omoa. El castillo cayó en sus manos el día 28. Había
estado en poder inglés un mes y una semana, y, dados los planes
de Inglaterra en esa zona, no se comprende cómo sus ocupantes
se lo dejaron arrebatar.
Pues los ingleses tenían un plan para cortar la América
Central, desde el Caribe hasta el Pacífico, muy cerca de ese
punto; hacia el sur, aprovechando el cauce del río San Juan.
Según algunos autores, el plan había sido concebido y
hecho sobre el papel desde antes de que se rompieran las hostilidades,
y debe haber sido así, puesto que comenzó a ser ejecutado
a principios de 1780, escasamente seis meses después de haberse
declarado el estado de guerra entre España e Inglaterra. No hay
que hacer esfuerzos de imaginación para darse cuenta de que el
plan era una aplicación a América Central de lo que se
había concebido para América del Sur y había fracasado
con Vernon en Cartagena cuarenta años antes, así como
el plan de Vernon había sido una versión del de Cromwell.
Ahora bien, lo que no se concibe es que habiendo fracasado ya dos veces
el propósito de cortar en dos los territorios españoles,
al elaborar y disponerse a ejecutar el plan por la vía del río
San Juan, los ingleses no hubieran tenido un plan alternativo.
Lo más lógico era que un plan alternativo se hiciera para
ser aplicado por el golfo de Honduras a partir de la toma del castillo
de Omoa. Omoa tenía un flanco cubierto desde Belice, el otro
desde la Mosquitia hondureña y la retaguardia asegurada con la
isla Roatán, y era más fácil entrar en Guatemala
y hacerse fuerte en el país que entrar en Nicaragua por el río
San Juan y conservar posiciones en sus orillas, que estaban formadas
por selvas y pantanos. En el camino de Omoa a Guatemala había
numerosos pueblos y haciendas en los que las fuerzas invasoras podían
obtener comida, almacenar equipos y curar heridos, y había, además,
entronques de caminos que conducían hacia el interior de lo que
hoy es Honduras. En cambio, para entrar en Nicaragua no había
sino una sola vía, que era el río San Juan, de acceso
muy difícil durante seis meses del año, debido a que las
lluvias aumentaban sus aguas y éstas corrían por un cauce
de desniveles que producían fuertes raudales, y además
el río cruzaba una región insalubre donde los atacantes
se exponían a sufrir enfermedades que los diezmara.
Según el plan, los ingleses entrarían por el río
San Juan para llegar al lago de Nicaragua. Eso mismo habían hecho
en el siglo anterior algunos filibusteros, según puede leerse
en el capítulo X de este libro, y es muy posible que los autores
del plan se basaran en lo que habían hecho esos piratas, a quienes
les resultó relativamente fácil hacer el recorrido desde
las bocas del río hasta Granada. Pero es el caso que ni Morgan
ni Mansfield, asaltantes y saqueadores de Granada, se vieron obligados
a combatir en el curso del río porque en sus tiempos no había
ninguna fortificación que les cortara el paso; en 1780, en cambio,
había una en la isla de San Bartolomé, a poca distancia
de la boca, río adentro, y otra mucho más sólida,
el castillo de la Concepción, situado más o menos a dos
terceras partes de distancia entre la boca del San Juan y el lago de
Nicaragua. Además, en 1780 había caminos que comunicaban
Guatemala, la capital del territorio, con Granada y con otras ciudades
de Nicaragua, cosa que no había en el siglo XVII.
El plan inglés incluía la toma de Granada, en la orilla
noroccidental del lago, y León, que se hallaba tierra adentro,
vecina del Pacífico y bastante alejada de Granada hacia el noroeste,
pero no porque la ruta que iban a establecerlos ingleses pasara por
esas ciudades, sino porque eran puntos indispensables para defender
el acceso al lago por el norte. La ruta iría mucho más
al sur. Ya en aguas del lago, partiría de San Carlos, en la orilla
del sur, y se dirigiría a la bahía del Papagayo, hoy territorio
de Costa Rica, en el mar Pacífico. Con algunas variantes, ésa
fue la que se siguió en el siglo XIX para establecer la línea
de vapores que debían llevar del este de los Estados Unidos a
los buscadores de oro de California; fue la misma ruta que dio el dominio
de Nicaragua a los filibusteros de William Walker y la misma que iba
a seguirse para hacer el canal que al fin se construyó en el
istmo de Panamá.
Aunque el plan había sido hecho en Londres, donde fue aprobado
por las autoridades militares y políticas, su ejecución
se llevaría a cabo desde Jamaica, y por eso llevó el nombre
del gobernador de esa isla, el mayor general John Dallíng. Dalling
debía salir de Jamaica con una fuerte expedición que estaba
siendo organizada en Inglaterra, pero la expedición tardaba en
llegar a Jamaica, y para que el plan tuviera éxito era indispensable
tomar el castillo de la Concepción antes de que comenzara la
temporada de las lluvias, lo que ocurriría en el mes de abril,
pues las lluvias engrosaban el río San Juan y esto hacía
imposible remontar los raudales, que se reforzaban en la estación
lluviosa hasta convertirse en cataratas. Así, Dalling salió
de Jamaica al comenzar el mes de febrero de 1780 con las fuerzas que
pudo reunir en la isla, algo más de unos 400 hombres. Esa fuerza
debía ser aumentada con zambos mosquitos y soldados ingleses
de la Mosquitia hondureña. Los transportes iban escoltados por
el navío Hinchinbroke, cuyo comandante era un joven de treinta
y dos años, llamado Horacio Nelson.
Dalling se detuvo en cabo Gracias a Dios para organizar flotillas de
canoas tripuladas por mosquitos y ya el 24 de marzo surgía frente
al puerto de San Juan del Norte, lugar que tomó ese mismo día
sin mucho esfuerzo; el 9 de abril tomó la isla de San Bartolomé,
que, como hemos dicho, estaba situada río adentro, ocasión
en la que Nelson actuó dirigiendo el ataque de artillería
que haría capitular a la pequeña guarnición que
había en la isla; el día 11, las avanzadas de Dalling,
desembarcadas en la orilla del río, estaban rodeando el castillo
de la Concepción, que resistió cuanto pudo, pero que cayó
en sus manos el día 24. Pero de ahí no pudo pasar el gobernador
de Jamaica porque ya había comenzado la temporada de las lluvias,
las interminables y copiosas lluvias tropicales, que caen sin cesar
día y noche, inundan las tierras y las convierten en pantanos
y en criaderos de los mosquitos que transmiten la malaria, fomentan
el crecimiento de fungosidades en las paredes, en las ropas y en los
zapatos y obligan a la gente a vivir encerrada bajo techo. Así,
encerrados en el castillo, Dalling y sus hombres se pusieron a esperar
la gran expedición que llegaría de Inglaterra, una expedición
que de todos modos no podía llegar al castillo de la Concepción
mientras no cesaran las lluvias que hacían imposible remontar
el río.
El gobernador Gálvez acababa de retornar de Omoa a Guatemala
cuando llegaron las noticias de que los ingleses habían tomado
el castillo de la Concepción y sin perder tiempo reorganizó
sus fuerzas y tomó el camino de Granada, donde halló que
el vecindario, asustado por la cercanía de los invasores, había
abandonado la ciudad y se había internado en los montes. Aunque
habían pasado más de 100 años de las depredaciones
que Granada había sufrido a manos de algunos piratas ingleses,
la gente no olvidaba lo que la ciudad había padecido, y tal vez
con el paso de los años aquellos sufrimientos habían sido
aumentados por los que relataban su historia.
Don Matías Gálvez se dedicó a levantar el ánimo
de los vecinos de Granada y a preparar defensas y organizar fuerzas
para detener a los ingleses cuando éstos cruzaron el lago, lo
que Gálvez daba por un hecho seguro. Pero sucedía que
también en Granada caían las copiosas e interminables
lluvias del Trópico, de manera que el gobernador tuvo que trasladar
su cuartel general a Masaya. Cuando finalizaron las lluvias en el mes
de septiembre, el activo presidente de la Audiencia de Guatemala, gobernador
y capitán general, embarcó unos 600 hombres en canoas
y se dirigió río San Juan abajo, camino del castillo de
la Concepción, donde esperaba hallar a Dalling.
Dalling no estaba allí; ni él ni ninguno de sus hombres,
excepto los muertos que había enterrado en las orillas del río,
y esos muertos eran más de 1.400. Dalling había perdido
tanta gente a causa de las fiebres palúdicas e intestinales,
que de 1.800 nombres que había llevado a la expedición
apenas le quedaban unos 380, macilentos, enfermos, débiles, con
los cuales no podía defender la posición; así,
había emprendido la retirada hacia San Juan del Norte y cuando
don Matías Gálvez llegó al puerto sólo alcanzó
a ver las velas británicas que se alejaban en el horizonte. Una
vez más había fracasado el plan inglés de cortar
en dos los territorios españoles de América.
Mientras Dalling se aprestaba a tomar el castillo de la Concepción,
allá por el mes de marzo, las metrópolis del Caribe hacían
cambios en sus fuerzas coloniales y ordenaban movimientos llamados a
tener consecuencias en la región. Así, sir Georges Rodney
pasaba a desempeñar el mando de la flota inglesa del Caribe,
el almirante De Guichen pasaba al mando de la francesa y España
despachaba hacia La Habana 130 buques, de los cuales 114 eran transportes
para unos 10.000 soldados. Esta expedición española estaba
destinada a la conquista de la Florida y a combatir en el golfo de Méjico,
pero al final fue dedicada a la fallida toma de Jamaica.
La flota del almirante Rodney sufrió graves pérdidas a
causa de un huracán que le hundió más de 30 naves
y además estuvo durante algún tiempo operando en aguas
norteamericanas. Por otra parte, los meses finales de 1780 fueron de
poca actividad, excepto para los corsarios y los navíos de línea
que se dedicaban a apresar algún que otro mercante. En ese tiempo
estuvieron muy activos los corsarios de Santo Domingo y de Puerto Rico,
que llegaron a operar en las aguas del Atlántico.
Al terminar el año, el día 20 de diciembre, Holanda declaró
la guerra a Gran Bretaña. Había sucedido que unos buques
ingleses se habían metido en el puerto de San Martín y
allí mismo habían apresado algunos barcos norteamericanos;
las protestas holandesas fueron rechazadas por el gobierno de Londres
y la situación se complicó de tal manera que la ruptura
de las hostilidades fue inevitable. Al finalizar el mes de enero de
1781 el almirante Rodney recibía órdenes de tomar San
Eustaquio y se presentó ante la pequeña isla holandesa
con una fuerza imponente. El gobernador, que no tenía conocimiento
de que su país estaba en guerra con los ingleses, capituló
sin combatir; en los días posteriores capitularon también
Saba, San Martín y San Bartolomé. El botín que
tomaron los británicos fue enorme, pues los muelles de San Eustaquio
y de San Martín estaban llenos de mercancías; también
los almacenes privados estaban llenos de toda suerte de productos y
lo estaban casi todos los 200 barcos que había en los puertos.
En total, el botín sumaba varios millones de dólares,
tal vez más de quince, calculados en dólares de mitad
del siglo XIX, lo que en esos años del siglo XVIII era una suma
fabulosa.
La captura del rico botín dio lugar a incidentes muy serios porque
el almirante Rodney descubrió que muchas mercancías y
varios de los buques tomados eran propiedad de ingleses que comerciaban
con las colonias norteamericanas y con los territorios franceses del
Caribe a través de las islas holandesas, que hasta el momento
habían sido puertos neutrales. Ese descubrimiento ponía
de manifiesto la verdadera naturaleza de la guerra, que era una contienda
comercial disfrazada de guerra patriótica. Al Caribe se iba a
buscar ventajas económicas, y las guerras que tenían lugar
en sus aguas y en sus tierras eran sólo expresiones armadas de
conflictos comerciales. Mientras los marinos y los soldados se mataban,
los comerciantes hacían negocios con el enemigo.
Los propietarios ingleses de mercancías y barcos tomados en las
islas holandesas reclamaron que se les devolvieran sus pro piedades,
pero Rodney se negó y, lo que es más, las declaró
confiscadas y las puso a la venta en Saint Kitts; en cuanto a la otra
parte del botín, la envió a Inglaterra, pero no llegó
a su destino porque el convoy fue interceptado y apresado por un escuadrón
francés que llevó sus presas a Francia; las mercancías
fueron vendidas a los comerciantes de Burdeos, quienes pagaron por ellas
8.000.000 de libras tornesas y las vendieron con beneficios altísimos
debido a que los productos tropicales escaseaban mucho en Francia desde
que había comenzado la guerra.
Mientras Rodney se hallaba en Saint Kitts ocupado en vender las mercancías
que había confiscado a sus compatriotas, llegó a Martinica
una poderosa flota francesa que había salido de Brest al mando
del conde De Grasse. Esa flota iba a hacer estragos en las posesiones
inglesas de la región. Cuando Rodney supo que De Grasse estaba
en el Caribe despachó a uno de sus mejores comandantes a batir
a De Grasse, pero la flota francesa era demasiado grande y Hood no pudo
ni siquiera acercársele.
De Grasse llevaba consigo un convoy de mercancías que dejó
en Fort-Royal y sin perder tiempo siguió hacia Santa Lucía
con ánimos de arrebatársela a los ingleses. Al parecer,
llevaba instrucciones de reconquistar esa isla, lo que da idea de que
en Francia se habían dado cuenta de que Santa Lucía había
sido convertida por los británicos en un punto clave en la estrategia
británica del Caribe. Efectivamente, así era, y los hechos
lo demostrarían dos años después. De Grasse alcanzó
a desembarcar tropas en Santa Lucía, pero la defensa que halló
fue tan enérgica que tuvo que reembarcarlas con pérdidas
altas y tuvo que retirarse de allí a principios del mes de mayo.
Como le tocaría saberlo a su tiempo, él mismo iba a ser
víctima de ese fracaso ante los ingleses de Santa Lucía.
El marqués De Bouillé, gobernador de Martinica, era sin
duda el hombre con más condiciones de jefe militar que había
en el Caribe. Por alguna razón, aunque lucharon juntos, sus relaciones
con D'Estaing no fueron las mejores; en cambio, De Bouillé y
De Grasse iban a entenderse bien y juntos formarían un equipo
de mando que iba a darles mucho que hacer a los ingleses.
De Grasse había fracasado en Santa Lucía, pero De Bouillé
no fracasaría en la conquista de Tobago. Para tomar esa isla,
De Bouillé usó una parte de la flota de De Grasse —cuatro
navíos, una fragata y algunos transportes—; se presentó
en Tobago y puso pie en la bahía de Curland tras un fuerte bombardeo
que fue respondido por los ingleses con energía. Rodney, que
estaba en Barbados, envió apresuradamente un escuadrón
con la orden de auxiliar a los defensores, pero De Grasse llegó
al sitio de la lucha a tiempo y forzó al escuadrón inglés
a retirarse.
La batalla de Tobago fue dura. El jefe de la defensa, teniente gobernador
Ferguson, hizo una retirada hacia el interior con el propósito
de hacerse fuerte en mejores posiciones. En vez de dedicarse a perseguir
a Ferguson, De Bouillé ordenó que se quemaran las propiedades
de los plantadores británicos, con lo cual obtuvo que los propietarios
pidieran la paz para salvar sus bienes. En ese momento Rodney salía
de Barbados con refuerzos para Ferguson, pero el almirante inglés
llegó a Tobago demasiado tarde. La isla se había rendido
el 2 de junio y De Bouillé y De Grasse volvieron a Fort-Royal,
en cuya rada entraron agitando en sus manos las banderas que le habían
tomado al enemigo. Después de la victoria de Tobago, De Grasse
salió con su flota hacia las costas de Norteamérica, donde
tomaría parte en la caída de York Ton y la consecuente
rendición de lord Cornwalles; y casi a seguidas Rodney salía
hacia Inglaterra, llamado para responder a las acusaciones que se le
hacían con motivo de la confiscación de las propiedades
inglesas tomadas en San Eustaquio y San Martín, y su flota, colocada
bajo el mando de Hood, tomaba el rumbo de Nueva York. Parecía
que el Caribe quedaba descargado de las presiones guerreras que originaba
la presencia en sus aguas de las poderosas flotas de Francia e Inglaterra.
Pero la verdad es que, aunque la flota francesa se había alejado,
Francia estaba representada en el Caribe por De Bouillé, y De
Bouillé era un hombre de guerra, un soldado nato. Dado su cargo,
no tenía por qué participar personalmente en los ataques,
y sin embargo lo hacía. Siempre estuvo al lado de D'Estaing en
los combates que éste dio; acompañó a De Grasse
en Santa Lucía y se le había adelantado en Tobago; concebía
planes atrevidos e iba a ejecutarlos él mismo. Ahora bien, la
mayor hazaña del gobernador de Martinica estaba por verse todavía.
De Bouillé había resuelto dar un golpe audaz a Inglaterra
en el Caribe y había organizado ese golpe con tanto secreto que
ni siquiera lo conocían muchos de los que iban a participar en
él. Para disimular sus intenciones dio una fiesta a la juventud
de Martinica, y cuando esa juventud estaba entretenida ejecutando las
refinadas danzas de la época, el gobernador salió sigilosamente
a los jardines con algunos de los que asistían a la fiesta y
se fue a la rada de Fort-Royal, donde le esperaban tres fragatas, una
corbeta y cuatro goletas en las cuales habían embarcado unos
350 hombres. Era al comenzar la última semana de noviembre, mes
de buenos vientos en el Caribe. En la noche del día 26, con mar
gruesa por cierto, De Bouillé estaba desembarcando sus hombres
en San Eustaquio. Algunos de esos hombres llevaban todavía el
traje de fiesta con que habían salido de la casa del gobernador.
Al amanecer del día 27 los franceses estaban atacando el fuerte
que defendía la pequeña isla.
La sorpresa que produjo el audaz golpe de De Bouillé fue tan
grande que paralizó a la guarnición inglesa, compuesta
de unos setecientos hombres. Cockburn, el gobernador británico,
fue hecho prisionero antes de que pudiera darse cuenta de lo que estaba
sucediendo. Al día siguiente se rindieron las fuerzas de San
Martín y poco después se entregaron las islas de Saba
y San Bartolomé. De Bouillé retornó a Fort-Royal
con más de 800 prisioneros a los que había que sumar las
mujeres y los niños que les acompañaban. El gobernador
fue recibido en Martinica con honores de héroe, y al llegar a
Fort-Royal encontró allí a De Grasse y su flota, que volvían
de América del Norte después de haber cosechado también
la victoria en aguas norteamericanas. Era simplemente lógico
que las tropas, la marinería, la oficialidad de De Grasse y De
Bouillé se sintieran impulsadas a seguir acumulando victorias;
así, la próxima sería en Barbados, la fortaleza
británica que hacía el papel de una avanzada del Caribe
en el Atlántico. El almirante y el gobernador se prepara- ron,
pues, para tomar Barbados. Por dos veces, una con 3.500 hombres de desembarco
y otra con 6.000, la flota francesa estuvo cruzando por las aguas de
Barbados y en las dos ocasiones los vientos contrarios impidieron que
se acercaran a las costas. Al final hubo que abandonar el plan de tomar
Barbados, pero no se abandonaron los propósitos de seguir despojando
a Gran Bretaña de sus posesiones del Caribe. Así, el 11
de enero de 1782 la flota de De Grasse, y Bouillé con ella, entraba
en la rada de Basse-Terre, en la isla de Saint Kitts.
Ya conocemos la importancia histórica y política que tenía
Saint Kitts para los ingleses y su vinculación con el nacimiento
y el desarrollo del poder francés en el Caribe. Precisamente,
el punto por donde desembarcaron los franceses ese día de enero
de 1782 correspondía a lo que había sido la parte francesa
de la isla antes de que ésta pasara a ser totalmente inglesa.
Debido a, su abolengo en la historia de la colonización británica,
Saint Kitts era el asiento de la gobernación de las islas inglesas
para el grupo llamado de Barlovento y allí había una guarnición
respetable. En el momento de la llegada de De Bouillé, esa guarnición
tenía más de 1.200 hombres.
A la presencia de los franceses en Basse-Terre, el gobernador se retiró
con todas las fuerzas a la fortaleza de Brimstone Hill, bien dotada
de artillería y de municiones; pero los dueños de ingenios
de azúcar no estaban dispuestos a correr la suerte de la guerra
y comenzaron a buscar contactos con De Bouillé para negociar
la rendición de la isla. Mientras tanto De Grasse despachó
escuadrones a Nevis y a Monserrat y esas posesiones capitularon sin
luchar, lo que aumentó el deseo de negociar que tenían
los propietarios de Saint Kitts. Después que se cerró
el capítulo de ese ataque francés se dijo que esos propietarios
se negaron a prestar sus esclavos para que éstos cargaran las
balas de cañón que necesitaban los defensores del fuerte
de Brimstone Hill; al parecer, había un almacén de esas
municiones en las faldas de la colina que daba nombre al fuerte y no
fue posible llevar las balas hasta el fuerte por falta de hombres que
hicieran el trabajo. De todos modos, es el caso que De Bouillé
había puesto sitio al fuerte con unos 6.000 hombres y se había
dedicado a bombar- dearlo sin que eso conmoviera a los propietarios,
que no se hallaban inclinados a dar demostraciones de patriotismo.
Mientras De Bouillé cercaba y cañoneaba Brimstone Hill,
De Grasse tenía su escuadra en la bahía de Basse-Terre.
El día 24 de junio se presentó ante Basse-Terre una escuadra
inglesa comandada por el almirante Hood. Hood maniobró para entrar
en la bahía, cosa que no logró, y entonces De Grasse sacó
su escuadra para presentarle batalla a Hood. En ese momento Hood hizo
lo que menos podía esperar De Grasse; entró con su escuadra
en la bahía y dejó afuera al almirante francés
y a sus barcos. Esa maniobra era no sólo una demostración
de maestría naval y de audacia muy británica; era también
una burla que De Grasse no podía aceptar; así, el almirante
francés hizo todos los esfuerzos por desalojar al inglés
de su posición, pero fueron inútiles y además costosos
en vidas y en averías. Por lo visto, lo único que podía
hacer De Grasse era bloquear la salida de la bahía y mantener
a Hood embotellado.
Probablemente no se ha dado muchas veces un caso igual: los ingleses
de Brimstone Hill estaban cercados por los franceses del marqués
De Bouillé; éstos a su vez estaban embotellados por los
buques y los soldados ingleses de Hood, y Hood y sus hombres se hallaban
embotellados por la escuadra francesa de De Grasse. Había una
manera de romper esa cadena de cercos, y era lanzando contra la retaguardia
de De Bouillé a los hombres de Hood, que alcanzaban a unos 2.500,
a fin de romper el sitio de Brimstone Hill y unir fuerzas; después
se vería qué se podía hacer con la flota de De
Grasse.
Eso fue lo que hizo Hood: desembarcó sus 2.500 soldados y los
lanzó a la lucha contra De Bouillé; pero éste había
previsto el golpe y había preparado sus fuerzas de tal manera
que los ingleses no pudieron romper sus filas. En cuanto a las tropas
cercadas en el fuerte, sus bajas en muertos y heridos eran ya altas,
de manera que tampoco pudieron ayudar en la lucha. Ante esa situación,
Hood tenía que salir de la bahía o entregarse, lo que
a su vez suponía la entrega del gobernador, y Hood escogió
la salida. Esta era difícil y con pocas probabilidades de éxito,
pero Hood, que había hecho en Basse-Terre una entrada increíble,
iba a hacer una salida también increíble: a media noche
cortó cables y se deslizó por las aguas de Basse-Terre
sin que los marinos de De Grasse alcanzaran a darse cuenta de lo que
estaba sucediendo. Al día siguiente se rendía Brimstone
Hill, después de treinta y cuatro días de sitio.
Desde la ruptura de hostilidades hasta ese mes de julio de 1782 habían
caído en manos francesas Dominica, San Vicente, Granada y las
Granadinas, Tobago, Saint Kitts, Nevis y Monserrat, y además
los franceses habían reconquistado las posesiones holandesas
de San Eustaquio, San Martín, Saba y San Bartolomé, que
habían devuelto a Holanda con excepción de la última.
Los franceses del Caribe estaban forjando una impresionante cadena de
victorias a expensas del poderío inglés, lo que indicaba
o que ese poderío estaba en decadencia o que estaba en ascenso
el de Francia.
Al retornar triunfantes a Martinica, el grácil De Bouillé
y el corpulento De Grasse fueron recibidos en medio de un júbilo
casi de locura, y para colmo de buena suerte, poco después de
su llegada arribaba a Fort-Royal un convoy de mercantes que había
logrado burlar a la ilota inglesa. En ese convoy iban productos suficientes
para aliviar, al menos por el momento, las necesidades de la población,
que como casi todas las del Caribe estaba sufriendo los efectos de una
inflación vertiginosa causada por la escasez de bienes de consumo.
Parecía que De Bouillé y De Grasse habían obtenido,
por alguna gracia especial, la bendición de los dioses de la
guerra; que ninguna fuerza inglesa podía atravesarse en su camino;
que iban a conseguir todo lo que se propusieran. Y lo que se propusieron,
por órdenes del gobierno francés, fue asestar a Inglaterra
el golpe final a su imperio en el Caribe: la conquista de Jamaica. Pero
antes de que llegara esa orden llegó a Barbados, a medía-dos
de febrero de 1782, el avezado y duro sir George Rodney, a quien la
historia le reservaba el papel de destruir, casi sin combatir, la fuerza
del binomio De Grasse-De Bouillé.
Tan pronto llegó a Barbados, Rodney ordenó a Hood que
se le reuniera en Antigua. Las escuadras de Rodney y Hood sumaban más
navíos que los de De Grasse, y eso por sí solo significaba
que en cualquier momento podía quedar roto en favor de Inglaterra
el equilibrio naval del Caribe. Una vez reunidas en Antigua, las naves
inglesas se dirigieron a Santa Lucía, desde donde Rodney podía
vigilar los menores movimientos de De Grasse. Allí iban a pasar
los ingleses el mes de marzo y los primeros días de abril, tensos
y dispuestos al ataque como el águila que ha puesto el ojo en
la víctima escogida y mantiene las alas a punto de emprender
el vuelo a la primera señal de que la pieza se ha movido.
Pero sucedía que en marzo, mientras Rodney y Hood vigilaban a
De Grasse, estaba a punto de estallar de nuevo la guerra en el occidente
del Caribe. Efectivamente, don Matías Gálvez, el infatigable
gobernador de Guatemala, que había establecido su cuartel general
en Trujillo, preparaba la reconquista de la isla Roatán, que
los ingleses habían guarnecido de varios fuertes, cinco de ellos
a la entrada y alrededor de Puerto Real, y otro, el de Federico, para
proteger el puerto por la retaguardia.
Gálvez hizo sus preparativos cuidadosamente; reunió 3.900
hombres y metió entre ellos una unidad de caballería pensando
que ésta podía hacerle falta en caso de que los ingleses
se retiraran a un punto de la pequeña isla donde hubiera necesidad
de perseguirlos con bestias; reunió también varias balandras
y goletas y algunas canoas y escoltó la expedición con
cuatro fragatas, una corbeta y cuatro lanchas cañoneras. Como
se ve, el gobernador Gálvez no estaba dispuesto a fracasar por
falta de elementos.
Y efectivamente, no fracasó. Las baterías de los fuertes
que guardaban el puerto fueron silenciadas rápidamente; el teniente
gobernador inglés se refugió en el fuerte Federico, pero
no podía hacer nada para impedir la victoria española.
Roatán se rindió el día 17 de marzo (1782); los
atacantes tomaron un buen botín, la mayor parte en esclavos;
a los soldados ingleses se les permitió irse a Jamaica.
Gálvez estuvo en Roatán hasta el 23, día en que
salió con una parte de sus efectivos hacia la región de
Río Tinto, es decir, la Mosquina hondureña; allí
asaltó y destruyó los puntos de Quepriba y Criba, donde
había pequeñas guarniciones enemigas, y en los primeros
días de abril estaba persiguiendo tierra adentro a los pocos
ingleses que buscaban protección en el interior, en las zonas
habitadas por los mosquitos.
Precisamente en esos primeros días de abril estaban el almirante
De Grasse y el gobernador De Bouillé dando los últimos
toques a lo que iba a ser la operación maestra de Francia y España
en el Caribe, la conquista de Jamaica. El día 8 abandonaba la
flota francesa la rada de Fort-Royal para ir a Cap-FranÇais,
en la costa norte de Haití, donde debía reunirse con la
flota española que bajo el comando de don José Solano
había cruzado el Atlántico en ruta hacía La Habana
en marzo de 1780, esto es, dos años antes. Una vez reunidas,
las dos flotas enfilarían por el canal de Los Vientos hacia Jamaica,
que seguramente no tenía fuerzas con que enfrentar un ataque
de esa envergadura. Podemos hacernos una idea del poderío de
las fuerzas aliadas que iban a la conquista de Jamaica por la cantidad
de naves de transporte que iban en las dos flotas. Solano había
llevado a Cuba 114 transportes y De Grasse llevaba desde la Martinica
150. No sabemos cuántos navíos de guerra tenía
a su mando Solano, pero sabemos que la escuadra de De Grasse estaba
compuesta por unas 36 unidades, de las cuales 25, por lo menos, iban
a participar en la acción sobre Jamaica.
Leyendo ahora los documentos de aquellos días es fácil
darse cuenta de que los planes de los gobiernos eran conocidos muy a
menudo por los enemigos. El espionaje funcionaba en los palacios de
los reyes, en los gabinetes de los ministros y en los despachos de los
jefes militares. El envío de Rodney al Caribe y su movimiento
hacia Santa Lucía para vigilar desde allí a De Grasse
son hechos que resultarían demasiado casuales si no obedecían
a un propósito, y el propósito era evitar a toda costa
la expedición contra Jamaica; luego en Londres sabían
que los gobiernos de Francia y España habían resuelto
conquistar Jamaica. Rodney había situado casi en aguas de Martinica
dos fragatas que debían informarle, mediante señales,
qué rumbo tomaba De Grasse al abandonar, el día que lo
hiciera, la rada de Fort-Royal. Esa es otra indicación de que
Rodney tenía noticias precisas sobre las intenciones del almirante
francés. Rodney sabía que iba a salir y con qué
planes saldría y había congregado sus fuerzas en Santa
Lucía para impedir que esos planes pudieran ser ejecutados.
En la mañana del 9 de abril, sir Georges Rodney recibió
señales que le indicaban el rumbo de la flota francesa: navegaba
hacia Dominica en dirección norte franco. Sin perder un minuto,
Rodney dio la orden de lanzarse a la persecución del enemigo
y batirlo tan pronto estuviera a tiro de cañón.
La cacería duró horas. Ya por la tarde, el escuadrón
de Hood se acercaba a los navíos franceses que cubrían la
retaguardia del convoy. Las dos notas estaban todavía tan cerca
de Martinica que el primer disparo del lado francés —hecho
por el navío Triunfante—
se oyó en la costa de esa isla. Había comenzado la primera
parte de un combate naval que iba a tener muy escasa importancia militar
y que sin embargo iba a tener consecuencias decisivas en el fracaso de
los planes de Francia y España.
En ese combate el navío francés
Zélé resultó con averías gruesas. El
almirante De Grasse iba a bordo del Villa
de París, su nave insignia, y el Villa
de París, que portaba 110 cañones, era un buque pesado,
muy lento para maniobrar. Pues bien, cuando vio al Zélé
en situación crítica, De Grasse quiso ir en su ayuda y fue
a dar a un punto de aguas muertas y, lógicamente, tras el almirante
entraron en esas aguas varios otros navíos cuyos comandantes creyeron
que debían darle protección a su jefe.
Los marinos ingleses pensaron que De Grasse estaba rehuyendo el combate
y trataron de hacerlo salir del lugar donde se hallaba, pues la falta
de brisa hacía imposible que ellos mismos —esto es, los
ingleses— pudieran maniobrar. Mientras tanto, una parte de la
escuadra francesa y la totalidad de los transportes seguían su
ruta hacia Cap-Francais. Con ellos iba el marqués De Bouillé,
que se había embarcado en Fort-Royal para tomar parte en la conquista
de Jamaica.
A eso que hemos descrito se limitó la primera parte de lo que
se llamó la batalla de Los Santos, nombre que se le dio porque
la parte segunda —y final— iba a darse en las aguas de los
islotes de Los Santos, que son adyacentes de Guadalupe y limitan por
el norte el canal que separa esta isla de la de Dominica.
Los buques franceses no pudieron maniobrar sino el día 12, y
entonces lo hicieron, con tan mala suerte, que vinieron a quedar a barlovento
de la escuadra británica, y en ese momento los ingleses superaban
de manera abrumadora a los franceses, puesto que junto con De Grasse
había sólo una parte de su fuerza; la otra parte había
seguido escoltando el convoy que iba hacia Cap-Francais. Así,
con el viento a su favor, los ingleses avanzaron y formaron línea
a su mejor conveniencia. La parte final de la batalla de Los Santos
iba a darse con todas las ventajas del lado inglés.
En los primeros movimientos el buque almirante de Rodney rompió
la línea francesa, a la vez que otros navíos británicos
la rompían por otro punto, de manera que la línea de De
Grasse quedó rápidamente dividida en tres grupos y sus unidades
rodeadas y batidas por el fuego de los navíos enemigos. Cuatro
buques franceses quedaron apresados, entre ellos el Villa
de París. De Grasse, pues, había caído prisionero
de Rodney. A causa de lo que le sucedió a De Grasse, la marina
francesa, después de estudiar el expediente de la batalla, ordenó
que en lo sucesivo sus comandantes dirigieran las batallas desde una fragata,
nave que era más ligera y por tanto más capaz de maniobrar
en circunstancias imprevistas, como las que se dieron en el caso de la
batalla de Los Santos.
La mayor parte de los buques franceses que participaron en el último
episodio de la batalla de Los Santos lograron escapar con algunas bajas,
pero sin averías, y Rodney, que quería aprovechar la ocasión
para destruir la escuadra francesa, ordenó a Hood que les diera
alcance. Hood alcanzó a interceptar dos navíos de línea
y una fragata, con lo cual el número de unidades francesas que
cayó ese día en manos de Rodney fue de siete. Todos los
buques apresados fueron llevados a Jamaica, donde Rodney y su escuadra
tuvieron un recibimiento delirante. La victoria, en verdad, no era nada
del otro mundo, pero sus consecuencias políticas sí lo
eran, sobre todo para los habitantes de la isla, que se habían
salvado del ataque franco-español y de la muy probable conquista
de su tierra.
Al llegar a Cap-Francais la noticia de lo que había sucedido
a De Grasse, el marqués De Bouillé quiso suplantar a De
Grasse en la jefatura de la expedición a Jamaica y le propuso
a Solano, el jefe de la flota española, que el plan general se
llevara a cabo bajo la responsabilidad de De Bouillé. De Bouillé
alegaba, y tenía razón, que la pérdida de siete
u ocho buques no podía justificar el abandono del plan, que esa
pérdida no debilitaba de modo apreciable el poder de las flotas
española y francesa unidas. Pero Solano entendía que sus
órdenes eran muy precisas y que él tenía que atenerse
a ellas; que se le había mandado esperar en Cap-Francais al almirante
De Grasse y que De Grasse no había llegado ni podría llegar,
puesto que había caído en poder de los ingleses. Todos
los esfuerzos que hizo el gobernador de Martinica para convencer a Solano
de que deberían actuar resultaron inútiles. Cuando en
Madrid se supo que Solano se había negado a oír a De Bouillé,
se le dio la razón a éste, pero desde luego ya era tarde,
y demasiado tarde. Jamaica no sería conquistada y, lo que es
más, no sería ni siquiera atacada. La corona que Francia
y España iban a poner a la guerra del Caribe se había
hundido en las aguas de Los Santos el día 12 de abril de 1872,
y al cabo de tres años y cuatro meses la pérdida de Santa
Lucía —ocurrida en diciembre de 1778— culminaba en
el fracaso de los planes elaborados para dar un golpe final al poder
inglés en el Caribe; que así se encadenan los hechos en
la guerra, tal como se encadenan en la vida.
Exactamente el 12 de abril, día en que De Grasse caía
prisionero de Rodney en aguas del Caribe, tenían lugar en París
las primeras conversaciones para hacer la paz, y si ésta tardó
en hacerse se debió a la victoria de Rodney en la acción
de Los Santos. Inglaterra estaba dispuesta a conceder a Francia y España
buenas condiciones de paz; había perdido todas sus posiciones
importantes en el Caribe, con la excepción de Jamaica, Antigua
y Barbados, y sólo había logrado conquistar Santa Lucía,
arrebatada a los franceses, y había perdido tierra en otras partes
de América, de manera que la paz era para ella una necesidad.
Pero cuando llegó a Londres la noticia de la derrota de De Grasse
pensó de otro modo; así, por ejemplo, rechazó las
peticiones españolas para que abandonara Gibraltar a menos que
España le diera a cambio la isla de Puerto Rico, y en general
alargó las conversaciones, que se prolongaron hasta el 1783.
En cambio, los ingleses negociaban tan de prisa con sus antiguas colonias
norteamericanas que para fines de noviembre se habían firmado
los artículos preliminares del tratado de paz. Esa negociación
se hacía en el secreto más estricto, para que ni Francia
ni España se enteraran de ellas. Francia y España habían
participado en la guerra que aseguró la independencia de los
Estados Unidos; la presencia de las fuerzas francesas de tierra y de
mar al lado de las norteamericanas, así como la cuantiosa ayuda
en armas y dinero que les dio España a los colonos rebelados,
fueron factores decisivos en la victoria yanqui; además, si Inglaterra
hubiera podido dedicar todo su poderío a combatir a sus colonos,
la lucha hubiera sido larga, muy costosa y nadie sabe cómo hubiera
terminado. Pero Inglaterra tuvo que combatir contra Francia y España
en Europa y en el Caribe y eso la debilitó. Sin embargo, a la
hora de hacer la paz, los Estados Unidos se entendían con los
ingleses en secreto para que aquellos que tanto los habían ayudado
no estuvieran al tanto de lo que estaba sucediendo.
Después de la batalla de Los Santos, sólo los corsarios
de Santo Domingo, Puerto Rico y las islas francesas e inglesas siguieron
su especie de guerra particular, pero en el fondo occidental del Caribe
iba a combatirse todavía. Fue en Roatán y en la Mosquitia
hondureña, que habían caído en poder de España,
como sabemos, en vísperas de la batalla de Los Santos.
El 23 de agosto (1782) se presentó frente a Roatán el
coronel Edward Despard con 1.200 hombres, la mitad de ellos mosquitos,
a los que conducía con buena protección naval, y en una
larga lucha de ocho días se apoderó de la isla, en la
cual había una guarnición española de 750 hombres;
después Despard se dirigió a Río Tinto y, tal como
había hecho Gálvez antes, dominó las posiciones
de Quepriba y Criba, de manera que, salvo el castillo de Omoa, España
perdió otra vez en el golfo de Honduras todo lo que el enérgico
don Matías Gálvez hacía reconquistado poco antes.
Cuando se dio fin a los acuerdos preliminares del tratado de paz, lo
que vino a suceder en enero de 1783, los ingleses tenían en el
Caribe sólo Roatán y la Mosquitia, que no eran territorios
británicos, y las islas de Antigua, Barbados y Jamaica. La situación
era parecida en el Mediterráneo, en el sur de los Estados Unidos
y en las Bahamas. En los arreglos de paz España iba a recuperar
Menorca y las dos Floridas y devolvería las Bahamas, e Inglaterra
reconocería los derechos españoles de Belice y todos los
territorios mosquitos, al tiempo que España concedería
autorización, dentro de ciertos límites, para que los
súbditos británicos pudieran cortar madera en Belice.
Roatán, desde luego, volvería a manos españolas.
De manera irregular, Suecia entró en las negociaciones a través
de Francia. Los suecos habían estado viendo desde hacía
muchos años que los daneses sacaban buenos dividendos de sus
pequeños territorios del Caribe y habían fundado en 1746
una Compañía de las Indias Occidentales, pero fue sólo
en 1779, bajo el reinado de Gustavo III, cuando sus empeños por
tener una posesión en el Caribe comenzaron a tomar forma. Gustavo
III mantenía relaciones estrechísimas con Luis XVI, al
punto que recibía subsidios de éste, y la política
exterior francesa contaba de manera segura con el apoyo de Suecia en
todo lo que se refiriera a problemas del norte de Europa. En las negociaciones
del tratado que iba a poner fin a la guerra, Francia propuso que España
le concediera a Suecia uno de sus territorios caribes, Trinidad o Vieques,
a lo que España se negó; entonces gestionó con
Inglaterra que le traspasara una de las suyas, petición que Inglaterra
rechazó. Pero Suecia seguiría insistiendo.
El tratado se firmó en Versalles el 30 de septiembre de 1783.
Francia devolvió a Inglaterra las islas de Saint Kitts, Nevis,
Monserrat, Granada y las Granadinas, Dominica y San Vicente, pero obtuvo
la devolución de Santa Lucía y se quedó con Tobago.
Poco después, en mayo de 1784, Luis XVI ordenaba que Tobago fuera
cedida a Suecia, y eso es lo que explica que Francia no aceptara devolver
a Inglaterra la pequeña isla que hoy forma una unidad política
junto con la isla de Trinidad. No sabemos qué ocurrió
entre mayo y finales de junio, pero es el caso que, después de
la cesión de Tobago, Francia y Suecia se pusieron de acuerdo
para que, en vez de Tobago, Suecia tomara San Bartolomé y que
a cambio de San Bartolomé les diera a los franceses privilegios
comerciales en Gotemburgo. San Bartolomé tenía 21 kilómetros
cuadrados y 759 habitantes, de los cuales 458 eran blancos. El tratado
de cesión fue firmado en París el 1 de julio (1784) y
la cesión efectiva tuvo lugar el 7 de marzo de 1785. En el mes
de septiembre San Bartolomé fue declarado puerto libre y en octubre
del año siguiente fue cedido a una compañía formada
para comerciar con las posesiones del Caribe y América del Norte.
Así, al terminar la guerra había un nuevo país
europeo con señorío en un territorio del Caribe.
Al quedar firmado el tratado de Versalles parecía que todo el
Caribe seguía igual que antes de comenzar la guerra. Pero la
guerra había provocado cambios muy importantes; cambios en la
situación económica de las metrópolis y de sectores
de las poblaciones coloniales; cambios en la composición social
de casi todos los territorios caribes; cambios en las ideas de las gentes.
Hubo un número apreciable de personas que se enriqueció
haciendo el corso y el contrabando y cobrando a precio de oro lo que
podía vender, pero también hubo mucha gente que murió
de hambre. Algunos artículos llegaron a encarecerse cuatro veces,
y en ocasiones se trataba de artículos de consumo para la gente
más pobre. Se calcula que sólo en las islas inglesas murieron
por falta de alimentación unos 18.000 esclavos. Las relaciones
comerciales quedaron durante años prácticamente rotas,
no sólo entre las colonias y las metrópolis, sino también
entre las colonias que se vendían y se compraban entre sí.
En el caso de las posesiones españolas, esto tuvo buenos resultados,
porque entre 1777 y 1780 España dio a sus territorios una libertad
comercial que las convirtió de hecho en provincias autónomas,
con autorización para adquirir esclavos sin ninguna restricción;
y esta última medida iba a tener consecuencias trascendentales
en la vida de los países españoles del Caribe, porque
con la importación libre de esclavos aumentó a niveles
inesperados el poder económico de la aristocracia terrateniente
de algunos lugares —por ejemplo, Venezuela—, lo que al cabo
de treinta años se reflejaría en las luchas por la independencia,
que fueron dirigidas por ese grupo social. Dada la organización
económico-social de la región del Caribe, los mayores
beneficios que proporcionaron los cambios fueron para los dueños
de tierras y esclavos; pero los perjuicios causados por el encarecimiento
de la vida y por las restricciones que provocó la guerra caían
sobre las espaldas de los esclavos, los zambos, los pardos, los mulatos,
los negros libres y los blancos pobres, que durante esos años
estuvieron acumulando miseria y odios. La guerra hizo más agudas
las contradicciones que llevaba en su seno la sociedad del Caribe, y
pocos años después esas contradicciones, estimuladas por
la Revolución francesa, iban a hacer estallar el barril de pólvora
sobre el cual estaba asentado el régimen económico, social
y político de los pueblos del Caribe.
CapÍtulo XV
La revolución francesa y su proyección en el Caribe
Al firmarse en 1783 el tratado
de Versalles debía haber en el Caribe una población esclava
de 1.200.000 almas. Puede estimarse que en Haití había
entonces unos 400.000, y como según cálculos de la época
los esclavos de Haití representaban tres quintas partes de lo
que había en todos los territorios antillanos de Francia, la
totalidad de los esclavos de las posesiones francesas debía pasar
de 600.000. Diez años antes (en 1774), en Jamaica, Antigua, Monserrat,
Saint Kitts, Nevis y las Islas Vírgenes había más
de 280.000, de manera que agregando a esa cantidad los de Barbados,
Dominica, Granada, San Vicente, Belice y la Mosquitia, los de las posesiones
británicas debían pasar de 300.000. Quizá los de
Venezuela, Colombia, Panamá, Puerto Rico y Santo Domingo no llegaban
a 100.000; Cuba, que era la posesión española que tenía
más esclavos, debía andar por los 60.000. En Guatemala,
Honduras, Nicaragua y Costa Rica —todo lo cual formaba, junto
con El Salvador, el reino de Guatemala— había pocos, porque
en esa zona la mano de obra servil era indígena. Los de las islas
holandesas y danesas y los de la pequeña posesión sueca
de San Bartolomé podían sumar unos pocos millares.
Al tratar los acontecimientos del siglo XVI dimos cuenta de las principales
rebeliones de esclavos en esa centuria, y en verdad no fueron muchas;
fueron menos frecuentes todavía en el siglo XVII, pero entre
éstas hay que destacar la de Jamaica, provocada por la ocupación
inglesa en 1655; una rebelión larga y dura, según explicamos
en el capítulo IX. Al aumentar en el siglo XVIII el número
de esclavos con la extensión de la producción de azúcar,
algodón y otros renglones, los alzamientos comenzaron a ser más
frecuentes. En realidad, el siglo XVIII fue el siglo de las rebeliones
de esclavos en el Caribe.
El número de esclavos aumentaba, no sólo porque se importaban
más, sino porque nacían muchos hijos de ellos, y esos
hijos, salvo una minoría que tenía la suerte de ser declarada
libre, estaban también sometidos al régimen de la esclavitud.
Un número importante de hijos de amos y esclavas, que desde luego
eran mulatos, entraba en el grupo de los libres y con frecuencia heredaba
el nombre y los bienes del padre; pero eso sucedía sobre todo
en los territorios españoles y franceses, porque en las dependencias
inglesas un mulato equivalía a un negro: los dos eran "gentes
de color", y nunca tendrían derecho de vivir en la sociedad
de los blancos.
Las rebeliones negras del siglo XVI podían considerarse una mera
prolongación en tierras americanas de las luchas que se llevaban
a cabo en África para capturar esclavos; pero las del siglo XVIII
eran expresiones inequívocas de una lucha de clases limitada
a los territorios de América; una lucha de clases de carácter
muy violento que se hacía compleja debido a la serie de circunstancias
que diferenciaban social, económica, física y culturalmente
a los adversarios. Los esclavos eran obligados por la fuerza a trabajar
en beneficio de sus amos, pero además ellos eran negros y sus
amos blancos, ellos tenían conceptos culturales distintos a los
de sus amos, ideas de la organización social diferentes a las
de los blancos y hasta sentimientos y hábitos religiosos distintos.
En todos los aspectos, pues, había razones para que los esclavos
se rebelaran. Lo que sorprende es que no lo hicieran más a menudo
y con más saña.
Sería difícil hacer un recuento completo de los levantamientos
negros del siglo XVIII. Algunos fueron cortos pero violentos; en unos
participaron pocos esclavos y en otros participaron muchos; en unos
murieron pocos blancos y en otros murieron bastantes. Los principales
ocurrieron en casi todos los territorios del Caribe. Los hubo en Haití
en 1724; en Saint Kitts y Nevís en 1725; en Antigua en 1728;
otra vez en Haití en 1730; en Saint John en 1733; de nuevo en
Haití en 1734; y en Antigua en 1737; otro más en Haití
en 1740; uno en Yare, Venezuela, en 1747, y en el mismo año hubo
una seria conspiración de esclavos en Jamaica; tres años
después, en 1750, una rebelión de ellos en Curazao y en
1754 otra en Jamaica.
En enero de 1758 fue quemado vivo en Cap-Francais el legendario Macandal,
que había organizado en el norte de Haití grupos de esclavos
a los que proporcionaba veneno, hecho por él mismo, de yerbas
del país para que se lo dieran a los amos en comidas y refrescos.
Dos años después, en 1760, se produjo en Jamaica un levantamiento
tan poderoso que costó la vida a unos 60 blancos y a más
de 300 negros.
Los castigos a los esclavos sublevados eran habitualmente brutales,
pues había que aterrorizar a los negros para que no se atrevieran
a seguir el ejemplo de los que se alzaban. En el alzamiento de 1728
ocurrido en Antigua se quemó a tres cabecillas y se descuartizó
a otros; el que tuvo lugar en Saint John en 1733, que costó la
vida a cuarenta blancos, fue aplastado con ayuda de blancos ingleses
de la vecina isla de Tórtola y sobre todo con la ayuda de una
fuerza militar francesa enviada desde Martinica; y los esclavos ejecutados
en Saint John fueron numerosos. En la sublevación que se produjo
en Jamaica en 1760 se aplicaron métodos de represión repugnantes
y 600 de los esclavos sospechosos de simpatías con los rebeldes
fueron sacados de la isla y vendidos a los cortadores de madera de Belice.
Pero la represión no podía detener los levantamientos.
La ola de rebeliones esclavas comenzó de nuevo hacia el 1765,
año en que hubo una importante en Jamaica y otra en la Mosquitia
hondureña, así como un recrudecimiento de las actividades
de los negros que se habían refugiado en el interior de la isla
de Granada durante la guerra que había terminado en 1763. En
los tres casos murieron muchos blancos, fueron destruidas muchas propiedades
y la represión, como ya era costumbre, alcanzó altos niveles
de brutalidad.
En 1769 hubo levantamientos en Jamaica y en 1770 los hubo en Saint Kitts.
Ese mismo año de 1770 y en el de 1771 hubo rebeliones importantes
en Tobago, que fueron reprimidas con lujo de violencias.
En 1772 hubo combates sangrientos entre los indios caribes de San Vicente
y fuerzas inglesas, que tuvieron pérdidas fuertes. En 1773 se
repitió la rebelión de la Mosquina hondureña con
muchas víctimas y alto número de esclavos ejecutados;
en 1774 se levantaron otra vez los esclavos de Tobago y la represión
fue calificada por círculos ingleses como innecesariamente bárbara.
En 1775 se alzaron en guerra los indios del Darién y mataron
a los mineros de Pásiga; en 1776 hubo una fuerte sublevación
negra en Jamaica.
En 1778 volvieron a levantarse en armas los indios del Darién
bajo la jefatura del indio Bernardo Estola, pero en ese levantamiento
hubo un ingrediente de política internacional, porque parece
no haber duda de que fue estimulado por los ingleses, que proporcionaron
armas, municiones y oficiales, estos últimos para servir de consejeros
a Estola. El gobernador de Jamaica nombró al jefe indígena
"general del Darién" y le envió de obsequio
un uniforme de general, pero Estola tuvo que pactar con el gobierno
español de Nueva Granada después que Inglaterra firmó
con España el tratado de Versalles, aunque vino a hacerlo sólo
en el 1787.
El caso más interesante de las rebeliones negras de ese siglo
XVIII fue el de los cimarrones del Bahoruco, un lugar montañoso
situado en el sur de la frontera que dividía las colonias española
y francesa de la isla de Santo Domingo. El Bahoruco fue el escenario
de la prolongada rebelión del cacique Enriquillo, tratada en
el capítulo VI de este libro. La formación de un campamento
de negros cimarrones en el Bahoruco había comenzado en el año
de 1702 y ese campamento había sobrevivido a todos los ataques
que habían estado organizando y realizando las autoridades francesas
cada cierto número de años. Los cimarrones del Bahoruco
vinieron a hacer la paz con los franceses en 1785. En el momento del
acuerdo el jefe de los negros cimarrones era un esclavo de la parte
española llamado Santiago, pero la mayoría de sus hombres
—125 de un total de 130— eran esclavos de amos franceses,
y uno de ellos, que tenía ya sesenta años cumplidos, había
nacido y había vivido toda su vida entre cimarrones.
Ese mismo año de 1785 hubo una matanza de blancos hecha en Dominica
por los negros cimarrones que habían sido armados por los franceses
para que les ayudaran en su lucha contra los ingleses cuando la isla
cayó en manos francesas en la guerra que había terminado
en 1783. Para someter a esos esclavos rebeldes de Dominica hizo falta
formar una fuerza británica especialmente adiestrada y la lucha
duró todo un año, de manera que esa lucha tuvo todos los
caracteres de una guerra en pequeño.
El rosario de alzamientos negros indicaba que en el Caribe había
una situación perpetua de injusticia que podía dar lugar
en cualquier momento a una devastadora rebelión general, y cualquiera
conmoción en Europa podía desatar esa rebelión.
La conmoción fue la Revolución francesa, que sacudió
el orden en las colonias de Francia en el Caribe en sus propias raíces
y alcanzó los caracteres de un terremoto social de proporciones
gigantescas.
Al principio las luchas desatadas en el Caribe por la Revolución
se limitaron a los sectores más altos de las sociedades coloniales
en Martinica y Haití, pero después las luchas pasaron a
los niveles medios de la pirámide social y al final entraron en
juego las masas esclavas, que eran las que ocupaban la base de esa pirámide.
Ese proceso se cumplió en dos años. Al cabo de esos dos
años el centro del terremoto se estableció en Haití,
esa pequeña colonia de Francia establecida en el oeste de la isla
de Santo Domingo que había comenzado siendo en 1630 el asiento
de los bucaneros y había pasado a ser luego el nidal de los piratas
del Caribe; ese pequeño territorio que se había convertido
en menos de medio siglo, según palabras de Adam Smith en su libro
La riqueza de las naciones,
en "la más importante de las colonias azucareras del Caribe".
La Revolución francesa tuvo también efectos serios en Martinica,
Tobago y Santa Lucía y provocó levantamientos de esclavos
en casi todas las islas británicas, en Curazao y en Venezuela,
pero la magnitud de los sucesos de Haití ha hecho olvidar los de
otros puntos del Caribe que fueron provocados por los acontecimientos
de Francia.
Al entrar en ese trascendental momento de la historia del Caribe se
hace necesario tener una idea, aunque sea somera, de la situación
social de toda la región, pues sin conocer esa situación
se haría difícil comprender cómo se movieron los
sectores sociales en cada una de las etapas de la crisis desatada en
el Caribe.
En primer lugar, debemos dividir los territorios de la región
en grandes grupos: los de España formaban uno; los de Inglaterra,
Holanda, Dinamarca y Suecia formaban otro; y otro los de Francia.
España seguía siendo un país socialmente atrasado
en relación con sus competidores europeos, pero menos atrasado
que antes de que el país pasara a ser gobernado por los reyes
Borbones. En el siglo XVIII, y apoyada por los Borbones, España
tenía ya una burguesía, y esa burguesía se hallaba
en el poder político. Todavía era numéricamente
débil y, como lo demostrarían los hechos unos veinte años
después, era más débil que los sectores tradicionales
que se hallaban situados en la raíz de la sociedad española.
Como tenía que suceder, la composición social de España
se reflejaba en sus territorios del Caribe en unas estructuras más
atrasadas que las de la metrópoli. Los reyes Borbones, los hombres
que gobernaban en Madrid y los funcionarios que esos hombres enviaban
al Caribe eran más avanzados y progresistas que la gran nobleza
terrateniente esclavista de Venezuela, Cuba, Santo Domingo y Puerto
Rico y que los de la América Central.
Las sociedades españolas en el Caribe vivían en un régimen
de relaciones de producción que Marx iba a calificar de capitalismo
anómalo. Con la excepción de Cuba, su producción
era mucho más pobre que la de otros territorios europeos; su
inversión de capitales, de baja a muy baja; su técnica
de producción y transporte, atrasada; su comercio interior y
exterior, limitado; y por último, su composición social
respondía a esas líneas del panorama económico:
en la cúspide estaban los funcionarios del rey, generalmente
más avanzados que los propietarios criollos, y después
estaban esos propietarios esclavistas, que formaban un círculo
aislado, racista, que no se mezclaba ni con españoles ni con
criollos blancos que no pertenecieran a su grupo; pero los criollos
y españoles del comercio o propietarios medianos o miembros de
la pequeña burguesía, contaban con el respaldo y la simpatía
de los funcionarios reales y a menudo ese respaldo y esa simpatía
alcanzaban a pardos y mestizos que tenían medios económicos.
Las libertades comerciales acordadas durante el reinado de Carlos III
a los territorios americanos y las medidas tomadas para liberar a gente
del común, blancos, pardos mestizos, de la condición de
plebeyos siempre que pudieran pagar las tasas establecidas para lograr
esa liberación, contribuyeron a hacer más estrechas las
relaciones de la Corona española con esos grupos discriminados
por los terratenientes esclavistas, y a la vez agriaron más las
relaciones entre estos últimos y los funcionarios reales. Por
último, como los métodos de producción eran más
primitivos en los territorios españoles que en los de otros países
del Caribe —salvo en el caso del azúcar—, el trabajo
de los esclavos estaba menos sometido a los rigores de la disciplina.
En este panorama había diferencias; por ejemplo, la aristocracia
terrateniente de Venezuela era más tradicionalista y tenía
más ambiciones de poder político que los esclavistas de
Cuba; en Costa Rica no había esclavitud de negros y prácticamente
no la había de indios, pero esta última estaba muy generalizada
en Guatemala y El Salvador; en Santo Domingo había una mayoría
de población mestiza y casi la totalidad de los esclavos trabajaba
en hatos y en la producción de víveres para el consumo
local, lo que permitía un gran margen de libertad en sus movimientos.
Pero lo realmente importante era que, por encima de esas diferencias
que hemos apuntado, los sectores sociales que se hallaban por debajo
de la cúspide se sentían apoyados por el poder real, y
eso le proporcionaba un alto grado de consistencia política al
poder español en el Caribe. Esa consistencia política
explica por qué las sublevaciones de esclavos ocurridas en el
Caribe en el siglo XVIII fueron insignificantes en número y sin
importancia militar o política en los territorios de España.
Suecia, Dinamarca y Holanda eran países de organización
social francamente burguesa, aunque conservaran en su aspecto político
las reliquias de otros tiempos, como reyes y cortes. Sus territorios
del Caribe estaban manejados con métodos burgueses; eran empresas
para acumular beneficios y evitar el mayor número de conflictos.
Las rebeliones de esclavos en sus territorios fueron pocas, aunque la
de Saint John, posesión danesa (1733), tuvo verdadera gravedad.
Los tres países aprendieron temprano a resolver los problemas
de los colonos y sus esclavos, al extremo que Dinamarca, adelantándose
a todos los demás poderes europeos, estableció en 1792
que la esclavitud quedaba abolida en sus dominios en el plazo de diez
años. Las posesiones de holandeses, daneses y suecos fueron dedicadas
cada vez menos a producir azúcar y algodón y cada vez
más a la actividad comercial. Por otra parte, sus territorios
en el Caribe eran peque rios y el número de esclavos empleados
en ellos no podía pasar de unos pocos millares.
Inglaterra era también un país de organización
económica burguesa, pero hábilmente mezclada con una organización
social que preservaba las jerarquías del antiguo orden de cosas
adaptadas al nuevo. Inglaterra tenía el segundo lugar del Caribe
como productora de azúcar, algodón y otros artículos
tropicales y también el segundo lugar en cuanto al número
de esclavos que trabajaban en sus posesiones, y esos esclavos eran tratados
con un régimen de disciplina tan estricto que fue en las posesiones
inglesas donde hubo más sublevaciones negras en el siglo XVIII.
Ahora bien, el orden social en las colonias inglesas del Caribe era
lo suficientemente flexible para que todos los blancos, fueran grandes,
medianos o pequeños propietarios, artesanos o funcionarios del
rey, se sintieran solidarios y partes de un solo bloque; a eso contribuía
la existencia de las asambleas de cada territorio, que les proporcionaba
a todos los blancos la ilusión de una libertad política.
A su vez, la gente de color, fueran negros esclavos o libres, fueran
mulatos propietarios o artesanos, formaban un bloque diferente. En las
dependencias británicas no había, pues, pirámide
política, con una minoría en la cúspide y varios
estratos, cada vez más amplios, por debajo de ella. Esa pirámide
existía sólo en el aspecto económico, pero estaba
muy bien disimulada en el aspecto político. Políticamente
había un cubo blanco sobre uno negro, y los que formaban el cubo
blanco —funcionarios reales, propietarios, comerciantes, pequeña
burguesía, artesanos, todos ellos blancos— se las arreglaban
para mantener dividido al cubo negro, de manera que cuando había
rebeliones de esclavos hallaban siempre grupos negros a los que mandaban
a combatir a los sublevados. Hasta los cimarrones de Jamaica, que estuvieron
luchando contra los ingleses de 1655 a 1740, fueron usados después
para aplastar levantamientos de esclavos.
La situación más compleja era la de los territorios franceses.
Se parecía a la española, pero sólo superficialmente.
En las posesiones de Francia los blancos estaban divididos como en las
de España; había los grandes blancos y los blancos pequeños,
esto es, los grandes propietarios y comerciantes y los propietarios
y comerciantes medianos y pequeños, y los que pertenecían
a los dos últimos sectores odiaban a muerte a los "grandes
blancos" debido a que éstos habían ido obteniendo
del favor del rey numerosos privilegios sociales que se les negaron
a los "petít blancs". Pero a diferencia de lo que ocurría
en las dependencias españolas, los grandes blancos de los territorios
franceses eran miembros de una oligarquía colonial avanzadísima,
aunque muchos de ellos fueran al mismo tiempo aristócratas. En
Haití, en Guadalupe, en Martinica, los grandes propietarios disponían
de abundantes capitales de inversión que obtenían en Francia
y disponían también de créditos altos que les proporcionaban
los comerciantes de Brest, Burdeos y Nantes como anticipos de las zafras
y las cosechas; tenían una alta técnica de producción
y de mercadeo; vivían lujosamente con casas en las plantaciones
y en las ciudades; llevaban peluqueros, cocineros y sastres de Francia;
disfrutaban de una activa vida social, con teatros, asociaciones culturales
y literarias; viajaban a menudo a Francia, donde algunos pasaban vacaciones
cada año y otros se retiraban a vivir de sus rentas. El rey y
los funcionarios no les negaban ninguna petición a los grandes
blancos, de manera que su situación frente al poder real era
diferente a la de sus congéneres de los territorios españoles.
Pero también era diferente la situación de los mulatos
—llamados en Haití "affranchís"—
en los territorios franceses y en los españoles. En los últimos,
los mestizos contaban con la simpatía, y el respaldo de la Corona
y sus funcionarios locales; en los de Francia, los mulatos no podían
ni siquiera ejercer profesiones u oficios de los llamados liberales;
desde 1771 se les había prohibido tener la categoría de
ciudadanos del reino, aunque fueran propietarios más grandes
que los grandes blancos, y en 1778 se prohibió el matrimonio
entre blancos y los criollos que tuvieran ascendencia negra en cualquier
grado. Estas últimas disposiciones del gobierno francés
establecían una barrera insalvable entre blancos y gentes de
color, de manera que los pequeños blancos despreciaban a los
mulatos ricos tanto como los despreciaban los funcionarios del rey y
los grandes blancos.
Esa situación de discriminación de los mulatos era especialmente
peligrosa en Haití porque ellos eran los dueños de la
tercera parte de la riqueza haitiana y de la cuarta parte de los esclavos;
entre esos mulatos había algunos tan ricos como el más
rico de los grandes blancos; había muchos cultos y refinados,
que se habían educado en Francia y tenían allí
amigos, y resultaba que en Francia no eran víctimas de esa discriminación
a que los sometían en su propia tierra. Haití estaba dividida
en tres provincias o departamentos; el del Norte, con su capital en
Cap-Francais; el del Oeste, con su capital en Port-au-Prince, que era
a la vez la capital de la colonia, y el del Sur, con su capital en Les
Cayes. Los mulatos más ricos y de más prestigio abundaban
más en la parte central del departamento del Oeste y en el departamento
del Sur, pero había también mulatos ricos y prestigiosos
en el del Norte.
Ateniéndonos sólo a lo que podríamos llamar los
estratos superiores de la pirámide social de Haití, resultaba
que en esos estratos había suficientes elementos explosivos.
Algo parecido sucedía en Martinica, Guadalupe y Santa Lucía;
pero en estas Antillas el peligro se aminoraba porque no tenían
una población esclava tan numerosa como la de Haití. La
asombrosa cantidad de esclavos de Haití puede estimarse por estas
cifras: desde 1785 hasta 1789 habían entrado en Haití
más de 150.000 esclavos llevados desde África, mientras
que los introducidos durante ese mismo tiempo en las demás Antillas
francesas no alcanzaba a 50.000.
Ahora bien, la explotación de los territorios franceses del Caribe
se hacía mediante el uso de la técnica más alta
conocida en la época, lo que suponía un duro régimen
de disciplina para los esclavos usados en esa explotación. La
oligarquía colonial francesa usaba métodos capitalistas
implacables y las cuadrillas de esclavos tenían que funcionar
con la precisión con que funcionan hoy las máquinas. Por
otra parte, las privaciones de artículos tropicales a que se
vio sometida Europa en la guerra que terminó en 1783 determinó
una avidez tan grande de esos productos que después de la guerra
los negocios de las colonias francesas prosperaban velozmente, y eso
puede apreciarse en el alto número de esclavos introducidos en
Haití de 1785 a 1789. Había que aumentar la producción
año tras año para poder suplir la demanda de Europa y
de América del Norte. Esa aceleración en la producción,
que exigía un aumento en la productividad de cada esclavo, produjo
en las colonias francesas del Caribe un fenómeno digno de la
mayor atención, y fue la conjunción en el orden social
y económico de los factores más radicales y a la vez más
opuestos: la de los métodos más avanzados del capitalismo,
hasta ese momento, y el sistema social más atrasado, también
hasta ese momento, que era la esclavitud. Lógicamente, eso determinaba
un estado de tensión llamado a hacer crisis ante cualquier acontecimiento
que rompiera el equilibrio existente. La menor ruptura en el orden que
mantenía funcionando el sistema provocaría una catástrofe
social y política, y el acontecimiento iba a ser la Revolución
francesa
En el primer momento la Revolución profundizó las divisiones
que había en los estratos superiores de las sociedades francesas
del Caribe, pero no conmovió a las masas esclavas, que eran las
bases del sistema. Como era lógico, las autoridades del rey en
el Caribe se opusieron a la Revolución, pero los grandes blancos
y los grandes comerciantes estaban dispuestos a apoyarla a cambio de
que se les dieran libertades para vender y comprar en cualquier país
y de usar barcos de cualquier bandera para exportar e importar, y a
fin de defender esas pretensiones enviaron representantes a la Asamblea
Constituyente de París. Lo que no podían admitir los grandes
blancos era que se desconocieran sus privilegios sociales o que se admitiera
a los mulatos y a los pequeños blancos en posiciones de mando
en las colonias. Los pequeños blancos apoyaban también
la Revolución porque creían que con ella iban a mejorar
su estado social y a igualarse con los grandes blancos, pero tampoco
hubieran admitido que se les concedieran a los mulatos derechos de ciudadanos.
Los mulatos, algunos de los cuales se hallaban en París al empezar
la Revolución y otros se apresuraron a ir allá, apoyaban
la Revolución a cambio de que se les reconocieran derechos iguales
que a los blancos, y para hacer presión sobre la Asamblea Constituyente
contaban en París con la influyente sociedad de Amigos de los
Negros, nombre que en realidad quería decir amigos de los mulatos,
no de los esclavos. Ahora bien, ni las autoridades reales de Haití
que se oponían a la Revolución, ni los "grands blancs"
ni los "petits blancs", ni los mulatos o "affranchís"
pensaban en las masas esclavas. Esas estaban al margen de todos los
conflictos y así debían seguir.
Las colonias del Caribe influían mucho en la vida económica
y política de Francia, pues sucedía que no sólo
vivían en la metrópoli muchos de los colonos retirados
y las familias de otros que permanecían en Haití, Martinica,
Guadalupe, Santa Lucía o Tobago, sino que había en París,
en Brest, en el Havre, en Burdeos, grupos poderosos de comerciantes
de productos antillanos, de gentes que tenían invertidos capitales
en los negocios del Caribe, de armadores de buques que hacían
la carrera entre las islas y Francia, de funcionarios dedicados a la
administración de las colonias. Sometida a presiones de todos
esos grupos, la Asamblea Constituyente vaciló a la hora de tratar
el problema de las colonias y no se atrevió a tomar ninguna determinación
para organizarías; dejó la solución de los problemas
de las Antillas en manos de los colonos y, como era lógico, los
sectores de esos colonos que disfrutaban de privilegios económicos
y sociales no iban a renunciar a ellos en favor de otros sectores. Así,
las contradicciones que había en los estratos más altos
de la pirámide social de las Antillas francesas iban a agudizarse
a tales extremos que no podrían ser resueltos pacíficamente.
La Revolución de Francia iba pues a provocar la de sus colonias
en el Caribe.
Aunque las luchas entre esos sectores de los estratos superiores comenzaron
a un tiempo en Haití y en Martinica, la violencia se desató
en Martinica antes que en Haití, debido a que en Martinica había
una situación de tirantez extrema entre los grandes propietarios
y los comerciantes de Saint-Pierre, una ciudad que se hallaba en el
noroeste de la isla, al pie de Mount-Pelée. Incidentalmente debemos
recordar que Saint-Pierre fue destruida a causa de la erupción
del Mount-Pelée, volcán que hasta ese momento parecía
apagado, ocurrida en mayo de 1902; la población, de 29.000 personas,
murió instantáneamente, con la excepción de dos
hombres.
Saint-Pierre era una ciudad comercial; allí tenían sus
agencias los comerciantes de Burdeos, de Brest, de Nantes, que compraban
los productos de Martinica, y los propietarios de la isla acusaban a
esos intermediarios de Saint-Pierre de explotarlos en complicidad con
las autoridades de la isla. El movimiento revolucionario de Martinica
comenzó, pues, por una acción colectiva de los grandes
propietarios blancos contra los comerciantes y las autoridades de Saint-Pierre,
y para contar con la fuerza necesaria para la empresa armaron a los
esclavos y dieron a varios mulatos puestos de mando sobre esas improvisadas
milicias negras. Puede decirse, hablando en términos de hoy,
que los grandes blancos de Martinica formaron un frente unido de liberación,
y con esa fuerza dominaron rápidamente la situación. Pero
sucedió que tan pronto se vieron adueñados del poder comenzaron
a dudar de sus aliados mulatos. Los pequeños blancos, sobre todo,
no podían tolerar la idea de ver a los mulatos con puestos de
mando y un incidente que en otra ocasión no habría tenido
importancia vino a precipitar la lucha entre blancos y mulatos. Con
motivo de una ceremonia pública el gobernador le dio un "abrazo
fraternal" a un jefe mulato de milicias. El gobernador quería
simbolizar con ese gesto la unión de todos los martiniqueños,
pero los blancos lo tomaron como una afrenta y las tensiones provocadas
por la lucha de clases hicieron saltar la tapa de la falsa fraternidad.
Así, al comenzar el mes de junio de 1790 —el día
3, para mayor precisión—, los blancos se lanzaron a matar
mulatos en Saint-Pierre; dieron muerte a 14 y arrestaron a varios centenares,
a lo que respondieron los mulatos del interior marchando sobre la ciudad,
que tuvo que rendirse a mediados de agosto. Casi todos los comerciantes
blancos de Saint-Pierre fueron encadenados, metidos en las bodegas de
dos barcos que había en el puerto y enviados a Francia. El estado
de insurrección se generalizó por la isla; los soldados
de Saint-Pierre y de Fort-Royal se rebelaron contra sus oficiales; los
esclavos que 'habían sido armados por sus amos para luchar contra
los comerciantes comenzaron a actuar por su cuenta, a destruir propiedades,
a pillar y a matar blancos.
Es probable que la llegada a París de las noticias de Martinica
provocaran la decisión de volver a Haití que tomaron Vincent
Ogé y su amigo Fleury, dos mulatos ricos de Haití que
representaban en París a grandes propietarios mulatos y trabajaban
en la capital francesa con la sociedad de los Amigos de los Negros.
Los grandes blancos de Haití habían prohibido que Ogé
y Fleury volvieran a Haití, pero ellos decidieron volver. Fleury
embarcó directamente por Burdeos hacia la colonia y Ogé
se fue a Inglaterra, de ahí pasó a los Estados Unidos,
donde compró armas y municiones, y llegó a Cap-Francais
el 21 de octubre (1790). A él le iba a tocar iniciar la lucha
armada contra los grandes blancos de Haití.
En el tiempo que había transcurrido entre el inicio de la Revolución
francesa y el retorno de Ogé a Haití, la colonia había
vivido en un estado de intensa agitación. Los departamentos de
Haití estaban divididos en "quartiers" —los del
norte— y en cantones —los del oeste y el sur—, y,
a la vez, "quartiers" y cantones estaban divididos en parroquias.
Había habido elecciones para formar Asambleas parroquiales, pero
los grandes blancos no permitieron que los mulatos fueran candidatos
porque eso hubiera equivalido a concederles derechos ciudadanos y con
esos derechos habrían podido participar también como candidatos
a las Asambleas de departamentos y a la Asamblea general de la colonia.
En el departamento del norte, que era el que hoy calificaríamos
de más desarrollado —pues en él estaba concentrada
la mayor parte de los ingenios de azúcar y las fábricas
de ron—, los grandes blancos habían logrado el apoyo de
los dos regimientos militares de la región y habían redactado
los reglamentos electorales de tal manera que para ser candidato a un
puesto en la Asamblea departamental había que ser propietario
de más de 20 esclavos, de manera que los pequeños blancos
no tuvieron oportunidad de ser elegidos, y como los candidatos tenían
que ser escogidos sólo entre los miembros de las Asambleas parroquiales
y ningún mulato podía ser miembro de ellas, resultó
que la Asamblea departamental estuvo compuesta únicamente por
grandes blancos. El líder de los grandes blancos del norte fue
Bacon de La Chevalerie, un realista furibundo, hombre enérgico
y de mucha influencia entre los grandes blancos de todo el país.
A través de Bacon de La Chevalerie los grandes blancos del norte
consiguieron que los propietarios blancos de los departamentos del sur
y del oeste reconocieran a la Asamblea General de la Parte Francesa
de Santo Domingo, con lo cual quedaba convertida en la única
representación legal de Haití ante el gobierno francés.
Apoyada en lo que sus miembros llamaban la legalidad de su origen, la
Asamblea General de la Parte Francesa de Santo Domingo —que iba
a ser conocida con el nombre de Asamblea de Saint-Marc debido a que
su asiento fue la ciudad de ese nombre, en la costa del oeste—
rehusó adoptar los reglamentos establecidos por la Asamblea Constituyente
para las Asambleas coloniales. Los grandes blancos de Haití habían
tomado efectivamente el mando de la colonia y no aceptaban que nadie,
ni aun la más alta autoridad de Francia, disminuyera su posición
de poder colonial. Los mulatos de Haití, por muy ricos que fueran,
no tenían posibilidad alguna de entenderse con esos hombres.
Para justificar su actitud, los grandes blancos del norte se presentaron
como fervientes autonomistas. "Somos aliados de Francia, pero no
su propiedad", pasó a ser su lema, y con esa posición
se llamaban a sí mismos más revolucionarios que todo el
resto de los habitantes de Haití, y a fin de que se les tomara
por revolucionarios adoptaron el uso de una borla roja que se colgaban
en el pecho. Por eso se les conoció con el mote de los "pompongs
rouges".
Aquí hay que detenerse a observar este aspecto, sumamente importante,
del movimiento que estaba produciéndose en la antigua colonia
de Saint-Domingue, porque ese mismo aspecto se daría en la rebelión
de España contra Napoleón, y en la de los territorios
españoles de América contra España, todo lo cual
sucedería unos veinte años después. Los "pompongs
rouges" de Haití proclamaban algo muy cercano a la independencia
de la colonia, así como los grandes terratenientes esclavistas
de los territorios españoles de América encabezarían
la lucha por la independencia y la nobleza terrateniente, sacerdotal
y funcionaría de España lucharía contra el gobierno
burgués de José Bona-parte. En este último caso
la situación fue bastante más complicada, como hemos dicho
en el capítulo anterior y como explicaremos con más detalles
en su oportunidad, pero en el fondo del problema había valores
muy parecidos a los que jugaron un papel decisivo en los otros. La razón
de esas actitudes similares de los "pompons rouges" de Haití,
de los latifundistas y esclavistas de los países americanos y
de los grupos tradicionales de España era que la Revolución
francesa estaba siendo hecha por la burguesía, una clase nueva
en el campo político, una clase que era en ese momento la más
avanzada de Europa, y se les temía a las medidas que podía
tomar; se temía a la posibilidad de que aboliera la esclavitud,
a que limitara el tamaño de las propiedades agrícolas,
que desconociera la autoridad de los funcionarios públicos o
redujera el papel de los sacerdotes a funciones meramente religiosas.
Frente al partido de las borlas rojas o "pompongs rouges" se
formó el de las borlas blancas o "pompongs blancs". En
éste tomaban parte las nuevas autoridades coloniales y los pequeños
blancos propietarios, comerciantes, artesanos y burócratas. Su
programa podía resumirse en pocas palabras: mantener la colonia
unida a Francia y bajo su autoridad, adoptar medidas de reformas en Haití,
dentro de los límites fijados por la Asamblea constituyente de
París, pero sin concederles derechos de ciudadanía a los
mulatos y, desde luego, participación de los pequeños blancos
en la Asamblea General de la Parte Francesa de Saint Domingue. Las borlas
rojas acusaban a los borlas blancas de ser reaccionarios, partidarios
de la sumisión al gobierno francés, pero tal vez debido
a esa acusación los "pompongs blancs" se ganaron las
simpatías de algunas de las guarniciones militares. Todo lo que
hemos dicho no sucedió como aparece en este libro. Hubo muchas
luchas y muy enconadas entre borlas rojas y borlas blancas; hubo atropellos,
acusaciones, violencias, sospechas, y esa situación iba a hacer
crisis al comenzar el mes de agosto de 1790. En la rada de Saint-Marc
había un navío llamado El
Leopardo, y algunos borlas rojas opinaron que debía ser
usado como el primero de una fuerza naval que debían tener a su
disposición para hacer frente a las emergencias que podían
presentarse. Quizá para evitar complicaciones, el gobernador de
la colonia ordenó que El Leopardo
zarpara hacia Francia para llevar una relación de lo que estaba
pasando en Haití, y fijó la fecha de la salida para el 27
de julio. Pero los borlas rojas se opusieron y El
Leopardo no pudo zarpar. A partir de ese momento los "pompongs
rouges" iban a ser conocidos como los leopardinos. El gobernador
toleró ese desacato y los leopardinos consideraron que la autoridad
colonial no se atrevía a actuar contra ellos. Unos días
después, el 4 de agosto, debía celebrarse la ceremonia de
adopción de la escarapela tricolor, que había sido adoptada
por la Asamblea constituyente de París. Cuando el intendente real,
Barbé de Marbois, anunció los actos, los borlas rojas organizaron
una serie de desórdenes que provocaron la fuga de Marbois, y ante
ese estado de cosas el gobernador declaró la Asamblea de Saint-Marc
fuera de la ley y ordenó su disolución por la fuerza.
Fuerzas militares de Cap-Frangais, comandadas por los coroneles Mauduit
y Vincent, se trasladaron a Saint-Marc y disolvieron la Asamblea. Eso
sucedió el día 8 de agosto. Hubo luchas con muertos y heridos,
pero los "pompongs rouges" fueron dispersados y una parte de
ellos huyó hacia Francia a bordo de El
Leopardo. El poder de los borlas rojas quedó aniquilado.
Pero aunque su poder político quedara aniquilado, no por eso
iban los blancos, fueran grandes o fueran pequeños, a ceder en
su oposición a los mulatos. Algunos de éstos habían
tomado parte en la lucha de Saint-Marc, lo que indignó a los
blancos de Cap-Francais, que respondieron a ese atrevimiento de los
mulatos de Saint-Marc atacando a los mulatos del Cabo. Los desórdenes
fueron masivos, con asaltos y pillaje a las casas de los mulatos ricos
y hasta con el linchamiento de un gentilhombre francés acusado
de simpatizar con los mulatos. La Asamblea parroquial de Cap-Francais
había apoyado al gobernador en su decisión de disolver
la Asamblea de Saint-Marc y esa Asamblea parroquial era la primera autoridad
de la ciudad; sin embargo, ni ella en conjunto ni ninguno de sus miembros
hicieron nada para evitar los desórdenes, lo que indica cuál
era la atmósfera política para los mulatos y qué
poco podría hacer en esa región Vincent Ogé, que
desembarcó el 21 de octubre (1790) en Cap-Francais con armas
y municiones para producir una insurrección mulata.
Los planes de Ogé estaban respaldados en Haití por una
especie de organización que estaba a cargo de su hermano Jacques,
Jean Baptiste Chavannes —un mulato con experiencia militar porque
había participado en la guerra de independencia de los Estados
Unidos— y algunos otros mulatos distinguidos. Los miembros del
grupo esperaban que su levantamiento sería respondido por mulatos
del oeste y del sur. Los fines del movimiento eran forzar a los blancos
grandes y pequeños a reconocer el derecho de los mulatos a participar
en el gobierno de la colonia; ninguno de ellos pensaba en una revolución,
en la libertad de los esclavos o en separar la colonia de Francia. Pero
el caso es que al producirse la rebelión hubo muertos blancos,
destrucción y pillaje de algunas propiedades de blancos, lo que
produjo la consiguiente reacción de los blancos de Cap-Francais,
que se lanzaron a la lucha y dispersaron fácilmente a los rebeldes.
El levantamiento de Ogé provocó la destitución
del gobernador, a quien los blancos acusaban de débil y complaciente
con los mulatos porque se oponía a liquidar sangrientamente a
los rebeldes; le sucedió su lugarteniente, el general De Blanchelande,
conocido partidario de los grandes blancos. De Blanchelande desató
la bestia del terror y con ello abrió las puertas a la formidable
revolución que se estaba incubando en Haití.
Vincent Ogé y Chavannes habían logrado cruzar la frontera
hacia la parte española de la isla, pero De Blanchelande reclamó
su entrega basándose en un acuerdo de los gobiernos francés
y español que se había celebrado en 1779; según
los términos de ese acuerdo los autores de delitos criminales
o contra el Estado que se refugiaran en el territorio vecino debían
ser entregados a las autoridades del territorio donde se había
cometido el delito o de donde se habían fugado si se trataba
de esclavos prófugos. Ogé y Chavannes, acusados de criminales
de Estado, fueron entregados a De Blanchelande por las autoridades españolas,
y precisamente en el peor momento, cuando más exaltados estaban
los ánimos de los blancos franceses, cuando estaban ejecutándose
condenas a muerte por centenares y los mulatos llenaban las cárceles
o huían a esconderse en las selvas. Vincent Ogé, su hermano
Jacques y Jean Baptiste Chavannes fueron condenados al tormento de la
rueda y 22 de sus compañeros murieron en la horca. La sentencia
se ejecutó el 21 de febrero de 1791.
Al mismo tiempo que Ogé y sus compañeros se refugiaban,
derrotados, en la parte española de la isla, los mulatos de Martinica
perdían su lucha contra los blancos, que habían recuperado
Saint-Pierre y habían dado muerte a más de cien mulatos;
en Tobago se amotinaba la guarnición y en Guadalupe y Santa Lucía
se organizaban rápidamente milicias voluntarias de blancos que
acudían a tomar parte en el aplastamiento y desórdenes
de Martinica y Tobago.
El estado de agitación y desórdenes de Martinica se complicó
debido a que los esclavos, a quienes sus amos habían armado para
defenderse de los comerciantes de Saint-Pierre, primero, y de los mulatos,
después, actuaban por su cuenta; asaltaban, saqueaban, destruían,
mataban, y muchos blancos huían hacia Fort-Royal, donde se sentían
más seguros, mientras otros embarcaban hacia las islas españolas,
donde prevalecía la paz. En Dominica, que a pesar de ser posesión
inglesa tenía muchos habitantes franceses, se producían
también desórdenes que anunciaban días difíciles.
Al finalizar el mes de noviembre de 1790 parecía liquidada en
todos los territorios franceses del Caribe la lucha de los propietarios
mulatos por la conquista de sus derechos ciudadanos y sociales; pero
hubiera sido un error creer que esa lucha había sido ganada por
los blancos, fueran los grandes o fueran los pequeños. Al final,
blancos y mulatos iban a perderla por igual; la perderían cuando
sus diferencias provocaran la intervención de las grandes masas
esclavas, y éstas iban a intervenir para resolver el problema
a favor suyo, no de mulatos ni de blancos. Por lo menos, así
sucedería en Haití.
De todos modos, el movimiento de los hermanos Ogé y de Chavannes,
aun fracasado y aplastado con tanta crueldad, iba a tener repercusiones
en otros puntos de Haití. Los mulatos de Artibonite y del departamento
del sur se prepararon para emprender la lucha por los mismos principios
que habían costado la vida a los hermanos Ogé y a tantos
otros, y al tener noticias de esos preparativos, se despachó
hacia los puntos señalados al coronel Mauduit, el mismo hombre
que había disuelto con sus tropas la Asamblea de Saint-Marc en
el mes de agosto. El jefe del levantamiento organizado en el departamento
sur era André Rigaud, un gran propietario mulato, culto y refinado,
que tenía mucho prestigio en la región. Mauduit detuvo
a Rigaud y a un grupo numeroso de sus seguidores antes de que se produjera
ningún combate y los envió por mar a Por-au-Prince; de
haberlos despachado a Cap-Francais todos hubieran corrido la suerte
de Ogé y de sus compañeros, tal era el estado de excitación
que había en la capital del departamento del norte.
Ahora bien, Port-au-Prince era la capital de la colonia, y por tanto,
como hemos dicho, el asiento del gobernador De Blanche- lande, una figura
vinculada a los ojos de la gente del pueblo con los odiados leopardinos,
responsables de los excesos brutales ejercidos en Cap-Francais contra
los mulatos que actuaron bajo el mando de Ogé; a De Blanchelande
se le veía como el representante del orden de cosas que había
sido derribado en Francia, como la encarnación de los enemigos
de la Revolución; y por último, mantenía preso
a André Rigaud, un mulato de prestigio, culto y refinado, que
era bien visto por la población mulata y negra libre de Port-au-Prince.
En la ciudad había un clima de agitación que no presagiaba
nada bueno. Ese clima se agravó cuando los pequeños blancos
dieron muerte a algunos miembros de la milicia mulata y cuando aparecieron
en la rada de la ciudad dos navíos británicos, que según
el rumor callejero habían sido llamados por los blancos para
aplastar cualquier movimiento mulato. Port-au-Prince, pues, estaba lista
para un estallido revolucionario.
El estallido se produjo cuando llegaron al puerto dos regimientos enviados
de Francia, el de Artois y el de Normandie. De Blanchelande dio órdenes
de que no desembarcara ningún hombre y los soldados se amotinaron,
exigiendo ir a tierra. A los primeros signos de que la autoridad de
De Blanchelande estaba en quiebra, los habitantes de los barrios de
Port-au-Prince se lanzaron a la calle. El coronel Mauduit fue muerto
y despedazado por la multitud; los soldados recién llegados fraternizaban
con el pueblo; los grandes y los pequeños blancos huían,
y huyó también De Blanchelande, que fue a refugiarse a
Cap-Francais. Puestos en libertad por el pueblo, Rigaud y sus compañeros
volvieron a Les Cayes y el 7 de agosto se reunieron con otros mulatos,
grandes propietarios en Mirebalais, bajo la presidencia de uno de ellos,
Pinchinat. En esa reunión los mulatos ricos acordaron formar
una especie de federación, eligieron un comité ejecutivo
y le encomendaron la misión de luchar para que se pusiera en
efecto en Haití el decreto de la Asamblea Constituyente de París,
expedido el 15 de mayo (1791), en virtud del cual los hombres de color
quedaban libres a la segunda generación. Inmediatamente, los
líderes de la reunión de Mirebalais — Rigaud, Chanlatte,
Bauvais, Pinchinat, Petion— comenzaron a organizar una base de
operaciones en la propiedad de uno de ellos en el valle de Cul de Sac,
un punto fuerte desde el cual podían lanzarse a la lucha armada
en caso necesario, y despacharon agentes a todos los lugares de Haití
donde había grupos importantes de mulatos ricos. Como puede verse,
la lucha iba a estallar de nuevo entre los dos grupos que estaban en
un mismo nivel en la pirámide económica —puesto
que había mulatos tan grandes propietarios como los más
grandes propietarios blancos— y sin embargo no se hallaban en
el mismo nivel en la pirámide social, porque en el aspecto social
a los mulatos les correspondía un nivel más bajo que a
los pequeños blancos. Ahora bien, el decreto del 15 de mayo se
refería a los derechos de la "gente de color", y "gente
de color" quería decir mestizos, "afranchís",
no negros, y mucho menos negros esclavos. La Asamblea Constituyente
no había dedicado un solo pensamiento a los esclavos; tampoco
se lo dedicaron nunca los grandes blancos ni los pequeños blancos,
y los conjurados de Mirebalais no pensaban en ellos. Pero ellos, los
realmente oprimidos, iban a pensar en sí mismos. Una semana después
de la reunión de Mirebalais comenzaba la rebelión de los
esclavos de Haití. 'Como sucede tan a menudo en los acontecimientos
de categoría histórica, quien los desata es alguien desconocido.
Es probable que ni siquiera su amo, Sebastien-Francois-Ange Le Normand
de Mézy, conociera a Bouckman, capataz de cuadrillas de esclavos
en el ingenio azucarero de Limbé. Le Normand de Mézy era
un "grand blanc", personaje de gran prestigio en la colonia,
que había tenido posiciones altísimas como funcionario
público hasta llegar al cargo de adjunto del secretario de Estado
de la Marina. Tenía dos grandes propiedades, una en el cantón
de Mourne-Rouge y otra en Limbé, situadas a corta distancia al
sudoeste de la ciudad del Cabo. Fue en los molinos de caña de
Limbé donde perdió su brazo derecho el legendario Macandal,
quemado vivo en Cap-Francais treinta y tres años antes del levantamiento
de Bouckman, y es probable que el hecho de que él fuera capataz
de cuadrilla en el mismo sitio donde Macandal inició su carrera
de cimarrón tuviera alguna influencia en el alma rebelde de Bouckman,
pues la dotación de Limbé y de las propiedades vecinas
debía mantener vivo, a través de comentarios constantes,
el recuerdo de aquel personaje de leyenda que se había convertido
en un ídolo para los esclavos de toda la región del Cabo.
Los grandes propietarios de Haití no se relacionaban con sus
esclavos; para eso tenían sus administradores, también
franceses. Salvo quizá el administrador de Limbé y algunos
de sus ayudantes, es probable que ningún blanco importante supiera
quién era Bouckman, ese esclavo de nombre inglés, tal
vez comprado en una Antilla inglesa o capturado a bordo de algún
barco inglés por uno de los tantos corsarios que pululaban en
el Caribe.
Se dice que Bouckman era jefe de ceremonias "vaudoux" y que
inició la rebelión de los esclavos con una de esas ceremonias
que tuvo lugar en el bosque del Caimán, en la propiedad de su
amo. Eso sucedió en la noche del 14 de agosto de 1791. El primer
establecimiento atacado fue el de Le Normand de Mézy. Al amanecer
estaban levantados los esclavos de toda la zona, los de Acul y la Petit-Anse,
los de Dondon y la Marmelade, los de Plaine du Nord y la Grande Riviére.
La rebelión era total; ardían los cañaverales y
los cafetales, las lujosas casas de vivienda, los edificios de las fábricas
de azúcar y de ron, las cuarterías de los esclavos. Los
amos, sus mujeres y sus hijos eran muertos a golpes de machete y quemados
en las hogueras de sus propias casas.
La rebelión/que había estallado al oeste de Cap-Francais,
se extendió inmediatamente al sur y al este, a Trou, la Limonade,
el Quartier Morin, de manera que una semana después del levantamiento
de Bouckman, Cap-Francais estaba cercada por millares de esclavos enfurecidos,
que destruían todo lo que hallaban a su paso.
Encerrado en la ciudad del Cabo, De Blanchelande se dedicó a
organizar fuerzas y el día 24 de agosto enviaba solicitudes urgentes
y desesperadas a las autoridades españolas de Santo Domingo,
a las inglesas de Jamaica y a la de los Estados Unidos "para que
en nombre de la humanidad y de sus propios intereses envíen socorros
fraternales". La mención de la humanidad sobraba, pero la
"de sus propios intereses" era oportuna. Los Estados Unidos
se apresuraron a enviar armas y municiones y en el mes de diciembre
George Washington escribía estas palabras: "¡Qué
lamentable es ver tal espíritu de revuelta entre los negros!"
Y efectivamente era lamentable, porque esos negros de Haití dejaban
lo mejor de su vida en los ingenios para que los Estados Unidos fueran
suplidos de azúcar y ron a cambio de la harina y el pescado seco
de Norteamérica con que los amos blancos les daban de comer.
En Cap-Francais había una actividad febril, estimulada por el
espectáculo que se alcanzaba a ver desde la ciudad: las llamas
y el humo de las hermosas propiedades vecinas alzándose hacia
el claro cielo del verano, las filas interminables de esclavos que llegaban
de todas partes a ocupar el lugar de los que caían. Las autoridades
formaron tres batallones de milicias, en los cuales pidieron participar
los mulatos ricos, lo que se explica porque varios de ellos eran dueños
de algunas de las propiedades que ardían y de muchos de esos
esclavos que estaban sitiando Cap-Francais, y además porque todavía,
a pesar de todo lo que había sucedido, confiaban en llegar a
un entendimiento con los blancos. Se pidió ayuda a Martinica;
se decretó el embargo de todos los buques que hubiera en el puerto
y se ordenó que la marinería se uniera a las fuerzas que
defendían la ciudad.
En esos momentos, al finalizar el mes de agosto, una milicia blanca
procedente de Port-au-Prince era derrotada en Nerette por los confederados
mulatos que se hallaban bajo el mando de Bauvais y Lambert. Las autoridades
de Port-au-Prince respondieron despachando en el acto una fuerza de
500 hombres, con seis piezas de artillería, con órdenes
de batir a los mulatos, pero esas fuerzas fueron derrotadas ignominiosamente
en la noche del 1 de septiembre; dejaron abandonados sus muertos, sus
heridos y sus cañones y huyeron a Port-au-Prince. Aterrorizados
por ese fracaso, los blancos de Port-au-Prince resolvieron pactar con
los mulatos del Sur; y no podían hacer otra cosa, puesto que
los esclavos del Norte tenían sitiado Cap-Francais. Pero los
mulatos del Sur deseaban vivamente ese pacto, puesto que la sublevación
de los esclavos era tan peligrosa para ellos, propietarios de esclavos,
como lo era para esos blancos a los que ellos habían derrotado.
El tratado definitivo de blancos y mulatos se firmó en Damien,
a fines de octubre, y esa firma se celebró de manera tan solemne
que hubo Te Deum en acción de gracias, banquetes copiosos, desfiles
"patrióticos". La guardia nacional de Port-au-Prince
y los hombres de las milicias mulatas desfilaron a banderas desplegadas;
al frente iban, abrazados, el comandante de la guardia nacional, un
"grand bíanc", y el mulato Bauvais, jefe de los vencedores
del 1 de septiembre; detrás iban parejas de jefes formadas por
uno blanco y otro mulato, todos con ramas de laurel en los sombreros,
y mientras tanto el pueblo de Port-au-Prince aplaudía y gritaba
porque los mulatos eran ya iguales a los blancos, pero olvidaban que
los esclavos seguían siendo esclavos y morían a millares
colgados en las vecindades de Cap-Francais, donde Bouckman había
sido hecho preso y fusilado y sus hombres batidos y perseguidos y asesinados
sin piedad.
Pero la jubilosa y un tanto extremada armonía de blancos y mulatos
del oeste iba a terminar pronto. Uno de los puntos del acuerdo de Damien
era la celebración de elecciones para la asamblea departamental
del oeste; otra era que en esas elecciones los mulatos tenían
derecho a llevar candidatos. Como es lógico, los mulatos comenzaron
a trabajar para conseguir que sus candidatos fueran elegidos. Mas he
aquí que en las vísperas de las elecciones llegó
a Port-au-Prince el texto del decreto del 24 de septiembre (1791) emitido
por la Asamblea Constituyente de París. Era uno de los últimos
frutos de esa Asamblea, que iba a terminar sus trabajos el 30 de septiembre.
El decreto del día 24 establecía que "las leyes correspondientes
al estado de las personas no libres y el estado político de los
hombres de color y de los negros libres, así como los reglamentos
relativos a la ejecución de esas leyes", eran problemas
que debían resolverlas asambleas coloniales "actualmente
existentes". Los "pompons rouges" de Port-au-Prince no
necesitaban más para romperlos acuerdos de Damien. La Asamblea
Constituyente, y nada menos que ella, convertía en ilegales las
elecciones que iban a celebrarse en Port-au-Prince, puesto que los problemas
que debería resolver la asamblea que saliera electa competían
a la asamblea "actualmente existente", no a una futura. Los
borlas rojas, pues, no tolerarían que las elecciones se llevaran
a cabo.
Y no se llevaron. El mismo día de los escrutinios —el 21
de noviembre— comenzó la lucha con el linchamiento de un
negro libre, tambor de las tropas mulatas de Bauvais; después,
las tropas blancas emplazaron sus cañones ante el cuartel de
las fuerzas mulatas, que eran masacradas sin piedad. Allí comenzó
a distinguirse el mulato Alexander Pétion, que iba a acabar su
vida como presidente de la República de Haití.
Los mulatos lograron rehacerse y retirarse hacia la Croix-des-Bouquets.
André Rigaud, convertido en jefe de los mulatos del departamento
del Sur, ordenó la movilización general de los mulatos
y negros libres del Sur y marchó sobre Port-au-Prince, que se
salvó de caer en sus manos porque en ese momento —día
1 de diciembre— llegaba a la capital de la colonia una misión
civil de tres miembros que había sido enviada desde Francia dotada
de la autoridad necesaria para solucionar los conflictos de Haití.
Los tres comisionados —Mirbeck, Roume y Saint-Léger—
restablecieron la paz en Port-au-Prince y obtuvieron el retiro de las
fuerzas mulatas. Mirbeck se dirigió al Sur para tratar de obtener
en ese departamento un acuerdo entre los mulatos y los blancos; Roume
se dirigió a Cap-Francais y allí alcanzó a ver
el espectáculo de la devastación. En los contornos de
la ciudad no había quedado nada en pie. Lo que todavía
a mediados de agosto eran ricas plantaciones de café y de caña
de azúcar, con viviendas a todo lujo, buenos caminos empedrados
por los que corrían los coches tirados por caballos de raza,
almacenes repletos de productos, era en el mes de diciembre la imagen
de la desolación. En Limbé, la Petit-Ane, el Quartier
Morin, la Plaine du Nord, la Limonade, la Grande Riviére, el
Dondon, Saint-Suzanne, Plaisance, Port Margot; en toda esa región,
que había sido la más rica y próspera de Haití,
sólo había ruinas. Miles de cafetales y 200 ingenios de
azúcar —la cuarta parte de los que había en todo
el país— habían sido destruidos; más de 1.000
blancos y más de 10.000 esclavos habían sido muertos en
la lucha, y en el mes de enero esa lucha se reanudaría con ímpetu
brutal.
Roume se quedó en Cap-Francais, donde los blancos —grandes
o pequeños— mantenían su posición de intransigencia
radical ante los mulatos, a quienes acusaban de haber promovido con
su ejemplo la rebelión de los negros. Esa intransigencia iba
a aumentar en el mes de enero, cuando los restos de las fuerzas de Bouckman,
dispersadas después que su jefe fue hecho preso y fusilado, comenzaron
a actuar de nuevo bajo el mando de sus lugartenientes, Jean Francoís
y Biassou. Mientras Jean Francois operaba en las vecindades de la frontera
de la parte española —Ouanaminthe, Valliére y Maribon—,
Biassou lo hacía en los suburbios de Cap-Francais, cuyo hospital
bombardeó en la noche del 27 de ese mes (enero de 1792). Al mismo
tiempo que sucedía eso en el Norte, llegaban noticias de que
en el Sur comenzaban a aparecer bandas de negros armados que atacaban
plantaciones y viviendas de blancos. Convencido de que en Haití
no podía haber soluciones políticas, Mirbeck embarcó
hacia Francia para solicitar que se enviaran a la colonia fuerzas suficientes
para imponer el orden.
Mientras tanto, una vez terminados los trabajos de la Asamblea Constituyente
francesa, ésta se había disuelto y se había elegido
una Asamblea Legislativa en la cual iban a tener un papel predominante
los diputados girondinos, los verdaderos representantes de la burguesía
que había tomado el mando de la Revolución. Los girondinos
aspiraban a convertir la monarquía en república porque
entendían que el rey, estrechamente ligado a las casas reinantes
más fuertes de Europa, estaría respaldado por los monarcas
europeos que recibían en sus cortes y daban su apoyo a los emigrados
franceses, miembros de la antigua nobleza gobernante que habían
huido del país a causa de la Revolución. Para los girondinos,
la república significaba la garantía de que el poder seguiría
en las manos de su clase! El rey era un Borbón, un pilar del
"ancien régime", un aliado natural de los Habsburgo
de Austria debido a su matrimonio con María Antonieta —a
quien ellos y el pueblo llamaban "la austríaca1'—
y de los monarcas de España, Borbones también, con quienes
el rey tenía celebrado un pacto de familia.
Así, la política girondina se dirigía a forzar
al rey a declarar la guerra a Austria y a romper el pacto de familia
con la monarquía española, y esos planes irían
a proyectarse, a través de Madrid, en la posición de las
autoridades españolas de Santo Domingo, el territorio que compartía
con Haití la antigua isla española. Sin tener en cuenta
ese fondo de política europea en las actividades de los girondinos
no podría explicarse por qué razón los jefes de
la sublevación de los esclavos del norte de Haití hallaron
asilo y protección en la parte española de la isla cuando
fueron vencidos ni por qué toda la isla vino a quedar en manos
francesas al terminar la guerra que Francia declaró a España
al comenzar el mes de marzo de 1793.
A pesar de todos sus esfuerzos, Saint-Léger no pudo conseguir
que los grandes blancos del Sur aceptaran que los mulatos tuvieran derechos
sociales y políticos iguales a los suyos. Desde los acontecimientos
de Port-au-Prince, los pequeños blancos —los borlas blancas—
eran más intransigentes, y algunos de ellos tomaban a su cargo
la defensa de los mulatos. Pero los "pompons rouges" no cedían,
y sin embargo en el Sur actuaban ya bandas de esclavos armados. Saint-Léger,
pues, tomó un buen día el camino de Francia. Pero Roume
se quedó en Cap-Francais.
Roume estaba convencido de la única manera de asegurar la paz,
y con ella las riquezas que daban beneficios a tantos franceses en Haití
y en Francia —armadores de buques, comerciantes, banqueros—,
consistía en formar una fuerza política de centro en la
que participaran los mulatos y los pequeños blancos, algo así
como una alianza de tendencias conservadoras, que no llegara a desconocer
y mucho menos a perseguir a los grandes blancos, pero que no les permitiera
abusar de su poder económico y social; en suma, un poder político
que se alejara del radicalismo racista de los "pompons rouges"
y del radicalismo antiblanco de los esclavos. Como se ve, Roume era
un idealista que ignoraba las leyes de la dinámica histórica,
y es el caso que en tiempos de crisis revolucionarias aparecen los hombres
como Roume, y en todos los casos la corriente impetuosa de los acontecimientos
los arrastra y los hace pedazos contra las piedras de la realidad.
Mientras Roume soñaba en Haití, los girondinos actuaban
en París. Había que llevar el país a la guerra
con Austria, y como el pobre Luis XVI se oponía a dar ese paso,
los girondinos lanzaron a la calle la consigna de que en las Tullerías,
donde residía el rey, había un "comité austríaco"
encabezado por María Antonieta, del cual formaba parte Lessart,
el ministro de Relaciones Extranjeras. Ese comité, decían
los girondinos, era el que dominaba la voluntad del rey. Y tal fue el
estado de agitación creado en las calles de París, que
en el mes de marzo Lessart fue acusado de traidor ante la Asamblea Legislativa,
una acusación que conllevaba, sin decirlo, la de María
Antonieta. El 20 de abril, la Asamblea ordenaba la declaración
de la guerra. En las primeras operaciones —la invasión
de Bélgica—, las fuerzas francesas fueron derrotadas, y
el clamor en Francia fue unánime: el "comité austríaco"
de las Tullerías había traicionado al país. Pero
en el llamado "comité austríaco" no figuraba
ya el ministro Lessart, de manera que los traidores debían ser
necesariamente la reina y el rey. A paso avanzado, los girondinos se
acercaban a su meta, que era la desaparición de la monarquía
y con ella la desaparición del peligro de que volvieran al poder
los representantes de la antigua nobleza, que había sido sustituida
en el mando del país —excepto en lo que se refería
al rey— por la burguesía que ellos representaban.
Al terminar el mes de mayo llegaban a Haití las fuerzas militares
que había ido a pedir el comisionado Mirbeck, y en las mismas
naves que transportaban a esas fuerzas llegaba el decreto que había
expedido la Asamblea Legislativa el 28 de marzo, sancionado por el rey
el 4 de abril, en el cual se establecía que los mulatos y los
negros libres debían tener los mismos derechos políticos
que los colonos blancos. El año de 1792 estaba ya avanzado, casi
por la mitad, y ni en Francia ni en Haití se pensaba que los
esclavos debían ser libres. La lucha seguía ceñida
a los estratos superiores de la pirámide social: grandes blancos
contra grandes y pequeños mulatos. En cuanto a Roume, sin duda
pensó que sus sueños estaban cumpliéndose. Sus
ideas de una alianza entre pequeños blancos y mulatos podrían
convertirse en realidad después de ese decreto del 28 de marzo.
Allí estaba la ley que la hacía posible, y además
de la ley, las fuerzas militares que la harían respetar.
Capítulo XVI
El tiempo de la libertad
Carlos Marx nació en
1818, veintiocho años después de que en la colonia francesa
de Haití se hicieran los primeros disparos de lo que iba a ser
la revolución más compleja de los tiempos modernos. Durante
un tiempo esa revolución se limitaría a ser una lucha
social de apariencia racial, una lucha entre blancos y mulatos que se
hallaban en niveles económicos iguales o muy parecidos, pero
diferentes en status sociales y políticos; luego pasaría
a ser una guerra social, de esclavos contra amos, y a la vez racial,
porque los esclavos eran negros y los amos eran blancos y mulatos, y
en esa etapa sería al mismo tiempo una guerra contra la intervención
de españoles e ingleses, pero, sobre todo, contra estos últimos,
que ocuparon durante años varios puntos del país, y por
último, sería una guerra de independencia, de colonia
contra metrópoli o, lo que es lo mismo, de haitianos contra franceses,
agudizada en esa etapa por sus aspectos de guerra social y racial.
No hay pruebas de que Carlos Marx estudiara la revolución haitiana,
y, sin embargo, toda la obra de Marx puede estudiarse aplicándole
a cada una de sus conclusiones uno o varios ejemplos extraídos
de esa revolución. Así, todo Marx puede ser analizado
a la luz de la revolución de Haití y toda la revolución
de Haití puede ser analizada a la luz de la obra de Marx. En
ese sentido, la revolución de Haití es un caso asombroso
de revolución marxista iniciada veintiocho años antes
de que naciera Carlos Marx. Es claro que esa revolución cumpliría
las leyes de lo que sesenta años después serían
las concepciones marxistas de una revolución sólo hasta
llegar a un punto, el de la derrota total de sus enemigos, puesto que
no podía esperarse que los esclavos de Haití tuvieran
la menor pretensión de establecer un Estado socialista. Desde
la conquista del poder en adelante, pues, la revolución haitiana
sería otra cosa, pero hasta el momento de conquistar el poder
cualquier estudioso de Marx puede encontrar en ella todas las ideas
de Marx convertidas en hechos.
Por eso se explica que la situación de Haití, que parecía
haberse resuelto en lo que respecta a las luchas de blancos y mulatos
—relatadas en el capítulo anterior—, se complicara
con un nuevo levantamiento de Jean Francois y Biassou en el norte y
con la aparición en el centro de un nuevo jefe esclavo, llamado
Hyacinthe, que rápidamente sumó seguidores, pero sobre
todo por la intransigencia de los grandes blancos, que bajo el mando
de un gran propietario de Artibonite, el marqués De Borel, se
lanzaron a destruir propiedades de mulatos y de los pequeños
blancos que habían manifestado simpatías por los mulatos.
Como era de esperar, las agresiones de De Borel y sus compañeros
provocaron el contraataque de los mulatos, que en poco tiempo dominaron
la región norte del departamento del Oeste y obligaron a los
grandes blancos de Artibonite a pedir negociaciones.
Se llegó a un acuerdo, que fue ratificado por De Blanchelande
y Roume y fue aprobado por la Asamblea de grandes blancos que debió
haber sido renovada en las fracasadas elecciones de noviembre de 1791.
Pero, como era lógico que sucediera, los "pompons rouges"
desconocieron el acuerdo tan pronto como les pareció bien hacerlo.
Roume marchó con fuerzas sobre Port-au-Prince para tomar la ciudad
y hacer cumplir lo pactado y ordenó a Rigaud que avanzara desde
el Sur mientras De Blanchelande actuaba por mar. Pero Rigaud no podía
moverse del Sur, donde día tras día aumentaban las bandas
de esclavos sublevados y donde los blancos rehusaban aceptar órdenes
del jefe mulato.
Mientras tanto, Jean Francois y Biassou habían pasado la frontera
de la posesión española, donde se les había ofrecido
la libertad y grados militares correspondientes a las fuerzas que llevaran
consigo. Entre los oficiales de Biassou iba un hombre maduro llamado
Pierre - y según algunos, Francois en vez de Pierre- Dominique
Toussaint, que sería conocido después con el nombre de
Toussaint Louverture.
Toussaint debió de nacer entre 1743 y 1746, de manera que al
cruzar la frontera del territorio español tenía de cuarenta
y seis a cincuenta años. Sabía leer y escribir, lo que
no era común entre los esclavos; de joven había sido cochero
de sus amos, los dueños de la antigua plantación Breda,
situada en Haut de Cap, en las vecindades del sitio donde comenzó
el levantamiento de Bouckman, y en los años anteriores a 1789
era ya jefe o intendente de cultivos, de manera que tenía autoridad
sobre varios cientos de esclavos y mayorales, a los que sabía
imponer disciplina sin brutalidad. Fue el respeto que se había
ganado de los esclavos que estaban bajo sus órdenes y de los
que había en las propiedades vecinas lo que le permitió
mantener la plantación de sus amos aislada y a salvo en medio
del mar de violencias que se había desatado a partir del levantamiento
de Bouckman, y cuando, debido a las bárbaras represalias de los
blancos, dispuso poner a salvo a sus amos y sumarse con 400 esclavos
a las fuerzas de Biassou.
Las primeras funciones de Toussaint en su nueva vida fueron las de secretario
de su jefe; después se dedicó a curar heridos y enfermos
y al fin se puso al frente de una columna de las que operaban en el
extremo nordeste de la colonia. El Gobierno del territorio español
le concedió el rango de general español, y como general
español, igual que Jean Francois y Biassou, iba a tomar parte
en los ataques sobre el territorio de Haití que organizó
España como parte de la guerra franco-española iniciada
en marzo de 1793.
Sí, los sueños del comisario Roume eran hermosos, pero
difíciles de realizar. No había manera de crear en Haití
una fuerza política conservadora formada por mulatos y pequeños
blancos que pudiera mantener al margen de los asuntos coloniales a los
"pompons rouges" y a los esclavos rebelados. Pero tampoco
era posible mantener en Francia un régimen constitucional encabezado
por Luis XVI, encarnación del "ancien régime",
y manejado desde el poder legislativo por los girondinos. En épocas
revolucionarias el dinamismo inherente a cualquier revolución
elimina de manera implacable la vía del centro; o se impone un
extremo o se impone otro, y en el caso de la Revolución francesa,
a pesar de toda su algazara republicana, los girondinos no representaban
un extremo, aunque ellos creyeran que sí. Los girondinos seguían
aferrados a su plan de acorralar a Luis XVI hasta obligarlo a abandonar
el trono, pero no alcanzaban a darse cuenta de que la pequeña
burguesía, organizada por los jacobinos, estaba al acecho de
su oportunidad, y ésos sí eran los extremistas de la Revolución.
La oportunidad de los jacobinos se presentaría cuando llegara
a su punto culminante la lucha de los girondinos contra el rey, y ese
momento se acercaba velozmente.
La Asamblea de París había nombrado una nueva comisión
civil que debía trasladarse a Haití para resolver los
conflictos de la colonia. El 12 de junio (1792), Luis XVI se había
negado por segunda vez a aprobar dos decretos elaborados por los girondinos;
por uno de ellos se expulsaba del país a los sacerdotes que se
habían negado a jurar fidelidad a la Constitución; mediante
el otro quedaba disuelta la guardia personal del rey. El día
15 la Asamblea se ocupaba de los poderes que tendría la comisión
que iría a Haití y le concedió poderes francamente
absolutos sobre instituciones y personas, fueran civiles o militares,
a tal grado, que cualquier desobediencia a sus disposiciones sería
tratada como crimen de alta traición. Cinco días después,
es decir, el 20 de junio, el pueblo parisién, a instancias de
los girondinos —y con la colaboración desde luego nada
desinteresada de los jacobinos—, entró en las Tullerías,
se metió de sopetón en los aposentos reales, se burló
cuanto quiso del rey, y además lo insultó, y un truhán
de los barrios parisinos le puso en la cabeza un gorro frigio. El 13
de julio, cuando mayor era el desconcierto general en Francia, la comisión
civil destinada a Haití salía de la metrópoli.
Iba a imponer en la lejana colonia del Caribe el orden y la ley en nombre
de un Gobierno que se hallaba al borde de la disolución.
La comisión estaba compuesta por un realista —Ailhaud—;
un funcionario sin posición política, pero honrado —Polverel—,
y un girondino radical, de ideas jacobinas, aunque él mismo no
se diera cuenta —Léger Felicité Sonthonax—,
que ya en 1791 había declarado que las tierras de Haití
debían pertenecer a los negros. La comisión llevaba a
sus órdenes una fuerza de 6.000 soldados y su jefe era el general
D'Esparbés, realista como Ailhaud, personaje difícil,
que desde el primer momento dio a entender que sólo actuaría
por decisión propia, no bajo órdenes de los comisionados.
La comisión, pues, representaba bastante bien el estado de confusión
que prevalecía en Francia.
El 10 de agosto, mientras la comisión navegaba todavía
hacia su destino, los jacobinos, que tenían el control de la
Comuna de París, desataron el levantamiento popular que iba a
producir a un mismo tiempo la caída de la monarquía y
la de los girondinos. En dos palabras, se iniciaba ese día la
era que en la historia de la Revolución francesa se conoce con
el nombre de el Terror. La familia real quedó presa en el Temple,
y la Asamblea convocó a elecciones inmediatas para formar un
cuerpo encargado de sustituirla; ese cuerpo se llamaría Convención
Nacional y tendría a la vez los poderes ejecutivo, legislativo
y judicial. Entre los elegidos estuvieron, desde luego, los jacobinos
más representativos, como Robespierre, Marat, Danton. Todo sospechoso
de simpatías con el rey y su familia, con los enemigos, con los
girondinos más conservadores, era perseguido sin piedad. La Convención
Nacional inauguró sus trabajos al día siguiente de la
resonante victoria francesa de Valmy, esto es, el 21 de septiembre de
1792, y entre los vítores del pueblo de París quedó
decretada la desaparición de la monarquía y proclamado
el establecimiento de la república. La comisión enviada
a Haití había llegado a Cap-Francais dos días antes,
de manera que podemos suponer cuál iba a ser su posición
en medio de las fuerzas que chocaban en la colonia.
Al recibirse en las Antillas las noticias de lo que había sucedido
en Francia se produjeron movimientos diferentes, cada uno determinado
por las condiciones en que se hallaba en ese momento cada colonia. Por
ejemplo, en Martinica y Guadalupe, donde los grandes propietarios habían
acabado tomando el control de la situación política, las
autoridades se declararon realistas y se negaron a seguir recibiendo
órdenes de la Convención y los funcionarios enviados por
ella, si bien en ninguna de las dos islas llegó a pensarse en
la independencia. Así, Rochambeau, nombrado gobernador de Martinica,
no pudo tomar posesión de su cargo ni se le permitió quedarse
en Guadalupe, de manera que tuvo que ir a Haití, donde le tocaría
ser, unos diez años más tarde, el último de los
representantes de Francia. Martinica y Guadalupe bajaron de las astas
de sus edificios públicos la bandera tricolor, adoptada como
emblema nacional por la Asamblea Constituyente, y en su lugar izaron
la bandera blanca, que era el distintivo de la monarquía.
En Haití la situación se presentó bastante más
complicada. Allí no se dio el caso de que los grandes propietarios
se impusieran al resto de la población. En Haití, la más
rica colonia del Caribe, iba a reflejarse, más que en ningún
otro punto del imperio francés, el cambio que se había
producido en la relación de las fuerzas que tenían el
gobierno de la metrópoli. El triunfo de los jacobinos no iba
a pasar inadvertido en Haití, y eso por una razón que
se comprende fácilmente: en Haití había fuerzas
del pueblo lanzadas a la lucha, esclavos rebeldes en numerosos puntos
de la colonia, y los grandes blanco acabaron comprendiendo que no disponían
de fuerzas para dominar la situación.
Eso es lo que explica que los "grands blancs" acabaran aceptando
una alianza con los pequeños blancos y con los propietarios mulatos
con una sola condición: que de ninguna manera se tocara el problema
de la esclavitud; los esclavos seguirían siendo esclavos y los
que se hallaban sublevados debían ser sometidos a la obediencia
de sus amos por la fuerza de las armas. Cuando se planteó ese
punto a la comisión recién llegada, los comisionados aseguraron
a los grandes blancos que ellos no tenían la menor intención
de tratar ese punto y que sólo la Asamblea colonial tenía
autoridad para decidir sobre la libertad de los esclavos. Ante esa declaración,
los grandes blancos aceptaron cooperar con los comisionados.
Pero cuando llegó a Haití la noticia de que Luis XVI estaba
preso y de que la guillotina trabajaba infatigablemente en la siega
de cabezas aristocráticas y realistas, se produjo un cambio violento
en la posición de los grandes blancos y hasta en la propia comisión,
pues los grandes blancos consideraron que la comisión ya no tenía
autoridad y Ailhaud abandonó su cargo para volver a Francia.
Por su parte, el general D'Esparbés declaró que sólo
obedecería órdenes del rey..., que no podía darlas,
y además el gobernador De Blanchelande comenzó a conspirar
para establecer en Haití una situación como la de Martinica
y Guadalupe., En resumen, la crisis de Francia se reproducía
en Haití.
Los comisionados Sonthonax y Polverel actuaron como lo aconsejaban las
circunstancias. Antes que nada, había que despojar de autoridad
a De Blanchelande; lo hicieron y lo despacharon hacia Francia, donde
iba a ser guillotinado en abril de 1793. El segundo paso fue nombrar
en su lugar al general D'Esparbés, lo que era una manera de lograr
que se pusiera a dar órdenes en vez de esperar las que le mandara
el rey. Al mismo tiempo que solucionaban así la crisis en el
gobierno de la colonia, los comisionados formaron rápidamente
una columna compuesta por mulatos, pequeños blancos y negros
libres, a la que llamaron Legión de L'Egalité du Nord,
y la enviaron a combatir a Jean-Francois, Biassou y Toussaint, que entraban
en la región del nordeste en acciones sorpresivas; y esa medida
tranquilizó un tanto a los grandes blancos. En el terreno puramente
político, Sonthonax y Polverel se dedicaron a formar comités
populares llamados Amigos de la Convención, que era algo así
como organismos del pueblo cuya finalidad era dar apoyo a la Convención
Nacional francesa; y en el orden administrativo crearon una Comisión
Paritaria, compuesta a partes iguales por mulatos y por blancos, a la
que encargaron el despacho de los problemas burocráticos de la
colonia.
Pero no era juego de niños lo que estaba sucediendo en Haití.
D'Esparbés no se callaba sus inclinaciones realistas ni sus críticas
a la política de unión de blancos y mulatos que llevaban
a cabo Sonthonax y Polverel; a su vez, estimulados por el ejemplo de
su jefe, los oficiales de D'Esparbés incitaban a los grandes
blancos a rebelarse contra los comisionados, y efectivamente, los grandes
blancos de Cap-Francais produjeron al comenzar el mes de diciembre ataques
y desórdenes tan graves que fue necesario deportar a muchos de
ellos y hubo que enviar a Francia a D'Esparbés y a todos sus
altos oficiales. En esa oportunidad, erizada de peligros, los comisionados
contaron con el apoyo de la tropa que comandaba D'Esparbés y
con el de los oficiales de baja graduación.
Mientras tanto la Revolución seguía su curso, como un
río desbordado que inesperadamente forma un pequeño remanso
y un poco más allá está socavando y arrastrando
un pedrejón descomunal. Así, Rochambeau, designado gobernador
en lugar de D'Esparbés, tuvo que dejar el puesto en el mes de
enero para ir a ocupar la gobernación de Martinica, donde la
situación se había normalizado, y ese mismo mes, el día
21 (1793), era guillotinado Luís XVI; nueve días más
tarde, el 1 de febrero, la Convención declaraba la guerra a Gran
Bretaña y a Holanda; el 7 de marzo se la declararía a
España. La tremenda guerra social de Haití, que por sí
sola era una complicación abrumadora, iba a complicarse más
al entrar en el cauce de una guerra internacional que necesariamente,
dados los países envueltos en ella, iba a librarse en el Caribe.
Pero, después de todo, ése había sido y ése
seguía siendo el destino de los pueblos situados en una frontera
imperial.
Como era claro, la guerra internacional levantaría a un nivel
de paroxismo las esperanzas de los grandes blancos. En el momento de
su decadencia les surgían de pronto aliados poderosos, gobiernos
que los harapientos revolucionarios de París no podían
enfrentar; ejércitos que destruirían hasta sus cimientos
todo el edificio jacobino y les devolverían a ellos, las víctimas
de esos locos, sus propiedades, sus esclavos, sus títulos de
nobleza.
En la región del oeste los grandes blancos tenían un líder
natural, aquel marqués De Borel que encabezó la lucha
contra los mulatos en noviembre de 1781 y que después había
estado destruyendo sus propiedades en el valle de Artibonite, y en ese
momento De Borel era el jefe de la guardia nacional de Port-au-Prince,
de manera que era un líder con poder militar a su disposición.
Desde la destitución De de Blanchelande la colonia no tenía
un gobernador designado por las autoridades de Francia; todos sus sucesores
habían sido nombrados por Sonthonax y Polverel con carácter
provisional, y al irse Rochambeau a Martinica los comisionados designaron
otro sustituto provisional, el general de La Salle. Ahora bien, La Salle
debía establecerse en Port-au-Prince, que era la capital de la
colonia, y ésa fue la ocasión propicia para los grandes
blancos: el marqués De Borel dijo que no consentiría que
de La Salle entrara en Port-au-Prince. Además de esa insolencia,
ordenó a los grandes propietarios que no pagaran un impuesto
creado por los comisionados para hacer frente a los gastos de la administración
pública. Los grandes blancos de toda la región —y
los del departamento del Sur con ellos— apoyaron a De Borel, y
de La Salle, que había salido para la capital, tuvo que quedarse
fuera de la ciudad, en la posición más incómoda
y más ridícula a que podía verse sometido un soldado
de su categoría.
A medida que los grandes blancos se rebelaban contra su autoridad, Sonthonax
y Polverel tenían que apoyarse necesariamente en los mulatos
y los negros libres, y así iba dándose el caso de que
el poder de Francia en Haití descansaba cada vez más en
la adhesión de esos mulatos y esos negros libres. Ese desplazamiento
de las bases del poder metropolitano era posible no sólo porque
correspondía de manera lógica a la dinámica del
movimiento revolucionario dentro de Haití, sino porque a la vez
correspondía a la nueva relación de fuerzas políticas
en Francia. Para los grandes blancos, en cambio, lo que contaba no era
lo que sucedía en Francia; era el poder de los enemigos extranjeros
de Francia, en cuya victoria confiaban.
Con motivo de la sublevación de De Borel, Sonthonax acudió
a los mulatos y los negros libres; decretó una movilización
en los departamentos del Oeste y del Sur y puso en pie de guerra 2.000
hombres. Con esos hombres, de La Salle atacó Port-au Prince por
tierra mientras los comisionados lo hacían por mar. La guardia
nacional del marqués De Borel no pudo oponerse a la fuerza atacante
y Port-au-Prince capituló en abril (1793). Al mes siguiente llegaba
a Haití un gobernador nombrado por las autoridades de París,
el primero con designación definitiva desde la destitución
de De Blanchelande, y ese nuevo gobernador provocaría el peor
de los levantamientos de los grandes blancos que iban a enfrentar Sonthonax,
Polverel y sus aliados, los mulatos y negros libres, los pequeños
blancos y las tropas metropolitanas leales. Sería el peor, pero
también el peor para los "grands blancs".
El general Francois Thomas Galbaud había nacido en Haití
de una familia que se había establecido en la colonia desde el
año 1690. Grandes propietarios, los Galbaud casaban a sus hijos
y a sus hijas con hijas e hijos de grandes propietarios, de manera que,
al llegar a Haití con el rango de gobernador, el general Galbaud
iba a ser rodeado inmediatamente por los grandes blancos, con quienes
los Galbaud tenían vínculos de dos o tres generaciones.
Los grandes blancos de Haití no podían resignarse a perder
sus privilegios, pero no estaban desanimados a pesar del duro golpe
que fue para ellos la derrota del marqués De Borel en Port-au-Prince.
Al mismo tiempo que Port-au-Prince caía en manos de Sonthonax,
Polverel y de La Salle, la isla de Tobago caía en manos inglesas
(15 de abril, 1793) sin que los habitantes franceses hicieran resistencia,
lo que quería decir que los ingleses estaban "liberando"
ya a los grandes blancos de las Antillas de Francia y no podían
tardar en llegar a Haití. Al llegar Galbaud a Cap-Frangais había
en marcha un poderoso movimiento de grandes propietarios de Martinica
pidiendo que los británicos desembarcaran en aquella isla. Todas
esas noticias se conocían en los círculos de los "grands
blancs" de Haití y éstos se hallaban en un estado
de espíritu exultante, como gentes que saben que están
viviendo en las vísperas de un gran triunfo.
Y, sin embargo, también había razones para que los grandes
blancos de Haití se sintieran preocupados. Por la frontera del
territorio español de la isla entraban con frecuencia, en oleadas,
las tropas negras de Toussaint, Jean-Francois y Biassou, y en gran número
de lugares del país los esclavos se levantaban en grupos y formaban
bandas que destruían, quemaban, mataban personas y bestias, saqueaban
y violaban.
Por razones conectadas con la situación internacional, explicada
arriba, y también por la inestabilidad dentro de Haití,
Galbaud, cuyo origen lo acreditaba ante los grandes blancos, tenía
que convertirse en la encarnación de la esperanza de los que
ya se llamaban a sí mismos realistas.
Ahora bien, de acuerdo con el artículo 15 del decreto expedido
por la Asamblea Legislativa el 28 de marzo de 1792 y aprobado por el
rey el 4 de abril, los funcionarios de las colonias americanas no podían
ser propietarios en ellas. Apoyado en esa disposición, Sonthonax
se negó a aceptar a Galbaud como gobernador y le ordenó
salir del país, a lo que Galbaud respondió ordenando la
prisión de Sonthonax y Polverel. Esto estaba sucediendo en Cap-Frangais,
el lugar donde vivía el mayor número y los más
ricos de los "grands blancs" de Haití. Instantáneamente
los grandes blancos comprendieron que había llegado el momento
de dar la batalla decisiva y estuvieron seguros de que la ganarían;
y tenían que ganarla porque Galbaud disponía de buques,
tropas, marinería, armas; era portador de un título de
gobernador que le confería autoridad legal, y además contaba
con ellos, con el respaldo de todos ellos. Rodeado, estimulado, vitoreado
en las calles por los grandes blancos, Galbaud echó a tierra
hombres y armas, a lo que Sonthonax respondió con una maniobra
radical; ofreció la libertad a los esclavos que lucharan contra
Galbaud y los grandes blancos.
Eso sucedió el 20 de junio; el día 21, miles de esclavos
entraban en Cap-Frangais bajo el mando de jefes improvisados y de otros
que desde hacía algún tiempo merodeaban por los suburbios
de la ciudad. -Enardecida por la oferta de la libertad y por la conciencia
de que luchaba en favor de la autoridad legitima, la ola negra barrió
cuanto halló a su paso. Atacados por aquella masa embravecida,
que mataba, saqueaba las casas y les pegaba fuego, los grandes blancos
que podían hacerlo corrían hacia los muelles buscando
protección en la flota de Galbaud; hombres y mujeres llevaban
a rastras cofres, vestidos, niños. La marinería de Galbaud
metía en los buques todo lo que podía: provisiones, armas,
mujeres despavoridas, ancianos espantados, niños que gritaban.
Cuando la flota logró salir de la rada de Cap-Francais, con ella
se iba toda una época. Los grandes blancos del Norte, que eran
la espina dorsal de su grupo social en la colonia, quedaban liquidados
como fuerza social, económica y política de Haití,
y miles de esclavos celebraron esa noche sus nupcias con la libertad.
La historia tiene a veces caprichos propios de un dios joven y juguetón.
Ese mismo día 21 de junio, en otra colonia francesa del Caribe
estaba sucediendo algo similar, aunque no igual, a lo que había
sucedido en Cap-Francais, pues las tropas inglesas, que habían
desembarcado el día 16 en Martinica a solicitud de los grandes
propietarios blancos de la isla, tenían que ser reembarcadas
el 21 batidas por un levantamiento general que las desbordó de
manera irremediable; El 21 de junio de 1793 fue, pues, el día
decisivo para el aplastamiento de los grandes propietarios blancos del
Caribe francés; su día fatal, para decirlo con las palabras
llanas del pueblo.
Los grandes blancos estaban liquidados, pero no la amenaza extranjera.
La guerra de Francia y España había hecho salir a la superficie
aquellas raíces de la sociedad tradicional española de
que hemos hablado en el capítulo anterior. Por esa causa la de
1793 fue en España una guerra extraordinariamente popular. Los
campesinos corrían a enrolarse como soldados; los grandes nobles
terratenientes formaban a sus expensas regimientos enteros; un duque
aportó 2.000.000 de reales, una fortuna exagerada en esos años;
la jerarquía sacerdotal de Toledo dio 5.000.000; hasta los conventos
de monjas daban dinero. Era que se trataba de una guerra contra la burguesía
francesa, o mejor aún, contra lo que hoy llamaríamos el
ala izquierda de la burguesía, y la vieja sociedad española
se ponía de pie contra esa fuerza nueva, lo que en cierto-sentido
era una manera de luchar también contra el limitado sector burgués
de España que venía disfrutando el apoyo de los Borbones
desde hacía cerca de un siglo; por otra parte, como esa burguesía
española se hallaba envuelta también en la guerra, ésta
provocó en España algo así como un frente unido
nacional.
En lo que se refiere al Caribe, el centro de la lucha se había
trasladado a Haití, donde todas las fuerzas sociales se presentaban
en forma extremista, y Haití ocupaba una parte de la isla de
Santo Domingo; la otra parte seguía en manos de España.
Había, pues, una frontera común de España y Francia
en Europa, pero la había también en la isla de Santo Domingo.
España golpearía a Francia en Europa a través de
su frontera y la golpearía en el Caribe a través de la
frontera entre Santo Domingo y Haití; en realidad, estaba haciéndolo
ya por medio de los jefes negros a quienes había dado despachos
de generales y de los ex esclavos que formaban las tropas de esos jefes,
pero eso no bastaba; era necesario usar fuerzas más grandes;
atacar a fondo y conquistar Haití, o por lo menos una parte de
Haití, que de la otra parte se ocuparían los ingleses.
España, pues, comenzó a concentrar fuerzas para llevar
a cabo un gran ataque a Haití que se realizaría con el
concurso de Cuba y Méjico, para lo cual empezaron a actuar conjuntamente
el virrey de Méjico, el gobernador de Cuba, don Luis de las Casas,
y el gobernador de Santo Domingo, don Joaquín García Moreno.
Mientras tanto, Jean-Francois, Biassou y Toussaint operaban sobre el
territorio haitiano en el extremo nordeste. El 7 de julio, es decir,
dos semanas después de la fuga de Galbaud y los grandes blancos
de Cap-Francais, Jean-Francois atacó y tomó Fort-Dauphin
—la antigua Bayajá y actual Fort-Liberté—
y degolló a todos los propietarios blancos del lugar y de sus
inmediaciones. Biassou y Toussaint hacían entradas para tomar
puntos, establecimientos y villas parroquiales que retenían por
algún tiempo o que abandonaban inmediatamente, según aconsejaran
las circunstancias. La verdad es que la mayoría de las parroquias
de Cap-Francais, al este y al sur de la ciudad, se hallaban bajo la
amenaza de Jean-Francois, Biassou y Toussaint, pero España no
podía confiar la tarea de conquistar el norte de Haití
a esas fuerzas de los jefes negros, que eran relativamente pequeñas.
Para ejecutar ese plan hacía falta un poder militar respetable,
que España comenzó a preparar a mediados del año.
No podemos dudar de que los emigrados franceses que se habían
refugiado en España presionaban en favor de ese plan, pero también
debían ejercer presión en las Antillas españolas
los que se habían refugiado en Santo Domingo y en Cuba, que eran
muchos y algunos de ellos muy importantes. Al mismo tiempo había
emigrados franceses en Londres y en Jamaica, que sin duda actuaban en
el mismo sentido que sus congéneres de Madrid, Santo Domingo
y La Habana. Las actividades de esos emigrados eran públicas;
París se enteraba de lo que hacían los de Madrid y Londres
y Sonthonax debía estar enterado de lo que hacían los
de Santo Domingo, Cuba y Jamaica. La Revolución francesa debía
tener agentes secretos en todos esos sitios, pero también muchos
informadores espontáneos. No hemos podido hallar publicaciones
que indiquen en qué mes se produjo el ataque español por
el nordeste, pero por la fecha de los ataques ingleses en el sudoeste
y en el nordeste podemos deducir que las órdenes para esos ataques
llegaron a Jamaica a fines de julio o a principios de agosto, y como
debía haber coordinación entre ingleses y españoles,
debemos pensar que las fuerzas que saldrían de Cuba para concentrarse
en el norte de la costa de Santo Domingo estarían en proceso
de concentración más o menos a mediados de agosto.
En ese momento Sonthonax y Polverel no tenían poder para enfrentarse
aun ataque combinado de los ingleses por mar y los españoles
por tierra. Sólo algunos jefes mulatos, como Rigaud, Bauvais,
Villate, y sus seguidores mulatos y negros libres seguían siendo
leales a Francia. Un número importante de grandes y medianos
propietarios mulatos estaba enfrentado a Sonthonax y los esclavos sublevados
no iban a obedecer al comisionado francés.
La situación era en verdad crítica. Haití se hallaba
al borde de perderse para Francia. ¿Cómo evitar eso? Sólo
con una decisión radical, que pusiera del lado de Francia, de
manera instantánea y entusiasta, a la mayoría de los habitantes
de la colonia. ¿Y quiénes formaban esa mayoría?
Los esclavos negros. Ahora bien, esos esclavos, ¿lucharían
por Francia si se les declaraba libres? Sí lo harían,
puesto que el 21 de junio habían luchado en Cap-Francais del
lado de la autoridad francesa representada por Sonthonax y Polverel.
Sonthonax se decidió, y el 29 de agosto (1793) declaró
la libertad de los esclavos de Haití. Dicho en el lenguaje de
ahora, la escalada de las fuerzas reaccionarias del interior y del exterior
provocaba en respuesta la escalada de la libertad. Ciento sesenta años
después, lo que estaba pasando en Haití iba a repetirse
en Cuba, y no se trataría de una repetición fortuita,
pues, como veremos a su tiempo, la revolución cubana de Fidel
Castro iba a ser históricamente una hija de la revolución
de Haití.
Es difícil que en la segunda mitad del siglo XX podamos darnos
cuenta de lo que significó a fines del XVIII la liberación
de los esclavos haitianos, pero podemos medir su importancia por comparación:
ni la revolución norteamericana ni la de Francia llegaron a un
grado de radicalización parecido. Se dirá que fue Francia
quien concedió esa libertad. Pero no es cierto. Aceptamos que
los pequeños burgueses jacobinos fueron los más radicales
de los revolucionarios de la burguesía, sin traspasar en ningún
momento ese límite. Los jacobinos eran lo que hoy podríamos
calificar como el ala izquierda de la burguesía, pero la burguesía
de Francia, como la de Inglaterra y la de los Estados Unidos, no podía
admitir la idea de la libertad de los esclavos. La Revolución
industrial se hallaba entonces en sus inicios y todavía faltaban
varios años para que la expansión económica que
se estaba produciendo exigiera la transformación del trabajador
esclavo en consumidor de productos industriales; por otra parte, faltaba
también mucho tiempo para que esa revolución produjera
las máquinas que hicieran económicamente el trabajo de
los esclavos. No fue la Convención Nacional la que decretó
la libertad de los esclavos de Haití; fue Sonthonax, presionado
a la vez por el ataque inminente de los ingleses y los españoles
—es decir, por las contradicciones de las burguesías de
Europa, enfrentadas a la de Francia— y conducido a un callejón
sin salida por la sublevación de los negros.
En los tiempos modernos no había sucedido en el orden social
nada de tanta magnitud histórica como la liberación de
los esclavos decretada el 29 de agosto de 1793. Desde los Estados Unidos
hasta la Argentina, toda América estaba llena de esclavos, de
millones de esclavos. En algunos países los esclavos eran sólo
negros y mulatos; en otros eran negros e indios; en otros eran sólo
indios; y al mismo tiempo, como es lógico, en toda América
había amos de esclavos y había mucha gente que vivía
de lo que producían los esclavos. También en Europa abundaban
los comerciantes, los armadores de buques, los banqueros y funcionarios
que se enriquecían traficando a base de los productos obtenidos
con el trabajo esclavo. En todos esos países el decreto de la
libertad de los esclavos causó estupor e indignación por
un lado y júbilo por otro. Los cimientos del orden social de
toda América crujían sacudidos por un terremoto.
Desde luego, ni Sonthonax ni ningún poder de la tierra podía
convertir de la noche a la mañana a esos esclavos liberados en
ciudadanos conscientes o en soldados que pudieran enfrentarse al ataque
combinado de ingleses y españoles. Por de pronto, al conocer
la noticia de su libertad, los esclavos de Haití —cientos
de miles de esclavos— se lanzaron a actuar anárquicamente,
a celebrar su victoria ocupando tierras y casas abandonadas por los
blancos y mulatos ricos; a atacar muchas de las que todavía no
habían sido abandonadas; a adueñarse de bestias, de muebles,
de ropa, de frutos; a destruir todo lo que les recordaba su esclavitud.
Mientras tanto, cuando los esclavos liberados se hallaban deslumbrados
por lo que había sucedido, en un estado general de júbilo
histérico, al cumplirse las tres semanas del decreto del 29 de
agosto —es decir, el 20 de septiembre—, los ingleses desembarcaron
en Jérémie, una ciudad situada en la costa norte, y casi
en el extremo oeste, de la península de les Cayes —la del
sur—, y dos días después .desembarcaban en la Mole
de Saint-Nicolás, en el extremo oeste de la península
que llevaba el mismo nombre de la ciudad, es decir, en la península
del norte.
El Caribe volvía a ser una frontera de guerra imperial, sólo
que en esa ocasión la guerra entre los imperios tenía
un ingrediente nuevo: era también una guerra social, cosa que
le comunicaba un valor que la distinguía de las anteriores. Los
propietarios franceses de las Antillas habían dejado de ser franceses
para convertirse en partidarios del país o de los países
enemigos de Francia que pudieran devolverles sus tierras y sus esclavos,
y los propietarios ingleses de Jamaica y Barbados y Saint Kitts y los
españoles de Santo Domingo, Puerto Rico o Venezuela y Cuba ya
no veían como a un enemigo al ciudadano francés despojado
de sus esclavos; era su hermano en desgracia y ellos estaban en el deber
de ayudarlo'. Eso explica que al desembarcar en Jérémie
y en la Mole de Saint-Nicolás los ingleses hallaron el apoyo
entusiasta de los franceses y los mulatos propietarios de las dos ciudades.
La segunda ola de la ofensiva inglesa se produjo en el mes de diciembre.
Por la costa del oeste cayó en sus manos Saint-Marc el día
18 y la Archaie el día 24, y por la del sur cayó Leogane.
Así, Port-au-Prince quedaba en el centro de una tenaza y no podría
resistir mucho tiempo. Mientras tanto, las costas del sur quedaban libres
de ataques, si bien Tiburón, en el mismo extremo oriental de
la península del sur, fue tomado en el mes de enero (1794).
En la costa del norte deberían operar las fuerzas españolas
llevadas de Cuba y de Méjico. Debemos suponer que esas fuerzas
que se concentraron en el noroeste de la parte española de la
isla debían hallarse para el ataque entre fines de diciembre
y principios de enero.
El ataque español se produjo sobre Fort-Dauphin. La escuadra
actuó bajo el mando del teniente general Aristizábal,
la infantería bajo el mando del general Casas-Calvo, los emigrados
franceses bajo el de Louis d'Espanville y los antiguos esclavos actuaron
bajo el de Jean-Francois y Toussaint. Parece que para ese momento ya
Biassou había muerto y sus tropas habían pasado a las
órdenes de Toussaint. Habiendo atacado desde San Rafael y San
Miguel de la Atalaya, que en esa época se hallaban en territorio
español, las fuerzas de Toussaint habían penetrado profundamente
hacia el oeste y el noroeste, hasta las parroquias de Gonaives y Gros
Morne, lo que significa que estaban poniendo en peligro la retaguardia
de los ingleses en Mole de Saint-Nicolás y Saint-Marc. Toussaint
estaba dando ya muestras de su excepcional capacidad militar, la que
unida a su talento político iba a hacer de él "el
primero de los negros" y una de las más grandes figuras
de la historia americana.
Ahora bien, la ofensiva inglesa no se limitaba a Haití. Combinados
con los grandes propietarios de Martinica, los ingleses lanzaron sobre
esa isla una expedición comandada por el almirante sir John Jervis,
con fuerzas de infantería cuyo jefe era sir Charles Crey, que logró
desembarcar tropas el día 5 de febrero, tomó Saint-Pierre
el 17 y entró en Fort-Royal el día 20. La capital de la
isla cayó cuando el capitán del buque inglés Zebra
abordó el fuerte que defendía la bahía, exactamente
como si se hubiera tratado de otro buque en el mar, de manera que sus
hombres saltaron de la cubierta del Zebra
a la plataforma del fuerte, y los defensores de éste, sorprendidos
por esa maniobra tan audaz, abandonaron la posición.
Los británicos convirtieron rápidamente Martinica en un
centro de operaciones desde el cual iban a atacar los territorios vecinos;
concentraron allí fuerzas llevadas de Jamaica y, como parte de
esas fuerzas, tenían un cuerpo de negros organizado especialmente
para perseguir esclavos sublevados. Se ve que los propietarios de Martinica
y de las islas francesas de la vecindad habían aconsejado a los
ingleses bastante bien en todo aquello que se relacionaba con su decisión
de recuperar los bienes perdidos, y entre esos bienes, los esclavos
eran un capítulo de primera categoría. El cuerpo negro
inglés tenía un nombre sugestivo; se llamaba "Black
Rangers". Por otra parte, los propietarios blancos -y algunos mulatos—
de las islas francesas de la vecindad se habían preparado para
ayudar a sus aliados ingleses, un detalle que debemos tener presente
a lo largo de todos los sucesos que estaban produciéndose.
Desde la base de Martinica los británicos se lanzaron sobre Santa
Lucía, en la que desembarcaron el 2 de abril y la que se rindió
el día 4; el día 10 tomaban los islotes de Los Santos
y el día 11 ponían tropas en tierra de Guadalupe, cuyas
autoridades capitularon el día 21.
En ese momento —mes de abril de 1795— Toussaint Louverture
se dirigió al general Lavaux, comandante en jefe de las fuerzas
francesas de Haití, y le ofreció luchar por Francia, puesto
que la causa que le había hecho ponerse al servicio de España
—esto es, la esclavitud de su raza— había desaparecido.
Cuando Toussaint se decidió a dar ese paso, sus fuerzas dominaban
en el territorio de Haití una larga franja que iba desde las
vecindades de Cap-Francais hasta las de Gonaíves y Gros Morne.
En el orden militar y político, todo ese territorio se hallaba
bajo la bandera española; pero en la realidad social, que era
la más profunda, dependía de Toussaint, no de los jefes
españoles. El general Lavaux se dio cuenta de la importancia
que tenía la oferta de Toussaint; así, la aceptó
y agregó sobre la aceptación un despacho de general de
brigada del ejército francés, a título provisional,
para el jefe negro. El 18 de mayo Toussaint declaraba que los hombres
bajo su mando —unos 4.000, bien disciplinados, veteranos de una
guerra que llevaba ya casi tres años— combatirían
desde ese día a los invasores ingleses y españoles. La
defección de Toussaint fue para estos últimos un golpe
tan duro que todos sus planes se vinieron abajó, y en consecuencia
Villate, el jefe mulato que tenía a su cuidado en la defensa
de Cap-Francais, se vio libre de las amenazas españolas. Así,
el norte de Haití quedaba asegurado para Francia gracias a lo
que había hecho Toussaint.
Ahora bien, en una revolución tan complicada como era la de Francia
los acontecimientos se encadenaban en un frente que iba de Europa al
Caribe. Precisamente en los días en que Toussaint pasaba con
sus hombres al lado francés, la Convención Nacional declaraba
en París que "la esclavitud de los negros en todas las colonias
queda abolida; en consecuencia se decreta que todos los hombres, sin
distinción de color, domiciliados en las colonias, son ciudadanos
franceses y disfrutan de todos los derechos asegurados por la Constitución".
Y sin embargo, debido a las confusiones que son típicas de los
momentos revolucionarios, sucedía también que en el mes
de junio eran arrestados en Haití Polverel y Sonthonax, los hombres
que habían proclamado eso mismo el día 29 de agosto del
año anterior y habían conseguido con ello salvar a Haití
para Francia. Acusados en París por los emigrados de todos los
sectores —entre los que había algunos que por su condición
de mulatos tenían amigos entre los jacobinos—, Polverel
y Sonthonax iban a encarar tal vez el más duro de los destinos,
pero serían salvados por la caída de los jacobinos ocurrida
el 9 de termidor del año II, es decir, el 27 de julio de 1794;
así, cuando llegó la hora de juzgarlos ya había
terminado en Francia la era del Terror.
La incorporación a la autoridad francesa del territorio que se
hallaba bajo el mando de Toussaint cortaba toda posibilidad de comunicación
por tierra entre los españoles que se hallaban en Fort-Dauphin
y Ounaminthe y los ingleses establecidos en Saint-Marc y la Archaie.
Tal vez fue eso lo que decidió a los ingleses a tomar Port-au-Prince,
que podía ser reforzado por tierra desde el norte y desde el
sur por hombres de Lavaux y Toussaint y de Rigaud. Port-au-Prince cayó
en manos inglesas el 4 de junio.
Justamente ese día aparecía en aguas de Guadalupe un escuadrón
francés con tropas mandadas por Víctor Hugues. En el curso
de año y medio los propietarios blancos y mulatos de las islas
francesas habían dejado de llamarse grandes blancos o grandes
mulatos, "pompons rouges" o "pompons blancs". Después
de la muerte de Luis XVI se llamaban realistas, lo que se explica porque
no podían ser aliados de ingleses y españoles si no reconocían
la monarquía como su base política y porque la lucha en
Europa había tomado el aspecto superficial de una guerra de los
republicanos de Francia contra las monarquías europeas. Pues
bien, en Guadalupe los defensores de Basse-Terre, lugar por donde desembarcó
Víctor Hugues, fueron en su mayoría realistas franceses.
Basse-Terre cayó en manos de Victor Hugues, que hizo dar muerte
sin la menor piedad a varios cientos de realistas. Las fuerzas inglesas
de Fort-Matilda se rindieron el 10 de diciembre, el mismo mes en que
Rigaud, que operaba en el extremo sudoeste de Haití, reconquistaba
Tiburón.. Así, las fuerzas de la revolución en
el Caribe iniciaban una contraofensiva que iba a ser creciente en todo
el año 1795.
En ese año Toussaint y Lavaux extendieron su dominio por. toda
la ribera derecha del Artibonite, lo que les permitía enlazar.
con las fuerzas que tenía Rigaud en el sur, de manera que el
poder francés en Haití aumentaba notablemente, puesto
que Toussaint y Lavaux disponían de unos 20.000 hombres y Rigaud
de unos 12.000. Los ingleses, pues, no podían estar seguros en
sus enclaves de la costa. De Jacmel y Les Cayes, que se hallaban en
manos de las fuerzas de Rigaud, salían corsarios a apresar barcos
ingleses o a defender las costas del sur de los ataques de corsarios
enemigos. En algunos puntos la situación era confusa, porque
abundaban las cuadrillas de negros armados y algunas de ellas se hallaban
al servicio de los ingleses.
Ahora bien, en medio de ese panorama armado estaba produciéndose
un fenómeno explicable; los jefes mulatos iban poco a poco ocupando
en el nuevo orden social de Haití el lugar que habían
dejado vacío los grandes blancos muertos o emigrados. Ese caso
de desplazamiento de un sector social del país hacia niveles
superiores corresponde a lo que podríamos llamar la historia
privada de Haití, y por tanto no tenemos por qué ocuparnos
de él en este libro, en el cual estamos haciendo la historia
de Haití en tanto Haití era parte de la frontera imperial
del Caribe. Pero sucede que ese movimiento de los mulatos jugó
un papel de importancia en la vida de Toussaint Louverture, y Toussaint
es uno de los hombres claves en la historia del Caribe; de manera que
nos referiremos brevemente a un episodio que corresponde a la historia
privada haitiana para poder explicar por qué Toussaint ascendió
tan rápidamente a los más altos lugares de mando de su
país.
Quizá por pensar que la estrecha vinculación de Toussaint
con el general Lavaux, comandante en jefe de todas las fuerzas militares
del país, colocaba a Toussaint en una situación preeminente
respecto de ellos, los mulatos de Cap-Francais resolvieron deponer a
Lavaux mediante un golpe de Estado, y el general Villate, jefe militar
de Cap-Francais y líder de los mulatos del Norte, ordenó
la prisión del viejo jefe francés, cosa que fue hecha
de manera ignominiosa, en marzo de 1795. Una vez preso Lavaux, la municipalidad
de Cap-Francais designó a Villate gobernador de la colonia.
Toussaint respondió al golpe de Estado enviando sobre Cap-Francais
dos columnas al mando de dos de sus coroneles de confianza, uno de ellos
Jean-Jacques Dessalines, que iba a ser el fundador de la república
de Haití. El general Lavaux fue puesto en libertad y restituido
en su cargo. Una vez en él, nombró a Toussaint lugarteniente
de gobernador; de esa posición Toussaint pasaría de manera
natural a la de gobernador cuando el desarrollo de los acontecimientos
de Haití exigiera un hombre como él al frente de la vida
militar y civil de la colonia. ¿Quién hubiera concebido
que un negro que había sido esclavo hasta fines de 1791 llegaría
en 1795 a ser lugarteniente de gobernador en la tierra donde la aristocracia
terrateniente blanca hacia y deshacía a su gusto? Evidentemente,
en ninguna parte, ni siquiera en la misma Francia, había llegado
la Revolución francesa a provocar cambios tan radicales en tan
corto tiempo.
El ejemplo de lo que estaba pasando en Haití mantenía
conmovido todo el Caribe. En los mismos días del golpe de estado
de Villate contra el gobernador Lavaux —esto es, en marzo de 1795—
los mulatos de origen francés que había en Granada se
levantaron contra la guarnición inglesa de la isla y pidieron
colaboración a Guadalupe, que se hallaba, como sabemos, en manos
de Víctor Hugues. El jefe de la rebelión de Granada era
Julián Fédon, propietario mulato importante, que convirtió
su plantación en el cuartel general de la sublevación.
Desde allí salían los rebeldes a destruir propiedades
inglesas, a matar a los amos británicos y a emboscar a los destacamentos
enemigos. Hasta el teniente gobernador inglés de Granada cayó
en manos de Fédon. Las autoridades inglesas pidieron ayuda a
la isla de Trinidad, de donde les enviaron tropas españolas.
Reforzados con esas tropas, los ingleses decidieron atacar a Fédon
y éste les hizo saber que mataría a todos los prisioneros
que tenía en su poder en el momento mismo en que un soldado enemigo
pusiera un pie en Belvedere, que era el nombre de su propiedad. Las
autoridades inglesas creyeron que Fédon hablaba para asustarlos,
pero que no haría lo que había dicho, y atacaron Belvedere
el 8 de abril. Al sonar los primeros disparos, Fédon cumplió
su palabra; más de cuarenta prisioneros ingleses fueron degollados,
entre ellos el teniente de gobernador, Ninian Hombe, y además
de eso los atacantes tuvieron que retirarse después de haber
sufrido fuertes pérdidas. La lucha continuaría en Granada
durante más de un año, como se relatará a su tiempo.
Mientras tanto, en esos primeros meses de 1795 estaba hachándose
también muy cerca de Granada, en la isla de San Vicente, el único
lugar donde quedaban todavía indios caribes, los indios que dieron
su nombre a toda la región y al mar que la baña. Emisarios
enviados desde Guadalupe por el infatigable Víctor Hugues habían
llegado a San Vicente para provocar la sublevación de los caribes
contra los ingleses de la isla. Ya se sabe, y lo hemos explicado en
este libro, que entre los indios caribes de San Vicente y los franceses
de los territorios vecinos había nexos estrechos desde los días
de Lonvillier de Poincy, de manera que los agentes de Hugues fueron
oídos por los caribes y, curiosamente, no por los negros esclavos
de la isla, que mantenían desde hacía tiempo un feudo
con los caribes porque éstos los consideraban instrumentos de
los blancos ingleses que les estaban quitando sus tierras. En la revuelta
que se produjo, los negros se pusieron de parte de sus amos ingleses,
pero esos amos quedaron malparados; los que sobrevivieron a los primeros
ataques de los indios tuvieron que concentrarse en Kingstown —la
pequeña capital de la isla, situada en la costa del sudoeste—
y no salir de allí, pues el resto de la isla estaba en manos
de los caribes, que destruyeron todas las propiedades inglesas y mataron
a todos los amos que se pusieron a su alcance. También en San
Vicente se seguiría luchando más de un año y también
relataremos a su tiempo el final de esa lucha, que fue en verdad patético.
Santa Lucía tuvo que ser evacuada por los ingleses el 19 de junio.
Lo mismo que en Granada y San Vicente, los emisarios de Hugues consiguieron
levantar a la población francesa de la isla y los franceses a
su vez obtuvieron la ayuda de los esclavos que se habían refugiado
en los montes de Santa Lucía y se habían mantenido en
ellos desde que la isla fue tomada por los ingleses el ; año
anterior. Los ataques franceses fueron tan resueltos que a fines de
mayo sólo quedaban en manos británicas dos puntos, I Castries
y Morne Fortuné, en los cuales no podían sostenerse: largo
tiempo. Así, al mediar junio la isla quedaba libre de ingleses.
En Dominica, en cambio, los acontecimientos tuvieron otro sesgo. También
a Dominica llegaron los agentes de Guadalupe y también allí
se levantaron los esclavos de los numerosos amos franceses que vivían
en la isla, y casi todos lo hicieron bajo la jefatura de los amos mulatos;
pero en Dominica los ingleses y sus esclavos, con la colaboración
de los amos franceses blancos, aplastaron la rebelión. La victoria
inglesa de Dominica acabó con varios franceses colgados en las
horcas y con otros enviados a Inglaterra en condición de prisioneros.
Mientras se luchaba en Granada, San Vicente, Santa Lucía y Dominica,
la agitación se propagaba como una epidemia por todos los sitios
donde había esclavos y en algunos de ellos se producían
rebeliones. Así, en Curazao estalló una revuelta en la
que tomaron parte unos 1.000 esclavos, si bien no disponemos de información
para saber cuánto duró ni cómo terminó.
En el mes de mayo estalló otra revuelta en Coro, Venezuela, bajo
la consigna de que debía establecerse "la ley de los franceses,
la república, la libertad de los esclavos y la supresión
de los impuestos". El levantamiento de Coro fue aplastado con una
saña brutal; 105 negros fueron muertos en esa ocasión,
la mayor parte de ellos degollados a sangre fría, y 25 fueron
victimados "por no tener forma de mantenerlos con guardias en la
cárcel11, según informó el jefezuelo que los hizo
presos.
Ahora bien, sucedía que en Europa, donde Francia llevaba: la
guerra contra España, Holanda, Prusia y los ingleses, los ejércitos
franceses habían terminado el año de 1794 con victorias
importantes, y en España los limitados, pero influyentes círculos
de la burguesía, que comprendían cuál debía
ser el papel de la burguesía europea ante la Revolución
de Francia, querían hacer la paz y se movían en ese sentido.
Eso, sin embargo, no era todo; pues algunos grupos de la pequeña
burguesía española llegaron a hacer demostraciones públicas
de simpatía por Francia y otros, organizaron conspiraciones republicanas
en varios lugares del país. Las autoridades descubrieron varias
de esas conspiraciones, una de ellas en pleno Madrid. Unos cuantos de
los conspiradores de Madrid fueron condenados a la horca, pero se les
conmutó la pena por la de prisión en América; a
una parte de ellos les tocó ser enviados a Venezuela y allí
siguieron conspirado a tal punto que formaron el germen de una importante
conjura organizada a fines del siglo para establecer la república
en aquel territorio. Esa fue la conocida conspiración llamada
de Gual y España, que terminó con sus jefes en la horca.
Las victorias francesas y la actividad republicana dentro de España
llevaron al gobierno español a entablar conversaciones de paz
en el mes de junio (1795); ese mismo mes los franceses tomaban Irún,
Fuenterrabía, Tolosa y San Sebastián; el 17 de julio tomaban
Bilbao y el día 22 se firmaba la paz de Basilea. /En esa paz,
la parte española de la isla de Santo Domingo quedó cedida
a Francia, cosa que preocupó seriamente a los ingleses. Inglaterra
tenía sus planes para la isla. Ocupaba en la parte francesa todos
los puertos importantes, excepto Cap-Francaís y Port-de-Paix,
en el norte; Tiburón, en el sudoeste; Jacmel y Saint-Louis, en
el sur, y en el mes de mayo había nombrado un "governor
of Saint Domingue", el mayor general sir Adam Wílliamson,
que hasta ese momento había sido comandante en jefe de las fuerzas
inglesas del Caribe con asiento en Jamaica.
Aunque la guerra la hubiera arruinado, Haití había sido
una colonia muy rica, la más rica de todas las colonias azucareras
del mundo, y a los ingleses no les sería difícil restaurarla
en el esplendor que tuvo antes de 1791. Pero la conquista de Haití
se -convertía en una tarea casi irrealizable y altamente costosa
si los ; franceses disponían de la parte española de la
isla, más grande, más montañosa, más fácil
de defender que la parte francesa. El gobierno inglés, que quería
evitar a toda costa el traspaso de la parte española de la isla
a Francia, recordó que en el tratado de Utrecht España
se había comprometido a no entregar ninguna de sus posesiones
de América a ningún otro país, de manera que la
cesión de la parte española de la isla de Santo Domingo
no era válida desde el punto de vista inglés y éstos
podían hacer valer su opinión a cañonazos porque
seguían en guerra con Francia. Colocada en una situación
difícil, España negoció con franceses [y con ingleses
y como resultado de la negociación se llegó a un ^acuerdo;
la parte española de la isla sería francesa de jure, pero
de facto seguiría en manos de España y ni ingleses ni
franceses la usarían como territorio en la guerra que estaban
llevando a cabo.
La cesión de Santo Domingo a Francia y la decisión inglesa
de no permitir que ese territorio pasara a manos francesas indican hasta
qué punto era importante lo que sucedía en Haití.
Ya dijimos que en lo que respecta al Caribe la tempestad que había
desatado la Revolución francesa había establecido su centro
en Haití. Y era lógico que sucediera así, pues
era en Haití donde estaban presentes las más graves contradicciones
del capitalismo, que se hallaba en ese momento histórico atravesando
una crisis profunda de expansión y a la vez de transformación.
El gobierno de París pudo haber pedido a España otra concesión
de paz, pero pidió la parte española de la isla donde
se hallaba Haití. ¿Por qué? Porque a pesar de que
era un gobierno producido por la Revolución quería de
todas maneras salvar su posesión haitiana debido a que mantenía
la -ilusión de que Haití volvería a ser para la
economía francesa lo que había sido antes de 1791. También
los ingleses pensaban igual: Parece que está en la naturaleza
humana proyectar hacia el porvenir las imágenes del pasado sin
alcanzar a comprender que en el campo de los fenómenos políticos
y sociales el pasado no admite restauraciones. En el caso de los franceses,
ese error persistiría hasta provocar el formidable estallido
que hizo fracasar a Napoleón en la tierra de Haití, caso
que trataremos a su tiempo.
Los ingleses fracasaron también, pero en un plazo más
corto, en cinco años, que fue lo que duró la ocupación
británica de¡ varios puntos de Haití. Pero en el
año de 1795 no creían que eso podía suceder. Perdían
muchos hombres, eso sí, lo que sin duda les preocupaba. La mayor
parte moría debido a las enfermedades, pero muchos morían
también en combates contra las fuerzas de Toussaint y Rigaud.
Ahora bien, lo que no podían esperar los ingleses era que se
les atacara en su propia base del Caribe, laj isla de Jamaica. Y ahí
fueron atacados; no por Francia, ni por los haitianos, sino por una
fuerza más peligrosa, fluida, penetrante-e incontrolable que
la de cualquier ejército enemigo, la fuerza de la revolución
negra, que tenía en Haití un ejemplo estimulante y se
expandía de manera inevitable hacia todos los sitios donde había
esclavos y negros discriminados, aunque no fueran esclavos.
Los ingleses de las Antillas tenían verdadero talento para mantener
divididos a los negros y a los mulatos; para darles a algunos de ellos
funciones y categorías, que los colocaban por encima de las grandes
masas esclavas, con lo cual usaban a unos negros contra otros; con ese
fin formaban batallones de "black-rangers" y de "black
shots" con negros libres y hasta con esclavos que compraban a sus
amos. Siguiendo ese modelo llegaron hasta a organizar regimientos enteros,
los llamados "West Indies Regiments".
Siempre que pudieran hacerlo sin riesgo de parecer débiles ante
los esclavos, los ingleses evitaban usar crueldad con los negros, y
en los casos en que debían aplicarla lo hacían con método
y ceremoniosamente. Pero a veces su racismo era extremado. Por ejemplo,
lord Lavington, que fue dos veces gobernador de las islas de Barlovento
en el último tercio de ese siglo XVIII —el siglo revolucionario
por excelencia—, no permitía que sus sirvientes negros
usaran medias o zapatos y les exigía que se frotaran con mantequilla
en las piernas a fin de que éstas les brillaran; además,
no tomaba nada de las manos de un sirviente negro e inventó un
aparatito que mandó hacer de oro, para coger lo que le llevaran
sus negros sin tener que recibirlo de sus manos.
De todos modos, teniendo que sufrir demostraciones de racismo o tratados
con una dureza benevolente, los esclavos de las Antillas inglesas eran
explotados como los de cualquier otro lugar del Caribe. También
ellos tenían que trabajar como bestias en la producción
de azúcar, de algodón, de jengibre, de índigo,
de café; también ellos tenían que someterse a la
rígida disciplina que prevalecía en las islas de la esclavitud.
Y como era lógico, aunque algunos combatieran a las órdenes
de los ingleses contra sus hermanos de raza y de destino sublevados,
otros iban a seguir el ejemplo de Haití; y eso fue lo que sucedió
en Jamaica a mediados de 1795, aunque nunca llegaría a producirse
allí una revolución de la categoría que tuvo la
haitiana.
Ya se dijo en el capítulo IX de este libro que cuando los cimarrones
de Jamaica dieron fin en 1739 a la larga guerra que habían hecho
contra los ingleses desde que éstos ocuparon la isla en 1655,
lo hicieron mediante un acuerdo en regla, y desde entonces vivieron
como un pueblo que se distinguía entre los demás negros
de la isla, especialmente se distinguía de los negros esclavos.
Eran los "maroons", como se les llamaba en Jamaica y como
se les llama todavía en 1968 a sus descendientes. En el acuerdo
se les fijó como residencia un territorio en las vecindades de
Trelawney Town, una villa que está en la parte central del oeste
de la isla.
Pues bien, en el mes de julio (1795) sucedió que dos jóvenes
cimarrones fueron acusados de sustraerle dos cerdos a un inglés
blanco de Trelawney Town y se les condenó a recibir unos cuantos
latigazos. Ahora bien, después de su acuerdo de paz con los ingleses
los cimarrones habían colaborado varias veces con las; autoridades
en la tarea de capturar esclavos prófugos, y ocurrió que
a la hora de infligir a los jóvenes "maroons" el castigo
del látigo se convocó a los esclavos del lugar, como se
hacía siempre en Jamaica y en casi todos los territorios del
Caribe, a fin de que presenciaran el castigo y les sirviera de ejemplo.
Entre esos esclavos que estuvieron viendo el oprobioso espectáculo
había algunos de los que habían sido capturados por los
cimarrones en una que otra ocasión. Que esos esclavos prófugos,
devueltos a sus manos por los cimarrones, presenciaran la humillación
de-dos jóvenes de su comunidad, era algo que los orgullosos cimarrones
no podían tolerar, y como no podían tolerarlo, comenzaron
a mostrarse provocadores y a buscar pretextos para lanzarse, contra
los blancos.
Cuando las autoridades de la isla se dieron cuenta de lo que estaba
sucediendo movilizaron fuerzas y a la vez movilizaron influencias de
blancos de prestigio para que se llegara a un acuerdo con los cimarrones
antes de que éstos se levantaran en armas, pero los cimarrones
no se dejaban convencer. Había dos" puntos en los cuales
no cedían: uno, que se reparara pública-' mente la humillación
impuesta a los dos jóvenes castigados;^ otra, que se les cambiara
el funcionario que desempeñaba el cargo de "superintendente
de los cimarrones".
En ese momento —días finales de julio—, el gobierno
de Jamaica estaba despachando tropas hacia Haití para reponer
las muchas bajas que tenían los ingleses allí; el día
29 salían las últimas de Port-Royal, pero hubo que despachar
a toda carrera un barco rápido para que transmitiera al escuadrón
que se dirigía a Haití órdenes de desviarse y aportar
en Montego Bay, que se halla situado a muy corta distancia hacia el
noroeste de Trelawney Town, pues los cimarrones se habían declarado
en rebeldía y estaban tratando de sublevar a los esclavos de
la zona.
Cuando las fuerzas que iban destinadas a Haití llegaron a Montego
Bay, el gobernador de Jamaica declaró la ley marcial y envió
un ultimátum a los cimarrones: o hacían su entrega a las
autoridades de Montego Bay a más tardar el día 12 de ese
mes de agosto, y en ese caso serían perdonados, o su poblado
sería incendiado y sus cabezas puestas a precio; y para hacer
más convincente su ultimátum el gobernador les comunicó
que se hallaban cercados por fuerzas muy superiores a las suyas y que
por tanto sólo rindiéndose podían tener salvación.
Pero los cimarrones respondieron quemando ellos mismos su poblado y
derrotando el propio día fijado para su entrega en Montego Bay
a las fuerzas de caballería y a las milicias que los tenían
cercados. Las bajas inglesas fueron numerosas, entre ellas el coronel
jefe de sus tropas. Exactamente un mes después, los ingleses
fueron derrotados de nuevo en los montes de Cockpit, al sur de Trelawney
Town, y entre sus numerosos muertos tuvieron que contar también
a su comandante.
Los dos fracasos alarmaron de tal manera a los blancos de Jamaica que
la Asamblea Colonial ordenó la inmediata importación de
perros cazadores de esclavos, que se usaban mucho en Cuba para perseguir
a los esclavos prófugos, pero además de eso —lo
que indica que no confiaban demasiado en los perros— puso en la
dirección de las operaciones contra los "maroons" ¡nada
menos que a un mayor general, George Walpole. El ejemplo de Haití
era demasiado elocuente y los ingleses no estaban dispuestos a tener
en Jamaica una segunda edición de Haití.
A mediados de diciembre llegaron de Cuba 40 expertos caza-[ dores de
esclavos prófugos con cien perros entrenados en la repugnante
tarea, y este episodio, mínimo si se quiere, y al parecer sin
importancia, demuestra hasta qué punto los blancos de todo el
Caribe estaban dispuestos a ayudarse entre sí para mantenerla
institución de la esclavitud, tan peligrosa, pero tai? rentable,
como se diría hoy.
Los cimarrones tuvieron que comenzar a entregarse a fines de diciembre
debido a que las fuerzas inglesas fueron destruyendo sistemáticamente
en la zona de la sublevación todo lo que pudiera servir para
alimentar a los rebeldes, pero los últimos vinieron a rendirse
en el mes de marzo de 1796. Casi 600 cimarrones fueron sacados de Jamaica
y enviados a Nova Scotia, donde lógicamente morirían debido
a los rigores de un clima de nieves al que no estaban hechos; los que
sobrevivieron a los fríos de Nova Scotia fueron llevados a Sierra
Leona, en África, hacia el 1800. Indignado por esa deportación
en masa, el mayor general Walpole, que había obtenido la rendición
de los cimarrones, se negó a recibir una espada de honor que
la Asamblea de Jamaica decidió obsequiarle por el éxito
que había tenido frente a los rebeldes.
Los cimarrones de Jamaica habían fracasado en su lucha. También
fracasaron otros esclavos que se habían levantado en esos días
en otros puntos de la región. Pero la historia había dado
ya su veredicto: en el 1793, para los esclavos del Caribe había
llegado el tiempo de la libertad.
Capítulo XVII
Nacimiento de la república de Haití
A la caída de los jacobinos,
como era lógico que sucediera, comenzó a producirse en
Francia un movimiento hacia lo que hoy llamamos la derecha, que fue
ganando terreno hasta culminar en una sublevación de tipo realista;
es la que en la historia de la Revolución se conoce por la fecha
en que tuvo lugar, el 13 de vendimiario —5 de octubre de 1795—.
Fue en los combates del 13 de vendimiario cuando el pueblo de París
vio actuar a Napoleón Bonaparte, cuyo nombre venía distinguiéndose
desde que participó decisivamente en el levantamiento del sitio
de Tolón, dos años antes.
Al quedar pulverizada la conspiración realista en París
con los combates callejeros del 13 de vendimiario, el reflujo político
condujo al país hacia la derecha. Francia no iba a retornar,
desde luego, al "ancien régime" que tuvo hasta la caída
de Luis XVI, pero tampoco al gobierno radical de los jacobinos. Aunque
ya la Convención Nacional no era la de Robespierre y Marat, seguía
siendo un tipo de gobierno que sumaba todos los poderes y eso le parecía
muy peligroso a la burguesía, que había acabado imponiéndose
al país el 13 de vendimiario; de manera que se elaboró
una nueva Constitución —la tercera en seis años—
en la cual se estableció un poder ejecutivo de cinco miembros
denominado el Directorio y uno legislativo compuesto de dos cámaras,
la de los Ancianos y la de los Quinientos. Ese régimen iba a
durar hasta el golpe de Estado del 18 de brumario —9 de noviembre
de 1799—; después de ese día se constituiría
el Gobierno del Consulado, compuesto por tres cónsules, y Napoleón
Bonaparte, el autor del golpe de Estado, sería el primer cónsul,
de hecho, el único que gobernaba el país; luego pasaría
a ser cónsul vitalicio y por fin emperador de Francia.
La guerra con España había durado de marzo de 1793 a julio
de 1795; fue, pues, una guerra limitada al tiempo de la Convención
Nacional. Pero la guerra con los ingleses, que había comenzado
bajo la Convención —el 1 de febrero de 1793—, duraría
hasta marzo de 1802, cuando terminó con el tratado de Amiens
—el día 27—; de manera que esa fue una guerra de
la Convención, del Directorio y del Consulado. Como veremos en
este capítulo, España, la vencida de 1795, se alió
a Francia en 1796, es decir, bajo el Gobierno del Directorio, y mantuvo
la guerra contra los ingleses hasta la paz de Amiens.
Debido a su trágico destino de frontera de los imperios, el Caribe
seguía padeciendo los embates de la guerra, lo mismo si había
luchas entre Francia y España o entre España e Inglaterra
que si los beligerantes de hoy pasaban a ser aliados de mañana.
Cualquiera que fuera la posición de un imperio europeo frente
a otro, sólo podía haber paz en el Caribe si la había
en Europa. Así, al entrar el año de 1796 se seguía
luchando en el Caribe tanto como en el 1795.
En Haití se combatía contra los ingleses, que habían
tomado los puertos principales del Oeste, y Julien Fédon seguía
su guerra a muerte contra los ingleses en Granada.
En este último lugar los británicos quedaron reducidos,
como dijimos en el capítulo anterior, a moverse sólo dentro
de los pequeños límites de la villa de Saint George. El
sitio de Saint George se prolongó hasta el mes de marzo, cuando
los ingleses recibieron refuerzos suficientes para levantarlo, pero
no para avanzar hacia el interior de la isla. Para eso hacía
falta un contingente inglés más grande, y llegó
en el mes de abril, cuando, Inglaterra colocó en el Caribe una
fuerza realmente poderosa,' de mar y de tierra, bajo el mando del almirante
sir Henry Harvey y del general sir Ralph Abercromby. Esa fuerza iba
a actuar a fondo en las islas antillanas —con la excepción
de Haití—, y en el caso de Granada lo hizo sin que Fédon
pudiera ser derrotado. El jefe guerrillero se retiraba hacia los montes
con dominio de sus hombres e iba dejando en el camino prisioneros ingleses
degollados.
A fines de abril Abercromby se lanzaba sobre Santa Lucía y el
día 27 desembarcaba tropas en Anse le Choc y Anse le Raye, las
dos situadas en la costa del oeste. Al precio de bajas muy numerosas
—más de 500 entre muertos y heridos—, los ingleses
acabaron dominando los puntos claves de Santa Lucía en un mes
de lucha, pero un número importante de franceses —blancos,
mulatos y negros— se refugiaron en las montañas del interior
y allí siguieron combatiendo con fiereza.
En San Vicente el año de 1796 había comenzado mal para
los ingleses. El día de Reyes —6 de enero— los indios
caribes les habían infligido una derrota costosa y se hizo peligroso
salir fuera de la pequeña Kingstown. Pero en el mes de junio
llegaba a San Vicente Abercromby en persona con fuerzas imponentes;
en pocos días, mediante ataques furibundos, Abercromby consiguió
levantar el sitio de Kingstown, e inmediatamente se lanzó a perseguir
a los caribes con tanta dureza, que a mediados de julio se rindieron
algunos grupos de ellos. Esos indios rendidos fueron sacados de la isla
y llevados a las Granadinas; la mayor parte de sus compañeros,
sin embargo, seguía luchando entre los ricos de San Vicente,
el último baluarte de su raza en las Antillas.
Mientras tanto, el almirante Harvey había destacado la fragata
Alarm, de 36 cañones, en el extremo sudeste del Caribe con la
orden de que custodiara las aguas de la región e impidiera que
llegaran a manos de los franceses de Granada, Santa Lucía y Guadalupe
víveres, ganado o algún tipo de ayuda que el enemigo pudiera
adquirir en Venezuela o Trinidad. Las embarcaciones que llevaban esas
mercancías eran a menudo balandras de bandera española,
pero a veces había alguna de bandera francesa; además,
el incansable Víctor Hugues estaba dando en Guadalupe autorización
de corso para que se atacara a los ingleses en esas aguas. De todos
modos, con razón o sin ella, es el caso que la Alarm hacía
presas españolas y francesas y parece que en ocasiones destruyó
a cañonazos una que otra. En una ocasión una de las balandras
fue perseguida hasta el puerto de Chaguaramas, en la isla de Trinidad,
y los ingleses bajaron hombres a tierra para perseguir a los tripulantes.
Se trató de un incidente muy confuso, pero según reportó
a sus jefes el comandante de la Alarm, capitán Vaughn, después
de lo que sucedió en Chaguaramas su buque entró en Puerto
España y un grupo de sus hombres que bajó a tierra fue
insultado y amenazado por unos cuantos franceses de los que se habían
refugiado en Trinidad en los últimos años. Efectivamente,
en Trinidad había muchos franceses, y sólo en Puerto España,
a juzgar por el número que se incorporó a las dos compañías
formadas por ellos para hacer frente al ataque inglés de 1797,
debía haber más de 1.000 entre hombres, mujeres y niños.
Una parte de esos franceses estaba en la isla desde que habían
comenzado en las colonias de Francia las rebeliones contra los grandes
blancos, y esos, lógicamente, debían ser realistas; pero
otra parte había llegado después que los ingleses comenzaron
sus ataques a las islas francesas de Barlovento, y ésos, según
había informado a Madrid el gobernador don José María
Chacón, eran en su mayoría mulatos y negros. De todos
modos, es difícil afirmar que todos los que insultaron a los
marinos ingleses fueran franceses, pero es el caso que el capitán
Vaughn lo estimó así y bajó hombres armados para
atacarlos. El incidente llegó a ser tan grave, que el gobernador
Chacón tuvo que intervenir y reclamar respeto para la soberanía
española, lo que evitó un combate que parecía inminente.
No sabemos en qué fecha ocurrió el episodio, pero lo que
sabemos es que ya en el mes de abril de 1796 el Gobierno español
y el francés estaban firmando los preliminares de un tratado
de alianza, y uno de los argumentos que usaban los españoles
para justificar esa alianza con los que hasta el año anterior
habían sido sus enemigos, era el insulto británico hecho
a la bandera española en Trinidad. En realidad, lo del insulto
a la bandera y todos los demás pretextos del Gobierno español
para justificar su alianza con los franceses ocultaban la verdad de
un fenómeno político, el de la lucha de los círculos
burgueses de España contra el viejo orden social del país.
La burguesía española se inclinaba a Francia y quería
estar de su lado, pero el peso del viejo orden social español
le frenaba. La burguesía tenía el poder político,
pero era en realidad más débil que sus antagonistas; por
eso la burguesía vacilaba en las horas de crisis y por momentos
cobraba impulso y trataba de imponer sus inclinaciones usando pretextos
tales como el del honor del pabellón ultrajado en Trinidad. Puede
decirse que esa situación de avances y retrocesos del círculo
burgués que gobernaba a España se reflejó nítidamente
en el caso de las relaciones del país con la Revolución
francesa y más concretamente en las negociaciones para llegar
a la alianza de 1796. El tratado se firmó al fin en San Ildefonso
el 18 de agosto (1796) y en una de sus cláusulas se especificaba
que en el orden militar la alianza sólo tendría efecto
contra los ingleses.
Mientras españoles y franceses negociaban el acuerdo que los
uniría en la guerra contra los británicos, éstos
se apresuraban a terminar la conquista y la pacificación de Granada,
lo que pudieron conseguir sólo después de la desaparición
de Julíen Fédon, el guerrillero indomable, cuyo cuerpo
no se halló nunca. De los hombres que siguieron a Fédon
en la lucha, muchos murieron ahorcados a manos de los vencedores; las
tierras de todos los que combatieron del lado francés fueron
confiscadas y los esclavos enviados a Belice. Algo parecido se hizo
en Santa Lucía, pero los negros de Santa Lucía fueron
llevados mucho más lejos, a África, de donde habían
sido sacados sus padres y seguramente algunos de ellos mismos, y no
precisamente para que hicieran un viaje de placer por las deslumbrantes
islas del Caribe. En cuanto a los indios de San Vicente, los ingleses
habían resuelto impedir de una vez para siempre que volvieran
a sublevarse; así, en el año de 1797 —cuando se
cumplían 305 años del Descubrimiento— reunieron
a todos los que pudieron apresar —algo más de 5.000, ancianos
sacerdotes, jóvenes guerreros, muchachas adolescentes, niños
recién nacidos— y los llevaron a Roatán, donde murió
un alto número, y después a Belice; y allí desapareció,
internándose en los bosques, mezclándose con gentes de
otras razas, el último resto de ese pueblo arrogante y bravío
que dio su nombre al mar de Colón. Como era lógico que
sucediera, pues para eso iban los blancos de Europa a hacer la guerra
al Caribe, las tierras de los caribes de San Vicente fueron donadas
o vendidas a bajo precio a los que se habían distinguido en la
lucha para destruir el último bastión indígena
de las islas antillanas.
La alianza francoespañola se mantuvo en secreto algo más
de mes y medio, que era el tiempo indispensable para que España
alertara a las autoridades de sus posesiones americanas; pero el 6 de
octubre (1796) Carlos IV declaraba rotas las hostilidades con la Gran
Bretaña. Menos de cinco meses después España recibía
un golpe mortal en Trinidad, y en abril (1797) estaría siendo
atacada en San Juan de Puerto Rico.
El enérgico Víctor Hugues —un personaje que merece
un capítulo en la historia de la Revolución— alcanzó
a conocer los planes de Inglaterra para atacar Trinidad y se los comunicó
al gobernador Chacón al tiempo que le ofrecía ayuda en
dinero, víveres y 1.000 hombres; y el cónsul francés
en Puerto España, no sabemos si obedeciendo órdenes de
Hugues, le ofreció a Chacón 800 fusiles que había
a bordo de un barco francés que se hallaba en el puerto de la
capital trinitaria.
Pero Chacón no hizo uso de esas ofertas. Quizá el gobernador
de Trinidad se sentía fuerte debido a que en la bahía
de Chaguaramas, a corta distancia al oeste de Puerto España,
había un escuadrón de cuatro buques, parte de la flota
de Aristizábal que se hallaba en el Caribe, y ese escuadrón,
comandado por Ruiz de Apodaca, tenía unos setecientos soldados.
Además de esas fuerzas, Chacón disponía de unos
2.500 hombres entre milicias criollas y dos compañías
de franceses de los que vivían en Trinidad. Pero es el caso que
las fuerzas de Chacón no podían enfrentarlas de Abercromby,
que alcanzaron a 7.500 infantes, mientras la escuadra enemiga, bajo
el mando personal de sir Henry Harvey, estaba compuesta por 13 naves
de guerra y 30 buques auxiliares.
No se dispone de informes detallados sobre lo que pasó en la
bahía de Chaguaramas cuando cruzó frente a ella, o entró
en ella, la escuadra de Harvey, lo que sin duda debió suceder
el 161 de febrero (1797); no se sabe si hubo combate o si al darse cuenta
del poder inglés, Ruiz de Apodaca comprendió que no tenía
la menor posibilidad de presentarle al enemigo una batalla naval. Lo
que se sabe es que los barcos de Ruiz de Apodaca fueron quemados, por
acción de los cañones ingleses o por órdenes del
comandante español, y que a raíz de eso Ruiz de Apodaca
se dirigió a Puerto España con sus hombres para decidir
en tierra la suerte de Trinidad. Pero los marinos españoles no
llegaron a combatir porque cuando los ingleses entraron en las aguas
de Puerto España y comenzaron a desembarcar fuerzas —lo
que sucedió en las primeras horas del 17 de febrero—, el
gobernador Chacón pasó a los defensores la orden de retirarse
sin ofrecer resistencia, y él mismo abandonó su palacio
de gobierno y fue a refugiarse donde un amigo francés que tenía
una plantación de azúcar en un lugar vecino de Puerto
España.
Los ingleses entraron en la capital de la isla sin disparar un tiro,
como en un desfile militar. Al llegar al palacio del gobernador, no
hallaron allí ninguna autoridad; la única persona a quien
pudo dirigirse Abercromby fue al cura de la ciudad, que 'Y estaba en
el palacio. Mandado buscar por el general inglés, el gobernador
Chacón retornó a la ciudad en la noche y al día
siguiente firmaba la rendición de la isla, y con ella su entrega
a un vencedor que había logrado una victoria sin combatir. Desde
entonces —18 de febrero de 1797— Trinidad sería una
posesión I inglesa, la segunda en tamaño de sus islas
del Caribe. Con ella en su poder, Inglaterra se aseguraba el paso del
Caribe al Atlántico hacia Barbados y la Guayana, lo que era muy
importante desde el doble punto de vista militar y comercial.
Nunca antes, en toda la historia del Caribe, había sucedido nada
igual. España podía ser derrotada, pero se batía
siempre, y en Trinidad no disparó un fusil. Tal vez Harvey y
Abercromby pensaron que podía suceder algo parecido en Puerto
Rico, y comenzaron a preparar el ataque a esa isla, para el que estuvieron
listos al mediar el mes de abril. El día 17 los vigías
apostados en los puntos más avanzados hacia el este de la ciudad
de San Juan anunciaban que estaba a la vista una escuadra de 68 velas,
y las autoridades de Puerto Rico sabían a qué atenerse,
pues esperaban el ataque inglés desde hacía algunos días.
Y, efectivamente, se trataba de la escuadra de sir Henry Harvey, que
después de la toma de Trinidad había estado aprovisionándose
y reforzándose en Barbados. Los ingleses llevaban en esa ocasión
más de 8.000 soldados, bajo el mando de sir Ralph Abercromby.
San Juan era una ciudad con un buen cinturón defensivo construido
a base de fuertes que estaban dotados de suficiente cantidad de cañones
y de pólvora; además, en ese momento disponía de
unos cuatro mil hombres, la gran mayoría de ellos naturales de
la isla, blancos, mulatos y negros, si bien sólo tenían
experiencia de guerra algunos centenares, sobre todo españoles
y miembros de la colonia de refugiados franceses. Pero desde el punto
de vista de la capacidad para hacerles frente a los ingleses, lo más
importante era que el jefe español, el gobernador don Ramón
de Castro, tenía todas las condiciones que hacían falta
para el caso: era resuelto, excepcionalmente enérgico y se había
batido con los británicos en Pensacola.
Los ingleses comenzaron a desembarcar fuerzas en las primeras horas
del día 18, todavía oscuro, después de un intenso
cañoneo de preparación. El lugar escogido para desembarcar
fue al oeste de la punta del Condado, a fin de avanzar hacia el caño
de San Antonio y apoderarse del fuerte que defendía el puente
de ese nombre. En ese punto los ingleses fueron detenidos por unos pocos
centenares de los hombres del gobernador Castro, a pesar de que el ataque
fue hecho con una fuerza muy superior; sin embargo, una columna enemiga
que se había lanzado a la conquista del puente de Martín
Peña forzó la retirada de los defensores, lo que a su
vez dejó descubierta la retaguardia de los que se batían
en San Antonio; al mismo tiempo, al avanzar de Playa de Cangrejos hacia
el Sur y hacia el Oeste, los ingleses cortaban las comunicaciones de
San Juan con el este de la isla de Puerto Rico.
El día 19 la situación aparecía difícil
para los defensores de la plaza de San Juan, pero no era mejor para
los atacantes. Con los accesos de San Juan hacia el Este en su poder,
Abercromby no resolvía nada si Harvey no lograba penetrar en
la bahía o si no se lograba formar una tenaza sobre la ciudad,
desembarcando una columna hacia el oeste de la bahía. Todo el
día 20 los ingleses estuvieron reconociendo la costa del oeste
de la ciudad, probablemente buscando un lugar de desembarco, que no
hallaron, o estudiando cómo efectuar una entrada en la bahía,
maniobra que era impracticable dado el estado de defensa de la boca
y su difícil acceso, aun sin defensas, para pilotos que no la
conocieran.
El día 21 los ingleses fueron desalojados del puente de Martín
Peña, lo que dejó sus líneas de aprovisionamiento
en peligro; el 24 fueron atacados en su campamento de la playa de los
Cangrejos, pero el 25, después de haber establecido baterías
en las colinas del Condado, lograron asaltar la isleta de Miradores,
dentro de la bahía de San Juan. El día 28 la batalla fue
muy dura y sostenida de ambas partes a fuerza de artillería,
con los ingleses usando la suya desde Miraflores y los defensores respondiendo
desde la Puntilla. Mientras tanto, el gobernador Castro iba situando
sus fuerzas en posiciones adecuadas para lanzar una ofensiva general
por el Sur, el Este y el Noroeste. La ofensiva fue lanzada el día
29 a base de cuerpos volantes, de gran capacidad de movimientos, y se
sostuvo sin descanso hasta el día 30. Abercromby se vio cercado
y probablemente consideró que estaba siendo atacado por una fuerza
superior a la que en realidad le atacaba. Su única vía
de escape era hacia Cangrejos, donde fue reuniendo sus hombres bajo
el fuego. Esa misma noche del 30 de abril (1797) el general inglés
ordenaba el reembarque de sus tropas, que se hallaban a bordo de sus
unidades cuando rompió el 1 de mayo. El día 2, a mediodía,
la escuadra inglesa comenzaba a desfilar hacia el Este; al amanecer
del 3, ningún vigía de la isla alcanzaba a ver una sola
de sus velas.
Precisamente en ese mes de mayo de 1797 Toussaint Louverture era ascendido
a general en jefe de las fuerzas de Haití, de todas las fuerzas,
con lo que deseamos significar que también de las francesas que
había en la colonia. Un negro, nacido esclavo, mandaba sobre
militares blancos de Francia. Sin duda lo que había sucedido
en Haití era asombroso. Al hacerse cargo de su nueva posición,
Toussaint tenía a sus órdenes doce regimientos, diez de
ellos de infantería y dos de caballería, cuyos jefes eran
negros —siete—, mulatos —cuatro— y uno blanco.
Los ingleses se mantenían en las plazas que habían ocupado,
pero bajo la autoridad de un nuevo gobernador, el teniente general John
Graves Simcoe, que había sido nombrado en sustitución
del general Williamson, y Toussaint se ocupaba de ir destruyendo metódicamente,
una por una, las bandas de antiguos cimarrones que operaban cerca de
las posiciones inglesas, amparados por éstos; además,
estuvo limpiando también de antiguos cimarrones la región
de Mirebalais. Con un tacto político exquisito, "el primero
de los negros" procuraba no entrar en lucha abierta con los ingleses,
pero al mismo tiempo iba desalojando de los lugares que le separaban
de ellos a los grupos negros que pudieran servirles de escudo si se
hacía necesario combatir, y a la vez iba poniendo orden en su
retaguardia. Los ingleses, que tenían contadas más de
20.000 bajas desde que comenzaron a operar en Haití, parecían
no estar dispuestos a lanzarse a fondo a una guerra cuyos resultados
se veían dudosos.
No sabemos en qué momento comenzó Toussaint Louverture
a negociar la retirada de los ingleses, pero es el caso que el gobernador
Graves Simcoe fue llamado a Londres y dejó como jefe dé
las fuerzas británicas de Haití al brigadier general Thomas
Maitland. Maitland, que sólo podía disponer de unos 2.500
hombres sanos en caso de emergencia, empezó a tomar nota de que
Toussaint estaba situando muy cautamente un cordón de tropas
alrededor de Port-au-Prince. Cuando Maitland calculó que las
fuerzas de Toussaint podían ascender a unos 15.000 hombres, resolvió,
con muy buen tino, que había llegado la hora de acordar una convención
de evacuación honrosa para su bandera. En ese momento Graves
Simcoe estaba obteniendo en Londres que su Gobierno enviara refuerzos
a Haití. Toussaint, pues, había actuado oportunamente.
La convención para evacuar las plazas que estaban en manos inglesas
se firmó el día 2 de mayo de 1789 y Toussaint entró
en la capital" de la colonia el 15 de julio. Los ingleses alegaron
a última hora que la convención firmada el 2 de mayo no
incluía ni a las fuerzas que se hallaban en la Mole de Saint-Nicolás
ni a las que estaban en Jérémie, lo que produjo una situación
difícil entre Toussaint y el comisionado de Francia, el general
Hédouville. La posición de Toussaint se hizo muy embarazosa
ante Hédouville cuando los ingleses trataron de hacerse fuertes
en Jérémie, cosa que no pudieron debido a que André
Rigaud, desde el sur, y el propio Toussaint desde Port-au-Prince, movilizaron
rápidamente fuerzas que convirtieron el plan inglés en
irrealizable. Al fin los británicos evacuaron Saint-Nicolás
el 13 de agosto, y Jérémie el 2 de octubre.
Así, al terminar el año de 1798, arruinada y convulsa
todavía, pero con una tremenda capacidad para seguir luchando,
la colonia francesa de Saint-Domingue estaba libre de soldados extranjeros
y libre también de la esclavitud negra. Muchos de los emigrados
que habían huido a Cuba, a Santo Domingo, a Puerto Rico y otras
islas del Caribe, y sobre todo a los Estados Unidos, estaban retornando,
quizá con la ilusión de que iban a hallar sus propiedades
tal como las habían dejado o, por lo menos, que iban a reemprender
la vida que habían hecho en los días anteriores a 1791.
Pero el país no era ya el mismo ni volvería a serlo. Las
tierras por donde pasa una revolución verdadera —y la de
Haití había sido la revolución más profunda
de América, puesto que la de los Estados Unidos no llegó
a sus niveles sociales y raciales— son como aquellas donde se
levanta inesperadamente un volcán: el paisaje no vuelve a ser
lo que había sido. Entre la evacuación de Saint-Nicolás
y la de Jérémie, el día 3 de septiembre (1798),
para ser más precisos, una fuerza naval española comandada
por el general Arturo O'Neil, gobernador de Yucatán, trató
de forzar la entrada en el río Belice para desalojar a los ingleses
que habían vuelto a establecerse allí, en violación
de los acuerdos de la paz de Versalles. En ese momento había
en Belice un navío inglés, que se había convertido
en la base de una flotilla ligera organizada con embarcaciones de los
cortadores de madera, pequeñas, pero rápidas y maniobrables.
El escuadrón español, con sus naves pesadas, no pudo entrar
en el río, y el día 6 se movió sobre Cayo Cocina
con el propósito de desembarcar allí hombres, cosa que
no pudo hacer porque se lo impidió la flotilla enemiga. El día
10, O'Neil ordenó echar hombres en Cayo Cocina a cualquier precio,
pero resultaba que los estrechos canales que rodeaban Cayo Cocina, bordeados
de arrecifes y de cayos minúsculos, no permitían que pudieran
maniobrar los numerosos barcos que formaban su escuadra, y en cambio
las embarcaciones pequeñas de los ingleses podían moverse
con toda libertad y en situación de ventaja; tan ventajosa, que
en la batalla de Cayo Cocina los ingleses no tuvieron una sola baja
y, sin embargo, la ganaron sin la menor duda. Desde ese día —10
de septiembre de 1798— Belice pasó a ser definitivamente
una posesión inglesa.
Para España la Revolución francesa estaba significando
un descalabro en el Caribe. Cuando combatía a Francia había
perdido la primera de sus posesiones del Nuevo Mundo, es decir, Santo
Domingo o la tierra por donde había comenzado en 1493 la conquista
de América; cuando pasó a ser aliada de Francia perdió
la isla de Trinidad y el territorio de Belice. Mirando hacia atrás
podía advertirse que cada paso produjo el siguiente; que el vacío
de poder dejado por España en varios puntos del Caribe le dio
a Inglaterra Barbados, las islas Vírgenes, las de Barlovento,
Jamaica, y que desde esos puntos Inglaterra iba expandiéndose
por la zona a expensas de España; que las mismas razones le proporcionaron
a Francia también tierras del Caribe, y que al entrar en guerra
en Europa, Inglaterra, Francia, España, una contra dos, dos contra
una —como quiera que fuera la guerra—, la víctima
en el Caribe era España, la que abrió las puertas de esa
parte del mundo para Europa.
Trinidad y Belice quedaron en manos inglesas y, sin embargo, Santo Domingo,
cedida a Francia, no había sido ocupada por ésta. Aunque
España e Inglaterra se combatían en Europa y en el Caribe
desde octubre de 1796, el statu quo
de Santo Domingo se mantenía: francesa de
jure, española de Jacto.
Tanto en la parte francesa de la isla como en la que a pesar de todo seguía
siendo gobernada por España, había comisionados franceses
cuyas funciones eran las de resolver lo mejor posible los conflictos de
autoridad que pudieran presentarse en los dos territorios y mantener a
todo trance el statu quo. Pero
esa situación iba a tener fin justamente al comenzar el siglo XIX,
esto es, en los primeros días de enero de 1801.
Toussaint Louverture había pasado los últimos meses del
1798 haciéndole frente a la rebelión de uno de sus lugartenientes
y negociando el establecimiento de relaciones comerciales y consulares
con los Estados Unidos y con Inglaterra. Logró esto último
en el mes de enero de 1799, aunque de manera parcial, puesto que el
monarca inglés autorizó el comercio entre Haití
y Jamaica, lo que era una medida sorprendente, dado que Inglaterra y
Francia seguían en guerra y tanto Haití como Jamaica eran
colonias de los dos países. En cierto sentido, pues, Londres
reconocía a Toussaint como jefe de un Estado y eso era una novedad
en las relaciones internacionales. Desde febrero de ese año de
1799 hasta mediados de junio, Toussaint estuvo dedicado a negociar un
acuerdo con André Rigaud, que se mantenía en el departamento
del Sur como jefe autónomo, y a partir de media dos de junio,
al romper las hostilidades entre él y Rigaud, se mantuvo ocupado
en esa guerra, que iba a terminar el 1 de agosto del último año
de ese agitado y fecundo siglo XVIII, esto es, el 1800.
Toussaint había establecido en Haití un régimen
duro para los antiguos esclavos; mejor dicho, excesivamente duro. Bajo
su mando los negros de Saint-Domingue eran libres porque nadie podía
comprarlos ni venderlos, pero no eran dueños de lo que producían
y ni siquiera de su tiempo. La obsesión de Toussaint era levantar
la economía de la colonia a los niveles anteriores a 1791, y
como no tenía —ni podía tener— ideas del siglo
XX, no sabía cómo resolver el problema de producir igual
o más que en 1791 sin disponer de capitales, de técnica
de producción, administración y distribución. A
Haití no le quedaba de lo que había tenido sino dos cosas:
los hombres y la tierra. Si se les daba la tierra a los hombres, a cada
familia un pedazo, producirían sólo para vivir y probablemente
para vivir mal. Eso lo sabía Toussaint, que había sido
supervisor de cultivos en la "habitación" Breda. Había
que producir para comer y para exportar; ésa era su idea. Y trató
de sacarla adelante adscribiendo a los hombres a las antiguas propiedades
y sometiéndolos a una disciplina de trabajo cada vez más
dura que la que habían tenido antes de que Sonthonax proclamara
su libertad en agosto de 1793. Los antiguos esclavos eran libres porque
ya nadie podía comprarlos, venderlos, apalearlos o encerrarlos
en calabozos privados, pero su régimen de trabajo se parecía
mucho al de antes y su producción no era de ellos. El sistema
estaba dando resultados económicos, puesto que efectivamente
la colonia prosperó en relación con el bajo nivel a que
había llegado en 1793 ó 1794.
La guerra del Sur no afectó la situación económica
de Saint-Domingue, de manera que, una vez terminada, Louverture pudo
dedicarle tiempo al problema que iba a ser el más importante
de su vida. Se trataba de la ocupación de la antigua parte española
de la isla, cosa que haría sin dar cuenta de sus propósitos
a Bona-parte, que era en ese momento —y no debemos olvidarlo—
el gobernante de Francia y el hombre más poderoso de Europa.
En verdad, nunca se sabrán las razones verdaderas por las cuales
Toussaint se jugó su destino —y jugó el de su pueblo—
al extender su autoridad a la parte de la isla que había sido
española. Por lo menos, no se sabe que él se las confiara
a nadie ni en el secreto más riguroso. Puede presumirse que Toussaint
era consciente de que Haití estaba expuesta a un ataque —como
la atacaron Inglaterra y España— si mantenía al
lado, en una situación indefinida, un territorio como el de Santo
Domingo, donde cualquier ejercito podía establecer una base de
operaciones para actuar en Haití. ¿O era, como se ha dicho,
haciendo deducciones, que "el primero de los negros" planeaba
establecer más tarde una república independiente en Haití
y quería estar seguro de que cuando eso sucediera los franceses
no podrían atacarlo a través de la antigua parte española?.
Nadie lo sabe. Pero es el caso que Toussaint se dispuso a hacerlo y
buscó pretextos para actuar. Alegó que los amos de esclavos
de la parte del Este estaban sacándolos del país y vendiéndolos
en otros territorios del Caribe con el consentimiento del general Kerversau,
que representaba en el Este al agente de Francia en Haití, y
como este agente —Roume, que había sido enviado de nuevo
a Saint-Domingue— no aceptara los alegatos, Toussaint lo hizo
salir para Francia, lo que indica que estaba decidido a todo con tal
de sacar adelante su propósito.
Así, al comenzar el mes de enero de 1801 —el día
4—, tras declarar que la isla era "una e indivisible",
Louverture entró en Santo Domingo con dos columnas, una que envió
por la región del Norte y otra por la región Sur. La última
iba al mando de su sobrino Paul Louverture y con ella iba el propio
Toussaint. La columna del Norte halló resistencia en dos puntos;
la del Sur la halló en uno, al cruzar el río Nizao. Tanto
las fuerzas del Norte como las del Sur derrotaron fácilmente
a los que pretendían impedirles el paso y alcanzaron su destino;
el de la primera era Santiago de los Caballeros, la villa más
importante del Norte, y el de la segunda era Santo Domingo, la ciudad
más antigua del hemisferio occidental, en la que Toussaint entró
el día 26 de enero.
Si los amos de esclavos de esa parte que Toussaint había invadido
podían venderlos era porque allí había esclavitud.
Y la había. Dadas las circunstancias especiales en que se hallaba
esa porción de la isla, en ella regían todavía
las leyes españolas, y en los territorios españoles se
conservaba el régimen de la esclavitud. Pero, además,
se conservaba porque eso entraba en ciertos planes de Bonaparte a los
que éste les daba una importancia singular y —como veremos
pronto—, desde su punto de vista, tenían realmente importancia
singular.
Toussaint, que no conocía ni podía conocer lo que estaba
pensando Bonaparte, proclamó desde la ciudad de Santo Domingo
la libertad de los esclavos, cosa que hizo el 7 de febrero; después
tomó otras medidas administrativas y políticas, y en el
mes de marzo retornó a Port-au-Prince, donde se dedicó
a elaborar una Constitución en la cual quedaba designado gobernador
vitalicio de toda la isla, con derecho a elegir sucesor.
En ese mismo mes de marzo, en el que Toussaint Louverture volvía
a Port-au-Prince después de haber extendido su autoridad en nombre
de Francia a la antigua parte española, los ingleses se lanzaron
a conquistar la isla sueca de San Bartolomé. Eso sucedió
el día 20; el 24, tras un ataque de alguna duración, tomaron
la pequeña isla francoholandesa de San Martín; el 28 conquistaban
Saint Thomas y Saint John, y cuatro días después, el 1
de abril, caía en sus manos Santa Cruz. Como se ve, el Caribe
seguía siendo frontera imperial y, sin embargo, Toussaint actuaba
como si fuera el gobernante de un país libre al que no podían
afectarle las medidas que tomaran los imperios de Europa. Incidentalmente
debemos decir que, en sus ataques de marzo de 1801 a las pequeñas
islas del grupo de las Vírgenes, los ingleses usaron tropas negras,
uno de sus "West India Regiment", y que un año después
esas tropas se les rebelarían en Dominica.
La noticia de lo que había hecho Toussaint al tomar posesión
de la parte este de la isla de Santo Domingo debió llegar a Francia
a mediados de febrero. En ese momento, Bonaparte se hallaba dando los
toques finales a una operación política de altos vuelos
y a otra operación económico-política a la que
él atribuía un valor excepcional. Y sucedía que
la actuación de Toussaint ponía en peligro todo lo que
él estaba llevando a cabo.
En el curso de la guerra, Francia había demostrado que ella era
un poder incontrastable en la Europa continental, pero los ingleses
habían demostrado que Gran Bretaña era la dueña
de los mares y que con su dominio naval podía cortar en cualquier
momento el comercio de Francia con sus colonias. Napoleón se
daba cuenta de que para seguir siendo un país de primer rango
en Europa, Francia necesitaba el suministro de los productos de sus
colonias —así como venderles a esas colonias—, de
manera que tenía que hacer algo para que Inglaterra devolviera
a Francia las colonias del Caribe, que habían caído, casi
en su totalidad, en manos inglesas. Era, pues, indispensable llegar
a una paz con Inglaterra, pero eso requería que se hiciera antes
la paz en la Europa continental, y Napoleón se hallaba dando
los detalles finales al acuerdo de paz con el imperio austríaco
cuando Toussaint tomó la antigua parte española de la
isla de Santo Domingo. Ese tratado era la base para negociar la paz
con los ingleses.
Ahora bien, uno de los puntos que Napoleón iba a usar en sus
negociaciones con Gran Bretaña era, precisamente, el de la esclavitud.
A su juicio, Francia e Inglaterra debían ponerse de acuerdo para
evitar que siguiera propagándose en América la rebelión
de los esclavos. Aunque Francia se hallaba en una situación difícil,
puesto que en Haití se había proclamado la abolición
de la esclavitud, Bonaparte podía llegar a ofrecer la restitución
del sistema esclavista en los territorios franceses del Caribe, si era
necesario. Y sucedía que a él le convenía que fuera
necesario, porque la paz con Inglaterra se entrelazaba con un plan concreto
que venía acariciando desde el año anterior: el de crear
una vasta y rica colonia francesa en tierra continental de América
del Norte, en la Luisiana.
A la vez que negociaba con Austria el tratado de paz que iba a firmarse
en Lunéville en 1801 —precisamente en los días en
que supo que Toussaint había ocupado la antigua parte española
de Santo Domingo—, Napoleón estaba negociando con España
la devolución de la Luisiana a Francia. Así, en octubre
de 1800, los diplomáticos franceses ofrecían al Gobierno
de España que Napoleón crearía un ducado de 200.000
habitantes para el duque de Parma a cambio de la Luisiana, y esa oferta
había sido aceptada; poco después Bonaparte se comprometió
a no entregar ni vender la Luisiana a ningún país que
no fuera España, y después de haber firmado el tratado
de Lunéville obtenía que España confirmara la cesión
definitiva de Luisiana. Esto último sucedió el 21 de marzo.
Aunque ya se ha dicho, debemos repetir que en los territorios de España
en América persistía la esclavitud, y por tanto persistía
en la Luisiana; y la permanencia de la esclavitud era para Napoleón
algo de extremada importancia, no sólo porque el tema entraba
en sus planes para negociar con Inglaterra, sino porque él sabía
que era imposible levantar una gran colonia sin esclavos.
Así, lo que Toussaint había hecho en Santo Domingo venía
a destruir todo lo que Napoleón había proyectado sobre
la base de mantener la esclavitud en unos lugares y ofrecer, por lo
menos, su restitución en otros. En el orden político —la
paz con los ingleses— y en el orden económico —la
gran colonia de la Luisiana—, Toussaint había golpeado
duramente a Bonaparte. ¿Cómo podría él desautorizarse
a sí mismo diciéndoles a Inglaterra y a los capitalistas
franceses, llamados a hacer inversiones en la Lousiana, que Toussaint
Louverture, ese negro de Saint Domingue, había actuado sin su
autorización y sin consultarle siquiera lo que pensaba hacer?
Toussaint, pues, había herido a Napoleón en su parte más
sensible, y la cólera de Bonaparte era como la de un dios que
tenía en las manos el poder de lanzar rayos.
Esa cólera es lo que explica la palabra "bandidos" —brigands—
usada por Napoleón contra Toussaint y sus principales jefes militares
cuando se refirió a ellos en una carta al general Leclerc, pero
es en sus planes sobre la Luisiana y en sus compromisos con Inglaterra
donde hay que buscar la explicación para su orden de que se dejara
"nula y sin efecto" la ocupación de la parte española
realizada por Toussaint y la de que los esclavos de esa parte, declarados
libres por Toussaint, fueran devueltos a su estado anterior, es decir,
al de la esclavitud. Ese proceso seguiría su curso en escalada,
la palabra puesta de moda por la guerra de Vietnam, hasta llegar a la
ley del 30 de floreal del año X —20 de mayo de 1802—,
con la cual se restableció la esclavitud en los territorios franceses
del Caribe, aunque por razones políticas se dieron órdenes
de que no fuera aplicada en Haití.
Después de haber obtenido la confirmación de la cesión
de la Luisiana, Napoleón comenzó a negociar la paz con
Inglaterra. Podemos presumir que necesitaba más que nunca esa
paz a fin de tener las manos libres para aplastar a Louverture, puesto
que esto no podía hacerse sin enviar a Haití una gran
fuerza dado que Toussaint era un jefe militar capaz y obedecido por
sus hombres; y el envío de una gran fuerza a Haití suponía
correr el peligro de un ataque a la flota que llevara esa fuerza. Había
una sola manera de evitar ese peligro: llegar a un acuerdo con los ingleses.
Napoleón comenzó a tratar con ellos tan rápidamente
que los artículos preliminares de la paz se firmaron en Londres
el 3 de octubre (1801).
Ahora bien, mientras discutía los términos de paz, el
primer cónsul estaba trabajando febrilmente en su plan de acabar
con Toussaint, y acumulaba barcos, hombres, armas, impedimenta; reunía
con su habitual energía los medios necesarios para aniquilar
a aquel caudillo negro del Caribe que había osado poner en peligro
sus planes políticos y económicos; y los preparativos
debieron parecerle escandalosamente lentos cuando le llegó la
noticia de que en el mismo mes en que sus representantes firmaban en
Londres los artículos preliminares de la paz, los esclavos de
Guadalupe se habían levantado y estaban destruyendo propiedades
y matando amos blancos, tal como había sucedido en Saint-Domingue
en 1791; en el desconcierto provocado por la rebelión el gobernador
había sido depuesto y había salvado la vida porque huyó
a tiempo y fue a pedir refugio a los ingleses de Dominica, lo que agregaba
a la situación un detalle que ponía a Bonaparte y a Francia
en ridículo.
En los planes de Bonaparte para actuar contra Toussaint debía
entrar España, y aunque el Gobierno español rehusaba verse
envuelto en los acontecimientos, Napoleón insistía como
si se tratara de algo absolutamente necesario para asegurar el éxito
de sus armas. Al final España tuvo que complacerle y enviar junto
con la francesa una escuadra mediana, compuesta de cinco navíos,
una fragata y un bergantín, al mando del almirante Gravina, cuyo
papel sería observar los acontecimientos sin tomar parte en ellos.
Otro tanto hicieron los Países Bajos, a los que Napoleón
presionó con ahínco.
Un síntoma elocuente de la vinculación afectiva, no meramente
política, del futuro emperador de los franceses con el plan de
actuar en Saint-Domingue está en la selección del jefe
de la operación. Este fue el general Víctor Emmanuel Leclerc,
que era su cuñado, el marido de Paulina Bonaparte. Sin duda el
general Leclerc era un militar brillante, que podía hacer un
papel también brillante en Saint-Domingue; pero en el ejército
francés los había tan buenos como él, y tal vez
mejores. Napoleón lo escogió porque era un familiar. Es
probable que en esto Napoleón actuara irracionalmente, guiado
por emociones que no podía dominar. Bonaparte era la encarnación
y además el líder indiscutido de la burguesía europea,
y como encarnación y líder de su clase estaba reaccionando
ante Toussaint, el antiguo esclavo que tomaba decisiones políticas
llamadas a afectar económica y políticamente la posición
de la burguesía francesa, como si le hubiera insultado personalmente;
y dado que él no podía ir personalmente al Caribe a imponer
su voluntad, enviaba a un familiar cercano. Sólo eso puede explicarla
selección de Leclerc para mandar la gigantesca operación
de Haití.
Leclerc fue nombrado capitán general de la colonia de Saint-Domingue
al comenzar el mes de noviembre. La flota y los soldados estaban siendo
reunidos en Brest, casi a la vista de la costa inglesa. La Ilota estaba
compuesta por 35 navíos de línea, 15 corbetas, 26 fragatas
y numerosas embarcaciones auxiliares y de transporte.
La fuerza de tierra era de 22.000 hombres, y con ellos iban los oficiales
veteranos de las campañas de Saint-Domingue. Ahí estaban
Donatien Joseph Marie Rochambeau, que había sido gobernador interino
de la colonia en los días de Sonthonax y Polverel; Kerverseau,
el antiguo representante de Francia en la parte española de la
isla —que había sido derrotado por las fuerzas de Toussaint
en el combate de Ñagá, a orillas del río Nizao,
cuando “el primero de los negros" se acercaba a la ciudad
de Santo Domingo—; los generales André Rigaud y Alexander
Pétion, los caudillos del sur de Haití, que tenían
muchos partidarios entre los mulatos y hasta entre los negros de la
colonia.
La enorme flota salió de Brest a mediados de diciembre —el
día 14— e iría a surgir en Samaná, una bahía
situada al este de la antigua parte española, adonde llegaría
entre los últimos días de enero y los primeros de febrero
de 1802.
El plan de campaña era simple y, curiosamente, opuesto a las
ideas estratégicas napoleónicas, que se distinguían
por la inclinación a usar la mayor concentración de fuerza
sobre un punto hasta romper la resistencia enemiga. En el caso de Haití
el plan era que a la llegada a Samaná la flota se dividiría
en escuadras y escuadrones y cada uno de ellos iría a tomar un
puerto determinado, de manera que a un mismo tiempo los expedicionarios
entrarían en todos los puertos de la isla que tenían valor
militar. Aunque se esperaba que Toussaint no opondría resistencia,
por lo menos en los primeros momentos, las órdenes eran tomar
los puertos a sangre y fuego si no capitulaban a la vista de los buques.
Una vez ocupados los puertos principales se despacharían columnas
a los lugares del interior que tuvieran importancia desde el punto de
vista militar. Cada comandante de escuadrón y cada jefe de columna
había sido seleccionado previamente y cada uno llevaba instrucciones
detalladas sobre lo que debía hacer. El general Leclerc se establecería
en Cap-Francais y retendría consigo la mayor parte de las fuerzas
—casi la mitad—, puesto que donde él estuviera estaría
el cuartel general expedicionario. Al llegar a Haití, el nuevo
capitán general de la colonia lanzaría una proclama asegurándoles
a los antiguos esclavos que Francia garantizaba su libertad y entregaría
a Toussaint una carta personal de Napoleón en la que se le pedía
que colaborara con las fuerzas francesas a cambio de lo cual se le ofrecían
honores y bienes.
En realidad, con todo su genio político, que era descomunal,
Bonaparte no comprendía lo que estaba sucediendo en el Caribe.
Para él aquellos negros de Haití y de Guadalupe eran seres
primitivos y desordenados a quienes había que someter al orden
sin demora y sin contemplaciones. El propio Napoleón había
llegado a la posición que ocupaba a causa de que en Francia se
había producido una revolución social, y sin embargo no
alcanzaba a darse cuenta de que lo que estaba sucediendo en el Caribe
era el resultado de esa misma revolución, con la diferencia de
que en Haití y en Guadalupe la revolución era más
profunda porque en esas islas los conflictos sociales habían
sido también más profundos. Las luchas de Napoleón
en Europa eran relativamente simples comparadas con las de Haití.
Las de Europa se libraban en dos niveles nada más: el de la burguesía
contra los restos políticos del capitalismo primitivo aliados
a los restos económico-políticos del feudalismo, y el
de las burguesías nacionales que combatían entre sí.
Por esa razón en Europa había nada más, ajuicio
de Napoleón, o gente rebelde al orden político, que provocaba
guerras civiles, o naciones enemigas, que provocaban guerras, y en los
dos casos había que usar contra ellos la fuerza. Pero en el Caribe
—cosa de la que él no se daba cuenta, se luchaba en varios
niveles: el social —esclavos contra amos—; el racial —negros
contra mulatos y blancos—; el internacional —guerra contra
los enemigos de Francia—. La decisión de aplastar a Toussaint
y de restablecer la esclavitud en las colonias iba a agregar a la lucha
haitiana otro nivel, el de guerra por la independencia, algo que Napoleón
no podía prever, y sería entonces cuando estallaría
de verdad el volcán de Haití, que hasta ese momento, aunque
Napoleón no lo sospechara, sólo había estado echando
humo y alguna que otra cantidad de lava... Debido a que no comprendía
lo que estaba sucediendo en el Caribe, Napoleón iba a usar en
Haití la violencia a toda su capacidad, y sucedería que
como en los días de Sonthonax, la escalada de la violencia sería
respondida con la escalada de la libertad.
Además de provocar en Haití la escalada de la libertad,
Napoleón estaba hiriendo intereses que él no tenía
en cuenta, como, por ejemplo, los de los Estados Unidos, Jefferson le
había prometido al primer cónsul ayudarle a deshacerse
de Toussaint, puesto que el ejemplo de Haití era peligroso para
el sistema esclavista norteamericano, y comenzó a cumplir su
promesa retirando el agente de su país en Port-au-Prince. Pero
Napoleón había mantenido en secreto sus negociaciones
con España sobre la Luisiana, y cuando Jefferson se enteró
de que España había cedido a Francia la Luisiana comprendió
que Haití iba a ser, necesariamente, la base desde la cual Napoleón
llevaría a cabo la expansión del poder francés
en la Luisiana, y una expansión del poder económico conllevaba
la del poder militar. Al darse cuenta de eso, Jefferson dijo que su
país no podía permitir que Nueva Orleáns estuviera
en poder de Francia, y decidió ayudar a Toussaint en su lucha
contra Napoleón autorizando la venta de armas, municiones y mercancías
de guerra a los haitianos.
Cuando recibió los informes sobre el número de barcos
y de hombres que tenía la flota francesa reunida en Samaná,
Toussaint se hizo cargo de la situación y se preparó a
combatir. Su comentario fueron estas palabras, simples y, sin "embargo,
patéticas: "Francia entera ha venido contra nosotros, a
vengarse y a esclavizar a los negros. Habrá que morir.
Sí, él moriría en la lucha, pero no Haití;
sólo que él moriría sin la satisfacción
de ver a su pueblo combatiendo por la libertad' y conquistándola.
Pues sucedía que el régimen que Toussaint había
organizado en Saint-Domingue no era lo suficientemente sólido
para soportar sin derrumbarse el embate del poderío francés,
y esa falta de solidez le costaría a Toussaint el poder y la
vida.
El régimen de Toussaint era intrínsecamente débil
porque pretendía mantener unidas, en una época de revolución,
a las fuerzas sociales más opuestas; y así, quería
satisfacer al mismo tiempo a los emigrados blancos y mulatos que habían
retornado devolviéndoles sus propiedades pero no sus esclavos,
y quería mantener la libertad de los negros y, sin embargo, los
obligaba a vivir adscritos a las tierras de sus antiguos amos con una
disciplina de trabajo tan dura, o más dura, que la que habían
conocido en los días de la esclavitud. En el orden político,
Toussaint quería ser libre en la isla de Santo Domingo —en
toda la isla, no sólo en la parte francesa— y al mismo
tiempo conservar el país como dependencia de Francia, lo que
quiere decir que pretendía satisfacer a la vez a los que podían
ser partidarios de la independencia total y a los que eran partidarios
de que Haití fuera una colonia sumisa. Sólo debido a que
su autoridad era muy grande podía Toussaint mantener esa situación
de equilibrio, pero su autoridad iba a quedar disminuida, primero, y
aniquilada, después, al llegar Leclerc, y al faltarle la autoridad
le sería imposible mantener la unidad de los habitantes de Haití;
cada clase social, y cada grupo de cada clase, actuaría de manera
autónoma. En pocas palabras, el rosario que se mantenía
unido por el hilo de la autoridad de Toussaint quedaría desgranado,
y en ese momento Toussaint estaría perdido, pues sin un pueblo
unido tras él no podría hacerle frente a Leclerc. La sociedad
organizada por Toussaint iba, pues, a hacer crisis.
Y, efectivamente, hizo crisis. A la sola noticia de que Rigaud, Pétion,
Chanlatte y otros generales mulatos llegaban con Leclerc, todo el Sur
se levantó en favor de ellos. En cuanto a los jefes militares
blancos que estaban a las órdenes de Toussaint en varios i; puntos
del país, la mayoría se pasó inmediatamente al
lado francés, con gran júbilo de los antiguos emigrados.
En la ciudad de Santo Domingo, cuya conquista le fue encomendada a Kerverseau,
Paul Louverture, el sobrino de Toussaint, jefe de la plaza, se rindió
tras un combate en el que no hubo resistencia apreciable; Como era lógico,
en algunos sitios los oficiales de Toussaint combatieron obstinadamente.
Algunos fueron derrotados, como Magny y Lamartiniere en Leogane; otros
resistieron más tiempo, como Maurepas en Port-de-Paix; otros
actuaron con una decisión heroica, como Christophe, encargado
de las defensas de Cap-Francais, que al recibir la intimación
francesa para que rindiera la plaza contestó con estas palabras:
"No entregaré esta ciudad, sino que la quemaré y
aun entre sus ruinas combatiré contra ustedes." Y, efectivamente,
le dio fuego a Cap-Francais.
Port-au-Prince cayó rápidamente en manos francesas, y
Dessalines, que cumpliendo órdenes de Toussaint había
incendiado Leogane, trató de hacer lo mismo con la capital, pero
no pudo hacerlo debido a que su retaguardia fue atacada y derrotada
por una columna de los hombres de Rigaud. En suma, Toussaint estaba
perdiendo la guerra velozmente porque sus fuerzas o se pasaban al enemigo
o se desbandaban o no podían hacer frente a las de Leclerc, y
eso indica que el fondo social en que se apoyaba Toussaint no era firme,
sino débil; no estaba unido tras él sino dividido. ¿Por
qué estaba dividido? Porque su régimen no podía
satisfacer todas las demandas de las fuerzas opuestas que convivían
en la sociedad haitiana. Ciento sesenta y cinco años después
de esa experiencia, el régimen de Ho-Chi-Minh, en Vietnam del
Norte, pudo resistir durante años los ataques más poderosos
y más brutales de la historia militar del mundo, sin que sucediera
lo que pasó en Haití, gracias a que el pueblo vietnamita
se mantuvo unido tras él. ¿Por qué? Porque su sistema
de gobierno satisfacía las necesidades de toda la población,
no meramente las necesidades económicas, sino también
las políticas, las sociales, las intelectuales, las morales.
Seguramente Toussaint fue un líder tan grande como Ho-Chi-Minh;
los que no eran iguales eran sus tipos de gobierno. Esta diferencia,
sin embargo, puede explicarse porque Toussaint vivió y actuó
en el siglo XVIII —iba a morir al comenzar el XIX—, época
en la que no era posible tener, y muchos menos aplicar, las ideas del
siglo XX.
A pesar de que estaba perdiendo la guerra desde el primer momento, Toussaint
no se rindió. Con Saint-Marc en manos de Dessalines y Gonaives
en las de Vernet, dos hombres leales, "el primero de los negros”
comenzó una guerra de guerrillas en la región sur del
departamento del norte, esa región que él conocía
tan bien como la palma de su mano, en la cual había sido el jefe
indiscutido cuando decidió abandonar el servicio de España
y entrar al de Francia, exactamente ocho años antes. En la guerra
de guerrillas, para la que no estaban preparados, los franceses perdían
hombres en cantidades alarmantes. Sin embargo, Vernet tuvo que abandonar
Gonaives, y Toussaint se vio forzado a replegarse sobre la ribera derecha
del Artibonite mientras dejaba a Christophe operando en el Norte.
Como había sucedido en la guerra anterior, la de 1802 en Haití
y Guadalupe mantenía inquietos a los negros de las Antillas y
de pronto repercutió donde menos podía esperarse, en el
"West India Regiment" que los ingleses habían usado
el año anterior en su ataque a las islas Vírgenes. Ese
regimiento estaba en abril de 1802 de guarnición en Dominica,
e inesperadamente, el día 9, estalló en sus filas una
rebelión tan enérgica, que los ingleses no pudieron dominarla
con fuerzas de tierra y tuvieron que cañonearlas posiciones de
los soldados negros con artillería naval. La rebelión
fue aplastada sin misericordia, al precio de más de cien soldados
muertos.
Impaciente como siempre, Napoleón había escrito a Leclerc
el 16 de marzo la carta en que llamaba bandidos a Toussaint, Christophe,
Dessalines, y en que le ordenaba enviarlos al continente tan pronto
les echara mano. El 27 de abril le escribía a Cambaceres, su
compañero de consulado, diciéndole que había que
restaurar en las colonias el Código Negro.
Toussaint tuvo que capitular ante Leclerc precisamente en esos días.
La capitulación fue firmada el 6 de mayo (1802) y Toussaint se
retiró a su propiedad de Ennery, cerca de Gonaives. En ese momento
operaban por todo Haití bandas que se dedicaban a matar, quemar,
destruir cuanto hallaban a su paso. Napoleón había desatado
de nuevo los demonios de la guerra social que Toussaint había
logrado adormecer, pero debía sentirse satisfecho porque aquellos
a quienes llamaba "bandidos" estaban rindiéndose a
sus tropas, y Toussaint —sobre todo, Toussaint— sería
hecho preso el 7 de junio y despachado hacia Francia, cargado de cadenas,
el día 15.
Mientras tanto, en Guadalupe la situación era parecida a la de
Haití, si bien no tan grave. Napoleón había enviado
desde Francia al general Richepanse, que iba dominando la situación,
tal como iba dominándola Leclerc en Haití. Por una curiosa
coincidencia, Richepanse moriría en Guadalupe antes de ver el
fin de la rebelión, como iba a morir Leclerc en Cap-Francais
cuando se iniciaba la etapa definitiva de las luchas de Haití.
Richepanse murió el 3 de septiembre (1802) y Leclerc el 2 de
noviembre. A Richepanse le tocó reponer la esclavitud en Guadalupe,
dando así cumplimiento a la ley de 20 de mayo de 1802.
El artículo I de esa ley —puesta en vigor cuando todavía
no se conocía en París la capitulación de Toussaint—
indica que Napoleón estaba cumpliendo lo que había ofrecido
a Inglaterra para llegar a la paz de Amiens. Decía ese artículo
que en las colonias restituidas a Francia en ejecución del tratado
de Amiens... se mantendrá la esclavitud de conformidad con las
leyes y reglamentos anteriores a 1789". El artículo III
era más revelador todavía: "La trata de negros y
su importación en dichas colonias tendrá lugar de acuerdo
con las leyes y reglamentos en vigor antes del indicado año de
1789", lo que en suma quería decir la reposición
del Código Negro. Las palabras "trata de negros y su importación"
estaban denunciando el interés de los tratantes ingleses de esclavos
en los acuerdos que condujeron a la paz de Amiens. Sólo si vemos
a través de esas palabras y del artículo I de la ley del
20 de mayo de 1802 lo que tenía Napoleón entre manos,
podemos comprender qué clase de fuerzas concitó Toussaint
contra él y contra su país cuando invadió la parte
este de la isla de Santo Domingo.
Guadalupe no se hallaba incluida entre las "colonias restituidas
a Francia en ejecución del tratado de Amiens" porque esa isla
no había caído en manos inglesas; sin embargo, Richepanse
puso en vigor la ley del 20 de mayo en Guadalupe antes de haber terminado
la pacificación de la colonia, y, como es lógico, esa medida
provocó un renacimiento de la rebelión. Alarmado por lo
que podía suceder, Richepanse metió en la Cocard,
una fragata que tenía a su disposición, unos cuantos centenares
de negros a los que consideraba los más peligrosos y despachó
la fragata hacia Cap-Francais. Fue uno de esos errores que hacen época.
La llegada de los esclavos rebeldes de Guadalupe diseminó por todo
Haití la noticia de que la esclavitud había sido repuesta
en aquella colonia, y los negros haitianos dedujeron, con buena lógica,
que iba a ser repuesta también en Saint-Domingue. Por eso —se
dijeron— fue Toussaint hecho preso y deportado a Francia.
La fragata Cocard había
llegado a Cap-Francais al comenzar el mes de octubre. Pues bien, el día
10 se declaraba en rebeldía contra Francia el general Clervaux,
que era un jefe mulato prestigioso, y con la defección de Clervaux
comenzó el desastre de Napoleón, en Haití, pues a
él le seguiría Pétion, y Pétion era la segunda
figura entre los mulatos de Haití.
¿Cómo se explica que la guerra de independencia, esto
es, la fase final de las guerras de Haití, comenzara con la rebelión
de dos jefes mulatos? ¿No habían sido ellos buenos servidores
de Francia; no habían llegado los más renombrados con
las tropas de Leclerc?
Pues se explica porque, como dijimos, Napoleón no comprendía
lo que estaba sucediendo en el Caribe. Para él, lo que había
habido en Haití eran guerras civiles, de carácter puramente
político, no guerras sociales, y por eso en su carta del 16 de
marzo a Leclerc llamaba a los negros y a los mulatos indistintamente,
"autores de las guerras civiles", y pedía que fueran
enviados todos al continente. Antes aun de haber enviado a Toussaint
a Francia, Leclerc había hecho lo mismo con Rigaud; de manera
que cuando llegó la hora final de la crisis de Haití,
Clervaux y Pétion y los demás jefes mulatos se daban cuenta
de que Francia los perseguía a ellos tanto como a los negros;
por eso se adelantaron a Dessalines y Christophe en la lucha por la
independencia de Haití. Así, puede decirse que fue Napoleón
quien precipitó la transformación de las luchas sociales
de Haití en lo que hoy llamamos guerra de liberación nacional.
Inmediatamente detrás de los jefes mulatos se lanzaron a la guerra
Dessalines, Christophe y varios otros jefes negros de menor categoría.
Se iniciaba el alud incontrolable de la revolución haitiana,
y en ese momento —2 de noviembre— moría el general
Leclerc de fiebre amarilla. Paulina Bonaparte se quedaba viuda y además
en una tierra sublevada. Al saber la noticia, Napoleón comenzó
a gritar: "¡Maldito azúcar, maldito café, malditas
colonias!" Unos meses después, el 30 de abril, vendía
a los Estados Unidos el territorio de la Luisiana, donde había
soñado establecer la más vasta y rica colonia de Francia.
El lugar de Leclerc fue ocupado por el general Donatien Marie Joseph
Rochambeau. Rochambeau conocía la vida de las colonias; había
sido gobernador interino de Saint-Domingue y en propiedad de Martinica
en la primera etapa de la Revolución; debía saber, pues,
cómo comportarse en esa guerra revolucionaria que había
estallado de pronto, en la que se mezclaban en grado altamente radicalizados
los elementos de la guerra social, la racial, la civil, ahora estimulados
por el miedo a retornar a la esclavitud y por la decisión de
acabar con el poder francés en la colonia. Y, sin embargo, el
general en jefe francés, de maneras de gran señor, pensó
pacificar el país mediante el terror sin llegar a comprender
que en ese terreno los antiguos esclavos irían más lejos
que él. Así, sus invitados a una fiesta le vieron lanzar
sobre sus propios esclavos perros feroces, que había llevado
de Cuba, como los habían llevado las autoridades de Jamaica en
1795. Se conoce una nota de Rochambeau a vino de sus oficiales al que
le mandaba unos cuantos de esos perros, en la que decía que no
les diera alimento porque ellos se alimentaban con carne de negros.
El 7 de abril de 1803 moría en el castillo-prisión de
Joux Toussaint Louverture, el único hombre que hubiera podido
contener por algún tiempo el estallido haitiano, y en el mes
de mayo Inglaterra y Francia rompían las hostilidades iniciando
así una nueva guerra diecinueve meses después de haber
terminado la anterior. La guerra repercutió inmediatamente en
el Caribe y en Haití, pues la escuadra inglesa basada en Jamaica
pasó en el acto a bloquear los puertos haitianos, de manera que
Rochambeau no pudo recibir refuerzos, ni alimentos, ni medicinas, ni
nada de lo que Francia podía enviarle para sostenerse.
El 21 de junio, los ingleses atacaron y tomaron Santa Lucía en
cuarenta y ocho horas, y en menos tiempo aún tomaron Tobago el
1 de julio.
Para entonces las bajas francesas en Haití pasaban de 40.000.
Día tras día, Rochambeau veía sus fuerzas disminuidas
sin que pudiera reponerlas; día tras día, también,
esas fuerzas iban replegándose hacia los puertos y abandonando
el interior a los haitianos. Al terminar el mes de julio éstos
atacaron y tomaron Jérémie, y al comenzar el de septiembre
los franceses entregaban Saint-Marc a los ingleses; en octubre caían
en manos haitianas Jacmel y Les Cayes. De manera que a fines de ese
mes todo el Sur y todo el Oeste estaban libres de franceses.
Rochambeau se mantenía en Cap-Francais con 8.000 hombres, y hasta
allí fueron a atacarlo Dessalines y los más altos jefes
de Haití, que llevaban consigo 25.000 soldados a quienes hacían
invencibles una sólida unidad afirmada en la decisión
de hacer libre a su tierra. Dessalines, reconocido ya por todos los
jefes haitianos, negros y mulatos, como el comandante general de Haití,
lo había expresado con tres palabras: "Libertad o muerte."
La batalla de Cap-Francais comenzó el 18 de noviembre y los actos
de heroísmo de los negros y los mulatos fueron tan impresionantes,
que en un momento dado el general Rochambeau ordenó suspender
el fuego y despachó un oficial con bandera blanca para llevar
una felicitación suya destinada a un general haitiano cuya conducta
en el combate le había llenado de admiración. Rochambeau,
el de los feroces perros cazadores de esclavos, comprendió que
con esos hombres no había nada que hacer y ofreció negociar
la evacuación de Haití. Las negociaciones comenzaron inmediatamente
y terminaron en pocos días. La guarnición francesa abandonó
la ciudad sin un incidente y embarcó en una escuadra que estaba
surta en el puerto; después de eso, el día 29, los vencedores
entraron en la ciudad y el día 30 salían los buques franceses,
que tuvieron que rendirse a la escuadra inglesa, de manera que Rochambeau
y sus 8.000 hombres fueron llevados prisioneros a Jamaica. El 3 de diciembre
embarcaba la guarnición de Saint-Nicolás, la última
que quedaba en suelo haitiano, y solo uno de los seis buques en que
iba pudo escapar a la persecución inglesa.
El 1 de enero de 1804 se lanzaba la proclama de independencia de Haití
y con ella quedaba restablecida la segunda república de América
y la primera república negra del mundo.
Para que pudiera producirse un acontecimiento como ése habían
muerto más de 50.000 franceses sólo en la última
guerra y más de 100.000 negros desde 1791; y el país había
sido asolado y los que fueron sus amos —los amos de la tierra,
los amos del dinero, los amos de las fábricas de azúcar
y de ron, los amos de los hombres— yacían calcinados en
las ruinas de sus hermosas casas o enterrados en los bordes de los caminos,
y muchos —los más— morirían en la emigración,
esperando hasta el último día la noticia de que ya podían
volver a Haití porque Haití, al fin, había sido
liberada de sus bárbaros tiranos negros.
Capítulo XVIII
En los umbrales de la gran conmoción
La guerra de Napoleón
contra Gran Bretaña, que, como ya sabemos, comenzó en
mayo de 1803, terminaría en mayo de 1814. En esos once años
iban a acumularse las contradicciones europeas a tal punto, que provocarían
cambios sustanciales en las lejanas tierras caribes. En algunos casos
las contradicciones de los combatientes en Europa ayudaron a precipitar
cambios; por ejemplo, la etapa final de las luchas de Haití recibió
un impulso poderoso con el bloqueo de los puertos de Saint-Domingue,
llevado a cabo por la escuadra inglesa.
La actividad de los ingleses en el mar de las Antillas no fue importante,
en sentido general, durante el año de 1803; se redujo a la conquista
de Santa Lucía y Tobago, a destruir una fuerza naval francesa
en un combate que se llevó a cabo cerca de Guadalupe, a cañonear
desde el mar la isla de Curazao y a bloquear los puertos de Haití.
En 1804 fue todavía menor, puesto que lo único que hicieron
—excepto las inevitables luchas de corso, que eran constantes
en, el Caribe cuando había guerras— fue establecer una
fuerza de unos 200 hombres con dotación de artillería
en un islote elevado que había al sur de Martinica, en una posición
que dominaba por ese lado el canal de acceso a Fort-de-France, nombre
que se le había dado a Fort-Royal después de la decapitación
de Luis XVI.
Sin embargo, el dominio casi absoluto del Caribe que tenían los
ingleses, gracias a su indudable poderío naval, estaba llamado
a trascender al campo económico e iba a afectar de manera profunda
la vida de muchos pueblos de la región. Mientras Napoleón
se empeñaba en que toda Europa se sumara al bloqueo de Inglaterra,
los ingleses bloqueaban a Napoleón desde el Cari be y llegaron
a anular prácticamente el comercio de la zona con Europa. Eso
determinó, por ejemplo, que Europa no pudiera consumir azúcar
de caña y tuviera que aplicarse a producir azúcar de remolacha;
también determinó que los territorios del Caribe aumentaran
sus relaciones comerciales con los jóvenes Estados Unidos, cuyos
barcos tocaban sus puertos sin inconvenientes debido a que su país
era neutral en la guerra franco-inglesa, excepto en el periodo comprendido
entre junio de 1812 y diciembre de 1814, que correspondió al
de la guerra de los Estados Unidos con Gran Bretaña. Cuando los
ingleses tomaron e incendiaron la ciudad de Washington, numerosos corsarios
norteamericanos pasaron a operar en aguas del Caribe, pero sólo
atacaban, desde luego, barcos ingleses.
La guerra iba a afectar al Caribe también en otro sentido. Temerosos
de que los esclavos de sus colonias en la región se les rebelaran
mientras ellos estaban llevando a cabo su guerra a muerte contra Napoleón,
los ingleses procedieron a declarar la abolición de la trata
de negros —sólo de la trata, no de la esclavitud—,
con vigencia a partir del 1 de marzo de 1808. La medida iba a tardar
algunos años en ser aplicada porque los tratantes ingleses de
esclavos, que formaban un grupo de mucho poder económico y fuerte
influencia política, no aceptarían dócilmente la
decisión de su Gobierno, pero tuvo efectos a largo plazo debido
a que preparó el camino para la abolición de la esclavitud
en los territorios ingleses, lo que sucedería en el año
de 1834.
Al comenzar el 1805 Napoleón estaba empeñado en llevarla
guerra a las propias Islas Británicas. Para ese fin había
concentrado fuerzas enormes en Boulogne, esto es, frente a la costa
inglesa del canal de la Mancha y en el punto donde éste es más
estrecho. Pero para llevar sus ejércitos al lado inglés
del canal, Bonaparte necesitaba tener a su disposición las escuadras
de Francia y de España, y sucedía que los ingleses tenían
bloqueados la salida de Brest, donde se hallaba la parte más
importante de la escuadra francesa del Atlántico, y los puertos
españoles donde se hallaba la española. Napoleón
planeó distraer la atención de los ingleses haciéndoles
creer que su flota del Atlántico había logrado salir y
había ido a operar en el Caribe, con lo que esperaba que los
ingleses dirigirían sus mejores fuerzas navales hacia las Antillas;
y tuvo razón. El 11 de enero el almirante Edward Thomas Missiessy
logró salir de Rochefort, es decir, del centro de la costa atlántica
francesa, y se dirigió resueltamente al Caribe; mientras tanto,
el almirante Fierre de Villeneuve salía de Tolón, la base
naval de Francia en el Mediterráneo; el 24 del mismo mes se dirigió
al estrecho de Gibraltar, lo cruzó y entró en Cádiz
para unirse allí con la flota española que mandaba el
almirante Gravina. Villeneuve y Gravina debían salir también
hacia el Caribe, donde se les uniría Missiessy, y ya unidos todos
volverían al Atlántico para romper el bloqueo de Brest
y librar a la flota que estaba embotellada en ese puerto; una vez hecho
esto, toda la fuerza naval francoespañola entraría en
el canal de la Mancha, embarcaría las tropas acampadas en Boulogne
y se dirigiría a Inglaterra.
Pero el grandioso plan napoleónico fracasó porque Villeneuve
y Gravina no pudieron salir de Cádiz inmediatamente. Nelson,
que comandaba la flota inglesa del Mediterráneo, se enteró
de lo que estaban haciendo los enemigos, acudió a semi-bloquear
el puerto de Cádiz y salió inmediatamente para el Caribe;
no encontró allí la flota aliada y retornó a aguas
europeas. Mientras tanto, Missiessy llegó a Martinica a mediados
de febrero. Con su escuadra anclada en Fort-de-France y sin un plan
de operaciones que ejecutar, se le presentó una ocasión
de hacer algo cuando el gobernador le propuso conducir a Dominica unas
tropas que debían tomar esa isla. Missiessy lo hizo y el 21 de
febrero desembarcó en Dominica las fuerzas del general Joseph
La Grange, que hallaron resistencia de los ingleses. La resistencia
fue vencida y La Grange tomó Rousseau, la capital de la isla;
sin embargo, los británicos no abandonaron Dominica lo que hicieron
fue retirarse hacia el Norte y hacerse fuertes en la bahía de
Prince Rupert. La escuadra de Missiessy bombardeó las posiciones
inglesas de Prince Rupert, pero como su papel consistía en esperar
a Villeneuve y Gravina para unirse a ellos y retornar a Francia, no
hizo esfuerzos para conquistar Prince Rupert y se dirigió a Saint
Kitts.
Mientras Missiessy navegaba de Dominica a Saint Kitts estaba sucediendo
algo muy importante en la isla de Santo Domingo, en cuya porción
occidental, como sabemos, se hallaba la República de Haití.
Jean Jacques Dessalines, el gobernante haitiano, invadía en ese
momento la antigua parte española de la isla al frente de unos
30.000 hombres que eran la mayor y la mejor parte de las fuerzas de
Haití.
La guerra de independencia de Haití se había circunscrito
a la parte de la isla que había sido tradicionalmente francesa,
esto es, a la que se había llamado en el último siglo
Saint-Domingue. No se comprende por qué los haitianos no llevaron
esa guerra a la parte del Este, que era territorio francés desde
1795, por lo menos legalmente, y de hecho estaba siéndolo desde
que tenía gobernador y soldados franceses. Esa parte del Este
se hallaba mal guarnecida. Al producirse la capitulación de Rochambeau
en Cap-Francais, en el este de la isla no había más de
1.000 soldados de Francia y prácticamente ninguna milicia del
país. A los haitianos les hubiera sido fácil aniquilar
ese pequeño número de enemigos. Pero quizá los
ingleses, que tanta ayuda les dieron a los haitianos con su bloqueo
de los puertos de Saint-Domingue, les pidieron que no atacaran la antigua
parte española. Esto puede deducirse de ciertas relaciones sospechosas
que tenía con los ingleses el general Kerverseau, gobernador
de esa parte. Sea por lo que fuere, es el caso que al proclamarse la
independencia de Haití el territorio de la que había sido
posesión española quedó en manos de Francia, situación
muy peligrosa para la recién nacida república negra, pues
a pesar de la dura lección que había recibido en Haití,
Napoleón no podía resignarse a dar por perdida la que
había sido la colonia más rica de Francia.
Desde enero de 1804 el general Jean-Louis Ferrand había depuesto
a Kerverseau —a causa precisamente de sus relaciones con los ingleses—
y gobernaba la parte del este de la isla. Ferrand había llamado
a los emigrados de Saint-Domingue que se hallaban en el Caribe para
que acudieran a Santo Domingo y estaban llegando muchos de ellos; el
cónsul de Francia en Cuba había ordenado a los franceses
refugiados en esa isla que fueran a cumplir su servicio militaren Santo
Domingo; además, Ferrand había puesto guarniciones fuertes
en los puntos fronterizos con Haití y había decretado
libertad para cazar y vender como esclavos a los haitianos que fueran
cogidos en territorio de Santo Domingo. Des salines pensó que
todas esas medidas anunciaban un ataque y decidió atacar él
antes.
Los ejércitos haitianos entraron en la antigua parte española
en dos columnas, una que tomó la ruta del Norte y otra la del
Sur. La del Norte iba bajo el mando de Christophe y se dirigía
a Santiago de los Caballeros, desde donde debería seguir a reunirse
con Dessalines frente a la ciudad de Santo Domingo. Christophe halló
resistencia al cruzar el río Yaque, a poca distancia de Santiago;
la arrolló con facilidad, pero tuvo que combatir duramente después
de haber cruzado el Yaque. Las pérdidas de los haitianos fueron
altas, de unos 300 muertos, y las de los defensores mucho más
altas. Entre éstas hubo que contar al jefe de la plaza, Serapio
Reinoso, que, como todos sus hombres, era natural del país. Christophe
había anunciado que si hallaba oposición para entrar en
la ciudad tomaría represalias, y las tomó en exceso. Todas
las personas llamadas en la época "'notables” fueron
ahorcadas o muertas en sus hogares a tiros o a la bayoneta; se mató
también a los que huían y se remató a los heridos
de la batalla. Después de haber ejecutado las represalias el
ejército de Christophe siguió su marcha hacia la ciudad
de Santo Domingo.
Dessalines había hallado también resistencia en un punto
llamado Tumba de los Indios, donde unos 300 soldados, bajo el mando
de un coronel francés, quisieron impedir el paso del jefe haitiano
hacia el Este. Dessalines barrió a los defensores de Tumba de
los Indios, fusiló a los que tomó prisioneros, entre ellos
el coronel jefe del destacamento francés, y el de marzo se hallaba
acampado en las afueras de la amurallada ciudad de Santo Domingo. El
día 7 llegó Christophe con sus tropas y comenzó
el sitio de la capital de la antigua parte española de la isla.
El 5 de marzo se había presentado el almirante Missiessy en aguas
de Saint Kitts. La población de Basseterre, y con ella toda la
guarnición, se refugió en Brimstone Hill. Missiessy no
pretendió atacar Brimstone Hill; lo que hizo fue despachar unidades
de su escuadra a Nevis y a Monserrate, cuya población, como la
de Basseterre en Saint Kitts, tuvo que pagar fuertes rescates para que
Missiessy no destruyera sus propiedades. Mientras tanto, su escuadra
apresó todas las embarcaciones inglesas que se hallaban en los
puertos de esas islas o que navegaban por sus aguas. Estando allí
recibió Missiessy noticias de lo que sucedía en Santo
Domingo; inmediatamente reunió su escuadra y acudió en
auxilio de Ferrand.
La llegada de Missiessy a Santo Domingo fue realmente providencial.
La situación de los franceses sitiados y de la población
que no había podido ser evacuada era en verdad muy difícil,
tan difícil que no tenía posibilidades de salvación.
Hacía ya tres semanas que las tropas estaban haciendo salidas
desesperadas para romper el cerco; habían hecho salir hacia los
campos vecinos a miles de habitantes y, sin embargo, no tenían
ya provisiones para alimentar a los restantes y a la tropa; habían
perdido muchos hombres en combates y escaramuzas, entre ellos un jefe
del país de mucho prestigio, don Juan Barón. Ferrand esperaba
el asalto definitivo de un momento a otro y sabía que no podría
resistirlo, pues Dessalines tenía a sus órdenes 30.000
soldados. Y, efectivamente, el jefe haitiano había fijado ese
asalto para el día 27. Missiessy se presentó a la vista
de la ciudad el día 26.
La escuadra de Missiessy salvó a los defensores de Santo Domingo
de un fin catastrófico, pues Dessalines temió que esos
buques fueran parte de una flota y que el resto de esa flota estuviera
dirigiéndose a Haití mientras él se hallaba con
la mayor parte de las fuerzas haitianas y con sus mejores generales
en Santo Domingo, y dio orden de levantar el sitio y salir hacia Haití.
La escuadra de Missiessy estuvo cañoneando las columnas de Dessalines
cuando éstas pasaban por las vecindades de la bahía de
Ocoa, lo que confirmó las sospechas de Dessalines; de ahí
tomó rumbo hacia el sudeste del Caribe con la esperanza de hallar
a Villeneuve y Gravina o de saber dónde se encontraban. Mientras
tanto, Dessalines hacía su retirada destruyendo cuanto hallaba
a su paso, quemando viviendas y matando animales; sin embargo, fue la
columna de Christophe, que se retiraba por el Norte, la que hizo estragos,
puesto que destruyó por el fuego casi todas las poblaciones de
su ruta; en una de ellas, llamada Moca,-ordenó el degüello
de todos los habitantes que se habían refugiado en la iglesia,
y algo similar hizo en Santiago de los Caballeros; además, se
llevó consigo en calidad de rehenes más de 3.000 personas,
entre ellas mujeres y niños.
Villeneuve y Gravina, mientras tanto, habían salido de Cádiz
en el mes de abril y navegaban hacia el Caribe, si bien sólo
hay noticias de la llegada de Villeneuve a Martinica, lo que sucedió
a mediados de mayo. Ya Missiessy se había ido a Francia, cansado
de esperar a sus compañeros. El almirante Nelson tuvo noticias
de la salida de Villeneuve y Gravina hacia el Caribe y sin perder tiempo
se dirigió de nuevo a las Antillas.
Villeneuve decidió aprovechar su viaje a Martinica y se dedicó
a la tarea de sacar a los ingleses del islote en que se habían
hecho fuertes el año anterior, para lo cual estuvo bombardeándolo
dos semanas. El islote se rindió el 2 de junio, y Nelson llegó
a Barbados el día 4. Nelson estuvo quince días recorriendo
el sudeste del Caribe en busca de la flota francoespañola y no
pudo dar con ella porque había salido al Atlántico y retornaba
a aguas de España, de manera que el almirante inglés fue
a reaprovisionarse a Barbados y de ahí salió nimbo al
Mediterráneo. Las flotas de Villeneuve y Gravina hicieron contacto
con la inglesa del almirante Calder frente al cabo de Finisterre el
22 de julio, y allí estuvo a punto de decidirse la suerte de
Inglaterra, pues Calder se vio forzado a retirarse con sus buques maltrechos;
pero en vez de dedicarse a perseguir a los vencidos, como deseaba Gravina,
Villeneuve entró en Vigo, de donde salió para ir a encerrarse
otra vez en Cádiz; y ya se sabe lo que sucedió cuando
los buques franceses y españoles salieron de Cádiz; fue
ron vencidos por Nelson en Trafalgar el 21 de octubre (1805), y todo
lo que Napoleón había acumulado en Boulogne para invadir
Inglaterra quedó sin uso, por lo menos en suelo inglés.
La derrota de Trafalgar dejó a los franceses sin poder naval
para atender a sus necesidades en Europa y en el Caribe. En el Caribe,
desde luego, la fuerza de mar británica era muy superior a la
de Francia. El 6 de febrero (1806), una escuadra inglesa al mando del
almirante sir John Duckworth sorprendió un escuadrón francés
de cinco navíos de línea en la ensenada de Palenque, tan
cerca de la ciudad de Santo Domingo —hacia el Sudeste— que
puede decirse que el combate se dio a la vista de la ciudad. Todos los
navíos franceses, que se hallaban bajo el mando del contraalmirante
Lessiegues, fueron o hundidos o capturados. De haber dispuesto de fuerzas
terrestres, los ingleses hubieran podido tomar la ciudad ese día.
Sin embargo, en los planes británicos no entraba por el momento
la conquista de territorios franceses. Inglaterra planeaba seguir dominando
las aguas del Caribe y al mismo tiempo crearle perturbaciones a Napoleón
a través de España, que era la aliada del agresivo emperador.
Para eso Inglaterra contaba con Francisco de Miranda.
Miranda era el venezolano de más nombradla y mejores relaciones
fuera de su país. Había roto hacía años
con el régimen español; había viajado por toda
Europa, por Rusia, por los Estados Unidos; había participado
en la Revolución francesa y se había distinguido como
general mandando tropas de Francia. Su actuación fue decisiva
para que los franceses lograran la victoria de Valmy, que tuvo tanta
trascendencia política. Fue él quien tomó Amberes
y la Güeldres austríaca. Pero cuando Dumoriez se pasó
al enemigo y provocó el subsiguiente desastre de Neerwinden,
se acusó a Miranda de tener responsabilidad en esa derrota porque
estaba al mando del ala izquierda francesa y no actuó como debió
hacerlo. Acusado de traición, fue absuelto en mayo de 1793, pero
ya estaba marcado, y además era girondino; de manera que al comenzar
poco después la era del Terror fue perseguido y estuvo preso
hasta la caída de los jacobinos. El Directorio le acusó
de hallarse envuelto en una conspiración realista y se le condenó
a vivir fuera de París. Miranda no acató la condena; retornó
a París y reclamó que se revisara su proceso, con lo cual
lo que consiguió fue que le hicieran otra acusación y
le condenaran a deportación en la Cayena. Esa vez Miranda no
pretendió seguir luchando para probar su inocencia; decidió
salir de Francia y se fue a vivir a Inglaterra, donde había estado
antes. Su fuga a Inglaterra tuvo lugar a principios de 1978.
Francisco de Miranda vivía obsesionado por la idea de encabezar
una lucha que terminara con la independencia de los territorios españoles
de América, de manera que en todos los países donde estuvo
se esforzaba en hacer amistades con personas importantes para presentarles
sus planes. A William Pitt, jefe del Gobierno inglés, se los
había presentado en 1790, durante su primer viaje a Londres,
y se los volvió a presentar en 1798. Pitt oyó a Miranda
con atención, pero usó los proyectos del infatigable venezolano
para insinuarle al Gobierno español que si no rompía con
Bonaparte, Inglaterra le proporcionaría a Miranda medios para
iniciar su lucha contra España. Miranda, que se dio cuenta de
que estaba siendo utilizado por Pitt como instrumento político,
se fue a Francia, donde, desde luego, era difícil que pudiera
conseguir apoyo de Napoleón, que para entonces se había
convertido en primer cónsul y necesitaba el respaldo español
en su lucha contra Inglaterra. Así, Miranda volvió a Londres.
Cuando en mayo de 1803 se renovó la guerra franco-inglesa, y
España entró en ella del lado francés, Miranda
volvió a la carga sobre Pitt. Sin embargo, Pitt no podía
ayudar a Miranda abiertamente en una acción contra Venezuela
porque don Manuel Godoy, el jefe del Gobierno español, se mantenía
en contacto con Pitt y le daba esperanzas de que en cualquier momento
España rompería con Napoleón y haría la
paz con los ingleses. Miranda se desesperaba y decidió irse a
los Estados Unidos; pidió cartas de presentación para
algunas personalidades norteamericanas y ayuda económica. Pitt
ordenó que le dieran las cartas, 6.000 libras esterlinas y autorización
para girar poruña cantidad igual. El tenaz venezolano llegó
a Nueva York a principios de noviembre (1805) y al comenzar el mes de
febrero de 1806 salía hacia las costas de Venezuela a bordo de
la corbeta Leander. Iba a mandar, y a ejecutar él mismo, la primera
expedición armada que tenía como destino iniciar la lucha
por la libertad de un territorio español en América. Por
esa razón, Francisco de Miranda es conocido en la historia americana
con el título de El Precursor.
En su ruta hacia la costa venezolana del Caribe se le unieron a Miranda
dos goletas que formaban parte de la expedición y habían
salido antes que él de Nueva York. Eran la
Bacchus y la Bee, que llevaban varios voluntarios norteamericanos.
La pequeña flotilla se presentó frente a Puerto Cabello
a fines de marzo, pero Miranda no pudo poner hombres en tierra y tuvo
que retirarse a Trinidad. La Bacchus
y la Bee fueron apresadas en el mes de abril por dos navíos
españoles, el Celoso y el Argos,
y los norteamericanos que fueron cogidos a bordo murieron en la horca.
Miranda no se desanimó con ese fracaso; se fue a solicitar ayuda
de los ingleses de Trinidad y Barbados para organizar una expedición
más fuerte. Mientras tanto, en esos días entró
en el Caribe un escuadrón francés comandado por el contralmirante
Villaumez, en el cual servía como capitán Jéróme
Bona-parte, el hermano menor de Napoleón. Los buques franceses
estuvieron navegando entre Saint Kitts, Nevis y Monserrat, dedicados
a la captura de embarcaciones inglesas, pero no pasaron de ahí.
Eso sucedía entre los meses de junio y julio. En agosto llegaba
Miranda a la Vela de Coro, un poco al poniente de Puerto Cabello. Tenía
en esa ocasión una flotilla de ocho goletas armadas y tomó
fácilmente la ciudad de Coro, en la que permaneció diez
días. En esos diez días sólo se le ofrecieron como
voluntarios dos esclavos prófugos y una negra presa. Ante tan
pobre adhesión, Miranda decidió retirarse y volvió
a los Estados Unidos. Retornaría a Venezuela cuatro años
más tarde en situación muy diferente.
Ya para ese año de 1806 las escuadras de Francia, España
y los demás países que habían sido arrastrados
por Napoleón a la guerra contra los ingleses no podían
operar en el Caribe, bien porque carecían de suficientes buques,
bien porqué las escuadras inglesas no le permitían alejarse
mucho de las costas de Europa. Por la razón que fuera, Inglaterra
era la dueña del mar de las Antillas. Para Inglaterra era ventajoso
mantener su predominio en el Caribe a base de buques bien artillados
y marinos competentes, puesto que no tenía necesidad de distraer
fuerzas terrestres ocupando las islas ni tenía que verse envuelta
en el complicado proceso político que conllevaba la ocupación
de posesiones ajenas, en las que había "pueblos con otras
lenguas, otros hábitos y sentimientos de lealtad y amor a países
enemigos de Inglaterra. Pero sucedía que algunas de las islas
francesas no ocupadas por los británicos, y especialmente las
danesas y holandesas, se habían convertido en nidales de corsarios,
y esos corsarios hacían mucho daño a los barcos de bandera
inglesa, sobre todo a los más pequeños que se dedicaban
a! tráfico entre islas cercanas. La situación económica
de todo el Caribe empeoraba a medida que se prolongaba el bloqueo de
Napoleón a Inglaterra y el que a su vez Inglaterra le hacía
a Europa, y la desesperación lanzaba a la gente al corso. Una
embarcación capturada —que debía ser necesariamente
en todos los casos de bandera inglesa— llevaba siempre algo que
vender o que comer, y la propia embarcación se vendía.
El notable crecimiento de las actividades de los corsarios llevó
a los ingleses a decidir que debían tomar, o por lo menos atacar
duramente, todas las islas donde hallaban refugio los corsarios.
Así, el 1 de enero de 1807 cuatro fragatas, mandadas por el capitán
Charles Brísbane, se presentaron frente a Curazao, cañonearon
la ciudad de Willemstaadt y demandaron la rendición de la isla.
La pequeña guarnición holandesa hizo alguna resistencia,
pero al fin Curazao cayó en manos británicas. El día
25 de diciembre Saint Thomas y Saint John se entregaban sin combatir
a la imponente flota del almirante sir Alexander Crochrane.
En esos días la situación europea se complicaba en forma
alarmante. La crisis desatada por las guerras napoleónicas iba
a entrar en un período convulsivo y el impulso de esas convulsiones
se trasladaría al Caribe. Era inevitable que sucediera así,
dada la condición de frontera imperial que tenía la región.
Napoleón se hallaba en estado de desesperación porque
no podía asestarle a Inglaterra un golpe decisivo. El desastre
de Trafalgar era una puñalada que le sangraba continuamente.
La presión que se levantaba contra él en Europa le obligaba
a ir de batalla en batalla, convirtiendo en aliados a los vencidos porque
necesitaba aunar fuerzas para obligar a Inglaterra a sometérsele.
Cambiaba el mapa europeo creando y deshaciendo reinos, federaciones,
principados o ducados; consumía miles y miles de hombres y millones
y millones de francos. Pero Francia no podía responderle ya como
en los tiempos heroicos. España le había dado fortunas
enormes y hombres, y sin embargo Manuel Godoy hacía tratos ocultos
con Inglaterra, y Portugal se había negado resueltamente a sumarse
a los países que estaban bloqueando a la Gran Bretaña.
La larga y costosa lucha de la burguesía francesa por la conquista
del poder había terminado precisamente al llegar Napoleón
al Gobierno de Francia y había llegado la hora de dejarla que
disfrutara de todo lo que podía ofrecer ese poder, pero Napoleón
no le proporcionaba descanso, sino que le exigía más esfuerzos,
más dinero, más soldados. Esa es la razón profunda
de la crisis, sólo que Napoleón no alcanzaba a comprenderlo
y les achacaba la responsabilidad de su situación a Manuel Godoy
y a Carlos IV, en quienes no confiaba, y a Portugal, que se negaba a
colaborar con él.
Parece que el emperador estuvo pensando adueñarse de España
desde el 1806, pero después desvió el golpe hacia Portugal,
y una vez que planeó tomar y desmembrar este país envolvió
a España en el plan. España sería su objetivo final,
y a fin de que los españoles no sospecharan lo que les esperaba
y sobre todo para que no estuvieran en capacidad de evitarlo, pidió
a Godoy fuerzas españolas para ser enviadas a Prusia. Godoy le
proporcionó unos 20.000 hombres de infantería y caballería,
y al hacerlo despojó al país de sus mejores tropas. Inmediatamente
después, Napoleón comenzó a presionar a Portugal
con sus maneras típicas de jefe que daba órdenes cuando
debía pedir; así, le ordenó que rompiera hostilidades
con Inglaterra, a lo que los portugueses se negaron; al comenzar el
mes de septiembre repitió la orden, y en esa ocasión,
junto con él. lo solicitó España; a fines de ese
mes Portugal volvió a negarse, y el día 31 salían
de Lisboa los representantes de Francia y España. Al mismo tiempo
que presionaba a Portugal, Bonaparte negociaba rápidamente con
España el tratado que después se llamaría de Fontai-nebleau,
firmado en el palacio de ese nombre el 27 de octubre (1807).
Por medio del tratado de Fontainebleau, Bonaparte convertía a
Godoy y a Carlos IV en cómplices del crimen de destruir Portugal,
pero el jefe del Gobierno español y su rey no sospechaban que
ese crimen les iba a costar el poder y la libertad. De acuerdo con lo
pactado, Napoleón crearía en el norte de Portugal un reino
para los reyes de Etruria, a quienes Napoleón había despojado
de su corona. Este punto fue negociado por Godoy para contar con la
aprobación de Carlos IV y de su mujer, Mana Luisa, a todo lo
que se acordara en Fontainebleau, porque la reina de Etruria era la
hija de los reyes españoles. La parte central de Portugal quedaría
reservada, como tierra de nadie, para las negociaciones de paz con los
ingleses cuando éstos fueran derrotados; Godoy pensaba que podía
ser utilizada en trueque por los territorios españoles que se
hallaban en poder inglés, como Gibraltar y Trinidad. Por fin,
la parte sur de Portugal sería un reino para don Manuel Godoy,
quien lo gobernaría con facultad para traspasarlo en herencia
a un hijo. Tanto ese reino destinado a Godoy como el que se crearía
para los reyes de Etruria serían en cierto sentido dependientes
de la monarquía española. Por último, las colonias
portuguesas se repartirían entre Francia y España, y coronando
todo este edificio delirante, Carlos IV cambiaría su título
de rey de las Españas por el de emperador de las dos Américas.
¿Qué quería decir ese título, qué
significado tenían todas las promesas de Fontainebleau? En fin
de cuentas, nada. Napoleón ofrecía a Godoy y a los reyes
españoles reinos e imperios para mantenerlos hechizados, como
al niño a quien se le hace creer que tendrá la golosina
que le atrae, para que se estuvieran tranquilos cuando él comenzara
a ejecutar su plan; y ese plan consistía en adueñarse
de España.
A cambio de todo eso, ¿qué pedía Napoleón?
Prácticamente nada; sólo que sus ejércitos tuvieran
paso libre por España para atacar Portugal y que España
participara en esa guerra con algunas tropas. El tratado de Fontainebleau
se firmó el 27 de octubre (1807), pero Napoleón estaba
tan seguro de que obtendría de España todo lo que deseaba,
y era, además, tan impaciente, que la orden de marcha de esos
ejércitos estaba firmada por él desde el día 17,
y el 18 pasaron la frontera francoespañola por el río
Bidasoa, aunque no avanzaron en territorio español. Después
de firmado el tratado, esos ejércitos, mandados por Junot —que
iba a ser poco después, gracias a la invasión de Portugal,
ennoblecido por el emperador con el título de duque de Abrantes—,
marcharon hacia Burgos, luego hacia Valladolid, de ahí a Salamanca;
de Salamanca tomaron hacia el sur para entrar en Portugal por el camino
de Alcántara. En esta última ciudad se les unieron fuerzas
españolas.
Los reyes de Portugal habían esperado hasta el último
momento que Napoleón cambiara de parecer, pero cuando sus tropas
y las de España cruzaron la frontera decidieron dejar el país,
cosa que hicieron el 27 de noviembre. Así, la corte portuguesa
se trasladó en pleno a Brasil y se estableció en Río
de Janeiro, con lo cual quedó a salvo el imperio portugués
de América, África y Asia. Ese movimiento conduciría,
pocos años después, a la independencia del Brasil, pues
cuando Portugal quedó libre y sus reyes retornaron a Lisboa en
1821, el enorme territorio que había sido asiento del trono durante
nueve años no podía volver a su antigua condición
de virreinato, de manera que quedó gobernándolo como regente
el príncipe Pedro de Braganza, y un año después
él mismo proclamó la independencia y pasó a gobernar
el país con el título de emperador.
Ahora bien, como éste es un libro cuyo tema es el Caribe en tanto
frontera donde chocaban los imperios que se debatían en Europa,
no tiene interés para el lector lo que sucedió en Portugal
ni en el Brasil; lo que debe interesarle es el segundo tiempo del plan
que estaba ejecutando Napoleón en la península Ibérica,
pues esa segunda parte iba a llevarse a cabo en España y España
seguía siendo el país europeo con más dependencias
en el Caribe.
España tenía sus mejores tropas en Prusia; de las que
le habían quedado, una parte había entrado con Junot en
Portugal y otra parte pasó a ocupar el norte del país
invadido, esto es, la región que estaba destinada a ser convertida
en reino para los despojados reyes de Etruria. Napoleón había
dejado a España desguarnecida, de manera que su propósito
oculto —la ocupación del país— iba a ser de
fácil realización.
Con su rapidez característica, el emperador puso en marcha la
parte final —y decisiva— de su plan. Así, en el mes
de diciembre entró en España un ejército que se
estableció en Valladolid, y en enero de 1808 envió uno
de 30.000 hombres que se instaló en Burgos; en febrero designó
su lugarteniente en España al mariscal Joaquín Murat,
marido de Carolina Bonaparte y, por tanto, cuñado del emperador,
y al finalizar ese mes sus tropas ocupaban Barcelona y Pamplona. Súbitamente,
cuando ya tenía 100.000 hombres en España, Napoleón
pidió que se le diera a Francia todo el territorio español
situado al norte del Ebro, con lo cual pretendía borrar de un
plumazo la gigantesca frontera natural de los Pirineos. Fue entonces
cuando el Gobierno español se dio cuenta de que la ocupación
de Portugal, a la cual había él contribuido, había
sido sólo un pretexto para convertir España en dependencia
francesa.
La situación no podía ser más trágica. Napoleón
ocupaba todo el flanco portugués de la Península y además
la región del norte, desde el Atlántico hasta el Mediterráneo.
La llanura de Castilla estaba abierta a sus tropas. Y eran ¡os
reyes de España y su jefe de Gobierno, Manuel Godoy, quienes
habían conducido el país a ese estado de cosas. En vez
de emperador de las dos Américas, Carlos IV se había convertido
en un juguete en manos de Napoleón. No parecía haber una
salida de la trampa en que habían caído España,
Godoy, los reyes. Pero los Braganzas de Portugal habían dado
un ejemplo y Godoy y los reyes decidieron seguirlo: también ellos
se irían a América.
Ahora bien, todo lo que estaba sucediendo era el resultado de una cadena
de crisis que se originaban, a su vez, en la crisis más amplia
de la sociedad europea. Napoleón concibió y ejecutó
su movimiento sobre España porque él mismo era juguete
de esa crisis europea, que había llegado a su culminación
con la con-quista del poder por parte de la burguesía francesa;
colocado en una situación desesperada frente a Inglaterra, el
emperador había desatado a su vez la crisis nacional de España,
así como había desatado ya tantas en Europa. Y sucedía
que esa crisis particular de España iba a estallar, como una
bomba potente, en las manos de Napoleón.
El círculo burgués que gobernaba en España desde
los tiempos de Felipe V había sido siempre, como hemos dicho
antes, más débil que las fuerzas sociales tradicionales
del país; pero se mantenía en el poder porque había
tenido durante todo el siglo XVIII y lo que iba del XIX el favor de
los Borbones. Sin embargo, ese círculo había ido perdiendo
en los últimos años prestigio y, por tanto, autoridad
ante el pueblo español, precisamente debido a la violencia con
que procedía Napoleón. En marzo de 1808, cuando el emperador
de los franceses reclamó todo el norte del país para Francia,
ese círculo no tenía ya fuerzas para sostenerse en el
Gobierno; se hallaba en un proceso de atomización, porque una
parte de sus miembros pensaba que con Napoleón llegaban a España
las libertades y el progreso europeos, y otra parte de sus miembros
—sobre todo aquellos que habían sido perjudicados por las
actuaciones de Godoy— creía que Napoleón llegaba
a España a sostener en el poder a Godoy y a su camarilla, lo
que parecía razonable porque Godoy, y con él los reyes,
aparecían a los ojos de todo el país como los partidarios
más apasionados del emperador.
Esa debilidad del círculo burgués español provocaba
el fortalecimiento de las poderosas fuerzas tradicionales de la sociedad
española, que parecían sometidas a la voluntad de los
que gobernaban, pero que nunca habían sido destruidas en el siglo
y pico de gobierno de los Borbones. Con el aumento de la oposición
al círculo burgués, la vieja sociedad española
se lanzaba a luchar por el poder. Los síntomas de esa lucha podían
apreciarse desde algún tiempo. El más elocuente de esos
síntomas se había producido el año anterior; fue
la llamada conjura de El Escorial, descubierta un día después
de la firma del tratado de Fontainebleau, esto es, el 28 de octubre
(1807). Lo que se deduce de los documentos de la época es que
un grupo de la antigua nobleza española, encabezado por su tío
el duque del Infantado, usó a Fernando, príncipe heredero,
muy joven y bastante débil de carácter y de cabeza, en
un plan para sacar a Godoy del Gobierno; pero Godoy se las arregló
para convencer a los reyes de que los conjurados se proponían,
con la aprobación de Fernando, destronar al rey y envenenar a
la reina.
El complot de El Escorial sería un episodio sin importancia,
aunque lamentable, en la historia de España, tan rica en acontecimientos
trascendentales, si no hubiera sido por las fuerzas sociales que operaban
tras él. Gracias a ese episodio, la vieja nobleza española
y la aportación de la burguesía que se oponía a
Godoy presentaron al príncipe Fernando ante la opinión
del país como el caudillo del antigodoysismo, y precisamente
lo que estaba necesitando la vieja nobleza para dar la batalla al círculo
burgués que tenía el poder desde hacía más
de un siglo era sólo eso, un caudillo que pudiera hacerse popular
rápidamente. Godoy cometió en ese momento un error táctico
que tendría para él y para su grupo consecuencias fatales;
hizo que el rey le diera publicidad al episodio de El Escorial mediante
un manifiesto que se publicó el 30 de octubre, de manera que
el país entero supo lo que había sucedido en El Escorial
y lo redujo a esta simple idea: el príncipe heredero es enemigo
de Godoy y de los reyes, qué sostienen a Godoy. Además,
el príncipe salió victorioso de la lucha contra Godoy,
porque el 5 de noviembre el rey publicaba un decreto en que lo perdonaba.
Las fuerzas sociales del país estaban enfrentadas ya en campo
abierto cuando se supo que, ante las exigencias de Napoleón,
los reyes se preparaban a abandonar España para refugiarse en
América; y se hallaban enfrentadas de este modo: el círculo
burgués, dividido, y los círculos tradicionales, unidos.
La noticia del viaje de los reyes alarmó al pueblo y, por tanto,
lo convirtió en terreno abonado para cualquier agitación
bien dirigida, y los círculos tradicionales supieron organizar
la agitación; la concibieron y la llevaron a cabo como una operación
destinada a aplastar a Godoy sin tocar a los reyes; su punto culminante
sería lo que se conoce en la historia española como el
motín de Aranjuez, que tuvo lugar el 17 de marzo de 1808.
Aranjuez era una villa donde los reyes de España se retiraban
a descansar, que se halla situada a poca distancia de Madrid. Godoy
tenía una casa en Aranjuez, y esa casa fue asaltada por una muchedumbre
en la que había mucha gente llevada desde Madrid por los autores
intelectuales del asalto. Todo lo que había en la casa fue destrozado,
y Godoy, golpeado de una manera brutal, salvó la vida porque
logró esconderse en los sótanos. Estuvo escondido treinta
y seis horas, sin comer ni beber. Para darle un toque maestro a la conjura,
los organizadores del asalto obtuvieron del rey y de Fernando que fuera
éste —es decir, el caudillo del antigodoysismo— quien
le sacara de los sótanos y le ofreciera garantías, lo
cual presentaba al príncipe a los ojos del pueblo español,
que sabe admirar la nobleza de carácter, como un hombre de alma
grande. Pero desde luego, al salir de su escondite, con la ropa destrozada,
el rostro lleno de cardenales, envuelto en un manto roto, dando, en
fin, la impresión de que era un mendigo y no un favorito real
todopoderoso, Manuel Godoy estaba liquidado políticamente para
el resto de sus días. Siguiendo su plan, los autores intelectuales
del motín de Aranjuez obtuvieron que Carlos IV abdicara a favor
de Fernando, lo que hizo el rey el día 19.
Desde el punto de vista del arte de la política, el motín
de Aranjuez fue un golpe magistral de lo que hoy llamaríamos
la extrema derecha española. El pueblo, que había sido
el instrumento en esa acción, creyó que estaba sirviendo
a una causa patriótica y, por tanto, justa, y no se daba cuenta
dé que estaba sirviendo a los intereses de núcleos sociales
que lo usaban en su lucha contra los círculos burgueses. En una
hábil maniobra de escamoteo de la verdad, esos núcleos
habían logrado crear un centro de atracción exaltando
a Fernando al trono y al mismo tiempo habían logrado hacerse
seguir del pueblo. Puede alegarse que el pueblo, sobre todo en una época
como aquélla, es fácil de engañar; pero es el caso
que también fue engañada una parte de la burguesía,
que creyó seriamente que Fernando VII iba a ser un rey progresista,
partidario de las ideas burguesas, que eran las más avanzadas
entonces; y lo creyó más cuando Fernando llamó
a su lado a algunos hombres del círculo burgués y prohijó
algunas medidas que parecieron liberales.
Napoleón Bonaparte tenía planeado todo lo que debía
hacer tan pronto los Borbones fueran echados del trono, pues a él
no le quedaba la menor duda de que serían echados. De acuerdo
con esos planes, en España reinaría un Bonaparte, no un
Borbón. Así, en el mes de febrero le había ofrecido
la corona española a su hermano José, pero éste
no la aceptó porque Napoleón se la daba a cambio de que
entregara a Francia todo el territorio español situado al norte
del río Ebro, tal como había reclamado de Carlos IV. Murat
debía conocer de antemano las ideas de Napoleón, puesto
que envió rápidamente un mensaje a Carlos IV ordenándole
que declarara nula y sin efecto su abdicación. Carlos IV hizo
la declaración el 21 de marzo, pero no tuvo efecto alguno porque
su hijo Fernando había nombrado ya un ministro y había
comenzado a reinar.
Fernando VII entró en Madrid el día 29, en medio de un
júbilo popular delirante, algo que no se había visto antes
en la capital de España; pero Murat le hizo saber claramente
que no lo reconocería como rey, y además el embajador
que envió ante Napoleón no fue recibido por éste.
En ese momento el emperador estaba ofreciendo el trono de España
a su hermano Luis, rey de Holanda, y sucedía que Luis, igual
que José, rechazaba la oferta. Entonces fue cuando el impetuoso
vencedor de Austerlitz y Jena decidió acabar de una vez y para
siempre con los Borbones en España, aunque España se quedara
sin rey. Esta última, parte de su plan español podía
resumirse en pocas palabras: hacer presos a los Borbones, Carlos, María
Luisa y Fernando, costara lo que costara. Pero por alguna razón,
tal vez porque el pueblo español había demostrado en el
motín de Aranjuez qué era peligroso, no quería
echar mano a la familia real en España y se propuso llevarla
sin violencias a Francia. Para vigilar la situación española,
él estaba en Bayona, a corta distancia de la frontera, y allí
esperaría a los Borbones.
Anunciando que viajaría a España, Napoleón invitó
a Fernando VII a encontrarse con él en Burgos. El joven rey español
y sus consejeros sabían que en última instancia su corona
dependía de Napoleón; así, el rey salió
para Burgos, pero no encontró allí al emperador. Se le
dijo que lo hallaría en Vitoria y avanzó hasta Vitoria,
sólo para enterarse, al llegar, de que Napoleón se encontraba
en Bayona, al otro lado de la frontera. Hábilmente estimulado
a seguir viaje con la promesa de que tan pronto hablara con él,
el emperador lo reconocería rey de España, Fernando VII
cruzó la frontera y llegó a Bayona el día 21 de
abril. Ya no saldría de Francia sino seis años después.
El día 22 partían para Bayona Carlos y María Luisa,
que llegaron a su destino el día 30, e igual que el hijo serían
prisioneros de Napoleón durante seis años. Reunidos en
Bayona los padres y el hijo, la cabeza de los Borbones de España,
Napoleón creyó que tenía en sus manos a todo el
país y a todo el pueblo español. El emperador, que había
sido el fruto de una revolución hecha por el pueblo de Francia,
no alcanzaba a darse cuenta de que los pueblos tenían significación
política, voluntad y derechos; y desde luego no se imaginaba
siquiera qué clase de pueblo era el de España.
Bajo las duras amenazas de Napoleón, hábilmente mezcladas
con ofertas grandiosas, los Borbones de España cedieron a todo
lo que pedía el enérgico e infatigable emperador de. Francia:
Fernando VII abdicó en favor de su padre y éste abdicó
todos sus derechos en favor de Napoleón, de manera que si la
Historia hubiera seguido haciéndose después de la Revolución
francesa a base de los principios y el derecho anterior a la Revolución,
Napoleón pasaba a ser rey de España y cabeza de un ¡enorme
imperio. Pero la Historia no se hacía en 1808 como se había
hecho antes de 1789; la Historia comenzaba a ser hecha por los pueblos,
aunque hasta ese momento sólo los círculos de la burguesía
actuaran en nombre de los pueblos; y sucedió que, antes aún
de que Fernando abdicara en favor de Carlos y éste en favor de
Napoleón, el pueblo de Madrid se había levantado y salió
a las calles a combatir contra Napoleón. Esto ocurrió
el día 2 de mayo, una fecha que se haría histórica
y quedaría inmortalizada en la pintura de Goya.
El formidable levantamiento popular del 2 de mayo fue ahogado en sangre,
de manera implacable, por órdenes de Murat, pero eso sucedió
sólo en Madrid, y resultaba que el levanta miento de Madrid se
había propagado instantáneamente a numerosos puntos de
España, de manera que lo que hizo Murat en Madrid fue como apagar
una hoguera en un bosque extenso que estaba quemándose por varios
sitios a la vez.
Ahora bien, aquí es donde se presenta, en la cadena de crisis
desatada por los actos de Napoleón, el eslabón que condujo
la crisis española a sus posesiones del Caribe, una crisis que
iba a conducir rápidamente a abrir la etapa de las guerras de
esas posesiones por lograr su independencia. La transferencia de la
crisis desde España a América se produjo así:
Al salir para Burgos con la idea de hallar al emperador en la vieja
ciudad castellana, Fernando VII, aconsejado por hombres que tenían
sus dudas sobre los planes de Napoleón, dejó establecida
en Madrid una junta de gobierno que encabezaba su tío, el infante
don Antonio, y sucedió que cuando Murat ordenó las sangrientas
represiones del 2 y el 3 de mayo, esa junta apoyó a Murat, con
lo cual perdió su autoridad ante el pueblo. Pero como el levantamiento
de Madrid estaba reproduciéndose en muchos sitios de España,
cada pueblo o ciudad que se levantaba designaba una junta local para
dirigir la guerra popular contra los franceses. Así, para fines
de mayo había en el país varias juntas, todas formadas
"en defensa de los derechos de Fernando VII”, pues el joven
rey se había convertido en el símbolo de España
y sus derechos al trono implicaban el derecho de España a quedar
libre de los franceses. Fue así como vino a suceder que el pueblo
español estaba en armas, y sin embargo no había ninguna
autoridad central que dirigiera la lucha. Por esa razón, al llegar
al Caribe la noticia de lo que había sucedido en España,
los pueblos españoles de la región imitaron lo que estaba
haciéndose en la metrópoli y cada uno formó también
su junta, y esas juntas acabarían convirtiéndose en organismos
directores de los movimientos de independencia de los territorios del
Caribe. Ahora bien, dado el tipo de organización social que había
en esos territorios, las juntas defensoras de los derechos de Fernando
VII que se formaron en el Caribe estuvieron desde el primer momento
formadas por las personas de más rango, lo que significa que
pertenecían al grupo dominante de cada lugar, y esos grupos dominantes
eran los grandes terratenientes esclavistas, enemigos jurados de los
círculos burgueses que habían gobernado en España
con los Borbones y enemigos jurados, desde luego, de la Revolución
francesa y de Napoleón Bonaparte.
En las dependencias españolas del Caribe se tuvieron noticias
de lo que estaba sucediendo en España cuando llegó a La
Guaira a mediados de julio una orden del Consejo de Indias para que
se reconociera a José Bonaparte como rey de España. La
nueva causó una conmoción en Caracas. ¿Cómo
y por qué razón era José Bonaparte rey de España?
¿Qué quería decir eso? Los mensajeros explicaron
que Carlos, María Luisa y su hijo Fernando estaban presos en
Francia y que Napoleón había designado a su hermano José
para reinar en España y América. No hacía falta
más. La aristocracia caraqueña, a la que el pueblo llamaba
los mantuanos debido a que sus mujeres usaban largos mantos para ir
a misa, se lanzó a la calle y encabezó una serie de manifestaciones
en que se daban vivas a Fernando Vil y mueras a Napoleón Bonaparte;
el cabildo, compuesto por mantuanos, reclamó que el capitán
general jurara públicamente fidelidad al rey preso, a lo que
el capitán general accedió; se sacó a las calles
el pendón real y Caracas vivió un día de extrema
pasión monárquica. Era que entre la burguesía francesa,
que había decapitado a los aristócratas, y los reyes borbónicos,
que entregaban el poder al círculo burgués de España
pero no perseguían a la nobleza ni la despojaban de sus bienes,
los mantuanos de Caracas preferían al rey Borbón.
Pero no sería en Venezuela donde se verían los síntomas
más rápidos de la reacción de los grupos dominantes
del Caribe ante la noticia del destronamiento de los Borbones españoles;
sería en Santo Domingo, donde el general Ferrand llevaba cuatro
años ejerciendo el gobierno en nombre de Francia. Allí
no había aristocracia mantuana, pero estaban los hateros, también
grandes latifundistas esclavistas, que seguían siendo españoles
en su corazón, entre otras razones porque el Gobierno español
res-peló siempre de manera absoluta sus propiedades en tierras,
sus derechos de amos de esclavos y su importancia social. En Santo Domingo
se comenzó a conspirar para echar á los franceses y esas
conspiraciones hallaron respaldo en las autoridades españolas
de Puerto Rico, que estaban dispuestas a facilitar armas y hombres para
la lucha. Las actividades conspirativas comenzaron simultáneamente
en dos puntos distintos del país, una en el este y otra en el
oeste, por la banda del sur. Un escuadrón naval inglés
cooperó con el grupo que iba a actuar en la parte oriental y
obtuvo la rendición de la pequeña guarnición francesa
que había en Samaná, al mismo tiempo que el jefe del movimiento,
un hacendado criollo llamado don Juan Sánchez Ramírez,
desembarcaba y tomaba Híguey y el Seybo. Por su parte, don Ciríaco
Ramírez, el jefe del grupo que operaría en la banda del
sur, se levantó con armas llevadas también desde Puerto
Rico, pero fuerzas francesas al mando del coronel Aussenac le obligaron
a refugiarse en los bosques de la región.
En pocos días Sánchez Ramírez reunió varios
cientos de hombres y avanzó hacia el oeste. El general Ferrand
se dio cuenta de que aquel movimiento era serio, sobre todo estando
él, como estaba, aislado en medio del Caribe, con Haití
a un lado y los navíos ingleses dominando las aguas de las Antillas;
así, pensó que había que aplastar rápidamente
a Sánchez Ramírez y él mismo se puso a la cabeza
de las fuerzas que debían hacerlo. Sánchez Ramírez
había tomado posiciones ventajosas al fondo de la sabana de Palo
Hincado; allí esperó al general francés, y aunque
no tenía experiencia militar, al producirse la batalla se condujo
como un veterano y Ferrand fue derrotado de manera tan vergonzosa que
prefirió darse un pistoletazo en la cabeza antes de verse perseguido
y acorralado en los bosques vecinos. La batalla de Palo Hincado tuvo
lugar el 8 de noviembre de 1708.
El jefe vencedor avanzó inmediatamente hacia la ciudad de Santo
Domingo, a la que puso un sitio que iba a durar varios meses. El general
Barquier, sucesor de Ferrand, evacuó a la mayor parte de los
vecinos y se dispuso a resistir hasta el límite de sus fuerzas.
Todas las salidas hechas para levantar el cerco, algunas de ellas realmente
desesperadas, terminaron en fracaso. Los defensores morían de
hambre, pero los atacantes no disponían de fuerza para dar un
asalto decisivo. La suerte de la ciudad se decidió cuando el
27 de junio de 1809 se presentó frente a Santo Domingo una escuadra
inglesa que llevaba infantería bajo el mando del general Hugh
Carmichael y desembarcó tropas en Palenque, a corta distancia
de la ciudad, mientras los navíos bloqueaban el puerto. Barquier,
que no quería rendirse a Sánchez Ramírez, se rindió
el 6 de julio a Carmichael y éste entregó la plaza a Sánchez
Ramírez el día 12. Así volvió a ser territorio
español la que había sido la primera dependencia de España
en el Caribe y en América, y seguiría siéndolo
hasta diciembre de 1821. En Santo Domingo, pues, se luchó contra
los franceses, pero no por la independencia; de igual manera comenzaría
la lucha en Venezuela y Nueva Granada.
Para entonces, ya los ingleses habían tomado Deseada y Marigalante,
en las vecindades de Guadalupe, y la isla de Martinica, que había
caído en sus manos el 24 de febrero después de varios
días de combates. Un año después tomarían
Guadalupe, que capituló el 6 de febrero de 1810, y unos días
más tarde tomaban las pequeñas islas holandesas de San
Eustaquio y Saba y la franco-holandesa de San Martín. En el mar
de los caribes no quedaba a mediados de 1810 ni un pie de tierra francés
que no hubiera caído en manos británicas. Cuando ingleses
y franceses hicieron la paz, cuatro años después, los
primeros se quedaron con Tobago y Santa Lucía y devolvieron a
Francia todas las otras posesiones francesas.
Es explicable que Francia perdiera en esa guerra sus territorios del
Caribe; al fin y al cabo, aunque casi toda Europa participó en
la guerra del lado francés, la guerra era de hecho una lucha
entre Napoleón y Gran Bretaña. Lo que resulta ser casi
una burla histórica es que España, expoliada y maltratada
por Napoleón, acabara también perdiendo la mayoría
de sus dependencias en la región, pero es así como se
producen los acontecimientos cuando operan fuerzas de carácter
mundial. Puesto que la crisis de la Revolución francesa había
transformado el mapa europeo, y España era parte de Europa, resultaba
lógico que al agudizarse la crisis precisamente en España,
las convulsiones de esa crisis pasaran a sus territorios del Caribe,
donde se hallaba desde hacía más de trescientos años
la frontera más débil de España.
Había en el Caribe dos puntos en los cuales se iniciarían
las luchas de los territorios españoles por su independencia;
uno. la capitanía general de Venezuela, y otro, el virreinato
de Nueva Granada.
Los acontecimientos se desatarían más rápidamente
en Venezuela porque allí las contradicciones entre las clases
sociales eran más violentas. En esos años la población
del país se calculaba en 800.000 personas; 62.000 eran esclavos
negros, 420.000 eran mestizos de varias razas, 120.000 eran indios y
212.000 eran blancos, de los cuales 12.000 eran españoles y canarios,
Entre esclavos, negros libres y mestizos de todas las razas había,
pues, 468.000, es decir, más de la mitad de la población,
y aunque de esa cantidad los más explotados eran los esclavos,
todos eran violentamente discriminados por los blancos; pero entre éstos
también había divisiones: la aristocracia latifundista
y esclavista—esto es, los mantuanos— odiaba a muerte a los
canarios, a los que consideraba pertenecientes a una raza inferior,
y desde luego despreciaba a los blancos, españoles o criollos,
que se dedicaban al comercio y, como decían ellos, "a otros
oficios baxos". La minoría mantuana quería el poder
político para mantener su posición de privilegio. La burguesía,
encarnada por Napoleón, era en ese momento una clase progresista,
la más avanzada del mundo, y los mantuanos temían a esa
burguesía tanto como un banquero norteamericano del año
1965 podía temer a Mao Tse-tung o a Fidel Castro.
Así, al quedar formada en España en el mes de septiembre
la Junta Suprema de Sevilla, que pasó a ser el centro de autoridad
de todas las juntas defensoras de los derechos de Fernando VII que actuaban
en España, solicitó que en América se formaran
juntas locales sometidas a su autoridad, y los mantuanos de Caracas
se dedicaron a formar la de Venezuela porque no estaban dispuestos a
que ningún otro grupo del país se convirtiera en un centro
de poder situado por encima de ellos. Los mantuanos, pues, redactaron
un manifiesto pidiendo la formación de una junta, tal como quería
la de Sevilla, y nombraron sus delegados de antemano; eran 8 y entre
ellos había 2 marqueses y 5 condes, todos criollos, lo que da
idea de cómo estaban organizados los terratenientes esclavistas
de Venezuela. La junta no llegó a formarse porque se opuso el
batallón de pardos —lo que equivalía a decir gente
del pueblo—, y apoyadas en esa actitud de los pardos las autoridades
ordenaron la detención de todos los firmantes del manifiesto
mantuano y enviaron a uno de ellos a España como reo de Estado.
En Santa Fe de Bogotá, la capital de Nueva Granada, vinieron
a conocerse los acontecimientos de Madrid en el mes de agosto, y en
septiembre llegó un capitán de fragata español
a pedir, en nombre de la Junta Suprema de Sevilla, que se reconociera
a Fernando Vil como rey. A esas fechas Inglaterra tenía representantes
ante la Junta, a la que había reconocido como Gobierno de España.
Convocado el cabildo abierto, que era una institución política
española y que consistía en una asamblea de las personas
importantes de la ciudad que se reunía cuando había que
tratar problemas trascendentales, se aceptó la propuesta, se
hizo una recaudación de dinero que alcanzó a medio millón
de pesos y el día 11 se proclamó solemne y jubilosamente
a Fernando como rey de la tierra.
En el mes de diciembre de 1808 entró Napoleón en Madrid,
y el curso de la guerra, que había estado siendo favorable a
los españoles, comenzó a cambiar. En enero de 1809 la
Junta Suprema de Sevilla decretó que las posesiones españolas
de América eran parte del reino y en tal virtud debían
enviar delegados a la Junta. Dado el cambio de situación, los
mantuanos detenidos en Caracas fueron puestos en libertad, y en el mes
de mayo llegó a Venezuela don Vicente Emparan con la misión
de hacerse cargo del puesto de capitán general. El 10 de diciembre
se formó en Quito una Junta Suprema que desconoció alas
autoridades españolas e invitó al cabildo de Santa Fe
a hacer otro tanto. El virrey, don Antonio Amar y Borbón, accedió
a convocar el 6 de septiembre a cabildo abierto, pero dio órdenes
de que el local en que se reunía fuera rodeado por fuerza pública.
Un joven abogado de treinta y tres años se levantó a protestar
de esa medida. Se llamaba Camilo Torres, y en honor suyo se llamaría
así un joven sacerdote, sociólogo y profesor universitario
que moriría el 15 de febrero de 1966, combatiendo con las armas
en la mano en las guerrillas colombianas. El día 11 se disolvió
el cabildo abierto sin haberse llegado a un acuerdo, lo que dio lugar
a una agitación tan peligrosa que el virrey pidió tropas
a Cartagena y la Inquisición amenazó con excomulgar a
todo el que tuviera en su poder proclamas emitidas por la Junta de Quito.
Comenzaron las prisiones de personajes conocidos, hombres de las familias
distinguidas de Bogotá, y a finales de año se apreciaban
las primeras señales de que esa gente distinguida se distanciaba
cada vez más de las autoridades españolas.
En Caracas, mientras tanto, el mantuanismo, que había aprendido
la lección de noviembre de 1808 —cuando perdió la
oportunidad de formar y controlar la junta porque no disponía
de fuerza militar que enfrentar al batallón de los pardos—,
se había ganado la adhesión del batallón de Aragua
y de los mestizos y negros libres de los barrios y se preparó
a dar un golpe de mano que lo llevara al poder, y fijó la fecha:
sería el día de jueves santo, 19 de abril de 1810. Ese
día los mantuanos, que tenían el control del ayuntamiento
de la ciudad, invitaron desde muy temprano al capitán general
Emparan a ir con ellos a las festividades religiosas, y al mismo tiempo
delegados suyos, jóvenes y fervientes —entre los cuales
había uno que se llamaba Simón Bolívar—,
recorrían los barrios pidiéndole a la gente del pueblo
que se reuniera frente al ayuntamiento y a la iglesia. Cuando el capitán
general pensó que ya era hora de ir al templo, los miembros del
cabildo alegaron que antes debían hablar de la situación
de España y América. Emparan se puso de pie y se encaminó
a la iglesia. Los mantuanos le rodearon y comenzaron a discutir con
él en plena calle, dispuestos a no dejarle avanzar. El capitán
general quiso imponer su autoridad, pero el jefe del batallón
de Aragua le empujó hacia el ayuntamiento. Era la rebelión
sin sangre. Lo que vino después fue relativamente simple. Desde
los balcones del ayuntamiento se le preguntó al pueblo reunido
abajo si quería que siguiera gobernándolo Emparan; el
pueblo gritó que no, a lo que el capitán general respondió:
"Yo tampoco quiero mando." A seguidas el ayuntamiento de Caracas,
centro de poder del mantuanismo de Venezuela, se proclamó a sí
mismo Junta Suprema del Gobierno de la provincia y envió delegados
a los demás ayuntamientos del país para pedirles que reconocieran
su autoridad. La mayoría la aceptaría, lo que se explica
porque también en las ciudades y villas del interior eran mantuanos
los miembros de los cabildos. El que no estaría de acuerdo sería
el pueblo, y más propiamente aún, las masas esclavas y
mestizas que formaban la base del pueblo venezolano.
En el mes de junio iba a producirse en Cartagena un movimiento parecido
al de Caracas; también allí iba el ayuntamiento a desconocer
al gobernador y también allí pasaría el ayuntamiento
a gobernar la provincia. A poco sucedía algo similar en Pamplona
y Socorro, dos ciudades que se hallaban al norte de Santa Fe, y se invitaba
al pueblo de Bogotá a que hiciera otro tanto. Al mismo tiempo
comenzaron a levantarse grupos de criollos en los llanos de Casanare,
fronterizos de Venezuela; esos grupos fueron aplastados y sus cabecillas
decapitados y las cabezas enviadas a Bogotá.
Inesperadamente, y sin causa suficiente, tal como sucedió en
el motín del té en Boston y como sucede cuando la atmósfera
está cargada de gases peligrosos y alguien enciende un fósforo,
el pueblo de Bogotá iba a levantarse el 20 de julio. En Santa
Fe había mucho entusiasmo porque se esperaba la llegada de Antonio
Villavicencio, un quiteño que había ido a Nueva Granada
enviado por la Junta Regente de España. A su paso por Cartagena,
Villavicencio había puesto en libertad a los prisioneros políticos,
entre ellos a don Antonio Nariño, un notable bogotano que tenía
mucho prestigio en Santa Fe. Los bogotanos habían resuelto engalanar
las calles para recibir a Villavicencio. Y sucedió que dos criollos,
padre e hijo, fueron al comercio de un español a comprar cintajos,
y el comerciante se negó a venderles y además agregó
a la negativa algunas palabras malsonantes dedicadas a los criollos
y a Villavicencio. El insulto llenó de cólera al padre
y al hijo, que respondieron golpeando al tendero, y en pocos minutos
ese incidente minúsculo se había convertido en una verdadera
batalla campal entre criollos y españoles; los primeros apedreaban
las casas de los segundos y éstos corrían a buscar refugio
en cualquier parte o armas para defenderse; por todas las calles aparecían
hombres armados, sonaban las campanas de las iglesias y el pueblo gritaba
pidiendo cabildo. El virrey aceptó llamar a cabildo, pero se
negó a que fuera abierto; debía ser cerrado, lo que significaba
que sólo podrían participar en él los funcionarios
públicos y religiosos y algunas personas invitadas especialmente.
Pero el pueblo no admitió que el cabildo se limitara a ser cerrado;
se metió a la fuerza en el local donde se celebraba la asamblea
y su presencia obligó a que ésta fuera abierta.
Lo que estaba sucediendo en Bogotá el 20 de julio no se parecía
a lo que había sucedido en Caracas el 19 de abril. En Caracas
los mantuanos manipularon al pueblo y lo usaron como instrumento de
presión sobre Emparan; en Bogotá el pueblo actuó
por su cuenta y sobrepasó a los notables de la ciudad, que fueron
sorprendidos por el motín; en Caracas los mantuanos trabajaron
a la oficialidad del batallón Aragua antes de lanzarse a actuar;
en Bogotá los jefes de la tropa se negaron a disparar contra
el pueblo o se unieron a él de manera espontánea. Pero
al fin y al cabo los resultados fueron parecidos, pues los personajes
de Bogotá formaron una junta sin tener en cuenta el cabildo abierto
y el pueblo aprobó con entusiasmo esa medida; es más.
aceptó que el virrey Amar y Borbón fuera el presidente
de la junta.
La junta se reunió, y sus miembros juraron dar su vida por Fernando
VII y en defensa de la religión católica. Esto sucedió
en la mañana del día 21. Pero sucede que a mediodía
se amotinó otra vez el pueblo, sacó de la prisión
a uno de los notables que estaba detenido en ella y obligó a
la junta a que lo aceptara como uno de sus miembros. El resto del día
las multitudes estuvieron recorriendo las calles de la ciudad persiguiendo
a funcionarios españoles mal vistos por los criollos y festejando
su victoria. El 23 se procedió a la proclamación pública
y solemne de Fernando VII como rey de España y de América.
El 24 volvió el pueblo a amotinarse y comenzó a reclamar
la prisión de otros funcionarios y al final gritaba que se destituyera
al virrey; pero como su instinto le decía que algo andaba mal,
no se detuvo ahí y comenzó a pedir la prisión de
Amar y Borbón y su mujer, la virreina. Sometida a una fuerza
ingobernable y peligrosa, la junta aceptó todas las demandas.
No podía intentar, siquiera, evadir las peticiones populares,
porque las muchedumbres eran dueñas de las calles desde hacía
tres semanas y no había poder alguno para someterlas. El 15 de
agosto don Antonio Amar y Borbón, la virreina y varios altos
funcionarios fueron enviados a Cartagena, donde el virrey guardó
prisión hasta que pudiera embarcar hacia España.
La marcha de los acontecimientos tenía el ritmo loco de los torrentes
en días de grandes lluvias. La crisis española entraba
en su fase aguda en los territorios del Caribe. En todas partes había
agitación y en todas partes se formulaban planes y se tomaban
decisiones. Así, la junta de Cartagena convocó a un congreso
de delegados de todo el virreinato para establecer una república
federal; la de Bogotá convocó otro que debía reunirse
en la capital el 22 de diciembre. Por su parte, la de Caracas había
convocado a otro para el mes de marzo de 1811. Los pueblos españoles
del Caribe se hallaban en los umbrales de una conmoción fiera,
costosa y prolongada.
Capítulo XIX
La guerra social venezolana
Las luchas de independencia
en los territorios españoles del Caribe comenzaron desatando
la pavorosa guerra social de Venezuela, hecha por la masa del pueblo
—españoles del común, canarios, pardos, zambos,
negros libres y esclavos— contra los criollos todopoderosos.
Quienes iniciaron las luchas fueron los sectores de lo que hoy llamaríamos
la extrema derecha, los terratenientes esclavistas; y en aquellos lugares
donde esa clase tenía círculos aristocráticos,
las comenzaron éstos, o por lo menos, ellos las encabezaron.
Eso es lo que explica que las masas populares se pusieran frente a los
iniciadores de la independencia y del lado realista, pues la monarquía
borbónica, que tenía ciento diez años de historia,
era infinitamente más avanzada que los amos de tierras y esclavos
del Caribe español y muy a menudo les imponía limitaciones
a sus desafueros y amparaba a los sectores sociales del pueblo contra
los abusos de los poderosos. Por su parte, los terratenientes esclavistas,
que se habían acostumbrado a las libertades económicas
que habían dado los reyes Borbones a sus territorios de la región,
querían el poder político —y nada menos que todo
el poder político— para ellos solos, no para compartirlo
con ninguna otra clase. Habían visto que en la América
del Norte se había hecho la independencia y el poder había
caído en las manos de grandes terratenientes dueños de
esclavos y ellos querían disfrutar de una situación similar
a la de sus congéneres de los Estados Unidos.
En pocas palabras, el movimiento de independencia en el Caribe español
tuvo su origen en los círculos más reaccionarios, por
lo menos en sus primeros años. Los historiadores, los poetas,
los escritores de esa región del mundo lograron engañar
durante más de un siglo a infinidad de gente presentando ese
movimiento con colores brillantes; pero en el momento en que se produjo
nadie pudo engañar a las masas de los pueblos; esas masas se
dieron cuenta de la verdad desde el día mismo en que vieron a
los grandes señores del cacao, del azúcar y del añil.
Y las juntas que se formaron con el pretexto de mantener y defender
los derechos de Fernando VIL Pasarían años antes de que
el agotamiento de la guerra social y el genio político de Bolívar
provocaran la incorporación de las masas a la lucha por la independencia.
En sus inicios, las luchas fueron aisladas y hasta en un mismo territorio
se produjeron movimientos diferentes. Eso dependía de la composición
social de cada lugar, de la mayor o menor autoridad de los líderes.
Pero la agitación fue general, excepto, tal vez, en Cuba y Puerto
Rico. En Santo Domingo, como sabemos, acabó en la expulsión
de los franceses y la reincorporación a España; en Nueva
Granada provocaría desde el primer momento no sólo acciones
de guerra contra españoles y neogranadinos, sino además
una guerra civil entre republicanos; en Venezuela iba a desatar una
guerra social de proporciones abrumadoras.
Entre fines de 1810 y marzo de 1811, la presión independentista
fue más fuerte en Caracas, adonde Miranda había llegado
en el mes de diciembre invitado por el joven Simón Bolívar,
que había sido el representante de la Junta de Caracas en Londres.
Los patricios de Bogotá —conocida todavía en esos
años con el nombre de Santa Fe— establecieron el Estado
de Cundinamarca, presidido por Jorge Tadeo Lozano, que debía
ser uno de los que formarían la confederación en las Provincias
Unidas de Nueva Granada, cuya constitución se negó a ser
elaborada inmediatamente. Por su parte, Cartagena se negó a reconocer
autoridad alguna a las Cortes españolas, y mientras tanto en
la región sudoeste del país se inició una lucha
armada entre republicanos y realistas, estos últimos mandados
por el gobernador español de Popayán, el general Tacón.
A medida que avanzaba el año de 1811 se producían rebeliones
de esclavos en la región central de Venezuela, y cuando el Congreso
reunido en Caracas proclamó el 5 de julio la independencia del
país y su organización como república federal,
la respuesta popular fue una sublevación realista en la importante
ciudad de Valencia. El Congreso encomendó a Miranda someter a
los valencianos y el viejo luchador lo consiguió, pero a un precio
muy alto en muertos y heridos. En el mes de septiembre se produjeron
en Bogotá desórdenes de tal naturaleza que Lozano se vio
forzado a renunciar la presidencia del flamante Estado de Cundinamarca
mientras el Congreso seguía trabajando en la creación
de las Provincias Unidas.
La verdad era que toda la región se hallaba sometida a tensiones
peligrosas. Había fuerzas realistas en Santa Marta, esto es,
en el litoral del Caribe y a muy poca distancia de Cartagena, y las
había también en Popayán, hacia el Sur; había
fuerzas realistas en Maracaibo y Coro, también en el litoral
del Caribe, pero ya dentro de los límites de Venezuela, y las
había en La Guayana, en el extremo oriental venezolano. Dentro
de la zona del Caribe las fuerzas realistas ocupaban la costa desde
Santa Marta hasta Coro, lo que suponía un territorio grande.
En los primeros días de noviembre de ese año de 1811 —el
5, el 6 y el 7— estalló inesperadamente un movimiento independentista
en El Salvador, que era entonces una de las provincias de la Capitanía
General de Guatemala, llamada generalmente reino de Guatemala. Adueñados
de San Salvador, que era la capital de la provincia, los independentistas
proclamaron la independencia el día 11 e invitaron a todos los
pueblos de la provincia a que se les unieran, pero sólo lo hicieron
unos pocos. El movimiento estaba encabezado por los notables de San
Salvador, y especialmente por unos cuantos miembros del alto clero del
país. Ese mismo día 11 de noviembre quedó establecida
la confederación de las Provincias Unidas de Nueva Granada, que
se conocería con el nombre simple de la Unión, y una rebelión
popular obligaba a la Junta de Cartagena a declarar su independencia
total de España, cosa que no iban a hacerlos otros Estados, de
la Unión sino mucho más tarde.
El 22 de diciembre se amotinó el pueblo de Granada, en la provincia
de Nicaragua, reclamando que se sustituyera a los funcionarios españoles
acusados de abuso de autoridad, y al comenzar el año de 1812
sucedió lo mismo en Tegucigalpa, en la provincia de Honduras,
con lo cual eran ya tres las provincias del reino de Guatemala sacudidas
por la agitación que predominaba en las tierras españolas
del Caribe. Hubo que organizar fuerzas para someter a los rebeldes de
Tegucigalpa, como hubo que organizarías en el mes de noviembre
en el caso de El Salvador. Las mismas fuerzas que actuaron, en Tegucigalpa
fueron enviadas a imponer el orden en Granada, donde la rebelión
duró hasta principios del mes de febrero.
En el centro de Nueva Granada las luchas se desviaron hacia guerras
civiles provocadas por la decisión del Estado de Cundinamarca
—cuyo presidente pasó a ser, a la renuncia de Lozano, don
Antonio Nariño— de anexionarse varios territorios, entre
ellos algunos tan distantes como Pamplona, situada al norte de Bogotá.
El gobierno de Cundinamarca sólo aceptaría formar parte
de la Unión después que obtuviera la anexión de
esos territorios que reclamaba. En el fondo de la guerra civil que se
desató no había sino una realidad, que eran las contradicciones
entre sectores terratenientes. De todos modos, dado que esas luchas
eran internas no hay en este libro lugar para describirlas; en cambio
lo hay para referirnos a los acontecimientos del norte y del sur del
país, donde los neogranadinos combatían por su independencia.
Así, debemos decir que en el sur, Tacón abandonó
el campo para irse al Perú, pero al frente de las fuerzas realistas
le sucedió Antonio Tenorio, que levantó a la población
del valle de Patía en favor del rey, mientras a Santa Marta llegaban
refuerzos españoles enviados desde Cuba con los cuales los realistas
pudieron asegurarse el dominio de la margen derecha del río Magdalena
y con ella los accesos hacia Ocaña y los ricos valles de Cúcuta.
También llegaron refuerzos a Venezuela. Fue una pequeña
columna despachada desde Puerto Rico al mando del capitán de
fragata don Domingo Monteverde, que desembarcó en Coro a principios
de marzo de 1812. A pesar de su tamaño, totalmente desproporcionado
a la tarea que debía realizar, esa diminuta fuerza española
levantó a tal grado el entusiasmo de los partidarios de Fernando
VII en el occidente de Venezuela —la gente del pueblo, y en el
caso especial de Coro, también mantuanos que no habían
querido unirse a los de Caracas— que Monteverde pudo avanzar hacia
el sur sin un tropiezo, y lo que es más, aumentando sus efectivos
con gente que se agregaba espontáneamente; así entró
en Carora sin disparar un tiro y ya para fines de abril había
tomado Barquisimeto y San Carlos. Todo el territorio que dejaba a su
retaguardia, hasta la margen derecha del río Magdalena, en Nueva
Granada, era sólidamente realista, de manera que disponía
de una base segura para obtener alimentos y ayuda del pueblo. Cuando
él avanzaba hacia el centro de Venezuela, Antonio Tenorio estaba
reconquistando Popayán, en el sudoeste de Nueva Granada.
La Junta de la Regencia que se había formado en España
para representar al rey nombró un virrey para Nueva Granada,
pero como el único lugar de Nueva Granada donde no había
habido levantamientos contra el poder español ni había
amenazas de ataques republicanos era la provincia de Panamá,
el virrey se fue a ese sitio a establecer su gobierno. Así vino
a suceder que Cartagena se halló de improviso cogida entre dos
puntos enemigos; en su naneo izquierdo estaba Panamá, donde se
hallaba nada menos que el virrey de España y con él la
posibilidad de que se organizaran fuerzas para ir contra Cartagena,
y en su flanco derecho estaba Santa Marta, donde habían llegado
refuerzos procedentes de Cuba. Colocada entre la espada y la pared,
Cartagena despachó fuerzas que debían cruzar el Magdalena,
tomar posiciones en la orilla derecha y atacar Santa Marta por su retaguardia;
pero las tropas de Cartagena fueron repelidas, con pérdidas importantes,
especialmente en barcos, antes de que pudieran tomar posiciones del
otro lado del río.
Mientras tanto, el Congreso de Caracas, que estaba viendo con preocupación
el avance de Monteverde y el entusiasmo popular que levantaba a su paso,
nombró a Miranda generalísimo y le dio el encargo de organizar
un ejército que pudiera batir al jefe español. Antes de
que Miranda pudiera disponer de tropas organizadas, Monteverde entró
en Valencia y la tomó sin resistencia, debido a que la masa del
lugar, como estaba sucediendo en todo el país, era partidaria
del rey. Miranda comprendió que la situación se hacía
difícil y corrió a situarse en la Victoria, con lo cual
cerraba el paso de Monteverde hacia Caracas, y estaba allí a
fines de junio, cuando ocurrió la catastrófica sublevación
del castillo de Puerto Cabello.
Ese castillo era el único punto fuerte que tenía Miranda
en su flanco derecho y era, además, el único desde el
cual podía cortar la retaguardia de Monteverde en caso de que
éste pretendiera avanzar hacia la Victoria. Miranda había
confiado la jefatura de esa posición, con su depósito
de casi dos mil quintales de pólvora y artillería abundante,
a su joven amigo Simón Bolívar, a quien había dado
el rango de coronel. Ahora bien, sucedía que el castillo de Puerto
Cabello era al mismo tiempo que fuerte militar una prisión donde
había numerosos oficiales y soldados españoles, y esos
prisioneros fueron puestos en libertad el día 30 de junio por
un oficial de Bolívar en el momento en que éste se hallaba
en la ciudad haciendo su comida del mediodía. Ese oficial venezolano
era partidario del rey, lo que indica cuál era la situación
real de Venezuela desde el punto de vista político.
El castillo de Puerto Cabello cayó, pues, en manos españolas
sin que hubiera que disparar un tiro, y aunque Bolívar trató
de recuperarlo y estuvo seis días luchando con ese fin, no logró
cambiar la situación y se retiró a La Guayra.
Con el castillo de Puerto Cabello y su dotación de pólvora
y cañones del lado de Monteverde, Miranda, jefe de fuerzas todavía
mal organizadas, no tenía posibilidades de evitar una derrota.
En realidad, ni aun sin ese tropiezo hubiera podido el viejo luchador
asegurar la victoria sobre Monteverde, pues, como lo probaba la entrega
del castillo, la mayoría de los venezolanos se oponía
a los mantuanos de Caracas, y éstos, incapaces de reconocer los
valores del pueblo, no llamaron a esas mayorías a participar
en la creación de la república, lo que se explica porque
en ese caso habrían tenido que concederles derechos. Miranda,
que no podía engañarse, solicitó un armisticio
cuyas capitulaciones se firmaron el 24 de julio. La República
Federal de Venezuela moría al cumplir su primer año de
vida.
A fines de julio, don Francisco de Miranda se preparaba a abandonar
Venezuela; el día 30 llegó a La Guayra donde le esperaba
un navío inglés que debía conducirlo a Curazao.
La pequeña isla holandesa, situada a una singladura de La Guayra,
había sido tomada por los ingleses en enero de 1807, como se
dijo en el capítulo anterior, y seguía en manos británicas.
Miranda viajaba siempre con sus archivos, y tan pronto llegó
a La Guayra los hizo embarcar en el navío inglés; después
fue a hospedarse en la casa de un amigo, donde dormiría la noche
del 30, y tomaría el barco en la mañana del 31. El amigo
que lo hospedaba se había vendido ya al bando vencedor, cosa
que sucede a menudo en épocas turbulentas como las que vivía
el país, e hizo a unos cuantos jóvenes mantuanos, entre
los cuales se hallaba Bolívar, una falsa confidencia; les dijo
que los cajones, y enviados por Miranda al navío inglés
estaban llenos del oro que le había dado Monteverde para que
le dejara paso libre hacia Caracas. Llenos de indignación y sin
que trataran de confirmar lo que habían oído, Bolívar
y sus amigos despertaron a Miranda en horas de la madrugada y lo hicieron
preso. Preso lo hallaron las fuerzas de Monteverde al entrar en La Guayra
y ya nunca más el viejo luchador volvería a verse Ubre;
iba a morir, cuatro años después, en la prisión
de La Carraca, en Cádiz.
La llegada de Monteverde a Caracas significaría no sólo
la muerte de la República Federal de Venezuela, sino además
un golpe duro, aunque no necesariamente fatal, para la clase dominante
del país, los orgullosos mantuanos, que habían declarado
la independencia; pues con Monteverde entraron en el palacio de los
capitanes generales los llamados "blancos de orilla", pequeños
comerciantes y gente que ejercía "oficios baxos", como
decían los mantuanos; los canarios, los pardos, los zambos y
los negros libres, es decir, toda la gente del pueblo que había
sufrido el desprecio y el odio del mantuanismo.
Monteverde no autorizó crueldades, aunque no podía dejar
en libertad a los personajes republicanos; pero los mantuanos de Venezuela
no podían perdonar que él abriera las puertas del palacio
de Gobierno al pueblo, y como en toda la América española
quienes estaban escribiendo la Historia eran los servidores de la clase
dominante, Monteverde ha estado figurando hasta ahora como la encarnación
del crimen, el realista sin entrañas, él español
salvaje. Y nada de eso es cierto. Lo cierto es que Monteverde fue el
primer jefe de la democracia social venezolana y í una figura
que merece respeto. Como primer jefe de la democracia social de Venezuela
a él le tocó iniciar un capítulo en la historia
del país, y lo hizo sin maldad; cada vez que pudo hacerlo, salvó
vidas y aun bienes. A Simón Bolívar, por ejemplo, le dio
pasaporte para que saliera del país, y a fines de agosto el joven
coronel en cuyas manos se había perdido el castillo de Puerto
Cabello estaba en Curazao; otros mantuanos, jóvenes y viejos,
salían hacia Trinidad o hacia Nueva Granada.
Sólo en algunos puntos de Nueva Granada podían hallar
los republicanos de Venezuela ambiente propicio para sus planes y ayuda
para reemprender la lucha. Entre esos republicanos de Venezuela había
algunos españoles, como el coronel Manuel Cortés Campomanes.
En Nueva Granada había también extranjeros, como el francés
Pierre Labaut, que había sido oficial de Napoleón y servía
a las autoridades cartageneras. Cartagena se hallaba en aprietos. Una
ancha faja del territorio, que iba desde el Magdalena hasta las vecindades
del golfo de Morrosquillo, en el litoral del Caribe, se había
pronunciado a favor de los realistas, y los españoles de Santa
Marta habían lanzado una ofensiva hacia el sur, sobre la ciudad
de Mompós, con cuya conquista hubieran aislado a Cartagena de
la región central del país. Cortés Campomanes,
Labaut y algunos oficiales venezolanos, como los hermanos Carabaño,
estaban luchando para reconquistar el terreno que había perdido
Cartagena, y en ese momento Bolívar abandonó Curazao y
se presentó en Cartagena; allí, en el viejo puerto del
Caribe, iba a encontrar la ayuda que necesitaba para lanzarse sobre
Venezuela y convertirse rápidamente en la primera figura de la
larga lucha por la independencia de la América española.
El Gobierno de Cartagena confió a Labaut la jefatura de las operaciones
sobre Santa Marta, y Labaut encomendó al coronel Simón
Bolívar el puesto de Barrancas, desde el cual, con 200 hombres,
Bolívar debía proteger la retaguardia del francés,
que cruzó el Magdalena y comenzó a operar en la margen
derecha con la intención de tomar la ciudad enemiga por la retaguardia.
Pero sucedió que en vez de quedarse estacionado en Barrancas,
Bolívar empezó a operar hacia el sur, mientras Labaut
lo hacía hacia el norte; y así fue como se dio el caso
de que al mismo tiempo que Labaut tomaba Santa Marta —en enero
de 1813— Bolívar entraba en Ocaña, después
de haber conquistado varios otros lugares, como Tenerife y Mompós.
Por esos mismos días terminaba la guerra civil que estaban llevando
a cabo la provincia de Tunja y el Estado de Cundinamarca, y el 1 del
mismo mes de enero habían desembarcado en Güiria Santiago
Marino y Manuel Piar al frente de un grupo de republicanos. Güiria
era un pequeño puerto situado en el golfo de Paria, es decir,
en el extremo oriental de la costa venezolana del Caribe, a corta distancia
de la isla de Trinidad, y no tenía guarnición realista,
de manera que cayó fácilmente en manos de Marino y Piar.
Estos se movieron inmediatamente hacia el oeste y ocuparon la plaza
de Maturín, que la guarnición realista abandonó
sin combatir. El avance de Marino y Piar desató en el oriente
de Venezuela la guerra social en sus formas más crueles. Bandas
que generalmente estaban encabezadas por algún español
de posición humilde, pero que se formaban a base de pardos, negros
libres y esclavos, comenzaron a actuar sin coordinación, una
aquí y otra allá, y empezaron a cometer asesinatos, a
torturar, a destruir, a incendiar propiedades de mantuanos.
Mientras tanto, Labaut había pedido al Gobierno de Cartagena
que sometiera a Bolívar a una corte marcial porque había
desobedecido órdenes de su superior, pero las victorias del joven
coronel venezolano le habían conquistado una popularidad tan
grande que nadie se atrevió a darle oídos a la petición
de Labaut. En ese momento, avanzando desde Maracaibo hacia el sur, a
través de los Andes, el coronel español Ramón Correa
había penetrado hasta Cúcuta, desde donde podía
lanzarse sobre Pamplona y poner en peligro la existencia de Cundinamarca.
El coronel Manuel del Castillo, que se hallaba al sur de Pamplona, en
Piedecuesta, le pidió a Bolívar que actuara combinado
con él en un ataque contra Correa; Bolívar solicitó
autorización a Cartagena, la obtuvo y tomó Cúcuta,
lo que le valió el grado de brigadier general y el título
de ciudadano de Nueva Granada, ambos expedidos por Camilo Torres, presidente
de las Provincias Unidas, pero también le ganó la enemistad
del coronel del Castillo, lo que dos años después tuvo
malos resultados para Bolívar y para Cartagena. En esos días
Marino y Piar repelían un ataque realista a Barcelona, y Monteverde
salía de Caracas para aplastar a Marino en Maturín.
Las fuerzas que Bolívar tenía en Cúcuta eran neogranadinas,
pero entre ellas había muchos venezolanos; algunos, como su tío
Félix Ribas, eran oficiales; otros eran simples soldados. De
todos modos, Bolívar necesitaba toda su tropa, neogranadinos
y venezolanos, para lanzarse a la lucha en Venezuela, y solicitó
permiso para disponer de ellos. Pero el coronel del Castillo, como había
hecho Labaut antes, pedía que se sometiera a Bolívar a
un consejo de guerra y se oponía a su marcha sobre Venezuela,
y todo eso consumió más de dos meses, que Bolívar
pasó esperando en Cúcuta. Cuando las autoridades de las
Provincias Unidas le autorizaron a seguir adelante, marchó hacia
el nordeste, subiendo los Andes, y el día 23 de mayo tomó
Mérida. Ya estaba en territorio venezolano.
En ese mes de mayo, Monteverde, derrotado en Maturín, estaba
volviendo a Caracas y la guerra social se extendía a toda Venezuela.
Los que se batían contra los partidarios de la república
eran los hombres del pueblo, algunos de ellos españoles, pero
los más negros, pardos, zambos. Se mataba en nombre de Fernando
VII, mas aquello era en verdad una espantosa guerra social que día
tras día cobraba más vigor, un vigor diabólico
que acabaría arruinando al país.
España no podía mandar ejércitos a América,
pero de Cuba se enviaron fuerzas a Santa Marta, que se había
rebelado contra Labaut y había vuelto a proclamar su adhesión
a Fernando VII Francisco Montalvo, un cubano que tenía grado
de mariscal de campo, llegó a Santa Marta con el título
de capitán general de Nueva Granada. Eso sucedía el 2
de junio (1813), cuando Bolívar estaba preparando la toma de
Trujillo. situada en el lado oriental de los Andes, en la que entró
una columna suya el día 10; él llegó a Trujillo
el 13, y el 15 lanzaba su proclama de guerra a muerte, que fue un esfuerzo
dirigido a encauzar la guerra social que estaba asolando el país
en una guerra regular de republicanos contra realistas.
Mientras Bolívar trataba de darle sentido de lucha por la independencia
a la guerra social, ésta se desataba en la región de Cúcuta.
Las fuerzas de Cartagena no habían cesado de atacar a las realistas
de Santa Marta, y éstas, mientras tanto, se expandían
hacia el sur, con el resultado de que la actividad militar provocó
la guerra social y ésta comenzó a florecer en los ricos
valles de Cúcuta. Al mismo tiempo, en el extremo sudoeste del
país comenzaba a operar el coronel español Juan de Sámano,
que iba a, ser años después el último virrey de
Nueva Granada.
Desde Trujillo, Bolívar despachó una columna para cubrir
su flanco izquierdo e impedir ataques de parte de los realistas de Maracaibo;
despachó otra columna para cubrir su flanco derecho y evitar
que las fuerzas realistas de Barinas —más de 2.000 hombres
con artillería— pudieran avanzar hacia San Carlos y cortarle
el paso, y él se dirigió a Guanare. Vencido en Niquitao
por la columna que cubría el flanco derecho del joven general,
los realistas abandonaron Barinas, donde Bolívar entró
y reforzó sus tropas con armas y hombres.
La situación era confusa en el centro de Nueva Granada. Cada
una de las provincias se consideraba un Estado autónomo dentro
de la Unión; cada una tenía su Gobierno de la Unión.
Aunque el nombre de la Unión era el de Provincias Unidas, había
provincias que se llamaban Estados. Algunos de esos Estados, como el
de Cartagena, había declarado su independencia absoluta de España;
otros, como el de Cundinamarca, reconocían a Fernando VII como
rey, aunque establecían que sólo ejercería la monarquía
cuando estuviera en el territorio del Estado y jurara y acatara sus
leyes. Pero sucedía que los acontecimientos se precipitaban y
obligaban a los notables que gobernaban esos Estados a tomar actitudes
imprevistas. Por ejemplo, los movimientos de Sámano en el sudoeste
del país representaban una amenaza para Cundinamarca, lo que
llevó a sus autoridades a declarar que Cundinamarca era un Estado
libre y soberano, sin ningún nexo con España ni con ningún
otro país, aunque seguía considerándose parte de
la Unión neogranadina, pero totalmente autónoma dentro
de ella. Eso sucedió el 16 de julio (1813). Se eligió
presidente de Cundinamarca a don Bernardo Álvarez y se le encomendó
a don Antonio Nariño, que había sido presidente hasta
entonces, la jefatura de las fuerzas que debían combatir a Sámano.
El Congreso de la Unión le prometió a Nariño que
todas las provincias proporcionarían soldados, armas y dinero
para la campaña. Antes de un mes de haberse declarado Cundinamarca
Estado libre y soberano, el de Antioquía proclamó su independencia
de España.
Mientras eso sucedía en Nueva Granada, Bolívar salía
de Barinas y se dirigía a Araure; al mismo tiempo, Ribas avanzaba
hacia Barquisimeto, ciudad que tomó después de haber derrotado
una fuerza realista en Los Horcones. Bolívar reorganizó
sus tropas en Araure, donde pasó los últimos días
de julio, y después avanzó hacia San Carlos. Monteverde
había establecido su cuartel general en Valencia, lo que hacía
inevitable el choque entre su ejército y el de Bolívar.
Efectivamente, el choque se produjo; fue en la sabana de Taguanes, el
31 de julio, y Monteverde quedó derrotado, de manera que se retiró
a Valencia e inmediatamente a Puerto Cabello, donde sin duda tenía
una posición buena para defenderse. Bolívar entró
en Valencia el día 2 de agosto, avanzó rápidamente
hacia la Victoria y el día 7 entraba en Caracas, y con ello daba
fin a lo que en la historia de Venezuela se conoce con el nombre de
"la campaña admirable" o "la campaña de
las mil millas"; el primero, porque el joven general venezolano
no sufrió un solo revés desde que salió de Barrancas,
en las vecindades de Cartagena, con sólo 200 hombres, y el segundo
porque ésa fue la distancia que recorrió con sus tropas
desde Barrancas a la capital de Venezuela.
Doce días después de la entrada de Bolívar en Caracas
las fuerzas de Santiago Marino y Manuel Piar tomaban Barcelona y proclamaban
a Marino jefe supremo de las provincias orientales del país.
Venezuela, pues, se hallaba en peligro de quedar dividida en dos partes
o de caer en una guerra civil cuando más funesta podía
ser la división de los republicanos, y para evitar que eso sucediera,
Bolívar procuró legalizar su autoridad; así, una
asamblea de notables de Caracas le concedió el título
de jefe militar y civil, con amplios poderes para gobernar, situación
que acabaron aceptando Marino y Piar. Debemos tener en cuenta que fueron
los notables de la ciudad —es decir, los hombres de prestigio
social, los clásicos mantuanos—, no la gente del pueblo,
quienes invistieron con esa autoridad a Bolívar, y que éste
aceptó que fuera así. Esos detalles dan idea de las razones
por las cuales la masa del pueblo no se sentía comprometida en
la tarea de crear la república, y lo que es peor, ni los poderdantes
ni Bolívar creían que esa masa tuviera nada que ver en
la creación de la república.
Tan pronto como liquidó el problema político que significaba
la presencia de dos jefaturas republicanas en Venezuela, Bolívar
acudió a Puerto Cabello para tratar de sacar de allí a
Monteverde, pero no tuvo éxito y se retiró a Valencia.
Así, Puerto Cabello quedó como una vía de entrada
al país por la que podían llegar refuerzos de las regiones
costeras que estaban en manos españolas, como Santa Marta, Maracaibo,
Coro, la Guayana, y abierto al tráfico con las islas españolas
del Caribe, como Cuba y Puerto Rico. Y desde Puerto Rico, que había
sido el punto de partida de Monteverde el año anterior, le llegó
al jefe realista un refuerzo de 1.200 hombres con artillería
y pertrechos de boca y de guerra.
Bolívar seguía en Valencia, la ciudad más cercana
a Puerto Cabello, y Monteverde, ya reforzado, hizo una salida para sacar
al joven general de Valencia, pero fue derrotado en Barbilla y volvió
a encerrarse en Puerto Cabello. Al volver a Caracas llevando el cadáver
de uno de sus mejores oficiales, que había muerto en el combate
de Barbilla —el neogranadino Atanasio Girardot—, la municipalidad
caraqueña le otorgó a Bolívar el título
de Libertador y lo invistió con los poderes de capitán
gene-raí de los ejércitos republicanos. Esto sucedía
el 14 de octubre (1813), menos de cuatro meses después que el
joven caudillo había cumplido treinta años. Verdaderamente,
Simón Bolívar tenía un destino singular.
Cinco días después de haber recibido Bolívar el
título de Libertador, Napoleón Bonaparte era derrotado
en Leipzig y empezaba a abrirse un nuevo capítulo en la situación
de Fernando VII, que seguía preso del emperador francés
en Valencay; al mismo tiempo Nariño marchaba con unos 1.500 hombres
sobre Popayán; Cúcuta caía en manos realistas,
que llevaron a la ciudad neogranadina el mismo tipo de guerra social
atroz e implacable que hacían en los valles de la región,
y en el fondo de los llanos de Venezuela comenzaba a formarse un líder
de masas que iba a encabezar poco después la terrible acometida
que se conocería en la historia del país con el nombre
sombrío de "el Año Terrible de Venezuela";,se
trataba de José Tomás Boves, asturiano él, pero
hecho a la vida del llanero; tan joven como Bolívar, tan enérgico
y resuelto como el Libertador.
Boves no era militar, pero se había retirado a Guayana con las
fuerzas del general José Manuel Cajigal cuando Bolívar
avanzaba desde Trujillo hacia Caracas; Cajigal pasó luego a Puerto
Cabello y Boves comenzó a recorrer los llanos, al principio con
muy pocos seguidores, luego con algunos centenares, y en ese mes de
octubre de 1813 estaba operando en los Llanos de Guaneo al frente de
miles de llaneros que se le habían sumado en pocos meses. Por
sí sola, esa fuerza de Boves era una amenaza grave para Bolívar;
ahora bien, sucedía que al mismo tiempo estaban moviéndose
en forma ominosa dos ejércitos realistas, uno que había
salido de Coro hacia el Sury otro que había salido de Barinas
y se dirigía al Norte para reunirse con el de Coro; y por último,
estaba Monteverde en Puerto Cabello.
Bolívar creía que él podía destruir todas
esas amenazas porque disponía de un ejército suficiente
y leal, que había dado pruebas repetidas de su capacidad para
triunfar; pero lo cierto era que Bolívar estaba equivocado. Para
que alcanzara la victoria necesitaba tener una base política
sólida, y eso le faltaba. Ni él ni su ejército
habían conseguido apoyo popular; por otra parte, sus compañeros
de clase —los mantuanos— no se sentían a gusto con
él. Caracas, que había sido destruida en marzo del año
anterior por un terremoto, era un montón de ruinas más
que una ciudad; sus vecinos vivían de milagro, aun los más
ricos, porque la guerra había paralizado todas las actividades
productivas, y Bolívar exigía aportaciones económicas
y decretaba medidas que sobrecargaban a mantuanos y comerciantes; a
la vez el joven Libertador estaba obligado a perseguir a todos los sospechosos
de simpatizar con los realistas, y esos simpatizantes eran los españoles
del común, los canarios, los pardos, los zambos, los negros libres,
los esclavos; de manera que en fin de cuentas Bolívar no tenía
en Caracas el respaldo verdadero de ningún sector social. El
confiaba en su ejército, pero ese ejército se movía
en un campo que políticamente le era adverso, y ningún
ejército puede triunfar allí donde no cuenta con el apoyo
del pueblo. Bolívar tardaría años en aprender la
terrible lección de que las guerras de liberación no las
ganan las tropas sino los pueblos; los ejércitos son únicamente
los brazos armados de los pueblos y sólo triunfan allí
donde cuentan con el respaldo popular. A pesar de su genio político,
del que dio pruebas abundantes durante su corta vida, en esos meses
finales de 1813 el Libertador era todavía un mantuano y creía
que el poder militar, y sólo él, iba a decidir la lucha
en Venezuela. Como mantuano al fin, no paraba mientes en el pueblo.
Como Bolívar pensaba así, mientras tuviera un ejército
de fiar, como era sin duda el suyo, se sentiría invencible, lo
que explica que saliera de Caracas hacia San Carlos para impedir que
en este último punto pudieran reunirse los realistas de Coro
y de Barinas; y fue derrotado en Barquisimeto por las fuerzas de Coro,
a las que mandaba el general Ceballos. Ahora bien, Bolívar no
se desanimaba porque perdiera una batalla, ni dos ni tres. Tras su derrota
de Barquisimeto fue a batir una columna que Monteverde había
despachado hacia el sur de Puerto Cabello, y la batió en Vigírima;
de Vigirima corrió a San Carlos y de San Carlos se dirigió
de nuevo a Barquisimeto, y en el camino supo que los ejércitos
de Coro y de Barinas se habían reunido en Araure. Allí
mismo les dio Bolívar el 5 de diciembre la larga y terrible batalla
de Araure, en la que el propio Libertador peleó en primera fila
más de seis horas.
Una victoria como la de Araure, ganada a costa de esfuerzos desesperados,
reafirmaba la idea de Bolívar de que todo lo que necesitaba para
triunfar era un ejército aguerrido. Así, después
de Araure corrió a sitiar Puerto Cabello por tierra mientras
Piar enviaba desde Barcelona una flotilla para sitiar el lugar por el
agua. La guarnición de Puerto Cabello, cansada de estar a las
órdenes de un jefe que apenas salía a luchar, desconoció
la autoridad de Monteverde y nombró capitán general de
los ejércitos reales a don Juan Manuel Cajigal. A partir de ese
momento, pues, España tendría en Venezuela un jefe oficial
que enfrentar al infatigable Bolívar, sólo que se trataba
de una jefatura formal, porque el pueblo realista, el que se batía
en todas partes y a todas horas, no seguiría a Cajigal sino a
Boves, y era con Boves con quien haría la atroz campaña
del "año terrible", la que disiparía 1 os sueños
del Libertador entre humos de incendios y alaridos de hombres degollados.
Cuando Cajigal fue nombrado capitán general de Venezuela, ya
Boves tenía tras sí 7.000 llaneros, de los cuales 5.000
eran montados; y se trataba de 7.000 hombres que procedían de
las masas del pueblo, esclavos liberados por la guerra social, cuyos
amos habían sido asesinados o habían huido abandonando
sus haciendas; pardos y zambos que odiaban a muerte a todos los blancos;
gente que se alimentaba de carne cruda cortada apresuradamente de las
reses que mataban a lanzazos; hombres que iban a los combates no a vencer
al enemigo, sino a aniquilarlo físicamente, a atravesarlo con
la lanza o a degollarlo con el cuchillo; eran miles de llaneros que
habían ido a buscar a su jefe espontáneamente para ganar
a su lado posiciones, bienes, ascensos. Con esos seguidores fanáticos
había formado Boves un ejército temible, el más
veloz, el menos costoso y el más despiadado del mundo.
En ese momento —diciembre de 1813— Napoleón estaba
negociando con Fernando VII, a quien necesariamente tendría que
poner pronto en libertad. Los ejércitos franceses eran batidos
en sus últimos reductos españoles; Wellington, que había
sacado a las tropas del emperador de Portugal y había ganado
en España la batalla de Vitoria, se disponía a cruzar
el Bidasoa para combatir en suelo francés. Los realistas de Venezuela
no podían estar enterados de las negociaciones de Valencay entre
Bonaparte y Fernando VII, pero sabían que desde hacía
meses los franceses iban perdiendo la guerra en España y debían
pensar, con razón, que ya se avecinaba el día en que España
podría mandar a Venezuela ejércitos poderosos, destinados
a aplastar a los republicanos; y esa idea debía estimularlos
a seguir la lucha, puesto que la victoria no podía estar muy
lejos.
En el mismo mes de diciembre se celebraron en San Salvador elecciones
de ayuntamiento y alcaldes de barrio y resultó que los elegidos
pertenecían —todos menos uno— a grupos conocidos
como partidarios de la independencia, de manera que su elección
no fue bien vista por las autoridades españolas. -Sin duda en
El Salvador, provincia de Guatemala situada sobre el mar Pacífico,
influían las noticias de la revolución mejicana, acaudillada
en ese momento por el padre Morelos, pero debían influir también
las que llegaban de Venezuela y Nueva Granada por la vía de Panamá.
En esos días en el sur de Nueva Granada, también sobre
la costa del Pacífico, fuerzas republicanas bajo el mando de
José María Gutiérrez habían limpiado de
realistas la provincia de Antioquia, y las tropas de Nariño,
comandadas por el coronel José María Cabal, derrotaron
a Sámano el 30 de diciembre en los cerros de Palacé y
entraron en Popayán el día 31. Al comenzar el mes de enero,
Sámano recibió refuerzos y estaba listo para marchar hacia
Popayán cuando fue atacado por Nariño en Calibío.
Derrotado de manera penosa, Sámano tuvo que retirarse a Pasto,
que iba a ser durante años y años el punto fuerte de los
realistas en el sur de Nueva Granada.
Los alcaldes que habían sido electos en San Salvador en el mes
de diciembre estaban tomando parte en una conspiración que debía
estallar simultáneamente allí y en la ciudad de Guatemala,
capital de la Capitanía General, pero las autoridades de ambos
sitios estaban informadas de sus planes. En Guatemala el caso no llegó
a ser grave; en San Salvador sí, debido a que el intendente Peinado
ordenó la prisión de varios de los conjurados, y esa medida
provocó un levantamiento popular de proporciones alarmantes.
El levantamiento fue aplastado el día 24 de enero (1814) a costa
de algunos muertos y varios heridos.
Bolívar estaba en ese momento dirigiendo el sitio de Puerto Cabello.
Tomar Puerto Cabello era la obsesión del joven general venezolano,
tal vez porque allí había comenzado su vida militar con
un fracaso histórico, quizá porque pensaba que si se adueñaba
de ese punto fuerte tendría el dominio de la costa del Caribe
hasta Coro y además el dominio de todo el centro de Venezuela.
Obsesionado por la conquista de Puerto Cabello no atinaba a comprender
que el enemigo verdaderamente peligroso no estaba allí; estaba
en los Llanos de Guárico, y se llamaba Boves y tenía con
él 7.000 llaneros de lanza y cuchillo.
Para entrar en la región más poblada y más rica
de Venezuela —si quedaba alguna riqueza en el país—,
Boves tenía que hacerlo a través de La Puerta, que da
paso de los Llanos de Guárico a los valles de Aragua, y como
Bolívar sabía que ése sería el camino de
Boves, mandó a La Puerta a un oficial español republicano,
el coronel Campo Elias. La Puerta era relativamente fácil de
defender, y Bolívar confiaba en que Boves no podría cruzar
por el lugar. Pero el día 3 de febrero Boves y sus llaneros destrozaron
los batallones de Campo Elias, y Bolívar, temeroso de que el
alud llanero se desbordara hacia Valencia, abandonó el sitio
de Puerto Cabello y corrió a establecer su cuartel general en
Valencia. Desde allí se hizo cargo de la situación, que
no podía ser más desoladora: Boves estaba operando en
el centro del país, y sus avanzadas se encontraban en La Victoria,
o lo que es lo mismo, en el camino de Caracas.
Ahora bien, Caracas no era un sitio que podía dar recursos para
defenderse. La capital era una sombra de lo que había sido; estaba
destruida y hambreada y no le quedaban hombres en capacidad de combatir.
De 40.000 habitantes que había tenido en 1812, sólo tenía
20.000 en ese mes de febrero de 1814, y la mayoría estaba compuesta
por ancianos, mujeres y niños. Una pequeña columna realista
podía tomarla, y sucedía que a muy poca distancia, en
el castillo de La Guayra, había 800 oficiales y soldados españoles
prisioneros. ¿No podía pasar en La Guayra lo que le había
pasado a él en Puerto Cabello en junio de 1812? Si un oficial
del día traidor ponía en libertad a esos militares presos,
¿quién podía salvar Caracas; quién evitaba
la degollación de sus vecinos, la violación de sus mujeres,
el asesinato de los niños? Y por último, si Caracas caía
en manos enemigas, ¿quién seguiría luchando por
Venezuela? Bolívar no se perdonaba a sí mismo haber sido
confiado en junio de 1812 y haber provocado, con esa actitud, lo que
él mismo llamó en aquellos días "la pérdida
de la república"; y en consecuencia ordenó la muerte
de todos los prisioneros de La Guayra. La matanza tuvo lugar el día
9 de febrero y el día 12 se daba la batalla de La Victoria, en
la que participaron los estudiantes universitarios caraqueños,
hijos —detalle que no debemos pasar por alto— de las familias
pudientes de la capital.
Quien mandó las fuerzas republicanas en La Victoria fue Ribas.
Boves no participó en la batalla porque estaba curándose
de un lanzazo que había recibido en La Puerta. Ribas venció
a los llaneros de Boves, pero a costa de pérdidas muy altas.
De todos modos, si hubiera quedado derrotado allí no había
poder alguno que se interpusiera entre esos llaneros y Caracas.
Una vez curado, Boves decidió atacar San Mateo, la hacienda familiar
de los Bolívar, donde el niño Simón iba a pasar
sus vacaciones de verano. De las muchas propiedades que Bolívar
había heredado al morir su padre —una fortuna que se calculaba
entonces, al final del siglo XVIII, en varios millones de pesos—,
ninguna estaba tan vinculada a los mejores recuerdos del Libertador.
Pero Boves no la atacaba por eso, sino porque las casas de la hacienda
dominaban militarmente, como si hubieran sido un fuerte, una gran porción
de los ricos valles de Aragua. San Mateo era un símbolo del mantuanismo
que Boves estaba aniquilando.
Bolívar, que era muy-sagaz para prever los movimientos del enemigo,
había calculado que si sus hombres eran derrotados en La Victoria,
Boves atacaría San Mateo; así, levantó su cuartel
general de Valencia y se trasladó a San Mateo. Allí, pues,
se enfrentaron los dos jefes de Venezuela; Boves, el jefe de la masa
popular, y Bolívar, el de un ejército eficiente, pero
sin pueblo. La batalla de San Mateo iba a durar desde febrero hasta
fines de marzo.
El día 22 de ese mes llegaba a España Fernando VII, a
quien Napoleón había dejado en libertad después
de haberlo forzado a firmar un acuerdo por el cual, entre varios puntos,
el rey de España se comprometía a no perseguir a los españoles
que habían colaborado con José Bonaparte. Fernando VII
entró en el país por Cataluña y era recibido de
pueblo en pueblo por muchedumbres enardecidas que recibían en
él al símbolo de sus luchas. En esos mismos días
don Antonio Nariño marchaba hacia Pasto, donde le esperaban fuerzas
realistas mandadas por el mariscal don Melchor Aymerich, que había
llegado desde Quito para sustituir a Sámano, y en San Mateo se
esperaban noticias de Santiago Marino, que había partido de la
región oriental y avanzaba a marchas forzadas para reunirse con
Bolívar.
Boves tuvo también noticias de que Marino se acercaba por el
camino de San Juan de los Morros, temió quedar cogido entre Marino
y Bolívar y se movió hacia el Sur para bajar a Los Llanos
a través de La Puerta; pero sucedió que Marino había
cruzado ya La Puerta, de manera que Boves chocó con él
en Bocachica, del lado norte de La Puerta, en un terreno poco apropiado
para él. La batalla de Bocachica se dio el 31 de marzo. Bolívar
acertó a darse cuenta de que Marino iba a tener una posición
ventajosa frente a Boves y que iba a derrotarlo, y dedujo que en caso
de derrota el jefe llanero tendría un solo camino para retirarse,
que era el que pasaba al sur del lago de Valencia, y corrió a
taponar ese camino. Efectivamente, por esa vía se retiraba Boves
cuando Bolívar lo atacó y dispersó sus fuerzas
el 1 de abril en Magdaleno. Tomando ventaja de la situación en
que se hallaba Bolívar en San Mateo, el general Ceballos había
avanzado desde el oeste del país y había sitiado Valencia,
cuya defensa estaba a cargo del general Rafael Urdaneta, uno de los
oficiales más capaces que tenía Bolívar, pero al
saber que Boves había sido derrotado en Bocachica y en Magdaleno,
Ceballos levantó el sitio y Bolívar corrió a Valencia,
donde entró el día 3 de abril. Ese mismo día el
terrible José Tomás Boves se internaba en Los Llanos,
buscando el rumbo de Calabozo; de los 7.000 hombres que le seguían
dos meses antes, le quedaban apenas 500. Su poderoso ejército
de llaneros estaba destruido, pero antes había destruido él
los valles de Aragua, que había sido la fuente de riqueza mantuana
de Caracas.
Ahora bien, el día que Boves dejaba San Mateo para adelantarse
a Marino y cruzar La Puerta antes que el general oriental —movimiento
que había hecho Boves el 30 de marzo—, los ejércitos
rusos, prusianos y austriacos entraban en París. Francia, pues,
había sido ocupada por sus enemigos y Napoleón se vería
forzado a abdicar su corona de emperador a solicitud de sus propios
mariscales y del Senado, que estaba ya en entendimiento con los Borbones.
El día 11 de abril Bonaparte abdicó en Fontainebleau,
en el propio palacio donde los representantes de España habían
firmado el tratado de ese nombre en el mes de octubre de 1808, aquel
tratado que iba a desatar tantos acontecimientos en España y
en América. Parecía una jugada sardónica de la
Historia que el indomable capitán tuviera que firmar su abdicación
en ese lugar, pues fue el tratado de Fontainebleau lo que le abrió
a Napoleón las puertas de España, y su conquista de España
fue la chispa que provocó a un mismo tiempo el levantamiento
del pueblo español y la rebelión de los territorios españoles
de América. Con España, y el imperio español de
América, desde luego, de su parte, ¿se hubiera visto Bonaparte
en la situación en que se hallaba al firmar su abdicación?
De no haber sido por la guerra que le hizo el pueblo español,
¿habrían podido los ejércitos aliados entrar fácilmente
en Francia?.
La Historia se ocupa de lo que sucedió, no de lo que hubiera
podido suceder, y es el caso que la conquista de España fue para
Napoleón un paso fatal; ahora bien, lo fue asimismo para España,
puesto que les ofreció a las fuerzas tradicionales de la sociedad
española una oportunidad que no habían tenido en más
de un siglo: la de conquistar el poder político con el retorno
de Fernando VII, El 5 de mayo entraba en París Luis XVIII; no
podía llamarse Luis XVII porque el que debía llevar ese
nombre había desaparecido en el abismo de la Revolución.
Al entrar en París Luis XVIII salía Napoleón hacia
la isla de Elba. Pues bien, el mismo día salía Fernando
VII de Valencia hacia Madrid, y desde el anterior había firmado
los decretos en que iba a basarse el régimen absolutista. Mediante
esos decretos se derogaban la Constitución de 1812 y todas las
leyes que habían producido las Cortes de Cádiz; además,
se ordenaba la prisión de todos los diputados liberales y se
designaba el ministerio con que iba a gobernar el rey. En Valencia,
pues, había decidido Fernando VII el destino de su país;
allí había tomado una posición totalmente opuesta
a la que habían seguido todos sus antecesores Borbones durante
ciento diez años. Con los decretos de Valencia quedaba liquidada
una larga política liberal destinada a favorecer a los círculos
burgueses del país, y se la suplantaba con otra llamada a apoyar
la monarquía y las instituciones españolas en una base
social tradicional. Esos decretos de Valencia darían lugar a
una serie de luchas, en la que los círculos burgueses tratarían
de reconquistar las posiciones perdidas; serían las luchas del
siglo XIX español, caracterizadas por los "pronunciamientos",
las sublevaciones, los golpes de Estado palaciegos, la actuación
de los militares en la vida política, algo que España
no había conocido desde hacía siglos, y al fin esas luchas
acabarían provocando el colapso total del poder español
en su imperio americano. Había, pues, una secuencia lógica
entre la derrota de Bonaparte, su abdicación en Fontainebleau
y los acontecimientos que estaban desarrollándose en el Caribe,
lo que se explica porque el Caribe era una frontera imperial y esa frontera
tenía que quedar afectada por lo que sucedía en las metrópolis
imperiales.
Mientras Boves huía hacia Calabozo, Marino se reunía con
Bolívar en Valencia. El Libertador seguía aferrado a su
idea de que debía tomar Puerto Cabello. Para él, el problema
de Venezuela iba a ser resuelto por los ejércitos; quedaría
liquidado en un choque de ejércitos, no por la guerra que hacían
los llaneros de Boves a los que en esos días llamaba "bandidos".
"Los bandidos han logrado lo que los ejércitos disciplinados
no habían obtenido", escribió el 24 de marzo. De
acuerdo con los planes elaborados en Valencia, Marino debía salir
en persecución de Ceballos, que se retiraba hacia Occidente,
y Bolívar volvería a Puerto Cabello para reforzar el sitio
de esa plaza, que no había sido levantado; una vez tomada Puerto
Cabello, él y Marino se encargarían de liquidar Cajigal,
que en el ínterin había salido de Puerto Cabello y estaba
operando entre Coro y Barquísímeto. El plan parecía
muy bueno, pero sucedió que Ceballos destrozó a Marino
el 10 de abril en la batalla de El Arao y Bolívar tuvo que correr
a Valencia para evitar que esa ciudad cayera en manos de Ceballos.
Allí, en Valencia, estaba Bolívar el 9 de mayo (1814),
el día en que a más de mil quinientas millas hacia el
Sudoeste Nariño derrotó a las fuerzas de Aymerich en el
páramo de Tacines; el día siguiente Nariño se hallaba
en las afueras de Pasto, donde fue atacado al caer la tarde. Desorganizada
por el ataque, la izquierda de Nariño se desbandó y muchos
de sus hombres huyeron a Tacines, adonde llevaron la noticia de que
Nariño había sido derrotado y aniquilado. En Tacines se
hallaba la retaguardia de Nariño, y la noticia causó en
esa retaguardia tal desconcierto, que huyó abandonando su artillería
y sus heridos. Nariño pues, perdió su base militar, y
cuando llegó a Tacines se dio cuenta de que no tenía nada
que hacer sino refugiarse en los bosques vecinos. Allí fue hecho
preso y conducido a Pasto, donde el jefe neogranadino pasó más
de un año en calidad de prisionero; al cabo de ese tiempo fue
enviado a Quito y por fin acabó en una prisión de Cádiz,
de donde saldría cuatro años después.
A mediados de mayo los jefes españoles de Venezuela decidieron
atacar a Bolívar en sus cuarteles de Valencia, y hacia Valencia
marcharon Cajigal y Ceballos. Bolívar creyó que tenía
ante sí la oportunidad de darles a los realistas una batalla
decisiva, de manera que les salió al paso y los encontró
en la sabana de Carabobo donde iba a tener lugar el día 28 la
primera batalla de ese nombre.
Efectivamente, si lo que estaba sucediendo en Venezuela hubiera respondido
a los esquemas políticos de Bolívar, esa batalla de Carabobo
habría sido decisiva. En ella el propio Libertador cargó
por el centro enemigo y dejó a éste sin artillería.
lo que produjo la desbandada realista. Cajigal y Ceballos dejaron en
el campo más de 1.000 muertos y más de 1.000 heridos.
Bolívar debió pensar que después de esa brillante
acción tenía expedito el camino para echar a los realistas
de Puerto Cabello, pacificar el país y organizar la república.
Pero no sería así y no podía ser así; al
contrario, cuando vencía el capitán general español
en Carabobo, el Libertador se encontraba al borde de una derrota que
acabaría con las fuerzas republicanas. Esas tropas y esos generales
vencidos en Carabobo no representaban lo que Bolívar creía;
eran sólo la expresión armada del poderío español,
que estaba situado muy lejos y se hallaba en crisis desde hacía
tiempo. El enemigo era otro; era la guerra social, encarnada en Boves.
Boves había huido hacia Los Llanos menos de dos meses atrás,
seguido sólo por un puñado de hombres; Bolívar
lo había visto huir y no podía imaginarse que cuando él
estaba triunfando en Carabobo el jefe de la guerra social tenía
de nuevo a su mando miles y miles de llaneros.
Boves, pues, apareció de pronto con su poderío renovado,
y Bolívar, que contaba con los 5.000 soldados que había
conducido a la victoria de Carabobo, puso 2.500 a las órdenes
de Santiago Marino para que taponara con ellos el paso de Boves hacia
Valencia en Villa del Cura y se fue él con los otros 2.500 a
guardar La Puerta, el lugar donde el 3 de febrero había destruido
Boves a Campo Elías.
En La Puerta se presentó el jefe llanero el 15 de junio para
repetir lo que había hecho el 3 de febrero, y en esa segunda
batalla de La Puerta quedó deshecho el ejército que diecisiete
días antes había vencido en Carabobo. Muchos mantuanos
de campanillas murieron degollados ese día; los caminos que llevaban
a Caracas se llenaron de familias que huían de todos los lugares
vecinos, y los lanceros de Boves lanceaban sin piedad a ancianos, mujeres
y niños. Mientras una parte de sus llaneros se dedicaba a esa
faena atroz, Boves marchó sobre Valencia, la sitió durante
tres semanas y la tomó el 10 de julio. Tres días después
salía el Libertador de Caracas por el camino de la cosía
encabezando la penosa emigración a Oriente, una página
conmovedora de las historias del Caribe. Muertos de hambre, de cansancio,
de sueño, de miedo, miles de ancianos, mujeres y niños
huían en busca de un lugar libre de la lanza llanera, en el que
estuvieran a salvo de las frías degollaciones masivas. Boves
desató el terror en Valencia, donde las matanzas fueron sobrecogedoras;
luego se dirigió a Caracas, donde entró el 16 de julio
(1814); y allí, en la capital de los mantuanos, fue hospedado
ceremoniosamente en el palacio arzobispal.
La emigración a Oriente duró tres semanas y terminó
en Barcelona; pero como las fuerzas de Boves, bajo el mando de Francisco
Tomás Morales, iban pisándoles los talones a los fugitivos,
Bolívar y Bermúdez se hicieron fuertes en Aragua de Barcelona
con 3.000 hombres. Morales atacó la plaza y la tomó el
17 de agosto. Bolívar se retiró a Barcelona y Bermúdez
a Maturín. De Barcelona pasó Bolívar a Cumaná,
donde un consejo de oficiales, celebrado el 23 de agosto, le retiró
la jefatura de las fuerzas republicanas. El 8 de septiembre Bermúdez
vencía en Maturín y ese mismo día Bolívar
y Marino salían hacia Cartagena.
La situación de Nueva Granada no era trágica como la de
Venezuela, pero tampoco era brillante. Las luchas de facciones, que
no llegaban a los límites de la guerra civil, no daban paso a
la organización del país. Se seguía combatiendo
en el Norte, entre la Cartagena republicana y la Santa Marta realista;
Pamplona se hallaba en manos realistas y las partidas que hacían
la guerra social seguían operando en la región de Cúcuta,
y en el Sudoeste, Popayán había caído de nuevo
en poder del enemigo. Nadie tomaba medidas para evitarle a Nueva Granada
la dolo-rosa experiencia que estaba padeciendo Venezuela. El Congreso
y las autoridades de la Unión, establecidos en Tunja, se ocupaban
sobre todo en someter a Cundinamarca, cuyo presidente había resuelto
ejercer la dictadura, una prerrogativa que le permitía suspender
en su territorio la constitución federal por un tiempo determinado.
Las victorias realistas en Venezuela habían obligado al general
Rafael Urdaneta a cruzar los Andes con uno o dos batallones venezolanos
y a entrar en Nueva Granada con esa tropa, que puso a disposición
del congreso de la Unión, y el Congreso le ordenó pasar
a Tunja con sus soldados porque esperaba usarlos para reducir al dictador
de Cundinamarca. Así, los adalides de la guerra venezolana de
independencia venían a convertirse en instrumentos de luchas
internas en Nueva Granada. Ese fue el papel que tuvo que hacer Bolívar
cuando después de haber llegado a Cartagena pasó a Tunja
para dar cuenta al Congreso de los sucesos de Venezuela; de manera que
Bolívar se vio envuelto en las pugnas de Nueva Granada, un aspecto
de su vida que no interesa para los fines de este libro. Ahora bien,
dado que El Libertador tuvo una actuación tan descollante en
la historia del Caribe, diremos brevemente, y a su tiempo, qué
hizo él en esos días. Por ahora sólo anotaremos
que Cúcuta cayó en manos españolas, pero que Urdaneta
recuperó la plaza sin mucho esfuerzo.
Si los realistas de Venezuela hubieran estado organizados alrededor
de una autoridad definida, digamos, alrededor del capitán general
Cajigal, hubieran podido sacar fuerzas del país y lanzarse sobre
Nueva Granada, pues con la excepción de Maturín y la isla
de Margarita toda Venezuela se hallaba en sus manos. Pero en Venezuela
no mandaba nadie, por lo menos sobre un esquema de orden civil. Allí
los núcleos que tenían más poder se dedicaban a
hacer la guerra social, cada uno por su cuenta y valiéndose de
sus propios medios. Boves mismo tenía un sólo propósito:
aniquilar los restos del mantuanismo que se hallaban en Maturín.
Vencido en Manturín el día 8 de septiembre, Morales se
había retirado a Úrica, y a Úrica iría a
reunirse con él su jefe Juan Tomás Boves. El general Piar,
a quien se le habían confiado 800 hombres para que los condujera
a Maturín, donde los republicanos habían planeado hacerse
fuertes, decidió quedarse en Cumaná para detener allí
el avance de Boves. Se trataba de un sueño que iba a convertirse
en una pesadilla de sangre. Boves arrolló a Piar, entró
en Cumaná y la convirtió en una ciudad mártir.
Las matanzas de Cumaná ocupan una página distinguida en
la historia de atrocidades de la guerra social venezolana.
En ese momento, al comenzar el mes de noviembre de ese llamado "año
terrible" de 1814, en la Venezuela continental sólo Maturín
se conservaba como una isla republicana. Cerca de allí, en las
aguas del Caribe, estaba la isla Margarita, también en manos
republicanas, pero esa isla no preocupaba a Boves. Su plan era ir a
Úrica para unir las fuerzas de Morales a las suyas y caer sobre
Maturín, donde exterminaría los restos del mantuanismo
venezolano. En Manturín había 4.000 hombres, número
suficiente para atacar a Morales en Úrica, vencerlo y desbandar
sus llaneros antes de que Boves llegara; sin embargo, no se hizo así,
sino que se pretendió detener la marcha de Boves en Los Magueyes,
donde el terrible jefe de los llaneros derrotó a los republicanos
el día 9. Con el camino hacia Úrica abierto a sus caballos,
Boves fue a reunirse con Morales, lo que quiere decir que a mediados
de noviembre disponía en Úrica de 7.000 hombres, mientras
que los republicanos de Maturín sólo tenían unos
4.000. La diferencia a favor de Boves no era alta sólo por el
número, pues a eso había que agregar la clásica
ferocidad de las hordas llaneras, su moral de triunfadores y la presencia
entre ellos de su implacable jefe, a quien idolatraban con fanatismo.
Ya Bolívar no estaba en Venezuela y los jefes venezolanos —valientes
hasta la temeridad, casi todos de origen mantuano y. por esa misma razón,
apasionados en su odio contra Boves y sus llaneros— carecían
del talento estratégico y táctico de Bolívar; además,
entre ellos no había un líder, lo que quiere decir que
les faltaba una autoridad, sin lo cual es difícil hacer la guerra
con probabilidades de éxito. La falta de un plan y de un jefe
a quien todos respetaran y obedecieran llevó a los generales
criollos reunidos en Maturín a concebir un dislate: ir a atacar
a Boves en Úrica. Lo lógico hubiera sido provocar al jefe
llanero a que atacara Maturín, pero en esa hora trágica
y final del mantuanismo venezolano, lo lógico no podía
darse; debía darse naturalmente lo contrario.
El ataque a Úrica se llevó a cabo el 5 de diciembre y
fue ejecutado con tanto vigor, que los republicanos llegaron hasta la
plaza de la pequeña villa oriental y los caballos de los dos
bandos se confundían en un amasijo de sangre y lanzas. El lugar
quedó lleno de cadáveres; entre ellos estaba el de José
Tomás Boves, que había muerto de un lanzazo sin que los
republicanos llegaran a darse cuenta de a quién habían
herido, Esto se explica porque Boves combatía entre sus hombres
como uno más de ellos, pero también porque la ferocidad
del encuentro cegaba a los combatientes al punto de que mataban y morían
como en estado de locura. Tras la derrota de Úrica, muchos jefes
que huían desperdigados por las montañas de la región
fueron cazados y asesinados; entre ellos estuvo el vencedor de Niquitao,
Los Horcones y la Victoria, el general José Félix Ribas,
cuya cabeza, frita en aceite, fue enviada a Caracas.
Para dar idea de la ferocidad de la guerra social venezolana contaremos
este episodio, que fue algo así como la corona de la batalla
de Úrica: a la muerte de Boves sus tenientes designaron a su
segundo, Francisco Tomás Morales, para el puesto que había
ocupado el gran caudillo, y en el acta levantada en esa ocasión
declararon que Morales no estaba obligado a recibir órdenes del
capitán general español. Siete oficiales se opusieron
a ese acuerdo; pues bien, los siete fueron fusilados en el acto; después
se decapitó a los cadáveres y las cabezas se enviaron
a Caracas a fin de que se expusieran en lugares públicos.
El 1814 se conoce en la historia de Venezuela con el nombre de "el
año terrible", pero no debido al número o a la importancia
de las batallas que se libraron en ese tiempo, aunque sin duda fueron
muchas y algunas muy notables y muy costosas en muertos y heridos. Las
batallas habían sido apenas puntos salientes, hechos destacados
en una guerra que se llevaba a cabo en todo el país y en todas
partes a la vez; en las ciudades y en despoblado, en las plazas fuertes
y en las aldeas.
La guerra social venezolana había comenzado tímidamente
en 1810, y se la podía distinguir de la guerra organizada desde
mediados de 1812, pero fue en 1814 cuando llegó a tener todo
su sombrío esplendor. En ese año había matanzas
diarias, lo mismo en los lugares que se hallaban bajo el mando de Boves
que en los que caían en manos de Bolívar. Los presos de
ambos bandos eran lanceados o degollados en el lugar en que se echaban
en tierra agotados por el cansancio y los sufrimientos; el país
era recorrido en toda su extensión por partidas que no respetaban
ni vidas, ni bienes, ni hogares, ni templos; en las familias divididas
por la guerra la madre lloraba al hijo que moría en el lado republicano
y a la vez rezaba por la vida de otro de sus hijos que se hallaba en
el campo realista. En las ciudades de la cordillera de la costa norte
—la que da al Caribe— las poblaciones se habían alimentado
tradicionalmente de los productos sacados de los pequeños valles,
pero la guerra social echó de esos valles a los que los cultivaban,
de manera que en 1814 el hambre se generalizó en Caracas a tal
punto que hay descripciones de esos días en que se cuenta cómo
iban las mujeres de familias linajudas buscando por las calles desperdicios
con que alimentar a sus deudos. Los niños tiernos morían
de consunción, los ancianos enloquecían de hambre, los
hombres iban a combatir, y todos lloraban de cólera.
Ya hemos dicho que ni siquiera los templos se salvaron de los horrores
de la guerra social. Boves entraba a caballo en las iglesias y frente
a los altares se ejecutaban degollaciones masivas. En la capitulación
de Valencia se garantizó la vida de los vencidos y Boves juró
ante la hostia sagrada que cumpliría esa capitulación;
sin embargo, pocas horas después ordenaba que comenzara la matanza
de los republicanos. En el voluminoso libro de esas matanzas hay páginas
increíbles y, sin embargo, se sabe que en ellas se cuenta la
verdad.
Nadie podría decir cuántas fueron las víctimas
de la guerra social venezolana, pero no se exageraría si se dijera
que debieron llegar a 100.000. Tres días después de la
segunda batalla de La Puerta, cuando todavía no se habían
producido las hecatombes de Valencia, Caracas y la región oriental,
el asesor de la Intendencia de Venezuela decía que "las
poblaciones de millares de almas han quedado reducidas: unas, a centenas;
otras, a docenas, y de otras no quedan más que los vestigios
de que allí vivieron racionales". Un funcionario realista
afirmaba que Boves estaba exterminando la raza blanca en Venezuela,
y en febrero de 1815, más de dos meses después de la muerte
de Boves, Morales escribía, hablando de los republicanos, que
"no han quedado ni reliquias de esta inicua raza en toda Costa
Firme".
En la guerra social se robaba, se mataba, se incendiaba, se violaba;
pero Boves, que miraba impasible el espectáculo de la muerte
y la destrucción, era austero como un desierto o una montaña
nevada; nunca se le conoció un descanso, no bebía, no
fumaba, no jugaba, no bailaba. Al morir tenía tan sólo
una silla de montar y una acreencia de algunos cientos de pesos que
le había prestado a un amigo. Figura en la historia de Venezuela
como la imagen del crimen repugnante, pero no fue eso, sino el producto
genuino de un pueblo en guerra a muerte contra sus explotadores. El
terrible jefe fue enterrado en el altar mayor de la iglesia de Úrica
y en todas las iglesias del país se hicieron honras fúnebres
y los sacerdotes predicaron desde los pulpitos elogiando sus virtudes.
Es curioso observar cómo se confundieron en esos días
los que honraban al caudillo muerto y cómo seguían confundidos
siglo y medio después los que veían en él la encarnación
del antipatriotismo en vez de lo que realmente fue: la encarnación
del pueblo humillado y oprimido.
Cuando los acongojados llaneros de Venezuela enterraban a Boves en Úrica,
Bolívar estaba sitiando Bogotá con fuerzas del Congreso
de la Unión. Era penoso que un hombre de su categoría
tuviera que participar en episodios de esa naturaleza, pero Bolívar
creía que el fortalecimiento de la unidad de Nueva Granada era
indispensable para reanudar en Venezuela la lucha por la independencia.
Don Manuel Bernardo Alvarez, el dictador de Cundinamarca, aceptó
las condiciones del Congreso cuando Bolívar le recordó,
en una carta apremiante, que él había decretado la guerra
a muerte y había ordenado el fusilamiento de los prisioneros
de La Guayra; de manera que los excesos de la guerra social venezolana
sirvieron en Nueva Granada para que Cundinamarca se integrara en la
Unión. Después de eso las autoridades federales pasaron
a establecerse en Bogotá. Ya avanzaba el mes de enero de 1815
y ya estaba a punto de abrirse un nuevo capítulo en la historia
de las luchas por la independencia de Nueva Granada y Venezuela.
Capítulo XX
La independencia de los territorios españoles
Hemos llegado a un momento de
la historia del Caribe que está lleno de lecciones para todos
los pueblos del mundo. A fines de 1814 Nueva Granada no había
podido consolidar su independencia y las fuerzas indomables de la guerra
social estaban aniquilando en Venezuela los últimos puntos de
resistencia independentista. El que observara la situación con
la buena mirada de los hombres lógicos tenía que llegar
a una conclusión que parecía sensata: para los partidarios
de la independencia en Venezuela y Nueva Granada no “había
ya nada que hacer; si les quedaba algo de razón debían
aceptar el fracaso y abandonar la lucha.
Esa conclusión tan realista se reforzaría cuando llegara
al Caribe el ejército expedicionario que estaba organizándose
en España desde noviembre, para cuya jefatura había sido
escogido el día 18 de ese mes el teniente general don Pablo Morillo,
ascendido con tal motivo a mariscal de campo.
La expedición estaría compuesta por seis batallones de
infantería dotados de artillería, dos batallones de caballería
y tropas auxiliares; en total, unos 11.000 hombres, 10.000 de ellos
de las fuerzas regulares. El jefe estaba reputado como buen militar;
había hecho su carrera desde soldado y había participado
en muchas acciones importantes, entre ellas Trafalgar, Bailen, Vigo;
había entrado como jefe de división en Francia junto con
Wellington, que tenía buena opinión de su capacidad para
el cargo, y parecía, en fin, un hombre idóneo para comandar
el ejército expedicionario.
Cuando comenzó a ser organizada, la expedición de Morillo
estaba destinada a actuar en el río de la Plata, pero a última
hora se decidió enviarla a Venezuela y Nueva Granada. Morillo
y su ejército salieron de Cádiz el 17 de febrero de 1815
en 42 transportes protegidos por ocho buques de guerra. Ante ese poderío,
se pensó con razón en España, los insurgentes americanos
doblarían la cabeza.
La expedición llegó a Carúpano el día 5
de abril. Allí se reunieron Morillo y Morales y acordaron pasar
a Margarita, cuya guarnición, comandada por Juan Bautista Arismendi,
se rindió sin combatir; de Margarita pasó Morillo a Cumaná,
de ahí a La Guayra, y entró en Caracas el 11 de mayo.
Hacía dos días que Simón Bolívar había
salido de Cartagena rumbo a Jamaica. Designado por el Congreso de la
Unión neogranadina para encabezar las fuerzas que debían
tomar Santa Marta, Bolívar trató por todos los medios
de conseguir que el general Manuel del Castillo, comandante militar
de Cartagena, le diera equipo para sus fuerzas, y no pudo lograrlo.
Castillo no le perdonaba a Bolívar los disgustos que le había
dado a mediados de 1823, y la situación entre los dos jefes llegó
a ser tan agria, que en los primeros meses de 1815 Cartagena se vio
al borde de una guerra civil. Bolívar estaba convencido de que
Morillo atacaría con todas sus fuerzas a Cartagena y que bajo
el mando de Del Castillo la ciudad no podría salvarse; así,
visto que su presencia en Cartagena podía ser más dañina
que útil, se fue a Jamaica.
Bolívar no estaba equivocado, y no podía estarlo porque
desde hacía meses los realistas de Santa Marta, estimulados por
la llegada de Morillo a Venezuela, atacaban y tomaban puntos importantes
de la orilla izquierda del Magdalena, lo que indicaba que la lucha se
desplazaría a Cartagena porque el río Magdalena era la
primera línea de defensa de los cartageneros y una vez perdida
esa línea sería relativamente fácil sitiar Cartagena
por tierra y por mar. Los ataques desde Santa Marta llegaron a ser tan
serios, que para mediados de mayo habían caído en manos
realistas puntos que iban desde Barranquilla, en la desembocadura del
Magdalena, hasta Mompós, hacia el Sur.
Morillo se dio cuenta rápidamente de que sus fuerzas no hacían
falta en Venezuela; la región central del país, que era
la más importante, estaba tranquila; sólo en algunos lugares
de Oriente y de los Llanos había pequeños focos rebeldes,
y quedaban todavía restos de bandas que seguían haciendo
de manera aislada la guerra social; en cambio, en Nueva Granada había
un gobierno republicano que controlaba gran parte del país. Todo
indicaba que los realistas de Nueva Granada necesitaban su ayuda; y
efectivamente era así. Por ejemplo, mientras Morillo estaba en
Venezuela, el coronel Manuel Serviez se había dedicado a reorganizar
lo que había quedado de las tropas de Nariño y formó
con ellas una división que fue a operar sobre Popayán
bajo el mando del general José María Cabal. Cabal derrotó
a los realistas en la batalla del río Palo el 5 de julio y tomó
Popayán. El día 23 llegaba a Santa Marta el mariscal Morillo
con parte de su ejército expedicionario y las fuerzas de Morales.
Iba a comenzar entonces una etapa sombría en la historia de Nueva
Granada, que no tenía capacidad para resistir al poder puesto
en manos de Morillo por el Gobierno español; y en esta etapa
la república quedaría aniquilada en Nueva Granada como
había sido aniquilada en Venezuela por las fuerzas de Boves.
Morillo y sus oficiales habían elaborado un plan militar que
no podía ser mejor. El propio Morillo se encargaría del
sitio y la toma de Cartagena, desde donde enviaría fuerzas hacia
el Sur por la parte occidental de Nueva Granada, al mismo tiempo que
el coronel Sebastián Calzada atacaría desde Venezuela
por Cúcuta y enviaría sus hombres también hacia
el Sur, por la parte oriental del país, de manera que Bogotá
se vería flanqueada por el Oeste y por el Este. En la región
del Sur operarían fuerzas despachadas desde Quito.
A mediados de agosto Morales tomó Barranca, situada al sur de
Barranquilla, y el día 18 se presentaba ante Cartagena la flota
de Morillo. El día 20 comenzó el jefe español a
desembarcar fuerzas en Puntacanoa y Morales se movió hacia Pasacaballos;
de manera que Cartagena fue sitiada con relativa facilidad por tierra
y por agua, y a medida que el sitio iba cerrándose corrían
hacia la ciudad, en busca de refugio, los habitantes de los lugares
vecinos, lo que llevó la población de Cartagena a unas
19.000 personas, un número para el cual no había ni acomodo
ni alimentos.
A mediados de septiembre el sitio realista era tan total, que se había
hecho imposible salir de Cartagena o entrar en ella, y el hambre y las
enfermedades estaban causando muchas bajas. Se hicieron unos cuantos
esfuerzos por romper el cerco para buscar ayuda, algunos desesperados,
pero todos fracasaban. Los defensores comenzaron a pensar que el general
Del Castillo no era el hombre adecuado para una situación tan
difícil como la que tenía Cartagena, y la idea fue ganando
fuerza hasta que culminó el 17 de octubre en la deposición
del jefe de la plaza, que fue sustituido con el general venezolano Francisco
Bermúdez. Una semana después, el día 25, comenzó
Morillo a bombardear a los sitiados.
Mientras tanto, Calzada comenzaba a poner en ejecución la parte
del plan que le había sido encomendada, y avanzaba hacia el Sur,
en dirección de los Llanos de Casanare, donde el general Joaquín
Ricaurte mandaba fuerzas que podían ser llevadas a San Cristóbal
para cortar las comunicaciones de Cúcuta con Venezuela. Ricaurte
atacó y venció a Calzada en Chire. Calzada emprendió
una hábil retirada por Chita, Cocuy y Pamplona, y en su trayecto
derrotó a Urdaneta, que había ido a atacarlo en Bálaga.
Urdaneta, a su vez, se hizo fuerte en Piedecuesta, y allí fue
a unírsele Santander, que había tenido que retirarse hacia
el Sur, hostilizado por fuerzas que procedían de Santa Marta.
El sitio de Cartagena y los movimientos de Calzada en los Llanos de
Casanare provocaron en Bogotá un estado de alarma general. Nadie
sabía cómo hacerle frente a una situación que empeoraba
día por día. Se pensó que el gobierno de la Unión,
confiado a un triunvirato, debía ser concentrado en un solo ejecutivo,
y se eligió presidente a don Camilo Torres.
Mientras tanto, Morillo seguía apretando el cerco en torno a
Cartagena. Había fracasado en un ataque hecho sobre La Popa,
pero el 13 de noviembre lanzó sus fuerzas a la vez hacia el castillo
del Ángel y hacia Tierrabomba, y aunque no pudo tomar el castillo
del Ángel logró desembarcar un contingente en Tierra-bomba,
lo que quería decir que había conquistado un lugar dentro
de la bahía y que allí podía disponer de una base
para operar al mismo tiempo con infantería y fuerzas navales.
Después de eso, la caída de Cartagena era cuestión
de días.
Efectivamente, ni la guarnición de Cartagena tenía ya
esperanzas de resistir ni la población podía seguir sufriendo
los rigores del sitio. A fines de noviembre morían de hambre
—y sólo de hambre— más de cien personas al
día; la gente se había comido todos los animales que había
en la ciudad y en sus contornos; caballos, mulos, asnos, reses, perros,
gatos, ratones. El día 3 de diciembre murieron trescientas personas
de inanición; las bajas por muerte pasaban de cinco mil y el
resto de los vecinos no podía sostenerse de pie. Ante esa situación
era forzoso rendirse o evacuar la ciudad, y se hizo lo último,
porque los jefes de la guarnición se negaron a rendirse. En la
noche del día 5, protegidos por las sombras, usando todo lo que
podía navegar, unos 2.000 oficiales y soldados salieron de Cartagena;
la mayor parte de ellos caería en manos de los buques de Morillo,
otra parte desapareció para siempre y sólo unos pocos
centenares lograron arribar a algunas de las islas antillanas.
Morillo entró en Cartagena el 6 de diciembre, tres meses y medio
después de haber comenzado el sitio, y proclamó una amnistía
general que no sería cumplida; al contrario, Morales hizo fusilar
a unos 400 de los militares que no habían podido salir y algún
tiempo después comenzarían los juicios de una corte marcial
que condenó a muerte a un grupo importante de oficiales republicanos,
encabezados por el general Del Castillo, y a casi todos los personajes
notables que habían sido partidarios de la independencia. El
terror que iba a desatar Morillo en Nueva Granada comenzaría
por Cartagena a pesar de la proclama de amnistía hecha cuando
la ciudad cayó en sus manos.
El 15 de diciembre Calzada había avanzado de Cúcuta a
Pamplona. Las fuerzas republicanas, mandadas por García Rovira
y Santander, pasaron a Cácota para cortarle las comunicaciones
con Venezuela, y Calzada se retiró hacia Ocaña a través
del páramo de Cachiri. Mientras tanto, Ricaurte cruzaba el río
Arauca y llegaba a Guasdalito, en territorio venezolano, lugar donde
estaba operando y destacándose José Antonio Páez,
que había formado una columna de lanceros con hombres de los
Llanos de Apure.
Al comenzar el mes de febrero de 1816 las fuerzas de García Rovira
y Santander tomaron posiciones en el páramo de Cachiri, donde
las sorprendió Calzada, que había salido de Ocaña,
y les dio la dura y costosa batalla del 21 y el 22 de febrero en la
que los republicanos quedaron literalmente destrozados. García
Rovira y Santander se retiraron a Socorro con las pocas tropas que pudieron
salvar del desastre de Cachiri, y Calzada avanzó y tomó
Girón, con lo cual se ponía en situación de amenazar
Tunja, lo que en fin de cuentas significaba amenazar Bogotá.
Ante la gravísima situación que se presentaba, Camilo
Torres encomendó a Serviez y a Santander la inmediata reorganización
de las fuerzas que pudieron reunirse, pero ya era tarde: una columna
que había despachado Morillo se dirigía a Socorro y no
había manera de evitar que esa columna se reuniera con las tropas
de Calzada. El refuerzo enviado por Morillo estaba compuesto por un
regimiento con artillería y tropas auxiliares; lo mandaba el
coronel Miguel de la Torre, llamado a ser el sucesor de Morillo y a
perder ante Bolívar, en junio de 1821, la segunda batalla de
Carabobo. La columna de La Torre marchaba distribuyendo a su paso proclamas
de Morillo en las que se concedía indulto a los republicanos
que se rindieran, aunque "con algunas necesarias excepciones 11,
y los lugares en que entraba era recibida con manifestaciones de júbilo
realista, defecciones de republicanos y fuga de los más señalados
hacia Bogotá.
Al mismo tiempo que La Torre acudía a unirse con Calzada, Morillo
enviaba por el Oeste otras columnas; una, mandada por el coronel Francisco
Warleta, avanzaba hacia Antioquía, y otra, mandada por el coronel
Julián Bayer, avanzaba hacia Chocó; las dos iban venciendo
las resistencias que hallaban a su paso y extendiendo su influencia
hacia el Sur. Por último, una cuarta fuerza realista, encabezada
por Carlos Tolrá, comenzó a operar en el distrito de Neiva.
La Torre alcanzó a Calzada en Leyva, ya en las vecindades de
Tunja, y allí tomó el mando de las fuerzas unidas. Serviez
y Santander, que se hallaban en Chiquinquirá, resolvieron retirarse
a Zipaquirá, que prácticamente se hallaba en las puertas
de Bogotá. Toda la mitad norte de Nueva Granada, la región
más poblada y más rica del país, había caído
en manos españolas. El presidente Camilo Torres, que aceptó
el cargo bajo presión de los hombres notables del país,
pero que no se hacía ilusiones acerca de las posibilidades de
resistir a Morillo, presentó su renuncia el 14 de marzo y en
su lugar fue elegido otro hombre del círculo de los notables,
don José Fernández Madrid. El papel de Fernández
Madrid era negociar con los españoles, y quiso hacerlo, pero
Serviez, ascendido a general, se opuso resueltamente a que se le pidiera
la paz a Morillo; lo que debía hacerse, decía Serviez,
era que el gobierno y las pocas fuerzas militares de que disponía
se retiraran a los Llanos de Casanare, donde estaban Ricaurte, Urdaneta
y otros oficiales, y donde se ganaría tiempo para organizar un
ejército que pudiera batir a Morillo. Fernández Madrid
era partidario de una retirada, pero hacia Popayán, no a Casanare.
El presidente y el general Serviez no llegaron a un acuerdo, y mientras
tanto La Torre avanzaba sobre Tunja.
Era evidente que ya nada podía evitar la caída de Bogotá
en manos de La Torre; y con Bogotá en su poder, el Occidente
cayendo en manos de Warleta, Bayer y Tolrá, con Cartagena sometida
y Venezuela dominada, ¿qué esperanzas podían quedarles
a los republicanos de los dos países? El poder de España
parecía incontrastable y nada indicaba que ese poder podía
ser vencido. Y, sin embargo, sería vencido; y lo que es más,
justamente en ese momento, cuando la catástrofe parecía
inminente, estaba moviéndose por el Caribe una fuerza que iba
a caer sobre la retaguardia venezolana de Morillo y a darles nueva vida
a las ilusiones republicanas de Venezuela; que así es como se
teje la Historia, siguiendo la ley eterna que hace surgir la vida misma
del seno de lo que muere. Esa fuerza era una expedición que había
organizado Bolívar con la ayuda de Alexander Pétion, presidente
de Haití. Ese pequeño país antillano que había
sido el primero en alcanzar su independencia, se hallaba dividido entonces
en dos estados; en la región del Norte se había establecido
la monarquía de Christophe, quien se coronó rey con el
nombre de Henry I, y los que habían sido en tiempos de la colonia
los Departamentos del Oeste y del Sur formaron la república de
Haití, presidida por Pétion. Pétion le dio a Bolívar
artillería, armas ligeras, municiones, pólvora, dinero,
embarcaciones, y a fines de marzo el Libertador salía de Les
Cayes con una flotilla de siete goletas en las que iban unos 250 hombres,
muchos de ellos veteranos del sitio de Cartagena. Bolívar había
sido llamado por los grupos que combatían en el oriente de Venezuela,
y aunque esa expedición de Les Cayes iba a ser un fracaso personal
para Bolívar, daría un impulso importante a los grupos
que lo habían llamado y dejaría encendida una hoguera
que ya no se apagaría más y que al final acabaría
con el poder español en Venezuela y en Nueva Granada. En sí
misma, sin juzgar sus resultados, la expedición de Les Cayes,
y la que el mismo Bolívar sacaría más tarde de
Jacmel, indicaba que los acontecimientos del Caribe se vinculaban entre
sí; que la historia de la región era una sola; que los
hechos de un país se reflejaban en los restantes más allá
de las consideraciones que podían dividir a los hombres por su
posición, el color de su piel o la lengua. Así la independencia
haitiana influía, al cabo de los años, en las luchas de
Venezuela y Nueva Granada.
Ante el empuje español, el congreso de la Unión neogranadina
se disolvió el 21 de abril; el día 28 salía Morillo
de Cartagena para dirigirse a Tunja por la vía de Chachirí,
Pamplona y Socorro; el 3 de mayo iniciaba el presidente Fernández
Madrid su retirada hacia el Cauca y ese mismo día llegaba Bolívar
a Juan Griego, en la isla de Margarita, donde Arismendi se había
sublevado contra España; el día 5 pasaban Serviez y Santander
por Bogotá en camino hacia los Llanos de Casanare; el día
6 entraba La Torre en Bogotá. El día 29, sin acompañamiento,
de riguroso incógnito y en horas de la noche, llegó a
la capital del antiguo virreinato el mariscal Pablo Morillo. La República
de Nueva Granada había dejado de existir.
El presidente Fernández Madrid tuvo varios tropiezos en su marcha
hacia Popayán, pero se dirigía resueltamente a esa ciudad
e ignoraba que en sus vecindades se hallaba atrincherado Sámano,
enviado a toda prisa desde Quito a hacerse cargo de ese frente. Ya en
Popayán, los pocos diputados al Congreso de la Unión que
acompañaban al presidente Fernández Madrid formaron un
comité permanente, ante el cual presentó Fernández
Madrid renuncia de su cargo y pidió que se le dieran plenos poderes
a un militar que pudiera hacerles frente a las tropas de Sámano.
Así se hizo, y el jefe escogido fue el coronel Liborio Mejía,
que apenas tenía veinticuatro años. Tal vez no podía
haber nada más simbólico de lo que estaba sucediendo:
en la hora de la desesperación, Nueva Granada confiaba su destino
a los jóvenes, y es que la juventud no se arredra ante nada y
su audacia crece a medida que la amenaza aumenta.
Mejía y sus oficiales dispusieron atacar a Sámano en su
campamento atrincherado de Cuchilla del Tambo, y allí fueron
derrotados el 29 de junio. Unos días después, el 10 de
julio, los restos de las fuerzas de Mejía quedaron deshechos
en La Plata por la columna que operaba en Neiva bajo el mando de Carlos
Tolrá. Mientras tanto, Serviez y Santander habían traspuesto
la cordillera oriental y habían llegado a Pore, una aldea situada
en el borde de los Llanos de Casanare, pero sólo con 56 hombres
de los 2.500 que llevaban al salir de Bogotá; todos los demás
o habían desertado o habían muerto de enfermedades y en
los encuentros que habían tenido con las tropas realistas en
el penoso camino hacia Pore. Perseguidos por La Torre, sus pocos hombres
y los que componían las demás fuerzas neogranadinas de
Casanare pasaron a Venezuela; el 16 de julio, reunidos en Arauca, eligieron
presidente de la Unión a Fernando Serrano y jefe militar a Santander,
y en el mes de agosto llegaron a Guasdalito, donde tenía sus
reales José Antonio Páez. - Al comenzar el mes de junio
Bolívar había pasado a Carúpano, donde declaró
el día 2 la libertad de los esclavos, única cosa que le
había pedido Pétion a cambio de su ayuda. Sin embargo,
Bolívar no tomaba esa medida sólo por complacer a Pétion;
era que él tenía muy presente la guerra social de Venezuela
y volvía a la lucha dispuesto a evitar que la guerra social tuviera
de qué alimentarse para renacer. Al reconocerse su derecho a
ser libres, los esclavos de Venezuela no tendrían que ir a buscar
su libertad luchando en las filas realistas. Por eso, además
de proclamar su libertad, Bolívar ordenó que los ex esclavos
fueran incorporados al ejército libertador.
Inmediatamente después de haber declarado libres a los esclavos,
el joven caudillo envió hacia Güiria a Marino —su
segundo en mando— y a Piar hacia Maturín, y él se
dispuso a atacar en el centro en dirección hacia Caracas, entrando
por Ocumare de la costa —entre La Guayra y Puerto Cabello—,
para lo cual organizó un ataque a los valles de Aragua que pudiera
distraer las fuerzas de la capital por la retaguardia. En la pequeña
columna que operaría en Aragua iban los venezolanos Soublette,
Anzoátegui y Briceño, y el escocés McGregor. Este
último había luchado en Nueva Granada y se había
unido a Bolívar en Haití. Moviéndose con decisión,
esos oficiales y sus hombres llegaron hasta Maracay, donde derrotaron
un escuadrón de caballería realista, pero Morales acudió
a cortarles la retirada y tuvieron que retroceder rápidamente.
En ese momento los 600 hombres que Bolívar había llevado
a Ocumare fueron abandonados por las goletas, cuyos capitanes, temerosos
de un ataque, huyeron hacia Bonaire, la pequeña isla holandesa
vecina de Curazao. Bolívar tomó la primera embarcación
que tuvo a mano, siguió a los capitanes hasta Bonaire y los hizo
volver a Choroní, un lugarejo situado al oriente de Ocumare.
Sin embargo, durante la ausencia del jefe la tropa se desordenó
de tal manera, que Bolívar tuvo que embarcar de nuevo. Perseguido
por navíos españoles, fue a dar a las aguas de Vieques;
de allí puso rumbo al Sur y se dirigió a Güiria,
donde encontró un recibimiento tan hostil, que se vio en el caso
de abandonar el lugar abriéndose paso con la espada desnuda.
Bolívar embarcó hacia Haití el 22 de agosto, pero
en esos mismos días estaban cosechando victorias en Quebrada
Honda y el Alacrán las guerrillas de Zaraza y los Monagas, que
operaban en los Llanos de Oriente, y para esos nuevos jefes de los infatigables
llaneros, el jefe militar de los partidarios de la independencia de
Venezuela era Bolívar, y no aceptaban a nadie más. Los
grupos de esos hombres aumentaban por días, y con las victorias
de Quebrada Honda y el Alacrán aumentaba su autoridad. Después
de la batalla del Juncal, dada y ganada en el mes de septiembre, exigieron
el retorno de Bolívar, y hallaron respaldo en jefes de prestigio
como Arismendi y como Páez, que operaba cada vez con más
amplitud en el fondo de los Llanos de Apure.
Pronto iban a cumplirse dos años de la muerte de Boves y hacía
ya algún tiempo que Venezuela estaba produciéndose un
interesante fenómeno político, el de la transposición
de las fuerzas que habían seguido a Boves. En virtud de esa transposición,
los lanceros infatigables e indomables que habían hecho la guerra
social estaban pasando a hacer la guerra de la independencia bajo el
mando de hombres nuevos, de Zaraza, de los Monagas, de Páez.
Bolívar se había dado cuenta de ese fenómeno, y
lo había dicho en una carta dirigida al editor de la Gaceta Real,
periódico de Kingston, Jamaica, con estas palabras: "...
por un suceso bien singular se ha visto que los mismos soldados libertos
y esclavos que tanto contribuyeron, aunque por fuerza, al triunfo de
los realistas, se han vuelto al partido de los independientes".
.Bolívar, pues, había salido hacia Haití, pero
había dejado encendida en Venezuela una hoguera que ya nadie
podría apagar. Mientras tanto, Morillo desataba en Nueva Granada
una espantosa ola de terror. El terror había comenzado en Cartagena,
como hemos dicho; pero alcanzó su culminación después
que Morillo se estableció en Bogotá. A partir del 18 de
junio los pelotones de ejecución estuvieron trabajando sin cesar
en la antigua ciudad de Santa Fe. Sabios como don Francisco José
de Caldas, patricios como Camilo Torres, generales como García
Rovira, jóvenes militares como Liborio Mejía; centenares
y centenares de neogranadinos morían en Bogotá, en las
capitales de las provincias, en las cabeceras de los distritos. El ejemplo
de Morillo era seguido por sus oficiales en todas partes. Las "
algunas necesarias excepciones" de que hablaban las proclamas de
indulto del jefe español pasaron a ser aplicadas al revés:
en la lista de los que debían ser fusilados hubo "algunas
necesarias excepciones"; una de ellas sería don José
Fernández de Madrid.
Pero no sólo se fusiló a ancianos, jóvenes, mujeres,
sino que también se enviaba gente al exilio, se encarcelaba a
mujeres y sacerdotes, se mandaba a millares de neogranadinos a hacer
trabajos forzados en las calles, los caminos y los puentes: se maltrataba
a muchos, se torturaba también a muchos. El exceso en el uso
del patíbulo y de las medidas de terror llegó a tal grado,
que la Audiencia Real se quejó ante el rey, y Montalvo, el capitán
general de Nueva Granada, criticó esa política insensata.
En el mes de septiembre los oficiales neogranadinos y venezolanos reunidos
en Guasdalito desconocieron a Santander como jefe militar y en su lugar
eligieron a Páez. Este asumió todos los poderes militares
y civiles, de manera que el presidente Serrano quedó automáticamente
fuera de funciones, con lo cual desaparecía la última
sombra de las instituciones de Nueva Granada. Páez reorganizó
las fuerzas y las encuadró en tres columnas de caballería;
una fue puesta bajo el mando de Urdaneta, otra bajo el de Santander
y otra bajo el de Serviez. Serviez iba a ser asesinado poco después
por uno de los grupos que todavía estaba haciendo la guerra social
de manera aislada y personal. Casi simultáneamente se reclamaba
en el oriente de Venezuela el retorno de Bolívar como comandante
en jefe de todos los grupos. Visto con la perspectiva que da la Historia,
el panorama de la independencia comenzaba a tomar forma en esos últimos
meses del año 1816.
La caballería de Páez, Urdaneta y Santander comenzó
a operar en los Llanos de Apure tal como lo hacía en los días
de Boves, si bien no para hacer la guerra social, sino la de independencia;
atacaba los puestos españoles y huía a perderse en el
fondo de las llanuras; se alimentaba con las reses muertas a lanzazos,
vivía sobre el caballo y era fanáticamente leal a sus
jefes.
Preocupado por la presencia de esos guerreros primitivos y terribles,
y por las actividades en el oriente de los Monagas, de Zaraza, de Piar,
Bermúdez, Marino y otros aguerridos oficiales de Bolívar,
Morillo despachó hacia Venezuela 4.000 hombres, la mitad por
la vía de Cúcuta y la mitad por la vía de Casanare;
a mediados de noviembre, él mismo salió de Bogotá
en dirección de Guasdalito. Un mes después, reforzado
con una nueva ayuda de Pétion, salía Bolívar del
puerto haitiano de Jacmel; el día 28 desembarcó en Juan
Griego y el 1 de enero de 1817 estaba en Barcelona. En ese momento iba
a comenzar la verdadera guerra de independencia de Venezuela y Colombia.
Esa guerra de independencia iba a durar hasta fines de 1823 —cuando
cayó en manos de Páez el castillo de Puerto Cabello, último
reducto español en los territorios de Venezuela y Nueva Granada—
y como es lógico, una guerra tan prolongada, que se llevaba a
cabo en un territorio de más de 2.000.000 de kilómetros
cuadrados, tuvo muchos episodios simultáneos en escenarios alejados
entre sí. Sería imposible que un libro como éste
hubiera espacio para relatar todos esos episodios; así, tenemos
que ceñirnos a los principales, entre los cuales los más
importantes fueron ejecutados por Bolívar.
Este había llegado a Barcelona, como acabamos de decir, el 1
de enero (1817) e inmediatamente se encaminó hacia el interior
con el propósito de operar en los ricos valles de Ocumare del
Tuy y amenazar Caracas; pero el 9 de enero fue interceptado y derrotado
por el jefe realista Francisco Jiménez en Clarines y retrocedió
a Barcelona, donde fortificó el centro de la villa y resistió
un sitio de tierra y mar que duró casi tres meses. Estando Bolívar
sitiado en Barcelona —el día 28 de enero— derrotó
Páez a La Torre en Macuritas y con esa victoria dejó limpios
de realistas los Llanos de Apure. Bolívar logró escapar
de Barcelona a fines de marzo y con la compañía de un
corto número de oficiales se internó hacia el Sur, camino
de la Guayana.
La Guayana venezolana es un vasto territorio situado en la orilla derecha
del río Orinoco. Allí había tomado Piar Upata y
San Félix, y en el momento en que Bolívar se reunía
con ellos, él y Marino estaban sitiando Angostura, la capital
de la región. Si Angostura caía en poder de los libertadores,
que era como se denominaban los republicanos, y se lograba tomar Guayana
la Vieja —actual Puerto Ordaz—, toda la Guayana quedaría
libre de españoles.
La posesión de la Guayana era de enorme importancia para Bolívar
y para la causa de la independencia; primero, porque el Orinoco, que
se prolongaba hasta los Andes por medio del' Apure, era una defensa
natural para todo el territorio sur de Venezuela y para el sudeste de
Nueva Granada; segundo, porque en el otro extremo de ese territorio,
es decir, hacia el Occidente, se hallaban las fuerzas de Páez,
Santander y Urdaneta, con las cuales podía comunicarse a través
de los ríos, y esas fuerzas guardaban el paso de las montañas
andinas hacia los Llanos, y tercero, porque el dominio de los Llanos
y la Guayana hasta las bocas del Orinoco significaba que se podía
disponer de los productos de esa vasta extensión para venderlos
en las Antillas —especialmente animales de carga y carne—
y obtener en las islas las armas, la ropa y lo que le hiciera falta
al ejército libertador.
Para dar el golpe final a los españoles en la Guayana el mismo
Bolívar fue a poner sitio a Guayana la Vieja, donde se hallaba
La Torre, que había ascendido a general, y dejó a Marino
como jefe de las fuerzas sitiadoras de Angostura. Angostura cayó
el 17 de julio y Guayana la Vieja el 2 de agosto. Los defensores de
Angostura habían ido abandonando la ciudad sigilosamente, a favor
de las sombras nocturnas, llevándose cuanto podían; se
dejaban ir río abajo e iban a recalar en Guayana la Vieja. Eso
explica que al caer esta última en manos de Bolívar hubiera
allí un botín riquísimo: 14 barcos mayores y varios
pequeños; una cantidad importante de oro y plata; cañones,
fusiles, municiones, pólvora, y además del botín
se cogieron cerca de 2.000 prisioneros. Las tropas de Bolívar
quedaron con equipo suficiente, y grandemente aumentada su ilota, que
mandaba el curazoleño Louis Brión; y esto último
era de una utilidad incalculable para los planes de Bolívar,
puesto que esa flota operaba del río al océano Atlántico
para entrar luego en el Caribe, donde se hallaba el mercado con que
podía comerciar la Guayana.
Morillo había reunido unos 6.000 hombres y había caído
a fines de julio sobre la isla Margarita, y estaba ocupado tratando
de someterla cuando Bolívar, cubierto tras las defensas naturales
del Orinoco, se dedicó a tomar medidas políticas trascendentales
que debían convertirlo, de jefe de unos cuantos grupos rebeldes
más o menos grandes, en jefe de un Estado que tenía capacidad
para reclamar que otros Estados le concedieran beligerancia. Así,
declaró a Guayana provincia autónoma de la República
de Venezuela y a Angostura capital provisional del país; estableció
una alta Corte de Justicia; designó un Consejo provisional de
Estado que funcionaría como Parlamento provisional; decretó
la confiscación de las propiedades de los realistas y su repartición
entre los soldados republicanos y declaró la Guayana abierta
al comercio libre con todo el mundo.
Morillo —preocupado por la idea de que Bolívar pasara de
la Guayana a los Llanos de Oriente, donde operaba Zaraza y los Monagas—
se trasladó a Cumaná, desde donde podía moverse
hacia la llanura oriental; y estuvo acertado, porque el 21 de noviembre
Bolívar avanzó hacia el Norte para reunirse con Zaraza.
Morillo se adelantó y el 2 de diciembre atacó y derrotó
a Zaraza en La Hogaza, un lugar de los Llanos del Guárico. Bolívar
retornó a Angostura, y Morillo, que había descubierto
ya, a grosso modo, los planes de Bolívar, fue a establecer su
cuartel general en Calabozo, seguro de que el Libertador intentaría
entrar hacia Caracas por el centro de los Llanos de Apure, cuyos accesos
guardaba Calabozo. Otra vez había Morillo acertado, pues Bolívar
salió de Angostura el 31 de diciembre remontando el Orinoco y
al finalizar enero de 1818 estaba reunido con Páez en las cercanías
de San Juan de Payara y el 12 de febrero él y Páez caían
con la fuerza de un rayo en Calabozo.
¿Cómo pudo suceder que Morillo, cuya previsión
le había llevado a Calabozo, se dejara sorprender precisamente
por las fuerzas que había ido a esperar allí?.
Pues porque el puesto avanzado que tenía sobre el río
Apure, en San Fernando, no pudo avisarle a tiempo que el enemigo se
acercaba; y no pudo hacerlo debido a una maniobra increíble,
de ésas que sólo se dan cuando los pueblos están
en armas, haciendo una guerra que les place. Esa maniobra es lo que
en la historia de Venezuela se conoce con el nombre de "combate
de las flecheras", una acción impuesta por la necesidad
y ganada por el arrojo de los llaneros de Páez.
Sucedía que el ejército libertador tenía 5.000
hombres, con artillería y una buena impedimenta; para que una
fuerza tan grande pudiera cruzar el río necesitaba un buen paso
y el que había frente a San Fernando no podía usarse debido
a que Morillo lo hubiera sabido casi inmediatamente; fue necesario,
pues. buscar otro paso y el único cercano estaba guardado por
unas cuantas cañoneras realistas. El propio Bolívar preguntó
cómo podría franquearse ese obstáculo, a lo que
Páez respondió que con una carga de caballería.
¿Pero cómo era posible dar una carga de caballería
a unas embarcaciones armadas? Páez contó después
en su autobiografía, y por cierto con muy pocas palabras, la
forma en que se llevó a cabo esa carga fabulosa.
Fue así: Páez escogió 49 lanceros y se puso a su
frente: luego se lanzaron a galope "con las cinchas sueltas y las
gruperas quitadas para rodar las sillas al suelo sin necesidad de apearnos
de los caballos. Así, se efectuó, cayendo todos juntos
al agua, y fue tal el pasmo que causó al enemigo aquella operación
inesperada, que no hizo más que algunos disparos de cañón
y en seguida la mayor parte de su gente se arrojó al agua".
Los endiablados jinetes apresaron 14 embarcaciones, unas armadas y otras
no, y corrieron a situarse —con la excepción de Páez,
desde luego— en el camino de San Fernando a Calabozo, de manera
que nadie pudiera ir a darle a Morillo noticias de lo que estaba sucediendo.
Morillo abandonó Calabozo precipitadamente y Bolívar y
Páez lo persiguieron hasta Maracay, San Mateo y la Victoria,
«olivar creyó —y tenía razón—
que podía seguir a Caracas, pero Páez se negó a
meter sus caballos llaneros en la región montañosa que
rodea la capital de Venezuela y retornó al Sur, donde tomo San
Fernando el 6 de marzo.
Morillo aprovechó un respiro para hacerse fuerte en Valencia;
Morales hizo lo mismo en la Victoria, y por las vecindades de San Carlos
se movía un temible guerrillero venezolano llamado Rafael López,
que estaba al servicio de España. Bolívar se dio cuenta
de que corría peligro de verse rodeado por Morillo, López
y Morales y decidió ir a reponer fuerzas en Calabozo. Pero el
16 de marzo, cuando salía de la garganta de La Puerta y entraba
en la meseta del Semen, halló que estaban esperándole
Morillo. Morales y La Torre. Allí, en el Semen, sufrió
el Libertador una derrota casi aplastante; sin embargo, pudo llegar
a Calabozo, donde fue a reunírsele Páez. Ocho días
después de la derrota del Semen, aquel pequeño hombre
de acero estaba atacando en Ortiz a La Torre. La Torre tuvo que abandonar
Ortiz, pero el ejército de Bolívar quedó grandemente
debilitado.
Al terminar el mes de marzo Bolívar estaba planeando un ataque
hacia el Noroeste; en abril despachó a Páez hacia la región
de San Carlos y él se dirigió a esa misma zona por la
vía de los Tiznados, a la cabeza de unos 1.000 hombres. En la
noche del 16, mientras dormía en su campamento de Rincón
de los Toros, una guerrilla de Rafael López llegó hasta
su hamaca y le hizo varias descargas. Los soldados de Bolívar
huyeron despavoridos a los gritos de "¡el Libertador está
muerto, mataron al Libertador!". Pero Bolívar no había
sido ni siquiera herido. Montado en la grupa del caballo de uno de sus
oficiales cabalgó por los alrededores reuniendo a sus hombres;
después se encaminó a San Fernando de Apure, adonde llegó
muy enfermo al finalizar el mes. Así, al abrirse el mes de mayo
de 1818 quedaba cerrada la llamada "campaña del Centro",
y del ejército de 5.000 soldados que la había llevado
a cabo sólo quedaban algunos restos.
De vuelta a Angostura, Bolívar dedicó su tiempo a recuperar
la salud perdida, a recibir a los ingleses y los irlandeses y a otros
europeos que llegaban para formar la Legión Británica
y la Legión Irlandesa; a organizar las relaciones exteriores,
pues ya comenzaba a ser reconocido como jefe de un Estado beligerante
y, sobre todo, a preparar el Congreso de Angostura, que se estableció
el 15 de febrero de 1819. La misión de ese Congreso sería
redactar la Constitución de Venezuela, y, sin embargo, iba a
fundar un país mucho más grande, la República de
Colombia. En el mes de enero de ese año de 1819 Bolívar
había despachado hacia Casanare al general Santander con la orden
de organizar las fuerzas de esa región neogranadina. Después
de la terrible experiencia de 1814, Bolívar no cesó de
pensar en cuál sería la manera de conquistar la independencia
y asegurar al mismo tiempo que la guerra social no se repetiría.
En octubre de 1817 había fusilado al general Piar porque éste
amenazó iniciar otra vez la guerra social; al comenzar el año
de 1819 tenía fresco en la memoria lo que había visto
en la "campaña del Centro"; la forma en que se conducían
los temibles e ingobernables llaneros, que eran en fin de cuenta los
mismos hombres que habían hecho las guerra con Boves/Para Bolívar,
la solución estaba no sólo en liberar a los esclavos y
darles tierras; era necesario también sacar de Venezuela a los
hombres que habían hecho o podían hacer la guerra social.
¿Cómo? Llevándolos a otros países a combatir
por la independencia. Cuanto más grande fuera el territorio en
que se movieran, menos peligro habría de que apareciera un nuevo
Boves y se organizaran alrededor de él. En enero de 1819 Bolívar
estaba ya preparándose para llevar la guerra a Nueva Granada,
lo que en fin de cuentas significaba sacar de Venezuela a los hombres
que habían hecho la guerra social. Santander iba a preparar la
base neogranadina de esa nueva etapa.
El general Santander formó en los Llanos de Casanare una división
de 2.000 hombres con lo cual hizo frente a las tropas del coronel José
María Barreiro, cuando éste, enviado por Sámano
—que ya era virrey de Nueva Granada—, fue a limpiar los
llanos de insurgentes. La guerra de guerrillas que le hizo Santander
obligó a Barreiro a retirarse en abril de 1819 hacia la cordillera
oriental de Nueva Granada, donde ocuparía, del lado Oeste, los
pasos hacia los valles de la región de Tunja. Ya a esas fechas
Bolívar alcanzaba desde Angostura hacia el Occidente; a mediados
de marzo se había reunido con Páez y el 3 de abril presenció
desde la orilla derecha del río Arauca la legendaria carga de
Queseras del Medio.
Esa acción fue una de las muchas que ejecutó Páez
contra las columnas de Morillo que operaban en los Llanos de Apure.
El jefe español tenía 6.000 hombres acuartelados en Achaguas
y, porque sabía que ésa sería la región
por donde tendría que pasar Bolívar para atacar en el
centro del país, y con frecuencia enviaba columnas a vigilar
la zona. Una de esas columnas, comandada por el joven coronel Narciso
López —que a mediados del siglo iba a ser el jefe de las
luchas por la independencia de Cuba—, operaba ese día en
las vecindades de Queseras del Medio, a orillas del Arauca. Páez
provocó a los soldados realistas y cuando éstos atacaron
huyó con sus hombres, que eran sólo ciento cincuenta llaneros
de lanza. López emprendió la persecución de Páez
y, de pronto, éste gritó, con su potente voz de vaquero:
"¡Vuelvan caras!" Los jinetes de Páez revolvieron
sus caballos instantáneamente, y la tremenda carga resultó
en un amasijo de muertos y cañones realistas. López tuvo
casi 500 muertos y perdió toda su artillería; de los hombres
de Páez apenas se contaron dos muertos y unos pocos heridos.
Al mediar el mes de mayo Bolívar estaba listo para llevar la
guerra al territorio de Nueva Granada; había despachado a Páez
hacia la región de San Cristóbal, con órdenes de
amenazar la retaguardia española en la zona de San Cristóbal,
Cúcuta y Pamplona, a fin de que los españoles pudieran
sacar sus fuerzas de allí, y había enviado a Arismendi
a los Llanos de Barinas para reforzar a Páez y para impedir que
Morillo pudiera enviar tropas de los Llanos a San Cristóbal por
la vía de Barinas. Páez y Arismendi, pues, cubrían
el flanco derecho de Bolívar; el izquierdo estaba naturalmente
protegido por las llanuras y la selva. El 23 de mayo el caudillo venezolano
reunió a sus generales para discutir el plan de acción,
y el 24 salía de Mantecal hacia Guasdalito con 2.100 hombres,
entre los cuales se hallaban la Legión Británica, tres
batallones de a pie y tres escuadrones de caballería. Con esas
tropas sumadas a las de Santander iban a llevar a cabo una empresa que
parecía de locos: el cruce de los Andes por una región
que está helada todo el año.
El pequeño ejército libertador cruzó el río
Arauca el 4 de junio; durante ocho días caminó bajo la
lluvia torrencial de los trópicos, que formaban mares en las
llanuras; el 12 llegó a Tame, donde le esperaba Santander con
sus fuerzas; de Tame, los dos ejércitos reunidos se dirigieron
a Pore, que se hallaba en dirección Sur, al pie de los Andes;
el día 22 el ascenso de la imponente cordillera, que fue cruzada
en cuatro días de ventiscas y granizo. El ejército, compuesto
en su mayoría de llaneros habituados al calor tropical, no tenía
ni ropas ni otros medios para luchar contra el frío glacial de
los Andes. En la travesía se perdieron casi todos los caballos
y todas las provisiones y hubo que abandonar la mayor parte de las armas
y las municiones. El 27, aquel conglomerado de fantasmas atacó
y tomó Paya, que estaba defendida por unos trescientos realistas,
y allí mismo comenzaron a incorporárseles hombres de la
región y empezaron los campesinos a llevarles ropas y comida.
El día 6 de julio llegó Bolívar a Socha, donde
hizo cuarteles para alimentar y reorganizar sus' fuerzas. A muy poca
distancia de allí, en Sogamoso, se hallaba Barreiro con 1.600
hombres guardando el paso de los Andes. También a muy corta distancia,
al oeste de Sogamoso, estaba Tunja, con un camino real franco hasta
Bogotá.
Barreiro pretendió taponar cualquier avance de los republicanos,
para lo cual ocupó las rocas de Tópaga; de allí
fue obligado a salir tras un combate que duró todo un día.
Mientras tanto Bolívar esperaba en Tasco, donde debía
reunírsele la Legión Británica. De Tasco se movió
hacia el valle de Cerinza, lo que obligó a Barreiro a retirarse
hacia los Molinos de Bonza, un lugar situado sobre el camino de Tunja.
En la mañana del día 25 los republicanos trataron de hacer
salir a Barreiro de su posición, pero no lo consiguieron; en
la tarde marcharon hacia el Sur para cruzar el río Sogamoso y
Barreiro se les adelantó tomando las alturas entre el río
y el camino de Tunja, y allí enfrentó a Bolívar
cuando las fuerzas libertadoras se hallaban encajonadas en el Pantano
de Vargas y los cerros que bordeaban el pantano.
La batalla del Pantano de Vargas fue dada en condiciones tan malas para
Bolívar, que Barreiro, seguro de que los republicanos habían
caído en una trampa, despachó un correo para Bogotá
informando que Bolívar estaba irremediablemente perdido. Pero
la batalla del Pantano de Vargas fue ganada gracias a una carga desesperada
de la Legión Británica, que desplazó a los españoles
de una altura dominante, y gracias a otra carga de los lanceros de los
llanos, encabezada por el coronel Juan José Rondón, que
había sido uno de los hombres de Boves. Las bajas de Barreiro
pasaron de quinientas; las de Bolívar fueron cien, pero entre
ellas hubo que contar al coronel James Rook, jefe de la Legión
Británica.
Después de la derrota en Pantano de Vargas. Barreiro se hizo
fuerte en Paipa y Bolívar se había situado en Bonza. A
pesar de sus pérdidas, Barreiro seguía cerrándole
el camino a Tunja. y sólo si Tunja caía en sus manos podría
Bolívar avanzar hacia Bogotá, que se hallaba a 200 kilómetros
nada más. La situación se hacía desesperante. Pero
sucedió que el día 3 de agosto, sospechando un movimiento
de Bolívar hacia el camino de Tunja. Barreiro fue a tomar posiciones
para impedirlo, y entonces Bolívar decidió marchar en
la oscuridad de la noche para sorprender a Barreiro dejándolo
a su retaguardia, y así lo hizo: emprendió la marcha en
la noche del día 4 y en la mañana del día 5 estaba
ocupando Tunja. El que pasó entonces a desesperarse fue Barreiro:
tenía que adelantarse a Bolívar y ocupar algún
punto conveniente en el camino de Tunja a Bogotá. Pero Bolívar
vigilaba a Barreiro, de manera que cuando éste decidió
moverse el día 7, el jefe venezolano pudo deducir qué
ruta iba a seguir el ejército realista; y era la más corta
entre Tunja y Bogotá, lo que le obligaba a cruzar el puente de
Boyacá, situado a unos"15 kilómetros al sur de Tunja.
Con su característica rapidez, Bolívar corrió a
tomar las avenidas del puente antes de que llegaran a él las
tropas españolas.
La batalla de Boyacá, que se llevó a cabo en los dos lados
del puente, terminó en una derrota total para Barreiro. Este
había caído en una trampa natural, en el fondo de una
hoya cuyas alturas estaban tomadas por los republicanos. Su vanguardia
cruzó el puente de Boyacá y fue rodeada por Santander,
mientras que el centro y la retaguardia fueron copados por Anzoátegui
antes de que entraran en el puente. Los hombres de Anzoátegui
dividieron al enemigo en dos grupos; entonces entró en acción
la Legión Británica y las fuerzas de Barreiro comenzaron
a entregarse. Las bajas españolas fueron relativamente pequeñas,
pero prácticamente todo su ejército cayó prisionero,
desde Barreiro hasta la mayoría de los soldados. Cuando presenciaba
el desfile de los prisioneros, en el mismo campo de batalla, Bolívar
alcanzó a ver una cara que jamás había olvidado.
Era el oficial que había entregado a los prisioneros realistas
el castillo de Puerto Cabello, siete años atrás. El vencedor
de Boyacá ordenó su fusilamiento inmediato.
Las tropas vencidas de Boyacá eran el escudo de Bogotá,
y una vez roto ese escudo nadie podía detener a Bolívar.
Este se adelantó a sus fuerzas y tomó el camino de la
capital de Nueva Granada con un puñado de hombres. Algo semejante
haría ciento cuarenta años después "Che"
Guevara, que entró en La Habana al comenzar el 1959 con 60 guerrilleros
a pesar de que en los cuarteles de la capital de Cuba había miles
de soldados. Bolívar había aprendido ya para esos días
que en las guerras de liberación cuenta más el respaldo
del pueblo que el poder de las * armas, y en agosto de 1819 como en
enero de 1959, el pueblo de Nueva Granada y el pueblo de Cuba representaban
la fuerza real de Bolívar y de Guevara.
El día 9 el virrey Sámano, las autoridades españolas
y todos los realistas importantes abandonaron Bogotá; unos huían
hacia Honda, para desde allí salir a Cartagena por el río
Magdalena; otros huían hacia el Sur, hacia Popayán y Quito.
Bolívar entró en Bogotá en la noche del 10 al 11,
en medio de un júbilo popular indescriptible. El terror desatado
por Morillo había sido mantenido por Sámano y el pueblo
no resistía ya más tanta opresión. Bolívar,
pues, fue recibido como un libertador.
En los días siguientes se levantaron varios lugares del interior
del país contra los realistas, pero entre ellos no estaban las
plazas fuertes, como Cartagena, ni las que ya podían considerarse
tradicionalmente realistas, como Popayán. Estas resistirían
todavía mucho tiempo.
En los días subsiguientes se levantaron varios lugares del interior
del país contra los realistas, pero entre ellos no estaban las
plazas fuertes, como Cartagena, ni las que ya podían considerarse
tradicionalmente realistas, como Popayán. Estas resistirían
todavía mucho tiempo.
El día 18 de septiembre se celebró solemnemente la victoria
en Bogotá, y entonces el pueblo vio a Bolívar en uno de
sus mejores aspectos, brillantemente uniformado, tal como solía
presentarse en las grandes ocasiones. El joven caudillo acababa de cumplir
treinta y seis años. Tenía el pelo muy negro y rizado,
las cejas negrísimas y abundantes; los ojos le comían
el rostro, que era pálido y descarnado; tenía la frente
alta, la nariz larga y fina y una boca de escaso labio superior, más
grueso el inferior y ambos cogidos en comisuras más bien altas,
lo que le daba al rostro una expresión un tanto desdeñosa;
la barbilla era alargada y aguda. Hombre extraordinariamente inteligente,
culto, de naturaleza volcánica, altanero y audaz, se sentía
igualmente a gusto en el combate, en la danza, enamorando a una mujer
hermosa o charlando con personas ilustradas. Amaba el poder y la gloria
y conocía el valor de la pompa. Consumió todo lo que había
heredado de su padre —una fortuna de varios millones de pesos—
y consumió también su vida en la lucha por la libertad
de América, pero nunca tuvo fe en el pueblo. Había nacido
demasiado rico y su inteligencia estaba muy por encima de la de los
hombres de su medio, dos cosas que lo mantuvieron siempre a distancia
de los demás, y desde luego de las masas.
El día 20 (septiembre de 1819) salía Bolívar hacia
Venezuela por la vía de Pamplona y Cúcuta. En Pamplona
supo que Santander, a quien había encargado del poder ejecutivo
en Nueva Granada, había fusilado a Barreiro y otros 36 prisioneros.
Descendiendo desde San Cristóbal, el Libertador bajó a
los Llanos de Casanare, navegó por el Apure y el Orinoco y el
día 11 de diciembre se presentó en Angostura; inmediatamente
dio cuenta al Congreso de lo que había hecho en Nueva Granada
y le pidió declarar la unión de ese país y Venezuela
en una república que debía llamarse Colombia, en honor
del descubridor del Nuevo Mundo; el 17 se acordaba la creación
del nuevo Estado y el 25 se hacía la proclamación solemne.
La recién nacida República de Colombia quedó organizada
sobre la base de la división de los poderes públicos en
el judicial, el legislativo y el ejecutivo; este último tendría
poderes excepcionales mientras durara la guerra y estaría compuesto
por un presidente —Bolívar— y un vicepresidente —el
neogranadino Francisco Antonio Zea—, pero además se designó
un vicepresidente para Venezuela —Juan Germán Roscio—
y uno para Nueva Granada, que fue el general Santander. El territorio
de Colombia era enorme, de casi 2.500.000 kilómetros cuadrados;
es decir, una extensión mayor que la de España, Portugal
Italia, Inglaterra, Francia y Alemania juntas, e incluía las
actuales repúblicas de Venezuela, Colombia, Panamá y Ecuador.
Como era lógico, en esa extensión de tierras había
numerosos puntos en manos de los españoles, algunos tan grandes
como todo lo que después sería la república de
Ecuador; de manera que la proclamación de Colombia no significaba
que la lucha había terminado. Al contrario, lo que el Congreso
de Angostura había creado de palabras tenía que ser realizado
por los ejércitos.
Ahora bien, la victoria de Boyacá había estimulado a los
liberales españoles que conspiraban para liquidar el gobierno
absoluto de Fernando VII. Esos liberales eran los representantes de
la burguesía de España, que a pesar de todo se había
fortalecido durante la guerra contra Napoleón como se han fortalecido
siempre las burguesías en las guerras haciendo negocios rápidos
y beneficiosos a favor de la situación de emergencia que es normal
en tiempos de lucha contra un enemigo. En cierta medida, y hasta podríamos
decir que de manera elemental, y si se quiere, caricaturesca, en la
España de 1819 estaba repitiéndose algo parecido a lo
que sucedía en la Francia de 1789; esto es, una burguesía
que quería el poder y luchaba contra una nobleza atrincherada
detrás de un régimen absolutista. Ahora bien, como España
no era Francia, ni Fernando VII era Luis XVI ni la burguesía
española de 1819 era la francesa de 1789, en vez de revolución
popular lo que estaba produciéndose en España era un movimiento
militar, el primero de una serie que iba a durar más de un siglo,
pues todo ese tiempo necesitó la burguesía española
para abrirse paso por entre los obstáculos que ponía en
su camino la retrasada organización social del país.
Para los liberales españoles, la marcha de Angostura a Bogotá,
la fabulosa travesía de los Andes, la toma de Bogotá y
las luchas que se llevaban a cabo en el extremo sur del continente americano
eran acontecimientos estimulantes que mantenían vivo su espíritu
de lucha. Los historiadores españoles dicen que el movimiento
liberal de España, especialmente a fines de 1819, se organizó
en las logias masónicas, y que las logias sudamericanas de Londres
y Lisboa colaboraron estrechamente con las logias españolas en
esa organización. Está fuera de dudas que el general Juan
Manuel Puyrredón, director supremo de las Provincias Unidas del
Río de la Plata en 1819, envió dinero a los masones españoles
a través de comerciantes argentinos establecidos en Cádiz.
Cádiz era un lugar clave para esas actividades, pues de ella
debía salir un ejército expedicionario que iría
a operar en el Río de la Plata bajo el mando del general Enrique
O'Donnell.
La masonería era un movimiento antiquísimo, que había
nacido en los inicios de la Edad Media y a principios del siglo XVIII
se había puesto de moda entre los burgueses comerciantes de Inglaterra,
de donde se extendió a los círculos burgueses de varios
países de Europa. El carácter secreto de sus actividades
convirtió a la masonería en un instrumento muy útil
para los trabajos políticos de la burguesía europea, y
eso es lo que explica el papel de las logias masónicas en las
conspiraciones españolas de 1819.
A finales de ese año los conspiradores habían ganado terreno
entre los altos mandos militares, y sobre todo entre los oficiales del
ejército expedicionario que iba a ser despachado hacia América
del Sur. Hasta el jefe de las fuerzas, el general O'Donnell, participaba
en la conspiración. El ejército expedicionario estaba
acuartelado en varios pueblos de las provincias de Cádiz y Sevilla,
y en uno de Sevilla, el de Cabezas de San Juan, se hallaba el batallón
de Asturias, comandado por don Rafael del Riego. El día de Año
Nuevo de 1820, Del-Riego proclamó la vuelta al régimen
establecido por la Constitución de 1812, y el movimiento se propagó
rápidamente a varias provincias. Al comenzar el mes de marzo
toda España estaba pronunciada a favor del sistema constitucional;
el día 7 se amotinó el pueblo de Madrid y se presentó
masivamente ante el Palacio Real pidiendo que se repusiera la Constitución
de 1812; el día 10 Fernando VII declaró que se sometía
a la voluntad general. Llegaban al poder en España, pues, aquellos
que consideraban justa la rebelión de los países americanos,
y, por lo tanto, iba a iniciarse una nueva etapa en la prolongada lucha
por la independencia de los territorios españoles del Caribe.
En el mes de junio se le enviarían a Morillo órdenes de
que negociara un armisticio con Bolívar. Ahora bien, en Nueva
Granada se mantenía la guerra; se luchaba en Cartagena, en Río
Hacha, en Santa Marta, en Antio-quía, en Chocó y en Pamplona.
En el mismo mes de junio de 1820, cuando Morillo recibía instrucciones
para llegar a un armisticio con Bolívar, se dio una batalla naval
importante en Tenerife, río Magdalena. Lo mejor de las fuerzas
de tierra y mar de Colombia estaba dedicado a la lucha en esos varios
frentes de Nueva Granada; pero ya no podía haber duda de que
los realistas del país se hallaban a la defensiva y donde lanzaban
alguna ofensiva, era siempre débil y acababa en derrota.
Desde el propio mes de junio comenzó Morillo a hacer esfuerzos
para llegar a un acuerdo con los libertadores, y no lo hallaba fácil
porque Bolívar pensaba, con razón, que la firma de un
armisticio significaría la paralización de las actividades
militares allí donde se hallara cada ejército, y que Colombia
debía ganar tiempo para ocupar la mayor parte de los puntos en
disputa antes de que se llegara a un acuerdo. Mientras sus delegados
hablaban con los de Morillo, el Libertador visitaba los frentes de guerra,
ordenaba avances, organizaba sus fuerzas.
El armisticio se firmó, al fin, el 26 de noviembre (1820), en
la misma casa de la ciudad andina de Trujillo en la que Bolívar
había firmado en 1813 su proclama de guerra a muerte. Sus cláusulas
establecían una suspensión de la guerra durante seis meses;
el compromiso de esforzarse los dos bandos para llegar a un acuerdo
de paz definitivo; el comercio libre entre los territorios ocupados
por los beligerantes; la regulación de la guerra, en caso de
reanudarse, lo que se haría sólo cuarenta días
después de que el armisticio se rompiera. Morillo quiso conocer
a Bolívar antes de retornar a Caracas, y la entrevista tuvo lugar
en la villa de Santa Ana, donde los dos jefes adversarios se abrazaron
y durmieron la noche del 27 en una misma habitación. En diciembre
marchó Morillo a España; en lugar suyo quedó el
general La Torre, ascendido, como su antecesor, a mariscal de campo.
Dos semanas después de haber firmado el armisticio de Trujillo
se sublevaba en Guayaquil, que se hallaba dentro de los límites
de Nueva Granada, el batallón de Numancia; el día 28 de
enero de 1821 hacía lo mismo la guarnición realista de
Maracaibo, que declaró la provincia República Democrática
y solicitó su unión a Colombia. La Torre alegó
que la sublevación de Maracaibo era una violación del
armisticio porque el general Urdaneta, uno de los oficiales más
distinguidos de Colombia, conocía el movimiento y lo había
estimulado. Bolívar quiso evitar la ruptura de las hostilidades,
pero no pudo lograrlo. La guerra, pues, iba a comenzar de nuevo, pero
Bolívar podía esperarla con cierto grado de confianza
porque ya para entonces el ejército y la marina de Colombia eran
más fuertes que los de España.
Bolívar se hallaba en Cúcuta cuando se presentó
la amenaza de la reanudación de la guerra. Esperaba allí
la reunión del primer congreso colombiano, que debía elaborar
las leyes con que iba a gobernarse el vasto país; pero no pudo
quedarse en el lugar porque debía prepararse para volver al campo
de batalla. Moviéndose con su acostumbrada celeridad viajó
a Trujillo, de donde descendió la cordillera andina por Boconó
y Barinas; fue a Achaguas y Payarra, a orillas del Apure; retornó
a Barinas y Boconó y pasó luego a Guanare y Ospino; y
por todas partes iba organizando fuerzas, despachando órdenes
a todos los rincones de Venezuela donde había guarniciones militares;
órdenes que llevaban mensajeros a caballo o en bongos que se
deslizaban por los ríos. De acuerdo con ellas, todas las fuerzas
disponibles debían ir saliendo de los puntos más lejanos
para concentrarse en las cercanías de San Carlos y Valencia.
El Libertador estaba seguro de que La Torre tenía que reunir
también sus tropas en esa región. El 13 de junio escribió
a Santander: "Los enemigos están reducidos a Carabobo."
Y en la misma carta aseguraba: "Espere en la batalla de Carabobo
que vamos a dar".1
Efectivamente, hostilizado por las fuerzas que salían de todos
los lugares de la periferia del país donde había tropas
libertadoras, la Torre se vio obligado a meterse en Valencia. Pero si
se quedaba en la ciudad sería sitiado de manera irremediable,
y en consecuencia quedaría aniquilado allí mismo; luego,
estaba obligado a presentar batalla en el único lugar donde sus
tropas podían maniobrar, es decir, en Carabobo. Bolívar
se había establecido en San Carlos y esperaba impaciente que
la Torre cayera en la trampa que le había tendido.
Bolívar había combatido y vencido a un ejército
realista en Caracas hacía siete años, en mayo de 1814,
y, por tanto, conocía bien el terreno. El día 20 de junio
movió su cuartel general de San Carlos a Tinaco; el día
23 con La Torre acampado ya en Carabobo, pasó revista al ejército
reunido en Tinaquillo. Sus fuerzas estaban compuestas por tres divisiones
con un total de 6.500 hombres; una división al mando de Páez,
otra al de Cedeño, la tercera al de Plaza. En la división
de Páez se hallaba la Legión Británica y el célebre
batallón Bravos de Apure.
La batalla comenzó a primera hora del día 24 de junio.
El primero en atacar fue Páez. Sus llaneros fueron rechazados
por la caballería de La Torre, pero la Legión Británica,
al frente de la cual estaba su jefe, el coronel John Farriar, resistió
el fuego de la artillería española y esa resistencia permitió
que Páez reorganizara sus fuerzas antes de que los realistas
pudieran descomponer las líneas colombianas. Páez volvió
al ataque con los Bravos de Apure; Plaza se unió a Páez
en una carga contra los batallones Valencay y Barbastro, y una bala
le cortó la vida. Cedeño fue el último en entrar
en acción, y no tardó en caer de su caballo, mortalmente
herido. La batalla estaba llegando a un punto crítico para Bolívar;
pero la caballería de Páez acometió de frente,
en una carga fulminante; cortó en varias secciones a los batallones
realistas; los envolvió y los confundió de tal manera
que en menos de una hora aquellas fuerzas estaban prácticamente
destruidas. En el campo había 1.000 realistas muertos o heridos,
1-700 se dieron prisioneros, lo que quedaba del batallón Valen-?ay
se retiraba y el resto del ejército huía en pequeños
grupos.
Después del golpe de Carabobo el poder militar realista quedaría
prácticamente deshecho en Colombia, por lo menos como fuerza
capaz de representar un peligro mortal para el país. La Torre
fue a refugiarse en Puerto Cabello, que seria el último punto
de la costa colombiana del Caribe en que habría resistencia española,
y como veremos dentro de poco, sería también el último
punto español en toda la tierra firme del Caribe, pues al caer
Puerto Cabello en manos de Páez, el 10 de noviembre de 1823,
España retendría su autoridad sólo en dos lugares
de la región, Cuba y Puerto Rico.
Colombia había nacido en Angostura año y medio antes de
la batalla de Carabobo, pero su vida quedó asegurada en esa batalla.
Todavía habría resistencia en algunos puntos, como en
Maracaibo, Coro, Río Hacha, Santa Marta, Cumaná. y sobre
todo en el extremo sur, en Pasto, cuya población era fanáticamente
realista; pero se trataba de ese tipo de resistencia que podemos llamar
desesperada, una resistencia hecha por pasión, por orgullo de
mantener la lucha hasta el último momento, no para triunfar.
Después de Carabobo, España no trataría de recuperar
su poder en el Caribe.
La misma noche de la victoria de Carabobo se ganó en Cartagena
un combate muy importante. En realidad, Cartagena era el único
sitio fortificado que tenían los realistas en la costa colombiana,
y por allí podría entrar en Colombia un refuerzo español.
Por eso era de mucho valor que Cartagena cayera en manos colombianas,
y de no ser eso posible, por lo menos que no le fuera útil al
enemigo.
En la noche del 24 de junio el general Mariano Montilla, jefe de las fuerzas
sitiadoras, ordenó un ataque doble que debían ejecutar simultáneamente
el general José Padilla y el coronel sueco Freerick Aldercreutz.
Padilla lanzaría sus buques contra el arsenal tan pronto se retirara
la patrulla española, cosa que sucedía todas las noches
a las nueve, y Aldercreutz lo haría con su infantería. Sorprendidos
por la acometida de Aldercreutz los realistas descuidaron el frente naval,
de manera que Padilla avanzó sin oposición, apresó
11 embarcaciones y entró en la bahía. A partir de ese momento,
como había sucedido en el sitio de Morillo, la caída de
Cartagena sería cuestión de días más o menos,
a pesar de lo cual los defensores iban a resistir más de tres meses;
que para eso eran españoles, y, por tanto, altivos y resueltos.
A todo esto la revolución de independencia crecía en todos
los territorios americanos de España. En Méjico, la larga
lucha iniciada en 1810 por el cura Hidalgo, proseguida después
por el padre Morelos, estaba a punto de terminar con el triunfo de las
fuerzas que se habían asociado para poner en ejecución el
llamado Plan de Iguala. Los acontecimientos de Méjico provocaban
mucha agitación en el reino de Guatemala,-donde los grandes terratenientes
y la alta jerarquía católica se habían dividido en
dos grupos, uno partidario de la independencia del país y otro
partidario de esperar a ver qué pasaba. El primer grupo estaba
encabezado por el doctor Pedro Molina, el canónigo José
María Castilla, don Manuel Montúfar y don J. Francisco Barrundia,
y publicaba un periódico llamado El
Editor Constitucional; el segundo grupo, dirigido por don José
Cecilio del Valle, publicaba El Amigo
de la Patria. La agitación se mantenía, pues, en
el terreno de la propaganda, y así se habría mantenido quién
sabe cuánto tiempo si no hubiera sucedido que la victoria de don
Agustín Iturbide en Méjico provocó un movimiento
en la intendencia de Chiapas, que pertenecía al reino de Guatemala.
El 5 de septiembre llegó a la ciudad de Guatemala la noticia de
que Chiapas se había adherido al Plan de Iguala y se había
declarado anexada a Méjico. Hay que ver en cualquier mapa del Caribe
el tamaño de Chiapas y la posición que ocupa para comprender
qué clase de conmoción debió producir en Guatemala
esa noticia. De golpe y porrazo casi la mitad del país se unía
a Méjico, lo que quería decir que las fuerzas guatemaltecas
dispuestas a romper con España eran más grandes de lo que
parecían y si no se actuaba con rapidez el reino podía acabar
desintegrándose.
El capitán general don Gabino Gaínza convocó inmediatamente
a una reunión de personas notables de la capital, que debía
celebrarse el 15 de septiembre en el palacio de Gobierno. La situación
se presentaba muy parecida a la que había conocido Caracas en
abril de 1810, sólo que en el caso guatemalteco el capitán
general se adelantó a los criollos. La reunión duró
varias horas, mientras el pueblo, agitado por los partidarios de la
independencia, se reunía en las calles y en las plazas y prorrumpía
en gritos pidiendo la separación de España. A medianoche
se llegó a un acuerdo de una timidez sorprendente, lo que da
idea del poder que tenían los que no querían la independencia:
ésta se declararía, pero sólo sería legítima
cuando la aprobara un Congreso de las provincias; todos los funcionarios
públicos seguirían en sus cargos y el capitán general
Gaínza pasaría a ser jefe político del país;
la noticia del acuerdo sería dada por el propio don Gabino Gaínza
"para prevenir las consecuencias que serían temibles en
el caso de que (la independencia) fuese proclamada de hecho por el mismo
pueblo"; por último, se establecía que se conservaba
"la religión católica como única del Estado",
lo que era una repetición del tercero de los puntos del plan
de Iguala, con el cual había triunfado Iturbide en Méjico.
Quince días después de esa tibia declaración de
independencia de Guatemala se rendía Cartagena ante el general
Montilla, y antes de cumplirse dos meses de la rendición de Cartagena,
don José Fábrega, gobernador español de las provincias
de Panamá y Veraguas, que era panameño, declaró
la independencia de esas dos provincias en forma parecida a como lo
habían hecho las autoridades y las personas importantes de Guatemala,
pero además Panamá y Veraguas quedaban incorporadas a
la República de Colombia.
Eso sucedió el 28 de noviembre. Tres días después
iba a suceder algo muy parecido a más de 2.000 kilómetros
de distancia de Panamá. En la parte española de la isla
de Santo Domingo, precisamente por donde había comenzado el imperio
americano de España, el licenciado José Núñez
de Cáceres, que, como sucedía con el gobernador Fábrega,
era alto funcionario del Gobierno español, pero había
nacido y había vivido toda su vida en el país, reunió
a unos cuantos señores notables y a oficiales de las milicias
y entre todos acordaron declarar que Santo Domingo se independizaba
de España, que se proclamaba Estado con el nombre de Haity Español
y que inmediatamente quedaba incorporado a Colombia, cuya bandera se
enastó en los edificios públicos el 1 de diciembre.
Así, pues, el día 2 de diciembre de 1821 sólo quedaban
como parte de la frontera española del Caribe, Cuba, Puerto Rico
y algunos puntos aislados de la costa de Colombia. Siete años
antes, cuando la independencia parecía irremediablemente perdida
en Venezuela y en Nueva Granada, eso parecía un sueño
de locos. Por tal razón este capítulo comenzó diciendo:
"Hemos llegado a un momento de la historia del Caribe que está
lleno de lecciones para todos los pueblos del mundo.
Capítulo XXI
1821-1851. Los Años de reajuste
En los movimientos de independencia
de Venezuela y Nueva Granada participaron grandes núcleos del
pueblo, más en el primero que en el segundo, debido a que en
aquél se injertó una guerra social que de manera directa
o indirecta afectó a todo el mundo; pero en los de la América
Central y Santo Domingo no sucedió nada parecido. En éstos
actuaron sólo las minorías latifundistas y un grupo compuesto
por funcionarios civiles y religiosos, profesionales y algún
que otro comerciante.
Ahora bien, ni los latifundistas ni el sector de funcionarios, profesionales
y comerciantes tenían arraigo en el pueblo, al que las minorías
dominantes ignoraban. En la noche del 15 de septiembre el sector de
los profesionales de Guatemala reunió a las gentes de los barrios
y las llevó frente al palacio de Gobierno para usarlas como instrumento
de presión, igual que habían hecho el 19 de abril de 1810
los jóvenes mantuanos de Caracas; pero en ningún momento
pensaron que esas gentes tenían derecho a participar en el Gobierno
que ellos esperaban crear y controlar. Su plan era que el pueblo hiciera
el papel de una comparsa, no de actor. En el caso de Santo Domingo ni
siquiera se llegó a eso, pues la independencia fue declarada
por un pequeño número de terratenientes esclavistas y
funcionarios y el pueblo se enteró de ello después Lo
que había ocurrido en Panamá y Veraguas se explicaba porque
las dos provincias habían sido parte del virreinato de Santa
Fe o Nueva Granada, y lógicamente allí tuvieron efecto
inmediato las luchas de Nueva Granada por la independencia. Por razones
históricas y políticas. Panamá y Veraguas debían
inclinarse a permanecer unidas a Colombia. Pero en el caso de Guatemala
y Santo Domingo influyeron otros factores. La verdad es que para 1821
esos territorios apenas tenían nexos económicos y militares
con España, y dada la situación de descomposición
general que había en España, esos nexos no iban a restablecerse
en un porvenir inmediato. Por otro lado, la guerra había sido
larga y costosa en Méjico, Nueva Granada y Venezuela, y a España
no podía quedarle ánimo de emprender otra para reconquistar
unos territorios tan pobres como eran Santo Domingo y Guatemala. En
cierto sentido, pues, la independencia de estos territorios fue un resultado
de la sangrienta lucha llevada a cabo por los pueblos de Venezuela,
Nueva Granada y Méjico, y por esa razón los guatemaltecos
y los dominicanos pudieron declararse libres sin tener que disparar
un tiro. La consecuencia natural de todo lo dicho fue que a la hora
de hacerse libres, Guatemala gravitara hacia Méjico y Santo Domingo
hacia Colombia. Véase el mapa del Caribe y se comprenderá
que las leyes de la geopolítica determinaban que eso sucediera
así.
Para tener una idea más clara de la natural inclinación
de Guatemala hacía Méjico es necesario conocer, aunque
sea brevemente, lo que había pasado en Méjico. Este país
acabó conquistando su independencia cuando triunfó el
llamado plan de Iguala, al frente del cual figuraba el general Agustín
de Iturbide. El plan de Iguala se resumía en pocos puntos: Méjico
sería independiente de España; españoles y mejicanos
seguirían unidos; la religión del Estado sería
la católica; el país sería una monarquía
constitucional; la corona le sería ofrecida a Fernando VII.
Como se advierte, el programa de Iturbide era el de los sectores que hoy
llamaríamos de derecha. Como sucedió en todos los territorios
españoles del Caribe, en Méjico también la independencia
había sido alcanzada por los grupos más conservadores...Resultaba
lógico que el programa de Iturbide fuera compartido por la oligarquía
de Guatemala. El mantenimiento de la monarquía, el de la religión
católica como credo del Estado, la unión de españoles
y criollos, la oferta de la corona a Fernando VIL todo eso era lo que
querían los terratenientes guatemaltecos, pues con tales medidas
el país se independizaba de España, pero no se producía
ningún cambio en el orden social. Independencia con la oligarquía
en el Gobierno era su con-' signa, y si eso se había producido
en Méjico, ¿por qué no unirse a Méjico? La
unión se produjo sin el menor tropiezo. La llevó a cabo
el sector oligárquico —el del periódico El
Amigo de la Patria— bajo la jefatura de don Gabino Gaínza,
que seguía siendo el jefe político del país, y se
realizó el 5 de enero de 1822, en una reunión similar a
la del 15 de septiembre de 1821, en la que se proclamó la separación
de España. Tan pronto llegó a Méjico la notificación
de la anexión, Iturbide despachó hacia Guatemala un ejército
bajo el mando del general Vicente Filísola, que fue recibido en
la capital del reino con aclamaciones, pero tuvo que marchar inmediatamente
hacia El Salvador, donde la anexión a Méjico estaba siendo
rechazada.
El caso de El Salvador era excepcional dentro del reino de Guatemala.
Los salvadoreños habían comenzado a luchar por la independencia
en 1811, y aunque también allí esa lucha había
sido iniciada por los círculos privilegiados, éstos habían
sido perseguidos por las autoridades españolas, lo que los obligó
a buscar apoyo en los sectores populares, especialmente entre los artesanos;
y fue la participación de esos sectores populares lo que le dio
carácter al levantamiento del 24 de enero de 1814. Así,
pues, la idea de la independencia había logrado bastante arraigo
entre la gente del pueblo de El Salvador, de manera que allí
la anexión a Méjico no podía tener la acogida que
tuvo en Guatemala y la presencia de las tropas mejicanas del general
Filísola no podía ser recibida con simpatía. La
situación que se produjo en El Salvador obligó a Filísola
a marchar inmediatamente hacia aquella provincia, donde iba a ser recibido
con hostilidad y donde tendría que luchar durante un año
También en Costa Rica se presentaba una situación peculiar,
no de hostilidad ala anexión, sino de indiferencia absoluta.
Costa Rica estaba muy alejada déla oligarquía guatemalteca.
La provincia costarricense tenía muy poca población y
la mayor parte de esa población estaba compuesta por pequeños
propietarios que producían lo indispensable para vivir. Cuando
el reino de Guatemala se declaró independiente de España
los costarricenses organizaron un gobierno de pequeños propietarios,
que seguía al frente de la provincia al producirse la anexión
a Méjico. Ahora bien, como en Costa Rica no hubo revueltas contra
la anexión, sino que simplemente se ignoró, Filísola
no tuvo .que mandar fuerzas allí; sin embargo, los partidarios
nicaragüenses de la anexión lograron formar un pequeño
grupo de costarricenses iturbidistas y ese grupo dio un golpe de Estado
en favor de Méjico, pero muy tardío, porque hacía
ya diez días que el emperador Iturbide había perdido el
trono.
Santo Domingo, convertido desde el 1 de diciembre de 1821 en un protectorado
de Colombia con el nombre de Haity Español, iba a ser invadido
por fuerzas haitianas poco más de dos meses después. El
9 de febrero (1822) Jean-Pierre Boyer, presidente de Haití, llegaba
frente a la ciudad de Santo Domingo, capital del protectorado colombiano,
con dos ejércitos que habían entrado en el país
siguiendo las rutas tradicionales de las invasiones haitianas; uno.
bajo el mando del general Bonnet, había llegado por el Norte;
otro había entrado por el Sur al mando del general Borgella.
Los haitianos no hallaron la menor resistencia, lo que se explica porque
el pueblo no había tenido la menor participación en la
declaración de independencia hecha por Núñez de
Cáceres y sus amigos. Un grupo de franceses envió un mensaje
a Martinica pidiendo ayuda para evitar que Haity Español cayera
en manos de Boyer, y de Martinica se despachó un escuadrón
naval que se presentó en Samaná, pero Boyer amenazó
con dar muerte a todos los franceses y a todos los blancos del país
y los buques franceses volvieron a su base martiniqueña.
Boyer recibió las llaves de la ciudad de Santo Domingo el mismo
día 9 de febrero de manos de Núñez de Cáceres,
y toda vía a esa fecha Bolívar no se había enterado
de que la antigua parte española de la isla de Santo Domingo
se había hecho independiente y se había puesto bajo el
protectorado de Colombia. Cuando vino a saberlo ya gobernaban allí
los haitianos.
¿Cómo se explica que los haitianos ocuparan la parte del
este de la isla? Los dominicanos atribuyen la ocupación al odio
de los haitianos por los blancos que había en el otro lado de
la frontera; y, efectivamente, allí había algunos blancos,
pero había más negros y mulatos que blancos. La causa
de la ocupación fue de tipo social y político, no sentimental.
El general Jean-Pierre Boyer había sido jefe del cuerpo de ayudantes
militares del presidente Pétion, y cuando éste murió
—en el mes de marzo de 18118— fue elegido para sucederle
en el cargo. Año y medio después. Henri -I. el rey de
Haití del Norte, se vio acosado por una rebelión que estalló
a raíz de un ataque de parálisis que tumbó al monarca
de su caballo. Christophe, que se vio impotente para aplastar la rebelión,
se dio un tiro en la cabeza. El rey llevaba siempre una pistola cargada
con balas de plata, que reservaba para el caso de que tuviera que quitarse
la vida, tal como sucedió. A la muerte de Henri I su reino cayó
en el caos y el presidente Boyer avanzó desde el Sur, dominó
la situación de desorden general y agregó a la república
el territorio de la monarquía, con lo que Haití recobró
la unidad que había tenido bajo Toussaint y Dessalines.
"Boyer tuvo un gran éxito político al restablecer
la unidad política, pero al mismo tiempo se halló frente
a un problema político difícil, pues la república
de Pétion y la monarquía de Henri I estaban organizadas
sobre esquemas economico-sociales diferentes: Pétion había
hecho una reforma agraria a base de repartirlas tierras de la república
en pequeñas parcelas familiares y Henri I había mantenido
el sistema de los latifundios louverturianos, administrados por sus
favoritos, a quienes había hecho duques, marqueses y condes.
Boyer no era partidario de la reforma agraria de Pétion, pero
no podía quitarles sus tierras a los pequeños propietarios
de la república a menos que se expusiera a un levantamiento general,
y, por otra parte, el ejército de Henri I estaba compuesto de
campesinos sin tierras y Boyer sólo podía estar seguro
de su lealtad si les repartía las tierras del Norte; En esa situación,
¿qué podía hacer Boyer, o qué debía
hacer? La solución estaba en invadir la parte oriental de la
isla, donde sobraban tierras sin uso y hasta sin propietarios. Así,
Boyer comenzó desde 1819 a preparar la incorporación de
esa parte de la isla a Haití. Al declarar la independencia de
Santo Domingo, Núñez de Cáceres y sus amigos le
ofrecieron a Boyer una oportunidad que le llegaba como caída
del cielo. Boyer la aprovechó, metió sus ejércitos
en el recién nacido Haity Español y estableció
allí el poder haitiano. Esa situación iba a durar veintidós
años.
En ese momento Bolívar estaba viajando hacia el sur de Colombia
y se había detenido en Popayán para organizar la toma
de Pasto, una ciudad que se hallaba en manos realistas. Las fuerzas
de Pasto quedaron derrotadas en la batalla de Bombona, que les dio Bolívar
el 7 de abril (1822), pero la victoria se obtuvo a costa de tantas bajas,
que el vencedor no pudo entrar en Pasto y estaba en sus cercanías
esperando que la guarnición de Pasto se rindiera cuando el general
Iturbide fue proclamado emperador de Méjico el 22 de mayo y cuando
el general Sucre ganó, el 24 del mismo mes, la batalla de Pichincha.
El día 29 Ecuador se declaró parte de Colombia y el 16
de junio entraba el Libertador en Quito.
Como puede ver el lector, Colombia y Méjico se extendían
al mismo tiempo hacia el Sur y además el imperio mejicano y la
república colombiana habían llegado a tener una frontera
común, la misma —con ligeras diferencias— que hay
actualmente entre Costa Rica y Panamá. Méjico era entonces
un país enorme, pues no había perdido aún lo que
son hoy los Estados de California, Arizona, Nuevo Méjico y Tejas,
que iban a caer en manos de los Estados Unidos en los próximos
veinticinco años, y a sus antiguos límites había
que añadir en 1822 todo el reino de Guatemala. Por su parte,
Colombia era también un país inmenso, de más de
2.500.000 de kilómetros cuadrados, que iba desde la frontera
sur de Costa Rica hasta la frontera norte del Perú por el lado
del Pacífico, y hasta la Guayana inglesa por el lado del Caribe.
Toda la tierra firme del Caribe estuvo, pues repartida entre esos dos
países gigantescos, con la excepción de dos puntos, Belice
y la Mosquitia, sobre los cuales tenía Inglaterra autoridad de
facto, pero no legal. Veinte años antes nadie hubiera soñado
que en el Caribe iban a producirse cambios tan portentosos. La vieja
frontera imperial había quedado reducida a los territorios de
las islas, pero de éstas había una, la antigua Española,
que se había convertido en la República de Haití,
de manera que también en las islas se había roto la frontera
imperial.
Había algunos puntos de Colombia donde se hallaban todavía
fuerzas españolas, pero eran pequeños; por ejemplo, Puerto
Cabello, lugar en que se habían reunido los soldados de La Torre
después de la batalla de Carabobo; Coro, situada al poniente
de Puerto Cabello; Maracaibo, que había sido reconquistada desde
Puerto Cabello. Esos puntos estaban bajo la autoridad de Morales, que
había pasado a sustituir a La Torre cuando éste salió
de Venezuela. En noviembre de 1822 Morales atacó por sorpresa
en Santa Marta y la tomó, pero Montilla se la arrebató
en enero de 1823 y al mismo tiempo Soublette tomó Coro, de manera
que al comenzar ese año Morales quedaba reducido a Maracaibo
y Puerto Cabello.
La verdad era que en Colombia causaba poca inquietud la presencia de
tropas españolas en Puerto Cabello y en Maracaibo. España
se encontraba en una situación demasiado inestable y difícil
para que pudiera actuar en el Caribe. Durante la mayor parte del año
de 1821 hubo guerrillas operando en Cataluña, Galicia, Castilla,
y en el año 1822 el país había llegado a un estado
de desorden general, que había convertido en una sombra de poder
político al que hasta 1808 había sido un imperio mundial.
El desorden llegó a tal punto, que en el mes de julio Fernando
VII y su guardia personal se habían sublevado contra el Gobierno
y habían convertido el Palacio Real en una pequeña plaza
insurgente. El Gobierno tuvo que actuar con mucha diligencia para evitar
que Madrid pasara a ser el centro de una guerra civil entre partidarios
de la monarquía absoluta, encabezados por el rey, y partidarios
de la Constitución de 1812. Por cierto, en esa ocasión
el jefe militar de las fuerzas ministeriales fue el mariscal Morillo,
que había sido nombrado poco antes capitán general de
la región militar de Madrid. En el mes de octubre la situación
había llegado a un grado tal de deterioro, que se combatía
en todo el país entre absolutistas y liberales, y la preocupación
por la suerte de España era tan grande en los círculos
de derecha de Europa, que Francia se dedicó a preparar un ejército,
el de los llamados Cien Mil Hijos de San Luis, cuyo destino era entrar
en España para asegurar el orden y apoyar a Fernando VII, cosa
que tuvo lugar al comenzar el mes de abril de 1823.
El 19 de marzo, unos días antes de que los Cien Mil Hijos de
San Luis llegaran a España, se produjo en Méjico un levantamiento
militar encabezado por el general Antonio López de Santana. El
resultado de ese levantamiento fue la caída del emperador Iturbide
y la consecuente paralización de las operaciones militares del
general Filísola en El Salvador. En Costa Rica, donde los partidarios
de Iturbide habían dado su golpe el 29 de marzo, la situación
volvió a su estado anterior. Filísola retornó a
Guatemala, donde encontró que los partidarios de la independencia
total del país habían ganado terreno, y decidió
atender su propuesta de que se convocara a un congreso de las cinco
provincias del reino para que ese congreso determinara qué debía
hacerse.
El general Filísola convocó a las provincias, que mandaron
sus representantes. Sólo Chiapas se negó a hacerlo. Chiapas
se consideraba ya territorio mejicano y no volvió al seno de
Guatemala. El Congreso se reunió en la ciudad de Guatemala el
24 de junio (1823) y el día 1 de julio declaraba que "las
provincias representadas en esta Asamblea son libres e independientes
de la antigua España, de Méjico y de cualquiera otra potencia;
y que no son ni deben ser patrimonio de persona ni de familia alguna".
Todavía está por ver qué quería decir eso
de "la antigua España". El reino de Guatemala pasó
a llamarse Provincias Unidas de Centroamérica y se nombró
un Gobierno de tres miembros que encabezaría el nuevo Estado
provisionalmente, mientras se redactaba la constitución. Ese
triunvirato estaba encabezado por el doctor Pedro Molina.
Al mismo tiempo que el Congreso de las provincias centroamericanas declaraba
la independencia de esa región del Caribe, entraba en el golfo
de Coquibacoa una flotilla colombiana a la que mandaba el general José
Padilla. El golfo de Coquibacoa se llama hoy de Venezuela; está
situado entre la península de Paraguaná al Levante y la
de la Guajira al Poniente y por su parte sur se halla el canal de acceso
al lago de Maracaibo. Allí, en Coquibacoa, estaba la fuerza naval
española de Venezuela protegiendo a las tropas de Morales que
se encontraban en Maracaibo. Padilla dominó la flotilla española,
cuyo jefe era Laborde, y el general Mariano Montilla tomó Maracaibo,
de donde Morales se retiró al castillo de San Carlos, que se
levantaba en una punta en la orilla izquierda, a la salida del lago
de Maracaibo. El 24 de agosto, exactamente un mes después de
haber abandonado Maracaibo, Morales se rendía a Montilla. La
capitulación les acordó a los vencidos salida libre hacia
Santiago de Cuba, y fue así como llegó a aquella isla
el segundo de Morales en Maracaibo, el entonces coronel Narciso López,
aquel a quien Páez había sorprendido con el "¡Vuelvan
caras!" de Queseras del Medio en abril de 1819. En cuanto a Morales,
se iba dejando atrás una tierra en la que había hecho
una carrera militar que le había llevado en once años
a ser segundo y sucesor de Boves, aquel guerrero impasible y extraordinario,
y jefe superior de las fuerzas militares del rey en la hora de su liquidación
en el Caribe.
Al caer Maracaibo en manos colombianas, en todo el litoral del mar Caribe
—desde el extremo norte de Yucatán hasta el golfo de Paria
en el este— sólo quedó un punto donde había
fuerzas realistas; y era Puerto Cabello, precisamente aquel Puerto Cabello
donde se había iniciado con un fracaso lamentable la vida militar
de Simón Bolívar. Esas fuerzas realistas, a cuyo frente
se hallaban Calzada y Correa, iba a seguir allí hasta principios
de noviembre, cuando Páez asaltó y tomó el castillo
en una acción audaz, propia del hombre que había asaltado
cañoneras del río con lanceros de a caballo.
El Congreso de Guatemala, que pasó a convertirse en Asamblea
Constituyente, siguió reunido lo que le faltaba del año
1823 y casi todo el año 1824, hasta el 22 de noviembre, cuando
quedó terminada la Constitución del nuevo Estado. El país
pasó a llamarse República Federal Centroamericana y estaría
organizado en tres poderes independientes: el ejecutivo, el legislativo
y el judicial. La imitación de los Estados Unidos era evidente,
pero a diferencia de los Estados Unidos, la República Federal
Centroamericana estaría formada por cinco Estados —las
antiguas cinco provincias— que tendrían a su vez poderes
ejecutivos, legislativos y judiciales completamente autónomos
dentro de sus límites territoriales. En realidad, el país
se convirtió en una asociación de cinco países,
y cada uno de éstos estaba gobernado por su pro-pía oligarquía,
si bien en el caso de Costa Rica el Gobierno se hallaba en manos de
los pequeños propietarios.
Las luchas de las oligarquías provinciales para mantenerse en
el poder y la de todos contra la oligarquía de Guatemala, que
era la más fuerte, condenaban a la Federación a una muerte
a plazo corto. Por de pronto, sin embargo, se eligió un Congreso
Federal, con asiento en la ciudad de Guatemala —donde residiría
el Gobierno nacional—, que eligió presidente de la Federación
a don Manuel Arce, y la Constitución fue jurada en los cinco
estados el 15 de abril de 1825. Los congresos de los estados eligieron
gobiernos presididos, en Costa Rica, por don Juan Mora Fernández;
en Nicaragua, por don Manuel Antonio de la Cerda; en Honduras, por don
Dionisio Herrera; en El Salvador, por don Juan Vicente Villacorta, y
en Guatemala, por don Juan Barrundia. Con la excepción del presidente
de Costa Rica, todos eran miembros de los grupos de terratenientes oligarcas.
Como se ve, la República Federal Centroamericana nació
dividida, pero antes que ella iba a quedar dividida Colombia, que comenzó
a desmembrarse en noviembre de 1829, cuando Venezuela manifestó
que no deseaba seguir unida a la república. Ecuador se separó
en mayo de 1830 y Venezuela se declaró independiente en el mes
de septiembre e inmediatamente eligió su Gobierno, encabezado
por el general Páez. Bolívar murió en Santa Marta,
consumido por la tuberculosis, el 17 de diciembre. Apenas sobrevivió
unos meses a la enorme república que había creado. Le
tocó morir en la casa de un español, y pobre, él,
que., había nacido millonario; en cambio, la mayoría de
sus tenientes, de Páez para abajo, que habían entrado
en la guerra social o en la de independencia pobres, iban a morir convertidos
en grandes terratenientes, pues si su papel en la vida pública
fue luchar por la independencia, su plan en la vida privada fue suplantar
a los grandes latifundistas que habían sido degollados en la
guerra social. Ala oligarquía de los mantuanos sucedió,
pues, la oligarquía de los libertadores.
Para 1830, sólo Francia —en el caso de Haití—
y España —en el caso de Santo Domingo y todas sus dependencias
de tierra firme— habían perdido territorios en el Caribe.
Holanda, Dinamarca, Suecia seguían en posesión pacífica
de sus pequeñas islas. En cuanto a Inglaterra, conservaba todas
sus posesiones, pero algunas de éstas se hallaban agitadas.
¿Cuál era la causa de esa agitación? ¿Es
que las dependencias inglesas del Caribe aspiraban también a
declararse libres?.
Las causas estaban en las contradicciones provocadas por la revolución
industrial en el seno de los sectores dominantes de Inglaterra. Esa
revolución se encontraba en una etapa de desarrollo que producía
cambios profundos en las relaciones de producción del país
y de sus dependencias. Inglaterra estaba fabricando maquinarias y una
máquina podía producir tanto como el trabajo de muchos
esclavos; así, el que adquiría una máquina no necesitaba
esclavos, pero al mismo tiempo, el que tenía esclavos se negaba
a comprar maquinarias. Ahora bien, la fabricación de maquinarias
proporcionaba beneficios muy altos, y todos los que invertían
en ese negocio necesitaban eliminar competencia, o, lo que es lo mismo,
tenían que eliminar la esclavitud, y como la esclavitud era un
régimen brutal, los partidarios de su abolición hallaron
inmediatamente un eco favorable en grandes núcleos de la población
inglesa y de otros países. Sucedía al mismo tiempo que
la revolución industrial hizo posible la fabricación de
tejidos baratos, vistosos y en cantidades enormes, y los fabricantes
y los comerciantes de tejidos se daban cuenta de que al quedar convertidos
en hombres libres, los esclavos de las colonias inglesas pasarían
a consumir más tejidos; de manera que los que fabricaban telas
y los que las vendían debían convertirse necesariamente
en partidarios de la abolición de la esclavitud. Así,
el Gobierno inglés se vio sometido a una presión fuerte
para que aboliera la esclavitud en sus territorios del Caribe; el Gobierno
respondía a esa presión tomando medidas para que los esclavistas
del Caribe suavizaran el trato que les daban a sus esclavos, y de vez
en cuando amenazaba con declarar la libertad de los negros, a lo que
los amos contestaban amenazando con la declaración de la independencia.
Como era lógico, los esclavos se enteraban de la situación
conflictiva que había entre sus amos y el Gobierno de Londres,
y se sentían estimulados a luchar por su libertad.
Ese estado de cosas tenía que hacer crisis, y la hizo en Jamaica
al terminar el mes de diciembre de 1831. El día 25 se declararon
en rebelión unos 50.000 esclavos de la región de Trelawney
y Saint James. El caudillo del movimiento era un esclavo.1 llamado Samuel
Sharpe. Los rebeldes mataron a tres blancos y comenzaron a quemar y
destruir propiedades. El Gobierno de la isla despachó inmediatamente
para la zona rebelde unas cuan-- tas compañías de milicias
negras, pero después de algunos encuentros esas milicias tuvieron
que retirarse a Montego Bay y las autoridades las suplieron en el acto
con tropas blancas. Los combates entre éstas y los esclavos sublevados
produjeron unos 400 muertos en las filas de los esclavos; la mayoría
de los restantes comenzaron a rendirse y al fin Samuel Sharpe y los
demás jefes de la revuelta cayeron presos. Sharpe y cien más
fueron ejecutados; varios centenares fueron condenados a la pena del
látigo.
Pero la muerte de los líderes de la rebelión no significó
el final del estado de agitación que se había desatado
en Jamaica, pues una vez terminada la lucha contra los esclavos comenzó
la de los blancos entre los que eran partidarios de la abolición
y los que pretendían que se mantuviera la esclavitud. La revuelta
de los esclavos asustó a los esclavistas a tal punto, que necesitaban
buscar cabezas de turcos en quienes descargar su indignación;
y esas cabezas de turcos fueron algunas sectas religiosas a las que
se acusó de que habían predicado la rebelión bajo
la consigna de que tener esclavos era un pecado porque ningún
hombre podía pertenecer a dos amos, uno espiritual y otro temporal.
Unos cuantos pastores baptistas fueron atropellados en sus casas y en
las calles y otros fueron presos. De buenas a primeras los partidarios
de la esclavitud formaron una llamada Unión de la Iglesia Colonial,
que se dedicó a destruir capillas de las sectas baptista y wesleyana.
Veinte de ellas fueron destrozadas; que cuando se pone en peligro el
bolsillo de las gentes, aunque se trate de ingleses fanáticos,
ni las propias moradas de Dios escapan. Ahora bien, esas actividades
destructoras de los dueños de esclavos de Jamaica no conducirían
a nada, pues como los fabricantes ingleses de maquinarias y de tejidos
cuidaban sus intereses con tanto denuedo como los esclavistas del Caribe,
lograron que el Parlamento declarara abolida la esclavitud mediante
una ley que firmó William IV el 29 de agosto de 1833, para ser
efectiva el 1 de agosto de 1834. Para compensar a los amos, el Gobierno
inglés pagó más de 80.000.000 de dólares
por la libertad de unos 660.000 esclavos que había en sus territorios
del Caribe.
Mientras tanto, cada vez se hacía más difícil mantener
la unidad de la República Federal de Centro amé rica.
Los estudiosos de los problemas del Caribe —y de toda la América
española— alegan que Centroamérica se dividió
a causa del tipo de Constitución que se elaboró en el
Congreso de 1823-1824 y agregan que los americanos de origen español
llevan la división en los huesos. En realidad, si la conducta
y la cultura se heredaran con la sangre, ningún pueblo habría
pasado del nivel de las cuevas. Centroamérica, como todas las
dependencias continentales de España en América, fue una
unidad durante más de tres siglos, de manera que si hubo razones
para la división no están precisamente en la aherencia
española. El caso tiene que ser visto desde otro ángulo.
La Constitución de la República Federal de Centroamérica
fue elaborada por grupos minoritarios y oligárquicos que quisieron
mantener libertad de acción para manejar cada uno su territorio
propio a su antojo. Al producirse la crisis que condujo a la separación
de España, esas minorías terratenientes y esclavistas
—con la excepción de Costa Rica, donde no había
esclavos ni indígenas ni negros— tenían un miedo
pavoroso a la revolución, a una revolución como la de
Haití o la de Venezuela, que les arrebatara sus propiedades y
sus posiciones de mando en las pequeñas y Conservadoras sociedades
provinciales, y por miedo a la revolución cada una de ellas se
atrincheró en el gobierno de su provincia. Ese miedo fue el que
produjo la constitución absurda de 1824 y la división
definitiva que comenzó a manifestarse en 1838. En abril de ese
año Nicaragua se declaró independiente de la República
Federal; el 5 de noviembre lo hizo el Gobierno de Honduras; el 11 del
mismo mes lo hizo el de Costa Rica; Guatemala vino a aceptar en 1839
la situación creada por Nicaragua, Honduras y Costa Rica, y El
Salvador se dedicó a elaborar una constitución de país
libre, que fue proclamada en 1841.
Para este último año, en el litoral de la tierra firme
del Caribe había un territorio autónomo, que no se había
declarado independiente, y seis repúblicas, situación
bastante diferente de lo que había en 1823. El territorio autónomo
era Yucatán, que se había separado de la federación
mejicana en 1840, pero de manera condicional, sin romper definitivamente
los vínculos con los demás estados de Méjico; las
repúblicas eran Guatemala, Honduras, Nicaragua, Costa Rica, Colombia
—que se llamaba entonces Nueva Granada— y Venezuela. El
Salvador, que había estado integrado políticamente hasta
entonces al Caribe debido a su condición de provincia del reino
de Guatemala y de Estado de la República Federal de Centroamérica,
pasó a ser un país del Pacífico cuando se declaró
independiente. La situación en las islas seguía igual
que en 1823. Haití, que ocupaba toda la antigua Española,
era el único país libre.
Ahora bien, desde Belice, los ingleses extendían su autoridad,
de una manera bastante extraña, a toda la costa caribe de Honduras
y Nicaragua a través de la más absurda creación
política que han conocido los siglos: el llamado reino de Mosquitia.
¿Qué era la Mosquitia; dónde estaban sus límites;
cuál era su capital; qué leyes regían la vida de
su pueblo y qué pueblo era ése?.
Nadie podía responder esas preguntas. Inglaterra decía
que la Mosquitia era un reino, que su majestad George Frederick había
sido coronado solemnemente en la iglesia anglicana de Belice en febrero
de 1816 y que la corona había sido heredada por su sucesor en
abril de 1824. En la historia no escrita del mítico reino de
Mosquitia no figura el nombre de ese sucesor, pero eso tiene poca importancia;
lo importante es que había un rey y que ese rey actuaba con el
respaldo del superintendente de Belice porque la Mosquitia era un protectorado
británico y el representante de la Gran Bretaña ante el
rey mosquito era el „ superintendente de Belice.
Pues bien, el 12 de agosto de 1841 el superintendente de Belice llegó
al puerto nicaragüense de San Juan del Norte a bordo de la fragata
inglesa Tweed acompañado por el rey de la Mosquitia y comunicó
a las autoridades del puerto que ese lugar, así como toda la
costa de Nicaragua en el Caribe, pertenecía al reino de Mosquitia
y que su majestad llegaba a tomar posesión de él. Un mes
más tarde, el 10 de septiembre, el cónsul de la Gran Bretaña
en San Juan del Norte le hacía saber oficialmente al Gobierno
de Nicaragua que la Mosquitia era un protectorado británico,
que los límites de la Mosquitia se extendían desde el
cabo Honduras hasta las bocas del río San Juan o Desaguadero
y que Inglaterra haría respetar los derechos de Mosquitia por
todos los medios que tenía a su alcance.
¿Qué había sucedido? ¿Por qué razones
actuaba Inglaterra de esa manera? ¿Qué llevaba a la nación
más poderosa del mundo a lanzar el peso de ese poderío
sobre la pequeña y débil Nicaragua?
En aquel momento, quizá poca gente del Caribe se dio cuenta de
lo que sucedía; pero hoy, al cabo de más de un siglo,
puede verse con claridad lo que había en el fondo de ese movimiento.
Lo que sucedía era que la revolución industrial había
transformad*"» todos los conceptos económicos, y uno
de ellos era el que se refería a los transportes. La construcción
de buques de vapor abarataba enormemente la conducción de mercancías
y de personas, puesto que cada buque podía transportar varias
veces más toneladas que los de vela, pero esas ventajas quedaban
anuladas cuando se trataba de pasar del Atlántico al Pacífico
o viceversa, por la falta de un acceso de un mar al otro. Los vapores
que viajaban del Atlántico al Pacífico tenían que
pasar por el cabo de Buena Esperanza si iban hacia el Este, o por el
cabo de Hornos si iban hacia el Oeste. Para resolver el problema era
absolutamente necesario abrir un paso del Caribe al Pacífico
y en lo que se relacionaba con ese paso, sólo podía hacerse
o por" Panamá o por Nicaragua. En cuanto a Panamá,
los. norteamericanos habían tomado la delantera. En 183.5 el
presidente Andrew Jackson había enviado a Panamá al coronel
Charles Biddle, que solicitó del Gobierno de Nueva Granada —Colombia—
una concesión para hacer un canal, pero el Gobierno neogranadino
no se la concedió a Biddle, sino a una sociedad de naturales
del país, a los cuales acabó asociándose el coronel
norteamericano. A ese intento de los Estados Unidos para controlar el
paso entre los dos mares iba a responder Inglaterra bloqueando la salida
del Desaguadero al mar Caribe, y para eso ponía a funcionar el
fantástico reino de Mosquina, el reino sin capital, sin pueblo,
sin fronteras y sin leyes, que surgía de buenas a primeras armado
de los cañones ingleses como dueño y señor de la
costa caribe de Nicaragua.
Gran Bretaña sabía lo que hacía, pues el Desaguadero,
junto con el lago de Nicaragua, forma un canal natural que llega a muy
corta distancia del Pacífico, y en esa época se trataba
de un paso ya hecho, con grandes ventajas sobre el que podía
hacerse en Panamá, dado que en esos tiempos no había medios
mecánicos que permitieran abrir un canal por Panamá. Pocos
años después del día en que se presentaron en San
Juan del Norte el superintendente de Belice y su majestad el rey de
la Mosquitia, ese canal natural que iba del puerto nicaragüense
a la orilla occidental del lago de Nicaragua se convertiría en
el centro de una tempestad política, como verá el lector
en el próximo capítulo de este libro. Pero mientras llegaba
la hora de esa tempestad, Inglaterra seguiría en las suyas; San
Juan del Norte pasó a ser parte del fabuloso reino mosquito y
fue rebautizado con el nombre de Greytown, y a fin de que nadie pusiera
en duda la identificación que había entre la poderosa
Gran Bretaña y la mítica Mosquitia, se diseñó
una bandera mosquita que era una copia, con ligeras variantes, de la
bandera inglesa.
Las actividades inglesas, sin embargo, no se ceñían a
la costa de Nicaragua. La revolución de Haití había
aniquilado la industria azucarera de aquel país a tal punto,
que de una producción de más de 141.000.000 de libras
de dulce en 1789 se había bajado a menos de 19.000.000 en 1801
y a sólo 2.500.000 en 1820. La práctica desaparición
de Haití como productor de azúcar determinó la
dedicación de Cuba a la producción de ese artículo;
y fue eso lo que llevó a Cuba a ser ya en el 1840 el más
grande productor mundial de azúcar. Ahora bien, Cuba amplió
su industria azucarera en los años en que se desarrollaba la
revolución industrial inglesa. Cuba tuvo ferrocarril en 1839,
antes que España, y el ferrocarril era fabricado entonces únicamente
por Inglaterra. Si los vendedores ingleses de ferrocarriles lograban
que éstos se usaran en llevar la caña cortada de los campos
a los molinos de azúcar, miles de yuntas de bueyes quedarían
sin trabajo, lo que a su vez significaría que los enormes potreros
en que ellos pastaban tendrían que desaparecer y sus tierras
podrían ser dedicadas a sembrar más caña; más
caña debía traducirse en más azúcar, y para
producir más azúcar había que tender más
líneas férreas y ampliar las maquinarias productoras del
dulce, que —como en el caso de los ferrocarriles— sólo
Inglaterra fabricaba. Como se ve, las perspectivas del mercado cubano
eran fantásticas para los productores ingleses de maquinaria.
Ahora bien, la mecanización de la producción de azúcar
y del transporte de la caña en Cuba requería la desaparición
de la ^esclavitud. El trabajo esclavo tenía que ser sustituido
por el de las máquinas; sólo con esa sustitución
podía Cuba ser el magnífico mercado que necesitaba Inglaterra:
Pero además la esclavitud tenía que desaparecer de Cuba
por otra razón; porque al quedar abolida en las islas británicas
del Caribe, al antiguo esclavo hubo que pagarle jornales, lo cual encareció
la producción, y también se negó a trabajar bajo
la rígida disciplina de antes de 1834, con lo cual su productividad
pasó a ser más baja y, por tanto, el producto encareció
más aún. En Cuba, donde se mantenía el régimen
de la esclavitud, no sucedió eso, de manera que Cuba quedó
automáticamente convertida en un competidor ventajoso -de las
islas británicas del Caribe. No por una, pues, sino por dos razones,
Inglaterra tenía que hacer cuanto estuviera a su alcance para
lograr la abolición de la esclavitud en Cuba.
Eso fue lo que condujo a Inglaterra a negociar con España el
tratado de 1835, que debía poner fin a la trata de negros, un
tratado que las autoridades españolas de Cuba violaban constantemente
en complicidad con los dueños de ingenios de azúcar. Y
a su vez esas violaciones provocaron que el Gobierno inglés enviara
a Cuba un funcionario, que era un enérgico antiesclavista. El
funcionario fue el cónsul David Turnbull, que tuvo que salir
de la isla en junio de 1842.
Turnbull había llegado a La Habana en noviembre de 1840 y ya
a mediados de 1841 se produjeron algunas rebeliones de esclavos, que
se achacaron a gestiones suyas, y cuando se fue dejó funcionando
un plan cuyas primeras manifestaciones fueron varios levantamientos
de esclavos en algunos ingenios de la provincia de Matanzas. Esas revueltas,
aplastadas con mano de hierro, tuvieron lugar a fines de marzo y en
noviembre de 1843; y al investigar sus causas quedó descubierto
todo el plan de Turnbull. Se trataba nada más y nada menos que
de una conspiración gigantesca, en la que había envueltas
millares de personas, cuya finalidad era proclamar la independencia
de la isla a base de una revolución iniciada y sostenida por
los esclavos.
La conspiración, descubierta a principios de 1844, se conoce
en la historia de Cuba con el nombre de La Escalera porque las confesiones
de los complicados en ella se obtenían amarrándolos a
una escalera para aplicarles la tortura del látigo. Varios centenares
de esclavos murieron atados a la escalera; y unos 80 fueron ejecutados,
400 fueron desterrados y unos 1.300 sufrieron pena de cárcel.
En total se detuvo a más de 4.000 personas, de las cuales sólo
unas 70 eran blancas y más de 2.000 eran negras libres. La víctima
más conocida de la represión fue el poeta mulato Gabriel
de la Concepción Valdés, que firmaba sus versos con el
nombre de Plácido. Plácido fue acusado de ser el candidato
de los conjurados a presidir la república que iba a establecerse,
y cayó ante el pelotón de fusilamiento en la ciudad de
Matanzas. Un detalle más aleccionador que varios tratados acerca
de la extraña forma en que se produce la historia, es que el
presidente de la llamada Comisión Militar Ejecutiva y Permanente,
a cuyo cargo estuvieron las investigaciones del proceso de la conspiración,
iba a morir como Plácido, sólo siete años después,
por luchar para hacer a Cuba independiente. Su nombre era Narciso López,
el de Queseras del Medio y la capitulación de Maracaibo.
La conspiración de La Escalera fue hábil y profusamente
usada para diseminar entre los cubanos el miedo a que en Cuba se repitiera
la revolución de Haití, y eso ayudó a desviar la
idea de la independencia que tenían algunos círculos azucareros
hacia el propósito de anexionar la isla a los Estados Unidos
Mientras tanto, en ese Haití que se presentaba a los ojos de
los cubanos como el ejemplo más espantoso de lo que podía
sucederles a ellos se había iniciado a fines de enero de 1843
un movimiento revolucionario para derrocar al viejo presidente Boyer.
En ese movimiento participaron grupos de jóvenes de la antigua
parte española de la isla que desde el mes de julio de 1838 se
habían organizado en una asociación secreta llamada La
Trinitaria. El propósito de La Trinitaria era separar de Haití
la vieja parte española y establecer en ella un nuevo Estado
que se llamaría República Dominicana. El fundador de La
Trinitaria era Juan Pablo Duarte, hijo de un comerciante mediano que
vendía artículos de ferretería; sus dos compañeros
en la dirección del movimiento se llamaban Francisco del Rosario
Sánchez y Matías Ramón Mella. Un descendiente del
último, el joven Julio Antonio Mella, iba a ser ampliamente conocido
en América ochenta años después como fundador del
Partido Comunista de Cuba.
El general Charles Herard Ainé, que sustituyó en la presidencia
del país a Boyer, tuvo noticias de lo que planeaban los trinitarios
y expulsó a Duarte y a varios de sus compañeros; pero
los restantes, bajo la dirección de Sánchez y Mella, encabezaron
una sublevación en la noche del 27 de febrero de 1844, dominaron
rápidamente a la guarnición haitiana de la ciudad de Santo
Domingo y proclamaron el establecimiento de la República Dominicana.
Al producirse la acción del 27 de febrero, los puntos importantes
de la antigua parte española de Santo Domingo respaldaron lo
que habían hecho los trinitarios, de manera que los sectores
de hateros o latifundistas ganaderos tomaron parte en la movilización
general que apoyó el nacimiento de la república. Sin embargo,
el Gobierno haitiano creyó que el movimiento carecía de
respaldo y lanzó tres ejércitos sobre el recién
nacido Estaderos entraron por el Sur —y uno de esos dos estaba
comandado por el presidente Herard Ainé— y el tercero entró
por el Norte, mandado por el general Pierrot Los ejércitos del
Sur fueron vencidos el 19 de marzo en Azua y el del Norte fue derrotado
el día 30 de ese mes en las afueras de Santiago de los Caballeros.
Después de la batalla de Azua, las fuerzas dominicanas, que estaban
compuestas por campesinos sin experiencia militar y a cuyo frente se
hallaba un hatero importante llamado Pedro Santa-na, se retiraron a
Baní, una villa situada entre Azua y Santo Domingo, donde tenían
mejores posiciones para defenderse en caso de un contraataque haitiano;
pero al mismo tiempo las tropas haitianas que habían sido derrotadas
en Santiago de los Caballeros se retiraron hacia Cap-Haitién,
nombre que se le había dado a la vieja Cap-Francais de los días
coloniales, y al llegar a Cap-Haitién, el general Pierrot proclamó
que los departamentos del Norte y de Artibonito quedaban separados de
Haití; al mismo tiempo se organizó en Port-au-Prince un
movimiento para reemplazar al presidente Herard Ainé con el antiguo
duque de la Mermelada, el general Guerrier. Al llegarle la noticia de
esos acontecimientos, el presidente Herard Ainé salió
apresuradamente hacia Haití, pero antes de abandonar Azua le
dio fuego a la ciudad. A medida que Herard Ainé se retiraba hacia
el Oeste las bisoñas tropas-dominicanas avanzaban en esa dirección,
de manera que al terminar el mes de abril los dominicanos tenían
el control virtual de todo el territorio de la antigua parte española
de la isla, en cuyos límites quedó establecida la nueva
república. Todavía habría que luchar contra los
refuerzos que harían los haitianos para reconquistar el territorio
perdido, pero una verdadera ofensiva haitiana no se produciría
sino cinco años después, en marzo de 1849.
La frontera imperial del Caribe había quedado rota en una gran
extensión; sin embargo, esa frontera tenía muchos niveles
y en ciertos lugares estaba oculta porque no se delineaba según
los patrones normales. Por ejemplo, nadie sabía donde estaban
los límites de Mosquitia y, por otra parte, Mosquitia era una
máscara de Inglaterra. Para los indios mayas de Yucatán,
los blancos criollos eran españoles, y así los llamaban;
de manera que en Yucatán, donde no había una frontera
política entre criollos y mayas, había una frontera oculta
que dividía a unos de otros en dos pueblos de razas, lenguas,
sentimientos, niveles sociales y hábitos diferentes. En realidad,
eran dos pueblos enemigos; uno —los criollos—, conquistador;
otro —los mayas—, sometido, y no había prácticamente
ninguna diferencia en el trato que recibían los mayas de los
conquistadores en 1550 y el que recibían de los criollos en 1847.
Los mayas tenían razón cuando denominaban españoles
a los criollos.
En el año de 1840, cuando los gobernantes de Yucatán —todos
criollos— cortaron sus relaciones con Méjico, se les ofrecieron
a los mayas tierras de cultivo y la supresión del impuesto de
un real mensual por cabeza que estaban pagando desde los tiempos de
la Conquista, a cambio de que se incorporaran como soldados para luchar
contra los mejicanos. Los indios acudieron en masa a ayudar a los criollos
y cuando pasó la hora del peligro no se les dieron tierras ni
se les suprimió el tributo. En 1843 el Gobierno mejicano envió
a Yucatán un ejército de 10.000 hombres para hacer retornar
la península por la fuerza a la Unión mejicana; otra vez
se les ofrecieron a los indios tierras y la supresión del impuesto
y otra vez se les engañó. En 1847 se produjo la invasión
de Méjico por tropas, norteamericanas y la ocupación de
la capital mejicana por las fuerzas del general Zacharias Taylor; aquella
agresión provocó en Yucatán una lucha entre facciones
de criollos y esa lucha se convirtió rápidamente en el
caldo de cultivo para una gran rebelión de los mayas, que comenzó
con una matanza de indios hecha por los criollos en el pueblo de Tepich.
A menudo las mejores revelaciones de una situación social, económica
y política se hallan leyendo documentos personales. Nada ofrece
una idea más clara de la situación en que estaban los
indios mayas de Yucatán que algunos de esos documentos. Por ejemplo,
en una carta del 19 de febrero de 1848, algunos jefe-zuelos indígenas
a quienes se les pedía que depusieran su rebeldía preguntaban
por qué no se acordaron de ellos cuando el padre Herrera "puso
la silla de su caballo a un pobre indio y montando sobre él comenzó
a azotarle lastimándole la barriga con sus acicates". Lo
que querían decir con las últimas palabras era que el
sacerdote le clavaba al indio las espuelas en el vientre. Entre las
reclamaciones que hacían los mayas hay algunas tan conmovedoras
como éstas: "Que el derecho del bautismo sea el de tres
reales, el de casamiento de diez reales", y pedían que ese
arancel se les aplicara no sólo a ellos, sino también
a "el español", es decir, a los criollos. En cuanto
a la misa, aceptaban que se les cobrara "según estamos acostumbrados
a dar su estipendio, lo mismo que el de la salve y el responso".
La simplicidad de esos rebeldes se hace angustiosa en los primeros párrafos
de una carta escrita en Tihosuco, el 24 de febrero de 1848, por el jefe
maya Jacinto Pat al sacerdote José Canuto Vela. El inocente Jacinto
Pat comenzaba diciendo: "Mi venerado señor y padre sacerdote
aquí sobre la tierra, primeramente Dios, porque aquí sabemos
que ha descendido de su santo cielo para redimir a todo el mundo."
La matanza de Tepich provocó una rebelión que se convirtió
rápidamente en una devastadora guerra social y ésta tenía
al mismo tiempo dos aspectos: era una guerra de oprimidos contra opresores
y de indios contra criollos. Para los indios, los criollos eran unos
extranjeros que estaban en su tierra explotándolos y atropellándolos
desde hacía siglos; para los criollos, los indios eran salvajes
peligrosos, gente de una raza inferior a quienes había que exterminar
como a una nación enemiga. Para las dos partes que actuaron en
ella, la guerra maya de 1848 fue, pues, uno de los episodios de violencia
típicos de una frontera imperial. Por eso figura en este libro.
En poco tiempo los mayas llegaron a dominar las dos terceras partes
de Yucatán, y como en toda guerra social, hubo asesinatos en
masa, saqueos, destrucción de propiedades, incendios de pueblos,
atropellos de ancianos, mujeres y niños, torturas y crueldades
numerosas e innecesarias. La sublevación alcanzó el extremo
sur de la península, y los habitantes de Bacalar, una villa situada
casi al borde de la frontera norte de Honduras Británica —Belice—,
huyeron hacia ese territorio inglés. Tras ellos llegaron los
mayas, que a partir de ese momento iban a atacar varias veces Belice
a lo largo de los próximos treinta años.
La alarma entre los criollos yucatecos que enviaron a los Estados Unidos
al escritor don Justo Sierra para solicitar que los norteamericanos
tomaran posesión de Yucatán. Sierra hizo la solicitud
formalmente, a través de comunicaciones que dirigió a
James Buchanan, secretario de Estado y futuro presidente de su país,
cargo que ocuparía de 1857 a 1861. En una de esas comunicaciones,
Sierra le enviaba a Buchanan un documento del gobernador de Yucatán
en el cual se leían estas palabras: "... ofrezco a vuestra
nación para tal caso el dominio y la soberanía de esta
península"; y más adelante: "Me encuentro en
la obligación de igual manera de acudir con ese objeto a los
Gobiernos de España e Inglaterra por conducto de sus respectivos
ministros en Méjico, del capitán general de Cuba y del
almirante de Jamaica." Como se advierte, el gobernador de Yucatán,
sin duda respaldado por sus amigos y partidarios, tenía una idea
clara de que la tierra que él gobernaba formaba parte de una
frontera imperial y estaba invitando a un nuevo imperio para que entrara
a participar en esa frontera.
Sin embargo, ninguna nación extranjera quiso hacerse cargo de
Yucatán, y en el caso particular de los Estados Unidos, sus soldados
estaban en Ciudad Méjico y no parecía prudente que extendieran
sus fuerzas a tal grado que resultaran debilitadas. Lo que estaban engulléndose
en ese momento los Estados Unidos eran los enormes territorios de Méjico
situados sobre la frontera norteamericana del sudoeste —Tejas,
Nuevo Méjico, Arizona, California—. El estómago
no les daba para más.
De todos modos, el susto de los criollos yucatecos no guardaba relación
con el peligro que corrían, pues la rebelión maya iba
a ser vencida sin necesidad de entregarle la península a ningún
poder extranjero. Ahora bien, tan pronto como los criollos empezaron
a dominarla situación se las arreglaron para sacar provecho del
alto número de indios que habían caído prisioneros.
Los esclavistas cubanos tenían que pagar muy caros los negros
de África porque los barcos negreros eran perseguidos por la
marina de guerra inglesa y de cada 20 podía escapar uno, si era
que escapaba. Los mayas de Yucatán eran un buen sustituto para
los africanos, y comenzó la venta de los prisioneros bajo la
etiqueta de que iban a Cuba en calidad de colonos. Al principio el negocio
se hacía con la autorización del gobierno de Yucatán,
que cobraba 25 pesos por cada indio entregado a los intermediarios cubanos,
pero después se hicieron cargo del asunto personas privadas,
de manera que el tranco quedó fuera de los cauces oficiales.
El negocio tomó tales proporciones, que se acabaron los mayas
prisioneros de guerra y entonces se pasó a coger indios donde
se les hallara, lo mismo niño, que hombre, que mujer; se les
atrapaba con engaños o se les cazaba como a bestias, tal como
se había hecho con los pobladores de las islas en los primeros
tiempos de la Conquista.
La cacería y la venta de indios mayas iba a durar muchos años.
A fines de octubre de 1860 fue sorprendido en Campeche un cargamento de
30 de ellos que iban a ser embarcados para La Habana en el vapor Unión.
Los 30 indios eran agricultores que habían sido apresados en sus
casas y en sus pequeños fundos. De los interrogatorios que se hicieron
en esa ocasión se desprende que los indios, cogidos en lugares
distantes entre sí, eran llevados a Mérida, la capital de
Yucatán, amarrados y con escoltas militares; al llegar a Mérida
se les depositaba en la casa de un señor llamado Miguel Pou; después
se les trasladaba, siempre de noche, al puerto de Sisal, y de ahí
a La Habana. Entre esos indios había niños y niñas
de siete, ocho, nueve y diez años. El 6 de mayo de 1861. Don Benito
Juárez, presidente de Méjico, indio él mismo, prohibió
por decreto "la extracción para el extranjero de los indígenas
de Yucatán, bajo cualquier título o denominación
que sea".
Cuando se desarrollaba la guerra social maya en Yucatán, en San
Juan del Norte se encadenaban nuevos episodios en la lucha por el control
del paso hacia el Pacífico. Como se ha dicho, los ingleses habían
declarado que San Juan del Norte —al que ellos habían rebautizado
con el nombre de Greytown— pertenecía al reino de Mosquitia,
y a fin de darle más fuerza a sus nexos con el rey mosquito habían
nombrado un funcionario que reemplazó ante su majestad al superintendente
de Belice. Ese funcionario tenía el título confuso y a
la vez ilustrativo de residente británico, es decir, personificaba
a Inglaterra en San Juan del Norte.
Nicaragua, que no podía tolerar esa situación de brazos
cruzados, envió al puerto del Caribe al general Trinidad Muñoz
con 500 hombres para posesionarse del lugar, pero el 1 de enero de 1848
llegaron dos buques de guerra británicos con las banderas de Inglaterra
y del reino mosquito, bajaron a tierra 150 soldados, arriaron el pabellón
nicaragüense e izaron el de Mosquitia y sustituyeron las autoridades
de Nicaragua con las suyas. Muñoz, que al parecer no se hallaba
en ese momento en San Juan del Norte, volvió al puerto, arrestó
a los funcionarios extranjeros, bajó la bandera mosquita e izó
la de Nicaragua y apresó una lancha con armas. Pero los ingleses
volvieron pronto. El 8 de febrero se presentaron en aguas de San Juan
del Norte el Vixon, el Alarm
y un barco auxiliar, el Sun:
bajaron tropas que atacaron y derrotaron a Muñoz el día
12 y avanzaron hacia el Oeste por el Desaguadero hasta salir a San Carlos.
A fin de recuperar por lo menos San Carlos, su fuerte y el Castillo
Viejo, el Gobierno de Nicaragua comenzó a negociar con los ingleses
y al mismo tiempo con los Estados Unidos. El resultado de esas negociaciones
fue el tratado de Clayton-Bulwer, firmado entre norteamericanos y británicos.
Del convenio anglonicaragüense resultó que los firmantes
devolverían prisioneros, armas y municiones y Nicaragua se comprometió
a no perturbar "a las autoridades mosquitas en la pacífica
posesión de San Juan del Norte", y del tratado Clayton-Bulwer
resultó que San Juan del Norte o Greytown fue declarado puerto
libre, pero la ciudad quedaba en posesión del rey de Mosquitia
y sería gobernada por un delegado del monarca mosquito —que
era el vicecónsul inglés— con la ayuda de algunos
funcionarios que serían elegidos por el vecindario conforme a
las leyes británicas.
La historia fluía a la vez en muchos puntos del Caribe, y uno
de ellos era Cuba. La conspiración de La Escalera dio lugar a
una propaganda incansable acerca de los peligros de cualquiera intención
de independizar la isla. Si Cuba se independizaba, afirmaba la propaganda
oficialista, las riquezas y la población blanca quedarían
arrasadas por una revolución similar a la de Haití, tal
como se proponían hacer los conjurados de La Escalera. Pero sucedía
que después de 1844, año en que se ejecutó a los
líderes de la conspiración, la vigilancia inglesa sobre
los buques negreros se hizo tan fuerte, que la entrada de negros africanos
en la isla comenzó a disminuir en proporciones muy grandes. Así,.
los esclavistas estaban quedándose sin esclavos y sin independencia.
Fue entonces cuando tomó forma el propósito de declarar
a Cuba independiente de España para anexionarla, a los Estados
Unidos, donde la esclavitud estaba protegida por el Gobierno. Esa idea
tomó cuerpo en una asociación secreta llamada Club de
La Habana, con cuyos miembros entró en contacto el general Narciso
López, que había abandonado el servicio militar para hacer
negocios de minas y se había dedicado a organizar un movimiento
para independizar la isla del poder español.
Las autoridades españolas tuvieron noticias de lo que andaba
haciendo el general López y éste se salvó de la
persecución huyendo hacia los Estados Unidos disfrazado de marinero.
Llegó a Nueva York a mediados de 1848 e inmediatamente se puso
a reunir medios y hombres para organizar una expedición destinada
a hacer la revolución en Cuba. Cuando estaba listo para salir
hacia la isla recibió un pedimento de sus amigos del Club de
La Habana: que esperara hasta que se hiciera la cosecha de la caña
—la zafra, como se dice en la lengua española del Caribe—
porque un movimiento revolucionario realizado en plena zafra podía
provocar el levantamiento de los esclavos, y los azucareros de Cuba
no estaban dispuestos a perder esos esclavos por nada del mundo.
En julio de 1848 se había producido un levantamiento de esclavos
en la isla de Santa Cruz, y fue tan violento, que las autoridades danesas
no pudieron dominarlo. El general Juan Prim, que había pasado
a ser desde diciembre de 1847 gobernador de Puerto Rico, recibió
una petición de ayuda de parte de esas autoridades danesas y
envió fuerzas que lograron someter a los negros rebelados. Las
noticias de los sucesos de Santa Cruz contribuían a aumentar
el miedo de los azucareros cubanos a un levantamiento de esclavos.
Narciso López accedió a esperar que terminara la zafra
para lanzarse a la lucha en Cuba, pero el tiempo perdido en la espera
dio lugar a que el ministro español en Washington conociera sus
planes y solicitara del Gobierno norteamericano la disolución
de la fuerza expedicionaria. Efectivamente, el presidente Taylor ordenó
la disolución de esa fuerza, que se hallaba reunida en Round
Island, cerca de Nueva Orleáns. El general López se indignó
tanto, que rompió sus relaciones con el Club de La Habana. En
adelante actuaría valiéndose de sus contactos personales
dentro de Cuba, y especialmente del cónsul de Venezuela en la
isla. Mientras tanto, se trasladó a Nueva Orleáns, donde
había un poderoso grupo de amos de esclavos que aspiraba a hacer
de Cuba tres estados esclavistas de la Unión norteamericana,
con lo cual los Estados que tenían esclavos acabarían
controlando la mayoría del Congreso de los Estados Unidos.
En ese momento, en Haití, que desde el derrocamiento de Boyer
había entrado en una etapa de luchas intestinas, había
llegado al poder en marzo de 1847 el general Faustino Soulouque. La
situación económica del país estaba descomponiéndose
tan deprisa, que el mes de abril de 1848 el grupo comercial de Port-au-Prince
organizó una revuelta, reprimida con tanta violencia, que las
matanzas en las calles duraron tres días. De esa revuelta salió
Soulouque convertido en un dictador. Su Gobierno llegó a monopolizar
el comercio de muchos artículos, especialmente los de exportación.
Pero la situación tardaría en mejorar; mientras tanto,
a fines de 1848, el Gobierno francés firmó un tratado
de amistad y navegación con la República Dominicana, lo
que significaba que Francia desconocía el derecho, reclamado
por Haití, sobre el territorio de la parte del este de la isla.
Ese desconocimiento, agregado a la crisis económica, llevó
a Soulouque a decidir la reconquista del Este, y a principios de marzo
de 1849 entraba por la frontera del sur con 15.000 hombres. La embestida
fue tan violenta, que las fuerzas dominicanas tuvieron que retroceder
hasta las vecindades de Baní, a sólo unos sesenta kilómetros
de la capital dominicana. La ofensiva de Soulouque había sorprendido
a la nueva república en el momento en que su pueblo se hallaba
políticamente dividido. El Gobierno del país, que había
pasado a manos de la pequeña burguesía, estaba en lucha
contra el sector de los hacendados o hateros, a quienes encabezaba el
general Pedro Santana, que había sido el primer presidente de
la joven república, y la división nacional se refleja.-ba
en las fuerzas militares que estaban haciendo frente a Soulouque. Un
ejército dividido es un ejército débil, de manera
que los haitianos avanzaban ante una oposición intermitente y
errática. La situación llegó a ser tan peligrosa,
que hubo que llamar al general Santana y entregarle el mando de las
fuerzas defensoras, y Santana venció a los haitianos en la batalla
de Las Carreras, librada al terminar la tercera semana de abril. Mientras
se retiraban hacía Haití, los atacantes iban quemando
poblados y destruyendo las propiedades que hallaban en su camino.
Un año después de la batalla de Las Carreras, que salvó
de una nueva ocupación a la República Dominicana, el general
Narciso López tenía lista otra expedición para
iniciar la lucha en Cuba. Fue la que se conoce en la historia cubana
con el nombre de Creole, que era el del buque que le llevó a
la isla. El Creole entró sin ningún impedimento en la
bahía de Cárdenas el 18 de mayo de 1850. Cárdenas
está situada en la costa norte de Cuba,; al este de La Habana
y de Matanzas, a muy corta distancia de la última. El buque expedicionario
atracó a los muelles en la madrugada del día 19; y la
sorpresa fue tan completa, que una parte de la guarnición se
rindió sin combatir; otra parte, que se hallaba en la casa capitular,
tuvo que entregarse cuando se le dio fuego al edificio y el fuego hizo
salir a los soldados.
El plan de López era tomar Cárdenas rápidamente
y sorprender Matanzas, adonde trasladaría su fuerza por ferrocarril,
pero a medio día recibió la información de que
la línea férrea de Cárdenas a Matanzas había
sido destruida en varios lugares. En. esas condiciones hubiera sido
una locura esperar un ataque es-., pañol en Cárdenas;
de manera que a media tarde, mientras cubría su retirada hacia
los muelles con un ataque de retaguardia, el general López comenzó
a embarcar sus muertos y sus heridos —más de 60 entre aquéllos
y éstos— y a las nueve de la noche estaba levando anclas.
Con él se iban unos 20 soldados de la guarnición que se
le habían unido y varios esclavos que se negaron a seguir viviendo
en Cuba. Los últimos pensaban tal vez que iban a un país
donde no había esclavitud.
Mientras estuvo en Cárdenas, López mantuvo enastada en
una casa de la ciudad una bandera que él había concebido
para Cuba; y efectivamente, iba a ser el pabellón cubano, el
de la estrella solitaria, que se hizo conocido en todo el mundo cuando
algunos años después fue popularizado durante la guerra
llamada de los Diez Años.
Casi todos los soldados de López eran aventureros norteamericanos,
contratados a razón de siete dólares por mes y un bono de
mil dólares pagadero al terminar la campaña. Todavía
en esa época la idea de la independencia no tenía arraigo
en el pueblo de Cuba; los que pensaban en ella eran los azucareros esclavistas,
que deseaban la anexión de la isla a los Estados Unidos como un
medio de salvar sus inversiones en esclavos. Esos aventureros estuvieron
a punto de no volver a su país pues el
Creole se varó en la bahía de Cárdenas, donde
entró un buque de guerra español, el Pizarro,
que no pudo dar con el Creole
debido a la oscuridad. El barco expedicionario fue puesto a flote echando
al agua todo lo que tuviera peso, pero aun así hubo que bajar a
la mayoría de los hombres en un pequeño cayo situado en
la bahía. Fue verdaderamente un milagro que López y su gente
pudieran salir a mar abierto antes del amanecer, pero salieron; y después,
para que el Creole levantara
presión se le echó en las calderas toda la madera que había
a bordo y hasta la grasa de cocinar. Los expedicionarios alcanzaron a
entrar en Cayo Huesto —Key West, en la Florida— media hora
antes que el Pizarro.
Narciso López era un hombre tenaz y el 12 de agosto de 1851 se
hallaba frente a El Morro de La Habana a bordo de un buque llamado
Pampero con otra expedición destinada a promover la revolución
cubana. En la noche de ese día el general venezolano comenzó
a desembarcar hombres en el Morrito, cerca de Las Pozas, al oeste de la
capital cubana; el 13 tuvo un encuentro en el que sus bajas llegaron a
45, de ellas 20 muertos, y entre éstos el general húngaro
Janos Pragay, y un coronel norteamericano apellidado Bowman, un capitán
venezolano llamado Oberto Urdaneta y uno puertorriqueño llamado
Pedro Goay, lo que da idea del carácter heterogéneo que
tenía la expedición. Hasta el propio jefe había nacido
en Venezuela y había sido militar español desde los diecisiete
años.
El día 17 dio el general López un combate en el sitio
del Cafetal de Frías; el 2 fue atacado por una columna española
que desbandó sus ya escasos hombres; el 29 fue sorprendido por
un grupo encabezado por un antiguo protegido suyo. "Esto es lo
que me faltaba ver", comentó. Hecho prisionero y llevado
a La Habana el día 31, fue juzgado sumarísimamente y condenado
a muerte. La ejecución tuvo lugar el 1 de septiembre en la explanada
del castillo de La Punta, que está al final del paseo que se
llama hoy del Prado. Puesto de pie, amarradas las manos, Narciso López
fue despojado de sus galones de general. El sitio estaba lleno de público,
y de pronto López comenzó a hablar. Con el objeto de que
no pudiera oírse lo que él decía, los tambores
militares comenzaron un toque de funerala. Pero el general seguía
hablando y levantaba el tono. Entonces el verdugo se le abalanzó,
lo tomó por el cuello y comenzó a arrastrarlo hacia el
garrote. López, que era un hombre de una fuerza descomunal, sacudió
al verdugo con tanta violencia, que lo tiró al suelo; después
se quedó mirando fijamente al público y gritó:
"Mi muerte no cambiará los destinos de Cuba." A seguidas
besó el crucifijo que le presentaba un sacerdote y se encaminó
al garrote, donde tomó asiento con naturalidad. Segundos más
tarde estaba muerto.
La ejecución de Narciso López cerró una época
de reajustes en el Caribe. Durante treinta años, desde fines
de 1821, los pueblos estuvieron acomodándose a los cambios que
se habían producido. El nacimiento de la República Dominicana
había sido también un reajuste, puesto que ese país
debía ir naturalmente a lo que reclamaba su naturaleza social
e histórica; la propia lucha de López era otro reajuste,
pues que con ella se iniciaba en Cuba una etapa que desembocaría
en la independencia.
Capítulo XXII
Los Años de los episodios increíbles (1855-1861)
El tiempo que corre entre junio
de 1855, cuando William Walker llegó por primera vez a Nicaragua
a la cabeza de 55 filibusteros, y marzo de 1861, cuando las autoridades
dominicanas bajaron de las astas la bandera del país e izaron la
de España, llena un capítulo que parece arrancado de Cien
años de soledad, la extraordinaria novela del Caribe que
escribió el colombiano Gabriel García Márquez. Esos
fueron los años de los episodios increíbles.
Como todo lo que sucede en este mundo de los hombres, los años
de los episodios increíbles no comenzaron en el Caribe en 1855,
sino antes y a mucha distancia; en 1848 y en California. Ese territorio
había sido arrebatado a Méjico en 1846 y en enero de 1848
se descubrieron allí los fabulosos placeres de oro que hicieron
millonarios de la noche a la mañana a unos cuantos desharrapados.
La noticia sacudió a los Estados Unidos en toda su extensión
y en el acto comenzó el desfile de miles y miles de personas
que se dirigían a California en carromatos, a caballo, a pie.
Los más desesperados buscaron caminos más rápidos
—y hasta más seguros— para ir de las costas del Atlántico
a las del Pacífico, y comenzaron a hacer la ruta de Tehuantepec,
en Méjico, o entrando por el Desaguadero, en Nicaragua, o cruzando
el istmo de Panamá y hasta pasando por el cabo de Hornos, en
el extremo sur de América; y como los viajeros eran tantos, aparecieron
inmediatamente los promotores de compañías de transporte
que se dispusieron a explotar esas vías. Así, poco después
de haber descubierto los placeres de oro californianos, el Congreso
de los Estados Unidos autorizaba la formación de dos empresas
de navegación que debían conectar a Norteamérica
con Panamá; una haría la ruta Nueva Orleáns-Puerto
de Chagres; otra haría la de California-Panamá. La primera
empezó a operar en diciembre de 1848.
A pesar de que quedó abierta la vía de Panamá,
muchos de los que soñaban hacerse ricos en California preferían
hacer el viaje de Nueva York a Nueva Orleans y San Juan del Norte, y
de ahí a San Carlos, Granada y León para salir al Pacífico
por cualquier pequeño puerto nicaragüense y tomar allí
barcos que los llevaran a California. Ya en los primeros meses de 1849
pasaban grupos compuestos hasta de 700 hombres. Para hacer todo el recorrido
a través de Nicaragua usaban bongos, caballos, asnos, o hacían
a pie las partes de tierra. Convencidos de que el transporte de tanta
gente era un negocio de mucho porvenir, tres norteamericanos organizaron
una compañía llamada The American Atlantic and Pacific
Ship Canal Company, cuya finalidad, según decían sus propietarios,
era construir en territorio nicaragüense un canal que comunicara
el Caribe con el Pacífico. De esos tres norteamericanos, dos
son desconocidos sólo en Nicaragua, pero uno lo es en todas partes.
Aquellos se llamaban Joseph L. White y Nathaniel H. Wolf; el último
se llamaba Cornelius Vanderbilt.
El 4 de agosto de 1849 la Atlantic and Pacific Ship Canal Company obtuvo
que el Gobierno de Nicaragua le diera la concesión exclusiva
para hacer el canal; el 14 de agosto de 1851 el-Gobierno firmó
con la compañía un contrato para "establecer una
comunicación interoceánica" —que ya no era
lo mismo que construir el canal—, y en ese contrato se le concedía
un monopolio del tránsito por territorio nicaragüense a
la empresa The Accesory Transit Company nuevo nombre de la empresa Vanderbilt
y sus socios. A cambio de ese monopolio, la compañía se
obligaba a pagar al Gobierno de Nicaragua 10.000 dólares al año.
y 10 por 100 de sus utilidades Llegando por el Caribe, la ruta nicaragüense
comenzaba en el puerto de San Juan del Norte, que, como se dijo en el
capítulo anterior, era libre y neutral desde abril de 1849, y
en la lengua de los protectores del extraño reino de Mosquitia,
se llamaba Greytown. Allí desemboca el Desaguadero o río
San Juan, que fluye desde el lago de Nicaragua —llamado a veces
de Granada— a lo largo de 195 kilómetros. Como las bocas
del Desaguadero eran parte del puerto, las orillas de ese río
se encontraban dentro de la zona libre, mientras que la ciudad —declarada
neutral en el tratado Clayton-Bulwer— seguía siendo territorio
mosquito.
En la orilla norte del lago de Nicaragua, justamente en el punto en
que sale de él el Desaguadero, se hallaba el puerto de San Carlos,
defendido por el fuerte del mismo nombre. Setenta kilómetros
hacia el este de San Carlos, siguiendo el curso del Desaguadero, estaba
el castillo de la Concepción, desde el cual había tenido
que volverse el general John Dalling en 1780. En 1851 el castillo de
la Concepción era llamado Castillo Viejo.
El Desaguadero se recorría en barcos fluviales, pero había
sitios de fuertes raudales donde había que caminar a pie. En
San Carlos estaba la Aduana y a partir de ahí comenzaba la travesía
del lago, en cuyas orillas del Sur y del Oeste se encontraban los puertos
de La Virgen, San Jorge y Granada. Al principio los viajeros que iban
a California cruzaban el lago hasta Granada, de ahí iban a León
y de León salían a la costa pacífica; pero la Accesory
Transit Company —conocida en la historia de Centro América
con el nombre de "la Compañía” a secas—
convirtió San Jorge en la terminal de sus barcos e hizo un camino
de San Jorge a Rivas y de ahí otro a San Juan del Sur, que lleva
ese nombre a pesar de que se encuentra más al septentrión
que su homónima San Juan del Norte. Así, San Juan del
Sur pasó a ser el puerto del Pacífico para los que iban
a California o volvían de allá hacia Nueva York y Nueva
Orleáns. Puede decirse, entonces, que la ruta de la Compañía
era la de San Juan del Norte, San Carlos, San Jorge, San Juan del Sur
y viceversa. A corta distancia de la orilla sur del lago y del Desaguadero
corre la línea divisoria de Nicaragua y Costa Rica.
Toda la descripción que acaba de hacerse es importante, por que
fue alrededor de la ruta de la Compañía y de la frontera
nicaragüense-costarricense donde se desenvolvieron los acontecimientos
en que figuraron William Walker y sus filibusteros, y por eso el capítulo
de la historia centroamericana en que se narran esos hechos se llama
"la Campaña del Tránsito".
La ruta de la Compañía acortaba la distancia entre Nueva
York y San Francisco de California, y la afluencia de viajeros en los
dos sentidos era tan grande, que entre 1851 y 1856 la Compañía
transportó 100.000 personas. Pues bien, a pesar de que estaba
haciendo buenos negocios, la compañía sólo pagó
al Gobierno los 10.000 dólares anuales del primer año;
en lo sucesivo alegó que perdía dinero y que por esa razón
no podía pagar un centavo más.
Pero sucedió que en abril de 1853 llegó al cargo de director
del Estado —que era como se llamaba el presidente de Nicaragua,
seguramente en un esfuerzo por conferirle a la posición cierto
tinte de humildad democrática—, uno de esos nombres ilusos
que creen a pie juntillas en el derecho, aunque se trate de algo tan
increíble como el derecho del débil ante el poderoso.
Ese director del Estado era don Fruto Chamorro, y don Fruto Chamorro
se empeñó en que la compañía pagara sus
deudas con el Gobierno. La compañía propuso una transacción:
35.000 dólares para saldar las cuentas pendientes y en lo sucesivo
una cuota de dos dólares por cada pasajero que ella transportara;
Chamorro pidió 45.000 dólares y tres por persona adulta,
y la compañía se hizo la sorda.
En vista de que la compañía no respondía a su proposición
el Gobierno de Chamorro empezó a mandar notas al de los Estados
Unidos; en una de ellas envió pruebas de que un empleado de la
compañía había construido un hotel sobre la plataforma
que se hallaba al pie del Castillo Viejo, que lo había hecho
sin autorización de las autoridades del país y que además
había destruido parte de la antigua fortaleza, que era un monumento
histórico, para usar sus materiales en la fabricación
del hotel; en otra informó que la compañía no llevaba
libros en Nicaragua ni dejaba allí comprobante alguno que pudiera
ser usado por el Gobierno a la hora en que éste quisiera examinar
las cuentas de la empresa; en otra nota, por fin, Nicaragua anunciaba
que si la situación no cambiaba tendría que embargar los
vapores de la compañía. Y naturalmente, en ese momento
se inició una revolución para sustituir en la dirección
del Estado a don Fruto Chamorro, un hombre que no tenía sentido
de la realidad.
El movimiento subversivo había sido organizado por el llamado
Partido Democrático, cuyos directores eran el licenciado Francisco
Castellón y el doctor Máximo Jerez. El Gobierno tuvo noticias
de lo que iba a suceder y antes de que comenzara la revolución
expulsó del país al doctor Jerez y a varios de sus amigos.
Pero eso no desanimó a los conspiradores. La revolución
comenzó en mayo de 1854 y el 6 de junio organizó un Gobierno
encabezado por el licenciado Castellón. Desde luego, el supuesto
Gobierno del licenciado Castellón no gobernaba a nadie; mas he
aquí que-en ese momento-el gobernador militar de Rivas. punto
importante en la ruta de la Compañía, se sintió
súbitamente disgustado con el Gobierno de Chamorro y abandonó
la posición, y a fin de no dejar solo ese lugar tan importante,
los revolucionarios pasaron a ocuparlo. Como se vería en seguida,
los revolucionarios eran muy afortunados, porque después de haber
caído en sus manos Rivas sin que tuvieran que hacer el menor
esfuerzo, comenzaron a caer otros puntos fuertes que se hallaban, por
pura casualidad, en la ruta del Tránsito, como el fuerte de San
Carlos y el Castillo Viejo. Así vino a suceder que en pocos días
la revolución dominaba toda la ruta de la Compañía,
del Pacífico al Caribe, dando muestras exquisitas de respeto
a Nicaragua, reconoció al supuesto Gobierno de Castellón
como único Gobierno del país.
Pero ocurría que don Fruto Chamorro insistía en ser un
hombre iluso, que no se daba cuenta de la realidad, y seguía
en Granada creyendo que él era el legítimo jefe del Estado
nicaragüense, y como tal jefe de Estado se negaba a reconocerles
a Castellón y sus amigos la autoridad que les atribuía
la compañía, y en consecuencia con lo que pensaba, Chamorro
despachó al general Ponciano Corral con una columna que cruzó
el lago y tomó el fuerte de San Carlos, avanzó hacia el
Este y tomó el Castillo Viejo. Así, a fines de diciembre
la llamada ruta del Tránsito estaba repartida entre dos fuerzas;
la parte oriental se hallaba controlada por el Gobierno de Chamorro
y la occidental por las fuerzas de Castellón. En el mes de febrero
de 1855 los "democráticos" abandonaron Rivas, que fue
tomada por el coronel Estanislao Arguello, e inmediatamente después
cayó en su poder San Juan del Sur, con lo que vino a suceder
que el Gobierno reconocido por la compañía se quedó
sin un pie de tierra donde hacer valer su autoridad. Y eso, como se
verá, vino a ser la desgracia de Nicaragua, pues a poco iba a
comenzar allí el primero de los episodios increíbles que
se dieron en el Caribe en esos años.
Castellón, o los poderes que manejaban a Castellón, se
movía con soltura y rapidez en los Estados Unidos. Un tal William
L. Kinney, de Filadelfia, estaba reclutando a mediados de marzo doscientos
hombres para el nuevo Gobierno "que va a ser formado en América
Central", según escribía él, y el 24 de abril
el San Francisco Placer Times, de California, informaba que en la noche
del día 23 debió salir hacia Nicaragua con setenta y cinco
o cien hombres "el célebre William Walker", y que éste
iba a tomar parte en los sucesos de Nicaragua a favor del "general
Castellón". En el entretanto, don Fruto Chamorro había
muerto y le había sucedido en el cargo don José María
Estrada. Moviéndose muy de prisa, Estrada consiguió que
las autoridades de los Estados Unidos impidieran la salida de los hombres
que estaba reclutando Kinney en Filadelfia, pero no pudo impedir que
por la costa del oeste salieran los que encabezaba William Walker. y
éste y sus aventureros llegaron el 13 de junio al puerto del
Realejo, en la banda nicaragüense del Pacífico.
William Walker tenía en ese momento treinta y un años
y era conocido en todos los Estados Unidos y en Méjico por lo
que había hecho dos años atrás en la Baja California.
La Baja California era la parte peninsular de California que le había
quedado a Méjico después de haber perdido a manos de los
Estados Unidos sus inmensos territorios del Norte, y Walker se había
lanzado a hacer allí lo mismo que un compatriota suyo había
hecho con Tejas: proclamarla independiente para anexionarla después
a Norteamérica. La Baja California es, como se sabe, una península
larga y estrecha, que corre del Noroeste al Sudeste y está pegada
a Méjico por el lado del Pacífico. Walker reunió
unos cuantos aventureros norteamericanos, bautizó el grupo con
el nombre de "batallón independiente de la Baja California"
y al comenzar el mes de noviembre de 1853 tomó La Paz, capital
del territorio, sin necesidad de disparar un tiro. Inmediatamente después,
el joven aventurero proclamó que la Baja California era una república
y él su presidente, y en virtud de sus poderes presidenciales
nombró un secretario de Estado y uno de Guerra y Marina, y comenzó
a emitir decretos. Sin embargo, la República de Baja California
le quedaba pequeña a Walker, y como enfréntela corta distancia,
se hallaba el macizo continental mejicano, mudó su capital a
San Lucas, en el Estado de Sonora, y a mediados de enero de 1854 se
proclamaba presidente de la República de Sonora, que estaba formada
por Sonora y Baja California.
Esa página delirante terminó cuando las fuerzas mejicanas
echaron de Sonora y de Baja California a Walker y a sus hombres, que
habían sido bautizados por los mejicanos con el nombre de filibusteros,
y si aparece mencionada en este libro a pesar de que no tuvo nada que
ver con el Caribe es sólo para que el lector tenga los antecedentes
del hombre y de las fuerzas que iban a actuar en Nicaragua.
Acusado en los Estados Unidos de piratería, Walker salió
de! juicio absuelto y convertido en un héroe nacional de los
esclavistas de su país, y ya a mediados de junio, como se ha
dicho, estaba en el puerto nicaragüense de El Realejo, al frente
de 55 norteamericanos; de allí pasó a León, donde
le fue entregado un decreto del llamado presidente Castellón,
en que le hacía coronel del Ejército de Nicaragua. Un
detalle curioso es que el nombramiento estaba dirigido "al Señor
Coronel Don Walker'1. Castellón, que se hallaba en Managua —actual
capital del país—, le comunicó a Walker que él
y sus hombres podrían ser naturalizados ciudadanos nicaragüenses.
Walker volvió a El Realejo, de donde salió inmediatamente
con su grupo norteamericano —bautizado por él con el nombre
de Falange—, al que le fueron agregados cien nicaragüenses,
y se dirigió por mar hacia el Sur para desembarcar en El Gigante,
situado a muy corta distancia de San Juan del Sur, por el Norte; después
avanzó hacia el Este y se lanzó a tomar Rivas, cuya conquista
le permitiría tomar San Jorge y dirigirse a Granada, sede del
Gobierno legítimo del país. Pero sucedió que desde
San Juan del Sur enviaron refuerzos a Rivas; además, los nicaragüenses
que acompañaban a Walker abandonaron sus filas para internarse
en Costa Rica y el ex-presidente de la república de Sonora y
su Falange tuvieron que volver a El Realejo, donde se hallaban en los
primeros días de julio.
A fines de agosto volvió Walker a San Juan del Sur, donde debía
reunírsele un contingente de filibusteros que llegaban de California;
tomó el puerto e inmediatamente penetró hacia el lago
y atacó La Virgen. En esa acción las fuerzas del Gobierno
de Estrada tuvieron muchas bajas debido a la superioridad de las armas
que habían llevado los filibusteros. Sin embargo, Walker no tomó
La Virgen, sino que retornó a San Juan del Sur.
En ese momento el cólera había hecho aparición
en Granada y estaba diezmando su población; además, al
mismo tiempo aquel William L. Kinney que había estado reclutando
hombres en Filadelfia llegó a San Juan del Norte con un grupo
de 20 norteamericanos, le compró al rey mosquito una gran cantidad
de tierra, se construyó una casa enorme y se hizo nombrar gobernador
de Greytown.
- f Como puede ver el lector, en el mes de septiembre de 1855 Nicaragua
estaba pasando por un trance penoso. Su Gobierno le había cedido
a una compañía norteamericana un monopolio de transporte
de carga y personas entre el Caribe y el Pacífico, pero la salida
al Caribe se hallaba en medio de un territorio que la había sido
arrebatado por los ingleses; al mismo tiempo, para no pagar una deuda
legítima de pocos millares de dólares anuales, la compañía
norteamericana había organizado una revolución que estaba
costando vidas nicaragüenses y había llevado fuerzas aventureras
que estaban operando en el país como si éste fuera una
tierra de nadie. Sin embargo, la situación no se quedaría
en ese nivel, pues todavía no había llegado a darse el
episodio increíble que iba a vivir Nicaragua un poco más
tarde. Castellón tenía ya tropas, si bien ni eran suyas
ni eran nicaragüenses, pero necesitaba más de manera que
al comenzar el mes de octubre contrató la formación de
otra falange filibustera con un señor llamado Byron-Cole. Al
mismo tiempo, Walker atacó y tomó La Virgen, en cuyo muelle
encontró el vapor del mismo nombre —que era, desde luego,
un vapor de la compañía—; metió en él
a sus hombres y tomó Granada por sorpresa, si bien eso no era
ninguna hazaña visto que la ciudad había quedado paralizada
por el cólera.
Walker tomó Granada el 13 de octubre y el 17 llegaron de California
los filibusteros de Byron-Cole armados de buenos rifles y con un cañón
de bronce. De San Juan del Sur, donde desembarcaron, se dirigieron a
La Virgen; allí encontraron un vapor de la compañía
que estaba esperando viajeros —pues la compañía
seguía haciendo negocios, tan tranquila como si en Nicaragua
no pasara nada— y entraron en él como si fueran viajeros.
Su plan era sorprender la guarnición de San Carlos y tomar el
fuerte; pero el fuerte de San Carlos no cayó en sus manos y los
filibusteros volverían a La Virgen, donde fueron atacados por
fuerzas nicaragüenses que se hallaban en Rivas bajo el mando del
general Ponciano Corral. En esa acción murieron algunos filibusteros,
lo que le pareció a Walker un crimen imperdonable. Sin embargo,
lo que le puso fuera de sí fue un incidente que ocurrió
en San Carlos en esos mismos días. Uno de los barcos de la compañía
que iba desde San Juan del Norte hacia el lago llegó frente al
fuerte de San Carlos; el capitán del fuerte, que había
sido atacado hace poco por supuestos viajeros pacíficos, ordeno
al barco que se detuviera, pero el capitán no acató la
orden y el jefe del fuerte mandó hacer fuego con el resultado
de que cayeron una mujer y un niño norteamericanos. La venganza
de Walker, que se hallaba en Granada fue instantánea: fusiló
a don Mateo Mayorga, ministro de Relaciones Exteriores del Gobierno
de Estrada.
Granada vivía bajo el terror. La cárcel estaba llena de
partidarios de Estrada, algunos con todas sus familias, y muchos habían
sido maltratados sin piedad. Sin embargo, hecho insólito, el
honorable John J. Wheeler, ministro de los Estados Unidos en Nicaragua,
hizo una visita a la ciudad, lo que equivalía a decirles a los
nicaragüenses que por detrás de Walker estaba el poder de
los Estados Unidos. Así, los que habían creído
que el Gobierno de Estrada era la autoridad legítima del país,
quedaron impresionados con la visita de Wheeler y se desbandaron cuando
poco después fue fusilado el ministro Mayorga. El mismo día
del fusilamiento, Castellón, que se encontraba en León,
ascendió a Walker a general de brigada y, sin embargo, poco después
Walker desconoció a Castellón y lo sustituyó con
Patricio Rivas, que pasó a encabezar un Gobierno provisional
establecido en Granada el 30 de octubre. Adviértase que para
esa fecha William Walker llevaba en Nicaragua sólo cuatro meses
y medio, y ya deshacía y hacía gobiernos.
¿Cómo fue posible que Walker llegara a tanto?.
Pues porque celebró un acuerdo con el general Ponciano Corral,
en virtud del cual éste y Walker se aliarían si el último
eliminaba a Castellón. Castellón fue eliminado y Corral
quedó nombrado ministro de la Guerra de Patricio Rivas, y William
Walker jefe militar de Nicaragua.
Pero el acuerdo duró sólo cinco días, según
puede verse en el siguiente documento, fechado el 5 de noviembre y firmado
por Walker: "Un Consejo de Guerra se formará a las once
del día de mañana, con el objeto de juzgar al general
D. Ponciano Corral, sobre los cargos y especificaciones anexos. El Consejo
será formado por el Coronel C. C. Hornsby, Presidente, Teniente
Coronel C. R. Guilman, Mayor E. J. Sanders, Capitán Jorge R.
Savideon, Capitán S. C. Austin, Capitán C. J. Turnbull
y Teniente Jorge R. Caston. Considerando que el asunto es de importancia
pública, el Coronel B. C. Fry obrará como juez consejero.
El Coronel D. Carlos Thomas servirá de intérprete para
el Consejo." La designación del coronel Carlos Thomas —que
debía ser Charles Thomas— como intérprete, indica
que el desdichado general Corral iba a ser juzgado por hombres que no
hablaban español. Y fue juzgado. El día 7 Walker ponía
su firma a la siguiente orden: "Habiendo leído y considerado
bien los procedimientos y la sentencia de la Corte Marcial, reunida
para el juicio de D. Ponciano Corral, en los cargos de alta traición
y conspiración contra el Gobierno de la República, se
confirma por la presente la sentencia de dicha corte y se ordena: Que
D. Ponciano Corral sea fusilado en la plaza de Granada, a las doce del
día jueves 8 de noviembre de 1855."
Quince días después, el patriota don Patricio Rivas firmaba
un decreto mediante el cual se le adjudicaban 250 acres de tierra a
todo adulto que llegara al país, y si era casado, cien acres
más. Adulto, como comprenderá el lector, quería
decir norteamericano. Un filibustero del grupo de Kinney fue nombrado
jefe de colonización, o lo que era lo mismo, repartidor de las
tierras, y como debía esperarse, a poco había en Nicaragua
1.200 colonos, lo que quería decir 1.200 filibusteros a las órdenes
de William Walker.
Desde antes del fusilamiento de Corral, Walker había entrado
en conflictos con Vanderbilt. El grueso de los filibusteros podía
creer que la riqueza de Nicaragua estaba en sus tierras, pero Walker
sabía que la mayor riqueza del país se hallaba en la Compañía
del Tránsito, cuyo inventario iba acercándose a los 4.000.000
de dólares, algo así como 20.000.000 de 1968, y en esa
suma no estaba incluida la concesión que le había dado
el Gobierno nicaragüense. Walker, pues, quería adueñarse
de la compañía, no de tierras, y para llevar adelante
sus planes hizo que Rivas nombrara ministro de Hacienda al filibustero
Parker R. French. En Venezuela se dice que "el tigre come por lo
ligero'1, esto es, porque ataca rápidamente, dicho que podía
aplicarse al ex presidente de Sonora. Ahora bien, tan pronto el tigre
dio señales de que quería engullirse a la compañía
comenzaron a aparecer en los Estados Unidos comentarios de prensa desfavorables
para Walker y empezaron a moverse influencias cerca del presidente norteamericano
Franklyn Pierce, que por algo Cornelius Vanderbilt era quien era. El
8 de diciembre Pierce emitió una orden ejecutiva en la que se
prohibía a los ciudadanos de los Estados Unidos alistarse en
las filas de Walker, pero no se establecían penas para los que
violaran esa prohibición; sólo se les advertía
que no seguirían disfrutando de la protección del Gobierno
norteamericano.
En ese momento estallaron en otro lugar las tensiones que ha habido
siempre en el Caribe. Soulouque, el gobernante de Haití, convertido
desde hacía algunos años en el emperador Faustino I, había
acabado monopolizando totalmente el comercio de exportación e
importación del país. Eso provocó un estado de
lucha sin cuartel entre su Gobierno y el sector comercial y al mismo
tiempo una enorme corrupción entre los altos funcionarios, por
cuyas manos pasaban las fortunas que producía ese monopolio.
Faustino I se enfrentó a ambos problemas con el método
expeditivo de los fusilamientos, pero los fusilamientos no impedían
que la baja de precios en los productos de exportación repercutiera
en bajas recaudaciones, y, por tanto, en mala situación económica
para el Estado y para el pueblo. El emperador haitiano pensó
que la conquista del país que compartía con Haití
el territorio de la isla aliviara esa penosa situación económica,
y dispuso sus ejércitos para invadir la República Dominicana.
Dos de esos ejércitos entrarían por el Sur y otro lo haría
por el Norte.
De los dos ejércitos que entraron por el Sur, uno fue derrotado
el 23 de diciembre (1855) en la batalla de San Tomé, en la que
perdió la vida el jefe haitiano, duque de Tiburón, en
combate personal con el jefe de la vanguardia dominicana, general José
María Cabral; otro fue derrotado en la acción de Cambronal,
y también allí murió el jefe haitiano, el general
Dadas. El ejército que entró por el Norte, al mando del
conde de Jamaní, fue prácticamente destruido el 24 de
enero (1856) en la batalla de Sabana Larga. Los muertos haitianos de
Sabana Larga pasaron de 1.000; los heridos y los prisioneros fueron
muchos más. Soulouque, que se hallaba en el frente del Sur, retornó
a Port-au-Prince con unos pocos restos de sus tropas, y dado que la
derrota había sido tan escandalosa, temeroso de una reacción
popular que le costara el poder, comenzó a juzgar a varios de
sus generales, a quienes acusó de traición, y unos cuantos
de ellos fueron fusilados.
Walker era en cierto sentido un Soulouque norteamericano, tan tenaz
y tan duro como el emperador de Haití. Habiéndose dado
cuenta de que tenía que librar en Washington una batalla política
quizá más difícil que las batallas militares que
llevaba a cabo en Nicaragua, hizo que Rivas nombrara ministro de Nicaragua
en Washington a su leal Parker R. French; pero el poder de Vanderbilt
en los Estados Unidos era más grande que el de Walker, y el presidente
Pierce se negó a recibir a French. Walker contragolpeó
en el acto; el 22 de enero de 1856, el Gobierno nicaragüense publicaba
un decreto por el cual suspendía toda comunicación oficial
con el ministro de los Estados Unidos en el país; el 18 de febrero
se declaró anulada la concesión que se le había
dado a la Compañía del Tránsito y embargadas todas
sus propiedades; el día 19 la concesión le fue otorgada
a dos filibusteros de confianza de Walker y éste se alió
a los socios que tenía Vanderbilt en la empresa. Así,
pues, Walker comenzó una guerra particular contra Vanderbilt.
El 17 de marzo Vanderbilt declaraba en Nueva York que los barcos de
la compañía no viajarían más a Nicaragua
y atribuía la necesidad de tomar esa medida "a la extraordinaria
conducta del general Walker". Como se ve, el millonario de Nueva
York y el capitán de los filibusteros habían dejado a
don Patricio Rivas sin cartas en ese juego cuya puesta era de millones
de dólares.
Pero la situación de Walker estaba complicándose en otro
lado. Inglaterra andaba preocupada. La larga dedicación del Gobierno
inglés al problema de la Mosquitia, ese país extraño,
sin límites, que ella había creado; sus esfuerzos por
extender el reino mosquito a San Juan del Norte y los consiguientes
atropellos a Nicaragua para arrebatarle esa salida al Caribe; todo eso
tenía un solo fin, que era asegurarse una vía de comunicación
entre el Caribe y el Pacífico; y resultaba que William Walker
y sus filibusteros estaban tomando posesión de esa vía..Sucedía
también que Inglaterra era el país que compraba la cosecha
de café costarricense, y la frontera norte de Costa Rica corría
inmediatamente al sur del río Desaguadero y del lago de Nicaragua,
de manera que la suerte de Costa Rica se hallaba vinculada al río
y al lago. Es más, cuando San Juan del Norte fue abierto al comercio
con los Estados Unidos y Europa, lo que se había hecho en el
año de 1796, se estableció que por él harían
su comercio Nicaragua y Costa Rica. ¿Qué podía
pasar si, una vez dueños de la Ruta del Tránsito, Walker
y su pandilla consideraban que necesitaban garantizar la ruta arrebatándole
una faja de tierra a Costa Rica? Así, pues, las preocupaciones
de los costarricenses y las de los ingleses por lo que estaba sucediendo
en Nicaragua eran comunes, o, como dicen los pueblos de lengua española
del Caribe, el hambre y las ganas de comer iban a reunirse. Costa Rica
comenzó a gestionar armas inglesas y a la vez se dedicó
a organizar una alianza defensiva y ofensiva con los Gobiernos de Honduras,
El Salvador y Guatemala. Esto último fue fácil, no sólo
porque los países centroamericanos se sentían vinculados
por un pasado común que se había roto hacía sólo-menos
de veinte años, sino además porque todos los pueblos americanos
de origen español reaccionan ante los peligros y las amenazas
extranjeras como miembros de una misma familia. El Gobierno de Costa
Rica, a cuyo frente se hallaba don Juan Rafael Mora, actuó rápidamente,
y ya a principios de 1856 estaba en condiciones de darle la batalla
a Walker si éste pretendía pasarse de su propia y extravagante
medida.
Walker estaba al tanto de lo que hacían los costarricenses porque
había interceptado alguna correspondencia que se refería
a esas gestiones, y comenzó a tratar de desacreditar al pequeño
país centroamericano y a su Gobierno mediante una campaña
de prensa hecha en un periódico que se editaba en Granada en
inglés y en español. Cuando creyó que había
atemorizado a los costarricenses, mandó al coronel filibustero
Lewis Schlessinger a entrevistarse con el presidente Mora Fernández,
pero éste se negó a recibir a Schlessinger. Su manera
de responder a Walker fue dando una orden de movilización general,
que el congreso de Costa Rica aprobó inmediatamente.
Esto sucedía a fines de febrero; a principios de marzo, el presidente
Mora se puso al frente de una columna y marchó hacia la frontera
de Nicaragua, por la vía del Noroeste. Walker respondió
despachando otra, al mando de Schlessinger, que tomó el camino
de la costa del Pacífico hacia el Sur. Las dos fuerzas chocaron
en la hacienda "Santa Rosa"1, situada en territorio de Costa
Rica, el 20 de marzo —día Jueves Santo—, y los filibusteros
tuvieron que retirarse dejando en el terreno varios muertos y unos cuantos
prisioneros en manos de Mora; que si los fusiles norteamericanos eran
buenos, los ingleses eran muy buenos, y si los filibusteros de Walker
eran bravos, los campesinos de Costa Rica eran bravísimos. Mora
fusiló a los prisioneros, avanzó hacia el Norte y tomó
San Juan del Sur y La Virgen. Flanqueada por el Oeste y por el Este,
la ciudad de Rivas no tardó en caer.
En la madrugada del 11 de abril Walker se lanzó sobre Rivas en
un ataque de sorpresa que lo llevó al centro de la ciudad. Llevaba
el plan de hacer presos a don Juan Rafael Mora y a toda la jefatura
de las fuerzas costarricenses, pues se había dado cuenta de que
en esos hombres había hallado unos enemigos formidables. La resistencia
que encontró fue tan fiera que la batalla de Rivas iba a durar
veinticuatro horas corridas e iba a producir unas 1.000 bajas, de ellas,
500 muertos y unos 300 heridos sólo en las filas de los defensores.
Aunque las bajas de Walker no pasaron de 200, representaban mucho para
él, de manera que se vio obligado a retirarse; pero dejó
tras sí algo más mortal que las balas de los filibusteros:
fue el cólera, que hizo su aparición en Rivas una semana
después de la batalla y mató tantos soldados y oficiales
costarricenses, que el presidente Mora Fernández tuvo que abandonar
la ciudad y dirigirse a su país.
En su marcha hacia Costa Rica el ejército de Mora Fernández
iba dejando los caminos sembrados de cadáveres. Con los supervivientes
llegó el mal a Costa Rica, y con él la alarma del pueblo.
El Gobierno de Guatemala, que se había comprometido a actuar
en Nicaragua conjuntamente con Costa Rica, no había cumplido
su promesa; las bajas de Rivas habían sido muy altas y el cólera
estaba atacando a miles de familias; y todo eso creó un ambiente
de agitación peligroso para el Gobierno del presidente Mora Fernández.
La atmósfera política comenzó a cambiar a mediados
de mayo, cuando en Costa Rica se supo que el presidente Rafael Carrera,
de Guatemala, había ordenado el alistamiento de 500 hombres destinados
a combatir en Nicaragua; pero volvió a ser difícil cuando
llegó la noticia de que el presidente Pierce había recibido
el 15 de mayo al nuevo ministro de Nicaragua, el sacerdote Agustín
Vigil.
¿Por qué se producía ese cambio en Washington?
¿Era que Cornelius Vanderbilt había perdido la batalla
frente a William Walker? No; era que los adversarios habían dejado
de ser Vanderbilt y Walker y habían pasado a ser Inglaterra y
los Estados Unidos. Inglaterra había entrado en la lucha jugando
su carta en la ruta del Caribe al Pacífico, y la jugaba a través
de Costa Rica, y los Estados Unidos respondían jugando la suya
a través del Gobierno de Patricio Rivas, lo que en fin de cuentas
quería decir a través de Walker. Vanderbilt había
sido echado a un lado; entre él y Walker, éste era quien
tenía los fusiles y quien disponía del Gobierno nicaragüense,
y era a él a quien había que apoyar mientras fuera útil.
La Ruta del Tránsito se había convertido en un punto donde
chocaban los intereses de Inglaterra y de los Estados Unidos, lo cual
quiere decir que eran estos últimos los que debían ser
vencidos en la lucha despiadada por el control de esa ruta.
Walker, sin embargo, era un hombre desmandado, y el apoyo que estaba
recibiendo en Washington lo llevó más lejos de los que
le convenía. El día 20 de junio —al año de
hallarse en Nicaragua— desconoció al presidente Rivas y
puso en su lugar al licenciado Fermín Ferrer, a lo que el desdichado
Rivas contestó emitiendo un decreto en que se declaraba a Walker
traidor a la patria. Como puede verse, don Patricio Rivas se creía
un patriota, sólo que su jefe William Walker no lo creía
así, y para demostrarle que el verdadero patriota era él
y que los nicaragüenses auténticos estaban de su lado, ordenó
que se celebraran elecciones en Granada y Rivas, donde nadie se atrevía
a desobedecer las órdenes de los filibusteros. Y aquí
hemos llegado al primero de los episodios increíbles que se dieron
en el Caribe en esos años, pues resultado de esas elecciones
fue que "el pueblo" eligió al ex presidente de Baja
California y de Sonora presidente de Nicaragua. Ahora bien, más
importante y más elocuente que la elección fue lo que
le siguió: El "presidente" Ferrer le entregó
el poder a Walker en un acto solemne, de gran estilo, en el que se hallaba
en representación oficial de su Gobierno el honorable John J.
Wheeler, ministro de los Estados Unidos, y como era lógico que
sucediera, el Gobierno de William Walker fue reconocido inmediatamente
por el de Washington. Si en esa época hubiera habido psiquiatras,
Cornelius Vanderbilt habría tenido que ponerse en las manos del
más afamado de su país.
Al mediar el año de 1856 William Walker había llegado
al punto más alto de su carrera de aventuras, pero como sucede
tan a menudo, a dos pasos de ese punto iba a comenzar a descender.
En León, bastante cerca, por cierto, de Granada, se encontraba
aquel doctor Máximo Jerez que había iniciado en 1854 el
movimiento destinado a derrocar el Gobierno de don Fruto Chamorro; y
Jerez tenía a sus órdenes 500 hombres. Por alguna razón,
Walker no tenía en cuenta a Jerez y a su medio millar de nicaragüenses,
y ese fue uno de sus mayores errores en la campaña; pues Jerez
dominaba León y en León comenzaron a reunirse las fuerzas
que enviaron a Nicaragua, El Salvador y Guatemala. El día 12
de julio llegó una columna de 800 salvadoreños; el día
18, los 500 guatemaltecos que había enviado el presidente Carrera;
el 29, otra columna salvadoreña, de 400 hombres; el 25 de agosto
arribaban más guatemaltecos, y mientras tanto el general Tomás
Martínez reclutaba nicaragüenses, con los cuales formó
una fuerza de 800. Al comenzar el mes de septiembre había en
León más de 3.000 soldados listos para iniciar la lucha
contra Walker, y todavía faltaba la aportación de Costa
Rica, el país que había organizado la alianza centroamericana
para hacerle frente al poder de los filibusteros.
El día 22 de septiembre el "presidente" Walter lanzó
un decreto autorizando el establecimiento de la esclavitud en Nicaragua.
Esta era una medida que respondía a las ideas políticas
y sociales de su autor, pero además estaba dirigida a asegurarle
el apoyo de los Estados norteamericanos del Sur y en consecuencia la
de los congresistas sureños en Washington. Por otra parte, puesto
que Inglaterra era la enemiga jurada de la esclavitud, y sucedía
que Inglaterra había metido las manos en los acontecimientos
de Nicaragua, adherirse a los Estados esclavistas de Norteamérica
era una manera de situarse frente a Inglaterra y conquistar una posición
más sólida en los Estados Unidos. "Eso hizo Walter
el 22 de septiembre; el 24, las fuerzas aliadas que se hallaban en León
ocuparon Managua y el 2 de octubre entraban en Masaya, situada prácticamente
en las puertas de Granada. Ese mismo mes de octubre llegaron más
tropas salvadoreñas; el día 31 Rivas cayó en manos
de los aliados y al comenzar el mes de noviembre los costarricenses
estaban listos para entrar en acción bajo el mando del general
Cañas.
Walker era un militar nato, audaz y de indudable capacidad para llevar
adelante una ofensiva, pero no un estratega; sabía ejecutar,
no planear, y su naturaleza impulsiva lo llevaría a caer en una
trampa. A fines de noviembre los aliados estaban atacando Granada y
tenían en su poder San Juan del Sur, Rivas y San Jorge, y a Walker
se le ocurrió abandonar Granada para tomar la ofensiva en la
corta línea San Jorge-Rivas-San Juan del Sur; así, atacó
San Jorge mientras sus filibusteros incendiaban Granada —el 8
de noviembre— antes de abandonarla, y al ver que tomaba San Jorge
fácilmente avanzó sobre Rivas, ciudad que los aliados
abandonaron para ir a tomar San Jorge. Al caer en sus manos este último
punto, los aliados pasaron a controlar toda la orilla oeste y la orilla
sur del lago; inmediatamente después, los costarricenses pasaron
a asaltar y tomar uno por uno todos los buques de la compañía
que operaban en el lago, de manera que dejaron a los filibusteros de
San Juan del Norte sin medios para moverse; después de eso avanzaron
hacia el Este y al terminar el año de 1856 habían terminado
el fuerte de San Carlos y el Castillo Viejo. Walker se había
encerrado en Rivas, sin salida posible, bloqueado hacia el Sur, donde
los aliados tenían en sus manos San Juan del Sur; bloqueado hacia
el Este, pues San Jorge y todo el lago se hallaba en poder de aquéllos,
y bloqueado hacia el Norte, donde había guarniciones aliadas
en Granada, Masaya, Managua y León.
¿Qué podía hacer Walker encerrado en Rivas?.
Prepararse a combatir hasta su último aliento y tratar de abrirse
camino hacia el Este. Para lo primero, comenzó a levantar fortificaciones
que hicieran a Rivas inexpugnable y montó un taller de fundir
balas de cañón; para lo segundo, comenzó a lanzar
ataques sobre San Jorge, uno el 29 de enero de 1857; otro el 4 de febrero;
otro el 7 de marzo, otro el día 16. Todos esos ataques terminaron
en fracaso. La tenaza aliada había plantado bien la boca con
que destruiría al atrevido y tenaz William Walker.
Sin embargo, el final sería sangriento. Todavía había
que luchar duramente antes de ver a Nicaragua libre de los filibusteros.
Por de pronto, los que se hallaban en San Juan del Norte comenzaron
a recibir refuerzos de los Estados Unidos y lanzaron una ofensiva desesperada
hacia La Trinidad, donde los costarricenses estaban concentrando fuerzas
para tomar San Juan del Norte. Habiendo tomado La Trinidad, los filibusteros
avanzaron sobre el Castillo Viejo, donde se batieron como leones durante
tres días contra los bisoños soldados de Costa Rica, que
no estaban dispuestos a abandonarles ni una pulgada de tierra. La batalla
del Castillo Viejo tuvo episodios espeluznantes. Se combatió
hasta en los barcos de los filibusteros, que fueron incendiados en medio
de la lucha, lo mismo que el poblado que se hallaba al pie del castillo.
A pesar de su arrojo, que demostraron hasta la saciedad, los filibusteros
tuvieron que retirarse y se hicieron fuertes en la isleta Petrona, situada
en medio del Desaguadero, treinta kilómetros al este del castillo.
Eso sucedía en el frente oriental; que en cuanto al occidental,
el más importante, dado que en él se hallaba Walker, los
aliados desataron un asalto en regla contra Rivas. Las operaciones comenzaron
el 22 de marzo con un movimiento de cerco de la ciudad y la batalla
se inició el día 23 con un avance enérgico, que
estuvo a cargo de los costarricenses bajo el mando del general Cañas.
En esa ocasión se combatió sin cesar durante siete horas;
se peleaba calle por calle y casa por casa. Los costarricenses lograron
llegar al centro de la ciudad y allí se hicieron fuertes. El
día 26, mientras se mantenía ocasionalmente la lucha dentro
de Rivas, las restantes fuerzas aliadas avanzaron para tomar posiciones
en los alrededores de la ciudad y penetraron en uno de sus barrios.
Agotados, muchos de ellos ya sin municiones o con sus armas inutilizadas
por el uso excesivo que les estaban dando, y sobre todo desanimados
porque sabían que se hallaban en una trampa sin salida, los filibusteros
comenzaron a entregarse, y al mismo tiempo aumentaban los contingentes
aliados que enviaban los Gobiernos de Guatemala, El Salvador y Honduras.
Los Gobiernos aliados sabían que esa guerra loca, costosa, sangrienta,
iba a ser decidida en la batalla de Rivas, y estaban dispuestos a lograr
la victoria allí y en ese momento, día 11 de abril el
centro de Rivas parecía haberse convertido en el asiento de los
infiernos. Los costarricenses volvieron al ataque, esa vez sobre una
casa en la que los filibusteros se habían hecho fuertes, y avanzaban
abriendo brechas a través de otras casa, resueltos a aniquilar
a Walker y a todos sus hombres. Pero Walker no cejaba. El capitán
filibustero era de esa extraña raza de hombres para quienes una
causa injusta tiene tanto valor como una justa, y luchaba por una causa
injusta con un denuedo impresionante. Por otra parte, él no estaba
desamparado, pues en San Juan del Sur, a muy poca distancia, se hallaba
una goleta de guerra norteamericana, y su capitán se había
dedicado a sacar de Rivas a niños y mujeres, lo que era una manera
de dejar el campo libre de obstáculos para que Walker pudiera
batirse con más soltura; sólo que los costarricenses se
aprovechaban de esa ventaja y atacaban con tanta decisión como
la que ponía Walker en resistir,
A San Juan del Norte seguían llegando refuerzos filibusteros.
Los que procedían de la costa del golfo mejicano entraban directamente
a la isleta Petrona, de manera que su guarnición se mantenía
siempre fresca; los que partían desde California llegaban por
Panamá, donde tomaban el ferrocarril Panamá-Chagres, que
había comenzado a funcionar a fines de enero de 1855. El Gobierno
de Costa Rica decidió impedir que esos refuerzos siguieran llegando,
para lo cual preparó la toma de San Juan del Norte a sangre y
fuego. Ahora bien, allí, en las aguas de puerto estaba la vigilante
Inglaterra, finamente oportuna; se hallaba en aquel punto tan importante
para ella con un escuadrón naval comandado por el comodoro John
Erskine, y el comodoro Erskine se ofreció para evitarle a San
Juan del Norte los riesgos de una batalla. La mediación del marino
inglés fue aceptada, los filibusteros admitieron retirarse y
400 de ellos embarcaron en los buques de guerra británicos Cossack
y Tañar. Era el día 13 de abril de 1857.
Ahora bien, la batalla que no se dio en San Juan del Norte se dio dos
días después en Panamá, y esa batalla fue el segundo
de los episodios increíbles de esos años.
Sucedió que ese 15 de abril llegó a Panamá un contingente
de filibusteros que había sido despachado para reforzar a los
que había en San Juan del Norte. Como era lógico, en Panamá
no podía saberse el día 15 que los filibusteros de San
Juan del Norte se habían rendido el 13. Los recién llegados
se hallaban en la estación del ferrocarril esperando el tren
que procedía de Chagres, en el cual saldrían ellos. Uno
de esos filibusteros, llamado Jack Oliver, le pidió a un vendedor
de frutas un pedazo de sandía: se lo comió y se negó
a pagarlo. El frutero reclamó; Oliver se molestó, le respondió
con insultos y además le amenazó con su revólver,
pues todos esos aventureros cruzaban por el istmo con sus armas, que
muy a menudo eran largas. Un compañero de Oliver, más
consciente que él, pagó el pedazo de sandía, pero
el incidente había sido presenciado por varias personas, entre
las cuales estaba un peruano llamado Miguel Abraham, y Abraham, disgustado
por el abuso de Oliver, se abalanzó sobre éste y le arrebató
el revólver. Así comenzó el increíble episodio,
pues Abraham hoyó con el revólver, Oliver corrió
tras él para quitárselo, y un grupo de panameños
que había estado presenciando el incidente se atravesó
para impedirle perseguir a Abraham. Al ver a Oliver rodeado de panameños
que gesticulaban y gritaban, los filibusteros acudieron a atacarlos,
lo que dio lugar a que otros panameños corrieran a defender a
sus compatriotas. En ese momento llegaba cargado de norteamericanos
el tren que esperaban los filibusteros, y al ver a compatriotas suyos
envueltos en una trifulca fueron a tomar parte en ella. En eso, uno
de los filibusteros hizo un disparo, otro le imitó, y en pocos
minutos el incidente del pedazo de sandía se convirtió
en una batalla campal. Pues los disparos provocaron, como era natural,
la presencia de la policía, y al llegar ésta los filibusteros
se hicieron fuertes en la estación del ferrocarril, desde donde
hacían fuego a los policías. Hubo que atacar la estación
como si hubiera sido un reducto enemigo en medio de una guerra. El gobernador
de la provincia, Francisco Fábrega, dirigió personalmente
el ataque a la estación, y un tiro de un filibustero le atravesó
el sombrero.
La estación fue tomada al fin por la policía con el concurso
del pueblo, pero sólo después que habían menas,
la mayoría heridos. Cuando terminó la "batalla del
pedazo de sandía" el pueblo asaltó la estación
y saqueó y destruyó todo lo que había en ella.
Colombia tuvo que pagar reclamaciones de casi 600.000 dólares
sólo a los Estados Unidos, que a Francia y a Inglaterra hubo
que darles también sus partes.
Mientras tanto, William Walker seguía resistiendo en Rivas, último
punto de Nicaragua donde quedaban filibusteros. El día 27 de
ese mes de abril comenzaron los aliados a cañonear la ya reducida
posición que ocupaba Walker en el centro de la ciudad, y entonces
intervino el capitán Davis, comandante de la goleta de guerra
norteamericana que estaba anclada en San Juan del Sur. Davis logró
que Walker aceptara salir-de Nicaragua y embarcar en su goleta, que
dejó las aguas nicaragüenses a principios del mes de mayo.
Pero William Walker había probado el licor del poder, ese poder
que quiso alcanzar, sin lograrlo, en la Baja California y en Sonora;
había sido "presidente" de Nicaragua, un "presidente"
reconocido por el Gobierno de su propio país, los Estados Unidos;
había hecho y depuesto presidentes y ministros, había
fusilado ministros y generales, había conducido a los hombres
a la guerra. William Walker no iba a aceptar su derrota en Rivas, y
no la aceptó. Había salido para los Estados Unidos en
mayo y seis meses después estaba listo para volver a las andadas;
disponía de hombres, de armas, de barcos, de dinero. De todo
eso le habían dado los esclavistas del sur del país. Walker
los había conquistado desde el día en que autorizó
por decreto el establecimiento de la esclavitud en Nicaragua. Las ayudas
que recibió el capitán filibustero tenían un precio:
la anexión del país a los Estados Unidos como estado esclavista.
Ya que Cuba no había podido convertirse en los soñados
tres estados esclavistas de la Unión, Nicaragua podía
tomar su lugar.
A fines de noviembre (1857), cuando nadie en Centroamérica podía
sospechar de su retorno, William Walker se presentó en San Juan
del Norte, y con esa rapidez que ponía en todas sus empresas,
desembarcó sus filibusteros, que se adueñaron rápidamente
de la ciudad; estableció su cuartel general un poco hacia el
Sury lanzó a sus hombres a la conquista del río Desaguadero.
caído más de 30 filibusteros, 16 de ellos muertos, y al
precio de unas 14 bajas pana Al comenzar el mes de diciembre los filibusteros
habían apresado varios barcos y habían tomado el Castillo
Viejo; de manera que si avanzaban y tomaban también el fuerte
de San Carlos —cosa que podía suceder en cualquier momento—.
el lago de Nicaragua quedaría abierto ante ellos, y con el lago,
Granada, San Jorge y el paso al Pacífico por Rivas y San Juan
del Sur.
La presencia del temible aventurero sacudió a Centroamérica
de arriba abajo. Instantáneamente comenzaron los preparativos
para una nueva guerra, pero no fue necesario volver a combatir porque
unos cuantos buques de guerra norteamericanos e ingleses se presentaron
ante San Juan del Norte y el comandante de los primeros exigió
la rendición de su osado compatriota. ¿Se daría
cuenta William Walker en ese momento de que a pesar de su coraje y de
sus seguidores armados, Cornelius Vanderbilt era mucho más poderoso
que él? No se sabe. Lo que se sabe es que cuando comprendió
que en esa ocasión los cañones navales de su país
no le daban protección sino que le ordenaban entregarse, se rindió
mansamente, y tras él se rindieron los ocupantes del Castillo
Viejo y los que tripulaban los barcos que había apresado. Así,
al comenzar el año de 1858 había terminado la pesadilla
filibustera que padecía Centroamérica. Algo más
de dos años después, en 1860, Walker quiso renovar sus
pasadas glorias, pero esa vez no en Nicaragua sino en Honduras; lo apresó
un buque de guerra inglés, el Icarus, cuyo comandante lo entregó
a las autoridades hondureñas, y éstas pusieron fin a sus
peligrosos delirios aplicándole la pena que tradicionalmente
estaba reservada a los piratas, que era la horca. El capitán
filibustero fue ejecutado en Trujillo, el 12 de septiembre de 1860.
Cuando William Walker terminaba su alucinante carrera en la horca, estaba
tomando forma el tercero de los episodios increíbles que se dieron
en el Caribe en esos años. Se trataba de un acontecimiento menos
espectacular que los de Nicaragua, pero mucho más profundo; que
comenzó con negociaciones, no con luchas armadas, pero que terminaría
costando más vidas que las que hubo que sacrificar para echar
a Walker de la ruta del Tránsito: se trataba de que los gobernantes
de la República Dominicana, nacida dieciséis años
antes, estaban proponiéndoles a los gobernantes de España
que aceptaran el país como una dependencia. Nunca antes se había
visto nada igual y nunca se vería nada igual después.
Se había conocido, y se conocería en el porvenir, el caso
de grupos que se hallaban fuera del poder y hacían gestiones
ante una potencia para que les ayudara a conquistarlo, pero en esa ocasión
los hombres que tenían el poder en la República Dominicana
solicitaban que España fuera a gobernar en lugar de ellos; se
trataba de un caso de auto-destitución de ellos mismos y de su
país, y lo curioso es que al frente de esos hombres estaba el
general Pedro Santana, a quien los dominicanos tenían que acudir
cada vez que había una agresión de Haití y a quien
se le había otorgado el título de Libertador.
¿Cómo podía explicarse una actitud tan extraordinaria?
• Los historiadores dominicanos y españoles han querido
explicarla atribuyéndole a Santana preocupaciones personales
por la suerte del país, que podía ser ocupado nuevamente
por Haití, o sentimientos pro-españoles originados en
su infancia. Pero la verdad es otra. Lo que sucedía era que desde
el nacimiento de la república, en 1844, se había entablado
una lucha entre el sector de los grandes propietarios —hacendados
o hateros— y la pequeña burguesía; los primeros
querían gobernar el país con métodos propios de
los latifundistas ganaderos y los segundos aspiraban a gobernarlos con
los de la burguesía, y como éstos eran pequeños
burgueses, no burgueses, no acertaban a afirmarse en el poder ni a tomar
las medidas propias de una burguesía gobernante, y como al mismo
tiempo ocurría que los métodos primitivos de los hateros
no tenían aplicación en 1860, el país se hallaba
empantanado, su economía no mejoraba y no había señales
de progreso por ningún lado.
La incapacidad de cualquiera de los dos sectores para sacar el país
de su situación de parálisis provocaba crisis periódicas,
luchas por el poder que se manifestaban en conspiraciones y movimientos
llamados revolucionarios, en prisiones, decretos de exilio y fusilamientos
de hombres distinguidos y hasta de una mujer. La decisión de
anexionar la república a España no fue sino el punto culminante
de esa cadena de crisis.
Lo más curioso de ese extraño proceso es que el Gobierno
es pañol no quería aceptar la anexión de la República
Dominicana, lo que se explica porque España se hallaba, en una
medida mucho más amplia, en el mismo caso del país antillano;
las luchas entre la vieja nobleza latifundista, funcionaría y
sacerdotal y la burguesía española se hallaban en un período
también crítico y por toda la Península había
pronunciamientos militares y alzamientos populares; además, el
ejército estaba guerreando en África. España no
se encontraba en condiciones de hacerse cargo de un país del
Caribe donde no había una industria, una mina, un negocio que
llamara la atención de algunos grupos capitalistas; y, por otra
parte, en España no había esos grupos; antes bien, a España
le hacían falta capitales para invertir en su suelo y, por tanto,
mal podía tenerlos para emplearlos afuera. Las solicitudes del
Gobierno dominicano llegaron a hacerse tan intensas, que al fin el Gobierno
español encargó al capitán general de Cuba, don
Francisco Serrano, que estudiara la situación y aconsejara lo
que debía hacerse, y Serrano aconsejó que se aceptaran
las propuestas de Santana.
El 18 de marzo de 1861 la República Dominicana quedó anexionada
a España mediante reuniones celebradas en las plazas de todas
las poblaciones, en las cuales se firmaron actas en que se establecía
que ésa era la voluntad del pueblo y se procedió a bajar
de las astas la bandera dominicana e izar en su lugar la española.
A principios de abril comenzaron a llegar tropas españolas que
salían de Cuba. Se había producido el tercero de los episodios
increíbles que vio el Caribe en esos años.
Ahora bien, la anexión a España no liquidaba el problema
que había en el fondo de las crisis dominicanas, pues ni el grupo
de Santana ni el poder español estaban en capacidad de aniquilar
a la pequeña burguesía del país y ésta comenzó
a actuar inmediatamente. El 2 de mayo, antes de un mes de la llegada
de los soldados españoles, se produjo un levantamiento contra
la anexión en un lugar llamado Moca, centro de producción
de tabaco en el valle del Cibao, y a fines del mismo mes entraba por
la frontera haitiana del sur un grupo armado, al que encabezaba Francisco
del Rosario Sánchez, uno de los tres fundadores de la Trinitaria,
aquella organización que había logrado reunir a los partidarios
de la independencia en 1838 y los había llevado a proclamar la
existencia de la República Dominicana en febrero de 1844. Después
de varias escaramuzas, Sánchez y más de 20 de sus compañeros
cayeron presos, algunos de ellos —como el propio Sánchez—
mal heridos; se les juzgó y condenó a muerte y la sentencia
se ejecutó el 4 de julio. Síntomas elocuentes de lo complicado
que era el problema para España es que algunos oficiales españoles
protestaron por la ejecución de Sánchez y sus amigos y
que ese mismo mes de julio comenzaban a aparecer en la prensa española
opiniones de que en el caso de la República Dominicana —que
había vuelto a llamarse Santo Domingo—, el Gobierno español
había actuado precipitadamente.
El general Pedro Santana, a quien la reina Isabel II había concedido
el título de marqués de Las Carreras, renunció
el cargo de capitán general de Santo Domingo en 1862 y fue sustituido
en el mes de julio por un teniente general español, don Felipe
Rivero y Lemoine. Ocho meses después, en febrero de 1863, se
produjo un levantamiento en el poblado de Neyba, cerca de la frontera
del sur; pocos días después se producía otro en
Guayubín, cerca déla frontera del norte; uno más
en Sabaneta, que se hallaba en la misma región que Guayubín,
y un motín antiespañol en Santiago de los Caballeros.
Todos esos movimientos eran señales de que la pequeña
burguesía dominicana iba a lanzarse a una lucha a fondo. La rebelión
definitiva comenzó el 16 de agosto, en un lugar fronterizo del
Norte llamado Capotillo, bajo el mando de don Santiago Rodríguez.
La guerra, que se conoce en el país con el nombre de Restauradora
o de la Restauración, se extendió rápidamente por
toda la región norte del país, que era la más rica,
y al comenzar el mes de septiembre tenía su centro en la ciudad
de Santiago de los Caballeros, que fue asaltada el día 6 de ese
mes por 6.000 dominicanos a quienes comandaba el general Gaspar Polanco.
Allí comenzó a distinguirse Gregorio Luperón, joven
mulato de origen muy humilde que saldría de la guerra convertido
en una de las figuras más destacadas de la historia dominicana.
Santiago fue incendiada por los restauradores; el jefe español,
brigadier Buceta, voló el arsenal y emprendió una costosa
retirada hacia Puerto Pía ta. Los dominicanos ocuparon las pocas
casas que se habían salvado del fuego de Santiago y establecieron
allí un Gobierno revolucionario que iba a dirigir la guerra.
Ese Gobierno fue encabezado por el general José Antonio Salcedo,
nacido en Santiago de Cuba, que sería fusilado en el curso de
la lucha acusado de querer llegar a entendimientos con los españoles.
La guerra Restauradora fue larga y cruel. Era al mismo tiempo una guerra
de independencia y una guerra civil, pues Santana estuvo combatiendo
del lado español hasta el día de su muerte, ocurrida en
junio de 1864. y junto a él combatieron muchos generales, oficiales
y soldados dominicanos, algunos tan distinguidos como el general Juan
Suero, a quien los españoles, asombrados de su valor, llamaban
Cid Negro.
Los soldados españoles sufrieron mucho en esa guerra. El país
no tenía ni puertos, ni caminos, ni ferrocarriles; las intensas
lluvias tropicales se alternaban con los fuertes calores de la zona;
la malaria, la buba y las enfermedades intestinales causaban miles de
bajas en sus filas. Por otra parte, los dominicanos hacían una
guerra de emboscadas y guerrillas para la que no estaba preparado el
ejército español. Para fines de 1864 la guerra se había
extendido a todo el país, salvo la ciudad de Santo Domingo, si
bien se luchaba en sus cercanías. En los centros gobernantes
de España comenzó a formarse un movimiento que pedía
el abandono de Santo Domingo y a principios de 1865 se instruyó
a las autoridades militares españolas de Santo Domingo que entraran
en negociaciones con los jefes dominicanos. El 1 de mayo se firmaba
en la capital dominicana el acuerdo de El Carmelo y el día 3
se expedía en Madrid el decreto de las Cortes en que se acordaba
el abandono de aquel territorio. El 11 de julio salían de la
restaurada República Dominicana las últimas tropas españolas.
Con ellas fueron a Cuba muchos oficiales dominicanos de la reserva que
habían combatido hasta el último momento al lado de España.
Varios de ellos iban a participar en la guerra de independencia de Cuba,
que se iniciaría el 10 de octubre de 1868; uno entre ellos encabezaría
el ejército libertador cubano que entró en La Habana en
1898. Ese se llamaba Máximo Gómez.
Capítulo XXIII
Las luchas por la independencia de Cuba (1868-1898)
Ningún país del
Caribe ha hecho un recorrido histórico parecido al de Cuba. Las
guerras de Haití fueron provocadas directamente por la Revolución
francesa; las de Venezuela y Nueva Granada, por la intervención
de Napoleón en España; la independencia de América
Central fue un subproducto de las luchas en Venezuela, Nueva Granada
y Méjico; en el nacimiento de la República Dominicana
influyeron todos los acontecimientos que se derivaron de la Revolución
francesa.
Pero el caso de Cuba fue y ha seguido siendo diferente. En 1760 Cuba
era un país de economía de subsistencia; sólo en
algunas regiones —alrededor de La Habana y Matanzas— había
cierta producción de azúcar. Ese año Cuba exportó
a España unas 3.250 toneladas del dulce. Durante la ocupación
inglesa de 1762 se echaron las bases para un aumento de la producción
y ésta había pasado a ser de 17.000 toneladas en 1791,
el año en que comenzó la revolución de Haití.
Ahora bien, Haití, que era la azucarera del mundo, salió
de la revolución con las estructuras del país azucarero
totalmente —o casi totalmente— destruidas, y Cuba pasó
a ocupar su lugar. En 1806 Cuba estaba produciendo 38.000 toneladas
de dulce; en 1826, 73.000; en 1836, 113.000; en 1846, 209.000; en 1856,
348.000; en 1866, 612.000 El desarrollo de Cuba, en todos los órdenes,
estuvo determinado por el desarrollo de su industria azucarera y ésta
progresó de manera constante a partir del momento en que quedó
destruida la de Haití. Históricamente, pues, Cuba pasó
a ser un producto de la revolución haitiana. Ahora bien, a diferencia
de lo que sucedió en Haití, cuya revolución estuvo
vinculada a la de Francia, la de Cuba iba a producirse sin que tuviera
relación alguna con lo que estaba sucediendo en España,
porque Cuba se convirtió en la fuente de sus propios hechos históricos,
cosa singular en el Caribe.
¿Cómo se explica eso?.
Se explica porque para 1868, año en que comenzó su revolución,
en Cuba se daban simultáneamente numerosas contradicciones. Por
ejemplo, Cuba era un país más desarrollado económicamente
que España y, sin embargo, dependía políticamente
de ésta; el mercado del 80 por 100 de la producción cubana
eran los Estados Unidos, con lo que recibía dólares que
representaban para España su mejor fuente de divisas. España
extraía indirectamente esas divisas de Cuba por medio de los
impuestos y a través de lo que vendía en Cuba, que era
tres veces más de lo que compraba. Económicamente, pues,
Cuba era la porción más rica de España y, sin embargo,
políticamente estaba gobernada no como una parte del país,
sino como un territorio militar, al extremo de que los gobernantes de
Cuba eran siempre tenientes generales, y éstos tenían
poderes de excepción. Por si todo eso fuera poco, Cuba, más
avanzada en él orden económico que España, tenía
una composición social más atrasada en un aspecto, puesto
que descansaba en la esclavitud, y más adelantada en otros, puesto
que había producido al mismo tiempo cierto número de burgueses
criollos y españoles, una oligarquía terrateniente y esclavista
criolla menos tradicionalista que la española y muy inclinada
a dar el paso hacia la burguesía] y una pequeña burguesía
compuesta sobre todo por españoles y canarios que era políticamente
más activa que la de España. Ahora bien, no fueron esas
contradicciones las que provocaron el estallido de la revolución
cubana; fue que en medio del proceso de cambio en la producción
de azúcar se presentó una crisis mundial que paralizó
ese proceso y con él toda la vida económica de la isla.
Esa parálisis llevó las contradicciones sociales cubanas
a un punto del que no se podría salir si no era a través
de la violencia.
La larga crisis económica mundial que se presentó antes
de 1868 sorprendió a Cuba cuando ésta se hallaba transformando
su industria azucarra, cuando iniciaba el camino hacia la concentración
de su producción en menos instalaciones. La transformación
había adelantado mucho en unos lugares del país y poco
en otros. Por ejemplo, en Matanzas, el territorio más pequeño,
había en 1868 unas 400 unidades azucareras, de las cuales 370
eran de vapor y 31 eran trapiches; pues bien, de las 612.000 toneladas
de azúcar que produjo Cuba ese año, más de 300.000
habían sido fabricadas en Matanzas. En 1860 había en Camagüey
101 ingenios, de los cuales 24 eran de vapor. Al estallar la revolución,
los ingenios de toda la isla eran unos 2.000, y por lo menos la mitad
de ellos estaban produciendo muy poco o se hallaban parados, puesto
que más de la mitad de la producción total de azúcar
se obtenía sólo en Matanzas, donde estaba la mayor concentración
de ingenios de vapor.
El cambio en el sistema de producción requería fuertes
inversiones y éstas no pudieron hacerse en toda la isla porque
lo impidió la crisis mundial, con su lógica retracción
de capitales. Para 1868 había, pues, un desajuste en el campo
azucarero; la industria se había modernizado en una alta proporción
en Occidente —sobre todo en Matanzas y en La Habana, así
como en una zona de Las Villas— y muy poco en Camagüey y
Oriente. En estas últimas regiones el sector social predominante
era el de los latifundistas esclavistas. En Camagüey, por ejemplo,
de unas 2.200 propiedades agrícolas que había en 1860,
más de 1.500 eran latifundios ganaderos y sólo algo más
de 600 eran medianas y pequeñas, en las que se cosechaban los
frutos de consumo diario. En Oriente hay una zona que forma más
o menos un cuadrilátero; está situada al pie de la Sierra
Maestra, donde comenzó la revolución de Fidel Castro,
y se extiende hacía el Norte. Partiendo de Manzanillo, a la orilla
del Caribe, ese cuadrilátero está formado por una línea
que corre hacia el Norte hasta Las Tunas, de ahí hacia el Este
hasta Holguín, de Holguín hacia el Sur, hasta Ji-guaní
y de Jiguaní otra vez a Manzanillo pasando por Bayamo. En tal
cuadrilátero, que probablemente ocupa una tercera parte de toda
la región oriental, vivía en 1868 la mitad de la población
de la provincia, o lo que es lo mismo, algo más de 150.000 personas,
puesto que para 1860 la provincia tenía unas 270.000. De esas
algo más de 150.000 personas, unas 120.000 vivían en los
campos, y sus líderes naturales eran los latifundistas ganaderos
y los dueños de los ingenios.
Ya desde principios de 1868 la situación económica de
Cuba era desesperada. En las ciudades y en los campos se cerraban los
comercios, los dueños de ingenios pequeños y anticuados
no podían producir porque no tenían capacidad para competir
con los ingenios de vapor; los esclavos de esos dueños de ingenios
pequeños y anticuados se convertían en cargas insostenibles;
los terratenientes hipotecaban sus fincas. Como España estaba
también afectada por la crisis, aumentó los impuestos
que pagaban los cubanos. Ese estado de cosas favorecía la conspiración,
que se extendía por todas partes, pero que se producía
de manera casi espontánea en Camagüey y en la región
oriental, donde la crisis era más intensa que en Occidente debido
a que en ese último lugar la modernización de la industria
azucarera había alcanzado a la mayoría de las fábricas
y, por tanto, podían seguir produciendo a precios de mercado
sin arruinarse. En la región oriental, todos los grandes propietarios
del cuadrilátero descrito anteriormente participaban en la conspiración;
lo mismo puede decirse de Camagüey. La revolución cubana
se produjo al mismo tiempo que el levantamiento militar que derrocó
en España a Isabel II y que el movimiento de Lares en Puerto
Rico. Los sucesos de España comenzaron el 19 de septiembre (1868);
el grito de Lares, en Puerto Rico, tuvo lugar el día 22 y la
revolución de Cuba comenzó el 10 de octubre. Esa simultaneidad
indica que en los tres países había una situación
critica, llevada a su" punto más alto por la quiebra económica
mundial; ahora bien, lo que no hubo fue acuerdo previo entre españoles,
puertorriqueños y cubanos. El movimiento español triunfó
fácilmente; el de Puerto Rico quedó aniquilado al comenzar;
el de Cuba iba a durar diez años. El iniciador de este último
fue Carlos Manuel de Céspedes y López del Castillo. La
abundancia de apellidos da idea de cuál era su lugar en la sociedad
cubana y especialmente en la de la provincia oriental, pues los hombres
de su posición se pagaban mucho de ese hábito de usar
varios apellidos, lo que indicaba su tendencia a parangonarse con la
vieja nobleza española. Además de terrateniente ganadero
era abogado y poeta, aunque esto último de manera ocasional.
Había viajado por Europa, estaba habituado a vivir con esplendidez
y tenía esclavos, si bien no muchos, ya que el latifundio ganadero
requería relativamente pocos esclavos; pero debía tener
más que otros propietarios de la región porque Céspedes
era también dueño de un ingenio de azúcar.
Fue en este ingenio, llamado La Demajagua, situado en las vecindades
de Manzanillo y, por tanto, en el cuadrilátero descrito antes,
donde Céspedes inició la revolución el 10 de octubre
(1868). Redactó un manifiesto en que exponía los principios
de la revolución, que eran los propios de una sociedad burguesa;
convocó a sus esclavos, los declaró libres y salió
a atacar el poblado de Yara, donde iba a darse el primer combate de
esa larga lucha. Casi inmediatamente comenzaron a levantarse, cada uno
en su propiedad, los terratenientes del cuadrilátero descrito
arriba. Cada terrateniente se lanzó a la lucha seguido de sus
esclavos, de los pequeños agricultores que trabajaban en sus
tierras como medianeros o de los medianos y pequeños propietarios
que eran sus compadres, amigos y vecinos; de manera que cada uno de
ellos quedó automáticamente convertido en un jefe militar
que disponía de fuerzas propias y actuaba dentro de un territorio
que consideraba suyo. Desde el primer momento pues, la revolución
cubana tuvo un sello característico, el de una división
que iba de los jefes a las bases. Lo mismo sucedió en Camagüey
donde los levantamientos comenzaron el 4 de noviembre.
Ese sello de nacimiento, y el hecho de que el desarrollo económico
del país fuera menor en Oriente, Camagüey y parte de Las
Villas, mantuvo a la revolución en ciertos límites; le
impidió unificarse y convertirse en nacional, puesto que no paso
a Occidente, y al cabo la condujo al agotamiento después de diez
años de lucha. En suma, los grandes terratenientes de Oriente
y Camagüey, que encabezaron la revolución, no pudieron producir
la revolución democrático-burguesa a que aspiraban porque
ellos mismos no eran burgueses. En cambio, la pequeña burguesía
española y canaria de la isla, que se organizó en los
llamados cuerpos de Voluntarios, se unificó rápidamente
y desató una contraofensiva política que en poco tiempo
aniquiló a los revolucionarios en una guerra social limitada,
si bien de una ferocidad apropiada al carácter de las guerras
sociales. -
Ahora bien, los acontecimientos históricos no se producen en
esquemas simples, y lo que se acaba de decir se reduce a un esquema
simple de lo que sucedió en Cuba a partir de 1868. En Oriente
se habían sumado a la revolución muchos pequeños
propietarios campesinos, muchos negros libres y mulatos, de entre los
cuales unos cuantos fueron haciéndose de prestigio militar en
los diez años que duró esa primera etapa de la lucha,
de manera que al terminar ésta con la liquidación del
sector de los grandes terratenientes ganaderos que se lanzaron a la
revolución quedaron aquéllos como jefes conocidos del
pueblo. Entre esos pequeños burgueses estaban varios de los oficiales
dominicanos de la reserva que habían llegado a Cuba con las fuerzas
españolas que se retiraban de Santo Domingo.
Para el mejor conocimiento de ese proceso hay que hacer a grandes rasgos
la historia de los hechos, si bien resulta bastante difícil seguir
un hilo en esa historia, dado que hubo muchos jefes actuando cada uno
por separado y simultáneamente. Tal vez lo único que puede
hacerse es seguir las actuaciones de las figuras más destacadas;
por ejemplo, las del grupo de los terratenientes ganaderos, Céspedes,
Calixto García, Vicente García, el marqués de Santa
Lucía, Ignacio Agramonte, Tomás Estrada Palma; las del
grupo de los dominicanos, Luis Marcano y Máximo Gómez;
las del grupo de la pequeña burguesía cubana en el cual
sobresalió Antonio Maceo.
Céspedes fue derrotado en Yara en la noche del 10 de octubre
y seguido de 12 hombres se dirigió a su finca de Palmas Altas,
donde ya tenía citado a Luis Marcano, que junto con dos hermanos
y con Máximo Gómez se dedicaba al corte de madera en El
Dátil. Marcano se presentó en Palmas Altas con unos 300
campesinos de las vecindades, a los que había comprometido previamente
para actuar. Céspedes quería internarse en la sierra de
Nagua, a lo que se opuso Marcano, que tenía experiencia militar
hecha en Santo Domingo; Céspedes propuso entonces un ataque a
Manzanillo, y Marcano respondió explicando que el ataque debía
ser a Bayamo, donde se hallaban los personajes más. importantes
de la conspiración, como Vicente Aguilera, Perucho Figuredo,
Francisco Maceo Osorio y varios más. El día 17 se levantó
Vicente Aguilera en su gran finca de Cabaniguán; el 18, los revolucionarios
de Bayamo enviaron una comisión a Céspedes, encabezada
por Perucho Figuredo, para comunicarle que lo reconocían como
jefe del movimiento. Ya a esa fecha la sublevación se había
extendido a casi todo el cuadrilátero Manzanillo, Tunas, Holguín,
Jiguaní. Bayamo. pues, fue atacada y tomada después de
dos días de lucha contra las fuerzas españolas, que eran
reducidas pero que se habían concentrado en el cuartel, situado
en el centro de la ciudad.
Desde Santiago de Cuba se despachó una columna para reconquistar
Bayamo, pero esa columna fue sorprendida en Ventas de Casanova por Máximo
Gómez, que dio allí la primera carga al machete de la
revolución cubana. La carga obligó a la columna española
a retirarse y Bayamo quedó fuera de peligro.
La toma de Bayamo y la victoria de Ventas de Casanova llenaron de entusiasmo
a las fuerzas revolucionarias, pero las debilidades que eran propias
del grupo social que dirigía el levantamiento iban a provocar
rápidamente la primera crisis de1 la revolución. El capitán
general de la isla —don Francisco Lersundi— despachó
hacia Bayamo al conde de Valsameda, nada más y nada menos que
su segundo en mando. Valsameda llevó consigo 2.700 hombres y
Céspedes confió la tarea de batirlos a Donato Mármol,
uno de los grandes terratenientes de la zona, y a Modesto Díaz,
oficial dominicano. Pues bien, Donato Mármol no cumplió
las órdenes de Céspedes tal como éste se las había
dado porque creyó que si actuaba de acuerdo con ellas sería
Modesto Díaz y no él quien ganaría los lauros de
la victoria sobre los españoles, y su actitud, coherente con
su posición social, que le daba categoría de caudillo,
condujo a su derrota en El Saladillo y al consiguiente incendio de Bayamo,
que fue quemado el 12 de enero de 1869 por sus propios pobladores para
impedir que cayera en manos de Valsameda.
Cuando sucedía eso, ya Lersundi había sido reemplazado
con el general Domingo Dulce, que llegó a La Habana el 4 de enero.
Dulce comenzó aplicando a Cuba algunas de las medidas liberales
que estaban siendo ejecutadas en España por la llamada "revolución
gloriosa", y trató de llegar a un acuerdo de paz con Céspedes.
Pero ya era tarde. La pequeña burguesía española
y canaria de la isla, y sobre todo de La habana, compuesta por funcionarios
públicos, pequeños propietarios y tenderos y empleados,
organizada en los llamados cuerpos de voluntarios, no le dejaría
a Dulce campo para maniobrar políticamente. Esa pequeña
burguesía iba a provocar desde el momento mismo en que estalló
la revolución la más peculiar de las guerras sociales
del Caribe. Para llevarla a cabo, los voluntarios crearon un clima de
terror que obligaría a las autoridades de la isla a tomar unas
medidas cada vez más violentas contra todos los que se hallaban
en las filas de la revolución o eran sospechosos de simpatizar
con ellos.
El instrumento de la guerra social hecha por los voluntarios de Cuba
fueron las autoridades, cosa muy diferente de lo que había pasado
en Haití y en Venezuela. Como se recordará, en Haití
las autoridades francesas se apoyaron en las masas negras cuando se
hizo evidente que los "'grands blancs" se volvían contra
el Gobierno francés; en Venezuela, la masa del pueblo venezolano
se unió a Monteverde, primero, y a Boves, después, para
aplastar a los mantuanos que se habían rebelado contra España.
Pero en Cuba no sucedió así; ni las masas cubanas se pusieron
del lado de España ni las autoridades españolas se valieron
de los cubanos, esclavos o libres, negros o blancos, para luchar contra
la revolución. En Cuba, los voluntarios, organización
de ía pequeña burguesía española y canaria,
obligaron a las autoridades, que se habían propuesto llegar a
un acuerdo con los revolucionarios, a adoptar una línea totalmente
opuesta; la de los fusilamientos, las confiscaciones, la persecución
más despiadada. Puede decirse que esa pequeña burguesía
hizo en Cuba la guerra social que no había podido hacer en España.
Las primeras manifestaciones de la presión de los voluntarios
sobre las autoridades de la isla se produjeron a raíz del 10
de octubre, pero se hicieron incontrolables unos días después
del incendio de Bayamo. En ocasión de un tiroteo que tuvo lugar
en La Habana entre algunos jóvenes cubanos y unos policías
que fueron a hacer un registro en busca de armas, cayeron presos dos
de los jóvenes. Los voluntarios se lanzaron a las calles de La
Habana pidiendo a gritos que los dos presos fueran pasados por las armas
inmediatamente, a lo que se opuso el general Dulce. A esa negativa de
Dulce respondieron los voluntarios desatando el terror en la ciudad
durante varios días, a partir del 22 de enero, pretextando que
en una función del teatro Villanueva se habían dado vivas
a Cuba libre y a Céspedes... Los voluntarios atacaban a tiros
casas, cafés y comercios de cubanos sospechosos de simpatizar
con la revolución. Hubo varios muertos y heridos, y el terror
desatado fue tan grande, que inmediatamente comenzaron a salir hacia
los Estados Unidos todos los que disponían de medios para hacerlo.
Se estima que de febrero a septiembre de ese año (1869) salieron
de Cuba más de 100.000 personas, todas, o casi todas, de buena
posición económica, esto es, gentes que se hallaban situadas
en la cúspide de la composición social del país.
El 21 de marzo salían hacia España en condición
de presos varios cubanos que habían caído prisioneros
al producirse un levantamiento en Las Villas. El general Dulce había
conseguido sacarlos de Cuba, única manera de evitar su fusilamiento,
que los voluntarios reclamaban estentóreamente. Pues bien, ese
día se amontonaron en los muelles de La Habana, a pocos pasos
de la residencia del capitán general, miles de voluntarios, que
de buenas a primeras comenzaron a pedir que se fusilara a un jovenzuelo
a quienes ellos acusaban de haber dado gritos de "¡Viva Cuba
Libre". En realidad, el muchacho era un descuidero que había
hurtado una bolsa alguien. Un comisario de Policía que lo había
detenido quiso explicar de qué se trataba, pero la multitud lo
linchó y mató e hirió a varios policías
que pretendieron defender a su jefe. Eso sucedía dentro del castillo
de La Fuerza, en presencia del general Dulce, que había ido allí
a imponer orden en aquella muchedumbre enfurecida. El capitán
general se vio en una situación tan difícil, que tuvo
que autorizar el fusilamiento del muchacho y éste fue ejecutado
a (as seis de la tarde. Una vez llevada a cabo la ejecución,
millares de voluntarios que actuaban como locos se lanzaron a recorrer
las calles de La Habana, donde dieron muerte e hirieron a varias personas
acusadas de ser partidarias de la revolución y destrozaron numerosas
propiedades de cubanos.
La presión de los voluntarios obligó al Gobierno de la
isla a decretar la confiscación de los bienes de todos los que
eran sospechosos de tener actividades revolucionarias, así como
a autorizar los juicios sumarios verbales que terminaban siempre en
fusilamientos. En poco tiempo miles de propietarios pasaron a ser pobres
de la noche a la mañana y el terror se extendió por todo
el país. Las primeras confiscaciones se hicieron a mediados de
abril (1869); para fines de 1870 alcanzaban a más de 4.000 propiedades,
entre las que había ingenios, haciendas ganaderas, esclavos,
casas de vivienda en las ciudades, dinero en efectivo, rentas, acciones;
en total, bienes que valían no menos de 125.000.000 de dólares,
es decir, más de 625.000.000 de pesetas de aquella época,
una cifra que no nos da hoy ni siquiera una idea aproximada de todo
lo que representaba. Y como al mismo tiempo se procedía a ejecutar
a los revolucionarios donde se les cogía, la situación
llegó a ser desesperada. Desde luego, las propiedades confiscadas
iban a pasar después a manos de los voluntarios.
El día 10 de abril comenzaron los trabajos de una Asamblea Constituyente
que debía organizar el Gobierno de la República de Cuba
en armas. El sitio donde se reunió esa Asamblea fue Guáimaro,
a medio camino entre Las Tunas y Camagüey. Los asambleístas
pertenecían al sector de los terratenientes ganaderos y dueños
de ingenios, que llevaron a Guáimaro al mismo tiempo ideas para
organizar un Gobierno sobre el modelo de la sociedad burguesa norteamericana
o inglesa y a la vez todas las deformaciones de la clase social a que
pertenecían. De la suma de aquellas ideas y estas deformaciones
surgió una Constitución liberal y un Gobierno profundamente
débil, presidido por Carlos Manuel de Céspedes. El- Poder
legislativo, formado por una Cámara de Representantes, escogería
a los jefes militares, y el presidente de la república tendría
apenas una función simbólica. En verdad, la Cámara
no era sino una reunión de representantes de los caudillos locales,
empeñados en restarle autoridad a Céspedes. El caso hacía
evocar a los infantes de Aragón, quienes le recordaban al rey
que ''cada uno de nos vale tanto como vos, y todos juntos, más
que vos".
En Guáimaro quedó legalizada la división de la
revolución en grupos caudillistas y se le asestó una herida
que la mataría más tarde o más temprano, pues ninguna
revolución puede triunfar si no tiene un mando político
y militar férreo. Por lo demás, la Constitución
de Guáimaro consagró como ley fundamental de la república
la profunda debilidad que surgía de las contradicciones en que
se debatía la clase que dirigía la revolución.
Y, sin embargo, las medidas tomadas por las autoridades de la isla —respaldadas,
desde luego, por el Gobierno español-eran de tal naturaleza,
que los revolucionarios no tenían salida: o conquistaban la libertad
o tenían que morir. Cien años después Fidel Castro
se vería en una situación muy parecida, pero desde una
posición más ventajosa.
El año de 1869 los revolucionarios recibieron golpes muy duros
en Oriente y, Camagüey, pero lograron recuperarse y para mediados
de 1870 estaban tomando la ofensiva en varios frentes. Ya comenzaban
a aparecer jefes militares que se imponían por méritos
de guerra, no a causa de que habían tenido una posición
social destacada; ya se aceptaba la jefatura de un Máximo Gómez,
miembro de la pequeña burguesía que además no era
cubano; ya se oía hablar de jefes negros, como Guillermón
Moneada, o mulatos como Antonio y José Maceo. Pero subsistían
los caudillos locales, como Vicente García en la zona de Las
Tunas o Ignacio Agramonte en Camagüey. Este último llegó
a ser una figura excepcional; su cultura, su capacidad de heroísmo
y sus condiciones de carácter indicaban que estaba llamado a
ocupar el primer lugar de la revolución. Para el año de
1871 era el jefe in discutido de Camagüey y para 1872 era el más
brillante de los generales cubanos.
En diciembre de 1870 ocupó la Capitanía General de la
isla el conde de Valsameda; al comenzar el año 1871 la revolución
estaba tomando fuerza en Oriente y Camagüey, pero al mismo tiempo
la tomaban los voluntarios en La Habana. A fines de agosto, el capitán
general tuvo que autorizar el fusilamiento del poeta Juan Clemente Zanea,
en un esfuerzo para aplacar a los voluntarios, que querían más
víctimas y más propiedades de cubanos; en noviembre se
produjo el caso de los estudiantes de Medicina, que fue una culminación
del proceso de guerra social llevada adelante por los voluntarios.
Sucedió que el periodista Gonzalo Castañón, vocero
de los voluntarios, fue muerto por un emigrado cubano en Cayo Hueso,
Florida, en enero de ese año, y en noviembre apareció
rayado el cristal de su tumba en La Habana. El gobernador de La Habana
detuvo personalmente aun numeroso grupo de estudiantes de Medicina a
quienes acusó de haber profanado la tumba de Castañón.
Si la acusación hubiera sido probada, los estudiantes pudieran
ha- I ber sido condenados a algunos días de cárcel y tal
vez a una multa; sin embargo, aun sin tener pruebas, los voluntarios
se lanzaron a las calles a pedir el fusilamiento de esos jóvenes.
El estado de agitación creado el día 26 de noviembre fue
de tal naturaleza, que el general Crespo, capitán general interino
—pues Valsameda se hallaba en el interior de la isla—, ordenó
que un consejo de guerra, juzgara a los estudiantes. Estos fueron absueltos,
lo que provocó tal ira entre los voluntarios, que reclamaron
un nuevo consejo de guerra formado por representantes de los batallones
de voluntarios.2 Cuando se leyeron las condenas, 8 a muerte y 34 a presidio,
el capitán Capdevila, defensor de los estudiantes, rompió
su espada en' demostración de protesta. Valsameda se apresuró
a anunciar su llegada a La Habana, lo que provocó el cumplimiento
inmediato de la condena, pues los voluntarios temían que el capitán
general. podía demorar los fusilamientos. Los estudiantes, todos
jóvenes de menos de veinte años, fueron fusilados el 27
de noviembre (1871).; Valsameda comprendió que con esos métodos
la guerra de Cuba se agravaría y el 30 de mayo del año
siguiente presentó su dimisión Mientras tanto, la situación
en el campo revolucionario no podía mejorar. El presidente Ulises
S. Grant, siguiendo la política norteamericana de impedir que
Cuba fuera independiente mientras no pudiera caer bajo el poder de los
Estados Unidos, había prohibido la salida de armas para la isla,
y las luchas de la Cámara de Representantes contra Céspedes
habían convertido el Gobierno de la república en armas
en un cuerpo envenenado por las divisiones. Por otra parte, la miseria
se había extendido por todas partes. Céspedes vivía
en un bohío cuyos únicos muebles eran una hamaca y una
mesa rústica; estaba perseguido a la vez por los españoles
y por sus compañeros de lucha; cada general cubano recelaba de
él. El 11 de mayo de 1873 murió Agra-monte en el combate
de Jinaguayú; su cadáver quedó en manos españolas,
que lo quemaron y lo enterraron en un lugar secreto. Máximo Gómez
pasó a ocupar la jefatura de Camagüey y el mando de Oriente
quedó dividido entre Calixto García y Vicente García.
En esos dos jefes se apoyó la Cámara para destituir a
Céspedes.
Calixto García había ganado el 25 de septiembre la importante
acción de Rejondón de Báguanos, en la que le causó
unos 300 muertos y le tomó un buen botín de guerra al
coronel español Gómez Domínguez, que mandaba una
columna de 1.500 hombres, de manera que la Cámara tenía
el respaldo de un militar victorioso cuando se reunió el 20 de
octubre en Bijagual para desconocer a Céspedes. Allí,
en Bijagual, se hallaba Calixto García con 3.000 hombres. Céspedes
presentó su renuncia, pero la Cámara no la aceptó
sino que lo destituyó el día 28 de octubre y designó
en su lugar al marqués de Santa Lucía, don Salvador Cisneros
Betancourt, del grupo de los grandes terratenientes de Camegüey.
Cisneros Betancourt formó Gobierno con conocidos enemigos de
Céspedes, como Francisco Maceo Osorio y Vicente García.
El iniciador de la revolución pidió permiso para salir
del país y le fue negado; al contrario, se le ordenó seguir
al Gobierno adonde éste se moviera; después se le retiró
la escolta, y al final se le autorizó a retirarse a cualquier
sitio dentro de Cuba, y se fue a San Lorenzo, en la Sierra Maestra,
donde en marzo de 1874 lo asaltó una columna española
despachada desde Santiago de Cuba. Antes de caer había disparado
la última bala de su revólver. En la hora de su muerte
no tenía a su lado ni a un cubano. Calixto García seguía
combatiendo con éxito, pero sin salir de Holguín, que
era su feudo; Vicente García obtenía victorias, pero en
su feudo de Las Tunas. El único jefe militar con una visión
nacional de la guerra, Máximo Gómez, no podía ser
un líder político, entre otras razones porque no era cubano.
Gómez reclamaba fuerzas para llevar la guerra a Occidente, pero
los jefes orientales no querían desprenderse de las que tenían.
La insistencia de Gómez sobre el Gobierno y sobre los dos generales
García dio al fin algunos frutos, y al empezar el mes de febrero
de 1874 comenzó su marcha hacia Occidente; pero esa marcha quedó
frustrada con la acción del Naranjo, donde los cubanos derrotaron
la columna del brigadier Báscones, pero al precio de quedarse
sin parque y de un alto número de heridos, entre ellos oficiales
de valor y capacidad como Guillermón Moneada y Flor Crombet.
Algo parecido sucedió en la batalla de Las Guásimas, que
duró desde el 15 hasta el 17 de marzo. También en Las
Guásimas quedaron vencedores los cubanos, pero ya no les sobraban
fuerzas para marchar a Occidente.
Al comenzar el mes de octubre (1874) el general Calixto García
se movía por la zona de Bayamo con una escolta de unos 40 hombres.
El día 5 tomó un corto descanso en San Antonio la Baja
mientras sus acompañantes recorrían el lugar en busca
de viandas. Una patrulla española que andaba por la zona sorprendió
al general; éste luchó, pero cuando advirtió que
sólo le quedaba una bala en el revólver se dio un tiro
bajo la barba para no caer prisionero. El tiro, sin embargo, no lo mató;
le salió por la frente, y el herido fue transportado a Santiago
de Cuba, donde los españoles le atendieron hasta curarlo; después
se le envió preso a España. Así, Cuba perdió
el mejor de los generales que había producido el grupo de los
caudillos locales del cuadrilátero Manzanillo-Tunas-Holguín-Jiguaní.
Máximo Gómez persistía en llevar la guerra a Matanzas,
La Habana y Vueltabajo. y a pesar de la oposición del Gobierno
cruzó en el mes de enero de 1875 la trocha de fuertes que habían
formado los españoles entre Júcaro, al Sur, y Morón,
al Norte, y entró en Las Villas, donde organizó guerrillas
y comenzó a desatar ataques y a levantar el espíritu revolucionario,
a pesar de lo cual no pudo conseguir que la revolución avanzara.
Mientras tanto, la situación política de la revolución
se descomponía cada vez más deprisa. En abril de 1875
Vicente García organizó un movimiento para que los militares
desconocieran al marqués de Santa Lucía como presidente
de la república en armas; el marqués renunció el
1 de julio de 1875 y le sucedió el presidente de la Cámara,
el coronel Juan Bautista Spotorno, en condición de interino.
El 20 de marzo de 1876 tomaron posesión de sus puestos los nuevos
miembros de la Cámara; el día 28 llegaron a Las Villas
los refuerzos que el general Gómez había estado esperando
durante más de un año; pero se trataba de unos 400 hombres
que le enviaban Antonio Maceo y Modesto Díaz, dos jefes que no
pertenecían al sector de los caudillos locales de Oriente, dato
muy significativo; el día 29 quedó elegido presidente
de la república Tomás Estrada Palma; el día 31
Gómez anotaba en su diario que las luchas internas estaban dando
síntomas de presencia en Las Villas.
Y así era. Aquella revolución que llevaba ya más
de siete años, en la que habían muerto tantos cubanos,
en la que tantos habían perdido sus bienes, no había logrado
superar el nivel de empresa individual de cada jefe. Cuba no había
dado un caudillo como Bolívar o como Toussaint o Dessalines.
En realidad, la composición social del país no lo permitía.
La clase dominante de Oriente, Camagüey y una parte de Las Villas
era la oligarquía terrateniente, ganadera y azucarera, pero esto
último en proporción pequeña y a base de ingenios
anticuados y antieconómicos; en esos territorios la pequeña
burguesía estaba compuesta mayormente por cubanos agricultores.
La clase dominante de Occidente estaba compuesta por una burguesía
industrial azucarera que no se unió a la revolución, y
la pequeña burguesía era sobre todo española y
canaria, fanáticamente antirrevolucionaria. Los esclavos de Oriente,
Camagüey y parte de Las Villas se fueron a la guerra con sus amos,
los de Occidente siguieron también a sus amos en su posición
de indiferencia. Los occidentales de la burguesía o de la oligarquía
terrateniente o de la pequeña burguesía que podían
sumarse a la guerra, o emigraron y se quedaron en la emigración,
o salieron hacia Camagüey y Oriente para unirse a los que combatían.
Limitada a la mitad oriental de la isla, la revolución quedó
afectada por las luchas internas de sus jefes, y esas luchas provenían
de las características de clase de esos jefes.
En marzo de 1877 el general Vicente García encabezó otro
golpe contra el Gobierno. Había recibido órdenes de trasladarse
a Las Villas para llevar a cabo la invasión de Occidente, única
posibilidad de convertir la revolución en un movimiento nacional,
tal como venía afirmándolo Máximo Gómez
desde hacía tiempo; pero Vicente García no aceptaba la
idea de alejarse de su territorio de Las Tunas. El día 11 de
mayo, una junta de oficiales y jefes convocados por él acordó
llamar "al pueblo y al ejército en armas a derrocar a Estrada
Palma, disolver e iniciar un movimiento de reformas político-militares".
La sedición se extendió a todo Oriente, donde sólo
Antonio Maceo se negó a sumársele. Los esfuerzos de Máximo
Gómez para evitar el fracaso total fueron inútiles. La
larga y costosa revolución cubana estaba herida de muerte.
El general Arsenio Martínez Campos, a cuyo cargo estaban las
fuerzas españolas de Cuba, aprovechaba esta situación
de la revolución y al mismo tiempo atacaba a fondo en Camagüey
y Oriente y ofrecía la paz en condiciones que muchos cubanos
consideraban buenas. A mediados de 1877 no quedaban en todo el campo
revolucionario más fuerzas organizadas que las de Flor Crombet
y Antonio Maceo, y el 7 de agosto éste fue herido en un combate
que tuvo lugar en los Mangos de Mejías, cerca de Mayarí.
Máximo Gómez, que se hallaba presente porque había
sido enviado por el Gobierno a estudiar el estado de la revolución
en Oriente, terminó el combate al frente de las fuerzas cubanas;
después dejó el mando de las fuerzas de Maceo a Modesto
Díaz y volvió a Camagüey, donde se hallaba el Gobierno
trashumante de la república.
En ese momento Suecia se retiraba del Caribe. Desde hacía setenta
años habían empezado las proposiciones para que el país
abandonara San Bartolomé. En 1831 la isla no podía mantenerla
con sus propios medios, pues el uso de la remolacha en la producción
azucarera de Europa convertía en antieconómico el negocio
de la caña en territorios pequeños. Suecia tuvo que subsidiar
a San Bartolomé. En 1844.y en 1845 llegaron a oírse en
el Parlamento voces pidiendo que se entregara la isla a otro país.
Pero Suecia no iba a cederla gratuitamente; empezó a negociar
con Francia y obtuvo que ésta le diera 320.000 francos por la
isla, siempre que los colonos que vivían en ella aceptaran la
transacción. Los colonos la aceptaron y el tratado de venta fue
firmado el 10 de agosto de 1877.
La situación cubana seguía de mal en peor. El 19 de octubre
cayó prisionero de los españoles el presidente Estrada
Palma y al terminar el año la Cámara eligió presidente
a Vicente García. El más tenaz de los caudillos locales
de Cuba había llegado, al fin, a la posición que estuvo
persiguiendo durante años. ¿Para qué, sin embargo?
Para poner sobre la revolución moribunda la lápida en
que había de figurar la fecha de su muerte.
Efectivamente, las fuerzas de Camagüey, bajo la autoridad de un
llamado Comité del Centro, firmaron el 10 de febrero el pacto
del Zanjón, que fue aceptado por Vicente García, por los
miembros de la Cámara y por todos los generales con la excepción
de Antonio Maceo. El 15 de marzo, éste y Martínez Campos
se entrevistaron en los Mangos de Baraguá. Maceo rechazó
el acuerdo del Zanjón y al despedirse ambos generales quedaron
en que las hostilidades se reanudarían el día 23. El 16
se redactó un estatuto provisional por el que se regiría
en adelante la revolución y se eligió un Gobierno presidido
por el general Manuel Calvar, a quien sus amigos llamaban Tita. Calvar
pertenecía también al grupo de los grandes terratenientes
del cuadrilátero Manzanillo-Tunas-Holguín-Jiguaní.
Vicente García fue designado general en jefe y Antonio Maceo
jefe de Oriente.
Martínez Campos quiso hacer un esfuerzo más e invitó
a los revolucionarios a una nueva entrevista, que se celebró
el día 22. Al terminar, el general Calvar se despidió
anunciando:
—Mañana se rompen las hostilidades.
Y, efectivamente, a partir del día 23 de marzo comenzaron las
guerrillas cubanas a hostilizar a las tropas españolas donde
quiera que las encontraban, y la única respuesta de los atacados
eran gritos de "¡Viva Cuba, viva la paz!". Ante esta
conducta, comenzaron a presentarse en los campamentos españoles
grupos cada vez más numerosos de cubanos, en ocasiones con todos
sus familiares; pero eran devueltos a las filas revolucionarias con
armas, con ropa nueva, con dinero, con comida. La reacción de
los cubanos fue, naturalmente, negarse a combatir a los que los trataban
de tal modo. Cuando se hizo evidente que ni los españoles ni
los cubanos deseaban proseguir la guerra, el Gobierno provisional pidió
a Maceo que saliera del país y le solicitó a Martínez
Campos facilidades para su salida. El general español puso a
su disposición un baque de guerra que lo llevó a Jamaica.
Tres semanas después, el 28 de mayo, el Gobierno provisional
—el de la protesta de Baraguá— aceptó los
términos de la paz del Zanjón.
Al terminar la guerra, media isla de Cuba estaba devastada. En Camagüey,
por ejemplo, quedaron sólo dos ingenios de azúcar, dos
potreros y unas doscientas reses, y en la capital del departamento,
llamada entonces Puerto Príncipe, había más de
1.000 casas vacías. La clase social que inició y encabezó
la revolución quedó liquidada, lo mismo en Oriente que
en Camagüey; los que salvaron la vida no salvaron los bienes. Las
mujeres de las familias que habían vivido en la esplendidez cosían,
lavaban y planchaban en la emigración. Había millares
y millares de cubanos establecidos en Norteamérica, en todo el
Caribe y hasta en España. Y como sucede siempre, esa emigración
injurió a los luchadores que salieron de Cuba; los acusó
de traidores, echó lodo sobre sus reputaciones.
Sin embargo, el general Calixto García, puesto en libertad a
causa de los términos del acuerdo del Zanjón, se salvó
de esas acusaciones, lo que se explicaba porque estuvo preso en España
desde principios de 1875. Así, cuando llegó a Nueva York
se convirtió en el líder de los que deseaban reanudar
la guerra. La larga lucha, en la que los cubanos demostraron un valor
a toda prueba, con su cúmulo de episodios heroicos y fascinantes,
con su enorme fondo de sacrificios, de muertos, de despojos, de torturados
y vejados, había creado una mística patriótica
y había lleva do el nombre de la isla a todo el mundo. Miles
de cubanos, en la emigración y dentro del país, soñaban
con volver a la guerra, y Calixto García, con su fama de guerrero
esforzado, con su cicatriz en la frente, encarnó esos deseos.
Así, al comenzar el año de 1879 ya había cubanos
recogiendo dinero en la emigración para comprar armas con que
reemprender la lucha bajo el mando de Calixto García.
El movimiento comenzó en la noche del 24 de agosto de 1879 con
el alzamiento de Gibara y Holguín de algunos grupos a quienes
encabezaba Belisario Grave de Peralta; continuó el día
26 con el de José Maceo, Quintín Banderas y Guillermón
Moneada, en Santiago de Cuba; fracasó en La Habana y Matanzas
con la prisión de José Martí, Juan Gualberto Gómez
y otros compañeros. Pero fue sólo el 7 de mayo del año
siguiente (1880) cuando Calixto García pudo llegar a Cuba. Desembarcó
por el sur de Oriente, al pie de la Sierra Maestra; tres semanas después,
José Maceo, Guillermón Moneada y Quintín Banderas,
que no estaban enterados de la presencia del general García en
Cuba, se rendían a las autoridades españolas, que los
enviaron a los presidios de África. Al comenzar el mes de agosto
Calixto García caía también en manos españolas;
en septiembre se rendían en Las Villas los últimos restos
de lo que se llamó la Guerra Chiquita. De los 6.000 cubanos que
habían tomado parte en ella, la tercera parte —esto es,
2.000— dejó la vida en los campos de batalla.
Pero en esa ocasión no hubo guerra social; no quedaba ya en Cuba
contra quien hacerla. La mayoría de los jefes que tomaron parte
en la Guerra Chiquita era gente modesta, de la pequeña burguesía;
muchos de ellos, negros —como Guillermón Moneada y Quintín
Banderas—; mulatos, como José Maceo. Entre los que actuaron
en actividades no militares estaba José Martí, abogado pobre,
hijo de un funcionario español de ínfima categoría;
estaba Juan Gualberto Gómez, también profesional pobre y
además mulato. A los hombres de ese estrato social iba a tocarles
organizar, dirigir y hacer la guerra quince años después.
Calixto García, que participaría en ella, tendría
una posición de segundo orden. Las grandes figuras militares serían
Máximo Gómez y Antonio Maceo; la gran figura civil sería
José Martí. José Martí es la personalidad
más sugestiva y atrayente que ha producido no sólo el Caribe,
sino toda la América española. Tenía a un mismo tiempo,
y en todos los casos en un grado exaltado, inteligencia y sensibilidad,
dulzura y energía, bondad y pasión. Poeta finísimo,
fue el iniciador del movimiento modernista en lengua española.
Nadie en su época hubiera sido capaz de decir, como lo hizo él,
hablando de una bailarina española, que era "la Virgen de
la Asunción bailando un baile andaluz" o "parecía
un alhelí que se pusiera un sombrero". Nadie en su época
era capaz de comenzar un poema como La
Niña de Guatemala: "Quiero a la sombra de un ala contar
este cuento en flor..." Pero escribía en prosa también
un español deslumbrante, rico, preciso, como no se había
escrito antes. Pues bien, ese poeta, ese escritor, hombre físicamente
endeble, enfermo desde jovenzuelo a causa de los trabajos que padeció
en el presidio de Isla de Pinos por su actividad revolucionaria; esa naturaleza
nerviosa, profunda y vehemente se dedicó a organizar la revolución;
le dedicó a esa tarea todos los días de su vida año
tras año. Viajó sin descanso por todo el Caribe y por los
lugares de los Estados Unidos donde había núcleos de emigrados.
Como era un orador excepcional, los cubanos se agolpaban para oírle
y él iba formando clubs o centros a los cuales coordinó
al fin en el Partido Revolucionario Cubano, fundado al comenzar el año
de 1892. En marzo empezó a publicar el periódico Patria;
en abril el partido lo eligió delegado, que equivalía a
la más alta autoridad de la organización, e inmediatamente
se lanzó a preparar la guerra dentro de Cuba y la aportación
de hombres y armas desde el exterior. Las prédicas de Martí
estaban causando una seria impresión en los países de lengua
española del Caribe; no sólo dirigían la atención
de las juventudes de la región hacia la situación de Cuba,
sino que además se reflejaban en la posición de sectores
importantes de esos pueblos frente a sus propios problemas. Los artículos
y los versos de Martí se leían ávidamente en todas
las ciudades, villas y hasta aldeas. Para 1893 el poeta y escritor cubano
era la figura más respetada y a la vez más popular en esos
países.
A principios de 1894 comenzó a resolverse en Nicaragua el problema
mosquito. Desde 1860 Inglaterra había reconocido los derechos de
Nicaragua sobre la Mosquitia, pero de manera limitada, pues los mosquitos
pasaron a ser una reserva con ciertos privilegios legales que Inglaterra
garantizaba mediante algunas cláusulas del tratado anglonicaragüense
que se había firmado ese año. En 1888 la Gran Bretaña
hizo saber que según el tratado y la interpretación que
la había dado su arbitro, el emperador de Austria, Nicaragua no
tenía jurisdicción policial o militar sobre los territorios
de la reserva mosquita. A principios de 1894. con motivo de una divergencia
con Honduras que llegó a tener caracteres de disputa armada entre
los dos países, Nicaragua envió fuerzas a Bluefíelds,
y como los mosquitos comenzaron a agitarse, el general Rigoberto Cabezas
decidió tomar el puerto, lo que hizo en la noche .del 11 al 12
de febrero. El día 12 declaró la ley marcial y desconoció
a las autoridades de la reserva mosquita. La respuesta inglesa fue enviar
al lugar el navío Cleopatra
y desembarcar soldados, y aunque se llegó a un arreglo a base de
un ayuntamiento provisional en que estaban representados los mosquitos
de Bluefíelds, unos cuantos súbditos ingleses, que procedían
de Jamaica y de otros puntos británicos del Caribe, organizaron
un levantamiento que estalló al fin en Corn Island el 3 de julio
y en Bluefíelds el día 5.
Ese levantamiento fue encabezado por el jefe mosquito, pues desde que
el reino de Mosquitia quedó convertido en reserva desaparecieron
los monarcas para ser sustituidos por jefes, pero la jefatura era hereditaria,
como lo había sido la "corona". En julio de 1894, el
jefe era un joven llamado Robert Henry Clarence, que vivía en la
Laguna de las Perlas, al norte de Bluefíelds. Pero el organizador
del movimiento fue E. D. Hatch, que actuaba como vicecónsul británico
en Bluefíelds, con apoyo de los buques de guerra ingleses que pasaban
de tarde en tarde por esas aguas. Al investigar los orígenes del
levantamiento se averiguó que Hatch no era vicecónsul. El
cónsul inglés en San Juan del Norte le había dado
un extraño nombramiento de procónsul y Hatch se dedicó
a actuar como "acting procónsul", una invención
sin precedentes conocidos. Por otra parte, no tenía exequátur
del Gobie no de Nicaragua. En el levantamiento estuvieron mezclados norteamericanos,
ingleses, alemanes, casi todos los comerciantes de Bluefields y numerosos
negros jamaicanos. La lucha se libró en Bluff y en Bluefields y
hubo bajas nicaragüenses. En varios de sus episodios intervinieron
el capitán O'Neil, del crucero norteamericano Marblehead,
como mediador, y marinos ingleses del Cleopatra,
el Mahauk y el Magicienne, del lado mosquito. El general Cabezas
tomó Bluff el 31 de julio, y el día 3 de agosto entró
en Bluefields para tomar posesión de la ciudad en nombre de Nicaragua
sin necesidad de usar las armas. A partir de ese momento la Mosquina quedó
incorporada de hecho a Nicaragua, aunque fue necesario mantener largas
negociaciones con Inglaterra para que esa incorporación quedara
legalizada. Pero, de hecho, a partir del 3 de agosto de ese año
de 1894, Inglaterra dejó de ser un poder efectivo en la Mosquitia.
En la costa caribe de la América Central, la Gran Bretaña
quedó reducida a Belice —British Honduras.
Al terminar el año de 1894 el Partido Revolucionario Cubano,
bajo la dirección de Martí, estaba listo para iniciar
la nueva guerra de independencia de Cuba. La revolución comenzó
el día 24 de febrero, con varios levantamientos en Matanzas,
Las Villas y Oriente, pero sólo los últimos prosperaron.
En poco tiempo los grupos de Oriente reconocieron como su jefe al general
Bartolomé Masó, uno de los pocos sobrevivientes del grupo
de caudillos locales que habían encabezado la guerra de 1868.
Antonio Maceo y Flor Crombet llegaron a Cuba a fines de marzo, por la
playa de Duaba, cerca de Baracoa; Martí y Máximo Gómez
entraron por Playitas, en la costa sur, en la noche del 11 de abril.
El día 20, después de atravesar la región montañosa
del sur rehuyendo persecuciones, lanzándose por precipicios,
y después de haber perdido a su compañero Flor Crombet,
muerto en una emboscada, Antonio Maceo pudo reunirse con fuerzas cubanas
en Vega Bellaca. Mientras tanto, Gómez y Martí, caminando
a pie, con tres o cuatro compañeros, pudieron llegar el día
14 a Vega Batea, donde hallaron un destacamento revolucionario, y el
25 alcanzaron a reunirse con José Maceo, que acababa de dar un
combate. Desde el 16 se hallaba en Guantánamo Martínez
Campos. Martí, Gómez y Maceo vinieron a reunirse el 5
de mayo en el ingenio La Mejorana. Nunca se ha sabido lo que pasó
en esa reunión, pero todo indica que Maceo se opuso a que la
revolución tuviera una dirección civil; sin embargo, el
día 6 mientras Martí y Gómez se dirigían
a la jurisdicción de Bayamo, tropezaron con avanzadas de las
fuerzas de Maceo —que ya era jefe de Oriente— y éstas
los recibieron con vítores, lo que significaba que reconocían
el liderato civil de Martí y el militar de Máximo Gómez,
a quien Martí, como delegado del Partido Revolucionario, había
nombrado jefe de las fuerzas revolucionarias.
Del campamento de Maceo salieron todos; Maceo hacia Holguín y
Gibara-, y Martí y Gómez en busca de Bartolomé
Masó, quien reconoció la jefatura militar de Gómez.
El viejo guerrero dominicano se dedicó a atacar personalmente
a las columnas españolas que operaban por la vecindad. El día
19 (mayo de 1895) fue sorprendido por las fuerzas del coronel Jiménez
San-doval, y mientras se movía buscando el lugar apropiado para
embestirlas, Martí, a quien había dado orden de permanecer
en la retaguardia, montó a caballo y se lanzó sobre el
enemigo. Un pelotón español emboscado a poca distancia
lo alcanzó con sus disparos. En un bohío de campesinos
de la vecindad le dieron a Máximo Gómez una nota escrita
por el jefe español: "Llevo al hermano Martí herido'7,
le decía. No iba herido. Aquel ser extraordinario, nacido para
crear hermosuras, había caído para siempre. Casi sesenta
años después, cuando se le juzgaba por el ataque al cuartel
Moneada, al preguntársele quién era el autor intelectual
de ese ataque, Fidel Castro respondió: "José Martí."
Y efectivamente, José Martí estuvo siendo, medio siglo
después de muerto, el inspirador de todas las luchas por las
libertades cubanas. Había sido sacrificado a los cuarenta y dos
años, pero había dejado una obra escrita caudalosa y un
ejemplo fascinante, que fue seguido con ardor indescriptible por tres
generaciones de jóvenes cubanos. Todo lo que escribió,
aun las cartas más breves, conserva la frescura de lo auténtico.
Gómez siguió operando por la región, acompañado
sólo de unos 22 hombres, pero a principios de junio tenía
consigo cinco veces más; a mediados de mes se le reunió
el marqués de Santa Lucía, que se había levantado
en Camagüey; inmediatamente entró en tierras de Camagüey
y comenzó lo que se conoce en la historia militar de Cuba con
el nombre de "la campaña circular", una serie de ataques
relampagueantes alrededor de Camagüey, en los cuales batió
todas las fuerzas españolas de la región y desconcertó
al enemigo. Su plan era entrar en Las Villas y llevar la guerra a Occidente.
Ordenó a Maceo que reuniera todas sus fuerzas y él se
dirigió a Las Villas.
Maceo, mientras tanto, había estado operando entre Manzanillo,
Bayamo y los campos de Santiago de Cuba. El 12 de julio había
atacado en Peralejo una columna de 1.500 españoles en la que
iba el capitán general, pero cuyo jefe era el general Santocildes.
Santocildes murió en esa acción, y aunque Martínez
Campos tomó el mando de las fuerzas no pudo impedirla derrota.
La campaña de Gómez en Camagüey vino a aumentar la
pesadumbre del capitán general, que se hizo cargo de que esa
guerra no se parecía a la de 1868; pidió que se enviaran
a Cuba 25.000 hombres y presentó su dimisión, que el Gobierno
español no aceptó.
Antes de concentrar sus fuerzas para la invasión de Occidente,
Maceo le hizo saber a Gómez que debía organizarse el Gobierno
de la revolución, idea que el general en jefe consideró
buena, y fijó el pueblo de Jimaguayú, en Camagüey,
como punto donde debían reunirse los representantes que redactarían
una constitución y elegirían un gobierno. Mientras tanto.
Maceo obtenía otra nueva victoria en Sao del Indio, y a Las Villas
llegó un importante alijo de armas enviado por Estrada Palma,
quien había pasado a ocupar en el exterior el puesto de Martí.
La asamblea de Jimaguayú eligió un gobierno presidido
por el marqués de Santa Lucia. El general Masó fue designado
vicepresidente; Máximo Gómez quedó confirmado como
general en jefe. Nombrado lugarteniente general. Maceo formó
la columna invasora en los Mangos de Baraguá. Gómez pasó
la trocha de Júcaro a Morón a finales de octubre; el 17
atacó y tomó el fuerte Pelayo, en plena trocha, y el 18,
el de Río Grande. Diez días antes Maceo daba los combates
de Guaramanao y el Lavado, con los cuales se abrió paso para
entrar en Camagüey. El día 30 la columna invasora había
cruzado la trocha y había entrado en Las Villas. Ese mismo día
se reunían en San Juan las fuerzas de Gómez y Maceo, 4.000
hombres en total, 3.000 de ellos de caballería. Con esas fuerzas,
y el respaldo popular, la revolución cubana iba a enfrentarse
a más de 200.000 soldados y 60.000 voluntarios españoles
en la más asombrosa campaña guerrillera que había
conocido el mundo hasta ese momento.
El territorio donde iban a operar Gómez y Maceo es tan estrecho,
que en algunos lugares no tiene más de 35 kilómetros de
mar a mar; su mayor parte —en Las Villas, Matanzas y La Habana—
estaba cruzado de caminos, ferrocarriles y líneas telegráficas;
el poder de fuego español y los medios de que disponía
no se habían conocido en los días de las guerras de independencia
de América ni en los de las luchas de los españoles contra
Napoleón. Desde el punto de vista de la lógica militar,
la campaña de Occidente parecía una locura. Sin embargo,
en Cuba había habido cambios que harían posible el triunfo
de esa locura". Ya había sido abolida la esclavitud; ya
la jefatura de la revolución no se hallaba en manos de terratenientes
ganaderos y dueños de ingenios, sino en la de gente de la pequeña
burguesía, en quien la masa del pueblo libre de Occidente tenía
confianza. Por otra parte, la pequeña burguesía española
y canaria que había hecho en 1868-1878 la guerra social contra
los cubanos ricos no podía hacerla en 1895, porque la clase directora
del país era otra en 1895; era una burguesía industrial,
dueña de ingenios de vapor, compuesta en gran medida por españoles
y también por extranjeros. Los cubanos de esa burguesía
azucarera no combatían al Gobierno español, se habían
agrupado en el partido autonomista, tolerado por las autoridades, y
hacían constantes manifestaciones públicas de que ellos
querían la autonomía, no la independencia, de manera que
a los voluntarios les era totalmente imposible levantar contra ellos
el odio que habían logrado levantar contra la oligarquía
terrateniente y ganadera en la guerra de 1868. Por otra parte, tampoco
podían los voluntarios conseguir que se despojara de sus propiedades
a la burguesía española azucarera o a los grandes comerciantes
españoles; luego, ya no había base para reanudar la guerra
social porque no había nada que ganar en ella En España,
en cambio, la invasión del Occidente cubano produjo un paroxismo
patriótico. Gobernantes y gobernados, aristocracia y burguesía,
partidos y periódicos, la casi totalidad de los españoles
se exaltó y pedía mano dura en Cuba. Eso también
tenía una explicación. En España había millares
de familias que estaban vinculadas económica o sentimentalmente
a Cuba, donde había centenares de miles de españoles que
trabajaban como tenderos, como funcionarios públicos, como artesanos;
en España vivían retirados muchos propietarios importantes
de comercio, de casas de alquiler y de ingenios cubanos; Cuba era el
mejor mercado de exportación de España; los bancos españoles
tenían sucursales en la isla. En suma, Cuba y Puerto Rico eran
en el siglo XIX, pero sobre todo en esa parte final del siglo, dos colonias
españolas, cosa que no había sucedido con los demás
territorios americanos, porque antes de las guerras de independencia
de principios del siglo ésas habían sido provincias ultramarinas
de España, no colonias. Pero además, Cuba, con su alto
desarrollo económico y cultural, era la flor del imperio español;
y millones de españoles tenían conciencia de eso.
Cuando las fuerzas cubanas comenzaron a operar en los alrededores de
La Habana, Martínez Campos reiteró su dimisión,
que le fue aceptada a principios de 1896. En su lugar fue enviado a
Cuba el general Valeriano Weyler, que llegó a La Habana el 10
de febrero. Seis días después el nuevo capitán
general hizo publicar varios decretos en virtud de los cuales la guerra
de Cuba iba a convertirse en una lucha sin cuartel. Weyler pidió
más tropas y llevó el ejército de operaciones a
más de 205.000 hombres; prometió acabar con la insurrección
en dos años; ordenó la concentración de los campesinos
en los sitios donde hubiera guarniciones españolas, con lo cual
quedó virtualmente liquidada la producción de viandas
y animales de carne y comenzó a generalizarse el hambre y la
muerte por inanición. Los cubanos, por su parte, estaban llevando
a cabo la llamada "campaña de la tea", esto es, la
destrucción, por medio del fuego, de todos los ingenios y cañaverales.
Maceo había pasado a Vueltabajo, Gómez se movía
de La Habana a Matanzas; se combatía constantemente en un punto
o en otro, en Las Villas, en Camagüey, en Oriente. ' En abril de
1896 el Gobierno norteamericano del presidente Cleveland insinuaba a
España que debía modificar su política en Cuba.
La prensa de los Estados Unidos comenzó a desenvolver una campaña,
que fue creciendo día por día, en que se denunciaban las
crueldades que se cometían en Cuba, lo que sin duda respondía
a un sentimiento generalizado no sólo en los Estados Unidos sino
en todo el mundo occidental, pero respondía también a
una finalidad política: ir preparando el camino para la intervención
norteamericana en la guerra. Es probable que para los capitalistas de
los Estados Unidos resultara más alarmante lo que estaban haciendo
los cubanos —la destrucción de la industria azucarera de
la isla—, que lo que estaban haciendo Los españoles. De
todos modos, lo que no admite discusión es que si se multiplicaran
por un millón las crueldades de Weyler en Cuba, todavía
se quedarían cortas comparándolas con las que iban a cometer
los norteamericanos en Vietnam setenta años después, con
el agravante de que Vietnam no había tenido nunca vínculo
alguno con los Estados Unidos mientras que Cuba había sido durante
cuatro siglos una parte de España.
Sería imposible dar en este libro una idea, aunque fuera aproximada,
de lo que fue la campaña de Occidente, con sus innumerables acciones,
unas pequeñas y otras grandes; con los rápidos movimientos
de las fuerzas cubanas, que operaban a base de una asombrosa movilidad,
atacando en un punto y escurriéndose para aparecer inmediatamente
después en otro distante; con las reuniones de Maceo y Gómez,
que juntaban sus fuerzas para una determinada acción y volvían
a separarse, el primero para volver a Vueltabajo y el segundo para internarse
en Matanzas. Durante todo el año de 1896 y todo el año
de 1897 los cubanos mantuvieron la ofensiva sin cesar en Occidente,
a base de ataques veloces, de tipo guerrillero, hechos generalmente
con pocas fuerzas, y nunca, o casi nunca, con el propósito de
tomar un punto y permanecer en él. Sus bajas, que eran relativamente
pequeñas en cada ataque, sumaban al fin mucho, pero eran respuestas
sin cesar por los que llegaban a tomar las armas. A mediados de 1896
Máximo Gómez se trasladó a Camagüey para reorganizar
las fuerzas de la región, y luego a Oriente, donde había
caído luchando José Maceo, jefe militar de Oriente. Gómez
lo sustituyó con Calixto García. Tras diez días
de sitio, García tomó Guáimaro a fines de octubre,
y fue una victoria importante porque Guáimaro estaba protegida
por 8 fortines y tenía una guarnición grande. Después
de la toma de Guáimaro, Gómez se dirigió a Occidente.
Al comenzar el mes de diciembre, el día 7, Maceo fue muerto en
una acción de escaso valor en Punta Brava, y junto con él
cayó Panchito Gómez, el hijo mayor del anciano general
en jefe de la revolución.
Weyler creyó que la muerte de Antonio Maceo significaba el final
de la revolución. Cánovas del Castillo, el jefe del Gobierno
español, había dicho que el problema de Cuba podía
resolverse con dos balas afortunadas, con lo cual aludía a la
posibilidad de que Gómez y Maceo murieran en la lucha. Maceo
cayó, pero no Gómez; en cambio, Cánovas, que no
podía esperar una muerte de bala, murió de un tiro que
le disparó el 8 de agosto de 1897 el anarquista italiano Miguel
Angiolillo. Sin embargo, antes de morir Cánovas se había
dado cuenta de que la guerra de Cuba no iba a ser ganada sólo
con el poder de las armas y desde principios de febrero (1897) había
obtenido del rey un decreto que satisfacía prácticamente
todas las demandas del partido de los autonomistas, en el cual se hallaban
los azucareros cubanos, sólo que el real decreto no fijaba fecha
de aplicación. A principios de marzo había tomado posesión
de la presidencia de los Estados Unidos William McKinley y en junio
enviaba al Gobierno español un ultimátum virtual para
que la guerra de Cuba fuera "al menos conducida según los
códigos militares civilizados”. Desde el mes de febrero
Máximo Gómez había establecido su cuartel general
en La Reforma, en la provincia de Las Villas, y allí iba a estar
hasta el final de la guerra, moviéndose en un territorio de 50
a 60 kilómetros cuadrados, del cual no pudo ser echado por todo
el poder militar de Weyler. El general español lanzó sobre
Gómez 38 batallones y 2 regimientos de caballería, pero
hacia el mes de junio había tenido más de 30.000 bajas,
sólo por enfermedades. El mismo Weyler dirigía desde Sancti
Spiritus las operaciones contra Gómez, con lo cual los planes
del jefe de la revolución se cumplían, puesto que lo que
él se proponía era precisamente llamar sobre sí
la atención de Weyler y con ella el mayor número de soldados
españoles a fin de que las columnas revolucionarias que operaban
en la provincia de La Habana y en la de Matanzas pudieran moverse con
más libertad.
Efectivamente, esas columnas actuaban en La Habana y además aumentaban
su número y su fuerza, de manera que a mediados de año,
varios meses después de la muerte de Maceo, la situación
militar española en la región occidental era peor que
antes. El general Weyler se había equivocado; la muerte de Antonio
Maceo no había puesto fin a la guerra cubana.
A la caída de Maceo el general Calixto García había
sido designado lugarteniente general, y García, el mejor de los
generales que había dado el grupo de los grandes propietarios
de Oriente, atacó Las Tunas y la tomó el 30 de agosto,
después de dos días de lucha; tomó un botín
de 1.000 fusiles y 1.000.000 de tiros, retuvo la importante plaza seis
días y la abandonó después de haberla destruido.
A fines de septiembre se reunió en La Yaya, Camagüey, una
asamblea que debía redactar la constitución definitiva
del Gobierno revolucionario, pues la de Jimaguayú estaba limitada
a durar sólo dos años. La nueva Constitución quedó
firmada el 29 de octubre; inmediatamente se eligió un nuevo Gobierno,
presidido por el general Bartolomé Masó. No podía
haber una demostración más contundente del vigor de la
revolución que esa prueba de capacidad para dominar el territorio
cubano —al punto de que los asambleístas se reunían
donde querían— y para darse la organización política
adecuada. Weyler había fracasado, y el Gobierno español,
que lo comprendió así, había designado el 9 de
octubre un nuevo capitán general de la isla, el marqués
de Peñaplata, general Ramón Blanco, que llegó a
La Habana el día 31 de ese mes.
El 25 de noviembre se publicó un real decreto en que se ordenaba
el establecimiento del régimen autónomo en Cuba, a partir
del día 1 de enero de 1898. El día 29 Calixto García
tomaba el punto fuerte de Guisa, al pie de la Sierra Maestra, y lo abandonaba
el 4 de diciembre después de haberle dado fuego. La toma de Guisa,
según dijo el propio general García, era la respuesta
cubana al real decreto del 25 de noviembre.
Los representantes de la revolución que habían elaborado
la Constitución de La Yaya lo habían declarado ya en ese
documento fundamental: los cubanos sólo dejarían sus armas
cuando la isla fuera independiente. La autonomía, aspiración
de la burguesía azucarera, no satisfacía ya al pueblo.
El reloj de la Historia no camina hacia atrás, y la retrasada
burguesía cubana se hallaba fuera de hora, pecado que pagaría
con creces sesenta años después.
Capítulo XXIV
El siglo del imperio norteamericano
El 25 de noviembre de 1897 se
había publicado el real decreto que ordenaba establecer el régimen
autonomista en Cuba a partir del 1 de enero de 1898. Pues bien, un mes
después, el 24 de diciembre, el subsecretario de la Guerra de los
Estados Unidos, J. M. Breackseason, enviaba al teniente general Nelson
A. Miles una carta que ha sido publicada varias veces y nunca ha sido
desmentida; y se trata de una caita que habla por sí sola, dado
que fue escrita un mes y tres semanas antes de que se produjera la explosión
del crucero Maine, hecho que
se presenta como el punto de partida de la llamada guerra hispano-americana.
En esa carta se le completaban al general Miles "las instrucciones
que sobre la parte de la organización militar de la próxima
campaña de las Antillas" se le habían dado antes,
probablemente de manera verbal, y se le hacían "algunas
observaciones relativas a la misión política que como
general en jefe de nuestras fuerzas, recaerá en Ud". El
último párrafo de la carta comenzaba así: "La
época probable de nuestra campaña será el próximo
octubre; pero es conveniente ultimar el menor detalle para estar listos
ante la eventualidad de que nos viésemos precisados a precipitar
los acontecimientos para anular el desarrollo del elemento autonomista
que pudiera aniquilar el movimiento separatista." Como puede verse,
el real decreto del 25 de noviembre (1897) apresuró la descarga
de un golpe que estaba preparado. Ese golpe era la intervención
de los Estados Unidos en la guerra de los cubanos contra España,
y sería también el punto de partida para la actuación
de un nuevo imperio en la frontera imperial del Caribe.
Se ha tejido toda una leyenda alrededor de la idea de que la voladura
del crucero norteamericano Maine en la bahía de La Habana provocó
la intervención de los Estados Unidos en la guerra, pero la carta
del subsecretario Breackseason indica que antes del 24 de diciembre
de 1897 ya se había designado al general en jefe de las fuerzas
que iban a participar en esa guerra y se le habían dado instrucciones
que fueron ampliadas en la carta; luego, antes de que terminara el año
de 1897 se tenía un plan general de acción para actuar
en Cuba. El plan seria ejecutado a mediados de 1898, prácticamente
sin variaciones. En cuanto a la llamada visita del Maine a La Habana,
no fue una visita; el buque fue enviado a petición del cónsul
norteamericano en la capital de la isla, el señor Fitzhhugh Lee.
En La Habana había habido desórdenes importantes provocados
por voluntarios y militares españoles opuestos a la autonomía
de Cuba, que había comenzado a ponerse en vigor el 1 de enero;
los desórdenes llegaron a ser alarmantes el día 12, y
el cónsul pidió a su Gobierno que enviara a La Habana
un buque de guerra para "proteger la vida y las propiedades de
los ciudadanos norteamericanos". Debido a esa solicitud se dio
orden de enviar a la capital cubana el Maine, que llegó al puerto
habanero el día 24 de enero (1898). Si se hubiera tratado de
una visita, el Maine habría estado en La Habana dos o tres días,
y tal vez una semana, aunque esto hubiera sido mucho tiempo. Pero el
Maine se estableció en la bahía de la capital cubana hasta
que voló a efectos de una explosión el 15 de febrero en
la noche, es decir, veintitrés días después de
haber echado anclas en el puerto. Uno tiene necesariamente que preguntarse
qué hubieran hecho los Estados Unidos con ese buque si no hubiera
volado esa noche, puesto que hubiera sido una provocación inexplicable
mantenerlo más tiempo en La Habana.
La explosión del Maine causó la muerte de 280 de sus tripulantes:
Theodore Roosevelt, subsecretario de la Marina de su país, dijo
que la pérdida del buque no se debía a un accidente, lo
que era una acusación velada, aunque siniestra; pero la prensa
norteamericana acusó abiertamente a España de haber minado
el Maine. El Gobierno de los Estados Unidos nombró una comisión
para que investigara las causas del desastre, y sus conclusiones fueron
éstas: "... el Maine fue destruido por la explosión
de una mina submarina que causó la explosión parcial de
dos o más de los pañoles de proa. La Comisión no
ha podido obtener testimonios que fijen la responsabilidad de la destrucción
del Maine sobre ninguna persona o personas". España formó
otra comisión, cuya conclusión fue que la explosión
se había originado dentro del buque, no afuera. El Gobierno español
propuso poner el asunto en manos de una comisión neutral y declaró
que aceptaba de antemano lo que dijera esa comisión; pero el
Gobierno de los Estados Unidos no aceptó esa propuesta; lo que
hizo fue responder a España con la amenaza de comunicar al Congreso
norteamericano el informe de su propia comisión si España
no se avenía a liquidar rápidamente el caso del Maine
con un arreglo que garantizara la paz de Cuba. Y como España
no podía aceptar esa imposición, porque hubiera sido admitir
tácitamente su culpabilidad en la voladura del buque, McKinley
la acusó en su célebre mensaje del 11 de abril, enviado
al Congreso norteamericano con estas palabras: "... en todo caso
la destrucción del Maine por una causa exterior cualquiera es
una prueba (de que) el Gobierno español no puede garantizarla
seguridad de un buque de la marina americana en visita amistosa al puerto
de La Habana"". Pero no había ninguna prueba —ni
la ha habido hasta hoy, setenta años después— de
que la destrucción del Maine se debiera a "una causa exterior
cualquiera" ni el buque estaba "en visita amistosa al puerto
de La Habana".
En las negociaciones a que dio lugar la voladura del crucero, McKinley
exigió el 25 de marzo que España pusiera al pueblo cubano
"en condiciones de mantenerse económicamente" y que ofreciera
"a los cubanos completo self-government
con una indemnización razonable", y cuando el Gobierno
español preguntó qué quería decir self-government
,
el Departamento de Esta do respondió que "self-government
con indemnización significaba independencia cubana". Esta
respuesta estaba fechada el día 28; el día 29, el presidente
McKinley sometía a España los siguientes puntos:
1) Los Estados Unidos no quieren la isla de Cuba.
2) Los Estados Unidos quieren una paz inmediata (en Cuba).
3) Los Estados Unidos sugieren un armisticio (en Cuba) hasta el primero
de octubre.
En la carta del 24 de diciembre, dirigida al general Miles por el subsecretario
de la Guerra, se había dicho: "La época probable
de nuestra campaña será el próximo octubre."
Cada quien que saque su propia conclusión de esa curiosa coincidencia.
El presidente McKinley exigió que se respondiera a lo que él
llamaba sugerencia en el término de tres días, pero el
Gobierno español pidió más tiempo. El señor
Woodford, ministro norteamericano en Madrid, cablegrafió a Washington
que si se le daba el tiempo necesario "estaba seguro de conseguir
la paz en Cuba antes del próximo octubre, con justicia para Cuba
y protección para nuestros grandes intereses", y el día
3 de abril se le respondió preguntándole si creía
que la paz "que tanta confianza tiene en obtener, significa la
independencia de Cuba". Woodford telegrafió inmediatamente
preguntando si el presidente podría impedir una declaración
hostil del Congreso en caso de que la reina de España proclamase
una suspensión de hostilidades en Cuba antes del 6 de abril a
mediodía, y el departamento de Estado respondió que el
presidente no podía hacer ese compromiso. El cable del Departamento
de Estado a su ministro en Madrid fue puesto en Washington el día
5 en la noche, de manera que no daba tiempo a ninguna gestión
para que la reina declarara la suspensión de las hostilidades
el 6 a mediodía, pero además ese día 5 se le había
ordenado al cónsul norteamericano en La Habana que evacuara a
los ciudadanos norteamericanos que residían en la capital de
Cuba. El que conozca todos estos detalles tiene que preguntarse qué
era lo que querían los Estados Unidos, pues pedían la
paz en Cuba y cuando España la ofrecía rechazaban la oferta.
Esto último iba a verse mejor en los movimientos políticos
que iban a producirse inmediatamente. El día 9 en la mañana,
el Gobierno español concedió un armisticio en Cuba; el
día 10, el ministro español en Washington comunicó
oficialmente la medida al Departamento de Estado, y, sin embargo, el
día 11 el presidente McKinley sometió al Congreso su conocido
mensaje en el que pedía autorización para "emplear
las fuerzas militares y navales de los Estados Unidos en la medida en
que pueda ser necesario" para poner fin a la guerra de Cuba, y
el día 19 el Congreso daba su histórica resolución
conjunta, concebida en estos términos: "Primero: que el
pueblo de la isla de Cuba es, y tiene el derecho de ser, libre e independiente.
Segundo: que los Estados Unidos tienen el deber de pedir, y, por tanto,
el Gobierno de los Estados Unidos pide que el Gobierno español
renuncie inmediatamente a su autoridad y Gobierno sobre la isla de Cuba
y retire de Cuba y de las aguas cubanas sus fuerzas terrestres y navales.
Tercero: que se autorice y faculte al presidente de los Estados Unidos,
como lo está por la presente, para usar todas las fuerzas terrestres
y navales de los Estados Unidos, y para movilizar las milicias de los
diversos Estados al servicio de los Estados Unidos, en la medida que
pueda ser necesario para la ejecución de la presente resolución.
Cuarto: Que los Estados Unidos declinan por la presente toda disposición
o intención de ejercer soberanía, jurisdicción
o autoridad sobre dicha isla, excepto para su pacificación, y
afirma su determinación, una vez ésta realizada, de dejar
el Gobierno y control de la isla a su pueblo."
En esa resolución conjunta no se mencionó a Puerto Rico.
Es más, Puerto Rico no aparece mencionado ni una sola vez en
todo el curso de las negociaciones iniciadas a raíz de la explosión
del Maine. Pero en la carta del subsecretario Breackseason al general
Miles se decía: "El problema antillano se presenta bajo
dos aspectos: uno, el relativo a la Isla de Cuba y el otro a Puerto
Rico, así como también son distintas nuestras aspiraciones
y la política que respecto a ellas habrá de observarse."
Y en el párrafo siguiente, después de dar por hecho que
Puerto Rico sería conquistada, la carta decía: "Esta
adquisición que debemos hacer y conservar, nos será fácil
porque al cambiar de soberanía considero que (Puerto Rico) tiene
más de ganar que de perder." Es muy significativo que al
producirse la guerra, el general Miles, que no actuó en Cuba,
encabezara personalmente la conquista de Puerto Rico. Un malpensado
diría que en el juego diplomático iniciado a raíz
de la explosión del Maine, Puerto Rico fue la carta escondida
en la manga de uno de los jugadores.
La resolución conjunta del Congreso fue aprobada por el presidente
McKinley el 20 de abril y ese mismo día se le comunicó al
ministro Woodford y se le pidió que la pusiera en conocimiento
del Gobierno español, al que se le daba un plazo de tres días
para que renunciara a su autoridad sobre Cuba. El Gobierno español
conoció el texto del cable antes de que Woodford se lo comunicara;
así, cuando el ministro se preparaba para cumplir su penosa misión,
lo que iba a hacer en la mañana del día 22, recibió
su pasaporte y la información de que el ministro de España
en los Estados Unidos había salido de Washington el día
anterior y que las relaciones diplomáticamente los dos países
estaban rotas. Ese mismo día 22 había comenzado el bloqueo
de Cuba por la nota norteamericana y habían sido apresados por
lo menos dos mercantes españoles, el Buenaventura
y el Pedro, y, sin embargo, no había habido declaración
de guerra.
El día 23 llegaba a Kingston, Jamaica, el teniente Andrew Rowan.
El teniente Rowan debe haber salido de Nueva York por lo menos el 18,
un día antes de que el Congreso norteamericano aprobara su resolución
conjunta y dos antes de que fuera aprobada por el presidente McKinley,
lo que hace suponer que había salido de Washington hacia el 15
de abril o tal vez en una fecha anterior. En la historia de los Estados
Unidos es célebre el caso del llamado "Mensaje a García",
y un artículo con ese título escrito poco después
ha sido reproducido millones y millones de veces, al punto de que se
estima que es la pieza más difundida en la historia literaria
del mundo. Todavía se le reproduce. En ese artículo se
cuenta que el teniente Rowan fue llamado por el secretario de la Guerra,
que éste le dio instrucciones verbales y le dijo: "Lleve
este mensaje a García"; que el teniente Rowan no preguntó
quién era García ni hizo el menor comentario; que saludó
militarmente, salió del despacho del señor secretario
y se dispuso a buscar a García sin saber siquiera de quién
se trataba; que pensando y pensando llegó a la conclusión
de que debía tratarse de un cubano e inmediatamente se las arregló
para ir a Cuba, donde corrió mil riesgos, y guiado sólo
por su instinto —pues dada la importancia de su misión
no podía hablar con nadie— se encaminó al cuartel
general de Calixto García, a quien comunicó el célebre
mensaje. Gracias a ese artículo, el teniente Rowan pasó
a ser —y es todavía— la primera encarnación
del '"superman'" norteamericano, que lo sabe todo, lo adivina
todo y resuelve todos los problemas por sí solo. El artículo
termina presentándolo como el modelo a seguir por la juventud
de su país.
Pues bien, la historia real es que al teniente Rowan se le dieron instrucciones
para ir a ver al general Calixto García en Cuba, no a un García
cualquiera, a fin de transmitirle un mensaje relacionado con la guerra
que iba a iniciar los Estados Unidos contra España, y se le ordenó
ver a don Tomás Estrada Palma en Nueva York para arreglar con
él todos los detalles de su viaje a Cuba. Rowan, pues, se trasladó
de Washington a Nueva York y habló con Estrada Palma; éste
lo envió a Jamaica con una carta de presentación para
el delegado de la Junta cubana en Kingston, Jamaica, y ese delegado
de la Junta llamó al comandante Gervasio Sabio y le encomendó
llevar a Rowan a Cuba y conducirlo a presencia del general García.
Sabio y el teniente Rowan salieron hacia Cuba y desembarcaron en la
Ensenada de Mora, al pie de la Sierra Maestra, cerca de su extremidad
occidental; allí los esperaba un escuadrón de caballería
mandado por el teniente Eugenio L. Fernández Barrot, de las fuerzas
cubanas de Manzanillo, que estaban mandadas por el general Salvador
H. Ríos. El teniente Fernández Barrot llevó a Sabio
y a Rowan hasta Bayamo, donde fueron recibidos por el coronel Cosme
de la Torriente, quien los condujo a presencia del general García.
Este recibió a Rowan el 1 de mayo.
Seis días antes, el 25 de abril, el Congreso de los Estados Unidos
había declarado la guerra a España, pero lo hizo con efecto
retroactivo, a partir del día 21, lo que se explica porque el
21 se había dado la orden de bloquear la isla de Cuba, el 22
se habían apresado barcos mercantes españoles y el 24
se le había comunicado al comodoro Dewey, que había salido
con mucha anticipación para el Pacífico y se hallaba con
su escuadra esperando órdenes en Hong-Kong, que ya se estaba
en guerra con España y que debía salir inmediatamente
hacia Filipinas para atacar y tomar Manila.
El mismo día 1 de mayo, al terminar su entrevista con Rowan,
el general Calixto García despachó hacia Washington al
general Enrique Collazo y al teniente coronel Carlos Hernández
con carta para ei secretario de la Guerra, en la cual le comunicaba
que. de acuerdo con lo que le había dicho el teniente Rowan,
el ejército cubano de la provincia de Oriente estaba dispuesto
a participar en la guerra de los Estados Unidos contra España;
un mes después el general Miles le escribía al general
García con el teniente coronel Hernández para pedirle
que situara "la mayor cantidad de fuerzas en la vecindad de Santiago
de Cuba, para dar a conocer toda clase de información, por señales,
que el Coronel Hernández explicara a usted, ya a la Marina o
a nuestro Ejército, a nuestra llegada, que espero sea dentro
de breves días. También nos será conveniente si
Ud. empuja y acosa a las tropas españolas cerca de Santiago de
Cuba, amenazándolas o atacándolas en todos sus puntos,
a fin de evitar, por todos los medios, que le lleguen refuerzos a dicha
plaza. (También) será ventajoso y excesivamente grato
a nosotros, que Ud. tomara y sostuviera una posición culminante
de mando hacia el este o el oeste de Santiago de Cuba, o en ambos sitios".
En su carta del 24 de diciembre del año anterior el subsecretario
Breakseason le decía al general Miles: "La base de operaciones
más conveniente será Santiago de Cuba y el Departamento
Oriental'" y, como se ve, esas instrucciones se seguirían
al pie de la letra.
Pero no debemos adelantarnos a los acontecimientos. Estos se produjeron
en el siguiente orden:
La guerra comenzó, de hecho, sin declaración previa, el
22 de .abril, con el bloqueo de los puertos cubanos; hubo numerosos apresamientos
de mercantes españoles y la plaza de Matanzas fue bombardeada a
principios de mayo con el objeto de inutilizar una batería nueva
que se había instalado allí. El 29 de abril salió
de Cabo Verde la escuadra española que mandaba el almirante Cervera,
quien debía decidir, al llegar al Caribe, si convenía estacionarse
en Puerto Rico o en Cuba; el 11 de mayo se le ordenó a Cervera
que regresara a Cádiz, pero el mensaje llego a Fort-de-France,
en Martinica, cuando ya Cervera había salido de allí, de
manera que Cervera no lo recibió. El día 12 de ese mes de
mayo la escuadra norteamericana, comandada por el contraalmirante Sampson
y compuesta por los acorazados de primera lowa,
New York, Indiana y Detroit, los cruceros
Amphitrite, Montgomeiy y Poner, el remolcador Wampatrick
y el carbonero Niágara,
bombardeó el puerto y la ciudad de San Juan de Puerto Rico. El
fuego fue respondido desde la plaza. Los norteamericanos tuvieron un muerto
y siete heridos, pero los muertos de la población civil de San
Juan pasaron de cien. Según se supo después, el ataque se
debió a que Sampson había recibido informes de que la escuadra
de Cervera había entrado en la bahía de San Juan la noche
del 11 al 12. En el momento del bombardeo Cervera estaba preparándose
para salir de Fort-de-France hacia Curazao, donde hizo carbón y
partió el día 15 para llegar a Santiago de Cuba al amanecer
del 19. El 3 de junio los norteamericanos hundieron en la boca de la bahía
de Santiago el carbonero Merrimac
con el objeto de impedir que Cervera pudiera sacar sus buques a mar abierto,
y a partir de ese día mantenían iluminada de noche la entrada
de la bahía con los reflectores de sus acorazados a fin de que
Cervera no pudiera sacar su escuadra en la oscuridad.
Así, iniciada el 21 de abril y declarada el 25 del mismo mes, la
guerra se hallaba en una fase extraña todavía a mediados
de junio; había llegado a un punto muerto antes de que se hubiera
combatido. ¿Qué debía hacerse para romper ese punto
muerto? España tenía en Cuba 190.000 hombres de tropa y
además 30.000 guerrilleros y 40.000 voluntarios urbanos. Las fuerzas
de la revolución cubana alcanzaban a 54.000 hombres y las norteamericanas
eran en ese momento sólo 17.000. El subsecretario Breakseason sabía
lo que decía en su carta al general Miles cuando mencionó
el mes de octubre de 1898 como la época en que los Estados Unidos
estarían preparados para la acción, y el presidente McKinley
lo sabía también cuando pidió a España un
armisticio en Cuba hasta el 1 de ese mes de octubre. Pero los acontecimientos
se habían precipitado y había que atacar en el mes de junio,
pues toda Norteamérica pedía que se atacara a España;
el país se hallaba en estado de histeria nacional bajo el lema
de "Rernenber the Mainé",
y había que satisfacer esa demanda.
Los jefes militares norteamericanos estaban confundidos: no hallaban
por dónde iniciar las operaciones. Compelidos para actuar, Sampson
y el general Shafter, jefe del ejército, formularon un plan de
campaña que consistía en forzar la entrada de la bahía
de Santiago con la marina mientras la infantería atacaba el castillo
de El Morro y la Socapa, los dos fuertes que guardaban la entrada de
la bahía. Pero el general Calixto García, a quien se le
comunicó ese plan, presentó otro en una reunión
celebrada en el Aserradero el 20 de junio, y la propuesta del general
García fue aprobada y comenzó a ser ejecutada al día
siguiente, 21 de junio.
Al amanecer de ese día el general Agustín Cebreco marchó
hacia el oeste de Santiago con una columna cubana, con el encargo de
impedir que los españoles se hicieran fuertes en algún
punto de ese lado; al anochecer, el brigadier Castillo Duany, con 500
cubanos, embarcó en un transporte de guerra norteamericano que
lo llevó a Sigua, al oriente de Santiago, y en las primeras horas
del día 22 atacó y tomó Daiquirí, por donde
comenzaron inmediatamente a desembarcar las tropas norteamericanas.
El día 23, cuando ya estaba en tierra la división que
mandaba el general Lawton, éste marchó hacia el Oeste,
sobre Firmeza y Siboney, precedido por las fuerzas cubanas de Castillo
Duany, que tomaron fácilmente esos dos puntos y avanzaron hacia
Las Guásimas, un lugar situado a corta distancia de Siboney en
el camino a Santiago, donde se habían hecho fuertes los destacamentos
españoles que se habían retirado de Firmeza y Siboney.
Lawton acampó en Siboney. Allí se le reunió la
división de caballería que mandaba el general Wheeler.
Wheeler reforzó a Castillo Duany, que estaba hostilizando Las
Guásimas, con una brigada de su división y el cuerpo de
voluntarios llamados "los rudos jinetes", en el cual iba el
subsecretario de la Marina, Theodore Roosevelt. Las fuerzas españolas
de Las Guásimas recibieron órdenes de retirarse hacía
Santiago y el lugar fue ocupado por los norteamericanos.
El día 29 se reunieron en Siboney el general Shafter y el general
Calixto García para combinar planes; el día 1 de julio
salieron hacia Santiago 19.000 hombres. 15.000 de ellos, norteamericanos,
mandados por Shafter, y 4.000 cubanos, mandados por García. Entre
esa fuerza y la capital del Oriente de Cuba estaba El Caney y en El
Caney se hallaba el coronel Vara del Rey con 520 soldados españoles
parapetados en un pequeño fuerte de piedra llamado El Viso y
cuatro fortines de madera. Como puede apreciar cualquiera que ni siquiera
tenga conocimientos militares, la fuerza de Vara del Rey era demasiado
pequeña para poner en peligro a 19.000 hombres, pero Shafter
no quiso dejarla a su retaguardia y dispuso que El Caney fuera tomado
por la brigada de Lawton y la batería del capitán Apron
mientras él y García seguían hacia Santiago de
Cuba.
El ataque a El Caney fue hecho por 6.600 hombres de infantería
y artillería, porque a las cinco horas de combate, en vista de
que la guarnición española no se rendía, hubo que
sumar a las fuerzas de Lawton la brigada del general Bates. En la batalla
de San Juan, que estaba celebrándose al mismo tiempo que la de
El Caney, participaron 12.400 hombres del lado norteamericano-cubano.
Como es lógico, el fuerte de El Viso y los fortines de madera
que lo rodeaban tenían que caer en manos de los atacantes, pero
cuando cayeron, los soldados españoles sobrevivientes se hicieron
fuertes en el pueblo de El Caney. La batalla, que había comenzado
a las seis de la mañana, iba a durar hasta las seis de la tarde
y terminó cuando los españoles habían perdido 305
hombres entre muertos y heridos. Herido en ambas piernas, Vara del Rey
estuvo mandando sus tropas hasta que lo mató un obús.
También murió allí un hijo suyo. Después
de El Caney es arriesgado poner ejemplos de heroísmo.
La batalla de Santiago de Cuba se dio en los cerros de San Juan y del
Cardero. En el primero había un fuerte con 250 hombres mandados
por el gobernador militar de Santiago, el general Arsenio Linares; en
el segundo había otro fuerte con 200 españoles. El grueso
de las fuerzas cubanas ocupó los accesos de Santiago para impedir
que de la ciudad les llegaran refuerzos a los españoles, pero
unos 400 cubanos, al mando del coronel González Clavel, que daban
apoyo a la batería norteamericana del capitán Grimmes,
iban a participar en el asalto al cerro de San Juan. La posición
del Cardero fue tomada con relativa facilidad; no así la de San
Juan, donde el general Linares se batió a la desesperada. En
la toma del cerro actuó la brigada de caballería de Wheeler
y de esa brigada se destacaron los "rudos jinetes", cuyos
jefes, Leonard Wood y Theodore Roosevelt, encabezaron la carga de sus
hombres.
Las acciones del Cardero y de San Juan aparecen englobadas en la batalla
que lleva el nombre de la última. En esa batalla de San Juan
se salvaron sólo 90 españoles y todos sus jefes y oficiales
resultaron o muertos o heridos, comenzando por el general Linares, que
estuvo entre los heridos. Los norteamericanos tuvieron más de
1.000 bajas entre muertos y heridos y los cubanos más de 150,
y todavía había que tomar Santiago de Cuba, donde había
unos 7.000 hombres al mando del general José Toral, que lo había
tomado al quedar herido el general Linares. Las pérdidas norteamericanas
habían sido tan altas y la resistencia española en El
Caney y en San Juan tan inesperada y dura, que al general Shafter se
le cayeron los ánimos y pensó retirarse a Siboney. Al
día siguiente de las dos batallas convocó un consejo de
oficiales para proponer la retirada, y aunque la mayoría disentió
de su opinión, el general cablegrafió a Washington proponiéndola.
Pero sucedió que ese mismo día, conminado por un telegrama
que le había enviado la tarde del 2 el capitán general
Blanco ordenándole la inmediata salida de la escuadra, el almirante
Cervera sacó sus buques de la bahía y ese paso iba a decidir
el destino de la guerra de manera fulminante.
Cervera sabía que sus buques no podrían hacer frente a los
norteamericanos, no sólo porque eran inferiores en poder de fuego,
sino, sobre todo, porque habían salido de Cabo Verde en malas condiciones,
unos con las calderas inservibles, otros mal alimentados de carbón
y todos, en suma, forzados a mantener la marcha de los más averiados.
Antes de salir envió un mensaje al general Blanco diciéndole
que cumpliría sus órdenes, pero que estaba consciente de
que llevaba a sus hombres a la muerte. Su nave insignia, el crucero
María Teresa, salió a mar abierto a las nueve de
la mañana; el último de los buques lo hizo antes de las
diez. Pues bien, a las dos de la tarde todas las unidades estaban incendiadas
o hundidas o embarrancadas. El almirante Cervera, que nadó hasta
Punta Cabrera, fue hecho prisionero allí por el coronel cubano
Calendario Cebreco, a quien el almirante le dijo que su deber era rendirse
a los norteamericanos, puesto que éstos habían sido quienes
lo habían vencido; el coronel Cebreco lo entendió así
y lo entregó, mediante recibo, al teniente Norman, que comandaba
el Gloucester, un yate auxiliar
que el millonario John Pierpont Morgan había donado a la marina
norteamericana al declararse la guerra.
Los marinos españoles tuvieron 510 bajas, entre ellos 350 muertos.
Casi 1.700 hombres cayeron prisioneros. Los oficiales de más alta
graduación que perdió España en el desastre fueron
el comandante Villaamil, comandante de la flotilla de destructores, y
el capitán Lazaga, que se hallaba al mando del crucero Oquendo.
Los prisioneros fueron llevados a Guantánamo, situado al este de
Santiago de Cuba, que había estado siendo usado por la marina de
los Estados Unidos como una base naval y de la que no saldrían
más; todavía estaban allí setenta años después.
Aunque la situación de Santiago de Cuba era desesperada, pues
el bloqueo había afectado sus abastecimientos desde fines de
abril, y-había hambre y el estado de guerra no permitía
atender a los servicios públicos, y aunque la ciudad fue bombardeada
el día 10 y el día 11, la rendición vino a tener
lugar sólo el día 16 de julio. El acto de la entrega de
la plaza fue solemne, con todas las regías de la época,
pero sus organizadores norteamericanos tuvieron un ligero olvido: ignoraron
que se hallaban en Cuba, que fuerzas de la revolución cubana
habían participado en todas las acciones de tierra, desde Daiquirí
hasta el cerro de San Juan, y en algunas otras en las que no participaron
los norteamericanos, y ningún jefe cubano fue invitado a presenciar,
siquiera el desfile con que se solemnizó la entrega de la ciudad
al general Shafter.
Nueve días después de la rendición de Santiago,
el general Nelson A. Miles, que había salido de Guantánamo,
se presentó en Guánica, situada en la costa sur de Puerto
Rico. Llevaba unos 3.400 infantes, artillería, dos compañías
de ingenieros y una de comunicaciones, con una escolta de cinco buques
de guerra. Miles desembarcó su fuerza sin hallar oposición.
Los destacamentos españoles de la zona se retiraron hacia Yauco
y Utuado, librando de paso algunas escaramuzas. El 27 (julio, 1898)
llegó a Guánica el general Wilson con refuerzos, y ese
mismo día Miles despachó hacia Ponce una flotilla de tres
buques, a cuyo mando iba el comandante Davis. Ponce, situada al este
de Guánica, era la ciudad más importante de la costa del
sur y la segunda de la isla en número de habitantes. Los cónsules
de Alemania e Inglaterra mediaron entre Davis y el coronel San Martín,
jefe español de la plaza, y Ponce quedó rendido a medianoche
de ese día 27. El día 28 llegó a Ponce el general
Miles, que estableció su cuartel general y lanzó una proclama
en la que aseguraba a los puertorriqueños que los soldados norteamericanos
habían llegado a la isla a "traeros protección, no
solamente a vosotros sino también a vuestra propiedad".
En la carta del 24 de diciembre del año anterior el subsecretario
de la Guerra le había dicho a Miles; "Los habitantes pacíficos
serán rigurosamente respetados, como sus propiedades".
El día 31 se presentó en Arroyo, al este de Ponce, una
fuerza mandada por el general John R. Brooke, Cuando esa fuerza quedó
desembarcada, los norteamericanos tenían en Puerto Rico algo
más de 15.000 hombres con una dotación de más de
100 cañones. El día 3 de agosto el general Brooke ordenó
un avance sobre Guayama para seguir a Cayey, una población que
se haya al lado norte de la sierra que tiene el mismo nombre. Los hombres
de Brooke iban a reunirse con una columna mandada por el general Wilson
que avanzaba desde Ponce por la vía de Coamo; al mismo tiempo
el general Schwan salía de Yauco con unos 1.500 infantes, un
escuadrón de caballería y dos baterías de seis
cañones con destino a Mayagüez. el puerto principal de la
costa del oeste de donde debía dirigirse a Arecibo, puerto de
la costa norte.
Wilson entró en Coamo el día 9 de agosto sin haber hallado
resistencia. El destacamento español de Coamo había abandonado
la plaza y se dirigía a Aibonito cuando de buenas a primeras
encontró que su retirada había sido cortada por fuerzas
del regimiento XVI de Pennsylvania; así, hubo que abrirse paso
combatiendo, con el resultado de que perdieron la vida el comandante
Rafael Martínez Illescas, el capitán Fruto López
y varios soldados; de que unos 30 soldados quedaron heridos y algo más
de 160 cayeron prisioneros. Las fuerzas españolas de Aibonito,
compuestas por dos compañías y dotadas con dos piezas
de artillería, cuyo comandante era José Nouvillas, fueron
a ocupar mejores posiciones en la altura de Asomante. Wilson comenzó
a bombardear Asomante y había dispuesto avanzar sobre la posición
el día 13, pero el 12 había aceptado España las
condiciones de paz que le imponían los Estados Unidos, de manera
que Wilson recibió orden de suspender hostilidades y no hubo
que atacar Asomante.
Mientras tanto, el general Schwan había hallado resistencia en
su marcha a Mayagüez. Dos compañías del batallón
Alfonso XIII se habían hecho fuertes en los cerros de Hormiguero
y lograron hacerles 16 bajas a los norteamericanos, si bien 15 fueron
de heridas. Cuando el coronel Soto, jefe español de Mayagüez,
supo que el enemigo había rebasado Hormiguero, abandonó
la plaza, en la que entró Schwan el día 11.
Puerto Rico había sido conquistado por los norteamericanos en
algo más de tres semanas al precio de 4 muertos y 40 heridos,
menos vidas y menos sangre de las que se pierden en un accidente mediano
de ferrocarril. La conquista quedó sellada el 18 de octubre,
cuando el general Ricardo Ortega hizo entrega de la isla al general
Brooke, que había quedado al mando de las fuerzas norteamericanas
debido a que Miles había tenido que salir hacia los Estados Unidos.
España había comenzado gestiones de paz, a través
del Gobierno francés, tan pronto como se supo en Madrid que Santiago
de Cuba había caído en manos de Shafter, pero el Gobierno
de los Estados Unidos impuso desde el primer momento condiciones que
España no podía aceptar sin hacer un esfuerzo que le permitiera
salvar su dignidad ante el mundo y ante su propio pueblo. Dos de esas
condiciones eran la evacuación inmediata de Cuba y Puerto Rico
y la cesión de Puerto Rico a los Estados Unidos. Todavía
el general Miles no había ni siquiera agrupado fuerzas en Guantánamo
para atacar Puerto Rico, una isla en la que-no había guerra de
independencia, como sucedía en Cuba. El Gobierno norteamericano
no contestó las notas españolas en que se argumentaba
contra esas condiciones. Entrampada en una situación militar,
económica y política para la que no había salida,
España tuvo que aceptar al fin las demandas de los Estados Unidos,
única manera de llegar a una cesación de hostilidades.
Eso no fue todo, sin embargo. Cuando comenzaron las discusiones para
un tratado de paz —iniciadas en París el 1 de octubre—,
los delegados norteamericanos se negaron a revisar cualquier aspecto
de los acuerdos del 12 de agosto; es más, ni siquiera se le permitió
a España renunciar a su soberanía sobre Cuba y Puerto
Rico o traspasar esa soberanía a los Estados Unidos. Las dos
islas eran legalmente autónomas, y, por tanto, la opinión
de sus pueblos debía ser tomada en cuenta a la hora de decidir
su destino, pero ni ellas ni España podían tomar ninguna
decisión sobre su presente o porvenir; los Estados Unidos no
lo permitían. En el caso de Puerto Rico, los delegados norteamericanos
alegaron que se quedarían con ella a cuenta de indemnización
por los gastos de la guerra; así podrían decir más
tarde que la isla no fue conquistada, sino tomada en pago de una deuda,
con lo cual podrían sostener su imagen internacional de país
que jamás ha conquistado territorios ajenos con las armas.
El tratado de París fue firmado el 10 de enero de 1898 y la isla
de Cuba fue formalmente entregada a los Estados Unidos el 1 de enero
de 1899. El gobernador español que hizo la entrega fue el general
don Adolfo Jiménez Castellanos; el que la recibió fue
el general John R. Brooke, primero de los gobernadores norteamericanos.
Hacia cuatro siglos que España había abierto el camino
del Caribe al mundo occidental y al cabo de tanto tiempo salía
de esa hermosa y rica región de América echada como si
hubiera sido una intrusa que se había metido en casa ajena un
día antes. España abandonaba para siempre su frontera
del Caribe y el lugar que ella dejaba vacío pasaría a
ser ocupado por otro poder. Al tomar el general Brooke el mando de Puerto
Rico el 18 de octubre de 1898, había comenzado en el Caribe el
siglo del imperio norteamericano, y ese hecho quedó confirmado
cuando el mismo general Brooke tomó el mando de Cuba el 1 de
enero de 1899.
Los intentos de penetración de los Estados Unidos en el Caribe
habían comenzado hacía muchos años y habían
pasado por numerosas fases. De esos intentos, los más importantes,
entre los que había hecho el Gobierno norteamericano directamente,
no a través de personas privadas o de empresas comerciales, habían
sido el de comprar la bahía de Samaná, en la República
Dominicana, en 1866; el de comprar a Dinamarca las islas de Saint Thomas
y Saint John por 7.500.000 dólares en 1867; el de anexarse la
República Dominicana, un plan que estuvo prácticamente
realizado hacia el 1870. La anexión de la República Dominicana
fracasó debido a que encontró una fuerte oposición
dentro de la República Dominicana y en el Senado norteamericano.
La primera condujo a una guerra de seis años contra el Gobierno
de Buenaventura Báez, que auspiciaba la anexión, y la
segunda a una larga lucha política del senador Charles Summer
contra el Presidente Ulyses S. Grant, cómplice de Báez
en e! plan.
Pero la acción militar de los Estados Unidos en el Caribe con
propósitos de anexionarse territorios ajenos vino a producirse
sólo en 1898. Ahora bien, la victoria de 1898 contra España
provocó en Norteamérica un estado de exaltación
imperialista que ya no iba a detenerse más. Los grandes capitales
acumulados por los fabricantes de acero y de armas en la guerra de secesión
reclamaban tierras extranjeras y gobiernos sumisos donde pudieran multiplicarse
rápidamente, y el Caribe tenía esas tierras y esos Gobiernos;
donde no hubiera de los últimos, los Estados Unidos los crearían,
e incluso crearían países, si era necesario.
La próxima víctima de esa exaltación imperialista
iba a ser Colombia, a la que le sería arrebatada su provincia
de Panamá.
El mismo año de 1898 quedó formada en Norteamérica
una compañía cuyo fin era comprar las acciones de la compañía
francesa del canal de Panamá. El promotor de esta última
había sido Ferdinand de Lesseps, el hombre que había adquirido
celebridad mundial al abrir el canal de Suez. Lesseps había logrado
reunir en Francia capitales para construir un canal en el istmo de Panamá
y él mismo había iniciado los trabajos dando el primer
picazo el 1 de enero de 1880. Dos meses y una semana después
—el 8 de marzo—, en un mensaje especial enviado al Congreso
de su país, el presidente norteamericano Hayes había dicho:
"La política de este país es un canal bajo control
de los Estados Unidos." Pero Hayes se refería, aunque no
lo dijera, a un canal que atravesara Centroamérica por Nicaragua,
porque ésa era la política del Gobierno norteamericano
por esos años, desde que lo había determinado así
una comisión especial que había nombrado en 1872 el presidente
Grant. A tal punto estaba convencido el Gobierno de los Estados Unidos
de que el canal se haría por Nicaragua, que la firma propietaria
del ferrocarril de Panamá decidió venderlo a la compañía
francesa de Lesseps. Esta lo compró por 40.000.000 de dólares,
y según parece, para entonces el tráfico de pasajeros
y carga a través de Panamá había disminuido tanto,
que el ferrocarril no valía más de 5.000.000.
La compañía de Lesseps fracasó por muchas razones:
los obreros morían a millares a causa del paludismo, la fiebre
amarilla y el cólera; la vida encareció tanto en Panamá,
que se hacía difícil contratar trabajadores a base de
salarios que no fueran muy altos; los gastos de la construcción
del canal subieron enormemente debido a que los estimados de remoción
de tierras se habían quedado cortos. Ese cúmulo de circunstancias
adversas hizo bajar el valor de las acciones, lo que a su vez impidió
que se vendieran las que estaban destinadas a aumentar el capital de
la operación. La compañía, pues, se vio sin dinero
y con una hoja de gastos altísima; así, entró en
quiebra y hubo que ordenar la suspensión de los trabajos. Esto
sucedió a principios de 1889. La quiebra arrumó a millares
de accionistas, lo que provocó tal agitación en Francia,
que el Gobierno tuvo que ordenar una investigación. Al hacerse
esa investigación quedaron al descubierto fraudes tan escandalosos,
que el hijo de Lesseps fue condenado a prisión. Aplastado por
el dolor y la vergüenza, Ferdinand de Lesseps murió el 7
de diciembre de 1894.
Durante algunos años, Phillippe de Buneau-Varilla, francés
él, se dedicó a la tarea de conseguir que las acciones de
la quebrada compañía pasaran a manos norteamericanas, y
vino a lograrlo en 1898, cuando gracias a sus gestiones se formó
la compañía norteamericana que compraría esas acciones.
Reformada en diciembre de 1899, esa compañía pasó
a llamarse Compañía Americana del Canal de Panamá.
Sus socios más importantes eran el banquero John Pierpont Morgan
—el que había entregado su yate Gloucester
a la Marina de Guerra, cuyo subsecretario era Theodore Roosevelt—;
Henry Taft, hermano de William H. Taft, que iba a ser secretario de la
Guerra bajo el Gobierno de Roosevelt y más tarde, como sucesor
de este último, presidente de los Estados Unidos; un abogado llamado
William Nelson Cromwell; Douglas Robinson, cuñado de Theodore Roosevelt,
y, desde luego, Buneau-Varilla.
La Compañía Americana del Canal de Panamá compró
las acciones de la francesa al 20 por ciento de su valor. La operación
de compra quedó terminada el 25 de mayo de 1900, cuando ya todos
los entendidos en política y en finanzas en los Estados Unidos
sabían que el candidato republicano a la presidencia del país
iba a ser Theodore Roosevelt, que había conquistado una enorme
popularidad a base de su actuación como segundo jefe de los "rudos
jinetes" que habían actuado en la batalla de San Juan. Anticipándose
a lo que ellos sabían que era inevitable, los astutos gerentes
de la Compañía Americana del Canal de Panamá consiguieron
que el lema del partido republicano, "Canal por Nicaragua",
quedara transformado en el de "Canal por el Istmo". Decir
"Canal por Panamá" hubiera sido sin duda un plato fuerte,
visto lo que iba a suceder en el futuro próximo.
Roosevelt fue elegido presidente de los Estados Unidos en el mes de
noviembre de ese año de 1900. El día 5 de ese mes se reunieron
en La Habana los delegados elegidos para redactar la constitución
que iba a regir la vida de Cuba y también, como dijo el gobernador
norteamericano de la isla, general Leonard Wood, al inaugurar la Asamblea
Constituyente, para "formular cuáles deben ser... las relaciones
entre Cuba y los Estados Unidos". Pero Wood dijo además
estas palabras, cuyo significado seguramente no alcanzaron a ver ni
a imaginarse los asambleístas: "Cuando hayáis formulado
las relaciones... entre Cuba y los Estados Unidos, el Gobierno de los
Estados Unidos adoptará sin duda alguna las medidas que conduzcan
por su parte a un acuerdo final y autorizado entre los pueblos de ambos
países."
Todo el que se proponga conocer a fondo los métodos imperiales
aplicados en el Caribe debe estudiar cuidadosamente ese párrafo
a la luz de lo que había sucedido antes y de lo que sucedería
después. Si se aíslan del contexto de los hechos, las
palabras dichas por el general Wood no tienen ninguna significación;
pero vistas a la luz de los hechos, indicaban que los Estados Unidos
habían tomado una decisión grave, llamada a afectar la
vida de Cuba por mucho tiempo. Esa manera de actuar iba a convertirse
en todo un método a lo largo de la historia futura de los Estados
Unidos; y así, estudiando lo que han dicho sus personajes, sería
relativamente fácil saber qué habían planeado hacer.
En esa ocasión, sin dejarlo traslucir, Wood había dicho
llanamente que cualquiera que fueran los acuerdos de los asambleístas
cubanos sobre las relaciones de Cuba y los Estados Unidos, sería
el Gobierno norteamericano el que adoptaría, "sin duda alguna",
las medidas que regularían el "acuerdo final y autorizado
entre los pueblos de ambos países". Y, efectivamente, así
sería, ¡pero de qué extraña manera!
Una vez terminada la redacción de la ley fundamental cubana,
los asambleístas designaron una comisión encargada de
"formular cuáles serían (en el porvenir) las relaciones
entre Cuba y los Estados Unidos", y de buenas a primeras todos
los miembros de esa comisión y el presidente de la asamblea,
don Domingo Méndez Capote, recibieron una invitación del
general Wood para una cacería que tendría lugar en la
Ciénaga de Zapata. Para ir a la Ciénaga había que
embarcar en Batabanó, y allí, en Batabanó, el gobernador
norteamericano de la isla les dio a los comisionados y al presidente
de la asamblea un banquete opíparo. Al final del banquete el
general Wood leyó una carta del secretario de Guerra de los Estados
Unidos, Elihu Root. En esa carta el secretario Root establecía
los puntos en que debían descansar las relaciones de su país
con Cuba o viceversa. Eran, en suma, éstos: Cuba no podría
consumar pactos internacionales ni contraer deudas con otros países
sin el consentimiento de los Estados Unidos; los Estados Unidos tendrían
el derecho de intervenir militarmente en Cuba en determinadas circunstancias,
que eran varias y aparecían enumeradas en la carta; los Estados
Unidos quedaban autorizados a establecer bases navales en territorio
cubano.
Los miembros de la comisión cubana se quedaron asombrados, pues
todo lo que decía la carta del señor Root invalidaba la
constitución que acababa de ser redactada; después, pensándolo
mejor, decidieron trabajar siguiendo su propio criterio, aunque éste
debía tomar más o menos en cuenta lo que había
dicho Root. Pero estaban equivocados. Ya lo había dicho el general
Wood: los Estados Unidos serían los que adoptarían, "sin
duda alguna", las medidas llamadas a regular "el acuerdo final
y autorizado entre los pueblos de ambos países". Las bases
elaboradas por la comisión cubana no tendrían validez
alguna. He aquí la manera de que se valió el Gobierno
norteamericano para imponer su voluntad a Cuba:
En el Senado de los Estados Unidos estaba en discusión la ley
de gastos del Ejército, e inesperadamente el senador Orville
Platt introdujo en el proyecto de ley una enmienda que fue aprobada,
junto con la ley, por el Senado, por la Cámara de Representantes
y por el presidente de la república. Esa enmienda iba a ser conocida
en todas las Américas con el nombre de su autor, pero fuera de
Cuba poca gente sabe que la célebre enmienda Platt fue parte
de la ley de gastos del Ejército norteamericano. Esto se explica
porque en vista de que el Gobierno de Cuba era una dependencia de la
secretaría de la Guerra, la Enmienda Platt podía figurar,
y figuró, en una ley de gastos militares de los Estados Unidos.
Las sibilinas palabras del general Wood habían cobrado de súbito
significación, pues fue la enmienda Platt, y no lo que acordaron
los miembros de la comisión legisladora cubana, lo que pasó
a regir las relaciones de Cuba con los Estados Unidos, y esa enmienda
era exactamente lo mismo que había dicho en su carta el secretario
Root, sólo que expuesto en forma más detallada. Agregada
a la Constitución cubana como apéndice, la Enmienda Platt
iba a estar en vigor treinta y tres años. Es bueno que a la hora
de juzgar a Fidel Castro y a la revolución cubana que el encabezó
se tomen en cuenta estos detalles, que probablemente signifiquen muy
poco en la vida y en la historia de los Estados Unidos, pero que son
muy importantes en la de Cuba. Norteamérica es un país
que ha dado estupendos negociantes; sin embargo, esos negociantes y
los políticos que los dirigen no han alcanzado a darse cuenta
de que es mal negocio ju- gar con los sentimientos de otros pueblos.
Theodore Roosevelt tomó posesión de la presidencia en
marzo de. 1901, y una señal de que comenzaría inmediatamente
a trabajar para hacer funcionar la Compañía Americana
del Canal de Panamá fue que logró abolir, mediante el
tratado Hay-Pauncefote, el tratado Clayton-Bulwer de 1850, en el cual
los Estados Unidos y la Gran Bretaña se comprometían a
actuar unidos, para beneficio común, en la apertura de una vía
que comunicara el Caribe y el Pacífico. El tratado Hay-Pauncefote
se firmó el mismo año de la toma de posesión de
Roosevelt. Casi a seguidas, el 18 de enero de 1902, se dieron a la publicidad
las conclusiones de la llamada Comisión Walker, formada para
estudiar las posibilidades de abrir un canal. "La ruta más
practicable y fácil para el canal —decía la comisión—
es la de Panamá," El profesor Lewis M. Haupt, miembro de
la comisión, mantuvo su voto favorable a la ruta de Nicaragua,
pero el presidente Roosevelt le pidió que votara con sus compañeros
de comisión para que el voto fuera unánime. Roosevelt
no quería dejar ningún cabo suelto, y no lo dejaría.
Por lo demás, aquel lema de "Canal por el Istmo" podía
quedar transformado ya, sin temor alguno, en el de "Canal por Panamá".
Lo que viene ahora es una historia muy conocida y, sin embargo, es también
increíble. Hay que creerla, desde luego, porque sus frutos están
a la vista de todo el mundo: Colombia desmembrada, su provincia de Panamá
convertida en república, una faja de esa república puesta
bajo la soberanía de los Estados Unidos, y en medio de esa faja,
el canal de Panamá, propiedad de la Compañía Americana
del Canal de Panamá, y ésta, a su vez, propiedad del Gobierno
de los Estados Unidos, que acabó comprándola por 40.000.000
de dólares. Esos 40.000.000 de dólares fueron entregados
por el Gobierno norteamericano a la Casa Morgan, del banquero John Pierpont
Morgan, y cuando la Casa Morgan pagó a los accionistas de la
Compañía, los socios habían cobrado 130 dólares
por cada acción de 100 que ellos habían obtenido por 20.
Hoy puede parecemos ridícula la cantidad pagada por las acciones
de la Compañía/pero en 1908 cuarenta millones de dólares
eran una fortuna fabulosa.
Conocida como es esa historia, hay que hacerla brevemente, pues se trata
de uno de los episodios importantes en la historia del Caribe. Ese episodio
podría llamarse "Nacimiento de una república por
arte de prestidigitación", y el título sería
apropiado. Pero podría llamarse también "La desmembración
de Colombia", y sería igualmente apropiado. Algún
día, cuando el mundo llegue a estar realmente civilizado y el
poder no sea considerado como una fuerza esencialmente inmoral, figurará
en la galería de la picaresca política y corresponderá
a la época en que se hurtaban países con la misma desaprensión
con que los romanos primitivos raptaban mujeres sabinas o un guerrero
piel roja iba a enlazar caballos en medio de una manada de bestias salvajes.
Aunque el mismo presidente Roosevelt se atribuyó la gloría
de haberle sustraído Panamá a Colombia, la verdad es que
quienes dirigieron la acción fueron el abogado Cromwell y Buneau-Varilla,
y parece que el primero la planeó, aunque el segundo le agregó
salsa y picante. El papel de Roosevelt fue prestar a los conspiradores
su autoridad de presidente de los Estados Unidos y el apoyo militar,
económico y diplomático que iba implícito en su
alta posición. De todos modos, es evidente que sin la participación
de Roosevelt no hubiera podido hacerse lo que se hizo, y por eso la
responsabilidad histórica de los hechos cae sobre 61,
Parece hoy fuera de duda que Roosevelt confiaba totalmente en Cromwell
y en Beneau-Varilla y que Cromwell era el consejero del presidente en
todo lo que se refería al canal de Panamá, y que incluso
él redactaba los cables que en relación con el asunto
figuran firmados por el secretario de Estado. Con todo ese poder, Cromwell
maniobró a fondo y astutamente. Fue él quien obtuvo que
el Gobierno de Colombia accediera a traspasar a los norteamericanos
el contrato que había hecho con la Compañía francesa
para que ésta construyera e] canal de Panamá, y se manejó
en esa etapa de las negociaciones con tanta habilidad, que Colombia
apareció proponiendo la cesión, cuando lo cierto fue que
la proposición partió de Cromwell y fue hecha y repetida
al ministro colombiano en Washington. Cromwell había ofrecido
a cambio del traspaso del contrato 10.000.000 de dólares, que
Colombia recibiría dé la compañía francesa
como compensación, y ya se sabe que la compañía
francesa había vendido a la norteamericana. La negociación
iba envuelta en un tratado para la construcción del canal que
los Estados Unidos habían propuesto en Colombia.
Todo marchaba viento en popa, sólo que el tratado tenía
que ser aprobado por el Congreso de Colombia y los congresistas colombianos
se preguntaban por qué los franceses no negociaban directamente
con Colombia, que era la que les había dado la concesión
para el canal, en vez de que lo hicieran los norteamericanos; pero además
alegaban que la constitución de su país prohibía
de manera tajante que se hiciera abandono de la soberanía colombiana
sobre cualquier parte del territorio nacional, y los Estados Unidos
pedían que en el tratado del canal se les reconociera soberanía
sobre el canal y sobre una zona aledaña a cada lado del canal.
Al comenzar el mes de junio de 1903 se había formado en Colombia
una oposición tan fuerte a la idea de que los Estados Unidos
hicieran el canal por Panamá, que todo el mundo estaba seguro
de que el Congreso colombiano rechazaría el proyecto de tratado
que le había sido sometido. El Congreso debía ver ese
proyecto el día 20; pues bien, el día 9 el secretario
de Estado, Hay, le envió al ministro norteamericano en Colombia,
el señor A. M. Beaupre, un cable que había redactado Cromwell,
verdadero modelo en su género, una pequeña joya para el
estudio del papel imperial de los Estados Unidos en el Caribe. El cable
decía así:
"Aparentemente, el Gobierno colombiano no aprecia la gravedad de
la situación. Las negociaciones del canal fueron iniciadas por
Colombia y fueron enérgicamente presionadas sobre este gobierno
durante muchos años. Las proposiciones presentadas por Colombia,
con ligeras modificaciones, fueron finalmente aceptadas por nosotros.
En virtud de este acuerdo nuestro Congreso cambió su previo juicio
(de que el canal debía hacerse por Nicaragua) y se decidió
por la ruta del Canal (de Panamá). Si Colombia ahora rehúsa
el tratado o dilata indebidamente su ratificación, el amistoso
entendimiento entre los dos países podría ser seriamente
comprometido al grado de que el Congreso (de los Estados Unidos) en
el próximo invierno podría tomar medidas que todo amigo
de Colombia tendría que lamentar. Confidencial. Comunique la
substancia de esto verbalmente al Ministro de Relaciones Exteriores.
Si él desea, déle una copia en forma de memorándum."
(Paréntesis de J. B.)
La amenaza sobre las medidas que podría tomar el Congreso norteamericano
"el próximo invierno" estaba dirigida a desviar la
atención del Gobierno de Colombia hacia el campo político,
esto es, hacia un terreno en el cual no sería golpeado. Para
Colombia, en relación con el problema del canal de Panamá,
no habría un próximo invierno. Panamá le sería
arrebatada antes del invierno de 1903, que como todos los inviernos
del hemisferio norte iba a comenzar el 21 de diciembre.
Cuando ese cable de Cromwell-Hay llegó a conocimiento de los legisladores
colombianos provocó tal estado de indignación, que el proyecto
de tratado fue rechazado. Los legisladores ignoraban que siete días
antes se había anunciado en la capital norteamericana la fecha
del golpe que desmembraría a Colombia. El rechazo del tratado tuvo
lugar el 20 de junio, y el día 13 del agente de prensa de Cromwell
había dicho, en la oficina del diario The
World, de Washington, que en Panamá habría una revolución
el 3 de noviembre; al preguntársele por qué precisamente
sería en esa fecha, explicó que como ese día serían
las elecciones presidenciales de los Estados Unidos los periódicos
norteamericanos tendrían tantas noticias, que apenas se le daría
importancia a una revolución en Panamá. Por su parte, Buneau-Varilla
diría lo mismo en un artículo que escribió para Le
Matin, de París, aparecido a principios de septiembre.
'La conspiración, que quedó organizada rápidamente,
se basó en el control de ferrocarril de Panamá, en la acción
de la Marina de Guerra de los Estados Unidos y en la actuación
política de unos pocos panameños. El ferrocarril había
sido una empresa norteamericana, pero fue vendida después a la
compañía francesa que comenzó a abrir el canal; ahora
bien, cuando esa compañía fue vendida a la norteamericana,
el ferrocarril volvió a manos fácilmente controlables. Su
superintendente era el capitán James R. Shaler, un hombre clave
en el plan de acción. En cuanto al grupo de panameños que
tomó parte en la conspiración, estaba encabezado por un
funcionario del ferrocarril, Manuel Amador Guerrero, un cuñado
suyo que trabajaba también en el ferrocarril, un ganadero apellidado
Arias, otro Arias —Tomás— que representaba a una empresa
comercial norteamericana, y un capitalista llamado Federico Boyd, cuyo
hermano era corresponsal en Panamá del diario Herald
de Nueva York.
Buneau-Varilla, que se hallaba en París en el mes de septiembre,
se trasladó a los Estados Unidos para hablar con el presidente
Roosevelt. Amador Guerrero se encontraba entonces en Nueva York, y con
él fue a hablar Buneau-Varilla tan pronto salió dé
Washington. En esa conversación, tenida a principios de octubre,
Buneau-Varilla le aseguró al conspirador panameño que
él y sus compañeros podían contar con la protección
militar norteamericana "cuarenta y ocho horas después que
ustedes hayan proclamado la nueva república del Istmo".
Pues de eso se trataba; de crear una república que pudiera-negociar
con los Estados Unidos y concederles lo que éstos pedían.
Buneau-Varilla le dijo además que él tenía preparado
"el programa de las operaciones militares, la declaración
de independencia, una base para la constitución de la nueva república
y finalmente un código para comunicarse conmigo (esto es, con
Amador Guerrero, que fue quien contó esa entrevista).
Es natural que uno se pregunte de donde sacó Buneau-Varilla tan
rápidamente todo lo que estaba ofreciéndole a su amigo
panameño. ¿Del sombrero de copa donde los prestidigitadores
tienen escondidas palomas y conejos?
Faltaban algunas cosas, sin embargo. Una de ellas era que, según
Buneau-Varilla, él debía ser nombrado representante diplomático
de la nueva república en Washington, a pesar de su nacionalidad
francesa; otra era la bandera del país que iba a nacer menos
de un mes después. La bandera le fue entregada a Amador Guerrero
por la señora de Buneau-Varilla, y seguramente la buena mujer
la sacó del mismo sombrero de copa de donde su marido había
sacado tantas cosas en tan poco tiempo.
Ya iba corriendo el mes de octubre. El día 14 de ese mes Roosevelt
llamó al senador Shelby M. Cullom, presidente del Comité
de Relaciones Exteriores del Senado, que se encontraba en Oyster Bay,
para pedirle que fuera a verlo a Washington inmediatamente. Al salir de
la entrevista con el presidente, el senador Cullom declaró al Herald,
de Nueva York: "Debemos hacer otro tratado, no con Colombia, sino
con Panamá." Al leer el Herald
, Amador Guerrero se dio cuenta de quién era el que hablaba por
boca de Buneau-Varilla. Unos días después embarcó
para Panamá, adonde llegó el 27. No necesitaba más
tiempo para "dirigir" la revolución que iba a estallar,
tal como se había anunciado en Washington y en París el
día 3 de noviembre.
El ministro de Colombia en Washington, Tomás Herrán, tuvo
a tiempo informes de la conspiración y comunicó a su Gobierno
que el levantamiento tenía "poderoso apoyo" en los
Estados Unidos y que "la Compañía del Canal y el
Ferrocarril de Panamá están profundamente complicados"
en el golpe. Fue entonces cuando los gobernantes colombianos se dieron
cuenta de la verdad, y ya era tarde. Pues aunque movilizaron fuerzas
para evitar la desmembración de su país, la acción
norteamericana estaba desatada y la débil Colombia no podría
pararla.
Los conspiradores panameños, que tenían en Bogotá
buenos informadores, supieron que Colombia estaba despachando tropas
hacia Panamá y cablegrafiaron a Buneau-Varilla, para lo que usaron
el código que éste le había dado a Amador Guerrero
en Nueva York. Buneau-Varilla, que no era ni ciudadano ni funcionario
norteamericano, podía recibir cables, visitar a quien quisiera,
y sus actividades no comprometían al Gobierno de los Estados
Unidos. Pero lo cierto es que ese Gobierno estaba a su servicio, es
decir, al servicio de los intereses que él representaba. Así,
cuando recibió el cable de Panamá, Buneau-Varilla corrió
a Washington, habló con el subsecretario de Estado, señor
Loomes, y desde Baltimore —para no dejar huellas en Washington—
contestó a Amador Guerrero: "Treinta y seis horas Atlántico,
cuarenta y ocho horas Pacífico." Era el 30 de octubre.
Efectivamente, el buque de guerra Nashville
llegó a Colón, en el Caribe —Atlántico, según
dicen en América Central—, a las 5,30 de la tarde del día
2 de noviembre, es decir, dentro de las treinta y seis horas fijadas por
Buneau-Varilla, y además el mismo día salió para
Colón el Dixie, que se
hallaba en Kingston, Jamaica. El propio presidente Roosevelt había
dado las órdenes para la salida del Dixie, cuyo capitán
recibió desde Washington instrucciones muy precisas de impedir
a cualquier costo que llegaran al istmo panameño refuerzos colombianos.
Del lado del Pacífico, los comandantes de buques norteamericanos
estacionados en Acapulco —Méjico— y San Juan del Sur
—Nicaragua— recibieron órdenes de trasladarse a toda
máquina a Panamá y de usar "fuertemente" la artillería,
si hacía falta, para evitar que fuerzas de Colombia fueran desembarcadas
en Panamá.
Y, sin embargo, todo el plan Roosevelt-Cromwell-Buneau-Varilla-Morgan-Amador
Guerrero y compañía estaba a punto de fracasar, pues ese
día 2 de noviembre, a las 11,30 de la mañana habían
llegado a Colón 500 soldados colombianos que habían sido
transportados por el cañonero Cartagena.
Fue en ese momento crítico donde entró a funcionar el
capitán James R. Shaler, el superintendente del ferrocarril Colón-Panamá.
Shaler se presentó en Colón, y con una sangre fría
admirable, como quien ejecuta un acto noble, invitó a los generales
Tovar y Amaya, jefes de las fuerzas colombianas que acababan de llegar,
a ir a Panamá en un coche especial. Los jefes colombianos dijeron
que ellos irían a Panamá, pero con sus tropas, y Shaler
los convenció, a costa de muchas amabilidades, de que los soldados
irían también, pero en otro tren. Al llegar a Panamá,
los generales Tovar y Amaya cayeron presos en manos del general Esteban
Huertas, que estaba esperándolos con soldados en la estación.
El general Huertas se hallaba complicado en la conspiración.
Ese día era el 3 de noviembre (1903) y estaban celebrándose
en los Estados Unidos unas elecciones en las que Theodore Roosevelt
será reelecto presidente. A las seis de la tarde, en Panamá
se formaba una junta de Gobierno, presidida desde luego por Amador Guerrero,
que horas después se haría cargo de las obligaciones que
hasta ese día había tenido Colombia con el ferrocarril.
La República de Panamá acababa de nacer, y tal como había
previsto el agente de prensa de Cromwell, los diarios norteamericanos,
abrumados de noticias el día 4, apenas se dieron cuenta de lo
que había pasado en el Caribe.
Algo muy importante debió ocurrirle al Gobierno de la nueva nación
los días 4 y 5, porque no fue sino el 6 cuando nombró
su ministro en Washington, a quien confirió categoría
de enviado extraordinario con plenos poderes para llevar a cabo negociaciones
diplomáticas y financieras". El día 7 el secretario
de Estado Hay recibió al representante de la flamante república;
el día 13 lo hizo el presidente Roosevelt. ¿Qué
hablarían en esa histórica entrevista el presidente de
los Estados Unidos y su viejo amigo Buneau-Varilla? ¿Y en qué
lengua lo harían; en la francesa del enviado extraordinario de
Panamá o en la inglesa del coronel de los "rudos jinetes"?
Es difícil saberlo. Lo que se sabe es que el día 18 quedó
firmado el tratado Buneau-Varilla-Hay, en virtud del cual Panamá
cedió una zona del istmo para que se hiciera el canal y renunciaba
a la soberanía sobre esa zona. Ese tratado, para honra eterna
del Senado norteamericano, fue aprobado sin ninguna demora por 65 votos
contra 15. Unos meses después, cuando los patricios panameños
redactaron la Constitución de la nueva república, tomaron
la célebre Enmienda Platt y la repitieron al pie de la letra
en el artículo 136, de manera que la primera constitución
de Panamá autorizaba a los Estados Unidos a intervenir militarmente
en el país para restablecer la paz pública y el orden
años de haber llegado España al Caribe, en la hermosa
región donde ella había gobernado había dos repúblicas
nuevas: Cuba y Panamá. Pero sería más propio decir
que había dos semirrepúblicas. Para hacer balance con
ellas había también un nuevo imperio, el más poderoso
que había entrado al Caribe en toda su historia.
Capítulo XXV
Los años de las bajas y de los dólares
Cuando a Cuba le llegó
la hora de escoger presidente de la república, el pueblo se dividió
entre dos candidatos, y los dos pertenecían al sector de los
terratenientes orientales que habían iniciado la guerra de independencia
en 1868. Uno de ellos, el general Bartolomé Masó, retiró
su candidatura antes de las elecciones porque la Junta Central de Escrutinio,
que era algo así como el tribunal supremo electoral, estaba compuesto
por partidarios de su oponente, don Tomás Estrada Palma, En cuanto
a Estrada Palma, no había vuelto a Cuba, de donde había
salido hacía veinticinco años; fue elegido en ausencia
y retornó al país sólo un mes antes de tomar posesión
de su cargo. El 20 de mayo a mediodía el gobernador general Leonard
Wood le hizo transmisión de su poder de mando sobre la isla.
Había nacido la república de Cuba.
Desde que comenzó a gobernar, Estrada Palma se inclinó
a hacerlo con los hombres más conservadores del país,
cosa lógica si se tiene en cuenta su origen social. En 1905,
cuando había que elegir a su sucesor, fue candidato a la reelección
y ganó las elecciones mediante una serie de fraudes escandalosos.
En agosto de 1906 sus adversarios, que se habían agrupado en
un partido llamado liberal, iniciaron un movimiento revolucionario que
se extendió rápidamente a todo el país. El día
8 de septiembre el Gobierno pidió al presidente Roosevelt, a
través del cónsul dé Norteamérica en La
Habana, que enviara barcos de guerra, uno a Cienfuegos y otro a La Habana;
el día 12 pidió la intervención militar. Roosevelt
mandó a Cuba a su secretario de la guerra, William H. Taft El
día 22 había en el puerto de La Habana siete buques de
guerra de los Estados Unidos. El día 26, después de haberles
solicitado la renuncia a todos los miembros del Gabinete, Estrada Palma
renunció a la presidencia de la república, de manera que
el país quedó sin ningún funcionario ejecutivo,
y como el Congreso estaba compuesto por partidarios de Estrada Pal-ma,
no se eligió presidente y Cuba se quedó sin Gobierno.
El día 29 Taft se proclamó gobernador del país
y la gaceta oficial de ese día publicó su proclama en
inglés y en español. La enmienda Platt no era letra muerta.
Cuba estuvo gobernada por autoridades norteamericanas hasta el 28 de
enero de 1909, fecha en que el poder fue traspasado al general José
Miguel Gómez, que había sido elegido presidente de la
república el 14 de noviembre del año anterior. A principios
de ese mismo mes de noviembre había sido elegido presidente de
los Estados Unidos William H. Taft. Taft tomó posesión
de su cargo en marzo de 1909 y nombró secretario de Estado a
Philander C. Knox, de quien dijo el embajador inglés en Washington
que hasta el momento en que fue nombrado para ese cargo "no se
había ocupado de nada, ni conocía nada, ni había
pensado nunca nada sobre política extranjera". Puede ser
que el diplomático británico dijera la verdad, pero Knox
era abogado de una firma que tenía minas de oro en Nicaragua,
y sin duda estaba enterado de algunas de las cosas que sucedían
en Nicaragua.
Ese país del Caribe seguía gobernado por el general José
Santos Zelaya, que llevaba ya unos dieciséis años en el
poder, y hay pruebas abundantes de que Zelaya era un gobernante difícil
de manejar. Había comenzado recuperando la Mosquitia y cada vez
que podía se atravesaba en el camino de los intereses y del Gobierno
de Norteamérica. A principios del siglo había estado a
punto de llegar a un acuerdo con el Gobierno de Roosevelt para que el
canal pasara por Nicaragua, pero a base de arrendamiento del derecho
de ruta —tres kilómetros a cada lado del canal—,
no de cesión de soberanía; en 1905 había obtenido
que Inglaterra reconociera de manera definitiva la soberanía
de Nicaragua en la costa de Mosquitia, y se cree, aunque no han aparecido
las pruebas definitivas, que llegó a proponerles a Alemania y
al Japón la apertura de un canal por Nicaragua, bajo la soberanía
nicaragüense, cuando ya en los Estados Unidos llevaban algunos
años trabajando en la construcción del de Panamá.
Probablemente todo eso tenía poca importancia para el secretario
Knox. Lo que él sabía era que el Gobierno de Zelaya había
causado numerosas molestias a sus clientes, los dueños de las
minas de oro La Luz y Los Angeles Mining Company, y cuando pasó
a dirigir las relaciones exteriores de su país se enteró
mejor de la situación de Nicaragua y de la conducta de Zelaya.
Así, de buenas a primeras, el general Juan José Estrada,
liberal, zelayista y gobernador de la costa que había sido el
fabuloso reino de Mosquitia, entró en las mejores relaciones
con el cónsul norteamericano en Bluefields, Thomas Moffat, quien
a su vez las tenía con Emiliano Chamorro, joven líder
de los conservadores. El lector habrá visto, en el relato de
las aventuras de William Walker, que los Chamorros y los Estradas pertenecían
al círculo de familias nicaragüenses que daban presidentes
al país, de manera que estaban vinculados por su origen social,
aunque aparecieran separados por sus colores políticos. Juan
José Estrada, Emiliano Chamorro y Thomas Moffat se entendieron
bien, y, según referiría Moffat años después
en algún día de septiembre de 1909, Estrada les preguntó
a los oficiales de los buques de guerra norteamericanos que se hallaban
en Bluefields cuál sería la actitud del Gobierno de los
Estados Unidos si él se levantaba contra el presidente Zelaya,
a lo cual los interrogados le respondieron: "Adelante, que no te
faltará apoyo." El día 7 de octubre Moffat cablegrafió
al departamento de Estado diciendo que el general Estrada iba a sublevarse
al día siguiente, que con él lo haría Emiliano
Chamorro, que los revolucionarios habían prometido respetar las
propiedades extranjeras, que seguramente Zelaya no combatiría,
y, por último, solicitaba el reconocimiento para el Gobierno
que iban a establecer Estrada y Chamorro. Moffat se equivocó,
pues el movimiento no estalló el día 8; comenzó
el día 10. Knox ordenó que los navíos Paducah y
Dubuque, estacionados en Bluefields, dieran la ayuda que pudieran a
Estrada y Chamorro, y así comenzó la primera intervención
de Nicaragua, que iba a durar hasta agosto de 1925.
El 16 de noviembre Zelaya fusiló a dos norteamericanos que habían
sido condenados a muerte dos días antes, acusados de haber volado
con minas barcos del Gobierno nicaragüense en el río San
Juan. Los dos norteamericanos, Lee Roy Cannon y Leonard W. Groce, habían
confesado su culpabilidad y habían pedido a Zelaya que les conmutara
la sentencia. El 2 de diciembre Knox entregó a Felipe Rodríguez,
encargado de negocios de Nicaragua en Washington, una larga nota en
la que le decía que los dos norteamericanos fusilados "eran
oficiales al servicio de las fuerzas revolucionarias, y, por consiguiente,
tenían derecho a ser tratados conforme a las prácticas
modernas de las naciones civilizadas", que "el Gobierno de
los Estados Unidos está convencido de que la revolución
actual representa los ideales y la voluntad de la mayoría de
los nicaragüenses más fielmente que el Gobierno del presidente
Zelaya", que "el presidente de los Estados Unidos ya no puede
sentir por el Gobierno del presidente Zelaya aquel respeto y (aquella)
confianza que debía mantener en sus relaciones diplomáticas".
La nota terminaba comunicándole a Rodríguez que las relaciones
diplomáticas del Gobierno norteamericano con el de Zelaya quedaban
rotas, y, por tanto, decía Knox: "Tengo el honor de remitir
adjunto su pasaporte para el caso de que usted quiera salir del país."
Ante esa situación, Zelaya renunció a la presidencia de
Nicaragua, debido, sobre todo, dijo, a "la hostilidad manifestada
por el Gobierno de los Estados Unidos, al cual no quiero dar pretexto
para que pueda continuar interviniendo en ningún sentido en los
destinos de este país".
Ala renuncia de Zelaya, el Congreso nicaragüense —llamado
Asamblea Nacional— designó presidente a don José
Madriz. Pero en la nota de Knox a Rodríguez figuraba este párrafo:
"... según informe oficioso de diversas fuentes, han aparecido
indicios en las provincias occidentales de un levantamiento en favor
de un candidato presidencial íntimamente ligado con el viejo
régimen, en el cual es fácil ver nuevos elementos que
tienden a una condición de anarquía, que puede llegar,
con el tiempo, a destruir toda fuente de Gobierno responsable con el
cual pueda el de los Estados Unidos discutir la reparación por
la muerte de Cannon y Groce...". A lo que se aludía en esas
palabras era a una posible elevación de Madriz a la presidencia
del país; de manera que Norteamérica no aceptaría
un Gobierno nicaragüense presidido por Madriz.
Madriz, sin embargo, tomó el poder y envió fuerzas a Blue-fields,
de donde no habían salido Estrada y Chamorro. Al caer en sus manos
el fuerte Bluff, los madrizistas pasaron a controlar prácticamente
Bluefields, pues Bluff se halla en una pequeña península
que cierra la entrada al puerto de Bluefields, y disponían de un
buque armado con el que podían evitar que a Estrada y Chamorro
les llegaran armas y provisiones. Pero los comandantes del Paducah
y del Dubuque estaban en Bluefields para algo. A un mismo tiempo
anunciaron al capitán del barco nicaragüense que si detenía
cualquier buque norteamericano sería cañoneado y le comunicaron
al jefe de las fuerzas que habían tomado el fuerte Bluff que si
avanzaba sobre Bluefields lo haría a riesgo de luchar contra la
infantería de marina norteamericana, que había sido desembarcada
y estaba patrullando Bluefields. Eso no era todo, a pesar de que era mucho.
El fuerte de Bluff controlaba la zona de la aduana de Bluefields, de manera
que los derechos de importación de las mercancías que entraban
por allí iban naturalmente a manos de las autoridades madrizistas.
Pues bien, los comandantes de los buques de guerra norteamericanos establecieron
otra aduana en Schooner Key, territorio que se hallaba en manos de Estrada.
Madriz envió a Knox una nota en la que protestaba de esa intervención
tan burda, y Knox respondió que su Gobierno exigía "que
cada parte —facción, fue la palabra usada— cobre derechos
sólo en el territorio que se halle bajo su dominio". Madriz
se hizo cargo de que no podría seguir gobernando en tales condiciones
y el 20 de agosto renunció su , cargo. Unos días después
entraban en Managua los generales Estrada y Chamorro, que tomaron el Gobierno
con dos personas más. Una de ellas era Adolfo Díaz, empleado
de las minas La Luz y Los Angeles, con un salario de 35 dólares
semanales. Se eligió rápidamente una Asamblea Constituyente,
que eligió a su vez un Gobierno definitivo, con Estrada en la presidencia
y Adolfo Díaz en la vicepresidencia. Washington
reconoció ese Gobierno el 1 de enero de 1911, pero como Estrada
tuvo que renunciar poco después, Adolfo Díaz, el empleado
de las minas de oro, ese único nexo que había habido entre
Knox y Nicaragua, pasó a ser presidente del país. Estrada,
pues, había trabajado para Díaz.
El día 29 de julio de 1912 estalló la rebelión
conocida en Nicaragua con el nombre de la "guerra de Mena".
Estaba encabezada por el general Mena, que había sido compañero
de Díaz, Estrada y Chamorro, en el Gobierno de cuatro ejecutivos
que sucedió a Madriz, y rápidamente se adueñó
de varias ciudades, entre ellas Granada, Masaya y Managua. Adolfo Díaz
apeló a sus protectores norteamericanos; éstos desembarcaron
infantería de marina en Corinto, situada en la costa del Pacífico,
avanzaron sobre Managua y Masaya, ciudades que tomaron después
de haberlas bombardeado, hicieron preso a Mena y lo despacharon hacia
Panamá. Pero el segundo de Mena, Benjamín Zeledón,
se había hecho fuerte en Coyotepe, donde fue a atacarlo el mayor
Smedley D. Butler, sin que pudiera sacarlo de allí.
La lucha entre la infantería de marina norteamericana y las fuerzas
de Zeledón iba a durar hasta principios de octubre, cuando Zeledón
fue muerto en un encuentro. En ese momento los Estados Unidos tenían
en Nicaragua algo más de 2.700 hombres y ocho buques de guerra,
pero una vez que el alzamiento de Mena quedó dominado, a la muerte
de Zeledón, comenzaron a retirarse del país y a mediados
de noviembre sólo quedaban unos 400 infantes de marina, 100 de
ellos destinados a proteger la Legación norteamericana y 300
estacionados en el llamado Campo de Marte, campamento militar de Managua,
capital del país. Esas fuerzas iban a estar allí hasta
el 3 de agosto de 1925, y durante todo ese tiempo Nicaragua fue, en
realidad, gobernada desde Washington.
El 8 de agosto de 1912, esto es, unos once días después
de ha berse iniciado en Nicaragua la "guerra de Mena", ocurrió
una catástrofe en Port-au-Prince, la capital de Haití.
El palacio presidencial voló a causa de una explosión
que mató a 300 soldados y al presidente de la república,
Cincinatus Leconte. A partir de ese momento, Haití entró
en un proceso de descomposición social y política que
era el reflejo de las luchas que llevaban a cabo los círculos
de la pequeña burguesía que se disputaban el poder y la
oligarquía terrateniente y comercial que tenía el control
económico del país. Entre la muerte de Leconte y el 27
de julio de 1915, Haití tuvo cinco presidentes; dos, duraron
nueve meses; uno, ocho meses, y el último —Vilbrun Guillaume
Sam—, cinco meses. Con Guillaume Sam se produciría la crisis
definitiva.
Seis días ante de esa crisis, es decir, el 21 de julio de 1915,
el encargado de negocios interino de los Estados Unidos en la República
Dominicana, el país vecino de Haití, dirigió al
jefe del partido de oposición al Gobierno del presidente Jimenes
una carta pública —obsérvese ese detalle—,
en la cual le decía: "He sido instruido por el Gobierno
de los Estados Unidos para llamar la atención de los jefes de
la oposición... de que en caso de que sea necesario (se hará)
desembarco de tropas para imponer el orden y respeto al presidente electo
por el pueblo. Aquellos jefes que estén o puedan estar actualmente
ocupados en los desórdenes, o que estén secretamente alentándolos
serán hechos personalmente responsables por los Estados Unidos."
Antes de pensar que el presidente de la República Dominicana
—Juan Isidro Jimenes— era un títere norteamericano,
a quien el señor Woodrow Wilson quería mantener en el
poder a toda costa, el lector haría bien en esperar algunos párrafos.
Puede que se lleve una sorpresa.
Seis días después, el 27 de julio, fuerzas opuestas al
Gobierno atacaron el Palacio Nacional de Port-au-Prince, y el jefe militar
de la ciudad, general Osear Etienne, ordenó que se diera muerte
a los presos políticos que había en la penitenciaría
nacional, unos ciento y tantos. La población de Port-au-Prince
respondió a ese asesinato con un ataque en masa a los cuarteles,
hizo preso al general Etienne, lo mató a golpes, paseó
su cadáver por las calles y al fin le dio fuego y dejó
sus restos abandonados en medio de la ciudad. El presidente Sam había
huido del Palacio Nacional y se había refugiado en la Legación
de Francia. Pero el día 28 la Legación fue invadida por
una masa ciega de furor, que sacó al presidente, lo golpeó
hasta dejarlo sin vida, mutiló su cadáver y luego se dedicó
a arrastrarlo de calle en calle. Como era lógico que sucediera,
la multitud se lanzó al saqueo de comercios y viviendas. En horas
de la tarde hizo su entrada en las aguas de Port-au-Prince el acorazado
norteamericano Washington, que puso en tierra inmediatamente un cuerpo
de infantes de marina. Había comenzado la ocupación militar
de Haití, llamada a durar hasta el 21 de agosto de 1934.
Como en el momento de su llegada a Haití no había Gobierno,
los norteamericanos empezaron a gestionar que la Asamblea Nacional se
reuniera para elegir rápidamente un presidente de la república.
Hay indicios de que desde el primer momento tenían un candidato,
o por lo menos habían decidido quiénes no debían
ocupar el cargo. Así, el doctor Rosalvo Bobo, que parecía
tener el apoyo de todos o casi todos los líderes de los "cacos",
fue desechado, pues el día 29 de julio, el cónsul haitiano
en Cap-Haitien se entrevistó con varios jefes "cacos"
y les ofreció cincuenta gourdes
(diez dólares) para cada soldado y cien para cada jefe que
entregara su arma, y no les dio esperanzas sobre la posibilidad de que
Bobo fuera electo presidente. Y, efectivamente, no. lo fue. El día
12 de agosto la Asamblea Nacional eligió para el cargo a Sudre
Dartiguenave. Pocos días después comenzaban los "cacos"
a dar señales de inquietud.
¿Quiénes eran los "cacos"?.
Eran campesinos sin tierras o de propiedades muy pequeñas y habitantes
de los barrios pobres de las ciudades, sobre todo en el Norte, y se
agrupaban alrededor de jefes menores que se auto-llamaban generales.
Los "generales" "cacos" eran centenares, y cada
uno servía los intereses de un latifundista o de un político,
aunque el más popular entre ellos era el doctor Bobo. En cierto
sentido recordaban los grupos armados de los condotieros, que se ponían
a la orden de quienes los pagaban.
En vista de que los "cacos" se hallaban inquietos, se mandaron
infantes de marina a varias ciudades del país. Pero de todos
modos, Gonaives fue atacada, aunque sin éxito, y los "cacos"
dominaban los campos aledaños a la ciudad hasta el punto que
a fines de septiembre no llegaban alimentos del interior. El mayor Smedley
D. Butler, el mismo que tres años antes, en Nicaragua, había
tratado de sacar a Zeledón de Coyotepe, logró un acuerdo
con el jefe de los "cacos" de Gonaives; ofreció dinero
y obtuvo que los "cacos" se retiraran. Pero en la región
de Cap-Haítien hubo que combatir a los "cacos". Cinco
compañías de infantes de marina fueron enviadas a la zona
para pacificarla a la fuerza, y a fines de septiembre los jefes "cacos"
firmaron con los interventores un acuerdo de paz por el cual ellos recibían
dinero y sus hombres entregaban los fusiles. Los que no lo hacían
eran perseguidos y muertos sin piedad y, como es lógico, muchos
de ellos se fueron a las montañas y siguieron combatiendo. Al
comenzar el mes de noviembre muchos "cacos" se habían
reunido en Fort-Riviere; allí fueron atacados y aniquilados el
día 17. El mayor Butler —el mismo que pacificó Gonaives—
voló el fuerte con dinamita. Las víctimas fueron tantas,
que el secretario de la Marina de los Estados Unidos escribió
al jefe de las fuerzas de ocupación de Haití, contraalmirante
Caperton, diciéndole que "en vista de las terribles pérdidas
sufridas por los haitianos las operaciones debían ser suspendidas
para evitar pérdidas aún más graves de vidas humanas",
a lo que Caperton respondió alegando que para mantener el orden
era indispensable "aniquilar a los bandidos".
También hubo luchas en la región del sur, pero ésas
tenían cierto sentido político y contaban con el apoyo
de varios políticos de Port-au-Prince. El jefe de los rebeldes
del Sur era Ismael Codio. A mediados de enero de 1916 la gente de Codio
atacó puntos de Port-au-Prince. Codio cayó preso, pero
sus partidarios le liberaron. Murió en un combate en Fonds Parisién.
A raíz de su muerte, los interventores fusilaron a la mayoría
de sus oficiales y el movimiento acabó por aniquilación.
Dos días después de la toma de Fort-Riviere, el ministro
de los Estados Unidos en la República Dominicana sometía
al presidente Jimenes una petición del Gobierno de Wilson para
que pusiera la economía fiscal dominicana bajo la dirección
de un consejero financiero que sería nombrado por el presidente
de los Estados Unidos y para que organizara una fuerza pública
—una "guardia civil", decía la nota—, cuyo
jefe sería nombrado por el presidente dominicano, pero escogido
previamente, desde luego, por el de los Estados Unidos. Aunque esa nota
colocaba en una situación muy difícil al Gobierno de Jimenes,
porque las aduanas dominicanas se hallaban bajo control norteamericano
desde febrero de 1905, lo que quiere decir que Jimenes podía
ser estrangulado económicamente en cualquier momento, la cancillería
dominicana rechazó la nota a principios de diciembre. Ahora bien,
lo que se proponía en esa nota se filtró al público,
con lo que la autoridad del Gobierno de Jimenes se debilitó grandemente.
Al darse cuenta de esa debilidad de Gobierno, sus opositores decidieron
acusarlo ante el Congreso de haber violado la constitución.
Pero la acusación no prosperó: lo que prosperó fue
un plan, encabezado por el ministro de la Guerra, general Desiderio Arias,
para derrocar al Gobierno. El presidente hizo llamar al comandante de
armas de la capital y al jefe de la guardia republicana, acusados de estar
en connivencia con el general Arias, y ordenó su detención.
Esa medida provocó el alzamiento de Arias, quien halló respaldo
inmediato en los miembros de las Cámaras opuestos a Jimenes. Así,
el 1 de mayo (1916) el presidente fue acusado de haber violado la constitución
y las leyes del país y se le invitó a comparecer ante el
Congreso. Jimenes, que estaba viviendo en las afueras de la ciudad, se
negó a ir al Congreso, llamó fuerzas leales del interior
del país, reunió unos 1.400 hombres y se alistó para
luchar contra Arias. En ese momento llegó a Santo Domingo el comandante
Crosley, que iba de Haití a bordo del crucero
Prairie y con un transporte cargado de infantes de marina.
Crosley informó al presidente Jimenes que el Gobierno de Wilson
le ofrecía todo su apoyo y que en los días próximos
llegaría a Santo Domingo el contraalmirante Caperton para reforzar
ese apoyo. Jimenes no solicitó ninguna ayuda, y avanzó
con sus fuerzas hacia la capital dominicana. Pero al llegar a las afueras
de la ciudad encontró que Crosley había desembarcado sus
infantes de marina y le impedía seguir adelante, "para evitar
derramamiento de sangre". Ya había infantes de marina dentro
de la ciudad, protegiendo la Legación de los Estados Unidos y
la de Haití, y al mismo tiempo buques de guerra norteamericanos
navegaban hacia varios puertos del país. Cuando Jimenes quiso
llegar a un acuerdo que le permitiera actuar como gobernante, Crosley
le pidió que pusiera sus fuerzas bajo el mando de oficiales norteamericanos.
Jimenes comprendió que no tenía poder para hacer valer
su autoridad, y el 7 de mayo renunció ante la nación,
puesto que no podía hacerlo ante el Congreso. El contraalmirante
Caperton llegó, efectivamente; envió un ultimátum
al general Arias para que abandonara la ciudad capital antes de las
seis de la mañana del 15 de mayo; el general Arias aceptó
el ultimátum y ese mismo día entraba Caperton en Santo
Domingo. El día 16 el contraalmirante notificó por una
proclama "que las fuerzas de los Estados Unidos de América
han asumido el control de la ciudad". Pero sólo de la ciudad,
no del país.
Mientras tanto, fuerzas de infantería de marina desembarcadas
en Monte Cristi y en Puerto Plata, en la costa del norte, tomaron esos
dos puntos y avanzaron hacia el interior. Las del Monte Cristi fueron
atacadas repetidas veces en el camino, con algunas pérdidas de
muertos y heridos, y tuvieron que librar un combate en Guayacanes con
tropas que mandaba el capitán Máximo Cabral, que murió
en la acción con gran parte de su gente; las de Puerto Plata
tuvieron ia resistencia del gobernador, Apolinar Rey. Las que desembarcaron
por San Pedro de Maco-rís, en la costa sur, fueron recibidas
a tiros por un joven obrero, Gregorio Urbano Gilbert, que les mató
un oficial y les hirió algunos hombres.
Mientras tanto, el Congreso dominicano se esforzaba por designar un
presidente de la república, y en cada caso hallaba la oposición
del ministro Russell, de los Estados Unidos, cuya función era
impedir como fuera necesario que se estableciera en el país un
régimen constitucional. El día 4 de junio fueron encarcelados
cuatro senadores para evitar que pudiera ser elegido un presidente.
Pero el Congreso logró burlar a Russell y el 25 de julio, cuatro
días antes de la fecha límite que mandaba la constitución
un consejero financiero que sería nombrado por el presidente
de los Estados Unidos y para que organizara una fuerza pública
—una "guardia civil", decía la nota—, cuyo
jefe sería nombrado por el presidente dominicano, pero escogido
previamente, desde luego, por el de los Estados Unidos. Aunque esa nota
colocaba en una situación muy difícil al Gobierno de Jimenes,
porque las aduanas dominicanas se hallaban bajo control norteamericano
desde febrero de 1905, lo que quiere decir que Jimenes podía
ser estrangulado económicamente en cualquier momento, la cancillería
dominicana rechazó la nota a principios de diciembre. Ahora bien,
lo que se proponía en esa nota se filtró al público,
con lo que la autoridad del Gobierno de Jimenes se debilitó grandemente.
Al darse cuenta de esa debilidad de Gobierno, sus opositores decidieron
acusarlo ante el Congreso de haber violado la constitución.
Pero la acusación no prosperó: lo que prosperó fue
un plan, encabezado por el ministro de la Guerra, general Desiderio Arias,
para derrocar al Gobierno. El presidente hizo llamar al comandante de
armas de la capital y al jefe de la guardia republicana, acusados de estar
en connivencia con el general Arias, y ordenó su detención.
Esa medida provocó el alzamiento de Arias, quien halló respaldo
inmediato en los miembros de las Cámaras opuestos a Jimenes. Así,
el 1 de mayo (1916) el presidente fue acusado de haber violado la constitución
y las leyes del país y se le invitó a comparecer ante el
Congreso. Jimenes, que estaba viviendo en las afueras de la ciudad, se
negó a ir al Congreso, llamó fuerzas leales del interior
del país, reunió unos 1.400 hombres y se alistó para
luchar contra Arias. En ese momento llegó a Santo Domingo el comandante
Crosley, que iba de Haití a bordo del crucero Prairie
y con un transporte cargado de infantes de marina.
Crosley informó al presidente Jimenes que el Gobierno de Wilson
le ofrecía todo su apoyo y que en los días próximos
llegaría a Santo Domingo el contraalmirante Caperton para reforzar
ese apoyo. Jimenes no solicitó ninguna ayuda, y avanzó
con sus fuerzas hacia la capital dominicana. Pero al llegar a las afueras
de la ciudad encontró que Crosley había desembarcado sus
infantes de marina y le impedía seguir adelante, "para evitar
derramamiento de sangre". Ya había infantes de marina dentro
de la ciudad, protegiendo la Legación de los Estados Unidos y
la de Haití, y al mismo tiempo buques de guerra norteamericanos
navegaban hacia varios puertos del país. Cuando Jimenes quiso
llegar a un acuerdo que le permitiera actuar como gobernante, Crosley
le pidió que pusiera sus fuerzas bajo el mando de oficiales norteamericanos.
Jimenes comprendió que no tenía poder para hacer valer
su autoridad, y el 7 de mayo renunció ante la nación,
puesto que no podía hacerlo ante el Congreso. El contraalmirante
Caperton llegó, efectivamente; envió un ultimátum
al general Arias para que abandonara la ciudad capital antes de las
seis de la mañana del 15 de mayo; el general Arias aceptó
el ultimátum y ese mismo día entraba Caperton en Santo
Domingo. El día 16 el contraalmirante notificó por una
proclama "que las fuerzas de los Estados Unidos de América
han asumido el control de la ciudad". Pero sólo de la ciudad,
no del país.
Mientras tanto, fuerzas de infantería de marina desembarcadas
en Monte Cristi y en Puerto Plata, en la costa del norte, tomaron esos
dos puntos y avanzaron hacia el interior. Las del Monte Cristi fueron
atacadas repetidas veces en el camino, con algunas pérdidas de
muertos y heridos, y tuvieron que librar un combate en Guayacanes con
tropas que mandaba el capitán Máximo Cabral, que murió
en la acción con gran parte de su gente; las de Puerto Plata
tuvieron ía resistencia del gobernador, Apolinar Rey. Las que
desembarcaron por San Pedro de Maco-rís, en la costa sur, fueron
recibidas a tiros por un joven obrero, Gregorio Urbano Gilbert, que
les mató un oficial y les hirió algunos hombres.
Mientras tanto, el Congreso dominicano se esforzaba por designar un
presidente de la república, y en cada caso hallaba la oposición
del ministro Russell, de los Estados Unidos, cuya función era
impedir como fuera necesario que se estableciera en el país un
régimen constitucional. El día 4 de junio fueron encarcelados
cuatro senadores para evitar que pudiera ser elegido un presidente.
Pero el Congreso logró burlar a Russell y el 25 de julio, cuatro
días antes de la fecha límite que mandaba la constitución,
eligió al doctor Francisco Henríquez y Carvajal, que vivía
ejerciendo su profesión de médico en Santiago de Cuba.
A esa elección respondió el ministro Russell con una declaración
del receptor general de aduanas, C. H. Baxter, norteamericano, desde
luego, quien en anuncios de prensa dijo el 18 de agosto que "el
Receptor General de Aduanas no hará más entregas de fondos
por cuenta del Gobierno" y aclaró que la "suspensión
de pagos continuará hasta que se llegue a un completo acuerdo
en cuanto a la interpretación de ciertos artículos de
la Convención Dominico-Americana de 1907".
Sin un centavo, el Gobierno dominicano siguió funcionando, pero
el comercio se paralizaba. Los actos de atropellos de la infantería
de marina a la ciudadanía eran constantes; las casas de familia
eran allanadas a cualquiera hora del día o de la noche para buscar
armas. El Gobierno disolvió el ejército, en vista de que
no tenía con qué pagarle. En el mes de octubre la situación
se hizo difícil; el día 24 un capitán, un teniente,
un sargento y un soldado norteamericanos trataron de hacer preso en un
barrio de la capital al general Ramón Batista, pero éste,
con algunos amigos, resistió a tiros, y murieron él y el
capitán norteamericano; inmediatamente se presentó en el
lugar una patrulla que hizo fuego de ametralladora con un saldo de varios
muertos, entre ellos algunas mujeres; cuatro días después
sucedía algo similar en el centro de la ciudad. Por fin, el 29
de noviembre, desde el acorazado Olimpia,
que se hallaba en el puerto de la ciudad de Santo Domingo, el capitán
de navío H. S. Knapp declaró "que la República
Dominicana queda por la presente puesta en un estado de ocupación
militar por las fuerzas bajo mi mando, y queda sometida al gobierno militar
y al ejercicio de la ley militar, aplicable a tal ocupación".
En ese momento los Estados Unidos tenían en marcha una negociación
para comprarle a Dinamarca por 25.000.000 de dólares las islas
de Saint Thomas, Saint John, Santa Cruz y los islotes adyacentes. La
operación quedó terminada el 31 de marzo de 1917. Al entregar
esos territorios, Dinamarca era el tercero de los países europeos
que salían del Caribe.
Así, antes de que en Rusia comenzara la revolución comunista,
los Estados Unidos tenían fuerzas militares en varios puntos
del Caribe; en la Zona del Canal, en Panamá, en Nicaragua, en
la base naval de Guantánamo (Cuba); tenían ocupadas las
repúblicas de Haití y la Dominicana; eran los dueños
de Puerto Rico y de las Islas Vírgenes danesas. En diecinueve
años habían pasado a dominar sobre más tierras
y más habitantes que la Gran Bretaña, Francia y Holanda,
a pesar de que estos países tenían tres siglos en el mar
de las Antillas. Todavía no se hablaba —ni podía
hablarse— de peligro comunista, de manera que las intervenciones
militares y la ocupación de territorios se hacían con
otros pretextos. Pero es el caso que cualesquiera que fueran esos pretextos,
al terminar el mes de marzo de 1917 el Caribe había pasado a
ser un lago norteamericano.
El 20 de junio de 1918 el Gobierno de Panamá suspendió
por decreto las elecciones de los diputados que debían celebrarse
ese año. Los partidos de oposición dijeron que no se sentían
garantizados y solicitaron que se aplicara el artículo 136 de
la constitución, aquel que los patricios de 1904 habían
calcado, al píe de la letra, de la Enmienda Platt, y como bastaba
con esa solicitud, las autoridades norteamericanas decidieron ordenar
que sus fuerzas militares garantizaran el orden público y la
limpieza en las elecciones; así ocurrió que el quinto
regimiento de infantería de los Estados Unidos fue destinado
a la provincia de Chiriquí, que cae sobre el Pacífico,
al oeste de la península- de Azuero. Ahora bien, en la provincia
de Chiriquí vivía un latifundista norteamericano llamado
William Gerard Chase; se había establecido allí desde
hacía algunos años y se mantenía promoviendo desórdenes
a causa de su afán de despojar a los campesinos de sus tierras.
A veces esos desórdenes eran graves, con muertos y heridos. En
uno de ellos había perdido la vida el gobernador de la provincia,
Saturnino Perigault.
Pues bien, el mayor H. E. Page, que tenía el mando del quinto
regimiento, cuya misión era asegurar el orden para que pudieran
celebrarse elecciones en Chiriquí, se dedicó a ser el
protector de Chase; el que apoyaba con las armas sus abusos y atropellos.
Chiriquí pasó a vivir una época de terror, y poco
a poco se fue formando en Panamá un movimiento de protesta que
obligó al Gobierno a enviar a Washington notas y quejas que caían
en el vacío. Esa situación llevaba dos años, a
lo largo de los cuales acabó por cuajar entre los panameños
una actitud francamente antinorteamericana, que se manifestó
abiertamente cuando las autoridades de la zona del canal informaron
al Gobierno de Panamá que iban a someter a su jurisdicción
la isla de Taboga, situada al sur de Balboa, donde se halla la salida
del canal hacia el Pacífico. Precisamente en esos días
llegaba a Panamá el general John J. Pershing, el hombre que había
mandado las fuerzas de los Estados Unidos en Europa en la guerra que
había terminado a fines de 1918. Para los norteamericanos el
general Pershing era una gran figura, cosa comprensible dado que había
sido el primer general de su país que había actuado en
Europa; pero sucedía que Pershing había actuado antes
en Méjico, donde entró persiguiendo a Pancho Villa, de
manera que para los pueblos de lengua española de América
—y Panamá era uno de ellos— Pershing no era el vencedor
de los alemanes en Francia sino que él había atropellado
la soberanía mejicana tal como estaba el mayor Page atropellando
la de Panamá en Chiriquí. Así, la presencia del
general Pershing en Panamá provocó una serie de motines
muy serios, en los cuales el pueblo protestaba a la vez por lo que estaba
sucediendo en Chiriquí y por lo que iba a suceder en Taboga.
La violencia de los motines llevó al presidente Belisario Porras
a decir públicamente que su Gobierno no cedería a nadie
ni una pulgada del territorio nacional. Había aparecido, pues,
el sentimiento panameño en la república inventada por
Roosevelt, y para entonces no había en Panamá un partido
comunista, nadie había oído hablar de un chino llamado
Mao Tse-tung y todavía no había nacido en Cuba Fidel Castro.
El estado de rebeldía no se daba sólo en Panamá;
estaba produciéndose también en Haití y en la antigua
República Dominicana, que había vuelto a desaparecer,
por tercera vez en menos de un siglo, y había vuelto a llamarse
Santo Domingo, como se llamaba en los tiempos coloniales. En 1918 esos
países no producían petróleo, hierro, bauxita,-níquel;
pero sus tierras eran excelentes para dar azúcar, los bancos
norteamericanos ganaban dinero, los vendedores de maquinarias, de plantas
eléctricas, de instalaciones telefónicas hacían
buenos negocios. En Haití, donde desde los días de Dessalines
todas las constituciones habían mantenido un artículo
en que se prohibía la venta de tierras a extranjeros, se puso
en vigor a mediados de 1918 una nueva constitución en que no
figuraba esa prohibición, de manera que las firmas norteamericanas
pudieron ser dueñas de tierras; en Santo Domingo los centrales
azucareros norteamericanos despojaban de sus tierras a los pequeños
propietarios campesinos valiéndose de la fuerza y de leguleyismos.
Esa "reforma agraria" al revés fue la chispa que desató
la lucha contra la ocupación militar en los dos países
de la isla que Colón había llamado La Española.
Las luchas en la parte dominicana de la isla no estuvieron a cargo de
una fuerza organizada o coordinada, sino de grupos más o menos
numerosos, cada uno con un jefe independiente, generalmente campesino,
que lanzaba a sus hombres a matar infantes de marina norteamericanos
donde los hallara, a asaltar comercios de los centrales azucareros y
a matar o castigar a los dominicanos que cooperaban con las tropas extranjeras.
El Gobierno militar de ocupación bautizó a los rebeldes
con el nombre de "gavilleros", esto es, bandidos, tal como
había hecho con los "cacos" de Haití y como
haría con Sandino y sus seguidores en Nicaragua; esos gavilleros
y los que les daban alguna colaboración fueron perseguidos con
métodos de terror que nunca se habían visto en el país.
En la región del Este, donde operaron los llamados gavilleros,
comerciantes medianos y pequeños, maestros de escuela, pequeños
propietarios campesinos fueron arrastrados amarrados a colas de caballos
hasta que morían despedazados por las piedras; otros sufrieron
el tormento del agua; a otros se les estacaba, es decir, se les clavaba
al suelo con estacas puntiagudas de madera. Hasta en los Estados Unidos
alarmó a alguna gente el caso de Cayo Báez, un campesino
a quien se le aplicaron hierros candentes en el vientre. Al final el
Gobierno militar de ocupación acabó disponiendo que los
campesinos de la región del Este fueran reconcentrados en las
ciudades y los pueblos, una medida similar a la que había tomado
Weyler en Cuba, y la llamada "reconcentración" fue
aprovechada por los azucareros para quedarse con miles de pequeñas
propiedades abandonadas por sus dueños. Dada la situación
de violencia en que se hallaban, muchos campesinos tuvieron que vender
sus tierras por lo que quisieran darles los dueños de ingenios.
En Haití la lucha tuvo un carácter más amplio.
Había comenzado de nuevo hacia 1917 en forma parecida a la de
los dominicanos, pero a partir de fines de 1918 fue coordinada y dirigida
por Charlemagne Peralte, quien en poco más de un año la
llevó a categoría de guerra de independencia. Peralte,
nacido en Hinche, una ciudad vecina de la frontera dominicana, había
atacado en octubre de 1917 la casa del capitán John Doxey, jefe
de las fuerzas norteamericanas de Hinche; cayó preso y se le
condenó a cinco años de cárcel. Probablemente salvó
la vida porque pertenecía a una familia muy conocida en la región.
A principios de septiembre de 1918 Peralte logró huir de la cárcel
e inmediatamente comenzó a organizar a los grupos que ya estaban
luchando en las montañas del norte del país.
Charlemagne Peralte logró organizar a unos 5.000 combatientes,
según estimaron los norteamericanos; 3.000 estaban bajo su mando
y unos 2.000 bajo el de su lugarteniente Benoit Batraville, pero además
contaba con unos 15.000 auxiliares que hacían funciones de espionaje
y avituallaban a los que combatían. Las operaciones de guerrillas
se extendieron a una cuarta parte del territorio haitiano, en una línea
que partía de las vecindades de Cap-Haitien, se dirigía
al Sudoeste, hasta cerca de Gonaives, luego tomaba dirección
Sudeste, bordeaba el Artibonite y desde los suburbios de Port-au-Prince
cortaba hacia el Este hasta la frontera dominicana. Del lado oriental,
las fuerzas de Peralte dominaban hasta la misma frontera, con excepción
de la parte del extremo sur.
Como en las fuerzas de Peralte había pocos hombres que supieran
escribir, no quedaron relatos que sirvieran para hacer la historia de
esa lucha. Entre los pocos que hay, uno es el del ataque a un barrio
de Port-au-Prince, la capital del país. Ese ataque se produjo
al amanecer del 7 de octubre de 1919 y en él murieron 50 de los
hombres de Peralte después de un rudo combate de todo un día.
Ahora bien, para esa fecha iba ya muy avanzado un plan para matar al
líder de la insurrección haitiana. Para ese plan se prestó
uno de esos hombres llamados "decentes" —en Haití,
un buen burgués— de la Grande-Riviere, llamado Jean Baptiste
Conzé, que se hizo pasar durante varios meses por "cacó"
—pues así se denominaban los seguidores de Peralte—
a fin de ganarse la confianza de Peralte. Para disipar las dudas que
se tenían sobre él, Conzé combinó con los
oficiales norteamericanos algunos ataques a puestos militares; y después
de haber dado esas pruebas tuvo paso libre al cuartel general de Charlemagne
Peralte.
La muerte de Peralte fue organizada bajo el mando del mayor F. M. Wise.
pero sus ejecutores fueron el capitán Hanneken, el teniente Button
y algunos miembros haitianos de la guardia constabularia que había
formado el Gobierno militar de ocupación con el nombre de "gendarmerie".
En su informe al mayor Wise, el capitán Hanneken relató
cómo se llevó a cabo la operación, cómo
él y sus hombres pudieron cruzar las diversas avanzadas de Peralte
y cómo al final llegaron hasta donde éste se hallaba,
y termina diciendo que el teniente Button y él se acercaron "a
unos cincuenta pies de Charlemagne, que estaba sentado cerca del fuego
y que hablaba con su mujer... Charlemagne trató de retirarse...
Dije a Button: 'Listos.' E hicimos fuego." Lo que no contó
Hanneken fue que el cadáver mutilado de Charlemagne Peralte fue
llevado a Grande-Riviere el 1 de noviembre (1919): que para exhibirlo
al pueblo se arrancó una puerta de una casa y se le clavó
en esa puerta, con los brazos abiertos, demostración patética
de que desde hacía casi dos mil años los redentores morían
crucificados, lo mismo si eran blancos que si eran negros; después
se le enterró en secreto para que nadie supiera dónde
estaba su tumba, tal como se haría en 1968 con los restos calcinados
de "Che" Guevara en Bolivia.
Ala muerte de Charlemagne Peralte su lugarteniente Benoit Batraville
siguió al frente de los "cacos" y se lanzó a
atacar Hinche, La Chapelle y La Plaine de Cul-de-Sac. El 15 de enero
de 1920 una guerrilla de "cacos" entró en Port-au-Prince
y estuvo combatiendo en uno de sus barrios con pérdidas altas
para los atacantes, la población y sus defensores. Pero lo mismo
que su jefe, Batraville fue asesinado gracias a la traición de
uno de los "cacos", a quien se le pagó bien para que
condujera a un grupo de soldados haitianos de la "gendarmerie"
hasta su campamento. El cadáver de Batraville fue llevado en
un asno a Mirebalais y expuesto al público, como se hizo con
el de Charlemagne Peralte. A seguidas comenzó una campaña
de aniquilamiento de los "cacos", que fueron perseguidos por
todas las montañas, donde se habían refugiado. Lo mismo
que se hacía en esos mismos días en la parte dominicana
de la isla empezó a hacerse en la parte. haitiana; se incendiaban
las casas y las cosechas de los campesinos sospechosos de dar protección
a los "cacos"; se mataba el ganado, se aplicaba el tormento
del agua, se mataba indiscriminadamente. Los estimados norteamericanos
de víctimas de la represión van desde 1.500 hasta 3.000,
pero a esas cifras habría que sumar miles que murieron en las
prisiones y en los campos de concentración.
Mientras tanto, en Santo Domingo, el país vecino de Haití,
se había formado un movimiento de opinión en el que llegó
a participar casi todo el pueblo, desde los comerciantes hasta los campesinos.
Los actos y las manifestaciones en que se pedía la desocupación
del país eran constantes; por toda América, y por los
propios Estados Unidos, había comisiones dominicanas, cuyos gastos
se pagaban mediante contribuciones populares, dedicados a hacer propaganda
por la liberación del país. En medio de esa campaña
nacional e internacional, el Gobierno militar legalizó los despojos
de tierras con una legislación especial que creó un Tribunal
de Tierras, comprometió el país con empréstitos,
elaboró un arancel de aduanas adecuado a los intereses de los
exportadores norteamericanos, y creó una guardia constabularia
mandada por oficiales norteamericanos. Toda esa obra estaba hecha cuando
el precio del azúcar se vino abajo y de más de 20 dólares
las 100 libras pasó a menos de dos; de manera que había
llegado la hora de abandonar Santo Domingo. Entre el secretario de Estado
norteamericano, Charles Evans Hughues, y el licenciado Francisco José
Peynado, abogado de firmas importantes de los Estados Unidos, se elaboró
el llamado plan Hughues-Peynado, en virtud del cual se estableció
en 1922 un Gobierno provisional que convocó a elecciones, en
las cuales resultó electo presidente de la república don
Horacio Vásquez. Cuando éste tomó posesión
de su cargo, el 12 de julio de 1924, las fuerzas de ocupación
abandonaron el país.
Unos siete meses después, en febrero de 1925, los indios de las
islas de San Blas, llamadas también Archipiélago de las
Mulatas, en las aguas panameñas del Caribe, se levantaron contra
las autoridades de Panamá, mataron a todos los policías
estacionados en las islas y proclamaron el establecimiento de la República
de Tule.
¿Qué había pasado en San Blas? ¿Por qué
esos indios se rebelaban de buenas a primeras, sin causas aparentes?
¿Por qué fundaban una república que no podría
sostenerse?
Cuando el Gobierno de Panamá comenzó a hacer averiguaciones,
halló que los indios habían sido instigados a sublevarse
y a matar a los policías, y el instigador había sido un
extranjero. El extranjero era un norteamericano; se llamaba Richard
O. March y había sido hasta poco tiempo antes nada más
y nada menos que encargado de negocios de los Estados Unidos en Panamá.
La indignación de los panameños fue grande y se pidieron
medidas enérgicas contra March, pero éste pudo salir del
país en un buque de guerra, norteamericano, desde luego, que
lo llevó a los Estados Unidos. Por su parte, los inocentes caciques
que habían encabezado la rebelión' creyendo que tenían
el apoyo del Gobierno de Norteamérica se sometieron al de Panamá,
mediante un tratado.
Unos meses después, al comenzar el mes de agosto (1925), los
infantes de marina de los Estados Unidos abandonaron Nicaragua. También
habría que preguntar aquí qué había pasado
en Nicaragua; por qué razón se veía al fin libre
de sus ocupantes extranjeros. Y lo que había pasado puede explicarse
en pocas palabras.
En Nicaragua había habido elecciones en 1920; fue elegido presidente
Diego Manuel Chamorro, que tomó posesión del cargo al
comenzar el año de 1921 y murió en 1923. Su sucesor, el
vicepresidente Bartolomé Martínez, logró pagar
a mediados de 1924 la deuda que tenía el país con los
banqueros Norteamérica nos Brown & Seligman, quienes a cuenta
de esa deuda operaban el ferrocarril del Pacífico y tenían
una participación fuerte en el capital del Banco Nacional. Ya
libre de presiones económicas norteamericanas, Martínez
propició un entendimiento entre conservadores y liberales para
que llevaran una candidatura común a las elecciones de octubre
de ese año (1924), y en virtud del acuerdo resultaron elegidos
el conservador Carlos Solórzano para la presidencia y el liberal
Juan Bautista Sacasa para la vice-presidencia. Estos dos recibieron
el poder de manos de Martínez en enero de 1925 y al comenzar
el mes de agosto los infantes de marina habían abandonado el
país.
Pero iban a volver rápidamente. Pues sucedió que en octubre
de ese mismo año, Emiliano Chamorro encabezó un movimiento
armado contra el Gobierno y tomó Tiscapa. Bajo consejos del ministro
norteamericano, Solórzano nombró a Chamorro jefe de la
fuerza pública, y como dos gallos no caben en un gallinero, el
presidente acabó renunciando, pero no a favor del vicepresidente
Sacasa, sino a favor de un senador, Sebastián Uriza, de cuyas
manos el poder fue a dar a las de Chamorro y luego a las de Adolfo Díaz.
Al comenzar el mes de mayo de 1926 el general José María
Moneada se levantó en Bluefields demandando el poder para Sacasa.
Al autor de este libro le consta, por habérselo dicho Carlos
Pazos, uno de los jefes del levantamiento de Moneada, que el Gobierno
mejicano del presidente Calles les dio armas a los liberales sacasistas.
Esa acción de Calles fue respondida por los Estados Unidos con
la decisión fulminante de volver a intervenir en Nicaragua. Así,
el 24 de diciembre (1926) infantes de marina llevados por los acorazados
Cleveland y Denver, al mando del contraalmirante Julián Latimer,
desembarcaron en Puerto Cabezas, adonde se había establecido
Sacasa, y procedieron a desarmar sus fuerzas. Unos días después,
al terminar la primera semana de enero de 1927, había en Nicaragua
más de 5.000 soldados y marinos y 16 buques de guerra. El "presidente"
Adolfo Díaz declaró que la intervención estaba
justificada porque "Nicaragua es un país débil y
pobre que no puede resistir a los" invasores y agentes del bolcheviquismo
mexicano". La palabra mágica había aparecido, por
fin, en el Caribe. La revolución mejicana, hecha siete años
antes que la rusa, era "bolchevique", es decir, comunista,
y a partir de entonces sólo se aceptarían en el Caribe
revoluciones que se hicieran en nombre del anticomunismo; todas las
demás no eran revoluciones, sino actuaciones de bandidos, y los
Estados Unidos se habían convertido en los perseguidores de los
bandidos del Caribe.
Uno de esos bandidos fue Augusto César Sandino, un joven nicaragüense,
hijo de un propietario mediano de tierras, cuyo nombre no conocía
nadie, a excepción de sus familiares y amigos. Sandino tenía
entonces treinta y un años; había pasado los cinco últimos
trabajando como mecánico en Honduras, Guatemala y Méjico,
y volvió a Nicaragua cuando supo que Moneada se había
levantado en armas contra Adolfo Díaz. Como tenía algunos
ahorros pudo comprar unas cuantas armas y se hizo de algunos seguidores
para salir a combatir contra los conservadores, pero no le fue bien
y se internó en la zona montañosa de Las Se-govias, fronteriza
con Honduras. Estaba allí cuando se enteró de que los
mejicanos le habían enviado armas a Sacasa; se metió en
una canoa y se deslizó río Coco abajo. El Coco forma la
mayor parte de la frontera hondureña-nicaragüense y sale
al Caribe después de recorrer a lo largo de varios cientos de
kilómetros. Sandino tardó nueve días en navegar
el río y además la distancia entre su desembocadura y
Puerto Cabezas. Allí hizo